El libro de Silvia Dutrénit, La embajada indoblegable es una obra simple, en apariencia. De lectura fácil, accesible a todo público, ni siquiera exige un orden de abordaje. El lector puede ingresar a ella por cualquier capítulo y cualquier entrada. Por donde lo haga no tendrá problema para compenetrarse del tema central, porque cada capítulo en su singularidad condensa el universo tratado, es decir, la Embajada de México en Uruguay entre 1975–1976, sus ocupantes ocasionales o permanentes, la política exterior mexicana en materia de asilo que vertebraba el funcionamiento de la sede, las complicadas relaciones con las autoridades dictatoriales y la figura protagónica del drama que ahí se dilucidaba: el embajador mexicano en Uruguay, don Vicente Muñiz Arroyo. Como una sombra oscura sobrevuela detrás del relato la dictadura cívico–militar uruguaya, con su secuela de represión y muerte.
El primer acierto es esta estructura circular, donde 17 múltiples entradas, que corresponden a otros tantos capítulos, confluyen sobre un centro y focalizan la atención en la trama. Y lo es por varias razones, entre ellas la virtud de abrir el libro al gran público. Publicado en Montevideo, el lector puede sortear los tres capítulos teórico–metodológicos sin desmedro de comprender la esencia de la propuesta. Esto es un gran mérito para un espacio público como el uruguayo afectado por políticas estatales que durante décadas han tratado de sofocar no sólo la justicia, sino las memorias. Políticas que, si bien fueron combatidas desde múltiples campos, también el disciplinario, no siempre sus oponentes pudieron dar la atención requerida a la historia del asilo, comprimida en la gran vorágine de la temática dictatorial. La embajada indoblegable está al alcance de cualquier lector, incluso de las jóvenes generaciones que se formulan preguntas sobre su pasado silenciado. Es también un aporte para México ya que la obra se distribuye en el medio nacional. Abona a la historia de las relaciones internacionales del país en el siglo XX, al examen de políticas públicas del pasado reciente en la materia y al reconocimiento de figuras diplomáticas señeras que conformaron la mejor tradición nacional.
Simultáneamente, frente al especialista se despliega una obra que no es una mera recapitulación memorística sino un fresco —como lo define Dutrénit— que exhibe experiencias múltiples, individuales y colectivas, con miradas desde distintos ángulos sociales y culturales, cotejadas entre sí en un espacio comparativo y soportadas por los tres capítulos metodológicos mencionados. Capítulos que apuntan a la presentación del sujeto de estudio: el fenómeno asilar; que dilucidan los problemas y limitaciones de los instrumentos de protección generados en el ámbito interamericano y que finalmente exhiben los entretelones, "los andamios" del libro.
Es en este último momento donde la autora despliega el sustento último de la propuesta y devela la estructura elegida, fincada en la metodología específica de la historia del tiempo presente. Es entonces cuando la estructura novedosa encuentra sus fundamentos metodológicos. Supone que Dutrénit logró romper un esquema caro para los historiadores: la sucesión temporal, la jerarquía de los hechos y el encadenamiento de las circunstancias. Ello le permitió vencer la linealidad del tratamiento y formular, no sólo los círculos concéntricos con los que fue rodeando el tema, sino plantearse de frente al desafío ético que encara el profesional de la historia cuando aborda la "historia del tiempo vivido", aquel con el que está afectiva y subjetivamente involucrado.
Y sorteó este desafío con gran profesionalismo. Si bien decía al inicio que La embajada era un libro sencillo en apariencia, no se me ocultaba la enorme investigación que lo sustenta. Múltiples archivos consultados y generados a lo largo de décadas permitieron este feliz producto, resultado final y distinto de otras muchas obras relativas al asilo latinoamericano emanadas de la autora. Dutrénit inició la investigación cuando la documentación escrita estaba negada en Uruguay y se abrían los archivos diplomáticos mexicanos, particularmente el Genaro Estrada del Acervo Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Recurrió entonces a la memoria de los actores y, a lo largo del tiempo, generó un archivo oral extenso, dosificado y representativo. Gradualmente pudo confrontar sus fuentes orales con la documentación diplomática, migratoria y de seguridad, especialmente cuando el Archivo General de la Nación de México abrió para su consulta los fondos de la Dirección Federal en el ramo. Se agregó luego la emanada del Instituto Nacional de Migración. Cabe decir que los archivos mexicanos fueron siempre más nutridos en documentos y abiertos que los del Estado territorial responsable de crear las circunstancias de persecución que provocaron el asilo de casi cuatro centenares de uruguayos, acosados por el Estado que debió protegerlos. Más de una década después, y bajo un nuevo régimen político en Uruguay, fue posible que lograra acceder a algunos, muy pocos, archivos nacionales como el muy expurgado de la cancillería uruguaya y el de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia (DNII), dependiente del Ministerio del Interior.
