Emily Wakild, Revolutionary Parks, Conservation, Social Justice, and Mexico's National Parks, 1910–1940. The University of Arizona Press, Estados Unidos, 2011

En la búsqueda de un hipotético liderazgo, los mexicanos, faltos de signos de reconocimiento internacional que marquen nuestra presencia, hemos tenido que inventar la torta, el tamal y el taco más grande del mundo o congregar a más mariachis en un solo lugar para conquistar un récord Guinness. Si en lugar de resaltar las virtudes de nuestra cocina miráramos con más detenimiento a la naturaleza, allí encontraríamos algo que nos dio un liderazgo internacional a mediados del siglo pasado: México lideraba al mundo en la formación de parques nacionales hacia 1940. Esa es la historia que Emily Wakild nos cuenta en su reciente libro.

En efecto, la autora nos muestra la importancia que para los gobiernos revolucionarios, sobre todo el de Lázaro Cárdenas, tuvo el rescate del patrimonio cultural natural creado para confirmar las conexiones entre estabilidad social, productividad económica y conservación del territorio. Allí encontramos una originalidad más de nuestro país. Los revolucionarios no impulsan el modelo de parques nacionales estadunidense o el colonialista, sino que observan que los programas sociales tienen una cara ambiental y allí insertan el dispositivo de crear parques nacionales como una vía mexicana y revolucionaria para desplegar este dispositivo.

E. Wakild nos explica que la vía estadunidense de parques creados como oasis de naturaleza prístina, en áreas alejadas y remotas, en espacios vacíos donde sólo existe la naturaleza y en donde despliegan los oficiales estadunidenses sus signos de innovación democrática, no fue seguida en México. Tampoco se optó por crear parques colonialistas como en Tanzania o áfrica del sur donde los animales parecen tener más derechos que los habitantes locales removidos para crear parques. La vía mexicana y revolucionaria mezcla la sociedad con la naturaleza, no la separa; los parques sirven para unir a la gente con una cosa que todos tienen en común: una vida modelada por los recursos naturales. La naturaleza que crean los parques era para la gente. Los revolucionarios se abrogan la responsabilidad de mantener la integridad de la naturaleza para la sociedad, para ello regulan, salvaguardan y protegen sus recursos naturales. Nada más alejado del porfiriato, en que las discusiones sobre los bosques parecen más cercanas a la escuela de Le Play, donde el experto es quien entiende las relaciones adecuadas entre la gente y el ecosistema. Las formas de conocimiento tradicional no caben en este esquema como tampoco la participación social.

Si bien el dispositivo de creación de parques nacionales nace en los Estados Unidos de América con la creación de Yosemite en 1864 y luego Yellowstone en 1872, su difusión es lenta, y esto se explica por lo marginal que aparece la conservación de la naturaleza en el pensamiento occidental entre 1870 y 1970. Por ello las olas de difusión del dispositivo son primero coloniales (Canadá crea su primer parque en 1887, Australia en 1891, Nueva Zelanda en 1894), luego continentales (en América se difunden hacia 1940) y finalmente mundiales (en áfrica en 1933, en Italia en 1922, en Checoslovaquia en 1938). En ese contexto, si México sólo tenía dos parques nacionales antes del gobierno cardenista (el Chico y el Desierto de los Leones), al finalizar este periodo contamos con 40 como resultado de esta difusión continental. Estamos por encima de Estados Unidos, que tenía 27 en 1935 y sólo 30 en 1940. Por el número podríamos entrar al Guinness, aunque por la extensión un solo parque estadunidense era más grande que las 827 000 hectáreas que ocupaban nuestros parques en catorce estados.

