De unos años a esta parte, la historiografía profesional en Argentina ha retomado el estudio del peronismo, pero bajo una nueva sensibilidad. No se trata de analizar la significación global del movimiento que tanto marcó a la cultura política de nuestro país. Tampoco de continuar investigando la relación con el movimiento obrero, sus tensiones e implicancias. La mirada, en cambio, se ha vuelto hacia el conocimiento del Estado peronista. La intención parece ser la de encarar una tarea deconstructiva, inquieta por indagar las políticas efectivamente diseñadas por el gobierno, área por área. Así, los especialistas están llevando adelante una labor colectiva para mejorar la comprensión de múltiples aspectos del peronismo en el poder, que continuaban sesgados por ciertas nociones de sentido común o por ideas que fueron legándose sin reexamen. Gracias a esos trabajos, se han restituido el dinamismo, la oscilación y el cambio al Estado, durante un periodo que solía considerarse de manera más homogénea. Como resultado, por momentos el Estado peronista se parece más a un gigante con pies de barro que a la imagen del agente poderoso que él mismo buscó proyectar.
El libro de Flavia Fiorucci, producto de una adaptación de su tesis doctoral, tiene su puntapié inicial en uno de esos lugares comunes invocados a la hora de hablar del peronismo: su antiintelectualismo y la relación imposible que mantuvo con la cultura. La historiadora atraviesa ese presupuesto, tributario de una representación construida por un sector mayoritario de la intelectualidad argentina de los años cuarenta y cincuenta, para apostar a la sistematización del estudio de la gestión cultural peronista y sus consecuencias en el mundo intelectual entre 1946 y 1956, un año después del derrocamiento de Perón.
El objeto que se recorta en Intelectuales y peronismo combina varias preocupaciones simultáneas. Por un lado, poner en evidencia que un Estado que atravesaba por una etapa de expansión de sus capacidades de intervención, tuvo a la cultura en su agenda, ya que esta podía colaborar en una doble tarea de cohesión y control social, en el marco de un gobierno populista, legitimado por el advenimiento de la "era de las masas" y por la necesidad de gobernar ese cambio "desde arriba". Por otro lado, entender las razones, las manifestaciones, los alcances y los límites del desentendimiento protagonizado por quienes dan nombre al libro. Por ello, además de estar enmarcado dentro de las nuevas perspectivas de estudio del Estado peronista ya mencionadas, el trabajo de Fiorucci también debe ser considerado como una contribución a la historia intelectual, en tanto abordaje que comunica la historia política, la historia de las elites culturales y el análisis histórico de la "literatura de ideas".
La conexión del tema con la historia intelectual pone a la autora frente a un problema conceptual: para escribir una obra que analice las reacciones de los intelectuales ante las iniciativas estatales, hay que lidiar con los ríos de tinta que se han escrito sobre la figura y el papel del "intelectual". El punto es resuelto elegantemente mediante un triple recurso. Primero, haciendo pie en la figura del escritor, en tanto personaje con producción escrita pública y no exclusivamente filiado a la literatura. Segundo, apelando a la idea del autorreconocimiento,
no porque todo aquel que se identifica como un intelectual deba ser considerado de esa forma, sino porque quien se reconoce en esa identidad participa de las "disputas de demarcación" que organizan el campo (p. 13).
Finalmente, proponiendo un criterio concreto para ese autorreconocimiento, adecuado al periodo: la pertenencia a algunas de las dos asociaciones de escritores existentes por entonces. Tanto la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) como la Asociación de Escritores Argentinos (ADEA) incluían a sujetos que, al unirse a esas organizaciones, daban la pauta de estar identificándose como parte del mundo intelectual. De tal manera, Fiorucci se refiere a los "intelectuales" y los "escritores" de manera intercambiable.
