Ana Buriano Castro nos ofrece en estos textos una ventana de observación privilegiada sobre los traumas del pasaje de la monarquía católica de dos mundos a la constitución de repúblicas en territorios caracterizados por su fragmentación administrativa y tendencias centrífugas, su demografía dispareja debida a causas naturales e históricas y su caracterización por un mosaico étnico y habitualmente lingüístico derivado de un pasado de complejos procesos de convivencia sí, pero también de explotación y ninguneos. ¿Cómo constituir una vida republicana moderna a partir de tales ingredientes y en medio de un siglo caracterizado por acelerados cambios que solemos encapsular con términos como secularización, materialismo, revoluciones tecnológicas, transformaciones educativas y democracia?.
¿Era posible que un país diera la espalda a tales procesos y se fortificara en sus valores antiguos, constituyéndose en una especie de convento volcado sobre sí mismo y cerrado a toda influencia extraña? Cifrando su atención en Ecuador y los años privilegiados de I860 a 1875, la autora nos sugiere que esa opción no era la que se eligió en aquel país andino pese a las denuncias en ese sentido. Logra hacernos comprender que la época asociada con la figura de Gabriel García Moreno estuvo profundamente tensionada por divisiones ideológicas entre liberales, católicos liberales, católicos tradicionalistas, quizá tradicionalistas a secas, modernizadores —quizá también a secas o por sectores— y modernizadores católicos. No pareciera seguro que los liberales seculares deseaban descatolizar a Ecuador, pero sus planteamientos son comprensiblemente poco abordados aquí y quedan para un estudio futuro.
En la antología titulada El "espíritu nacional" leemos textos elaborados hacia finales del periodo estudiado que muestran la complejidad de las fuerzas en juego, cuando el gobierno centralizador y dictatorial de García Moreno había acumulado suficiente poder para evidenciar sus ambiciones más plenamente, cuando lograba realizar obras públicas relevantes y podía —o debía— defender ante sus connacionales su postura de modernización católica. Había logrado agenciarse en los años sesenta un concordato con el Vaticano que le aseguraba amplios poderes financieros y político–religiosos, había venido doblegando desde entonces al clero tradicional, simultáneamente reformándolo en consonancia con el máximo provecho extraído de tales poderes, había introducido órdenes extranjeras que pudieron misionar entre los indios, transformar la educación a todos los niveles y demostrar las posibilidades de congeniar Estado fuerte, catolicismo vibrante y modernización nacional. Ahora faltaba convencer a los escépticos a la derecha y a la izquierda, o a los que sólo se ocupaban de sus intereses inmediatos. Los artículos selectos de El Nacional son exquisitas piezas retóricas y argumentativas que muestran a la intelectualidad del régimen de García Moreno pujando y sudando para razonar con elocuencia, convencer y poner las bases para mayores logros y —claro está— un nuevo periodo presidencial para el hombre indispensable del momento.
Los tres hombres clave de la antología de artículos fueron el poeta y escritor Juan León Mera, el jesuíta Manuel José Proaño y Vega y, sobre todo, su hermano, el periodista Eloy Proaño y Vega. El primero, denunciando en 1872 los avances del materialismo, afirmaba su fe en la razón "ilustrada y vigorizada por la fe cristiana" (p. 47). Pugnaba Mera más allá del liberalismo con el racionalismo y el socialismo, en los cuales percibía el "virus de la revolución anticatólica y antisocial". Se trataba de una "guerra de ideas" en que el cristianismo debía triunfar (p. 50). Pero la lucha que pretendía contra el mal aspiraba a la vez a la verdad y la ciencia y no a un simple triunfo del más fuerte. Quedaba claro que —pese a ser un momento de endurecimiento— se luchaba para rescatar los "principios católicos" en el mundo y el tiempo (p. 53). Lo precisaba Manuel José Proaño en 1874: "creemos absolutamente necesario que respecto a la enseñanza científica nuestros jóvenes vivan la vida de su siglo" (p. 63). Este jesuíta veía las minas del progreso futuro en los talentos cultivados de los niños ecuatorianos y proyectaba su deseo de espiritualizar el saber, no suprimirlo. Aceptaba el desafío de la competencia internacional y en forma optimista se inspiraba no sólo en los logros nacionales sino en el ejemplo de los católicos en los países europeos y en Estados Unidos.
