"Esta descompostura general de la servidumbre." Las trabajadoras del servicio doméstico en la modernización argentina. Córdoba, 1869–1906

"This General Breakdown of Hired Help." Female Domestic Workers in Argentinean Modernization. Córdoba, 1869–1906

 

Fernando J. Remedi

Información sobre el autor:

Fernando J. Remedi. Doctor en Historia por la Universidad Católica de Córdoba. Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de la Argentina. Director del Centro de Estudios Históricos Prof. Carlos S. A. Segreti y de su Anuario. Su campo de investigación es la historia social y su proyecto actual es "El mundo de los pobres en el marco del crecimiento y la modernización (Córdoba, 1870–1930)". Entre sus libros de autor se destaca Dime qué comes y cómo lo comes y te diré quién eres. Una historia social del consumo alimentario en la modernización argentina. Córdoba, 1870–1930; y con Teresita Rodríguez Morales, Los grupos sociales en la modernización latinoamericana de entre siglos. Actores, escenarios y representaciones (Argentina, Chile y México, ss. XIX–XX), en prensa.

About the author:

Fernando J. Remedi. PhD in History from the Catholic University of Córdoba. Researcher affiliated to the National Council of Scientific and Technical Research of Argentina. Director of the Prof. Carlos S.A. Segreti Center for Historical Studies and its Anuario. His field of research is social history and his current project is "The World of the Poor within the Framework of Growth and Modernization (Córdoba, 1870–1850)". He has authoredDime qué comes y cómo lo comes y te diré quién eres. Una historia social del consumo alimentario en la modernización argentina. Córdoba, 1870–1930; and, together with Teresita Rodríguez Morales, co–authored Los grupos sociales en la modernización latinoamericana de entre siglos Actores, escenarios y representaciones (Argentina, Chile y México, ss. XIX–XX), in press.

Fecha de recepción: enero de 2011. Fecha de aceptación: agosto de 2011.

Resumen

El trabajo examina el servicio doméstico en la ciudad de Córdoba, un espacio del interior de la Argentina, entre fines del siglo XIX e inicios del XX, en el marco de grandes procesos como una sostenida expansión económica, una veloz urbanización y una extendida modernización. El estudio combina una aproximación macroanalítica (a través de censos de población) con otra microanalítica, focalizada en un acercamiento a las experiencias de las trabajadoras del servicio doméstico (con fuentes policiales y judiciales). Fundamentalmente, se sostiene que en el periodo se produjo una creciente mercantilización del servicio doméstico, el deslizamiento desde relaciones marcadas por el paternalismo hacia otras más contractuales y de negociación.

Palabras clave: Servicio doméstico, trabajadoras, pobres, modernización, mercado de trabajo.

Abstract

This paper examines domestic service in the city of Córdoba, a city in Argentina, between the late 19th and early 20th century within the framework of major processes as a sustained economic expansion, swift urbanization and widespread modernization. The study combines a macroanalytical approach (through population censuses) with a microanalytical approach, focusing on the analysis of the experience of female domestic workers (using police and judicial sources). It holds that the period saw the growing commercialization of domestic service, and a shift from relations marked by paternalism to other more contractual ones, based on negotiation.

Key words: Domestic service, female workers, the poor, modernization, labor market.

 

 

Gran parte del siglo XIX fue para la Argentina un periodo marcado por la militarización y los constantes conflictos bélicos, con sus secuelas en la economía, la escasez monetaria crónica, la ruralización de la vida social y una especialización en la ganadería para exportación. Hacia el decenio de 1850 comenzó a perfilarse una nueva etapa en la vida económica caracterizada por la coexistencia de estructuras agrarias tradicionales (producción pecuaria de algunos espacios del litoral y economías diversificadas y semiautárquicas del interior) con la aparición de elementos dinamizantes (desarrollo capitalista de estancias de la pampa bonaerense, boomlanero, inicios de la agricultura cerealera en Santa Fe). Desde la década de 1880, estos elementos dinamizantes hicieron posible una respuesta elástica de la producción a la creciente demanda de productos primarios de los países centrales. Esta coyuntura internacional favorable, sobre el trasfondo del fin de las guerras civiles y la estabilización política e institucional, desató desde el último tercio del siglo XIX un crecimiento económico de características duraderas e inusitadas. El modelo dominante fue el primario exportador, basado en el constante desplazamiento de la frontera agrícola, la llegada masiva de inmigrantes extranjeros y el ingreso de grandes volúmenes de capitales foráneos que se canalizaron en porción significativa hacia la infraestructura de transportes, comunicaciones y obras públicas. En la provincia de Córdoba, en el centro geográfico de la Argentina, el crecimiento agropecuario de su espacio pampeano desde la década de 1880 fue incesante, produciéndose una "revolución agraria".1 El sector agropecuario se convirtió en el motor del vigoroso y sostenido crecimiento económico de Córdoba entre fines del siglo XIX y 1930.

La expansión económica fue acompañada por un notable incremento demográfico y un rápido y sostenido proceso de urbanización que afectó a las principales ciudades de Argentina y se extendió, con ritmos y escalas diferenciadas, hacia el interior de aquellas provincias que –directa o indirectamente— se beneficiaron del modelo primario exportador. El contingente demográfico argentino pasó, en números redondos, de 1 800 000 habitantes en 1869 a más de 7 800 000 en 1914, consecuencia del crecimiento vegetativo y, sobre todo, del arribo de extranjeros, cuya participación en la población total pasó de 11.5 a 30.3% entre esos años. La notable expansión demográfica fue un estímulo decisivo del gran crecimiento urbano: Buenos Aires pasó de unos 187 000 habitantes en 1869 a casi 664 000 en 1895 y poco más de un millón y medio en 1914; Rosario creció de unos 23 000 habitantes a casi 92 000 y luego orilló los 222 000 en el mismo lapso; Córdoba pasó de unos 34 000 habitantes a unos 55 000 y 130 000 entre esos años.

Como consecuencia de las transformaciones señaladas, en los espacios del país más afectados por ellas comenzó a emerger una estructura social dinámica, más diferenciada y de mayor complejidad que la tradicional propia del siglo XIX, caracterizada —no sólo en Argentina sino en Latinoamérica— por una división bipolar entre la gente decente y la gente del pueblo.2 En este contexto, marcado por el crecimiento económico y la movilidad social por él estimulada, con una estructura social en proceso de reconfiguración, se planteó la cuestión referida a la posición de cada uno dentro del espacio social.

En este marco se ubica el presente trabajo, que es sólo un paso en una línea de indagación de largo plazo dedicada al estudio de los grupos y las identidades sociales en Córdoba en el periodo aludido y que en lo inmediato se concentra en el mundo de los pobres. Se intenta reconstruir el impacto que las grandes transformaciones de la época tuvieron en los de abajo y cómo ellos actuaron en ese contexto, prestando especial atención al proceso complejo e intenso de modernización, a la veloz y significativa urbanización, a la creciente institucionalización estatal y al sostenido crecimiento económico, el incipiente desarrollo industrial y la expansión de los servicios.

En la Córdoba de la época, la pobreza era una realidad vivida por parte significativa de la población, compuesta por pauperizados —equiparables a los hoy denominados pobres estructurales— y, sobre todo, por pauperizables, aquellos que soportaban la amenaza casi permanente de la pobreza por su vulnerabilidad frente a las distintas coyunturas económicas debido a su dependencia del trabajo personal.

La noción de pobreza es relativa, por lo cual es difícil atribuirle a la categoría pobre un contenido social estable y preciso.3 Se puede decir que pobre es quien ha caído en la pobreza, una situación caracterizada —siguiendo a Pedro Carasa Soto— "por una predisposición de debilidad, de incapacidad, de privación y de ausencia de todo medio personal para remediarlas".4 En este marco, se considera útil y válido el concepto de pobreza propuesto por Silvia Mallo, que comprende no sólo la carencia de lo necesario para sobrevivir y la "dificultad para mantener una mínima subsistencia con deterioro visible de las condiciones de vida" sino que también abarca "el concepto de incertidumbre social [...] oportunidades económicas limitadas, desempleo y subempleo, ocupación temporaria, a jornal, empleo ocasional, trabajo de mujeres y niños".5 Esta definición es particularmente atractiva por su amplitud —que permite contemplar situaciones heterogéneas pero atravesadas por el denominador común de la inestabilidad y la precariedad— y por tomar en cuenta una variable que se estima esencial que es la incertidumbre económica y social que, en la Córdoba de entre siglos, afectaba con especial intensidad a aquellos vastos sectores que dependían inmediatamente de su trabajo para su reproducción, debido a su carencia de propiedades o rentas. Una nota distintiva de la Córdoba de entre siglos —también de otras ciudades argentinas del periodo— era un sostenido crecimiento económico combinado con un mercado de trabajo caracterizado por una notoria inestabilidad y precariedad laborales y gran movilidad de parte significativa de los trabajadores. Una consecuencia de esto era la alternancia de periodos de ocupación con otros de desempleo, donde ese sector de la población debía desplegar diversas estrategias para sobrevivir, entre ellas, el trabajo ocasional como vendedor ambulante, pequeños robos y hurtos, la apelación a redes solidarias, la caridad, la beneficencia y las prácticas asistencialistas del Estado y la Iglesia.