Wakild analiza, con detalle, cuatro parques nacionales. El primero es el de las Lagunas de Zempoala, donde se crea un parque nacional en 1936. Aquí, Huitzilac es el laboratorio para que el gobierno cardenista despliegue una política de promoción de actividades turísticas, programas recreacionales y actividades de restauración. En esta geografía el turista de fin de semana se convierte en un actor tanto o más importante que el bosque. Analizando los libros de visitas, Wakild muestra que de 11 846 visitantes en 1938, 88% proviene del Distrito Federal, 10% del resto de los estados y 2% de Estados Unidos. Son familias grandes, de seis a siete miembros, que visitan el parque y al declarar sus profesiones nos dan un botón de muestra de la integración social: los mecánicos podían hacer picnic junto a los abogados y los pintores caminar junto a los químicos en torno al lago. Por su parte, los residentes cambian sus antiguas ocupaciones de agricultores o leñadores y se convierten en proveedores de servicios como comida y bebida para los turistas, pero también de limpieza y vigilancia forestal. Para Wakild esta experiencia muestra una labor pionera en materia de ecoturismo. Si bien este concepto lo acuña Héctor Ceballos en 1983 como un viaje responsable en área naturales que conserva el medioambiente y contribuye a incrementar el bienestar de la población local (p. 54), la experiencia de Huitzilac abre una rendija para mirar allí un antecedente que no tiene que esperar a que el ambientalismo se convierta en una ola dominante como pensamiento importado de los Estados Unidos de América o de Europa. En ese sentido los gobiernos revolucionarios, para Wakild, al vender una experiencia de turismo extendían la promesa federal de crear un nuevo ciudadano revolucionario (p. 58). Esto se lograba mediante actividades como el campismo, la recreación cívica que contaba con 12 000 boy scouts en 1939 y con entusiastas difusores como Alfredo Basurto, para quien los campamentos de verano son un lugar ideal para impartir clases puesto que en el bosque la concentración es excelente y los resultados óptimos. Es así como se logra crear un ciudadano revolucionario tan sano como lo fuera su medioambiente. Para lograrlo el gobierno revolucionario etiqueta el paisaje y marca los bosques como indicadores tangibles de la autoridad gubernamental a través de caminos y señales que dejan de ser símbolos y manifiestan su poder didáctico a través de campañas y actividades que van desde los boy scouts hasta los plantadores de árboles (p. 68). En este laboratorio, en suma, los oficiales despliegan su versión racional de la administración, los educadores diseñan un currículo para mejorar la salud y los residentes encuentran nuevas actividades económicas.

El segundo es el parque nacional enclavado en la Sierra Nevada, el Izta–Popo. Aquí aparece la necesidad de proteger para impulsar la productividad. Se trata de un espacio densamente poblado donde sus residentes explotaban los bosques para la industria del carbón vegetal, las resinas y la industria del papel. El bosque aparece en su dimensión económica: la madera se obtiene de los troncos de los árboles, el combustible de las ramas, el carbón vegetal de los residuos, las resinas del sangrado de la corteza, la celulosa de la transformación de la madera, en fin, se aprovecha el azufre del pico del volcán y la nieve de las cumbres. Con este régimen de aprovechamiento no es extraño encontrar que se reporte escasez de agua en 1937 y sobreexplotación de oyameles para convertirlos en celulosa por parte de la papelera San Rafael. Sin embargo, los volcanes y el bosque no son sólo un espacio productivo, son también un laboratorio de creación de la identidad nacional, de representaciones culturales que como lo hace Octavio Benavides en 1938, nos acercan más que a un espacio majestuoso a uno divino. Por ello Wakild nos muestra desde la mitología de la mujer dormida hasta las mediciones de naturalistas como John Beaman, quien asegura en 1962 que la vegetación de los picos se mantiene constante durante una centuria. Quién mejor que José Ma. Velasco para hacerlo visible, ya que creía que el valle y sus montañas eran una demostración de la perfección de Dios; o bien la cortina de cristal elaborada por la casa Tiffany para el Palacio de Bellas Artes. Con esta representación artística, Wakild asume que lo nacional se convierte en personal y así se estimula la creación de una identidad nacional (p. 92).