En esta antología los escritos de Eloy Proaño, de 1874 y 1875, ocupan el mayor número de páginas, representan la mayoría de los artículos y descuellan por sus planteamientos. Don Eloy no escondió que el proyecto de consolidar la imagen de Ecuador como "pueblo de la fe" tenía fines hegemónicos, pues "en esta época luctuosa de revolución y de trastorno, [...] los hombres están prontos a sacudir el yugo de los gobiernos que les contradicen" (p. 74). Había que aceptar la necesidad de "perfeccionar la inteligencia [de los] individuos con el conocimiento de la verdad, la voluntad con la moral y el cuerpo orgánico con las comodidades de la vida" (p. 75), pero evitando el "espíritu de impiedad" y la creación de "espíritus fuertes" que desafiaran la autoridad religiosa a partir de su arrogancia (p. 79) o propagaran el "espíritu revolucionario" y la ingobernabilidad por sus quiméricos ensueños utópicos y anárquicos (pp. 83–84). Por contraste, Eloy Proaño enaltecía la compatibilidad de la fe con la razón, y destacaba el camino de una popularización creciente de la educación católica moderna con el apoyo del Estado. Aureolaba los grandes talentos históricos del mundo católico y señalaba con orgullo a los científicos franceses que mantenían su fe religiosa en medio de sus aportaciones a la ciencia. Llamaba calumnias a los planteamientos que sugerían una contradicción entre fe y ciencia (p. 89). Defendía los colegios de la república en términos de su paridad con los mejores de Europa: en "los métodos de enseñanza, los textos, los programas de certámenes públicos, los informes de los directores y maestros y aun el personal mismo de los profesores, en su mayor parte europeos" (p. 97). Don Eloy mostraba su impaciencia con los tradicionalistas, pues la "vida es un principio intrínseco de movimiento" (p. 94). No aceptaba una "Iglesia inspirada por el miedo y vencida por la ilustración del siglo" (p. 105). Pero tampoco quería cultivar en Ecuador "ese espíritu funesto de contienda y discusión que forma el carácter de nuestra época" (p. 110). La dirección que quería dar a la educación nacional no sólo era católica sino eminentemente práctica, con la teoría atada directamente a los problemas a resolver: se trataba de un conocimiento apto para el desarrollo de
[m]inas, pólvora, salitre, puentes, calzadas, ingeniatura [sic], marina, artillería, física, química, mecánica, historia natural, mineralogía, botánica, geología; en una palabra, todas aquellas artes y ciencias de inmediata y útilísima aplicación
que serían llevadas a su máxima expresión mediante la nueva Escuela Politécnica como la culminación de los logros educativos del régimen (p. 115). Lo contrario era dejar a los jóvenes ecuatorianos fuera del marco de la civilización e irremediablemente subordinados a extranjeros. Era inaceptable. No se podía permitir que los "hispano–americanos [fueran] ... ¡nada! ¡nada en el mundo de las ciencias...! ¡Nada en el mundo artístico! (p. 117).