Dentro de la heterogeneidad de situaciones comprendidas por la definición antes formulada, se distinguían algunas categorías sociales, que remitían a diferentes itinerarios que habían conducido a la pobreza. Algunas de esas categorías tenían contornos más nítidos y constituían persistencias arraigadas incluso desde los tiempos coloniales, como ocurría con los "pobres de solemnidad" y los "pobres vergonzantes". Los primeros eran aquellos reconocidos públicamente como pobres y que, como tales, eran destinatarios potenciales de las actividades asistencialistas del Estado y la Iglesia, las prácticas caritativas y las iniciativas benéficas. Siguiendo a José Luis Moreno, en la época colonial los "pobres de solemnidad" eran considerados así porque su pobreza era pública, evidente y el individuo insolvente, por lo cual reunían los requisitos indispensables para recibir limosnas o ayudas. Más allá de los cambios sociales producidos, Moreno subraya la persistencia de esa categoría colonial para la Argentina de fines del siglo XIX e inicios del XX, perceptible en la creación del "registro de pobres de solemnidad" en muchas ciudades del país, el cual habilitaba a los inscritos en él para acceder a ciertos servicios asistenciales municipales,6 lo cual es válido también para Córdoba.7 Los "pobres vergonzantes" eran aquellos que, como señala Mallo para el virreinato del Río de la Plata a fines del siglo XVIII, estaban en una situación de "pobreza decente", se sentían obligados a permanecer en ella porque por razones de prestigio social estaban impedidos de trabajar.8 En la Córdoba de fines del siglo XIX e inicios del XX, esa categoría diferenciada de pobres persistía, comprendiendo a un conjunto de individuos que por distintas circunstancias habían perdido su posición acomodada y eran incapaces de subsistir sin la cooperación material de terceros.9

La elección de un agrupamiento particular para la indagación de la sociedad cordobesa del periodo obedece a que se considera, en sintonía con los planteos recientes de la historia social, que el espacio social es relacional, que los grupos se construyen a partir de relaciones verticales y horizontales entre individuos y que, por consiguiente, no existe una zona de corte predeterminada por donde adentrarse en el estudio de la sociedad. Los grupos sociales son el resultado contingente de un proceso activo y complejo de construcción, donde interactúan variables sociales, culturales, políticas, económicas, organizativas, entre otras; por eso, los grupos sociales, entendidos como actores colectivos, en el mejor de los casos son el punto de llegada de la indagación, no el de inicio. Este último está constituido por un agrupamiento social o grupo entendido como categoría analítica, un segmento social que a priori se estima pertinente porque se conjetura que quienes lo componen comparten algunas propiedades características, ocupan ciertas posiciones en el espacio social y mantienen vínculos entre sí. Como señala François–X. Guerra, es inevitable partir de cierto conjunto humano, aunque su carácter sea de naturaleza diversa (una definición jurídico–étnica, un espacio físico o social, una corporación, los miembros de una institución, un estamento, individuos que comparten actividades profesionales, etc.).10 En la indagación de los grupos sociales es válido partir de una categoría socioprofesional, siempre que se la impregne luego de las relaciones sociales que, en última instancia, contribuyen a la emergencia de los grupos como actores colectivos.11

En el marco de estas consideraciones, se aborda el estudio de los trabajadores del servicio doméstico de la ciudad de Córdoba, un conjunto donde había una notable supremacía numérica de mujeres. Hasta hace poco tiempo, la atención de los historiadores sociales interesados en la Argentina en tránsito de modernización de fines del siglo XIX y primeras décadas del XX se concentró primero en los obreros y luego en los trabajadores y los sectores populares, mientras que las mujeres comenzaron a emerger como sujetos de la historia recién desde fines de la década de 1980 e inicios de la siguiente, tendencia que se consolidó claramente con posterioridad.12 Este interés por los(as) trabajadores(as) se dirigió de modo casi excluyente hacia las actividades productivas más íntimamente ligadas a la modernización en marcha, como la industria y algunos servicios —el transporte, las comunicaciones, el comercio—, a la vez que se descuidaron de manera notoria otros sectores, entre ellos el del servicio doméstico, que aún era una muy significativa fuente de empleo.13

La elección de los trabajadores del servicio doméstico obedece a su significación cuantitativa en la sociedad cordobesa de entre siglos y a nuestro interés particular por el mundo de los pobres, ya que ese sector socioocupacional se caracterizó históricamente porque sus integrantes eran pobres, en su mayoría mujeres y a menudo menores de edad e inmigrantes. Para la Córdoba de entre siglos, el servicio doméstico ha sido examinado, con cierto detenimiento, sólo en dos pequeños trabajos, derivaciones de indagaciones sobre otra problemática. Uno de ellos surge del interés por el infanticidio y sólo se tomaron en cuenta casos judiciales por este delito, entre 1850 y mediados de la década de 1880.14 La otra investigación aborda la conformación de un mercado de trabajo capitalista y, como parte del proceso, la puesta en marcha de una estrategia de moralización de los sectores populares con el objeto de modificar sus hábitos y actitudes bárbaras, inculcarles el valor del trabajo y adaptarlos a las exigencias de la vida económica de fines del siglo XIX y primera década del XX.15 Ambos trabajos comparten —en diversos grados— un decidido énfasis colocado sobre una economía de coerción de la mano de obra, en el despliegue de mecanismos de disciplinamiento y control sociales de los trabajadores domésticos por parte de sus patrones y, más en general, de los sectores dirigentes. Ambos trabajos coinciden, con matices, en una premisa puesta en cuestión en nuestra indagación que consiste en la consideración de los integrantes de ese segmento de los sectores populares como sujetos pasivos frente a las coacciones provenientes desde arriba.

Este trabajo es el resultado de la consulta de una documentación histórica dispersa, diversa y de distintas condiciones de producción. Una fuente crucial fueron los censos de población disponibles, los nacionales de 1869 y 1895 y el municipal de 1906, los cuales además han motivado el recorte temporal del estudio. Esos relevamientos censales son un poco el punto de partida y, más allá de sus limitaciones —habitualmente señaladas—, siguen siendo una vía de acceso fundamental, al menos como primera aproximación, a una categoría socioocupacional. Por dichas limitaciones, pero sobre todo porque se pretende avanzar en el estudio de otras dimensiones, cualitativas, y acercarse a las experiencias de trabajo y de vida de quienes se desempeñaban en el servicio doméstico, se recurrió a otras fuentes, como expedientes de la justicia del crimen, crónicas policiales, notas de opinión, avisos clasificados y algunas solicitadas y cartas de lectores aparecidas en la prensa. Además, este es un ejercicio particularmente válido y útil debido a que una aplastante mayoría de la categoría ocupacional indagada estaba constituida por mujeres, cuya actividad por lo común ha sido invisibilizada por la historiografía dominante hasta hace unas décadas y, también, por el sesgo androcéntrico de las fuentes disponibles y más utilizadas. La combinación de datos provenientes de fuentes de diversos orígenes y condiciones de producción resulta entonces un recurso especialmente fecundo para conjurar la subestimación e invisibilidad que parecen envolver a ciertas ocupaciones femeninas en el pasado. Contra lo sostenido habitualmente por los historiadores del trabajo sobre la inexistencia de materiales para escribir una historia de las mujeres, los estudios en este campo y los de género demostraron —como subraya Mirta Lobato— "que el material se encuentra si uno hace las preguntas adecuadas y se tiene la paciencia para encontrar documentos dispersos o catalogados con marcas androcéntricas".16

 

EL SERVICIO DOMÉSTICO COMO CATEGORÍA SOCIOOCUPACIONAL

Los datos cuantitativos agregados del periodo, correspondientes a los censos nacionales de población de 1869 y 1895 y al censo municipal de 1906,17 muestran que en la ciudad de Córdoba los trabajadores del servicio doméstico eran un sector muy significativo, ya que representaban 13% de la población total en 1869 y 1895 y 10% en 1906. El descenso de la participación relativa obedece a que la población total creció a una tasa mayor que la que afectó a la categoría ocupacional, fundamentalmente en el lapso 1895–1906. La cantidad de trabajadores del sector creció mucho y de modo persistente: pasó de 4 642 en 1869 a 6 994 en 1895 y 8 979 en 1906, lo que evidencia un crecimiento de punta a punta de 93%; mientras tanto, la población de la ciudad pasó de 34 458 habitantes en 1869 a 54 756 en 1895 y 92 776 en 1906, lo que significa una expansión de punta a punta de 169%. En el primer periodo intercensal (1869–1895) las magnitudes del incremento de la población y de los trabajadores del servicio doméstico fueron relativamente parejas (59 contra 51% respectivamente), mientras que en el segundo periodo intercensal (1895–1906) se abrió una brecha profunda entre ambas (69 contra 28 por ciento).

Más significativa aún es la participación de los trabajadores del sector en la población de la ciudad mayor de catorce años, que alcanzó su máximo a inicios del periodo, 23% en 1869, pasó a 21% en 1895 y cayó a 15% en 1906. Esta relativa pérdida de significación obedeció al crecimiento de la demanda de trabajadores en otros sectores más dinámicos de la economía vinculados a la expansión agroexportadora y la rápida e intensa urbanización de la ciudad desde fines del decenio de 1880. Este proceso fue acompañado por una tendencia hacia una mayor terciarización del empleo, por la significativa expansión del sector servicios, en el cual se destacaron el comercio, y por la creciente institucionalización estatal, la administración pública.

Los datos cuantitativos aportados son una aproximación confiable pero imprecisa a la categoría socioocupacional. Los agregados censales tienden a ofrecer una imagen por defecto de la significación del servicio doméstico, debido a la naturaleza de la actividad en cuestión y al subregistro de menores de ambos sexos por el criterio de contabilizar para fines de la clasificación por oficio sólo a los mayores de catorce años. Las instrucciones a los censistas de 1895 prescribían que el dato sobre la profesión debía dejarse en blanco cuando el censado fuera de corta edad o se tratara de una mujer que vivía del trabajo de su esposo o padre. Además, había una significativa inestabilidad en el empleo en el sector y era común que el personal de servicio abandonara un trabajo y se colocara en otro, a la vez que es muy probable que muchas mujeres hayan desarrollado tareas de ese tipo de manera temporal o bien como una actividad secundaria a la de "ama de casa", para redondear el ingreso familiar. En estos casos se ubicarían, muy probablemente, muchas de aquellas mujeres que en los expedientes judiciales consignan como oficio el de "quehaceres domésticos"; en ocasiones, en el mismo expediente aparecen, poco más adelante, como "cocineras" o "mucamas" o alguna ocupación semejante. En el caso de los menores, los datos provistos por los expedientes judiciales, las crónicas policiales y los avisos de empleo de la prensa indican la presencia de jóvenes y niños en el servicio doméstico.18

La relación entre la cantidad de trabajadores del servicio doméstico existentes en la ciudad y la población dedicada a otras actividades económicas o que no desarrollaba una tarea por una retribución varió de 6.42 en 1869 a 6.83 en 1895 y 9.33 en 1906; es decir, a inicios del periodo había, en promedio, un trabajador del servicio doméstico cada seis personas dedicadas a otras actividades o sin una remunerada, y a fines de la etapa ese valor era de nueve. Esto es un indicador adicional del crecimiento diferencial de la población y la categoría ocupacional.

La demanda de personal de servicio no se restringía solamente a los sectores acomodados y pudientes, sino que también familias populares y otras decididamente pobres contaban al menos con una sirvienta. Un expediente judicial muestra a un hombre que contrata a una joven para cuidar a su cónyuge enferma; el jefe de familia se hallaba sin empleo, había sido pequeño comerciante y luego gendarme de policía, ocupación caracterizada por la inestabilidad laboral y las magras retribuciones. La crónica policial sobre el derrumbe del techo de una humilde vivienda muestra la presencia de "una sirvienta de poca edad" trabajando para la familia de escasos recursos que vivía en esa casa.19 Los ejemplos podrían multiplicarse.

