Avatares y desafíos del Instituto Juárez de Tabasco

Vicissitudes and Challenges of the Instituto Juárez de Tabasco

 

Judith Pérez Castro

Información sobre la autora:

Doctora en Ciencia Social con especialidad en Sociología, miembro del Sistema Nacional de Investigadores nivel 2, profesora con reconocimiento de perfil deseable del Programa de Mejoramiento al Profesorado (Promep). Profesor-investigador de tiempo completo, Universidad Juárez Autónoma de Tabasco. Publicaciones recientes: “Quince años de políticas para el fortalecimiento académico” en S. Aquino, D. Magaña y P. Sánchez, Cuerpos académicos en educación superior: retos para el desarrollo institucional, Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, México, 2013pp. 27-52; “Ética de investigación y ética del compromiso y la responsabilidad social. Dimensiones para la formación de investigadores”, en A. Hirsch y R. López (coords.), Ética profesional en la docencia y la investigación, uas/ uabc/uat/umsnh/upaep/Ediciones del Lirio, México, 2012, pp. 321-345; “Ética profesional y formación de profesores universitarios”, Perfiles Educativos, suplemento Ética Profesional en la Educación Superior, vol. xxxv, núm. 142, 2013, pp. 33-42.

Resumen

El propósito de este trabajo es hacer un análisis de las circunstancias que rodearon la fundación y el desarrollo del Instituto Juárez de Tabasco. El artículo intenta mostrar la compleja situación que enfrentó este establecimiento educativo desde su creación en 1879 hasta las primeras décadas del siglo xx y el impacto que esto tuvo tanto en su oferta educativa como en su planta académica. Las principales variables que contextualizaron el desarrollo institucional fueron la difícil situación financiera, el cierre y apertura de sus carreras, la insuficiencia de matrícula, la débil organización de su cuerpo de profesores y la inestabilidad política estatal. A pesar de esto, el Instituto Juárez logra mantenerse y consolidarse como la principal opción educativa a nivel preparatoria y profesional en la entidad, hecho que aunado a un nuevo proceso de reforma hacen posible su ascenso como universidad hacia finales de los años cincuenta.

Palabras clave: Institutos científicos y literarios; educación superior; historia de la educación; desarrollo regional.

About the author

Ph. D. in Social Science with a specialty in Sociology, Level 2 member of the National System of Researchers, Professor with the recognition of a desirable profile in the Teaching Improvement Program, Full-time Research Professor, Universidad Juárez Autónoma de Tabasco. Recent publications include “Quince años de políticas para el fortalecimiento académico”, in S. Aquino, D. Magaña and P. Sánchez, Cuerpos académicos en educación superior: retos para el desarrollo institucional, Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, Mexico, 2013, pp. 27-52; “Ética de investigación y ética del compromiso y la responsabilidad social. Dimensiones para la formación de investigadores”, in A. Hirsch and R. López (coords.), Ética profesional en la docencia y la investigación, uas/ uabc/uat/umsnh/upaep/Ediciones del Lirio, Mexico, 2012, pp. 321-345; “Ética profesional y formación de profesores universitarios”, Perfiles Educativos, Supplement Ética Profesional en la Educación Superior, volume xxxv, no. 142, 2013, pp. 33-42.

Abstract

This paper analyzes the circumstances surrounding the founding and development of the Instituto Juárez de Tabasco. It seeks to show the complex situation in which the educational establishment was involved from its inception in 1879 to the early decades of the 20th century, and the impact this had on its educational provision and academic staff. The main variables framing its institutional development were the difficult financial situation, the closing and opening of its teaching departments, insufficient enrolment, the weak organization of its body of professors and unstable state politics. Despite these obstacles, the Instituto Juárez managed to remain open and establish itself as the state’s main educational option at high school and professional level, which, together with a new process of reform, enabled it to rise as a university in the late 1950s.

Key words: Scientific and literary institutes; higher education; History of education; regional development.

 

 

Fecha de recepción: abril de 2013 Fecha de aceptación: noviembre de 2013

Final submission: April 2013  Acceptance: November 2013

 

 

Los institutos científicos y literarios constituyen una pieza fundamental para entender la formación del sistema de educación superior mexicano, pues se los considera el vínculo entre la universidad escolástica colonial y la universidad moderna (Sánchez y Valdés, 2003, p. 116). Hasta principios del siglo xix, la educación del país se organizó en tres niveles: la primera enseñanza, que abarcaba a las escuelas de primeras letras y en donde se impartían conocimientos básicos de lectura, escritura, operaciones aritméticas y religión; la segunda enseñanza, dividida en colegios menores, que ofrecían una formación general y preparaban a los jóvenes para ingresar a cátedras más especializadas, y colegios mayores, en donde se perfeccionaban los conocimientos y habilidades analíticas de los estudiantes; y la tercera enseñanza, que comprendía las universidades y las cátedras superiores (Arredondo, 2001, pp. 45-46).

Hacia principios del siglo xix, con el establecimiento de la primera república federal y después de la disolución del imperio de Iturbide, la organización de los servicios educativos queda en manos de las diferentes entidades. La Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de 1824, en su artículo 50, le adjudica al Congreso general la facultad de fomentar la ilustración en todo el territorio nacional, fundando diferentes tipos de instituciones para la enseñanza de las ciencias naturales y exactas, políticas y morales, nobles artes y lenguas, otorgándole además a las legislaturas locales la libertad para administrar la educación pública. Asimismo, en el artículo 161 se señala que cada uno de los estados tiene la facultad de organizar su propio gobierno y administración interior, siempre y cuando sus disposiciones no contravengan las establecidas en la Constitución Federal.

De esta manera, gracias al impulso de algunos proyectos educativos pre y posindependentistas, a la labor académica y política de varios grupos de ilustrados mexicanos y al marco legal que ofrecía la Constitución, comenzaron a florecer institutos científicos y literarios en diversas partes de la república. En 1826 se inaugura el Instituto Nacional de Ciencias Literatura, y Artes, el cual, aunque sólo funcionó un par años, sentó las bases sobre las que se construirían los demás establecimientos y sociedades culturales a lo largo del siglo xix (Mora, 2010, p. 128).

Otros institutos que empezaron a operar por esa época fueron los de Jalisco en 1826, Oaxaca en 1827, Chihuahua que abre algunas cátedras en 1827 pero que se establece formalmente en 1835, y el del Estado de México, en 1828. En la década siguiente se fundaron el Instituto Hidalguiano de Tamaulipas en 1830 y la Casa de Estudios de Jerez en 1832, que cinco años después se convertiría en el Instituto Literario de Zacatecas. Luego, a mediados de siglo, se instauraron el Primitivo y Nacional Colegio de San Nicolás de Michoacán en 1847 y el Colegio Civil del Estado de Nuevo León en 1859. Posteriormente, hacia las décadas de los sesenta y setenta, surgieron otras instituciones de este tipo en Yucatán (1867), Coahuila (1867), Querétaro (1869), Hidalgo (1869), Veracruz (1870), Aguascalientes (1871), Sonora (1872) y Sinaloa (1872).