A lo largo de los cinco capítulos de Intelectuales y peronismo, se procura ir más allá del tan mentado desdeño de ese gobierno hacia la cultura, para reconstruir y comprender en qué consistían y hacia dónde apuntaban sus políticas. En palabras de la autora:
El objetivo no es reemplazar una historia de censura y hostigamiento por otra de iniciativas conciliadoras sino rastrear las tramas que dan cuenta de una relación compleja, marcada desde el principio por el desentendimiento (p. 12).
En correlación, la historiadora quiere explicitar los efectos que estas medidas tuvieron entre los intelectuales, tomando en cuenta el enfrentamiento entre quienes se posicionaron en contra del régimen desde sus orígenes y aquellos pocos que intentaron obtener un lugar bajo el sol peronista.
Para organizar el tratamiento de un espectro tan amplio de cuestiones, Fiorucci se aferra al concepto bourdiano de "campo intelectual". Como es sabido, lograr la autoridad dentro del campo es importante no solamente por una cuestión de predominio y reconocimiento desinteresado en su interior, sino porque el capital social acumulado por medio de las luchas es traducible en otras formas de capital. Así, las relaciones entre los pares son relaciones de fuerza, porque estos son al mismo tiempo colegas y competidores.
Quienes ocupan las posiciones dominantes, manejan los criterios que habilitan a un sujeto como competente y el acceso a los recursos materiales que permiten vivir de la profesión. Los que podríamos llamar "dominados" del campo, oscilan entre estraregias de sucesión para relevar a los dominantes, acorde a las reglas determinadas por ellos, y estrategias de subversión, planteando nuevas reglas o polos de atracción. El papel del Estado, por su parte, siempre es problemático para la autonomía del campo. Puede ser una fuente de recursos y oportunidades tanto como introducir constreñimientos en el quehacer cultural. En función de estas herramientas teóricas, se vertebran y despliegan los capítulos del libro.
En el primer capítulo, Fiorucci mira hacia el Estado. Distingue dos momentos en sus políticas culturales. El primero, entre 1945 y 1950, se caracterizó por un mayor dinamismo y disponibilidad de recursos materiales y una ampliación de los canales de intervención sobre el campo intelectual. Se articularon medidas como la creación de la Subsecretaría de Cultura y una amplia convocatoria para participar de la organización de la Junta Nacional de Intelectuales, en 1948. Lo más mentado de la intelligentsia argentina se resistió a esos proyectos. Los rostros visibles designados para encabezarlos eran personajes "menores" dentro del campo o figuras procedentes del nacionalismo católico, mal conceptuadas por la mayoría de los referentes intelectuales que habían de—codificado la emergencia del peronismo en términos de un conflicto internacional que lo excedía: el de la lucha fascismo/ antifascismo. Para Fiorucci, el gobierno peronista demostraba desconocimiento de las reglas del campo intelectual y fue torpe al designar a los funcionarios del área no cediendo lo suficiente como para quebrar el rechazo casi unánime que había obtenido desde su encumbramiento. El fracaso de ese periodo lo llevó a una estrategia más confrontativa. Por ende, desde 1950 y sobre todo durante la segunda presidencia de Perón, se percibe un retroceso en el impulso inicial, reflejado en cuestiones como la pérdida de jerarquía de la cultura en el organigrama estatal, vía la transformación de la Subsecretaría en Dirección. Las medidas contradictorias se sucedían una a otra: mientras el Estado asignaba dineros suculentos para los Premios de la Comisión Nacional de Cultura, comenzaba el periodo de reglamentación y control centralizado del funcionamiento de las Academias Nacionales. Así, los cada vez más débiles intentos de cooptación de los intelectuales, quedaban subsumidos al proceso de peronización de la sociedad, que estaba en marcha en medio de la recesión económica y con una oposición más visible.