El rasgo más evidente de la categoría socioocupacional examinada es que se trataba, de manera abrumadoramente mayoritaria, de mujeres: hacia 1906, según el censo municipal, dentro de ese sector 97% eran mujeres, lo cual justifica que de aquí en más se aluda, genéricamente, a las trabajadoras del servicio doméstico. En esos momentos, entre los varones había quizá mayor definición —más especialización— de sus tareas como personal de servicio, porque predominaban los mucamos (43%), seguidos por los cocineros (27%) y los clasificados como "domésticos" a secas (21%); entre las mujeres había mayor segmentación pero también, quizá, más indiferenciación de las tareas, ya que 23% eran clasificadas como dedicadas a "trabajos domésticos" y 10% más sólo como "domésticas", en tanto que los dos tercios restantes se distribuían entre lavanderas (24%), mucamas (15%), cocineras (12%) y planchadoras (11%). En la cocina había cierta división sexual del trabajo, porque los hombres se desempeñaban en el ámbito público, en restaurantes20 y cocinas de comunidades (cuarteles del ejército, penitenciaría, hospitales), en tanto que las mujeres lo hacían fundamental —aunque no exclusivamente— en los hogares.21

El grueso de las mujeres del servicio doméstico eran jóvenes, a menudo menores de edad. Los datos censales disponibles impiden determinar la distribución por edades. Un relevamiento parcial, conocido como "Registro de servicio doméstico", levantado por la policía en 1889, presenta una distribución de las mujeres inscritas (de quince años en adelante): las de quince a 20 años constituían 6.83%; las de 20 a 25, 23.90%; las de 25 a 30, 20.58%; las de 30 a 35, 24.06%, y las de más de 40, 13.76%; en suma, 70% de las domésticas inscritas tenía entre 20 y 35 años.22

Desde el punto de vista de la nacionalidad, había una participación abrumadoramente mayoritaria de argentinas, esperable por la baja —aunque creciente— incidencia de la inmigración extranjera en la población de la ciudad.23 Para 1895, 96% del personal de servicio era argentino, guarismo que descendió a 92% para 1906, debido al crecimiento de la inmigración extranjera en el intervalo intercensal. En este año, el personal de servicio representaba 15% de la población mayor de catorce años, pero había significativas diferencias si se considera esa participación ponderando la nacionalidad: dentro de las personas que se desempeñaban en esa actividad, las de origen nativo equivalían a 18% de la población argentina mayor de catorce años, mientras que las procedentes del exterior eran apenas 6% de la población foránea de ese rango de edad. Entonces, en el servicio doméstico de la ciudad había un significativo sesgo por nacionalidad favorable a la población nativa. Para 1895, dentro de las personas extranjeras empleadas en esa actividad predominaban las italianas (38%), seguidas por las españolas (23%), las francesas (17%), las inglesas (4%), las alemanas (2%) entre las parcialidades que reunían los mayores valores. La creciente presencia de inmigrantes europeos y —no ajena a ella— la emergencia de una "modernidad alimentaria"24 en la Córdoba de entre siglos estimularon cierta diferenciación en la demanda de cocineras, por el requerimiento de especialización en determinada cocina (criolla, italiana, española, francesa), como se evidencia en los avisos de empleo y las solicitudes de las agencias de colocación. Esta diferenciación es más notoria a fines del periodo (y lo será mucho más en los años inmediatos posteriores), aunque ya en sus inicios son perceptibles algunas evidencias, tímidas, de la misma.

Parte significativa de las mujeres del servicio doméstico de la ciudad provenía de la migración interna, de jurisdicciones vecinas (Catamarca, La Rioja, San Luis) y, sobre todo, de los departamentos del norte y oeste de la provincia de Córdoba. Durante todo el periodo, estas dos regiones experimentaron procesos de marginalidad económica y atraso que impulsaron un drenaje persistente y masivo de población que se dirigió, de modo permanente o temporario, hacia la ciudad de Córdoba y el sudeste cordobés, espacios beneficiados por la expansión agroexportadora. En los expedientes judiciales es bastante frecuente hallar jóvenes mujeres en el servicio doméstico de la ciudad de Córdoba provenientes de los departamentos del norte y oeste de la provincia, llegadas hacía años o apenas unos meses.25

El servicio doméstico era heterogéneo en materia de tareas (sirvienta, cocinera, niñera, ama de cría, planchadora, lavandera, cuidadora de casa, etc.). El universo del personal de servicio no se destacaba, en general, por su capacitación, que por lo común se realizaba mediante la práctica, por el ejercicio del oficio en las casas donde trabajaban, a veces desde muy corta edad. "La calidad de un sirviente depende en parte de las dotes del patrón", concluía un artículo titulado "Casas y dueñas"; según su autor, una tarea de estas últimas consistía en "procurar el mejoramiento del gremio por medio de una inteligente y laboriosa cultura".26

Sin embargo, algunas trabajadoras eran más instruidas que otras para las actividades a desarrollar, en especial las que asistían a las escuelas de sirvientas, creadas en el periodo, donde se educaban para domésticas. Con esta finalidad, se les brindaba conocimientos de lectura, escritura, caligrafía, aritmética, lavado, planchado, cocina, conservas, ornamentación, como sucedía en las escuelas prácticas de sirvientas. Creadas y regenteadas por damas de la elite —parte de la demanda de personal de servicio—, apuntaban a capacitar a jóvenes carentes de educación y, en muchos casos, de familia para incorporarse al mercado de trabajo sectorial, ganarse la vida por sí mismas, acercarlas a la religión y alejarlas de lo que las promotoras de la iniciativa concebían como "peligros sociales" (la prostitución, los vicios, la vagancia, el delito). Esas escuelas eran parte de la beneficencia, ampliamente extendida y creciente durante el periodo, que tenía un claro fin moralizador, canalizado en buena medida por la promoción del trabajo entre los asistidos. La escuela práctica de sirvientas fundada en 1879 buscaba "darles una carrera" a mujeres pobres, "preparándolas debidamente para el servicio doméstico", brindándoles para ello "una instrucción tan sencilla como sólida", además de "los principios elementales de religion".27 Estas iniciativas estaban más orientadas hacia un fin moralizador por medio del trabajo y su promoción entre las mujeres pobres que hacia la formación de domésticas como objetivo en sí mismo, como puede inferirse de la exigua cantidad de asistentes a estas escuelas, que hacía que su impacto sobre el mercado de trabajo sectorial fuera, en términos cuantitativos, casi insignificante. La escuela establecida en 1879 abrió con quince niñas y dos años después tenía 25. Desde la década de 1890, las Hermanas del Buen Pastor tenían a su cargo la dirección, dentro del asilo homónimo, del colegio práctico de sirvientas, fundado por la Conferencia Vicentina de Damas de Copacabana. A fines de 1901, el Asilo Práctico de esta Conferencia ofrecía instrucción en tareas domésticas a 28 niñas pobres que así serían "personas verdaderamente morales y útiles".28 Promediando la década de 1910, la Asociación de Propaganda Católica controlaba dos escuelas dominicales gratuitas para el servicio doméstico. En ambas, según el informe de 1916 del inspector de Escuelas, se enseñaba lectura, escritura, caligrafía, aritmética, economía doméstica, corte y confección y moral; en una de las escuelas había 50 sirvientas matriculadas y una asistencia promedio de 24 y en la otra 80 y 30, respectivamente.29

La distribución intrasectorial del servicio doméstico, conforme a los datos y principales categorías clasificatorias de los censos de 1869 y 1906, muestra que en ambos momentos predominaban ampliamente —más de la mitad del total— las sirvientas y los mucamos considerados en conjunto (62 y 51%, respectivamente), seguían las lavanderas (21 y 24%), las planchadoras (9 y 12%) y las cocineras(os) (8 y 13%); estas dos últimas categorías intercambiaban su posición relativa para 1906. La cuantificación efectuada pone en evidencia tendencias que, por los valores consignados, no cambiarían de sentido si la información censal fuera más precisa. Esta aclaración obedece a que los datos provistos por los expedientes judiciales dejan entrever cierta ambigüedad o imprecisión en la información sobre la ocupación, lo cual daría la pista de la escasa especialización de algunas trabajadoras del servicio doméstico y, también, de la circulación de las mismas personas entre distintas categorías dentro de él. En una causa judicial, Cantalicia Mansilla era caracterizada como "mucama" y otras veces como "sirvienta" y "costurera" a la vez; en otra causa, Mercedes Matos aparece como "mucama" y luego como "cocinera", algo parecido a lo sucedido con Jesús Quiñones, "sirviente doméstica" o "cocinera".30

 

EL SERVICIO DOMÉSTICO Y LAS COLOCACIONES FORZOSAS

La categoría socioocupacional analizada era un universo heterogéneo también debido a la existencia de mecanismos de reclutamiento e inserción laboral que eran diversos y, así, remitían a diferentes configuraciones de domesticidad y distintas experiencias como trabajadoras en el servicio doméstico. Las situaciones variaban desde la relación contractual, libremente establecida, entre el patrón y la trabajadora asalariada, pasando por la colocación forzada de menores por sus padres o tutores o la beneficencia en una familia como personal de servicio y también por la colocación forzosa dispuesta por el Estado a través de la justicia, en estos dos últimos casos mediando el pago de una retribución por el trabajo o no (sólo a cambio de solventar las necesidades de subsistencia).