Estas instituciones se encargaron de impartir la enseñanza secundaria, preparatoria y profesional.

En los estados en donde ya existían colegios religiosos o privados, los institutos funcionaron de manera paralela, llegando en ciertos casos a desplazarlos, pero, en otros casos sirvieron para abrir la oferta de segunda y tercera enseñanza. Algunos contaban con escuelas normales que eran integradas a su propia estructura o bien operaban como escuelas anexas o independientes. Otros rasgos que los distinguieron fueron sus formas de organización y financiamiento en las que llegaban a participar tanto los gobiernos locales como el federal (Ríos, 1998, p. 194).

En este contexto, a finales de los años setenta del siglo xix se crea el Instituto Juárez de Tabasco. Sus antecedentes más inmediatos fueron la Academia de Letras y Artes, el Liceo Tabasqueño y el Instituto Ocampo. La fundación de este Instituto significó la culminación de los esfuerzos por implantar la enseñanza superior en la entidad que se extendieron por poco más de cinco décadas, desde 1824 con el gobernador Agustín Ruiz de la Peña hasta 1879 con Simón Sarlat Nova.

En este artículo abordamos las circunstancias y problemáticas que contextualizaron la fundación del Instituto Juárez, actualmente, Universidad Juárez Autónoma de Tabasco (ujat). Sus inicios estuvieron marcados por las difíciles condiciones en las que se mantuvo la entidad durante varios siglos debido a su situación geográfica, su inestabilidad política y su posición frente a otros estados de mayor importancia económica y comercial. En un primer momento, analizamos su desarrollo en términos de la oferta educativa y en el marco de los cambios políticos y sociales que se dieron en el estado. En un segundo apartado, discutimos el proceso que esta institución y sus profesores siguieron para conformarse en términos de una comunidad, es decir, las pautas que se elaboraron para regular el trabajo de los catedráticos, definir sus responsabilidades y dar sentido a su quehacer profesional. Finalmente, presentamos algunas consideraciones generales.

 

La oferta educativa en las primeras décadas del instituto

La iniciativa de construir un establecimiento de enseñanza superior en Tabasco inicia propiamente en 1860, año en el que el entonces gobernador Victorio V. Dueñas solicita al presidente Juárez y al Congreso local se separe una cantidad del presupuesto para crear un fondo con el que se prevean las necesidades educativas del estado, especialmente las de nivel superior, ya que hasta esa fecha sólo se contaba con instituciones de enseñanza elemental y secundaria.[1]

El proyecto, sin embargo, tiene que esperar, pues entre 1863 y 1867, la entidad atraviesa por un periodo de gran inestabilidad política como resultado de la intervención francesa. Mucho después de la petición inicial, en 1878, el nuevo gobernador Simón Sarlat Nova retoma el tema del fondo educativo y le pide al presidente Porfirio Díaz la entrega del dinero separado para crear la institución. Así, el 1 de enero de 1879 finalmente se inician los trabajos del Instituto Juárez.

Sus comienzos se dan en el marco de una coyuntura política muy compleja. En 1875 había terminado el quinto periodo de gobierno de Victorio V. Dueñas en medio de las constantes pugnas entre los diferentes grupos políticos del estado. Al año siguiente, Santiago Cruces asumía como gobernador constitucional, pero, unos meses después, era derrocado para ser sustituido por una serie de gobernadores interinos, algunos impuestos por los movimientos armados y otros designados desde la presidencia de la república. Finalmente, en 1877, después de convocarse a elecciones, Simón Sarlat Nova ocupa la gubernatura del estado quien, dicho sea de paso, ya había sido gobernador interino durante el mandato de Dueñas (López, 1980). La breve estabilidad que se logra en ese momento, la reciente promulgación de la Ley Orgánica de Instrucción Pública del Estado de 1876 y, ahora, la entrega del dinero por parte del gobierno federal, fueron las principales variables que se conjugaron para lograr la apertura del Instituto.

Su objetivo primordial fue atender las necesidades educativas a nivel secundaria, preparatoria y profesional que tenía la población tabasqueña. Igualmente, a semejanza de las instituciones que lo precedieron en otras partes del país, el Instituto Juárez se orientó al cultivo y desarrollo de la ciencia y la literatura, a la preservación de libros y materiales sobre los adelantos de la época y a servir como un espacio para la formación de las elites sociales y la burocracia gubernamental.

La oferta educativa quedó organizada en secundaria o preparatoria y profesional. Los estudios preparatorios comprendían 16 cursos: i. Perfeccionamiento en la gramática de la lengua española; ii. Latín; iii. Idioma inglés; iv. Idioma francés; v. Raíces griegas; vi. Geografía e historia nacional; vii. Geografía universal; viii. 1º y 2º cursos de matemáticas; ix. Dibujo; x. Cosmografía; xi. Lógica e ideológica; xii. Ontología y psicología; xiii. Estética y moral científica; xiv. Física y Química; xv. Botánica y zoología, y xvi. Astronomía elemental (Plan de estudios, 1995).

La mayoría de las materias se abocaron al estudio de las disciplinas científicas. Este era un momento en el que el positivismo se encontraba en pleno auge, filosofía que había sido introducida en el país por Gabino Barreda a su regreso de Francia en 1851. Sus ideas penetraron paulatinamente en el discurso político y educativo a partir del triunfo de los republicanos, pero, su influencia se extendió hasta finales del porfiriato (Zea, 1968). La Escuela Nacional Preparatoria, que sirvió de modelo para los demás establecimientos que operaban en la república, se sustentaba en los principios positivistas, esto es, en la importancia de estudiar los hechos y de encontrar una explicación científica para ellos, dejando a un lado las elucidaciones metafísicas y religiosas.

Esta fue la orientación que privó en los estudios preparatorios del Instituto Juárez, de ahí el peso depositado en los cursos de matemáticas, lógica, física y química, botánica y zoología y astronomía. No obstante, paralelamente, se incluyeron materias de tipo humanístico, porque, tal como planteaba el ideal de la Nacional Preparatoria, la educación tenía ante todo el deber de formar hombres cabales.

Inicialmente, el plan de estudios era de cinco años, que abarcaban la secundaria y la preparatoria. Su objetivo era proveer a los estudiantes los conocimientos científicos y habilidades analíticas que les servirían de base para su posterior ingreso al nivel profesional. Es decir, se intentó educar tanto el intelecto, como el espíritu, esto último principalmente a través de la socialización de buenos hábitos de comportamiento.