En el Parque Nacional de La Malinche lo que observamos en la narrativa de Wakild es un problema de disputa por la propiedad. Allí existían dos visiones sobre el manejo de los bosques. La primera era social y asumía que la destrucción de los bosques era causada por los campesinos; nada menos revolucionario que ese acercamiento que convertía al campesino en un problema y no en un socio como lo veían los funcionarios cardenistas. La otra era ecológica y asumía que protegiendo los bosques se mejorarían los problemas sociales que surgen por la competencia de recursos escasos. Aquí, si los bosques se conservan, el monto de agua destinado a la agricultura mejoraría, las presiones sociales disminuirían y habría menos destrucción forestal (p. 113). Ya que no todas las comunidades manejan los bosques de igual manera, en este acercamiento los pueblos prehispánicos como Huamantla conservan sus bosques porque tienen una tradición en el manejo del recurso, en cambio los ejidos y aglomeraciones de reciente creación eran más letales que las plagas de muérdago que habían disminuido el bosque a menos de 300 km2 en 1932.

El último caso analizado es el del Tepozteco, donde la autora observa una conexión entre naturaleza y cultura. Si bien aquí también existen disputas por el aprovechamiento de los recursos protagonizadas por los llamados bolcheviques y los centrales, en el fondo Wakild privilegia el nacionalismo que se construye a partir de la unión entre suelo, ambiente e historia. Tepoztlán es un observatorio donde su iglesia, su templo azteca, su bosque y su historia se convierten en un escenario de batalla para imponer o cuestionar la modernidad. El parque nacional no empieza ni resuelve las disputas por los recursos, pero federaliza el conflicto y difunde la confrontación local donde Wakild observa casos interesantes de justicia ambiental como en los intentos de creación de un campo de golf.

La rápida difusión de los parques nacionales encuentra tres obstáculos formidables con la salida de Miguel ángel de Quevedo del departamento de Bosques en 1940, el término del mandato cardenista y luego con una política de industrialización urbana que comienza con el segundo Plan Sexenal de 1940–1946. Con el llamado milagro económico entre 1946 y 1972, el medioambiente fue poco respetado, y el Valle de México se transformó. Los parques nacionales no interesan a los nuevos gobiernos desarrollistas: entre 1940 y 1976 apenas y se crean nueve. La experiencia mexicana había mostrado que se podían crear parques que reconocían los usos y los propietarios antiguos, que eran lugares frágiles formados con poco presupuesto y con intereses sociales, no sólo ambientales. Los nuevos proyectos ambientales aparecen más preocupados por crear reservas de la biosfera, áreas de protección de flora y fauna, y lugares exóticos y raros muy distintos a los magníficos, históricos y cercanos parques nacionales cardenistas.

Este cambio coincide con las nuevas actitudes internacionales sobre los modelos de parques nacionales. A partir de las décadas de 1960 y 1970 se prefieren los espacios tropicales, sin presencia humana importante, donde la sociedad se hace presente a través del turismo que la lleva hacia la soledad y la recreación en espacios mayores a 2 023 ha. El modelo mexicano era otro, más que un laboratorio de conservación de la naturaleza intocada, lo que conservaba eran tradiciones rurales, paisajes nacionales y acuerdos políticos. Bajo el nuevo modelo los parques parecían convertirse en "parques de papel", lugares designados en mapas que poco tienen que ver con el nuevo modelo. Sin embargo, Wakild nos recuerda que los parques nunca son sólo naturales sino siempre construcciones culturales y, al construirlas, las sociedades modelan las condiciones de las áreas naturales. Los parques mexicanos fueron excepcionales construcciones culturales en al menos tres formas: fortalecieron las estructuras de la propiedad comunal; integraron a la naturaleza en el patrimonio nacional y extendieron sus beneficios a las clases populares.

Se pueden hacer varias críticas al trabajo de Wakild como el sólo resaltar las disputas agrarias en La Malintzin, cuando existen casi en todos los parques que estudia, o privilegiar lo social en la formación de parques cuando lo ambiental aparece en casi todos los decretos (se forma el parque para proteger la cuenca hidrográfica, los bosques y sistemas hídricos), o quedarse en la demostración narrativa cuando estudia problemas como el de la productividad (se antoja un estudio cuantitativo). Sin embargo, esto nos parece menor cuando la autora nos muestra que más allá de los modelos autoritarios y excluyentes, los parques mexicanos son un ejemplo pionero de que un modelo integrativo existió, que puede ser recuperado y que en esto sí, los mexicanos tuvimos hacia 1940 un campeonato.

 

Alejandro Tortolero Villaseñor

Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa.