David Carbajal López. Doctor en Historia por la Universidad de París I Panteón–Sorbona; profesor–investigador del Centro Universitario de los Lagos de la Universidad de Guadalajara. Ha obtenido el premio "Francisco Xavier Clavijero" del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en la categoría tesis de licenciatura (2003) y tesis de maestría (2006). Autor del libro La política eclesiástica del estado de "Veracruz, 1824–1834, editado por Miguel ángel Porrúa y el INAH en 2006.
David Carbajal López. Ph. D. in History from the University of Paris 1 Pantheon–Sorbonne; research professor at the Los Lagos University Center at the University of Guadalajara. Recipient of the "Francisco Xavier Clavijero" Award from the National Institute of Anthropology and History (Mexico) in the B. A. (2003) and M. A. thesis categories (2006). Author of La política eclesiástica del estado de Veracruz, 1824– 1834, Miguel ángel Porrúa/INAH, Mexico, 2006.
A lo largo del siglo XVIII, el episcopado novohispano intentó reformar el uso de las campanas imponiéndoles una disciplina jerárquica, introduciendo nuevas sensibilidades sonoras y reforzando el carácter sagrado de las campanas. La corona respaldó dicha reforma, pero procurando emplearla para reforzar su propia jurisdicción, generando casos puntuales de enfrentamiento, que muestran, sin embargo, los acuerdos fundamentales entre los representantes de ambas potestades. La reforma, en fin, generó solicitudes de exención de las nuevas normas, que muestran la importancia de los repiques y dobles para las corporaciones novohispanas, así como una crítica, incipiente todavía, tendente a reducir su presencia en el espacio público.
During the 18th century, Novohispanic bishops tried to reform the use of bells by imposing a hierarchical discipline on them, by introducing new sound sensibilities and reinforcing the sacred nature of bells. The Crown supported this reform, yet attempted to use it to reinforce its own jurisdiction, creating specific cases of confrontation, which, however, showed the fundamental agreement between the representatives of both powers. In short, the reform elicited requests for exemption from the new norms, which show the importance of pealing and ringing for Novohispanic corporations together with an as yet independent criticism designed to reduce their presence in the public sphere.
Campanas ¡oh si con vos
cargara el diablo a dos manos!
Que matáis a los cristianos
en son de alabar a Dios.
Cuatro sois, no una ni dos.
Vaya; callad y entretanto
versos (con más dulce canto
que el vuestro) en premio os haré...
¿No calláis? Aguardaré
a hacerlos el Viernes Santo.
Tomás de Iriarte,
Colección de obras en verso y prosa,
1787
El uso de las campanas en el catolicismo cuenta con una larga historia. La tradición atribuye su introducción al obispo de ñola, San Paulino, en 'el siglo V, de forma que habrían tomado su nombre de la región donde se encuentra dicha ciudad: Campania. Ellas simbolizaban en la iglesia —como edificio— la función de los propios sacerdotes en la Iglesia –como comunidad–, atrayendo con el sonido de sus prédicas a los fieles hacia Dios, según lo explicaba don Antonio Lobera en su El porqué de todas las ceremonias de la Iglesia y sus misterios.1Reafirmando que todos los elementos de las ceremonias eclesiásticas aparecen ya como figura en el Antiguo Testamento, Lobera evocaba lo mismo las campanas utilizadas en tiempos del rey David para el traslado del Arca de la Alianza, las tocadas por los Macabeos, y las trompetas citadas en el Pentaeuco.2
Para entonces (el siglo XVIII), su origen era más bien materia de discusión erudita, como prueban lasInstrucciones (o Instituciones) eclesiásticas del en ese tiempo cardenal arzobispo de Bolonia Próspero Lambertini, futuro papa Benedicto XIV, que datan de unas décadas antes de la obra de Lobera.3 Aun si el ilustre pontífice reformador del siglo XVIII dudaba sobre la antigüedad precisa de uso, no dejaba de reconocer su importancia. Esta, por cierto, podía resumirse bien en un verso citado con frecuencia en el derecho canónico, en voz de las propias campanas: Laudo Deum vero, plebem voco, congrego clerum; defunctos ploro, festem fugo, daemonia ejicio, festa decoro.4 En una instrucción que dictara en diciembre de 1735 sobre diversas bendiciones, el arzobispo Lambertini recordaba en efecto que las preces utilizadas por el ceremonial de los obispos para las campanas, así como los padres del Concilio de Colonia de 1536, enumeraban entre los beneficios de su sonido no sólo la reunión del pueblo cristiano, sino también el alejar demonios, tempestades, nublados y otras calamidades. Ello no era tal en virtud de las ondas sonoras, el "movimiento que la pulsación de las campanas excita en el aire" por decirlo en sus términos, sino por las oraciones de los fieles reunidos bajo su sonido.5
Fuera de una forma o de otra, con tales capacidades protectoras y con tal multiplicidad de funciones, no es de extrañar que el sonido de las campanas se hiciera presente de manera constante en los espacios públicos del mundo católico. No nos interesa aquí reconstruir con precisión el denso paisaje sonoro de la Nueva España del siglo XVIII, bástenos repetir un ejemplo que hemos utilizado en otra ocasión: en una modesta villa novohispana, como lo era Orizaba a finales de ese siglo, podía haber una veintena de campanas que en una jornada normal sonaban unas siete u ocho veces al día, sin contar las numerosas celebraciones extraordinarias y las fiestas principales.6
Ahora bien, sin negar la importancia de las campanas en el sentido de la protección de la comunidad, en este artículo nos interesan más bien las funciones relacionadas con cuatro de aquellos versos que citamos antes: "convoco al pueblo", "congrego al clero", "oro por los difuntos" y sobre todo "realzo las fiestas". Y es que fueron tales los principales temas de la reforma de las campanas, que generó diversos incidentes, aparentemente inconexos, que recorren el conjunto del siglo XVIII novohispano hasta los primeros años del siglo XIX. Nos interesa, en primer término, analizar los afanes de la reforma eclesiástica en esta materia. Por ello, centraremos la atención en los edictos de los obispos, ya conocidos de la historiografía que, podemos decir desde ahora, tendían a reducir las sonerías, pero sobre todo a servirse de ellas para el fortalecimiento de la autoridad episcopal.
En segundo lugar, nos interesa también la forma en que la jurisdicción regia alcanzó los campanarios de las iglesias, haciendo notar tanto sus coincidencias como sus variaciones respecto de la reforma episcopal. Veremos sobre todo que incluso las campanas terminaron en disputa entre ambas jurisdicciones, representadas aquí en dos de sus más importantes abogados: Ambrosio de Sagarzurrieta, por la jurisdicción regia, y José Miguel Guridi y Alcocer, por la eclesiástica.
En fin, la reforma de las campanas generó críticas y también opiniones favorables. Analizaremos varios casos puntuales de reclamos para restablecer la abundancia de repiques y de dobles, y su opuesto, es decir, las denuncias del incumplimiento de los edictos de los obispos. Estas provinieron sobre todo de un personaje ya conocido de la historiografía mexicanista, el autor de las representaciones firmadas bajo los seudónimos Francisco Sosa y Antonio Gómez. Bajo estos y otros seudónimos y a partir de una sensibilidad manifiestamente opuesta a la densidad del paisaje sonoro tradicional, tal personaje entró de lleno a la discusión en apoyo de la reforma de las campanas, denunciando constantemente los "abusos a la disciplina eclesiástica". Esto es, veremos aquí de qué forma las reformas eclesiástica y civil llevan a una crítica que tendrá continuidad en los primeros años del México independiente.