Sin embargo, esta meta estaba muy lejos de cumplirse, porque las circunstancias en las que operaban los niveles educativos previos eran bastante precarias. De hecho, no fue sino hasta 1875 cuando en Tabasco se declara obligatoria la educación elemental, es decir, ocho años después de haberse hecho en el ámbito federal y cuatro antes de que se abriera el Instituto Juárez. Para 1878 se estimaba que todos los municipios del estado contaban con algún tipo de escuela elemental y que en San Juan Bautista, hoy Villahermosa, existían alrededor de catorce instituciones. Diez años después, se calculaba la existencia de 72 escuelas en toda la entidad, 45 recibían financiamiento municipal, 27 eran particulares y una era federal (Gracida y Romero, 1994, p. 364). Pero este crecimiento cuantitativo no estaba acompañado de un riguroso control por parte del gobierno estatal. La mayoría de las instituciones carecía de programas formalmente elaborados así como de estrategias pedagógicas acordes con las necesidades de los estudiantes, además, entre ellas había una gran disparidad en cuanto a los contenidos, los libros de texto utilizados y los procedimientos para acreditar los estudios. Finalmente, al igual que ocurría en otras entidades de la república, a pesar de ser pública y obligatoria, la educación elemental en el estado era bastante elitista dada la pobreza en la que vivía gran parte de la población.

Esto afectaba directamente la demanda del Instituto, toda vez que los estudiantes cursaban los cuatro años de la primaria elemental y los dos de la primaria superior y con esto formalmente ya podían solicitar su ingreso a los estudios preparatorios. Los perfiles y el nivel formativo de quienes lograban ingresar eran bastante disímiles, por lo que el Instituto tuvo que dedicar sus primeras dos décadas al fortalecimiento de sus programas y al mantenimiento de los estándares académicos. Como sostiene Arredondo, el proceso de consolidación y diferenciación entre los estudios secundarios como una etapa previa a la universidad y los estudios secundarios entendidos como un nivel posprimario, fue muy complejo, desigual y contradictorio en las diferentes partes del país; no siempre estuvo bajo el control del estado, ni tampoco fue accesible para todos los ciudadanos (Arredondo, 2007, p. 58).

De alguna manera, esto se vio reflejado en los constantes ajustes que se tuvieron que hacer a la preparatoria. Entre 1878 y 1899, el Instituto Juárez diseñó e implementó seis planes de estudio diferentes. Las materias eran básicamente las mismas que se habían definido en el Reglamento Interior, aunque también se agregaron otras, como historia natural e historia universal en el plan inicial de 1878; aritmética y álgebra, geometría plana y del espacio, historia universal y literatura en el plan de 1881; historia de México, historia universal, aritmética razonada y álgebra, y trigonometría rectilínea en el Plan de 1888; y álgebra, geometría, historia universal y pedagogía en el Plan de 1892.

Los contenidos y organización de los estudios preparatorios en el Instituto Juárez estaban en consonancia con el enfoque positivista de la educación y, por lo mismo, se dieron de manera muy similar a lo ocurrido en otros institutos científicos y literarios de la época. Los cursos de matemáticas, física, química, geografía, historia, gramática castellana, dibujo e idiomas extranjeros fueron comunes en los planes de estudio del Liceo de Jalisco, el Instituto Literario de Yucatán, el Colegio Civil de Nuevo León, el Instituto Literario de Zacatecas, el Ateneo Fuente de Coahuila, el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca y el Instituto Literario del Estado de México, entre otros (Cárdenas, 1999; Castrejón y Pérez, 1976; Espinosa, 1996; Martínez, 1994; Terán, 2007). La intención era que en los primeros años los estudiantes recibieran una formación general para después irlos especializando en los conocimientos que se requerían en el nivel profesional, como ya decíamos, con materias científicas y humanísticas que prepararan intelectual y culturalmente a las elites sociales y políticas del país (Lempérière, 1994, p. 58).

Para finalizar el siglo, se introduce una novedad. Hasta ese entonces, las materias de la preparatoria eran las mismas para todos los matriculados, no obstante, en los planes de estudio de 1895 y 1899, los cursos empiezan a diseñarse con base en las diferentes carreras profesionales que se ofrecían en el Instituto.

Justamente, sobre estas últimas, el Reglamento Interior de 1878 señalaba que la institución ofrecía estudios profesionales en: pedagogía, agrimensura, notariado, comercio, agricultura y veterinaria. Los tres primeros tenían una duración de dos años y los últimos de tres años (Plan de estudios, 1995). Con esta oferta educativa se buscó atender las necesidades del estado, no obstante, las carreras de Agricultura y Veterinaria, tan importantes para una entidad con una vocación productiva agropecuaria, no lograron abrirse sino hasta algunos años después. Por su parte, las carreras de Notariado, Comercio y Pedagogía pretendían formar a los funcionarios públicos y a los profesores que contribuirían al desarrollo institucional del estado.

Al igual que ocurría con la preparatoria, estas carreras respondían a una tendencia nacional, disciplinas como el Comercio y la Pedagogía se impartían en otros colegios e institutos, junto con las de Jurisprudencia y Farmacia que se incorporaron a los planes de estudio del Instituto Juárez de 1881 y 1888, respectivamente.

Durante varios años la matrícula fue muy inestable. En la primera generación de 1879 no hubo demanda para los estudios profesionales, sólo para los preparatorios, a los que se inscribieron 45 personas. La carrera de profesor era la más solicitada, las otras carreras se mantenían precariamente. En 1887, la población total era de 44 alumnos, en 1888 llegó a los 47, para, finalmente, alcanzar los 61 estudiantes en 1889 (Muñoz, 1992, p. 38).

La realidad educativa del estado en los años noventa del siglo xix era lamentable. Muchas instituciones estaban abandonadas y a duras penas se habían logrado mantener las escuelas de las cabeceras de los partidos o municipios. Además, había un escaso control de los métodos y contenidos de la enseñanza. Ante este panorama, el gobernador Abraham Bandala promulga la Ley Orgánica de Instrucción Primaria del Estado de Tabasco en 1892, misma que sería reformada en dos ocasiones más, en 1895 y en 1898. Con esto, se busca consolidar la condición laica, gratuita y obligatoria de la educación primaria, centralizar su administración relevando a los ayuntamientos municipales de su inspección y financiamiento, homogeneizar los métodos de pedagógicos y crear más escuelas rurales como una estrategia para ampliar los servicios (Gracida y Romero, 1994, pp. 372-376).

Pero estas disposiciones resultaron insuficientes para mejorar el incipiente sistema educativo tabasqueño, en particular, porque la situación política era un tanto desfavorable. Durante quince años, Abraham Bandala había sido el único gobernador constitucional de Tabasco porque contaba con el respaldo del régimen porfirista, no obstante, en diferentes ocasiones, alternó su mandato con cuatro gobernadores interinos: Felipe J. Serra, Manuel Martínez, Gonzalo Acuña y Nicandro Melo. Sus constantes idas y venidas abonaban muy poco a la estabilidad del estado y, por si esto no bastara, a principios del siglo xx comenzaron a organizarse los primeros grupos antirreleccionistas.

