La obra se inscribe y cumple con creces los propósitos manifiestos de la colección dirigida por Carlos Altamirano denominada Metamorfosis, la cual ha apuntado al estudio de terrenos poco explorados y a la elaboración de nuevas herramientas conceptuales con el objeto de dar inteligibilidad al mundo de ayer y de hoy, sin detenerse en las fronteras disciplinares de las ciencias humanas.
Su autora define el libro como un acercamiento a la vida cultural de la Argentina entre la segunda mitad del siglo XIX y los inicios de la centuria siguiente mediante una vía novedosa para los estudios sobre la materia: las biografías. La vida de Eduardo Wilde, José Manuel Estrada, Paul Groussac y Eduardo Ladislao Holmberg, relatada por separado en cada uno de los principales capítulos, son la punta de lanza por la que se ingresa al mundo de la organización nacional desde I860, dentro del cual estos personajes encontraron un lugar en la república porteña de las letras.
En este sentido, desde el inicio del texto se trasluce la idea de trascender la "fotografía de la Generación del Ochenta". La obra se encuadra, de este modo, en los recientes esfuerzos por revisar, matizar y rebatir categorías de análisis1 y de estudiar a grupos culturales más concretos como los "liberales reformistas", los "patriotas", los "primeros modernos" o los "representantes de la cultura científica".2
Los cuatro hombres escogidos para el estudio no constituyen un elenco homogéneo, sino diverso. Sus diferencias y semejanzas son fácilmente perceptibles en la prosa de Paula Bruno, cuya apuesta historiográfica, hecha con la aproximación biográfica, se enmarca en la historia social de los intelectuales que, lejana a las biografías intelectuales clásicas, logra la combinación de rasgos y circunstancias biográficas con tramas sociales y culturales.
La obra cuida el orden cronológico de los acontecimientos pero ello no le resta naturalidad al relato, que para nada se fuerza por encajar en periodos cerrados, sino que en la lectura existe un acompasamiento entre las fechas y las acciones que ilustran las ideas que se han buscado representar. En cada párrafo del libro hay un sinnúmero de detalles acerca de distintos aspectos de la vida de sus protagonistas, descritos e hilados de forma tan amena que por momentos el lector puede trazar puentes imaginarios que lo remonten hacia la época e ir sintiendo las vicisitudes por las que atravesaron no sólo estos hombres en concreto sino el conjunto social mayor en el que se insertaron.
Escrito de forma prolija y cuidada, la impresión es que cada palabra fue especialmente escogida para la ocasión, prueba de lo cual son los subtítulos, creados con una artesanía tal que cada uno de ellos responde a obras, emprendimientos o frases de la figura que rige cada capítulo.
Las fuentes utilizadas son variadas y todas ellas están articuladas de manera de evitar una mirada excesivamente inclinada por algún aspecto en particular. Además de las obras de los autores, se emplearon los fondos documentales de distintas figuras presentes en diferentes repositorios, fuentes oficiales tales como informes de las agencias públicas y censos nacionales y provinciales, así como publicaciones periódicas en la prensa y en los anales de diversas instituciones científicas e intelectuales, además de libros y folletos de los contemporáneos.
El capítulo dedicado a Eduardo Wilde (Tupiza, 1844–Bruselas, 1913) se abre con la tapa de un número de la revista Caras y Caretas sobre el "furor sanitario" en 1899, en alusión a la función de este hombre como higienista, uno de los tantos papeles que cumplió en la vida social y política, analizados agudamente en el escrito. Pues Wilde fue un reconocido hombre de prensa que participó, entre otros, de La Nación Argentina, El Mosquito, El Pueblo, ha República, ha Tribuna y El Nacional, pero también fue un famoso médico e higienista que trabajó en hospicios, cátedras y fue asesor en agencias públicas, fue un político en tanto ministro y legislador, un diplomático que cubrió las legaciones entre 1900 y 1913 en Estados Unidos y México, Bélgica, Holanda y España, y un hombre de letras al escribir relatos de sus viajes, una novela y misceláneas.
Nacido en el exilio de sus padres durante el rosismo, Wilde fue ayudado económicamente por algunos protectores como Nicolás Avellaneda, Lucio V. Mansilla y otras familias acomodadas al llegar a Buenos Aires. Sus primeros relatos recuperaron las imágenes de su origen aldeano entremezcladas con el paisaje citadino, visión que creó en diferentes espacios de sociabilidad como los círculos intelectuales. Entrados los años I860, se inmiscuyó en temas políticos y trabajó para Domingo Sarmiento, considerado como un hacedor de proyectos para una Argentina que no existía, especialmente en materia de salubridad. Wilde se había recibido de médico y clamó contra las estructuras vetustas establecidas por sus colegas. Sin embargo, los medios de prensa continuaron siendo el lugar donde más cómodo se sintió.