Para todo lo anterior, hemos utilizado sobre todo diversos expedientes del Archivo General de Indias. No pretendemos agotar con ellos la materia de estudio, sino simplemente presentar una primera aproximación que contribuya en alguna medida a la historiografía sobre el tema. Esta, por cierto, es más bien limitada para el caso novohispano; sólo las profesoras Anne Staples e Isabel Turrent han dedicado artículos al tema del uso de las campanas.7 La primera realizó un primer análisis sobre el tema del "abuso" de las campanas en los primeros años del siglo XIX, partiendo de la idea de que efectivamente se abusaba de ellas, mientras la segunda estudió a detalle el edicto sobre campanas del arzobispo de México Alonso Núñez de Haro y Peralta de 1791.
Por nuestra parte, retomamos de manera matizada a la historiografía francesa, en especial el estudio de Alain Corbain, a quien seguimos en particular por lo que respecta al tema del paisaje sonoro.8 Asimismo, nos hemos inspirado en los trabajos ya clásicos de historia religiosa de Jean Delumeau9 y en los más recientes de Alain Cabantous.10 No pretendemos, desde luego, trasladar sus conclusiones de manera acrítica al caso novohispano, sino utilizar algunas de sus herramientas para nuestro propio análisis. Este nos lleva a mostrar los matices de la reforma de la cultura religiosa del siglo XVIII novohispano.
El episcopado novohispano del siglo XVIII se interesó constantemente por las campanas. Es un tema que suele asociarse con los obispos reformadores de la segunda mitad del siglo, quienes en efecto expidieron los edictos más completos en la materia; sin embargo, ya en marzo de 1708 el arzobispo–obispo de Guadalajara, Diego Camacho y ávila, escribía airado al rey Felipe V que entre las "novedades" introducidas por el Cabildo Catedral tapa–tío durante la sede vacante estaba el uso excesivo de las campanas de la catedral.11 En efecto, los canónigos habían introducido diversas "disonancias" que para el prelado era claro que tenían el problema de perturbar las jerarquías propias de la monarquía y sobre todo de la misma Iglesia. Las monárquicas, porque hacían repicar a su salida y entrada a los templos no sólo cuando iban en procesión solemne, sino también "asistiendo sólo de manteos y bonetes", esto es, como particulares. Lo hizo notar bien el prelado: tal honor estaba prohibido al presidente de la Real Audiencia, representante de la persona del rey en la ciudad, y que por tanto "no es de menor autoridad" que el Cabildo Catedral. Peor todavía, los canónigos repicaban al momento de tomar posesión de sus beneficios con "un repique muy grande y dilatado" como el que estaba reservado a los obispos. Las campanas, pues, servían sólo al "desahogo" de la "vanidad" de los capitulares, en menoscabo de la dignidad de las principales autoridades civiles y religiosas.
Es en principio este género de "desórdenes" los que pretendían remediar los prelados. Para la sensibilidad de la época, el sonido de las campanas enaltecía, tributaba mayor honor, podía ser expresión de la alegría o de la solemnidad de una fiesta, por lo que prácticamente ninguna corporación religiosa se privaba un instante de hacerlas sonar a vuelo siempre que les era posible.12 Los prelados reformistas no se escandalizaban con el sonido de las campanas por sí mismas, sino que en principio pretendían que ellas hicieran escuchar el buen orden jerárquico de la Iglesia. Esto es, les preocupaba la distinción entre los repiques. Lo decía con claridad el arzobispo de México, Francisco Antonio Lorenzana, al inicio de su edicto de 13 de octubre de 1766: "no se podrá percibir con la multitud de ellas y sin hacer distinción de festividades y clases el fin para que se tocan";13 o en palabras del obispo de Puebla, Salvador Biempica y Sotomayor, en 1792: su abundancia generaba "la confusión de personas, dignidades y jerarquías".14
Esa jerarquía era, en principio, la episcopal; si en algo coincidían los prelados era en el predominio sonoro de las catedrales. "Se ha de distinguir también en el número de campanas la iglesia catedral de las inferiores",15asentó el arzobispo Lorenzana, estableciendo así a su iglesia sede como la verdadera rectora del espacio sonoro de la ciudad de México. Lo decía con claridad su sucesor, monseñor Alonso Núñez de Haro y Peralta, al dar cuenta al rey de su edicto de 18 de octubre de 1791: había procurado "que todas las iglesias se conformen con la catedral".16 Tal edicto, bien conocido por la historiografía reciente, como el de monseñor Biempica, daba cuenta de la primacía de la catedral para empezar los repiques de las grandes festividades, especialmente la Pascua de Resurrección, no debiendo ser superadas tampoco en el número y duración sus toques: "ningún clamor ha de pasar de un cuarto de hora, excepto los que se hacen en nuestra santa iglesia", indicaba el arzobispo Haro y Peralta, quien además concedió sólo a su catedral el uso de "redobles".17
Claro está, la jerarquía sonora de la catedral respaldaba también jerarquías profanas. Así, de las siete ocasiones en que el edicto del obispo poblano autorizaba el repique general de campanas, tres estaban relacionadas con las autoridades civiles: "fiestas reales", "misas de gracias por su majestad y real familia", y "entrada y salida de los excelentísimos señores virreyes". En la misma lógica iba la normativa de los repiques fúnebres: el doble con todas las campanas fue reservado no sólo para los entierros de los prelados, sino también para los de "magistrados y personas constituidas en las primeras dignidades".18 El arzobispo Haro, por su parte, respetó los repiques de entrada y salida "según la costumbre observada", no sólo de los virreyes, sino también de los demás tribunales y del Ayuntamiento, y además autorizó los repiques generales "cuando viene el correo de España", "por la salud del rey", "fiestas reales" (incluso con redobles) y entradas de virreyes.19
En fin, los prelados no dudaron en que las campanas debían servir no sólo a la Iglesia y al rey, sino también al público y sus necesidades. La "causa pública" era motivo para que en México se autorizara el repique al paso de las procesiones de rogativa, y en Puebla, la "rogación general de todas las campanas".20
Empero, la distinción iba también de la mano de una cierta desacralización de las campanas, en dos sentidos: por una parte porque los mismos "excesos" habían hecho de sus repiques y clamores un sonido cotidiano, casi profano, que debía reconducirse en un sentido espiritual y, por otra, porque cuestionaban el que fueran tocadas por manos profanas.21 Fue el arzobispo Haro y Peralta quien más abundó en ese sentido. En efecto, reforzando el carácter sacro y devoto de las campanas, la última de las prevenciones de su edicto estuvo dedicada a recordar las indulgencias concedidas por los pontífices, y nuevamente otorgadas por el propio prelado, a quienes rezaran diversas oraciones al toque de las campanas al amanecer, al mediodía y al anochecer. Insistió en que debía tratarse de una prioridad antes que cualquier otra preocupación profana, como muestra la indicación de que se ganarían las indulgencias "con calidad que no den cuerda a sus relojes al mediodía hasta que hayan rezado con devoción".22