Las contradicciones del porfiriato se hacían cada vez más evidentes e incrementaban el descontento de los ciudadanos. Por un lado, se había logrado la pacificación del país y el mantenimiento del orden. En el ámbito económico, se fomentaba la inversión extranjera, el desarrollo de la pequeña propiedad a través del deslinde de tierras y la exportación de materia prima, especialmente, de la plata y de los productos agrícolas y pecuarios. Asimismo, se registraron importantes avances en materia de infraestructura, a partir de la ampliación de las redes telegráfica y ferroviaria y el mejoramiento de los puertos (Tenorio y Gómez, 2006). Pero, todo esto tuvo un costo muy alto. Había una enorme desigualdad entre la clase alta urbana y la clase baja usualmente ubicada en las zonas rurales del país, principalmente, en el sur en donde había una gran proporción de población indígena. También en las ciudades se podían encontrar barrios de gente pobre que trabajaba como albañiles, choferes, curtidores, cargadores o servidumbre y que vivía en muy malas condiciones. Las relaciones laborales eran de explotación, los obreros carecían de derechos y los peones de las haciendas laboraban en una situación casi de esclavitud (González, 2000, pp. 681-686). Los servicios de salud eran prácticamente inaccesibles para las personas de escasos recursos y los educativos, aunque se habían extendido y se disponía de escuelas en todos los estados, la mayoría se concentraba en las ciudades. Finalmente, había una fuerte represión de cualquier tipo de disidencia, que se justificaba en aras de la estabilidad del país.

En este contexto estalla la revolución en 1910 a partir de la promulgación del Plan de San Luis, conflicto que lleva al derrocamiento de Porfirio Díaz y que se agudiza con el golpe de Estado de Victoriano Huerta en contra de Francisco I. Madero, quien había ganado la presidencia de la república en 1911. En Tabasco ya se habían gestado algunos levantamientos en contra del régimen porfirista que habían sido controlados por el gobernador Bandala, el primero en 1902 con el Club Antirreleccionista “Melchor Ocampo” y posteriormente en 1909 con el Partido Gutierrista. Pero, en 1910, el estado se incorpora de lleno al movimiento armado nacional (Martínez, 2006, pp. 140-141).

Como era de esperarse, todo esto afectó severamente al Instituto que por mucho tiempo operó a marchas forzadas. En ciertos años como 1891, 1892, 1893 y 1895, la matrícula estuvo entre las 100 y las 120 personas, mientras que en los restantes esta descendió drásticamente. Por ejemplo, en 1897 se contaba únicamente con 62 personas registradas (Ortiz y Valencia, 1995, p. 175).

Al iniciar el siglo xx, se estimaba que había 110 estudiantes inscritos en el nivel profesional a los que se agregaron 76 de nuevo ingreso. Este repunte de la matrícula sirvió para promover cambios en la oferta institucional. Así, en 1902 se expide el nuevo plan de estudios profesionales, abriéndose nuevamente toda la oferta profesional con las carreras de: Jurisprudencia, Notariado, Contaduría, Farmacia, Topografía e Hidrografía y Profesor de Instrucción Primaria Superior (Castrejón y Pérez, 1976, p. 236). Las de Ingeniero Agrónomo y Veterinaria, una vez más, se quedarían en proyecto. Posteriormente, se diseñaron dos planes de estudio más, uno en 1907 y otro en 1909.

Los estudios preparatorios sufrieron el mismo número de reestructuraciones, sólo que el plan de 1902 estaba diseñado para cursarlo en seis años, mientras que los de 1907 y 1909 se redujeron a cinco. Para este nivel, no hubo mucha variación en las materias. Algunas que se agregaron en 1902 fueron: dibujo a mano libre, lengua nacional, trigonometría rectilínea y esférica, geometría analítica, cálculo infinitesimal, física de elementos, mecánica eléctrica, mineralogía, geología, meteorología, climatología, anatomía, fisiología, geografía americana, sociología, literatura española, literatura patria y dibujo topográfico. En los planes de 1907 y 1909, además de la mayoría de los cursos de 1902, se adicionaron los de Ejercicios físicos y militares y gimnasia. Se quitaron los de dibujo a mano libre, quedando únicamente como dibujo, geología, meteorología y climatología. Asimismo, se eliminó todo el bloque de materias del quinto año en el que se encontraban: psicología, lógica, sociología, ética, inglés iv, literatura española, literatura patria, dibujo lineal ii y dibujo topográfico (Ortiz y Valencia, 1995, pp. 275-276).

Pero el desarrollo alcanzado por el Instituto Juárez se vería truncado una vez más. En 1911, ante la caída del presidente Díaz, Abraham Bandala se ve obligado a pedir licencia, asumiendo la gubernatura Policarpo Valenzuela. Este sólo logra mantenerse unos cuantos meses al frente del ejecutivo estatal, ante el rechazo de los grupos revolucionarios de la entidad, y deja en su lugar a Manuel Mestre Ghigliazza, quien convoca a elecciones y es elegido gobernador constitucional del Tabasco en ese mismo año.

El nuevo gobernador tenía sus propios planes para el Instituto y en 1912 emite un decreto con el que desaparecen casi todas las carreras que funcionaban hasta ese entonces, con excepción de las de Contaduría y Profesor de Instrucción Primaria Superior. La intención de Mestre era fortalecer los estudios preparatorios, que por supuesto continuaron abiertos y que hasta ese momento continuaban abarcando tanto a la secundaria como a la preparatoria. Las protestas por parte de la comunidad estudiantil, académica y de los ciudadanos en general no se hicieron esperar y hubo una gran presión para revocar la medida.

Los tiempos políticos tampoco fueron favorables para el gobernador, quien toma la decisión de reconocer al gobierno golpista de Victoriano Huerta, destruyendo así la frágil tranquilidad política de la entidad y viéndose obligado a dejar la gubernatura en 1913. Hasta esa fecha, el Instituto Juárez contaba con aproximadamente un centenar de alumnos, además, tal como se había previsto en el decreto, los estudiantes que ya estaban inscritos antes de suprimirse las carreras, tuvieron la oportunidad de concluirlas y presentar los exámenes correspondientes.

El estado, como muchas otras partes del país, continúa convulsionado durante los siguientes años y sólo comienza a alcanzar cierta calma con el triunfo de los Constitucionalistas y la llegada a la presidencia de Venustiano Carranza. En Tabasco, la reorganización política e institucional tardó algún tiempo más, debido a las constantes pugnas entre las diferentes facciones revolucionarias locales. En 1917, Luis Felipe Domínguez asume la gubernatura por órdenes directas del presidente Carranza, pero se ve forzado a abandonar el estado ante el levantamiento del grupo de revolucionarios de la Chontalpa. Finalmente, después de un par de años de lucha y de varios gobernantes interinos, Carlos Green se convierte en gobernador constitucional el 1 de marzo de 1919 (Martínez, 2006, pp. 155-157).