Dutrénit pudo entonces tener el inmenso placer intelectual que siente el historiador cuando sus hipótesis resisten con éxito el cotejo con distintas fuentes. Logró cumplir con las exigencias de la metodología de investigación histórica y confrontó sus testimonios con las fuentes escritas. Su olfato de historiadora no estaba errado. México había sustentado históricamente una política de protección de los perseguidos del mundo sólida y con suficiente tradición para enfrentar y torear con solvencia a las dictaduras de Seguridad Nacional del Cono Sur. La había adquirido en las décadas de los treinta y cuarenta del siglo XX, en el caso de los españoles; de esa manera había recibido a León Trotsky; así había amparado a la familia brasileña de Luís Carlos Prestes; así se había comportado con los guatemaltecos del gobierno de Jacobo Arbenz. Junto a esta política, estaba el hombre concreto que la aplicaba y la retroalimentaba. El exilio antifascista había tenido su Gilberto Bosques, el Chile pinochetista tuvo su Martínez Corvalá. El diplomático in situ, su sensibilidad, condición humana, los elementos formativos y constitutivos de su personalidad, el largo contacto con el medio social y cultural del país donde se producía la persecución y los atentados contra la vida humana fueron elementos determinantes para el éxito de la política mexicana de asilo diplomático. Estos hombres, nombrados generalmente en primera persona aunque rodeados del entorno de los funcionarios del servicio exterior mexicano, por ejemplo en Uruguay, hicieron de Muñiz Arroyo el artífice y ejecutor de una política con sustento estatal pero con una impronta personal que ha sido calificada por alguno de sus asilados como superadora de la normativa, como de "más allá del reglamento".
La extensa investigación de Dutrénit le permitió corroborar que Muñiz cumplió al extremo las normas de la Convención de Caracas sobre asilo diplomático de 1954. Confirmó en todos los casos la condición de perseguido de su candidato al asilo, pero no se atuvo a las formalidades burocráticas que configuran una de las limitantes principales de esta convención, que la autora señala en el capítulo relativo a los instrumentos. Salvaguardó la vida de sus protegidos en tanto investigó, pero no les exigió que presentaran una petición escrita y luego regresaran. Muñiz conocía el medio en que se movía, sabía de la capacidad asesina de esa dictadura, de la vigilancia y hostigamiento que se ejercía sobre la embajada y por lo tanto no tenía duda que el cumplimiento burocrático del reglamento era una sentencia de muerte para aquellos que debía proteger. Su profunda compenetración con la sociedad uruguaya lo puso a salvo del error. Basta confrontar la lista de asilados con los archivos de la DNII uruguaya —como lo hizo la autora— para comprender que Muñiz no se equivocó. Todos y cada uno de sus asilados eran perseguidos políticos, hubieran sido requeridos o no. Muñiz no dio "pases automáticos" como se llegó a calificar de manera crítica su actuación. Su política de asilo estuvo basada en la normativa. Claro que la excedió. No en el aspecto formal, sino en el plano humano y a costa de su persona. Salvó la vida de sus asilados no sólo en el plano de la protección diplomática, sino que garantizó los servicios médicos a quienes enfermaban, incluso a un bebé nacido bajo la bandera de México en Uruguay. Puso lo más íntimamente suyo, su ropa, su propio dormitorio, los espacios diplomáticos y consulares al servicio de la protección. Más aún, expuso su vida frente a lo más agresivo del aparato represivo del estado territorial. Todo su mundo se vio trastocado, también el de su sede diplomática y la misión comercial. Fue un ejemplo prístino de humanismo, solidaridad e integridad en la defensa de los derechos humanos. Así, logró situar a su país, a México, en un altísimo pedestal en la consideración nacional y latinoamericana. Observación oportuna de la obra en la que no está demás insistir en el presente cuando la política de asilo parece un artículo extraviado en la maraña del mundo global, pese a la alta incidencia que registra en el presente. Y no está demás, por cierto, ponerlo en la agenda pública del país, el de la mejor tradición latinoamericana en la materia, que sufre hoy un fenómeno de inversión de la tendencia cuando de Estado asilante se convierte en generador de asilos.