Como ministro de Julio Roca, ya experimentado, notó los cambios estructurales hacia el progreso como las reformas laicas, entendidas como el avance estatal frente a elementos obsoletos, no obstante, renunció y, desde entonces, estuvo prácticamente fuera de Argentina, condenado a un destierro por la fuerza de las cosas, que le facilitó el conocimiento de lugares en el mundo que había imaginado muchas veces antes y cuya realidad no fue congruente con sus ideas previas. Los últimos años, dedicados a la actividad diplomática, fueron de balances negativos. De alguna manera, Wilde pasó sus días finales aunado al reproche por la falta de reconocimiento político y social del que se consideraba acreedor.
La imagen que inaugura el capítulo dedicado a José Manuel Estrada (Buenos Aires, 1842–Asunción, 1894) es de una edición de El Mosquito de 1884 titulada "Una patriótica cruzada", en referencia a las luchas de los católicos para frenar el avance de las reformas liberales que previeron la secularización de la sociedad, ya que se trató de uno de los más fervientes defensores del catolicismo. Tanto fue así que los juicios predominantes de la década de 1880 lo retrataron como un obstinado representante de los valores conservadores durante las reformas laicas o como un tribuno defensor del campo católico. Además, Estrada fue promotor y colaborador en diversos ámbitos periodísticos, reconocido por su desempeño como educador y un hombre político que ocupó diferentes cargos e intervino en los debates centrales de la Argentina posCaseros.
Estrada perteneció a una familia emparentada con figuras destacadas de la cultura argentina. Ya en su juventud, participó de distintas iniciativas editoriales y sociabilidades intelectuales. Con la paz política y la armonía social como telones de fondo de sus preocupaciones en los años cincuenta, entendió que la literatura amalgamaba y que las asociaciones intelectuales eran una solución para una cultura poco institucionalizada y facciosa. En la década siguiente su interés se torció aún más a favor de la historia, en especial para comprender el presente de guerra, y en sus obras —poco revisadas por la historiografía posterior— explicó que el origen de las desigualdades sociales estuvo en la conquista, constituyendo 1810 una "doble revolución", la del pueblo y la de los hombres que encarnaron las demandas, o sea, la "clase pensadora".
El interés por su época y las miradas sobre el pasado, que difundió en sus clases de historia argentina en el Colegio Nacional de Buenos Aires, lo llevaron a fundar la Revista Argentina, la cual tuvo dos fases claramente diferenciadas. Si su vida entre 1868 y 1872 se caracterizó por la colaboración de autores de distintas filiaciones políticas e ideológicas, la etapa de 1880 a 1882 significó un giro a favor del catolicismo con el que se apagó la pluralidad de voces. Fueron tiempos de toma de postura para Estrada, quien cambió "la túnica por la espada", cuando comprendió que el Estado avanzaba en detrimento de las libertades. Finalmente, en la década de 1890 fue un político avezado pero desencantado.
El capítulo sobre Paul Groussac (Toulouse, 1866–Buenos Aires, 1929) es abierto con una caricatura con la cara del escritor y el cuerpo de un gallo, en alusión a su origen francés, aparecida en Caras y Caretas en 1900. Llegado a Argentina a los 18 años y puesto a trabajar como cuidador de ganado en San Antonio de Areco, logró insertarse rápidamente en la vida cultural porteña y fue recomendado por Avellaneda para dar clases en el Colegio Nacional de Tucumán, donde tuvo otros cargos. En 1883 regresó a Francia sólo para desilusionarse con los cenáculos intelectuales parisinos, por lo que decidió regresar a Buenos Aires, donde dinamizó las políticas editoriales mediante su labor al frente de la Biblioteca Nacional.
Sin embargo, en sus reiteradas marcas autobiográficas nunca se despegó del todo de su lugar de inmigrante y de las dos patrias. De hecho, es caracterizado como un hombre de pluma versátil, que pudo colaborar con diarios locales y extranjeros. Su papel de políglota y referente intelectual contribuyó a su función como "embajador cultural" en los viajes por América y Europa y en las obras escritas para las exposiciones nacionales y continentales. Como polemista incansable, desde finales del siglo XIX estuvo a tono con la preocupación de los sucesos argentinos, los cuales no fueron analizados sistemáticamente.