Donde la gestión de Perón sí tuvo cierto éxito fue en el ámbito de las políticas de redistribución de los consumos culturales, sobre todo en sus objetivos de lograr una mayor democratización y federalización del acceso a la cultura. Analizando distintos emprendimientos como el Tren Cultural, la Orquesta de Música Popular y el Programa de Bibliotecas Populares, la historiadora llega a una conclusión interesante: pese a la presencia de algunos elementos folklóricos y populares en las empresas alentadas por el peronismo, este no estuvo ligado a una visión romántica en la que el pueblo funcionara como depositario de una cultura "auténtica" o en que se planteara una dicotomía en que debiera reflotarse una cultura "desde abajo" en confrontación con una "cultura letrada". Más bien al contrario, la idea de extender el acceso a la cultura a la mayoría de la población estuvo construida sobre la noción liberal de que existe un centro que irradia cultura, asociado a la ciudad y de que es responsabilidad del Estado arbitrar los medios para la elevación del "soberano". El ataque a lo que podría ser pensado como "alta cultura" venía liado a cuestiones políticas y no a una intención de invertir las jerarquías culturales.
Los capítulos 2, 3 y 4 nos muestran cara y ceca del campo intelectual. El 2 y el 4 están dedicados al abordaje de distintos aspectos del grupo antiperonista, mientras que el tercero indaga sobre quiénes fueron los intelectuales que recibieron positivamente al peronismo y qué espacio y oportunidades tuvieron durante esos años.
En el segundo capítulo, la autora hace pie en la SADE como institución que núcleo a la mayor parte de los intelectuales antiperonistas, proyectados como actor colectivo. Desde allí se pueden observar intersecciones entre el campo intelectual y el político para enfocar los efectos de la irrupción del peronismo. Según Fiorucci, este movimiento tuvo un efecto paradojal ya que fracturó el campo intelectual bajo una lógica política, definiendo espacios de sociabilidad distintos para opositores y adherentes. Al mismo tiempo que los antiperonistas demostraron su capacidad y sus recursos para mantener instituciones y publicaciones sin el auspicio estatal, su estrategia fue despolitizar el discurso público. No hicieron análisis de coyuntura y no repensaron la significación del peronismo en la vida social y política del país, cuestión desplegada en el capítulo 4 a través del tratamiento de un muestreo de revistas del espectro antiperonista, como Sur, Imago Mundi, Liberalis, etc. La cruzada estuvo signada por la resistencia por igual a los embates y a la cooptación estatal. Esto, que fue efectivo para preservar la producción intelectual y las instituciones, trajo varios problemas. Para el caso de la sade, Fiorucci plantea que al querer evitar las denuncias y acusaciones explícitas contra las avanzadas gubernamentales, en situaciones tan tensas como las del encarcelamiento de figuras como el poeta Banchs o la directora de Sur, Victoria Ocampo, la organización abdicó de la función de defender a sus miembros. Asimismo, la autora señala que la activa labor de militancia contra el fascismo que había dominado el campo intelectual antes del surgimiento de Perón, fue atenuada. En las revistas del periodo, el peronismo fue discutido tangencialmente, bajo un lenguaje simbólico, sólo comprensible para públicos acotados y aludiendo a problemas más generales como la crisis del liberalismo o la decadencia de la cultura occidental. En esas páginas no se debatieron temas del contexto político inmediato ni se intentó articular explicaciones o representaciones del peronismo que revisaran la decodificación del fenómeno en términos de "fascismo criollo". Como consecuencia de ello, Fiorucci lanza una de sus tesis más punzantes sobre el consenso liberal que unió, no sin tensiones, a la intelligentsia opositora:
considerando que muchos intelectuales se autoidentificaban como guardianes de la civilización y la libertad, podemos decir que su rol bajo un régimen que percibían como una dictadura no estuvo a la altura de sus propias representaciones, aun cuando el tema haya generado roces y discusiones, e incluso aceptando que la autocensura era el resultado de las presiones que el gobierno ejercía contra el campo intelectual (p. 172, énfasis de la autora).