Asimismo, el prelado evocaba el "sumo respeto y piedad con que se tocaban antiguamente por solos sacerdotes y abades"; más tarde por sacristanes mayores y ostiarios.23 De forma hasta cierto punto semejante al edicto del cardenal Lambertini, una figura del Antiguo Testamento –las trompetas del pueblo de Israel, reservadas a los hijos de Aarón— debía normar también el uso de las campanas. En los edictos de los prelados que venimos citando hay claras indicaciones para prohibir el sonar las campanas a "los muchachos", y en las iglesias de las religiosas a sus "criadas", "mozas y colegialas", como en general a cualquier otra persona que fueran los sacristanes. La juventud, el sexo, pero también la condición social ("la baja plebe") aparecen aquí asociados a los excesos sonoros de las campanas. Mas había también otra preocupación: su debilidad conllevaba riesgos a su seguridad, que concernían también a prelados responsables por la salud física de sus fieles. Lo advertía el arzobispo Haro: "se han expuesto temerariamente a perder sus vidas, cayendo al suelo desde los campanarios".24
Cabe destacarlo: también había en los prelados una sensibilidad nueva en relación con los "excesos" campaneros, que podían llegar a ser considerados no ya una sonora alegría, sino un molesto ruido.25 El abuso de repiques y clamores "causa mucho fastidio a los vecinos", según el arzobispo Lorenzana; "molestan demasiado a los sanos y causan gravísimos perjuicios a los enfermos", agregaba su sucesor, monseñor Haro y Peralta; más todavía: era condenado por "el enfermo desde su cama, el hombre de negocios desde su despacho, el mercader en su mostrador, el literato en su estudio, el devoto en su retiro y aun el holgazán en su misma ociosidad", según abundaba el obispo Biempica. Los dos últimos agregaron un problema económico: el posible abandono de las casas ubicadas en los alrededores de las comunidades religiosas, de su propiedad incluso, en perjuicio de sus rentas.26
En este contexto, debemos citar las prohibiciones cada vez mayores a los repiques y dobles nocturnos. No es fácil decir con precisión si estas procedían de la ya tradicional sospecha con que eran vistas por el episcopado todas las actividades religiosas nocturnas desde tiempo atrás,27 o si estaban relacionadas con esta nueva sensibilidad hacia el ruido, particularmente molesto en las horas de descanso. Sea de una forma o de otra, ya el arzobispo Lorenzana había prohibido los toques de campana entre las nueve de la noche y el amanecer del día siguiente, exceptuando sólo los maitines. Reiterando esa misma prohibición, su sucesor detalló el punto, eliminando explícitamente las procesiones nocturnas y señalando en diversas ocasiones el anochecer como límite para las sonerías.28
Empero, construyendo de nuevo una jerarquía, pero esta vez de fiestas del calendario litúrgico, los prelados respetaron algunos esos grandes espectáculos sonoros nocturnos: los repiques de la víspera de Navidad, los de la Pascua de Resurrección y, sobre todo, los clamores de la víspera y fiesta de las Benditas ánimas del Purgatorio, el 1 y 2 de noviembre. En este último caso, sin embargo, trataron de limitar su duración: el arzobispo Lorenzana silenció las campanas después de las nueve de la noche, mientras que el obispo Biempica estableció directamente una pausa entre las ocho de la noche y las cuatro de la mañana.29
Como puede advertirse, la solución de los prelados a los excesos campaneros era imponer "reglas fijas" al sonido de las campanas: "debe haber regla fija para el modo de tocarlas", asentó el arzobispo Lorenzana en su edicto.30 La normativa misma es así constancia de que no se trataba de imponerle silencio a los campanarios, sino de establecer en ellos la "modestia", la "moderación", la "discreción", la "gravedad", el "decoro", por no retomar sino algunos de los adjetivos que repiten sin cesar los propios edictos episcopales. Cierto, esas reglas tendían en general a reducir el número y duración de repiques, dobles, clamores y agonías, limitando las que sonaban al paso de las procesiones, prohibiendo las respuestas de unas iglesias a otras, estableciendo su duración máxima en tres sonerías distribuidas en un máximo de quince minutos. Empero, esa reducción de ninguna forma eliminaba por completo a las campanas del paisaje sonoro de la Nueva España.
En ese sentido, se podría decir que los prelados reformadores de las campanas del siglo XVIII novohispano, sin ser ajenos a las sensibilidades de la época, no iban en realidad mucho más allá de lo que otros prelados postridentinos del mundo católico habían hecho en materia de otras prácticas religiosas. Más que suprimirlas, se trataba de reorientarlas, reforzando su carácter religioso y devoto y, claro está, insistiendo en la autoridad episcopal en la materia.31
La intervención de la corona en la reforma de las campanas, como ocurrió en otras materias,32 surgió del respaldo pedido por los propios obispos. En efecto, el 29 de octubre de 1791 el arzobispo de México, Alonso Núñez de Haro y Peralta, remitió al Consejo de Indias su edicto en la materia del 18 anterior pidiendo la aprobación y respaldo del rey Carlos IV.33 El fiscal del Consejo, lejos de poner obstáculo alguno, pidió de inmediato que se librara un real despacho para su estricta observación, dictamen con el que se conformaron los consejeros a principios de 1792, enviando incluso una real cédula separada al virrey ordenándole diera su auxilio al arzobispo en este tema.34
Apenas unas semanas más tarde, el Consejo trataría el edicto de otro obispo, el primero de La Habana, Felipe José de Trespalacios, sobre campanas. Este era apenas un poco posterior a los edictos del arzobispo Haro y del obispo Biempica, pues databa del 9 de enero de 1792. De hecho, en su preámbulo citaba el edicto mexicano como uno de los precedentes que "habían animado" al prelado a su publicación, y su contenido no era muy distinto por su preocupación por las jerarquías, la sacralización, la reducción y normalización de las sonerías campaneras.35 Como el arzobispo de México, monseñor Trespalacios, pidió también la aprobación regia en carta del 2 de marzo de 1792, y la obtuvo el 10 de mayo siguiente, pero con una particularidad: "siendo posible prevaleciesen iguales abusos en otras partes", el rey mandó al Consejo de Indias le consultase sobre si debía extenderse a los demás reinos de Indias.
De todo ello resultó la real cédula de 1 de marzo de 1794, dirigida tanto a las autoridades civiles como eclesiásticas, remitiéndoles el edicto habanero, mandando se cumpliesen las leyes vigentes en la materia, y si fuera necesario se hicieran otras reducciones en los toques de campanas.36 Sin duda lo más importante de la cédula era la encomienda que daba al final a virreyes y gobernadores: "no sólo auxilien su ejecución en lo que convenga conforme a las leyes, sino que cuiden de por sí de que todo se guarde, cumpla y ejecute". Esto es, si la cédula respaldaba con el brazo de la justicia del rey la reforma episcopal, hacía además a los magistrados reales los nuevos custodios de la disciplina eclesiástica en materia de campanas. Y claro está, no faltaron los magistrados y fiscales de la corona que se tomaron muy en serio tan sonoro aumento de su jurisdicción.