Un mecanismo que nutría la oferta de personal para el servicio doméstico, preexistente al periodo, involucraba al gobierno provincial, en general mediante la justicia, y a mujeres menores de edad, aunque en muchos casos también a las adultas. Desde la época colonial, muchas procesadas o sentenciadas por la justicia eran depositadas o colocadas en casas particulares, donde por lo común desarrollaban tareas de servicio doméstico. Por este medio, el Estado se desentendía del control inmediato y de los costos de mantenimiento de dichas mujeres sometidas a la justicia y promovía su disciplinamiento a través del trabajo. Esta práctica persistió, como se muestra en un estudio sobre infanticidio en Córdoba, donde se señala que de las 16 causas consultadas para el periodo 1850–1886, la justicia ordenó a siete jóvenes emplearse como sirvientas y condenó por sus delitos a otras seis (incluyendo en la pena el servicio en sus lugares de reclusión); a su vez, cuatro de estas últimas y una de las primeras siete habían sido ya colocadas por la justicia como domésticas en "casas respetables" con anterioridad al proceso.31

En 1869, la máxima autoridad policial impulsó el Reglamento de Peones, Sirvientes y Oficiales de Taller, aprobado en días por el gobierno provincial. El reglamento establecía la obligación de todo hombre o mujer que careciera de "suficientes y lícitos medios de subsistencia para si y su familia" de conchabarse (colocarse) con un patrón en un lapso de quince días desde la publicación de la normativa. Se definía a esos medios de subsistencia como poseer "una propiedad raíz o móvil que le produzca lo bastante para su sostén, ó algun arte ú oficio, que lo ejerza con constancia". Las mujeres halladas sin la "papeleta de conchabo" que acreditara su colocación serían "depositadas" en la Casa de Corrección por quince días, de la cual debían egresar colocadas. Pero lo más significativo para la temática es que se estipulaba que el niño cuyos padres o tutores carecieran de "medios suficientes para proveer a su subsistencia y educación", así como el de "padres de vida licenciosa y desarreglada", sería destinado por la policía, de acuerdo con el Defensor de Menores, "á algun oficio ó profesión útil, con arreglo á su indicasion y edad", colocándoselo con un patrón o maestro que se comprometería "á alimentarlo y vestirlo, instruirlo en los principios de moral y relijion, enseñarle un oficio, procurando que aprenda á leer y escribir".32

La normativa de 1869 estaba clara y explícitamente inspirada en el Reglamento para la Administración de Justicia y Policía de la Campaña de 1856,33 del cual retomaba muchos elementos, pero ahora sus disposiciones tenían como ámbito de aplicación la ciudad de Córdoba, dejando entrever que la búsqueda de la construcción de un orden ya no era sólo un problema rural. El reglamento de 1869, aunque inspirado en el de 1856, es sensiblemente más coactivo, porque omite la obligación de los padres de escasos recursos de colocar a sus hijos y esta tarea es asignada a la policía de conformidad con el Defensor de Menores; además, omite determinar la edad a la cual los niños debían estar colocados, dejando esta cuestión librada a la discrecionalidad de las autoridades de aplicación, mientras que el reglamento de 1856 establece que eso debía ocurrir al llegar a los seis años. Por otra parte, el reglamento de 1869, para impulsar la colocación de los niños, introduce la novedad de una causalidad moral ("padres de vida licenciosa y desarreglada"), que se añade a la precedente causalidad económica (insuficiencia de los medios de subsistencia); así, la normativa extendía su espectro de intervención alcanzando también a los niños cuyos padres no eran, al menos no necesariamente, pobres. En cuanto a las condiciones de colocación, persiste la ausencia de referencias a una retribución por el trabajo realizado en casa de los patrones o maestros de oficio; en cambio, tomando distancia del reglamento de 1856, que sólo establecía la obligación de educar en el trabajo o enseñar un oficio, el de 1869 extiende las obligaciones patronales explicitando que se debía alimentar y vestir a los niños, instruirlos en "principios de moral y relijion" y procurar que aprendieran a leer y escribir.

Según un periódico, al mes de la implementación del reglamento de 1869, esta era la razón por la cual la gente ya no se quejaba tanto por la falta de servicio doméstico.34 La obligación de colocarse fue celosamente vigilada por la policía en los primerísimos tiempos de aplicación del reglamento, al punto de promover una migración masiva significativa de mujeres desde la ciudad de Córdoba hacia la de Rosario, en la vecina provincia de Santa Fe. Según La Capital, de Rosario, aunque era frecuente el arribo de mujeres de Córdoba que llegaban para emplearse como domésticas, en esta ocasión en sólo un mes había arribado una "inusitada y escesiva cantidad de mugeres", unas 300, con esa finalidad.35 En la crónica policial se vuelven corrientes las referencias a la colocación de niños de padres pobres con patrones capaces de darles una educación. A fines de 1872, la prensa informaba que el departamento de policía había estado "lleno de gente de toda clase", debido a que se trataba de "aliviar á un sin número de personas cargadas de familias y que no tienen como suministrarle ni darles la educacion que merecen á sus hijos, que yacen tirados en la última miseria, desnudos y sin amparo de ninguna clase"; para ello se había traído a "un sinnúmero de criaturas para colocarlas en casas respetables que la Policia crea convenientes, de acuerdo con los padres y madres de cada uno de sus hijos".36

Hacia fines 1870, el gobierno provincial aprobó una ley según la cual las mujeres consideradas "vagas, ladronas y de reconocida conducta inmoral" serían condenadas a reclusión por un máximo de cuatro años o, en su defecto, destinadas por idéntico periodo a alguno de los pueblos de la campaña.37 Ante la amenaza de ser oficialmente clasificadas como "vagas", la disposición seguramente orilló a muchas mujeres a colocarse como domésticas y evitar así la posibilidad de ser recluidas o enviadas por la fuerza al interior provincial. Más tarde, a fines de 1883, el gobierno sancionó una "ley de vagos" que establecía la obligación de todas las personas mayores de 16 años, carentes de bienes suficientes para vivir y que no ejercieran "arte, profesión o industria" que le proporcionaran la subsistencia, de colocarse con un patrón, haciéndose al efecto con la respectiva libreta de conchabo. Si bien esta ley parece orientada casi en exclusividad hacia la campaña, su reglamentación incluyó al subintendente de policía de la capital entre las autoridades de aplicación.38 Esta "ley de vagos" retomaba, en aspectos esenciales y desde el punto de vista conceptual, una serie de disposiciones que –con algunas variantes— se reiteraron recurrentemente desde el periodo tardocolonial bajo la denominación de papeleta de conchabo.39 Con modificaciones, la normativa fue reiterada en Córdoba a lo largo de todo el siglo XIX, periodo que en gran parte de su extensión estuvo marcado, para Argentina en su conjunto, por la creciente existencia de medidas de control y retención de la mano de obra, en un contexto de gran movilidad de la población, militarización, valorización del espacio rural y de los productos pecuarios para exportación. En este marco, la papeleta de conchabo cumplía el objetivo de aportar peonada para las tareas rurales, evitar la matanza indiscriminada de animales y proveer mano de obra gratuita para los trabajos públicos.40

Más allá de sus variaciones con el tiempo, todas esas disposiciones —incluida la ley de 1883— parecen sostenidas sobre una concepción que constituye una estructura de larga duración, que consiste en la estrecha asociación entre ociosidad y delito, ya que este se consideraba casi una prolongación natural e inmediata de la primera. Esta concepción atraviesa todo el siglo XIX y se halla presente ya en el periodo colonial, donde el trabajo se consideraba una obligación y el ocio un peligro que alimentaba conductas antisociales, por lo cual era necesaria la intervención del Estado.41

Desde la implementación de la "ley de vagos" en 1884, periódicamente y hasta el viraje del siglo, el gobierno provincial reiteró a las autoridades de la campaña la necesidad de cumplir la normativa. De todos modos, hacia el despuntar del siglo XX, dicha ley prácticamente era letra muerta, como lo hacía notar el defensor oficial de un joven acusado de un pequeño robo, que en 1903 manifestaba la necesidad de preocuparse por la "educación y moral de las masas del Pueblo" y aplicar "la ley de vagancia vigente con todo rigor, la que, desgraciadamente reposa en un completo olvido".42 Los cambios producidos en la estructura económica desde las últimas décadas del siglo XIX tornaron innecesarios —incluso inconvenientes— los mecanismos de control antes aludidos. La demanda de mano de obra generada por la actividad agrícola —marcada por la estacionalidad y el uso intensivo durante la cosecha— suponían la necesidad de una fuerza de trabajo numerosa y móvil. La "ley de vagos" y su libreta de conchabo, entonces, perdieron su objetivo de imponer una fiscalización rígida de la movilidad de la población.43

En la colocación forzada desempeñaron un papel fundamental los defensores de menores. Desde inicios del siglo XX, la Defensoría de Menores trabajó en estrecha colaboración con la Cárcel Correccional de Mujeres y Asilo de Menores, que tenía por objeto moralizar y educar para el trabajo —en especial el de servicio doméstico— a las menores allí remitidas por las autoridades. Para 1900, sólo una de las dos secciones de la Defensoría tenía bajo su amparo a algo más de 1 500 menores de ambos sexos, de los cuales un millar estaban colocados en diversas casas "reportando su contingente en lo que pueden ser meramente útiles",44 entre otras cosas, el servicio doméstico. Hacia 1904, 2 635 menores habían sido colocadas en casas particulares por la actuación de uno de los dos defensores.45

La Defensoría de Menores intentaba promover el valor del trabajo y la educación en él —a la vez que allegar fondos para el sostenimiento del Asilo de Menores del Buen Pastor— ofreciendo en la prensa los servicios de las asiladas (lavado, planchado, costuras, elaboración de masas y dulces, confección de colchones) "por módicos precios", según la propaganda.46 Como apuntaba un cronista, las Hermanas del Buen Pastor, encargadas del asilo, habían promovido "el trabajo que dignifica" entre las asiladas para solventar sus necesidades y "más que todo para moralizarlas haciéndolas conocer y amar la vida honesta". Así, las Hermanas colaboraban decisivamente en la tarea de educar en valores a las asiladas y regenerar moralmente a las mujeres detenidas que habían delinquido, contribuyendo a través de ellas a la construcción de una sociedad mejor, porque esas mujeres serían capaces de criar hijos moralmente sanos y honestos.47

Del Reglamento de la Cárcel Correccional de Mujeres y Asilo de Menores del Buen Pastor, de 190048 se desprende que buena parte de su misión, al menos en su carácter asilar, consistía en proporcionar a las menores una capacitación como trabajadoras del servicio doméstico para poder ganarse la vida y hacerlo honesta y honorablemente. El reglamento establecía que la instrucción y educación que se daría a las condenadas, procesadas y detenidas estaría conforme "á su condición, procurando sobre todo inculcarles ideas de virtud, moral y amor al trabajo honesto y honrado"; respecto a las menores y preservadas se insistiría sobre todo en "enseñarles una profesión ú oficio propio de su condición, como cocinera, mucama, etc.". Además, debía proporcionárseles instrucción religiosa y enseñárseles lectura, urbanidad, economía doméstica, escritura y las operaciones aritméticas básicas. Esta orientación formativa es también evidente en la parte que estipulaba que las menores de doce años sólo permanecerían en el asilo por un plazo no superior a los quince días o, en su defecto, hasta que se les hallara colocación; en cambio, para las mayores de doce se indicaba que era deseable que permanecieran en el establecimiento por lo menos dos años, para aprender "alguna profesión propia de su condición".