El capítulo 3, por su parte, curiosamente dispuesto en medio de los que se abocan al tratamiento del antiperonismo, busca desmontar el aparente oxímoron de concebir un intelectual peronista. Allí se rastrean la procedencia de las figuras que se adhirieron al movimiento liderado por Perón y los avatares de dos de sus proyectos: la ADEA y la revista Hechos e Ideas. En resumen, aquellos que abrazaron tempranamente las políticas sociales de Perón tenían un rasgo en común: provenían de sectores intelectuales cuya prioridad no era la defensa de las instituciones democráticas. Fueron los grupos nacionalistas, descontentos con el liberalismo, los que Rieron atraídos por el gobierno militar de 1943—1946, aunque sólo algunos de ellos continuarían apoyando a Perón en 1946. Dentro de esa etiqueta quedaban comprendidos nacionalistas de derecha, más o menos fascistoides; nacionalistas ligados con lo más reaccionario del catolicismo; exponentes del revisionismo histórico; miembros del nacionalismo popular de forja (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina) ligados a la admiración del líder radical Hipólito Yrigoyen y personajes que, formados en una cultura de izquierda, frieron sorprendidos por el fenómeno de movilización popular.
Pese a sus diferencias internas, estas figuras vieron en el peronismo ya fuera una posibilidad de imponer las urgencias que marcaba su agenda, de repensar cuestiones ligadas con la relación elites letradas—pueblo y/o de adquirir posiciones de mayor visibilidad que no hubieran obtenido siguiendo las reglas del campo intelectual, cuyas instancias de consagración y reconocimiento seguían controladas por los intelectuales liberales y discurrían ahora por instituciones desligadas del ámbito estatal. Durante las presidencias de Perón, los intelectuales peronistas intentaron generar polos alternativos dentro del campo, para lo cual esperaban contar con el respaldo efectivo, simbólico y material del Estado. La organización de ADEA y el relanzamiento deHechos e Ideas fueron, según Fiorucci, acciones inspiradas en ese fin ulterior. Estas empresas fracasaron por no contar con el respaldo económico necesario, pero además, porque fueron invadidas por la peronización más profunda. La tarea intelectual, que está asociada por definición al pensamiento crítico y la polémica, no podía desplegarse en el marco de un gobierno que iba incrementando sus exigencias de lealtad partidaria. El peronismo se mostró más interesado en el aspecto del "adoctrinamiento" que en el hecho de tener ideólogos capaces de ofrecer nuevos tópicos de identificación, reflexión o críticas constructivas. De este modo, los intelectuales peronistas fueron los "convidados de piedra" dentro del movimiento. Estuvieron doblemente marginados: dentro del campo intelectual, por sus pares/competidores, y en el gobierno, sin apoyo financiero para sus organizaciones, sin puestos clave en la administración y sin espacio de colaboración ideológica con el régimen. Pese a todo, Fiorucci resalta que en el caso del nacionalismo popular, aun a costa de la segregación de sus "nombres propios", se puede considerar exitosa la influencia que ejerció en la configuración del discurso peronista.