Green toma la iniciativa de implementar cambios en el Instituto con el fin de ampliar su capacidad de atención hacia otros sectores de la población tabasqueña. Para empezar, los estudios preparatorios se separan definitivamente de los profesionales y se reestructuran sus planes de estudio. Se establece un tronco de materias comunes y paralelamente se definen áreas de especialidad con base en las diferentes carreras (Muñoz, 1992, p. 40). Posteriormente, se emprende una nueva reforma a los estudios preparatorios, definiéndose tres niveles formativos. En el primero, que abarcaba tres años, se impartían las asignaturas de matemáticas, idiomas y educación física. El segundo formaba a los alumnos en áreas como la historia, la química, la geología, los idiomas y la economía, y era de un año. Por último, el tercer nivel, también de un año, ofrecía materias propedéuticas para las carreras. En el nivel profesional se reabrieron las inscripciones para Jurisprudencia, Notariado, Farmacia, Contaduría, Topografía e Hidrografía y Profesor de Instrucción Primaria Superior.

Pero, antes de que se pudieran concretar estas reformas, el trabajo institucional se vio truncado por el anuncio de cierre de inscripciones. En el ámbito nacional, se estaba gestando un nuevo movimiento armado liderado por Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, que finalmente deriva en el asesinato de Venustiano Carranza. El gobernador Green toma la decisión de respaldar a Obregón y a Calles, desconociendo la presidencia de Carranza, pero, unos meses después se ve obligado a renunciar y Tomás Garrido Canabal se convierte en gobernador interino entre 1919 y 1920.

En 1923, Garrido es nombrado gobernador constitucional. Su política fue a la vez modernizadora y radical. En materia educativa, sus acciones estuvieron dirigidas casi exclusivamente hacia la educación básica y normal, pues consideraba que sólo a través de ellas se podrían transmitir los valores que llevarían a la emancipación de las clases proletarias.

Tomás Garrido era leal al régimen obregonista, sin embargo, se resistió sistemáticamente a la política centralista implementada desde la recién creada Secretaría de Educación Pública. Por ello, decide que el estado tome el control de la educación y le brinde esa visión regionalista que, desde su perspectiva, estaba ausente en el proyecto vasconcelista. El sustento de este proyecto fue la escuela racionalista de Francisco Ferrer Guardia, en la que se pretendía erradicar el fanatismo ofreciendo una explicación científica del universo y del hombre. La educación se consideraba el medio fundamental para el mejoramiento de la clase trabajadora y, según Garrido, sólo la escuela racionalista educaba. Con esta idea en mente, se organizaron jornadas de alfabetización y desfanatización religiosa, se implementó la enseñanza coeducativa, se impulsaron las escuelas rurales, se crearon granjas escolares y se introdujo la educación sexual (Canudas, 1989; Filigrana, 2009, pp. 77-80).

Paradójicamente, este periodo de grandes avances educativos para Tabasco fue quizá el más difícil para el Instituto Juárez. La preparatoria y el nivel profesional no constituían una prioridad para el gobierno estatal, lo cual, aunado a la difícil situación financiera del Instituto provoca la desintegración de la comunidad académica, mientras que los estudiantes son incorporados al Bloque de Jóvenes Revolucionarios, que era un movimiento clave para la difusión de las ideas y también de la violencia garridistas.

Entre 1924 y 1928 el Instituto se privatiza, no obstante, durante el periodo de gobierno de Ausencio Cruz se da la coyuntura para que nuevamente quede en manos del gobierno estatal. Así, se reestructuran los planes de estudio haciendo ahora la distinción entre secundaria y preparatoria. A partir de este momento se estipuló que la secundaria era la etapa que cerraba el proceso de formación elemental a la que todo ciudadano debe llegar, en contraste, la preparatoria constituía el nivel educativo en el que se brindarían las bases para todos aquellos que quisieran continuar con los estudios superiores (Ortiz y Valencia, 1995, pp. 349-350). Pero, al entrar los años treinta, la institución estaba casi en ruinas. La secundaria era lo único que continuaba funcionando, mientras que la preparatoria y los estudios profesionales habían desaparecido.

Tabasco continuaba siendo un estado políticamente activo pero bastante desorganizado. El mandato de Ausencio Cruz, en el que Tomás Garrido intervenía velada o abiertamente, osciló entre las constantes ausencias del gobernador y una serie de gobernadores interinos. Esto mermaba aún más las condiciones para una verdadera consolidación institucional. En este escenario, Garrido es elegido nuevamente gobernador constitucional para el periodo de 1930 a 1934.

Justamente en el último año del tercer periodo garridista, el Instituto Juárez abre de nuevo las inscripciones para los bachilleratos de Química y Farmacia. Dos años después, en 1936, el gobernador Víctor Fernández Manero emprende un nuevo proceso de reorganización que permite concretar el plan de estudios de secundaria y terminar su separación de la preparatoria (Águila, 1947, p. 249).

Con esta base, los años cuarenta inician con la apertura de los bachilleratos en ciencias sociales y biología, que sustituyeron a los de Química y Farmacia. En 1943, el gobernador Noé de la Flor Casanova aprueba una serie de reformas que permitieron consolidar los planes de estudio del bachillerato, restituir la Escuela Normal, ampliar las aulas y laboratorios y abrir la biblioteca universitaria José Martí. Para esa fecha, la matrícula era de 200 estudiantes y para el año siguiente se inscribieron 27 alumnos más (Antonio, 2009, p. 131; Águila, 1947, pp. 249-250).

Pero, una vez más, el estado se encuentra en una situación crítica. Tomás Garrido deja una sociedad altamente polarizada y un enorme vacío de poder que difícilmente pudieron llenar los gobernadores que lo sucedieron. A esto, agregó la crisis económica generada por la caída de la producción bananera, la reconversión de los cultivos y los conflictos entre las antiguas ligas de trabajadores que ahora trataban de reorganizarse en sindicatos que era la estructura que promovía el cardenismo. Así, aunque se logra registrar una ligera mejoría económica hacia mediados de los cuarenta, esta resulta insuficiente para afianzar la estabilidad social (Balcázar, 1994, pp. 658-664).

De esta manera, cuando Francisco J. Santamaría llega a la gubernatura en 1947, el panorama en el Instituto Juárez era desolador. En esta coyuntura, Belisario Colorado Jr. es nombrado director, este, con el apoyo de la comunidad institucional y de las autoridades estatales, se da a la tarea de concretar una nueva reforma institucional, en el marco de la política de modernización impulsada por el presidente Miguel Alemán.