Esta antología es corta en páginas pero larga en ideas, y logra compartir las angustias de aquellos católicos ecuatorianos quienes se acogieron al proyecto de García Moreno de construir un Estado católico moderno. En la monografía titulada Navegando en la borrasca, Ana Buriano profundiza su análisis por diversas vertientes, remarcando la significación del año de 1859 como uno en que Ecuador se batió en la anarquía y cayó en el peligro de repartirse entre sus vecinos o entregarse a Francia como una dependencia americana. Fue en este escenario, al recomponerse un proyecto nacional, que destacó el primer gobierno de Gabriel García Moreno en el cual el peso del liberalismo decimonónico y las aspiraciones regionales al autogobierno no permitieron la elaboración de una constitución idónea para sus adeptos. Se frustró la concentración del poder y la creación de un poder fiscal que permitieran una política de obras como intentaría el régimen después. Ese primer gobierno, entre 1861 y 1865, además iba a tener que ceder su lugar a sucesores despegados de sus metas y sólo recuperaría el poder mediante un golpe de Estado en 1869, que daría un pie falso al segundo periodo de gobierno que duraría hasta 1875.
No trataré de resumir la obra Navegando en la borrasca, pero sí me gustaría destacar algunos aspectos de ella que no sólo dan contexto a la antología sino, a mi parecer, sugieren nuevas pautas para la investigación a futuro en materia de Estados, sociedades nacionales, religiones y clero en América Latina. Desde el amplio capítulo primero, dedicado a la geografía histórica de Ecuador, en donde se remarcan no sólo regiones sino subregiones y una notable diversidad de grupos sociales e intereses económicos, queda claro que este libro aborda la pretensión hegemónica de la propuesta política de García Moreno, y no es primordial o exclusivamente una investigación sobre las peripecias de la fe católica en el siglo XIX. Cuando finalmente los aliados de García Moreno plantearon —muy al estilo de Lucas Alamán en el caso mexicano— que el vínculo religioso era el único y potente lazo entre los ecuatorianos, lo comprendemos en este marco de regionalismos y grupos y concedemos que la diversidad del país era un formidable valladar ante todo intento de unificación.
Pero este desafío, agraviado enormemente por el terror ante la anarquía en 1859, ambiciones ajenas y pérdida de voluntad nacional, hace comprensible además que los gobiernos de García Moreno no pudieron simplemente contentarse con una retórica de la fe y regodearse en la espiritualidad de los ecuatorianos. Había que construir nuevos vínculos entre los connacionales mediante enlaces forjados por las obras públicas de caminos, puentes y vías férreas, a la vez que promover muelles, aduanas y políticas fiscales que podían incentivar el comercio extranjero y potenciar al Estado. Hacía falta educar a la población bajo ciertas normativas compartidas, de modo que los cambios de modernización no dispersaran más a los ciudadanos y las regiones. Así que la preocupación de base de esta investigación, y que sale inmediatamente en la introducción, es la capacidad de los ecuatorianos —y por extensión la de otros latinoamericanos— de lidiar con las exigencias de la tradición y las pesadas coyunturas de sucesivas actualidades para formar un Estado y políticas estatales capaces de responder a los desafíos y forjar un país –viable para el hoy y el mañana, de construir, ampliar, sostener y reformar hegemonías políticas y culturales. No obstante, las conclusiones de la autora no parecen ser contundentes: las respuestas ecuatorianas bajo García Moreno son ambivalentes, menos hegemónicas en sus logros que hubiera sido de esperarse, pero mucho más ambiciosas en términos de desarrollo económico y proyección cultural, bastante más dialogantes con opiniones e intereses disidentes de lo que a veces se ha dicho, y notablemente más preocupadas por un cotejo favorable con lo que se estaba haciendo fuera del país, particularmente en Europa. Y Francia, especialmente la de Napoleón III, servía para incentivar políticas de equilibrio y pretendida prudencia como antídotos a la revolución o la involución. También resulta un régimen más evolutivo, más incierto, más tentativo, y finalmente más poroso a muchos aspectos del liberalismo que mucho se temía tanto en lo político como en lo religioso. Pues el régimen de García Moreno no se renegó del constitucionalismo como solían hacerlo los ideólogos más conservadores de Europa, mostró el mismo interés que los gobiernos liberales en la elaboración de códigos legales, construyó una moderna prisión panóptica, y para los fines de reelección en 1875 concebía un Estado arbitro que mediara entre los extremos de la opinión pública.