Para 1900, en el Buen Pastor —asilo y cárcel correccional a la vez— había asiladas unas 100 mujeres,49 entre, por un lado, menores "preservadas" para "sustraerlas de la corrupción ó garantirlas contra ella" y, por otro, detenidas, procesadas, penadas, condenadas por algún delito o remitidas por conducta inmoral. Las integrantes del primer grupo estaban allí "al único objeto de [...] formarlas en la virtud y el trabajo" y darles luego una "colocación conveniente" con alguna familia o patrón. En esto siempre tendría intervención el Defensor de Menores y una comisión de cinco señoras, de familias acomodadas, designadas por el ejecutivo provincial, de manera —según el reglamento— de "garantir y asegurar el mejor acierto en la elección de los patrones". En los casos en que "la conducta de una menor fuese peligrosa á sus compañeras y la Superiora pidiere su salida", los defensores debían buscarle "pronta colocación". En ocasiones, el cumplimiento de esta prescripción fue motivo de dificultades, debido a la reticencia de los potenciales patrones a recibir como domésticas a menores preservadas de dudosa moralidad y/o de mal comportamiento. Es el caso de dos jóvenes "alojadas" por la policía en el Buen Pastor, a pedido del Defensor de Menores, porque según el jefe de la Asistencia Pública Municipal ejercían la prostitución clandestina. Según el Defensor, ambas jóvenes permanecían en el asilo porque no había sido posible colocarlas, debido a que "muchas Señoras no se han animado á tomarlas á su servicio por la pésima conducta que dichas menores tienen".50 Para muchas mujeres, como señala Lobato, la prostitución se mantuvo como una alternativa laboral en Argentina a lo largo de todo el siglo XX, fuera por decisión propia, necesidad económica o imposición de rufianes y tratantes de blancas. Es más, según la autora, existen "indicios de la frágil línea que separaba el trabajo de brindar placer con otras labores femeninas asociadas con el ideal de domesticidad, como coser o realizar la limpieza".51

Las colocaciones impulsadas por la beneficencia también contribuían a nutrir un segmento de la oferta de personal de servicio doméstico, caracterizado por su naturaleza forzosa. En 1868 se instaló en la ciudad el Asilo de Huérfanos Amparo de María, por iniciativa del Consejo Particular de las Conferencias de San Vicente de Paul. Tenía capacidad para 30 pequeños y su finalidad declarada era "educar y mantener á los huérfanos pobres hasta colocarlos convenientemente", de acuerdo con el Defensor de Menores, de ahí que la Comisión Directiva de la institución era la encargada de buscar patrones para los asilados y acordar con ellos las condiciones de colocación. A diferencia del Asilo del Buen Pastor, el de Huérfanos estaba destinado sólo a niños pequeños, de allí que la edad máxima para ingresar o permanecer en él era de doce años; si hasta ese momento el menor no había sido convenientemente colocado, la Comisión Directiva debía "poner á las mujeres como jornaleras en una casa decente, y á los varones con un buen patrón ó maestro".52

El Asilo de Niñas Desvalidas fundado por la Sociedad de Damas de la Virgen del Milagro, abierto en 1898, tenía un perfil más semejante al del Asilo del Buen Pastor, dado que su acción se limitaba sólo a niñas y mujeres menores en situación de desamparo moral y/o material, de entre diez y 22 años. El objetivo era convertirlas en "personas honestas y útiles á la sociedad", para lo cual se les brindaría instrucción religiosa y moral y se las prepararía "en una profesión ú oficio adecuado á su clase y condición".53 Un dato significativo, revelador de la estrategia moralizadora consistente en la promoción del trabajo entre las asiladas y en su formación en un oficio, es que uno de los requisitos indispensables para ingresar al establecimiento era carecer de impedimentos físicos que inhabilitaran para "dedicarse a un oficio". Las asiladas debían recibir enseñanza primaria, teórica y práctica; como parte de esta última se aludía, expresamente, a "la escuela práctica de sirvientas, labores, economía y ocupaciones domésticas, y la de artes y oficios." El Asilo de Niñas Desvalidas abrió con doce menores, al poco tiempo contaba con 23 y con 31 promediando el año 1900, aunque existía una demanda mayor a la que no se podía responder por la estrechez de las instalaciones. En buena medida, esta demanda provenía del Defensor de Menores, que a menudo carecía de un lugar propicio para remitir a sus amparadas, por las limitaciones de infraestructura del Asilo del Buen Pastor.54

Las colocaciones forzadas de menores eran impulsadas también por sus mismas familias. Esta práctica social de circulación de menores, al parecer bastante extendida ya desde la época colonial —incluso en el conjunto del continente americano—, consistía en la entrega que una familia hacía de uno (o varios) de sus miembros a otra para su crianza, a cambio de lo cual las criaturas proporcionaban prestaciones diversas, sobre todo, servicios domésticos. Así, los niños transcurrían parte o toda su infancia fuera de su familia biológica. En estas prácticas de circulación, de notoria persistencia en el tiempo, se revela parte del bagaje de estrategias de supervivencia de los pobres, resultado de una experiencia acumulada por generaciones y que en este caso buscaba solucionarel problema de los hijos, a menudo de madres jóvenes y solas. La razón fundamental de esta práctica, no excluyente de otras (como la ilegitimidad de la criatura), consistía en la pobreza de la familia biológica. Siguiendo el análisis de Ricardo Cicerchia para los sectores populares de Buenos Aires entre fines de la colonia y mediados del siglo XIX, basado en causas judiciales por restitución de menores en circulación, esta práctica parece corresponderse más a "un mecanismo para hacer frente a los magros ingresos familiares que al rechazo del fruto de un amor no sacramentado". La ilegitimidad parece haber sido importante por la precariedad de la situación familiar.55 Nara Milanich, en un trabajo sobre el abandono de niños en el Chile decimonónico, sostiene que era frecuente que niños de los sectores populares de seis o siete años fueran mandados a otras casas para ser "educados" o para que trabajaran como sirvientes, liberando de ese modo a sus padres, de condición humilde, del cargo de alimentarlos. En el marco de esas prácticas, muy extendidas y arraigadas, algunos niños pasaban toda la infancia en un solo hogar mientras que otros transitaban de casa en casa, "en un estado de perpetua circulación".56 Según Cicerchia, la entrega de esos "hijos de la pobreza" fue una estrategia que algunos denominaron "malthusianismo popular", que suponía una distribución de la población de pobres a ricos con la posibilidad abierta del retorno.57

Desde otro punto de vista, esa arraigada y difundida práctica social operaba como un mecanismo mediante el cual se reproducía parte de la oferta de mano de obra para el servicio doméstico. En este sentido, la mayor valoración social de los varones parece relativizarse frente a una demanda sostenida de mujeres, por su inmediata ubicación como servicio doméstico, el cual involucraba tareas que las menores podían realizar desde pequeñas.58 En las causas por infanticidio consultadas por Candia y Tita para la Córdoba de 1851–1880 aparecen 16 menores entregados por sus familias a otras personas, la mayoría de ellos de sexo femenino.59

Por todo lo dicho, se puede sostener que las leyes ya examinadas que obligaban a las familias pobres a colocar a sus hijos sólo vinieron a reforzar una práctica social vigente en la sociedad cordobesa con anterioridad al periodo considerado. Sólo los expedientes judiciales, descendiendo al nivel de los nombres propios y a la escala de personas, familias y pequeños grupos, permitieron reconocer esta práctica social y vislumbrar siquiera algunas de sus características. En muchos casos, se trataba directamente de desprenderse del hijo entregándoselo a una persona o familia para su crianza; en otros, el niño era dejado en manos de un familiar o allegado para que la madre pudiera colocarse como doméstica (ama de leche, niñera, sirvienta). Es el caso de Cenobia Cansina, de unos 20 años, criada por una familia adoptiva desde que tenía uno o dos, y que es considerada por una vecina como "la moza que tenían como doméstica"; cuando esta última tiene su tercer hijo —los dos primeros habían fallecido muy pequeños—, lo deja al cuidado de su familia adoptiva para colocarse como ama de leche o niñera; algunos indicios indicarían que el segundo hijo también fue dejado, por las mismas razones, al cuidado de su familia de crianza y habría muerto, según Cenobia, por "negligencia de su patrona".60En otros casos, también con la finalidad de colocarse como doméstica, la madre de la criatura la dejaba al cuidado de algún familiar cercano. Es el caso de Petrona Orellana, de entre 20 y 30 años, que dejó a su pequeño desde su nacimiento en manos de su madrina para colocarse como lavandera en una casa de familia, de modo de —en sus palabras— "poder pasar ayuda a su madrina, porque no tenía leche para alimentar". La madrina, también pobre, tras cuidar a la criatura durante dos meses la devolvió a su madre que, el día que la recibió, la arrojó en un descampado, "por no tener cómo criarla". La criatura fue puesta nuevamente al cuidado de la aludida madrina, esta vez por disposición judicial, porque la madre perdió la patria potestad y fue condenada a la casa de corrección.61 En muchos otros casos, la madre o la familia se desprendía de su hijo, por lo común de corta edad, entregándoselo a una familia de crianza que lo tomaba a su cargo y cuidado y dentro de la cual terminaba, casi siempre, como sirvienta o cocinera o bien en cierto momento se empleaba como tal en otra casa. Casos de este tipo son frecuentes en las causas judiciales.62

Esta práctica parece haber estado muy arraigada y haber persistido durante todo el periodo, y algunos testimonios, de naturaleza más general, parecen confirmarlo. Para los inicios del periodo, en la crónica policial se señalaba, como al pasar, que en Córdoba no faltaba quien recogiera a niños pobres, preferentemente huérfanos, para educarlos y "servirse de ellos".63 Treinta años después, Juan Bialet Massé apuntaba que formaba parte de "nuestras costumbres [...] criar niños, hijos de sirvientes, peones y empleados, de una manera desconocidas [sic] en otros pueblos".64

La principal razón para explicar la extensión de esta "costumbre" de criar niños ajenos, desde el punto de vista de las familias de crianza, residía en la sostenida demanda de servicio doméstico existente y en su segmentación, porque formaban parte de ella no sólo las familias pudientes y acomodadas sino también las populares e, incluso, muchas pobres. Una parte de esta demanda era satisfecha a través de estas prácticas de circulación y colocación de menores, directa e informalmente por la familia, estimulada por el Estado con las leyes ya examinadas o mediante la acción de amparo del Defensor de Menores; mediante estas diversas vías, familias que requerían personal de servicio doméstico se hacían con él a un costo más bajo que el de mercado, porque el trabajo de los menores como contraprestación recibía la satisfacción de sus necesidades de supervivencia y solía no percibir remuneración alguna (o en todo caso era insignificante).