Esto permite que para el año siguiente se fortalezcan las áreas terminales de la preparatoria, se funden cuatro escuelas secundarias y se reabra la carrera de Jurisprudencia después de casi 30 años de no tener matrícula. Asimismo, se diseña un programa de becas para la Escuela Normal, se incluye por primera vez a la difusión y a la extensión cultural como parte de la normatividad y de las funciones de los estudiantes y catedráticos y, finalmente, la institución se incorpora a la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Enseñanza Superior (Álvarez, 1976, p. 51).

Esta sería la última etapa como Instituto Juárez. Hasta ese momento, se encontraban funcionando las escuelas superiores de Comercio, Jurisprudencia, Medicina veterinaria y Enfermería, junto con la Escuela Normal, la preparatoria y la secundaria diurna y nocturna. En 1954 se expide la Ley Orgánica en la que se establece que el Instituto tiene como fin:

Desarrollar la investigación científica en especial interesándose en los problemas específicos de la naturaleza y la vida social de la república y, principalmente en el estado de Tabasco, con el propósito de conocer y aprovechar los recursos propios en beneficio social y nacional (Rabelo, 1993, p. 251).

El nuevo marco normativo, el incremento de la matrícula y la estabilidad que finalmente se había logrado en el ambiente académico-estudiantil llevarían al planteamiento de otorgarle a la institución el rango de universidad, proyecto que se concreta el 20 de noviembre de 1958.

 

Las disposiciones académicas y la dinámica institucional

En este apartado, discutiremos algunas de las circunstancias que contextualizaron la labor de los catedráticos del Instituto Juárez. Como ya dijimos, esta institución abre sus puertas en 1879. El personal fundador lo integraron: el director, Manuel Sánchez Mármol, el prefecto, Serapio Carrillo, el secretario, Arcadio Zentella, el tesorero, Manuel Martínez y un grupo de cinco profesores (Álvarez, 1976, pp. 36-38).

El Instituto buscó formar a los futuros profesionales que se integrarían con su trabajo al fortalecimiento de las instituciones de la república. Este fue un objetivo que compartieron la mayoría de los establecimientos educativos de esa época. Los institutos se ocuparon de formar a los ciudadanos y a los funcionarios públicos del nuevo estado mexicano a través de la socialización de nuevos hábitos y valores. La educación ciudadana fue el punto de inflexión que distinguió a los proyectos de los gobiernos republicanos del siglo xix (Ríos, 2007, pp. 47-48). Por esta razón, las entidades se esforzaron por mantener el control administrativo y académico de los institutos. Esto último significó, además del cuidado en la oferta educativa y de la orientación de los planes de estudio, la regulación del reclutamiento y del trabajo de los catedráticos.

En el caso del Instituto Juárez, el director era responsable tanto de la parte administrativa como de la académico-laboral. Por una parte, él fungía como presidente del cuerpo de catedráticos, supervisaba el trabajo de los departamentos y cátedras, daba seguimiento al desarrollo de los temarios y exámenes y solicitaba a los profesores informes por escrito de los avances escolares y de la conducta de sus estudiantes. Por otra, también le correspondía contratar a los profesores, asignándoles su respectiva categoría: titulares, supernumerarios o interinos, sancionar al personal cuando no cumplía con sus obligaciones, por inasistencias o por faltas de comportamiento, conceder las licencias con o sin goce de sueldo y representar a la institución tanto en eventos científicos y literarios como ante a las diferentes instancias gubernamentales (Plan de estudios, 1995).

El director era parte del denominado cuerpo administrativo, en el que también participaban el prefecto, el secretario, el tesorero, el representante fiscal y el Consejo de Instrucción Pública del estado, y aunque todos los miembros compartían de alguna u otra manera la toma de decisiones institucional, lo cierto es que en la parte académica el director asumía funciones muy importantes. Este es un aspecto que varía entre los diferentes establecimientos, en algunos casos como los de Jalisco, Coahuila y Zacatecas, la junta directiva era la encargada de tomar las decisiones en materia académica en laboral, pero, en otros, al parecer esta era una prerrogativa del director (Acevedo, 2007, p. 33; Cárdenas, 1999, p. 318; Espinosa, 1996, p. 48).

Asimismo, como en la mayoría de los establecimientos educativos del siglo xix, la vida académica en el Instituto Juárez se caracterizaba por su organización piramidal y poco flexible, su unidad principal era la cátedra y los profesores eran llamados a integrarse a la institución por el prestigio y reconocimiento que tenían tanto en su trayectoria profesional como en la sociedad en general. El nombramiento de catedrático implicaba dos grandes responsabilidades: transmitir el saber acumulado de la ciencia y fomentar el buen comportamiento de los estudiantes dentro y fuera de la institución.

En el Instituto Juárez existían dos tipos de profesores: los titulares y los supernumerarios. Los primeros eran elegidos por el director y nombrados por el ejecutivo estatal. Estos, como su nombre lo indica, poseían la titularidad de las cátedras y, además de impartir clases, tenían la responsabilidad de elaborar los planes de estudio según las necesidades de la clase y de acuerdo con los avances que se generaban en la disciplina, también, se encargaban del diseño de las prácticas de laboratorio y de organizar las actividades extra académicas (Ortiz y Valencia, 1995, pp. 199-204).

Por su parte, los catedráticos supernumerarios eran aquellos que, bajo determinadas circunstancias y periodos, eran llamados para sustituir a los titulares. Este era un nombramiento de carácter honorífico con el que se distinguía a los estudiantes que tenían un alto rendimiento académico y una conducta intachable. Cuando los supernumerarios suplían a algún profesor, adquirían los beneficios y las responsabilidades del resto de la planta de profesores, pero, una vez que el titular reasumía la cátedra, se integraban a sus estudios con los deberes y derechos de sus demás compañeros (Ortiz y Valencia, 1995, pp. 204-205).

Esta fue una estrategia utilizada regularmente. El país carecía de un mercado de profesionistas fuerte y diversificado, muchos habían tenido que educarse en el extranjero y otros más se habían formado a través del pupilaje, ya que, durante mucho tiempo, no se exigió la posesión de un título universitario para ejercer profesionalmente. De esta manera, una tarea fundamental de los institutos fue proveer de los profesionistas que requería la nación, pero, también, formar sus propios cuadros de profesores. Los estudiantes más destacados y con buen comportamiento eran encaminados paulatinamente, primero, por los propios catedráticos que les asignaban ciertas responsabilidades frente a sus compañeros y, después, por la institución que podía contratarlos de forma interina para sustituir a un profesor.