La autora nos presenta un conservadurismo católico al cual le tocó bailar con la más fea: aquella del cambio que caracterizaba el siglo XIX. No había forma de evadir a esa señora. El cambio se presentaba por todas partes a la vez que las tradiciones heredadas no daban para construir un Estado nacional. En el momento de no ceder a la dispersión interna o la absorción por terceras entidades en la esfera internacional, la mediación entre extremos se hizo presente.
La religión, aquella presentada como el inmóvil vínculo que subyacía en toda unidad nacional, resultó no ser ni tan inmutable ni tan vinculante. Como la autora nos muestra con copiosa información, obispos, órdenes religiosas y católicos de orientación distinta resistieron, evadieron o se contrapusieron al régimen de García Moreno o a las políticas que los afectaban en sus intereses o visión social. La región de Cuenca mostró alguna susceptibilidad hacia el catolicismo liberal tan temido por los portavoces gubernamentales. El (dos veces) presidente resultaba casi tan regalista como los liberales que combatía o como sus antecesores españoles o los gobiernos franceses revolucionarios repudiados. Sus críticos entre el clero no negaban su piedad personal pero lamentaban sus pretensiones a un poder omnímodo en la dirección de la Iglesia, el clero y la sociedad católica ecuatoriana. No todo el mundo compartía ni sus metas educativas generales, ni sus métodos políticos, ni su insistencia en un clero europeo importado, ni su cerrazón ante la gestión regional de sus propios intereses.
Se pregunta uno si estamos ante un mosaico irremediablemente complejo, o más bien ante un mundo en que la religión se ha vuelto un adorno —quizá un precioso vitral dentro del marco de la ruda secularización, con su progreso material, la formación de Estados y los anhelos de integración social—, o si la religión se ha escindido a su vez en partes o propuestas políticas, culturales, espirituales, educativas, sociales... ¿Será que el cristal de un mundo integral se ha roto, dejando las partes sueltas y dispersas, capaces de ser asumidas en nuevas propuestas? ¿O será que aquel soñado mundo integral era más bien una creación de la mentalidad decimonónica al ver que se profundizaba la crisis de gobernabilidad y de metas económicas, sociales y culturales que acompañaba el tránsito hacia una dinámica caracterizada no sólo por nuevas independencias y formaciones estatales, sino por inéditas pretensiones de representación ciudadana, noveles parámetros de prensa libre y opinión pública, inauditas exigencias políticas de libre asociación y formación de partidos, así como insólitos reclamos a la discusión de la autoridad —cuando ya la Inquisición había desaparecido y otras modalidades de censura eran habitualmente débiles o carentes de institucionalidad efectiva?
La argumentación de la autora nos parece llevar a la conclusión inevitable, que ella misma plantea desde la introducción, de que el régimen de García Moreno jamás pudo lograr más que una "hegemonía intranquila" (p. 24). Quizá nos preguntaríamos si esta es el resultado de la política en todos los tiempos, pero acicateado en el siglo XIX por tantas demandas nuevas. La competencia internacional, pero también algunas nuevas oportunidades de mercadeo, innovaciones tecnológicas, la presencia de grupos sociales móviles y disponibles como los religiosos europeos, deben haber formado un horizonte a su vez no sólo movedizo sino insólito y a menudo peligrosamente evanescente, como los préstamos internacionales que no acababan de ofrecerse cuando ya sus términos los volvían insufribles. La agitación estaba fuera y no sólo adentro. Con razón la contradicción y las coyunturas temporales irrumpían en cualquier intento de coherencia discursiva.