 

EL SERVICIO DOMÉSTICO EN LA MODERNIZACIÓN DE ENTRE SIGLOS

El mayor problema que enfrentaba la demanda de domésticas en la ciudad consistía en la fuerte inestabilidad de ellas en el empleo. Si bien numerosas trabajadoras permanecían en un hogar durante años, al parecer buena parte de ellas lo abandonaba poco después de haberse incorporado al empleo, tendencia que fue agudizándose en el transcurso del periodo. Más que exceso de demanda, había un mercado sectorial que funcionaba con alta inestabilidad en el empleo, por la circulación y movilidad de las domésticas, que dejaban a su empleador para colocarse pronto con otro, en muchas ocasiones esperanzadas con mejores condiciones de trabajo (cantidad, variedad de tareas, trato, etc.) y, dato no menor, mayores remuneraciones. Promediando la década de 1870, La Carcajada comentaba:

Hé aquí el resultado de no saber hacer abrigar alguna esperanza á los domésticos. Las familias creen que con dar á una doméstica ó doméstico lo necesario para la vida está todo cumplido, y hé ahí el error. [...] cuando el doméstico ha llegado á la edad en que las aspiraciones aparecen, es consiguiente que no se avenga únicamente á vivir constantemente sirviendo por la comida.65

La circulación y movilidad de las trabajadoras del servicio doméstico, constantes en el periodo, fueron estimuladas en su transcurso por la expansión de las oportunidades laborales producida por la intensa modernización, la veloz urbanización y el fuerte crecimiento económico. Estos procesos crearon mayores oportunidades de trabajo para los cordobeses no sólo en su provincia, sino también, y con anterioridad, en el litoral argentino, espacio impactado por la modernización y la expansión agroexportadora desde antes que Córdoba. Ya a inicios del periodo se percibe que la ciudad de Rosario —también la de Buenos Aires, en menor medida— era un mercado de trabajo atractivo para mujeres de Córdoba que se desempeñaban (o buscaban hacerlo) en el servicio doméstico. En 1869, La Capital de Rosario destacaba la existencia de un flujo regular, permanente, de mujeres de Córdoba que llegaban a aquella ciudad para colocarse como asalariadas en el servicio doméstico; esto era interpretado, al menos en parte, como resultado de que en la ciudad mediterránea era costumbre no abonar retribución alguna a quienes se desempeñaban en esa actividad.66 Al despuntar la década de 1900, de cada 100 sirvientas existentes en la ciudad de Rosario, 33 procedían de Córdoba, y muchas otras se hallaban en Tucumán y Santa Fe.67 La atracción de Rosario provenía no sólo de la posibilidad efectiva de hallar trabajo por un salario, sino también de que este era por lo común más alto que el vigente en Córdoba. Según Bialet Massé, en Rosario el servicio doméstico estaba "regularmente pagado" y fluctuaba entre 20 y 25 pesos mensuales para las sirvientas y 25 a 30 y 35 para las cocineras; en la ciudad de Córdoba esas trabajadoras ganaban diez, doce y hasta quince pesos y unas pocas 20, pese a que el servicio estaba allí "mejor pagado que en cualquier provincia del Interior".68 Por otra parte, la expansión económica, la modernización y la urbanización favorecieron la emergencia de nuevas oportunidades laborales en la Córdoba de entre siglos en los servicios, el comercio, el trabajo a domicilio (confección, calzado) y la industria. Siguiendo a Bialet Massé, en dicha ciudad al despertar la década de 1900, las fábricas colocaban a muchas mujeres, "que ganan poco y las aprovechan; pero siempre se encuentran mejor pagadas que en el servicio".69

La inestabilidad del servicio doméstico, resultante de la circulación y movilidad de quienes se empleaban en él, fue una permanencia del mercado de trabajo sectorial en el periodo y se acrecentó en su transcurso. A su vez, se produjo una transformación fundamental: con el progreso del periodo, la relación patrón–personal doméstico fue cambiando paulatinamente su naturaleza, derivando desde una relación marcada por el paternalismo y la autoridad–deferencia (amo[a]–sirviente) hacia una relación contractual, de mercado, más capitalista (patrón[a]–empleada doméstica), acorde a las transformaciones en marcha. A lo largo de este proceso de creciente mercantilización que afectó al servicio doméstico, quienes se ocupaban en él fueron dejando de ser sirvientes y deviniendo empleadas. Los testimonios, aunque de naturaleza indiciaria, son suficientes para conferir cierta verosimilitud a dicha afirmación.

Un primer indicio, muy sugerente, de los cambios en marcha consiste en que un reproche común de los patrones era que las domésticas, apenas ofrecían sus servicios, se mostraban especialmente ávidas por conocer cuánto percibirían como salario. J. L., "un vecino" de la ciudad, en una nota dirigida al director de un diario local, cuyo tono dejaba traslucir una intensa sensación de asombro y un dejo de indignación, señalaba: "Cuando se presentan en una casa á solicitar empleo, su primera palabra es para preguntar cuanto les pagan."70 Con seguridad se trataba de un comportamiento algo novedoso en un contexto donde era una práctica establecida la colocación de menores con una familia donde este prestaba servicios a menudo sin percibir salario. A fines del periodo, las sonoridades apenas audibles de las voces de las domésticas hablaban de su interés por el salario como algo lógico, natural. La respuesta a la aludida carta de J. L., suscrita por "varias sirvientas" y publicada como solicitada en la prensa, es un testimonio excepcional de los sin voz; en ella se señalaba: "Tambien es muy natural que huna cuando se ba á colocar tiene que preguntar cuanto pagan cual es aquel que ba á entrar á trabajar sin saber cuanto ba á ganar [...]."71

Para los patrones, esa pretendida impertinencia de preguntar ávidamente por el salario era parte de un comportamiento más general de las trabajadoras, que era juzgado como soberbio, altanero, desmedido, desmesurado, pretencioso y con otros calificativos por el estilo, como se evidencia con recurrencia en los artículos periodísticos. Tempranamente, El Progreso era contundente en sus apreciaciones:

"El servicio está perdido" como se dice vulgarmente, y en esa frase se encierra el poco respeto que los sirvientes, particularmente en el sexo femenino, tienen á los que los pagan. Esa clase del pueblo ha confundido la libertad con la altanería y mala educacion.72

Pocos años después, el periódico volvía sobre la cuestión, preguntándose: "¿Toda la vida estaremos á merced de un servicio altanero, inmoral, desmedido, sin la conciencia de sus deberes, sin garantía contra sus abusos, sin freno para sus pretenciones?"73 Los artículos periodísticos parecen enfatizar más en esos aspectos del comportamiento de las domésticas que en otras críticas, también frecuentes, como aquellas que apuntaban a sus cualidades morales y sus limitadas competencias. Los patrones parecen haber experimentado una sensación de amenaza a su control sobre el personal de servicio, a su acostumbrada autoridad, un síntoma más de lo que una contemporánea de cierta edad, Tía Pepa, denominó, como al pasar, a fines de la década de 1890, "esta descompostura general de la servidumbre". En la misma ocasión concluía: "Las sirvientas no son ya sirvientas, sino 'empleadas'. Cuando una sirvienta va á una casa a preguntar por otra, pregunta si allí está empleada la niña tal."74

La crisis del paternalismo y la creciente mercantilización del servicio doméstico son perceptibles también en la práctica, cada vez más corriente, que tenían quienes se ocupaban en esa actividad de abandonar su trabajo en un hogar e ir a colocarse, casi inmediatamente, en otro. Esto deja entrever la ausencia (o creciente debilidad) de los vínculos afectivos y/o de fidelidad entre los patrones y el personal de servicio, parte de un creciente extrañamiento entre ambos. El síntoma más significativo del cambio en marcha es la crisis de confianza que parece haber afectado al vínculo entre patrones y trabajadoras, resultado del creciente desconocimiento recíproco. En este sentido, son sumamente interesantes un par de circunstancias del proceso seguido entre 1905 y 1907 contra Rosario Bustos, acusada junto a su concubino de hurto de dinero en casa de sus patrones, donde había estado empleada como ama de leche por más de un año. Llama poderosamente la atención la durísima pena impuesta por los jueces, de cuatro años y medio de penitenciaría, cuando el defensor y el agente fiscal habían solicitado sólo tres y siete meses de arresto, respectivamente. Para estos agentes de la justicia, el delito había sido simplemente un hurto inferior a 100 pesos; en cambio, para los jueces el hurto estaba agravado por su reiteración contra la misma víctima y, lo que más interesa, porque "las amas o 'nodrizas' son personas de gran confianza en la casa de sus patrones", en otras palabras, por abuso de confianza. Esto conduce a la segunda cuestión, las expresiones del defensor. Este, como parte de su estrategia judicial, apuntó a destruir la circunstancia del abuso de confianza; para el defensor, la confianza entre patrón y doméstica era algo extemporáneo:

es un hecho público y notorio que á todos nos consta, que nada es mas difícil en ésta época que encontrar una doméstica en quien se pueda tener confianza: se acepta como doméstica, segun las circunstancias, á cualquiera, ó á la personas que menos desconfianza nos merezca.75

En este contexto de transformaciones, y también como evidencia de ello, no faltaban quienes sentían cierta nostalgia por la antigua sirvienta o cocinera, cuya representación, quizás algo romántica, la presentaba como aquella que había pasado gran parte o toda su vida con la familia, considerada parte de ella, diligente, fiel, dócil, obediente, incluso afectuosa con sus patrones y sus hijos y de profundos sentimientos religiosos. En 1879, con ocasión de la instalación de una escuela de sirvientas, la prensa comentaba que gracias a ella seguramente renacería "esa raza de sirvientas antiguas, que eran un modelo de mugeres por su religiosidad y su laboriosidad".76

Al parecer, en la Córdoba del periodo, cada vez más a medida que este avanzaba, las sirvientas y demás domésticas eran empleadas, trabajaban por un salario y, con mucha frecuencia, mudaban de patrones. La solicitada ya referida de 1910, suscrita por "varias sirvientas", pone sobre la pista de que al menos un sector de ellas tenía cierta conciencia de las transformaciones en marcha. El contenido de la solicitada es una muestra del comportamiento más libre de las domésticas, por el cual decidían contratarse o dejar su empleo, y una evidencia de su percepción de las transformaciones en curso. Esto es muy claro cuando las domésticas se autorrepresentan como trabajadoras asalariadas, que vendían su fuerza de trabajo, no como sujetas a servidumbre:

así que las pobres sirbientas amas de sufrir con el rrigor del trabajo todavía tienen que sufrir los malos tratos y ultrajes de algunas patronas y eso es lo que más les duele cuando les disen que ya no es tiempo de la esclabitud porque ahora nosotros bendemos nuestro serbicio pero no nuestra perzona.77

Más allá de las manifestaciones quizá espectaculares y más bien extraordinarias, con mayor frecuencia las trabajadoras del servicio doméstico desplegaron, dentro de los constreñimientos que sobre ellas pesaban, prácticas defensivas encarnadas en gestos cotidianos de rebeldía y resistencia, entre ellos, la desobediencia de las órdenes, la contestación, la protesta, el insulto,78 la apropiación de los vueltos del mercado, la introducción de sustancias extrañas en la comida y, en los casos más extremos, el envenenamiento de las empleadoras79 y el abandono del trabajo, se tratara de mujeres libremente empleadas o colocadas por la fuerza. Respecto a esto último, es llamativa la frecuencia con que en la crónica policial aparecen alusiones a la fuga de menores colocadas coactivamente como domésticas o bien sobre su captura. Como se señaló, una de las quejas más frecuentes de los patrones y la prensa sobre el servicio doméstico apuntaba a la impertinencia, la soberbia, la desmesura y otras actitudes semejantes de las trabajadoras; también se señalaba, recurrentemente, su susceptibilidad frente a los reproches y reclamos de sus patronas y, como consecuencia, el abandono del trabajo. En la ya aludida carta de J. L. se señalaba:

Si alguna observación se le hace respecto á su conducta, contesta con altanería que ya no hay esclavos y que se va y que busquen otra. Nada de raro es que se mande á mudar sin decir una palabra y debiendo el dinero que se le adelantó.80

La existencia de una demanda establemente insatisfecha de personal de servicio doméstico —consecuencia de la expansión demográfica, urbana y económica, pero sobre todo de la circulación y movilidad de quienes se ocupaban en esa actividad— contribuyó a ampliar los márgenes de libertad de acción y negociación de las domésticas frente a sus patrones y ellas quizá los utilizaron estratégicamente para presionar por mejores condiciones laborales. Los testimonios abundan en quejas sobre la falta de trabajadoras para el servicio y sus defectos; pese a esto, se carece de documentación que aluda al despido de una sirvienta o una cocinera mientras que es numerosa la referida a su repentino abandono del trabajo.