El capítulo dedicado a Eduardo Holmberg (Buenos Aires, 1852–1937) es abierto con una caricatura de Cao publicada por Caras y Caretas en 1900 como naturalista, una de las facetas de este hombre nacido en una familia tradicional porteña y de inmigración austríaca, que fue estudiado en las biografías anteriores por separado como hombre de ciencias o literato innovador. Graduado como médico, tuvo una actividad acotada sólo a la elaboración de una tesis y un ensayo o algunas prácticas concretas. Fue más concretamente un explorador de especies y paisajes en distintas provincias argentinas, cuyas investigaciones publicó en una obra muy bien recibida, además de haber sido reconocido por su labor como docente.
Desde su familia se impulsó su amor y curiosidad por la naturaleza. Su contacto con la ciencia no sólo fue en términos académicos, sino que reflexionó críticamente sobre el papel de la misma para el país y la función social del científico para el progreso individual y en conjunto. Tuvo un perfil más plural que el de un cientificismo puro. Participó de distintos emprendimientos como la dirección del Zoológico desde finales de 1880, que aspiró a transformar en una institución asociada al progreso científico para la investigación e instructivo para la sociedad. Redactó la Sección de Fauna y Flora del Censo de 1895. En los años noventa, destituido del cargo en el Zoológico, se transformó de un agudo cronista en un crítico apesadumbrado, en procura de soluciones para una sociedad heterogénea. En los textos de ficción se preguntó por el papel de los sabios en la sociedad así como sobre los gauchos, negros e indígenas que lucharon por el país pero que fueron poco incluidos en la sociedad naciente.
Luego de haber dedicado cada capítulo al análisis de cada uno de los hombres escogidos, en el apartado final la autora abandona esa perspectiva individual para repensar el periodo que se extiende desde I860 a entre siglos como una época singular y con espesor propio en la cultura argentina.
Estos hombres, interpretados como los hacedores de cultura y canalizadores de las demandas de sus contemporáneos, presentaron sincronías pero también una multiplicidad de perfiles, marcas originales vinculadas a sus historias familiares y a la disposición de distintas propuestas para problemas idénticos, que los insertan en coordenadas menos definidas y programáticas y que justifican la elección metodológica de las biografías.
Los cuatro casos escogidos se definieron y posicionaron culturalmente; ganar un espacio fue casi igual a diferenciarse de sus antecesores, proceso que incluyó el alejamiento del doble perfil hombres de letras–políticos. La política les fue ajena, en tanto ámbito bloqueador de las posibilidades de despliegue de la cultura nacional. Sin embargo, no pudieron quedar absolutamente al margen.
El espacio cultural fue virginal y efervescente, por lo que los pioneros pudieron ocupar lugares y aprovechar oportunidades. Fueron promotores de empresas culturales destacadas. No obstante, la misma modernización de fin de siglo les arrebató el propio espacio ganado y entonces sobrevino una etapa más melancólica, que cada quien sobrellevó de manera singular. Algo así como el epígrafe de Fernando Pessoa escogido por Paula Bruno para abrir su obra, cuyo espíritu recorre el texto y toma mayor sentido al finalizarlo: "No hay normas. Todos los hombres son excepciones a una regla que no existe."
1 Entre otros se destacan Roy Hora, Los terratenientes de la pampa argentina. Una historia social y política, 1860–1945, Siglo XXI Iberoamericana, Buenos Aires, 2002; Leandro Losada, La alta sociedad en la Buenos Aires de la Belle Epoque. Sociabilidad, estilos de vida e identidades, Siglo XXI Iberoamericana, Buenos Aires, 2008; Paula Aíonso, Jardines secretos, legitimaciones públicas. El Partido Autonomista Nacional y la politica argentina de fines del siglo XIX, Edhasa, Buenos Aires, 2010.
2 Eduardo Zimmermann, Los liberales reformistas. La cuestión social en la Argentina, 189011916,Sudamericana/UdeSA, Buenos Aires, 1995; Oscar Terán, Vida intelectual en el Buenos Aires fin–de–siglo (1880–1910). Derivas de la "cultura científica", FCE, Buenos Aires, 2000; Lilia Ana Bertoni, Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. La construcción de la nacionalidad argentina a fines del sigloXIX, FCE, Buenos Aires, 2001.