En el Reglamento Interior de 1878, el desempeño y la trayectoria de los catedráticos titulares estaban estrictamente regulados. La normatividad institucional comprendía tres grandes aspectos: el seguimiento escolar, el trabajo académico y las normas y conductas personales.[2] En cuanto al primero, los profesores tenían la obligación de llevar un registro minucioso de sus estudiantes, el cual debía incluir el cumplimiento de los deberes que marcaba el reglamento, las notas obtenidas en los exámenes y las recomendaciones escolares. Los catedráticos tenían la autoridad para sancionar a los estudiantes por las faltas que cometieran tanto en su desempeño académico, como por las que se detectaran fuera de la institución (Plan de Estudios, 1995).

Con lo que respecta a las obligaciones académicas, los profesores tenían que mostrar una asistencia regular en sus labores, evaluar los programas de sus colegas y someter a juicio los suyos, informar sobre el desarrollo de sus clases y el comportamiento general del grupo, fungir como sinodal en los exámenes de conocimiento, participar en las juntas institucionales, colaborar en las academias que se realizaban semanalmente y asistir a los actos públicos del Instituto (Plan de Estudios, 1995).

En cuanto a las normas y conductas personales, se les exigía a los catedráticos mantener un comportamiento intachable dentro y fuera del Instituto, lo que incluía la disciplina, el compromiso profesional y los valores éticos. Las sanciones llegaban a ser muy duras cuando se cometía alguna falta o se exhibía un mal comportamiento, desde una llamada de atención en privado por parte del director hasta la solicitud de destitución ante el Consejo de Instrucción del Estado.

Aunque para este momento, el positivismo ya era parte del discurso educativo y se buscaba la formación crítica y analítica de los profesionales, en los institutos científicos y literarios se continuaron prácticas tradicionales como el dictado y el tomado de las lecciones, a veces ante la escasez de libros, y en otras porque los propios profesores preferían recurrir a este tipo de actividades. Además, en todas estas instituciones los catedráticos tenían un gran margen para decidir los contenidos de los programas y las estrategias pedagógicas para transmitirlos (Acevedo, 2007, p. 34; Cárdenas, 1999, pp. 313-318). El contrapeso lo ejercían las juntas directivas, el director del instituto o el propio cuerpo de catedráticos, quienes se encargaban de discutir y en su caso validar los programas.

Como señalábamos, los inicios del Instituto Juárez se dieron en el contexto del segundo y tercer periodo de Porfirio Díaz. Especialmente, en este último, comienza a expandirse la idea de que la educación era un mecanismo de socialización importante para la repartición de posiciones así como para el fortalecimiento de las instituciones públicas (Marsiske, 2011, pp. 201-203). Esta noción cobró más fuerza en el ámbito de la educación superior, especialmente hacia finales de la dictadura, pues se esperaba que de ella emergerían los líderes sociales y políticos que contribuirían al progreso de México.

Pero las aspiraciones del gobierno federal chocaban con las condiciones educativas en las que se encontraba el país. Se estimaba que en 1895, 82% de la población era analfabeta, es decir, alrededor de 8 500 000 habitantes. Al iniciar el siglo xx, las cosas no habían cambiado mucho, el número de analfabetas alcanzaba los 7 636 000, lo que significaba 78% de la población (Estadísticas históricas, 2009). De esta manera, la mayoría de los estados tendieron a favorecer la enseñanza elemental, en algunos como Sinaloa, Puebla, Guanajuato, Nuevo León y Coahuila continuaron apoyando la formación superior, en otros como Chiapas y Zacatecas se cerraron temporalmente las instituciones, y en otros más como Jalisco e Hidalgo se redujo la oferta (Bazant, 1993, pp. 218-219).

Tabasco no fue la excepción. Justamente uno de los problemas que tuvo que enfrentar el Instituto Juárez fue la escasez de la demanda estudiantil. En 1895, la población analfabeta llegaba a 82% y en 1900 era de 79%, esto a pesar de que entre 1878 y 1889 el número de escuelas de formación elemental había crecido poco más de 400% (Estadísticas históricas, 2009).

Lo anterior incidía directamente en la planta de profesores, pues la permanencia en la institución dependía en gran medida de la demanda para cada uno de los cursos. Recordemos que en el primer año de labores sólo hubo inscripciones para los estudios preparatorios y que las carreras de Agricultura y Veterinaria no lograron abrirse. Adicionalmente, aunque impartir clases en el Instituto otorgaba prestigio social, para la mayoría de los catedráticos la principal fuente de ingresos provenía de su ejercicio profesional y no de su trabajo académico. Con todo, poco a poco se pudo ir conformando un personal más o menos estable. Al terminar 1879, el grupo de fundadores logra ampliarse con la contratación de tres más, haciendo un total de ocho profesores. Entre 1880 y 1889 se sumaron otros 24, de los cuales diez se integraron en 1886. Finalmente, de 1890 a 1899, se agregaron 35 más, siendo 1898 y 1899 los años que registraron la mayor incorporación, con trece y nueve catedráticos, respectivamente.

Al iniciar el siglo xx se renueva la oferta profesional y se expide un nuevo plan de estudios, no obstante, los cambios institucionales no alcanzan a tocar el ámbito académico-laboral. Así, en este periodo, el rigor y cuidado que se había tenido con los profesores en los inicios del Instituto Juárez se diluyó. Los únicos requisitos que se necesitaban para trabajar como catedrático eran: ser propuesto por el director y recibir la ratificación del ejecutivo estatal. El trabajo se redujo esencialmente a la actividad docente y las obligaciones de los catedráticos se concentraron en: fomentar el desarrollo intelectual de los estudiantes, rendir un resumen de su desempeño escolar, exhortar a los alumnos a tener buenas prácticas, tratarlos con cortesía y participar como sinodal en los exámenes (Ortiz y Valencia, 1995, p. 307).

Paralelamente, estaban los compromisos laborales considerados desde el Reglamento Interior de 1878, como asistir con puntualidad, firmar la lista de entrada, cumplir con el horario asignado y notificar por escrito a la dirección en caso de inasistencia, elaborar los programas y seleccionar los materiales bibliográficos de los cursos. Esto último, junto con la aplicación de los exámenes, fueron de las pocas responsabilidades académicas en las que se conservó una alta rigurosidad.

Para los exámenes, ya fueran ordinarios, extraordinarios, generales o de grado, se continuó exigiendo la integración del sínodo por tres profesores, la definición de un horario para presentarlos, el procedimiento de preguntas orales y réplicas con el sustentante, y la emisión del resultado por escrito. Para los programas, se pedía elaborarlos con rigurosidad y que estuvieran fundamentados en los avances registrados en el campo. Su aprobación pasaba por tres etapas: la evaluación de la asamblea institucional, el visto bueno del director y su publicación en el Periódico Oficial (Ortiz y Valencia, 1995, p. 307).