Esos mayores espacios de libertad y negociación fueron acompañados de un creciente extrañamiento entre patrones y trabajadoras del servicio doméstico, debido a su mayor mercantilización en el periodo. El personal de servicio fue convirtiéndose, a los ojos de los sectores acomodados, en un sujeto extraño y, por ende, peligroso, portador de amenazas al orden familiar y, más en general, social. Las domésticas se transformaron paulatinamente en un otro que representaba un riesgo potencial a la salud —por la portación y difusión de enfermedades infecto–contagiosas—, a la propiedad —robos, raterías, pillaje—, a la privacidad familiar —chismes, ventilación de cuestiones íntimas—, a la moral de los niños de los patrones —corrupción de costumbres, malos ejemplos.81 Ellas eran un riesgo por sí mismas y, por extensión, por sus relaciones —de noviazgo, pareja, amistad, trabajo, ocasionales— con otros sujetos populares, entre estos, algunos delincuentes o, mucho más a menudo, sospechados de tales o que se movían en torno a la porosa frontera que separaba lo lícito de lo ilícito. La familia era un microcosmos del macrocosmos que era la sociedad, de aquí que la sirvienta tenía "una participación directa, interesante y decisiva en las costumbres, hábitos y porvenir de una familia y de una sociedad",82 debido a la relación fluida entre los patrones y las domésticas y al contacto asiduo entre ellas y los niños de aquellos.

Los mayores espacios de libertad y negociación, los gestos cotidianos de rebeldía y resistencia y el mayor extrañamiento alimentaron una creciente inquietud de los patrones respecto a su personal de servicio, devenido un sujeto extraño y peligroso, lo que se plasmó en quejas y manifestaciones de desagrado pero también en la persistente demanda —que atraviesa toda la época— de una intervención reguladora del Estado. Según las expresiones de uno de los patrones, era necesario "ayudar á las familias á defenderse de los avances de un gremio que cada día se hace más terrible".83 En la prensa es recurrente la publicación de artículos y algunas cartas de particulares donde se aludía a la situación existente en materia de servicio doméstico y se apuntaba a la conveniencia —formulada como necesidad— de que el Estado lo reglamentara, con un doble objetivo. Primero, fijar legalmente los derechos y las obligaciones de las partes contratantes, sirviendo de protección respecto a potenciales abusos recíprocos. En el fondo, se buscaba un mayor control patronal sobre el personal doméstico, su trabajo y sus prácticas cotidianas, una protección —como se deslizaba al pasar— contra "el despotismo de nuestros subordinados".84 El otro objetivo explícito era propiciar una fiscalización más estricta y efectiva de la calidad moral del personal de servicio, necesidad más acuciante debido a su circulación y movilidad crecientes y, en este contexto, por la poca eficiencia de las prácticas de control acostumbradas, las "recomendaciones" de los patrones anteriores.

La reglamentación de esta naturaleza, más que regular el servicio doméstico, suponía la imposición de un contralor, policiaco, sobre las trabajadoras. La intervención estatal —con más precisión, policial— terminaba respondiendo claramente a la búsqueda de protección de los patrones frente a estos sujetos, cada vez más extraños, que trabajaban dentro de sus hogares. Los controles policiales vendrían a ocupar, crecientemente, el sitio que iban dejando libres las tradicionales formas de regulación del servicio doméstico, basadas en vínculos paternalistas. Frente a la creciente debilidad de las tradicionales formas de control, que parecían no funcionar ya tan eficientemente como antes, los patrones demandaron un control externo, estatal–policial, que operara como instrumento de protección de sus intereses, ahora desafiados, quizá más que efectivamente amenazados.

 

A MANERA DE CIERRE

En esta contribución, situada en la encrucijada de la historia del trabajo y la historia de los grupos sociales, se combinaron, de manera fecunda, una aproximación macroanalítica —a través del uso de los censos y agregados cuantitativos— con otra de naturaleza microanalítica, focalizada en un acercamiento a las experiencias de las domésticas. Esta última vía permitió avanzar, siquiera tímidamente, en la pretensión de restituir la voz y el protagonismo a las mujeres que se desempeñaban en el servicio doméstico, al descentrar las perspectivas analíticas deslizándonos desde la categoría socioocupacional y el mercado de trabajo sectorial hacia las trabajadoras, sus experiencias, prácticas, actitudes, relaciones e, incluso, las representaciones de ellas, propias y de otros grupos. Así, aunque con las limitaciones del caso, se comenzó a indagar el servicio doméstico como un espacio de experiencia y también un espacio de relación (al considerar los vínculos patrones–domésticas).

Entre otras cosas, esto permitió rescatar a las domésticas como protagonistas de la historia, reivindicando la capacidad transformadora y creativa de los sujetos populares, desplegada dentro de los constreñimientos que sobre ellos pesaban. En este marco fue posible vislumbrar indicios de la construcción por parte de las domésticas de una identidad en tanto trabajadoras libres asalariadas (empleadas, no sirvientes), lo cual fue alentado en buena medida por los procesos de cambio en marcha, que crearon mayores oportunidades laborales y la posibilidad efectiva de trabajar por un salario. El mercado contribuyó decididamente a desestabilizar las formas tradicionales de regulación del servicio doméstico. En este sentido, en el transcurso del periodo se produjo una transformación fundamental, consistente en una creciente mercantilización del servicio doméstico, el deslizamiento desde unas relaciones marcadas por el paternalismo, la subordinación y la autoridad–deferencia (amo[a] –sirviente) hacia relaciones más contractuales (patrón [a]–empleada doméstica) y de negociación, lo cual fue acompañado de un creciente extrañamiento entre ambas partes, en virtud del cual los sectores acomodados comenzaron a representarse a las domésticas, cada vez más, como un sujeto extraño y peligroso.

Al parecer, se estaba cerrando una etapa en la evolución del servicio doméstico, dando paso a otra signada por el incremento de la mercantilización y una mayor libertad de las trabajadoras (ahora condicionada cada vez más, solamente, por la necesidad de ganarse la vida). Aun así, la crisis de las formas tradicionales de control paternalista era un desafío y un problema más que una amenaza efectiva al orden social. Como decía E. P. Thompson, aunque en referencia a un contexto muy distinto (la Inglaterra del siglo XVIII): "La insubordinación de los pobres era un inconveniente, pero no una amenaza."85

 

FUENTES CONSULTADAS

Archivos

AHMC Archivo Histórico de la Municipalidad de Córdoba.

AHPC Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba.

Hemerografía

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Los Principios, 1894–1910, Córdoba.

 

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NOTAS

1 Un par de indicadores bastan para mostrar las magnitudes de la transformación provincial: el área cerealera creció de 234 395 ha en 1888 a 3 983 655 en 1929–1930, el stock ganadero pasó de 1 897 985 cabezas en 1877 a 6476 603 en 1930, y el índice de su mestización de 17 a 70%. Véase Moreyra, Producción, 1992, p. 5.

2 Zimmermann, "Sociedad", 2000, pp. 133, 140.

3 Carasa, Pauperismo, 1987, p. 67.

4 Ibid.

5 Mallo, "Pobreza", 1989, pp. 18–19.

6 Moreno, éramos, 2009, pp. 18, 132.

7 Las autoridades municipales en 1892 promovieron un "registro de pobres de solemnidad" para establecer qué personas tendrían derecho a asistencia médica gratuita. La comisión encargada de confeccionar el registro debía tener presente, al considerar a los aspirantes, "su indigencia, su profesión, su posición en la respectiva familia y su actitud [sic] para el trabajo." La República, 22 de enero de 1892, p. 1.

8 Mallo, "Pobreza", 1989, p. 23.

9 Las damas de la Sociedad del Hogar–Ayuda Social socorrían a lo que defínian como "hogares ó familias de nuestra sociedad distinguida cuya situación económica no les permite, por sí mismas, allegar los recursos indispensables para su sostenimiento". Las damas estimaban esa situación como "la peor de las pobrezas". Documentos, 1923, t. I, f. 458, en Archivo Histórico de la Municipalidad de Córdoba (en adelante AHMC).

10 Guerra, "Análisis", 2000, p. 121.

11 Cerutti, "Processus", 1996, p. 170.

12 Un análisis de la producción de historia social argentina de las últimas décadas en Remedi, "Grupos", 2009, pp. 35–91.

13 Un balance sobre la producción historiográfica referida a la participación laboral de las mujeres en la ciudad de Buenos Aires entre fines del siglo XIX y primeras décadas del XX destaca los "importantes vacíos" reconocibles en el estudio de las actividades terciarias y la "falta de análisis interpretativos" del servicio doméstico, las profesiones sanitarias y los empleos administrativos y comerciales, mientras que recibieron cierta atención las tareas docentes y los empleos telefónicos. Véase Queirolo, "Mujeres", 2006, p. 43.

14 Candia y Tita, "Servicio", 2002–2003, pp. 307–319.

15 Viel, "Mecanismos", 2001, pp. 351–365.

16 Lobato, "Trabajo", 2008, p. 31.

17 Por la naturaleza de la indagación, en vez de recurrir a los datos publicados como resultados de los censos de 1869 y 1895, se prefirió utilizar las informaciones, más desagregadas, de los trabajos de Boixadós y Poca, elaboradas sobre la base de las cédulas censales de la ciudad de Córdoba. Boixadós, Población, 2005, y Boixadós y Poca, Población, 2005. A falta de un trabajo semejante para 1906, se recurrió a los resultados publicados del censo de ese año, Censo, 1910.