Un ejemplo del celo por la vigilancia del orden en el paisaje sonoro es el del gobernador intendente de Durango, Bernardo Bonavía, quien a finales de 1804 daba cuenta al Consejo de Indias de sus contestaciones al respecto con las autoridades eclesiásticas de la capital de la provincia.37 Los oídos de Bonavia reaccionaron ante los dobles de la víspera de la fiesta de los fieles difuntos en la catedral duranguense, que se extendieron en ese año hasta las 9 de la noche. En esta ocasión el edicto de monseñor Trespalacios había limitado los dobles hasta el toque de ánimas del anochecer, por lo que el comandante llamó la atención al deán del Cabildo Catedral sobre la observancia de la real cédula, a lo que este respondió que el mismo obispo habanero no había tratado en su edicto de las sonerías de la catedral, pues la de La Habana todavía no estaba concluida por entonces. Unos días más tarde el obispo Francisco Gabriel de Olivares y Benito confirmó el argumento del deán, y aunque ofrecía al intendente seguir "el método que se debe observar" y lo que le indicara el magistrado, no ocultaba cierta molestia por la intervención civil en el orden de la disciplina eclesiástica. El doble "a su parecer [del intendente] ocioso" era producto de "que no se hallaría informado" —reprochaba con sutileza el prelado— de la celebración de vísperas solemnes con responsos en el cementerio de la catedral.38
Traduciendo la nueva sensibilidad sobre las campanas en acciones concretas, Bonavia se preocupó efectivamente de evitar que los repiques y dobles molestaran a los enfermos. Para ello, giró indicaciones al administrador del hospital, considerando "sea tan conveniente para la curación de los enfermos el silencio y la tranquilidad", no bastaba con obedecer el reglamento del obispo Trespalacios, sino más todavía "reducirlo a lo únicamente indispensable".39
La intervención de la corona en el tema podía bien generar enfrentamientos más complejos. Lo muestra bien el conflicto generado por un repique nocturno en la recóndita parroquia de Quimixtlan, en la diócesis de Puebla, iniciado en 1799 por la esposa del teniente de justicia del pueblo con la oposición del párroco interiño.40 A fin de dar cuenta de los hechos, el provisor del obispado, José Ignacio de Arancivia, mandó levantar una investigación sumaria, presentada más tarde ante la Real Audiencia de México, sólo para que el fiscal de lo criminal, Ambrosio de Sagarzurrieta, terminara interponiendo un recurso de fuerza contra la justicia eclesiástica poblana.41 No es nuestro interés entrar en los detalles del proceso, bástenos destacar que en los estrados de la Real Audiencia terminaron enfrentados, a propósito de la jurisdicción de las campanas, dos de los más importantes abogados del reino en esos primeros años del siglo XIX: el fiscal Sagarzurrieta contra el promotor fiscal de la mitra José Miguel Guridi y Alcocer.
"No es temporal una causa sobre campanas", sentenció de entrada Guridi y Alcocer al entrar en la materia de jurisdicción.42 Las campanas eran eclesiásticas por su origen, decía evocando la tradición que hemos citado al inicio, pero también por su "consagración", decía subrayando intencionalmente lo que autores como el cardenal Lambertini precisaban era una simple "bendición". Dicho acto –"la separa de lo profano agregándola a lo espiritual"— podía equipararse, ni más ni menos, que a los ornamentos del culto y a los otros bienes eclesiásticos en su calidad de "cosas sagradas".43 Repitiendo lo que ya hemos visto sobre las múltiples funciones y el simbolismo de las campanas, resultaba que sus causas eran más justamente eclesiásticas que las de "sepulturas, diezmos y demás". Esto es, el promotor fiscal repetía buena parte de los argumentos que fundaban la reforma eclesiástica en esta materia, con lo cual la renovada sacraliza–ción de las campanas era la que daba derecho de los jueces eclesiásticos a castigar su uso para fines profanos. A la intervención del rey que reclamaba el fiscal Sagarzurrieta, el letrado eclesiástico oponía citas de los concilios, de la Congregación de los Obispos y de las mismas Instituciones eclesiásticas de Benedicto XIV.
Empero, Guridi y Alcocer concedió que las campanas podían excepcionalmente utilizarse para fines profanos, pero toda intervención en ellas debía pasar por la "licencia del eclesiástico". Un ejemplo perfecto eran los repiques de las esquilas en las catedrales en honor del rey: "a causa de su bendición y del lugar donde están situadas, aunque el magistrado secular sea quien avise se ha tenido noticia de S. M., el eclesiástico es quien manda se repique". En ese sentido, alegaba el letrado, las leyes de Castilla que trataban directamente de campanas, no hablaban de las eclesiásticas, sino "de aquellas campanas que sin bendición alguna y colocadas en sitio profano tienen muchos pueblos para formar sus juntas".44
El 26 de marzo de 1800, el fiscal Sagarzurrieta respondió en una extensa representación, ya no ante la Audiencia, sino dirigida al rey en el Consejo de Indias,45 calificando el escrito de Guridi y Alcocer de unas "consideraciones tan groseras como inconducentes". Al respecto, el fiscal presentó dos argumentos entrecruzados: por una parte, se dirigió contra el más importante de los argumentos de Guridi para "espiritualizar" las campanas: su bendición. Esta no era suficiente para "extraer" de la jurisdicción secular las "cosas temporales", "tan absolutamente que nadie pueda poner la mano sobre ellas sin licencia de la Iglesia", ni menos para reservarle jurisdicción a sus contraventores. Pero además, iba de por medio el papel del monarca como "protector de la Iglesia" y más aún de la "tranquilidad del reino". El uso de ellas, decía, "tiene un influjo muy inmediato y muy grande con la felicidad del Estado o con su ruina".
Esto es, Sagarzurrieta en ningún momento entró a discutir los orígenes, funciones o simbolismos campaneros; en cambio, se dedicó a probar que la legislación civil sí trataba ya de las campanas, como de otros muchos objetos bendecidos por la Iglesia, principalmente para respaldarla, y tanto más cuanto se dedicaban también a usos profanos, como era el caso. Por supuesto, su primera y más sólida prueba en esta materia era la real cédula del 1 de marzo de 1794, que ya hemos citado, pero también salieron a relucir las partidas y la recopilación de Castilla, con sus leyes protegiendo la sacralidad de los altares, de los paramentos y vasos sagrados, y de los propios oficios divinos.