A lo largo de estas dos obras encuentro difícil evitar la conclusión de que el siglo XIX empujaba ya —sobre las espaldas de mucho de lo realizado en el siglo XVIII— hacia la conversión de la religión y la vivencia de la fe en muletillas de la cosa pública. Las ricas perspectivas de las obras me llevan a preguntarme si este es un cambio fundamental en el papel de la religión en la sociedad y el Estado, o una simple reformulación. Me pregunto a la vez sobre cuál será el peso de la religión en el fuero interno de las personas en aquellos tiempos, y para la construcción de vínculos de fe y convivencia en el ámbito local y comunitario. En el caso mexicano, la obra de William B. Taylor ha desvanecido la visión de que los pueblos vivían la religión únicamente según las normas que marcaban el cura párroco o el obispo diocesano. Por otra parte, es claro que el poder y la legitimidad todavía no podían concebirse plenamente sin su apoyo —piénsese en los debates de Francisco Zarco con sus congéneres liberales después de la Reforma mexicana—, y el conocimiento nuevo y el cambio constante en los parámetros materiales de las naciones conllevaban peligros para la cohesión de la sociedad, no menos que la obediencia prestada a los gobernantes político y religioso. ¿Qué mejor que asumir la religión como vínculo social, como pieza de ajedrez del poder? ¿Por qué concederle una esfera propia, bien que esta fuera en la organización eclesiástica o en sus propias normativas?
Es significativo que el mismo García Moreno haya amenazado con imponer la separación de la Iglesia y el Estado si el clero no se amilanaba ante sus deseos para su proyecto de Estado. Es de preguntar si el clero ecuatoriano acabaría pensando, como algunos clérigos mexicanos, que la separación podría ser beneficiosa para la Iglesia, concebida en función del libre cumplimiento de sus funciones primordiales. En México el obispo de Guadalajara, Pedro Espinosa, pudo mirar con interés y aprecio el régimen de separación que existía en Estados Unidos, y plantear sus ventajas al arzobispo Lázaro de la Garza y Ballesteros. ¿No hubo voces ecuatorianas de un tenor similar?
Por otra parte, ante los intentos de utilizar la espiritualidad así como las instituciones eclesiásticas para los fines del Estado, ¿no hubo intentos de reespiritualizar la Iglesia de Ecuador? Llaman la atención las referencias en esta obra a la influencia del catolicismo liberal francés, a la presencia de esta tendencia en Cuenca y entre los dominicos ecuatorianos, ¿pero hay una propuesta espiritual particular en esta orientación, o es exclusivamente un esfuerzo por ligar la religión con las libertades del siglo? A lo largo de Navegando en la borrasca hay numerosas referencias a devociones, como el Sagrado Corazón de Jesús, al cual se dedicó la república en 1873, u obras como la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis que era del gusto de García Moreno. ¿Constituían un fenómeno únicamente conservador? Fueron una expresión religiosa meramente secundaria, coyuntural, de adorno o de preferencia personal, o se estaban promoviendo de una manera más sistemática y con un sentido específico?
Y finalmente, ¿a qué nos conduce el estudio del régimen de García Moreno en Ecuador en cuanto al imperante modelo de secularización para América Latina en el siglo XIX? ¿Necesitamos muchos modelos de secularización? ¿Funcionan mejor modelos conflictuales, incluso contradictorios, que modelos que parecen locomotoras que avanzan sobre rieles con destino fijo y sin obstáculos internos? ¿Ha cesado hoy la búsqueda y rebúsqueda de vínculos de identidad nacional que alguna vez se suponía que era un papel que cumpliría la religión? ¿Seguimos temiendo la pluralidad tanto ahora como lo temieron tantos en el siglo XIX, o ya estamos más cómodos con ella y más dispuestos a convivir con ella?
Estas obras realizadas por Ana Buriano Castro nos ofrecen enfoques claros, una argumentación rigurosa y numerosas respuestas a partir de una rica documentación. Nos revelan simultáneamente una complejidad que inspira nuevas preguntas y llama a nuevos cotejos con las demás experiencias latinoamericanas, pero también con las de los católicos de Europa y Estados Unidos, que fueron motivo de repetidos señalamientos por los seguidores del modelo de modernización católica.