Trece capítulos describen la aventura de un colectivo humano perseguido en sus múltiples facetas, conviviendo en su diversidad dentro de los muros de las sedes diplomáticas: los periodistas, los militares, la gente de teatro, la segunda generación, los que provenían de agrupamientos políticos minoritarios, los que nacían en territorio mexicano dentro de Uruguay, los que fueron arrancados de las manos de la represión para salvar la vida y los asilados en Uruguay de las dictaduras vecinas que debieron buscar refugio en México. Un capítulo se desplanta de estos tratamientos y funge como presentación del actor principal de la política de protección: el embajador Vicente Muñiz Arroyo.
Nos hemos referido ya a la definición metodológica lograda por la autora en el último capítulo y a su particular abordaje de las peculiaridades que conlleva el historiar esta ruta específica de huída hacia el exilio que tuvo particular relevancia en el caso estudiado. Los capítulos teóricos insertos en el relato abordan dos temáticas centrales del fenómeno asilar. El primero de estos apartados presenta el asilo como derecho humano que se pierde en el origen de los tiempos pero que adquiere sus características específicas en el siglo XX, cuando la inestabilidad política del continente le otorgó un sello muy propio expresado en la elaboración de instrumentos ad hoc que impactaron el derecho interamericano. Un segundo capítulo se encarga de estudiar específicamente los instrumentos de protección generados al abrigo de la práctica y de confrontarlos con la misma. De esta confrontación emana un nuevo contexto histórico regional ausente en el momento de la elaboración de las normativas y las propias particularidades de las dictaduras de Seguridad Nacional en sus distintas fases de establecimiento que la autora analiza para señalar cuatro grandes limitantes y otras consiguientes lecciones que los organismos responsables de otorgar las garantías deberían tener presente. La Operación Cóndor con su desleimiento de fronteras se encargó de marcar la obsolescencia de aquellas normativas que exigen identidad entre el Estado territorial que persigue y el sujeto de la persecución. Los preludios dictatoriales marcaron la presencia de grupos criminales "no oficiales" que se institucionalizarían luego de consumados los golpes de Estado, hecho que dificultó la calificación del asilo cuando era aún impreciso el "sujeto" persecutor. La ausencia de términos temporales y exigencias explícitas del tipo de documentación que está obligado a expedir el Estado territorial dio pie a la "eternización" de ciertos asilos o al encubrimiento cosmético de algunas salidas. Finalmente, las exigencias formales al solicitante en plenas condiciones de terror de Estado, afortunadamente dejadas de lados en muchos casos pero cumplidas en otros, se presentan al análisis de Dutrénit como impropias para el ejercicio efectivo de la protección a la luz de la realidad histórica de estos regímenes.
La obra está profusamente ilustrada con 48 imágenes que reproducen fotos, artículos periodísticos y documentos mexicanos y uruguayos existentes en distintos repositorios. Muchos son confidenciales y de muy difícil obtención, por lo menos en este momento. Desafortunadamente las imágenes no siempre son de buena calidad, defecto atribuible no sólo a la reproducción sino al estado de los documentos. En compensación está precedido de un magnífico prólogo del historiador uruguayo Gerardo Caetano que presenta la "peripecia de una historia cargada de historias", excelente caracterización del libro de Silvia Dutrénit.
La embajada indoblegable: asilo mexicano en Montevideo durante la dictadura, es decir, México en Uruguay en la hora más crítica de su historia, es un aporte para ambos países, una obra uruguaya pero mexicana en su esencia, en muchos de sus protagonistas, en el sentimiento de la autora y en el de muchos que hemos hecho de este país nuestra patria de adopción.