El último capítulo, aunque construido evitando el anacronismo, es un punto de fuga hacia lo que serían los debates futuros del campo intelectual argentino. La historiadora elige tomar el primer año de "la Libertadora" para iluminar los momentos de inflexión en la posición de ciertos personajes que otrora formaran parte del consenso antiperonisra. Según piensa, el fin de la hegemonía del liberalismo en ese ámbito fue detonado por el cuestionamiento hacia los métodos violentos e ilegales a los que apeló el gobierno militar de Aramburu en su afán de "desperonizar" la sociedad. Una vez que la persecución estuvo dirigida no hacia los letrados consagrados sino hacia buena parte de los sectores que habían apoyado al peronismo, los intelectuales tenían la posibilidad de denunciar o criticar abiertamente acciones como las violaciones de los derechos humanos. Las posturas adoptadas quedan representadas prístinamente en el conflicto suscitado entre dos de los grandes escritores argentinos: Jorge L. Borges y Ernesto Sábato. Muchos coincidieron con el primero en que cuestionar al gobierno militar equivalía a socavar un orden que todavía estaba amenazado por la "tiranía" depuesta. Otros, en consonancia con el autor de El túnel, se adscribieron a una postura en la cual aspectos como la persecución ideológica y política, los tormentos físicos, etc. eran igualmente condenables, provinieran estos del peronismo o del gobierno que lo había desbancado. En el marco de este alineamiento, sería posible repensar las implicancias del peronismo y la irrupción de las masas en la política nacional así como el problema del distanciamiento entre estas y las elites intelectuales. El consenso antiperonista mostraría sus líneas de tensión abiertamente. Unos pocos consagrados replantearían algunos de sus viejos posicionamientos al mismo tiempo que una generación más joven, representada muy bien por Contorno, repondría con toda contundencia la discusión sobre el papel de los intelectuales, que venía asomando desde los años treinta.
Hacer un balance sobre los aportes de Intelectuales y peronismo obliga a desdoblar la cuestión en dos frentes. La contribución más original de Fiorucci es su tratamiento sobre la burocracia y las políticas culturales del peronismo, prácticamente inexploradas hasta el momento. El trabajo con fuentes estatales tiene un valor en sí mismo, dado que durante las gestiones posperonistas se destruyeron muchos documentos. Esto debería proporcionar una idea de los problemas que implica la fase heurística para el historiador, quien debe rastrear las fuentes por distintos archivos y agencias del Estado hasta conseguir un corpus adecuado para reflexionar diacrónicamenre. Fiorucci dibuja líneas de análisis interesantes sobre la postura del peronismo hacia la cultura, tanto respecto de sus políticas hacia sus productores como hacia sus consumidores. Sobre todo, pone en evidencia que se trataba de un movimiento tan heterogéneo que podía conciliar, al mismo tiempo, cuestiones como la recuperación de ciertas tradiciones folclóricas con una visión liberal de la historia nacional y el fomento del arte vocacional en la población con la idea del entorno urbano como foco civilizador.
La atención a la relación entre el Estado y los intelectuales peronistas también es algo novedoso. No porque no existan trabajos sobre las figuras que se acercaron a Perón, sino porque aquí la premisa orientadora es la de revisar la idea del antiintelectualismo del peronismo. A partir del análisis de Fiorucci debería aceptarse que el peronismo, con su mezcla de indiferencia, torpeza y censura, mostró una posición más hostil hacia los intelectuales que la observable en otros movimientos populistas. Así fue para con sus defensores y detractores. Podría aducirse que el discurso de los actores políticos fue más trascendente que el de las elites culturales, y que dentro de él fue fundamental el papel que tuvo Perón como decodificador exclusivo de la doctrina oficial.
Los capítulos dedicados al antiperonismo son interesantes porque ofrecen nuevas formas de pensar un tema ya visitado por la historiografía. Hay que destacar, particularmente, que Fiorucci va en contra de la imagen épica que muchos intelectuales antiperonistas se construyeron para sí mismos una vez caído el gobierno. Se propone evaluar los alcances y límites de sus acciones y estrategias durante 1946 y 1955, miradas desde el mismo contexto en que fueron elaboradas y medidas conforme a los parrones de conducta delineados por ellos mismos. Sin pretender establecer juicios de valor, Fiorucci se anima a explicitar tesis incisivas respecto de nombres y publicaciones que han mantenido un halo de prestigio importante en el ámbito local. Las discusiones sobre el peronismo, muy vigentes en función del escenario político que nos rodea, siguen siendo apasionadas. Las lógicas del campo intelectual siguen operando. Así, el libro no sólo es valioso por profundizar en el conocimiento histórico del Estado peronista, sino por su avidez para repensar temas que todavía generan susceptibilidades.