Mas no era tanto el carácter sagrado, cuanto el predominio de las campanas en el paisaje sonoro del imperio hispánico el que más preocupaba al magistrado. Sagarzurrieta insistía en que la frontera entre las dos potestades estaba en que a la civil "le incumbe privativamente velar sobre la seguridad y tranquilidad pública". Las campanas, pues, aun si podían estar bendecidas y servir para causas sagradas, su sonido era capaz de juntar al pueblo para motivos profanos, hasta "excitar una asonada o levantamiento contra el rey o el reino"46
De esta forma, si para los eclesiásticos la reforma de las campanas era una forma de reforzar la jerarquía —episcopal sobre todo— entre las corporaciones religiosas, no menos que la devoción de los fieles, los magistrados y fiscales de la corona veían bien que respaldándola podían no sólo reorganizar el paisaje sonoro a partir de la nueva sensibilidad que compartían, sino también reforzar la jurisdicción real. Así, la discusión sobre las campanas entre Guridi y Alcocer y Sagarzurrieta era parte del problema más amplio de la relación entre las dos potestades. Mas cabe acotar, aun si diferían sobre los límites entre una y otra, que no debemos exagerar sus diferencias: ambos estaban básicamente de acuerdo en que las dos jurisdicciones debían cooperar al bien de la república. Tanto una como otra "son dos brazos del Estado enlazados de tal modo para sostenerse mutuamente", había escrito el promotor, e incluso Sagarzurrieta reconocía "la preeminencia de la potestad eclesiástica sobre la temporal".47 Ninguno de los dos ponía en duda la intervención de la potestad del rey en materias eclesiásticas, sólo que para el promotor fiscal debía hacerse siempre siguiendo la normativa de la propia Iglesia, en tanto que para el fiscal de lo criminal, el monarca debía tener amplia libertad justamente para actuar como patrono y protector de la Iglesia, y custodio exclusivo de la tranquilidad pública.48
Ahora bien, aunque la historiografía reciente tiende a subrayar la mayor extensión de la jurisdicción secular en este periodo,49 conviene advertir que su éxito no estaba en manera alguna garantizado. Nuestro caso lo ilustra bien: aun si Guridi y Alcocer se lamentó amargamente sobre este recurso de fuerza interpuesto por el fiscal Sagarzurrieta, fue este último quien perdió el caso. La carta del fiscal al rey, en efecto, estaba motivada por el auto del pleno de la Real Audiencia de México de 11 de febrero de 1800,50 en que declararon que no hubo fuerza por parte del provisor en el conocimiento del asunto. El recurso del fiscal ante el Consejo, que iba incluido con otros casos en un grueso legajo, no parece haber tenido éxito en revertir la decisión.51
De hecho, aun si ambas potestades tenían sus propios intereses en materia de campanas, su acción conjunta tampoco garantizaba el éxito de la reforma.
La reforma de las campanas enfrentó, como cabía esperar, el gusto que por sus abundantes repiques caracterizaba a los fieles novohispanos, como a los de otros puntos del mundo católico. Conviene subrayarlo: no se trataba sólo de una práctica "popular"; la sensibilidad tradicional por las campanas era propia también de las elites civiles y clericales, como ilustran algunas solicitudes puntuales de autorización de excepciones a los edictos de los arzobispos Lorenzana y Haro y Peralta en la ciudad de México.
Las iniciativas de nuevos repiques provinieron, en efecto, de los notables capitalinos, quienes pretendían ganar para la solemnidad de sus fiestas, los de la iglesia principal de la ciudad, la catedral metropolitana, según se entiende, limitados con celo por sus canónigos. Ya antes de las reformas, en 1760, había sido el claustro de la Real y Pontificia Universidad, encabezado por el rector Manuel Ignacio Beye de Cisneros, el que había solicitado los repiques en la catedral metropolitana al paso de la procesión de la imagen de la Inmaculada Concepción en su día, 8 de diciembre, del convento de San Francisco de México a la propia universidad.52 Citando este antecedente, en 1772 el regidor honorario Eliseo Antonio Llanos de Ver–gara, en su calidad de rector de la cofradía de los Santos ángeles, requería también un repique al paso de la procesión eucarística de su corporación para llevar la comunión a los presos de la cárcel del arzobispado el día domingo de la Pascua de Resurrección.53
Si nos atenemos a la descripción del regidor, se diría en efecto que sólo faltaban las campanas para completar la magnificencia del paso de la presencia real, bajo de palio: contaba ya con un correcto acompañamiento "con muchos caballeros y personas las más distinguidas", y con un adorno muy decente, pues a su paso los balcones se adornaban "con el más vistoso adorno", y las calles mismas eran regadas "con diversidad de flores y aromas".54 La solicitud fue apoyada por los párrocos del Sagrario Metropolitano, quienes se lamentaban también de la falta de "las festivas pulsaciones" para un acto "que no es menos grave, público, solemne y respetable" que las funciones del Cabildo Catedral.55
El propio Ayuntamiento de la capital novohispana escribió un memorial al rey en 26 de agosto de 1774 pidiendo su licencia para unos repiques "a vuelta de esquila" en honor de la patrona de la ciudad y del reino, Nuestra Señora de Guadalupe del Tepeyac.56 Los festejos de la Virgen el 11 y 12 de diciembre eran ya organizados con "cuanta solemnidad y magnificencia es posible", pero como en la procesión de los cofrades de los ángeles, faltaban las indispensables sonerías. "Se echa menos el distinguido repique de campanas" de todas las iglesias de la ciudad, decían los munícipes. De hecho, no era la primera vez que el Ayuntamiento pedía una gracia semejante, ya se le había autorizado, según anotó el fiscal del Consejo de Indias, un repique a vuelo para las festividades de la Inmaculada Concepción y para las de Corpus Christi.
Conviene destacarlo, ni el fiscal ni los consejeros pusieron obstáculo alguno a estas solicitudes, y antes bien concedieron que en efecto los repiques eran conformes "a la práctica que se observa inconcusamente [...] en esta península", y por tanto a todo "solemne, magnífico y público regocijo".57 Ni el Consejo de Indias, pues, podía concebir una fiesta solemne silenciosa o falta de campanas a vuelo.
Tras el edicto del arzobispo Haro y Peralta hubo otras dos solicitudes, ahora de eclesiásticos, contestándolo directa o indirectamente. En primer lugar, fue el caso de la provincia de Santiago de Predicadores, cuyo procurador general dirigió un memorial al rey por la vía reservada el 12 de enero de 1795, solicitando se exceptuaran sus campanas de la prohibición de repiques a vuelo.58 Había argumentos religiosos: sin las campanas llamando a los fieles, estos no podrían recibir las indulgencias concedidas a sus celebraciones. Mas ante todo, los dominicos reclamaban el restablecimiento de la jerarquía sonora de sus fastos, pues "sin esta exterior solemnidad, se confunden con las festividades comunes y ordinarias". En tercer lugar, los frailes presentaban el argumento de la costumbre particular de las iglesias, especialmente caro en materia de ceremonias religiosas, cuya práctica, decían, "parece no se opone a la disciplina eclesiástica". La petición, pues, nos recuerda que las campanas hacían oír el lugar de las corporaciones religiosas en el seno de la comunidad.
Un año más tarde serían tres prebendados del Cabildo Catedral Metropolitano quienes pondrían en cuestión el edicto del arzobispo, en una representación dirigida al rey, asimismo por la vía reservada, el 12 de enero de 1796.59 Los firmantes, Pedro García de Valencia y Vasco, Joaquín José Ladrón de Guevara y José María del Barrio —lo observó bien la nota ministerial que extractó su carta—, eran los más recientes capitulares de la catedral. Ladrón de Guevara, por cierto, era hijo de un oidor de la Real Audiencia, Baltazar Ladrón de Guevara, y junto con él se harían conocidos por su defensa de los fastos tradicionales.60
Los prebendados reclamaban también la jerarquía sonora de las fiestas de la catedral, a través de la vuelta de esquilas para las fiestas de Corpus Christi, de la Asunción de la Virgen, de San Pedro y de la Inmaculada Concepción, reducidas a "un repique común de campanas". Detallaban paso a paso los méritos de cada celebración, ya fuera su relación con la dinastía reinante o con el sumo pontífice, y también la solemnidad que las caracterizaba. Esta, justamente, quedaba incompleta a falta de las campanas como "signo de sumo regocijo". Claro está, su sensibilidad hacia los repiques era inversa a la que hemos visto hasta ahora. Lejos de ser molesto, el de las campanas era un "agradable sonoro sonido".