18 Un aviso de empleo indicaba: "Se necesita un sirviente de diez á doce años de edad", El Progreso, 14 de noviembre de 1872, p. 3. En los expedientes judiciales hay numerosos casos de menores de catorce a quince años en el servicio doméstico; casi todos son mujeres, de entre diez y trece años, que consignaban como oficio el de sirvienta, Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba (en adelante AHPC), Crimen, Capital, 1876, leg. 370, exp. 6; 1880, leg. 422, exp. 6; 1882, leg. 438, exp. 9; 1900, 1a. Nominación (en adelante N), leg. 6, exp. 12; 1904, 1a. N., leg. 4, exp. 9; 2a. N., leg. 4, exp. 8, y 1906, 3a. N., leg. 7, exp. 8.

19 AHPC, Crimen, Capital, 1880, leg. 419, exp. 8; Los Principios, 17 de noviembre de 1896, p. 1.

20 En los avisos de hoteles y restaurantes es frecuente la alusión a sus cocineros, a menudo resaltando sus habilidades para cierta cocina (italiana, criolla, francesa, etc.) y su procedencia desde Buenos Aires. Avisos clasificados y de agencias de colocaciones solicitaban cocineros para ese tipo de establecimientos. El Eco de Córdoba, 15 de octubre de 1871, p. 1; La Voz del Interior, 10 de junio de 1887, p. 3, y Los Principios, 1 de enero de 1896, p. 2.

21 En algunas comunidades, como la Cárcel Correccional de Mujeres, la cocina estaba en sus manos. Un aviso del Hotel de Roma anunciaba el arribo desde Buenos Aires de un "excelente cocinero de reconocida competencia, que ha trabajado en los principales hoteles de la capital", cuya habilidad era "la preparación exquisita de comidas a la alemana, italiana y francesa", pero luego se aludía a una flamante incorporación, una cocinera, aunque esta parece dedicada sólo a una especialidad: "las renombradas empanadas a la criolla", Los Principios, 23 de octubre de 1898, p. 5.

22 AHPC, Gobierno, 1890, t. 15, Policía.

23 Entre 1869 y 1914 ingresaron a la Argentina casi 6 000 000 de personas, de las cuales más de la mitad se radicó definitivamente. Pero el impacto inmigratorio tuvo diferente intensidad en distintas partes del país. En la ciudad de Córdoba el aporte de extranjeros fue significativo, pero muy alejado del observado en la ciudad de Buenos Aires. En esta, la población creció de 187 000 a más de un millón y medio de personas entre 1869 y 1914, con una participación de extranjeros que se mantuvo alrededor de 50%. La ciudad de Córdoba creció de unos 34 000 a 130 000 habitantes en el mismo lapso, con una participación de extranjeros que pasó de apenas 1.96 a 22.49 por ciento.

24 Remedi, Dime, 2006, pp. 85–152.

25 AHPC, Crimen, Capital, 1876, leg. 370, exp. 6; 1880, leg. 419, exp. 8; 1882, leg. 438, exp. 9; 1890, 2". N., leg. 2, exp. 6; 1898, 1a. N., leg. 1, exp. 4, 2a. N., leg. 1, exp. 1; 1902, 2a. N., leg. 5, exp. 4; 1904, 2a. N., leg. 4, exp. 4, y 1906, 1a. N., leg. 8, exp. 3 y 9, 2a. N., leg. 24, exp. 15.

26 Los Principios, 5 de febrero de 1901, p. 2. Una queja reiterada de los patrones consistía en que las señoras de la casa debían enseñarle prácticamente todo al personal de servicio.

27 El Eco de Córdoba, 2 de abril de 1879, p. 2, y 10 de abril de 1879, p. 3.

28 Los Principios, 11 de diciembre de 1901, p. 1.

29 AHMC, Documentos, 1917, f. 209–210.

30 AHPC, Crimen, Capital, 1902, 2a. N., leg. 5, exp. 4; 1898, 2a. N., leg. 2, exp. 2, y 1900, 2a. N., leg. 3, exp. 3.

31 Candia y Tita, "Servicio", 2002–2003, p. 314.

32 El Progreso, 20 de marzo de 1869, pp. 2–3.

33 González, Control, 1994, p. 63.

34 El Progreso, 24 de abril de 1869, p. 3.

35 Artículo reproducido en El Progreso, 13 de mayo de 1869, p. 3.

36 El Progreso, 6 de noviembre de 1872, p. 2.

37 Compilación, 1870, t. 2, p. 581.

38 Los Principios, 25 de diciembre de 1898, p. 5.

39 Sus orígenes en Córdoba se remontan a un bando de 1785 por el cual el marqués de Sobremonte implementó esa documentación en la gobernación intendencia. El bando instruía a los jueces pedáneos para que combatieran la ociosidad y demás delitos que, se sostenía, eran consecuencia de ella. Desde 1804 se generalizó el uso de la papeleta a todo el virreinato del Río de la Plata. González, Control, 1994, pp. 2–4.

40 Ibid., p. 1.

41 Con la Ilustración, las autoridades coloniales americanas en los últimos años del siglo XVIII buscaron un mayor control gubernamental de los sectores bajos para conservar el orden y la tranquilidad pública, reducir el desempleo y proveer mano de obra y regular la existencia de mendigos y vagos, entre otros fines. Véase Mallo, "Pobreza", 1989, p. 13.

42 AHPC, Crimen, Capital, 1904, 2a. N., leg. 4, exp. 6.

43 Viel, Experiencias, 2005, p. 166.

44 Los Principios, 19 de julio de 1900, p. 1.

45 Viel, "Mecanismos", 2001, p. 353.

46 Los Principios, 29 de julio de 1900, p. 2.

47 Ibid., 9 de agosto de 1900, p. 1.

48 Compilación, 1878–1906, pp. 100–106.

49 Los Principios, 12 de octubre de 1900, p. 1.

50 AHPC, Crimen, Capital, 1906, 2a. N., leg. 10, exp. 12.

51 Lobato, Historia, 2007, p. 73. Es una cuestión que no hemos examinado con detenimiento hasta ahora, pero hay algunas pistas que muestran a jóvenes mujeres que, al menos ocasionalmente, recurrían a la prostitución como alternativa de supervivencia, mientras que por lo común parecen haberse desempeñado en otras actividades (elaboración de cigarros, servicio doméstico, incluso en prostíbulos). Algunas jóvenes parecen haberse planteado la opción entre ganarse la vida como sirvientas o en la prostitución. Es quizá el caso de Adela López, de catorce o quince años, que admite ante la justicia haberse prostituido en ocasiones; según el testimonio de una mujer bajo cuya influencia había desarrollado dicha actividad, Adela decía "que andaba por entrar á una casa de prostitución pero que ya no lo haria por que un amigo suyo de sobrenombre 'Hueso' le habia dicho que mas bien entrara de sirvienta en cualquier parte". En la misma causa aparece María Juárez, de 20 años, que se había fugado de la casa donde estaba colocada como sirvienta y luego de ello se prostituía clandestinamente. AHPC, Crimen, Capital, 1900, 2a. N., leg. 4, exp. 4.

52 Reglamento del Asilo de Huérfanos, en Compilación, 1870, t. 2, pp. 410–413.

53 Estatutos Sociedad Damas de la Virgen del Milagro, en Compilación, 1878–1906, pp. 369–379.

54 Los Principios, 20 de marzo de 1898, p. 4; 27 de marzo de 1898, p. 5, y 4 de julio de 1900, p. 1.

55 Cicerchia, "Familia", 1996, p. 60.

56 Milanich, "Hijos", 2001, p. 86.

57 Cicerchia, "Familia", 1996, p. 60.

58 Ibid., p. 62.

59 Candia y Tita, "Servicio", 2002–2003, p. 318.

60 AHPC, Crimen, Capital, 1896, 1a. N., leg. 2, exp. 9.

61 Ibid,, 1878, leg. 397, exp. 6.

62 Ibid., 1902, 2a. N., leg. 2, exp. 5; 1904, 1a. N., leg. 7, exp. 5, y 1906, 2a. N., leg. 16, exp. 9, leg. 24, exp. 15, 3a. N., leg. 6, exp. 15.

63 El Progreso, 2 de mayo de 1869, p. 3.

64 Bialet Massé, Proyecto, 1902, p. 57.

65 La Carcajada, 6 de febrero de 1876, p. 2.

66 Reproducido en El Progreso, 13 de mayo de 1869, p. 3.

67 Bialet Massé, Informe, 2007, t. 2, p. 208.

68 Ibid.

69 Ibid.

70 Los Principios, 2 de septiembre de 1910, p. 4.

71 Ibid., 6 de septiembre de 1910, p. 4.

72 El Progreso, 9 de agosto de 1872, p. 1.

73 Ibid., 13 de mayo de 1875, p. 2. Otros comentarios al respecto: La Carcajada, 5 de mayo de 1878, p. 2, yLos Principios, 7 de abril de 1900, p. 2, y 2 de septiembre de 1910, p. 4.

74 Los Principios, 19 de septiembre de 1897, p. 5.

75 AHPC, Crimen, Capital, 1906, 2a. N., leg. 26, exp. 15, f. 32.

76 El Eco de Córdoba, 2 de abril de 1879, p. 2.

77 Los Principios, 6 de septiembre de 1910, p. 4.

78 Según crónica policial, Ignacia Ferreira fue llevada a la Casa de Corrección por insultar a su patrona. El Progreso, 19 de julio de 1872, p. 2.

79 Los Principios, 2 de febrero de 1915, p. 4, y AHPC, Crimen, Capital, 1904, 1a. N., leg. 7, exp. 5, 2a. N., leg. 4, exp. 8.

80 Los Principios, 2 de septiembre de 1910, p. 4. Testimonios semejantes en El Progreso, 13 de mayo de 1875, p. 2, y Los Principios, 7 de abril de 1900, p. 2.

81 El Progreso, 7 de julio de 1872, p. 2; La Carcajada, 6 de febrero de 1876, p. 2, y 5 de mayo de 1878, p. 2;Los Principios, 17 de marzo de 1898, p. 6, y 31 de mayo de 1898, p. 6, y AHPC, Crimen, Capital, 1878, leg. 387, exp. 7; 1906, 2a. N., leg. 26, exp. 15, y 1910, 2a. N., leg. 10, exp. 5.

82 La Carcajada, 4 de febrero de 1877, pp. 2–3.

83 Los Principios, 2 de septiembre de 1910, p. 4.

84 El Progreso, 13 de mayo de 1875, p. 2.

85 Thompson, Costumbres, 2000, p. 57.