En el mismo sentido iba una última representación, fechada el 25 de junio de 1798 por el antiguo alcalde mayor de Colima y entonces comandante de sus milicias, Miguel José Pérez de León.61 Aunque seglar y representante de la autoridad del rey, era un hombre estrechamente ligado a las corporaciones religiosas de la época: su hermano era religioso del Colegio Apostólico de Pachuca, y siendo alcalde mayor había propuesto la fundación de un instituto semejante en su jurisdicción.62 Estando de paso por la capital novohispana, le tocó presenciar la entrada anual de Nuestra Señora de los Remedios a la ciudad desde su santuario el mismo día en que firmó su memorial. En ese acto notó que el sonido de las campanas era impropio, esta vez no de la jerarquía de la fiesta o de la corporación celebrante, sino de la imagen misma: "sólo se daba un repique sin distinción a la fineza y honra" de la Virgen, distinción que iba además asociada a su eficacia como protectora para la obtención de lluvias, es decir, a la relación que se establecía entre la imagen y la comunidad que buscaba su patrocinio. Las campanas "no correspondían al regocijo y confianza pública" en Nuestra Señora de los Remedios.
Es interesante ver los parámetros que utilizaba el antiguo magistrado para medir cuáles debían ser los regocijos sonoros que correspondían a la imagen. En buena lógica, pidió explícitamente la misma salva de esquilas con que se recibía a otra de las imágenes patronas de la ciudad, Nuestra Señora de Guadalupe, pero hizo notar también que la recepción de los obispos era incluso mas sonora que la de la Virgen. Los seglares, pues, podían percibir bien que el reglamento de campanas reforzaba los honores de la autoridad episcopal, en perjuicio incluso de las imágenes religiosas.
Ahora bien, estos testimonios puntuales nos hablan de que efectivamente se aplicó la reducción del uso de las campanas y de que generó descontentos en corporaciones y particulares, pero contamos también con un ejemplo interesante desde la posición contraria; esto es, desde una postura crítica de las campanas que denunciaba las faltas contra los edictos de los arzobispos. Tal fue el caso de algunas de las representaciones de un personaje ya conocido de la historiografía mexicanista, quien solía firmar bajo los seudónimos de Francisco Sosa y Antonio Gómez.63
Justamente bajo este último seudónimo, nuestro personaje firmó la representación más extensa de su trayectoria el 27 de enero de 1804, dirigida al rey en el Consejo de Indias.64Entre los cuatro grandes temas de disciplina eclesiástica que trata en ella, destacamos aquí el tercer punto, sobre las campanas. Según Gómez, la llegada del arzobispo Francisco Xavier Lizana a finales de 1802 había permitido que al año siguiente algunas corporaciones religiosas obtuvieran licencia para volver a repicar como antes y, sobre todo, que volvieran a escucharse los dobles fúnebres, precedidos incluso de redobles, tan estrechamente limitados en la década anterior. De nuevo se escuchaban —lamentablemente para nuestro autor—, la "diversidad de estatutos" de las corporaciones, cada una con horarios y duración particular en materia de sonerías, pero todas entusiasmadas por el retorno triunfal de las campanas, hasta el punto que, afirmaba, "echan las torres y campanarios abajo a dobles y redobles".
Aunque seglar, Gómez se asemejaba a los prelados reformadores en que su crítica partía al mismo tiempo de la sensibilidad que hacía del sonido de las campanas un ruido molesto, y desde una crítica de la confusión de jerarquías. Denunciaba que se doblaba por "cualesquier rico, aunque no sea hombre de dignidad en la república", y entre los religiosos "hasta por el ínfimo lego". Como el arzobispo Haro y el obispo Biempica, lamentaba la suerte de los vecinos, sobre todo enfermos y "hombres literatos", molestados por las abundantes sonerías. De ahí que en otra representación lamentara asimismo el "ruido" del campanario de la capilla del palacio del virrey, que interrumpía el trabajo de la Real Audiencia.65
Mas a diferencia de los eclesiásticos, el autor estaba bien consciente de que era la jurisdicción real a la que correspondía reprimir las faltas al edicto de 1791' y, más todavía, establecer una normativa más detallada y limitada de los dobles y repiques, y conceder o no licencias para las vueltas de esquila. Lo anterior se advierte, claro está, en el hecho de que se dirigiera al Consejo y no a una autoridad eclesiástica. Había además un criterio de eficacia; según él, se decía entre "las viejas" que "con la excomunión podemos pasar pero con las multas no". Asimismo más severo que el episcopado, pugnaba por reducir las sonerías de quince a sólo cinco minutos (incluso en la conmemoración de difuntos) con dos toques y no tres, a más de prohibir los dobles durante los novenarios fúnebres, y limitar a los religiosos a sonar sólo las campanas interiores de sus conventos por las noches. En suma, pues, sus representaciones iban en el sentido de reducir todo lo posible la densidad del paisaje sonoro novohispano, y consagrar definitivamente a la autoridad secular en la materia. Las campanas, pues, habrían de ir deslizándose más bien hacia manos profanas y no clericales.
Lamentablemente para nuestro autor, se diría que los años de la guerra civil no fueron particularmente propicios para que las autoridades civiles y eclesiásticas se ocuparan de silenciar las campanas. De ahí que en los años siguientes se repitieran las representaciones bajo nuevos seudónimos: firmando Manuel Roca, el 14 de octubre de 1816 repetiría su denuncia de las faltas al edicto de 1791, y el 6 de octubre de 1817, bajo el nombre de José Moreno y Sanabria, lamentaría en particular los excesos de las iglesias de los religiosos.66
Cabe decir que el que nuestro personaje compartiera una posición muy semejante a la de magistrados y fiscales reformistas no garantizó de manera alguna el éxito de sus solicitudes, al menos no en el caso de las campanas. Los fiscales tendían a menospreciar y descalificar su contenido en tanto "papeles anónimos". El Consejo de Indias llegó a remitir copias al virrey y arzobispo de México tanto en 1804 como en 1817, pero hasta ahora no hemos encontrado las resultas de ese procedimiento.
Ello no quiere decir que las críticas de Gómez no llegaran a tener consecuencias. Aunque el asunto escapa del periodo que tratamos aquí, podemos señalar al menos que la prensa de los años de 1820 comenzará a criticar de manera más abierta su sonido, siguiendo en buena medida los argumentos presentados por aquel anónimo, y llegarán incluso a dictarse sendas prohibiciones al respecto.67 Esto es, heredadas del antiguo régimen, las campanas seguirían siendo rectoras largo tiempo del paisaje sonoro y, por tanto, despertarían nuevos debates sobre su uso y abuso, desde sensibilidades que relacionadas cada vez más estrechamente con posturas políticas liberales las descalificaban como un "ruido molestísimo".
Debemos destacarlo: las campanas conservaban un aspecto religioso muy claro, unánimemente aceptado, como protectoras de la comunidad, en una tradición de larga data en el catolicismo, que los propios obispos reformadores reconocían a cada paso, y que ellos mismos trataban de redirigir en un sentido devoto, como ya hemos visto. La reforma por el lado civil, e incluso la incipiente crítica de los seglares, no llegaba a cuestionar ese papel. Incluso las representaciones de Gómez, que tanto abundaron en materia de repiques festivos y dobles fúnebres, nada dijeron en contra de las sonerías contra tempestades y calamidades públicas.
Mas dejando de lado ese punto, las campanas del reino de Nueva España eran ya en el siglo XVIII materia de disputa entre corporaciones religiosas y seglares orgullosos de sus sonerías, un episcopado cada vez más celoso por mantener su control y someterlas a la jerarquía propia de la disciplina eclesiástica, y autoridades civiles que asimismo buscaban reforzar la jurisdicción del rey incluso en materias sonoras. Todo ello en el marco del surgimiento de una nueva sensibilidad sonora, que podían compartir el episcopado, los magistrados reales y diversos seglares, lo mismo Gómez que literatos de allende el Atlántico (como Tomás de Iriarte), según se puede apreciar en los versos que hemos utilizado como epígrafe de este artículo. Este último, desde luego, sí que iba un poco más allá, hasta cuestionar sutilmente su aspecto religioso ("en son de alabar a Dios") y no sólo la abundancia de su sonido. Mas con todo, ninguno de los actores que hemos visto participar en la reforma pugnaba por silenciarlas completamente, reconociendo, incluso por el Consejo de Indias, su carácter indispensable en las grandes celebraciones.
La de las campanas resulta así además un buen testimonio de las ambigüedades propias de las reformas del siglo XVIII. Si bien una historiografía ya extensa ha destacado sobre todo las que provenían del lado de la corona, este caso nos permite resaltar los puntos de vista comunes entre el episcopado y los magistrados civiles, no sólo sobre los problemas que requerían reformarse, sino más fundamentalmente sobre la relación que debían tener ambas potestades. Y en ese sentido es digno de destacar el carácter profundamente tradicional de las concepciones, incluso de Sagarzurrieta y Guridi y Alcocer, quienes no dejaron de afirmar que tanto la potestad civil como la eclesiástica debían trabajar conjuntamente por el buen orden de la monarquía. Tales coincidencias, no hacen de los obispos reformadores necesariamente dóciles instrumentos de una avanzada secularización de la potestad civil, como podría suponerse a primera vista. Lo hemos visto bien, la reforma del lado eclesiástico iba encaminada a fortalecer y no a debilitar la autoridad del obispo, siempre difícil de establecer en medio de las numerosas corporaciones religiosas de la época, así fuera pidiendo el auxilio del brazo secular.
En fin, debemos insistir que esta no es sino una primera aproximación a un tema que es particularmente rico en testimonios y problemáticas. Nos queda pendiente la reconstrucción de su presencia en otras ciudades y villas novohispanas, así como seguir rastreando las nuevas sensibilidades sonoras en otros puntos del reino, no menos que las problemáticas planteadas por los cambios de principios del siglo XIX. Aunque algunos de los últimos testimonios que hemos presentado aquí datan de la década de 1810, hemos dejado pendiente justamente el tema de las campanas durante la guerra de Independencia. Sabemos, en todo caso, que los bandos en disputa no dejaron de hacer oír sus victorias con ellas, y que un buen número de párrocos se vio en dificultades sobre el tema de la recepción de insurgentes y realistas con campanas a vuelo.68
Esto es, hay todavía mucho por hacer en materia de la historia de las que fueron por mucho tiempo rectoras del espacio sonoro de Nueva España y del México independiente.
Archivos
AGI Archivo General de Indias, Sevilla.
Hemerografia
Gazeta de México, 1792.
Bibliografía
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1 Lobera, Porqué, 1769, pp. 23–25.
2 Ibid.
3 Utilizamos una edición en español de 1789: Benedicto XIV, Pastoral, 1789,t. I.
4 Ibid, t.1, pp. 120–122.
5 Ibid, t. I, pp. 346–353.
6 Carbajal, "Campanas", 2010, pp. 18–22.
7 Staples, "Abuso", 1977, y Turrent, "Música", 2008.
8 Corbin, Cloches, 1994.
9 Delumeau, Rassurer, 1989, pp. 82–84.
10 Cabantous, Fêtes, 2002.
11 Representación del arzobispo–obispo de Guadalajara al rey, 15 de marzo de 1705, en Archivo General de Indias (en adelante AGI), Guadalajara, leg. 204.
12 Ello generaba un denso paisaje sonoro que era común también del otro lado del Atlántico. Corbin, Cloches,1994, pp. 17–21.
13 Lorenzana, Cartas, 1770, p. 9.
14 "Edicto del ilustrísimo señor doctor don Salvador Biempica y Sotomayor, de la Orden de Calatrava, dignísimo obispo de la Puebla de los ángeles, etc. sobre el buen uso y arreglado manejo de las campanas", en Gazeta de México, t. V, núm. 12, 12 de junio de 1792, p. 114.
15 Lorenzana, Cartas, 1770, p. 10.
16 Edicto del arzobispo de México, 18 de octubre de 1791, en AGI, México, leg. 2644. Para una revisión detallada del edicto, véase Turrent, "Música", 2008.
17 Ibid.
18 "Edicto del ilustrísimo señor doctor don Salvador Biempica y Sotomayor..." en Gazeta de México, t. V, núm. 12, 12 de junio de 1792, pp. 115 y 116.
19 Edicto del arzobispo de México, 18 de octubre de 1791, en AGI, México, leg. 2644.
20 Ibid., y "Edicto del ilustrísimo señor doctor don Salvador Biempica y Sotomayor..." en Gazeta de México, t. V, núm. 13, 26 de junio de 1792, p. 121.
21 Cabe decir que los obispos europeos emprendieron esfuerzos similares. "La búsqueda del restablecimiento de la dignidad de los usos sonoros en las comunidades fue uno de los elementos del combate sobre la frontera de lo sagrado y lo profano" afirmaba Cabantous, Fêtes, 2002, p. 97.
22 Edicto del arzobispo de México, 18 de octubre de 1791, en AGI, México, leg. 2644.
23 Ibid.
24 Ibid.
25 En otras latitudes, cabe decir, la valoración irá mucho más lejos, hasta hacer de las sonerías campaneras, un uso "propio del fanatismo". Véase Corbin, Cloches, 1994, pp. 9–10, 26, y 35–37.
26 Remitimos a los edictos que hemos venido citando en notas 13, 14 y 16.
27 Véase Cabantous, Fêtes, 2002, pp. 112–118.
28 Edicto del arzobispo de México, 18 de octubre de 1791, en AGI, México, leg. 2644.
29 Lorenzana, Cartas, 1770, p. 10. "Edicto del ilustrísimo señor doctor don Salvador Biempica y Sotomayor..." en Gazeta de México, t. V, núm. 13, 26 de junio de 1792, p. 122.
30 Lorenzana, Cartas, 1770, p. 9.
31 Véase Cabantous, Fêtes, 2002, pp. 74–77.
32 Por ejemplo, la reforma de las cofradías, cuyo origen fue una representación al rey del obispo de Ciudad Rodrigo en solicitud de su apoyo en 1767. Véase Romero, "Cofradías", 1998.
33 El arzobispo de México al rey, 29 de octubre de 1791, en AGI, México, leg. 2644.
34 Dictamen del fiscal de Nueva España de 22 de febrero de 1792 y resolución del Consejo de 28 de febrero de 1792, en AGI, México, leg. 2644.
35 Trespalacios, Edicto, 1794, p. 2.
36 Real cédula dada en Aranjuez, 1 de marzo de 1794, en agi, Guadalajara, leg. 577.
37 Bernardo Bonavia a Antonio Porcel, Durango, 17 de diciembre de 1804, en AGI, Guadalajara, leg. 577.
38 Bernardo Bonavia al obispo de Durango, 2 de noviembre de 1804 y el obispo de Durango a Bernardo Bonavia, 19 de noviembre de 1804, en AGI, Guadalajara, leg. 577.
39 Bernardo Bonavia al administrador del hospital real de Durango, 24 de noviembre de 1804, en AGI, Guadalajara, leg. 577.
40 "Testimonio del cuaderno 2° de los autos del recurso de fuerza interpuesto por el señor fiscal de lo criminal de la que dijo hacer el discreto provisor del obispado de Puebla y el presbítero D. Mariano de la Fuente y Alarcón, cura interino del pueblo de Quimixtlan...", 1800, en AGI, México, leg. 2653.
41 Ibid., y "Testimonio del cuaderno primero de los autos de recurso de fuerza interpuesto por el señor fiscal de lo criminal de la que dice hacer el discreto provisor del obispado de Puebla...", 1800, en AGI, México, leg. 2653.
42 "Testimonio del informe hecho por el promotor fiscal de la curia eclesiástica de Puebla en los autos del recurso de fuerza hecho por el señor fiscal de lo criminal...", 1800, en AGI, México, leg. 2653. José Miguel Guridi y Alcocer es un personaje ya conocido de la historiografía mexicanista, sobre todo por su participación en las Cortes de Cádiz y en los primeros congresos constituyentes mexicanos. Véase sobre él Gómez e Ibarra, "Clero", 1995.
43 Argumento que esgrimían también los obispos europeos del antiguo régimen, las campanas modificaban así su geografía pasando a ser "mobiliario celeste", a decir de Delumeau, Rassurer, 1989, p. 86.
44 "Testimonio del informe hecho por el promotor fiscal de la curia eclesiástica de Puebla en los autos del recurso de fuerza hecho por el señor fiscal de lo criminal...", 1800, en AGI, México, leg. 2653.
45 Representación de Ambrosio de Sagarzurrieta al rey, México, 26 de marzo de 1800, en AGI, México, leg. 2653.
46 Un uso que generaría preocupaciones de las autoridades civiles de allende el Atlántico a lo largo del siglo XIX: Corbin, Cloches, 1994, pp. 168–184.
47 Remitimos a los escritos de ambos letrados que hemos citado más arriba.
48 Sobre el tema de la cultura política del siglo XVIII novohispano en esta materia, remitimos a Lempérière,Dieu, 2004, en particular las pp. 34–38.
49 Al respecto remitimos a los ya clásicos trabajos de Brading, Iglesia, 1994, y Farriss, Clero, 1995, así como a la síntesis reciente de García, "Re–formar", 2010.
50 "Testimonio del cuaderno 2o de los autos del recurso de...", fs. 7–7v, 1800, en AGI, México, leg. 2653.
47 Remitimos a los escritos de ambos letrados que hemos citado más arriba.
48 Sobre el tema de la cultura política del siglo XVIII novohispano en esta materia, remitimos a Lem–périère,Dieu, 2004, en particular las pp. 34–38.
49 Al respecto remitimos a los ya clásicos trabajos de Brading, Iglesia, 1994, y Farriss, Clero, 1995, así como a la síntesis reciente de García, "Re–formar", 2010.
50 "Testimonio del cuaderno 2o de los autos del recurso de...", fs. 7–7v, 1800, en AGI, México, leg. 2653.
51 En los documentos del expediente no se encuentra ninguna decisión del Consejo de Indias, ni dictamen fiscal alguno que indique si la representación tuvo trámite.
52 Citado en la certificación de los párrocos del Sagrario y San Miguel, 4 de abril de 1772, en AGI, México, leg. 2659
53 Representación a nombre del regidor Eliseo Antonio Llanos de Vergara al rey, Madrid, 31 de agosto de 1772, en AGI, México, leg. 2659.
54 Ibid.
55 Certificación de los párrocos del Sagrario y San Miguel, 4 de abril de 1772, en AGI, México, leg. 2659.
56 Representación del Ayuntamiento de México al rey, 26 de agosto de 1774, en AGI, México, leg. 2663.
57 Dictamen del fiscal del Consejo de Indias, 20 de octubre de 1772 y resolución del Consejo, 12 de noviembre de 1772, en AGI, México, leg. 2659. Asimismo Dictamen del fiscal del Consejo de Indias, 19 de mayo de 1775 y resolución del Consejo, 12 de agosto de 1775, en AGI, México, leg. 2663.
58 Representación de fray Diego de Arana al rey, Madrid, 12 de enero de 1795, en AGI, México, leg. 2672.
59 Representación de Pedro García de Valencia y Vasco, Joaquín José Ladrón de Guevara y José María del Barrio al rey, México, 12 de enero de 1796, en AGI, México, leg. 1888.
60 Contra ellos estuvieron dirigidas algunas de las representaciones de un personaje que trataremos a continuación, Francisco Sosa–Antonio Gómez. Véanse especialmente la del 26 de febrero de 1802, en AGI, México, leg. 2693 y la del 26 de junio de 1804, en AGI, México, leg. 1832.
61 Representación de don Miguel José Pérez de León al rey, México, 25 de junio de 1798, en AGI, México, leg. 2675.
62 Representación de Miguel José Pérez de León al rey, Tecalitán, 7 de junio de 1787, en AGI, México, leg. 1879.
63 Sobre este personaje véase especialmente Zárate, "Proyectismo", 2000, quien lo inscribe en el proyectismo ilustrado de la monarquía hispánica del siglo XVIII.
64 Representación de Antonio Gómez al rey, México, 27 de enero de 1804, en AGI, México, leg. 2688. Hizo también alusión al tema en dos representaciones más, la de la misma fecha sobre cofradías, también firmada por Antonio Gómez, y la de Francisco Sosa a José Antonio Caballero, 26 de abril de 1804, sobre el palacio del virrey, en AGI, México, legs. 1795 y 1892, respectivamente.
65 Francisco Sosa a José Antonio Caballero, México, 26 de abril de 1804, en AGI, México, leg. 1892.
66 Representación de Manuel Roca al rey, México, 14 de octubre de 1816, en AGI, México, leg. 1904 y representación del doctor José Moreno Sanabria al rey, México, 6 de octubre de 1817, en AGI, México, leg. 2701.
67 Nos permitimos remitir de nueva cuenta a Carbajal, "Campanas", 2010.
68 Véase por ejemplo Ortiz, "Subversión", 2002.