Pero la débil organización institucional, los cambios en la matrícula y las precarias finanzas que contextualizaron el trabajo del Instituto en los primeros años del siglo xx provocaron un estancamiento en la consolidación del cuerpo de catedráticos. Situación que se tornó aún más difícil con la incorporación del estado a la revolución de 1910. A diferencia de lo ocurrido en la capital, en donde un amplio sector de los estudiantes, profesores e intelectuales de la Universidad Nacional tendieron a defender el régimen porfirista (Garcíadiego, 1996, pp. 69-70), los miembros del Instituto Juárez apoyaron el maderismo y posteriormente se rebelaron en contra del cuartelazo de Victoriano Huerta.

Tabasco siempre se había distinguido por el fuerte activismo político de sus intelectuales, personajes como Manuel Sánchez Mármol y Arcadio Zentella, ambos profesores fundadores y miembros de la junta administrativa del Instituto, fueron críticos acérrimos del imperio de Maximiliano. Del mismo modo, el régimen porfirista fue objeto de una dura oposición por parte de los periodistas y escritores reconocidos como Andrés Calcáneo, Lorenzo Casanova, Alfonso Taracena, Domingo Borrego y el propio Manuel Mestre. Otros que se sumaron a la resistencia fueron Justo Cecilio Santa Anna y Manuel A. Romero, catedráticos del Instituto Juárez. Por eso, no resultó extraño que los estudiantes también se pronunciaran a favor del movimiento revolucionario.

El Instituto continuó operando, aunque en condiciones mínimas. Esta situación se agravaría cuando Mestre, ya como gobernador constitucional, cerró casi toda la oferta profesional. Pero, hacia 1917, con la llegada al poder de Venustiano Carranza, las cosas poco a poco empezaron a cambiar. En dirección opuesta a la política educativa del porfiriato, el carrancismo se abocó a la descentralización del sistema, por lo que se desparece la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas y Artes y los ayuntamientos vuelven a tomar el control de los servicios educativos.

En Tabasco, el gobernador Carlos Green promueve la apertura de las inscripciones para el nivel profesional y se emite un nuevo Reglamento Interno en 1919, elaborado por el entonces director Francisco J. Santamaría y cuya vigencia se extendería hasta 1952. Esto permite regular la contratación y el trabajo de los profesores, luego de vario años de laxitud.

A partir de ese momento, para ser catedrático del Instituto Juárez se necesitaba cumplir con los siguientes requisitos: tener título profesional en algún campo del conocimiento y demostrar un ejercicio de cuando menos tres años en su especialidad, o bien, ser profesor de educación primaria superior, también con tres años de experiencia, no fungir como ministro de ningún tipo de culto o religión y demostrar una moralidad sólida, íntegra y respetable socialmente (Ortiz y Valencia, 1995, p. 371).

Este nuevo Reglamento Interior fue mucho más específico en cuanto a los derechos, obligaciones, prohibiciones y características de los profesores. Los derechos se dividieron en laborales y académicos. Con respecto a los primeros, se señalaba que los catedráticos tenían derecho a discutir sus asuntos o problemas de trabajo con las autoridades institucionales, a solicitar una copia de su hoja de servicio cuando lo necesitaran, a pedir permiso para ausentarse de sus labores con goce de sueldo hasta por diez días y sin remuneración en caso de exceder este plazo, para lo cual también se requería la autorización del gobierno del estado.

En cuanto a los segundos, se establecía que los profesores tenían la responsabilidad de asistir a las conferencias pedagógicas que organizaba el Instituto, a corregir a los estudiantes que incurrieran en faltas leves, a reportar a los que cayeran en faltas graves y a solicitar la sanción correspondiente.

Dentro de las obligaciones, siguiendo el trabajo de Ortiz y Valencia (1995, pp. 372-376), podemos distinguir tres grandes rubros:

El desarrollo de la cátedra. Aquí, se consideraban desde las cuestiones laborales más formales, hasta la impartición de los cursos. Por ejemplo, se les pedía a los profesores firmar su entrada a clases puntualmente y después pasar la lista en su salón de clases. A los alumnos se les daba una tolerancia de cinco minutos, pero los catedráticos no gozaban de este beneficio, de modo que si alguno no se presentaba a la hora establecida, el prefecto tenía la autoridad para tomar la asistencia y retirar a los estudiantes.

En cuanto al carácter de los cursos, se insistía en que estos tenían que ser laicos, conducirse entre los límites de la moral y fundamentarse en la búsqueda libre de la verdad científica. En relación con el trabajo pedagógico, se planteaba que los profesores debían promover la capacidad analítica de sus estudiantes y evitar la memorización literal de los contenidos. Se les exhortaba, asimismo, a utilizar materiales y fuentes bibliográficas diversas, abstenerse de defender una doctrina en particular o apoyarse en un solo libro de texto.

Por último, se les pedía la elaboración de un diario pedagógico de clases que tenían que entregar a la prefectura al final de cada mes y que debía incluir los siguientes aspectos: el seguimiento individual y grupal de los estudiantes, el listado de temas y subtemas abordados, las estrategias didácticas utilizadas y la receptividad mostrada por la clase a la propuesta del catedrático.

La planeación escolar. Este rubro se refería fundamentalmente a los planes de estudio. Se exigía a los profesores que diseñaran los programas de sus asignaturas, especificando los temas a tratar, las técnicas didácticas a utilizar y la bibliografía recomendada. Además, se tenían que aclarar y fundamentar los cambios que se hicieran, ya fueran de tipo pedagógico o de contenido, así como diferenciar entre las lecturas obligatorias y complementarias por programa.

Otras actividades académicas. En este último punto se especificaban las comisiones a las que se comprometían los catedráticos, por ejemplo, participar en los eventos oficiales, juntas, asambleas u otros actos institucionales, apoyar en las excursiones escolares que se organizaban a inicios de mes y ser parte del jurado de los diferentes tipos de exámenes.

Cabe destacar el peso que la normatividad del Instituto Juárez le daba a la libertad de cátedra. En ese sentido, se expresaba el total respeto que la administración y los alumnos debían tener frente a las decisiones pedagógicas, de contenido o disciplinarias que tomara el catedrático. Sin embargo, al mismo tiempo, esta libertad estaba contenida por un fuerte y continuo control de pares. En ese sentido, las asambleas académicas justamente tenían como fin que los profesores discutieran los programas de sus colegas y validaran la bibliografía seleccionada, la cual sólo podía tener una vigencia de dos años.

En cuanto a las prohibiciones, la normatividad incluía una lista de acciones de las que los profesores tenían que guardarse, entre ellas: tratar a los alumnos de manera diferencial y con base en consideraciones que no fuesen exclusivamente académicas, dar clases particulares a los estudiantes que estuvieran registrados en sus materias y ocupar el tiempo de la cátedra con asuntos personales (Ortiz y Valencia, 1995, pp. 372-376). Del mismo modo, se advertía que aquellos que tuvieran inasistencias no justificadas, retardos en el trabajo y mostraran varias ausencias en las juntas, asambleas y exámenes se harían acreedores a sanciones como descuentos en los salarios o, de ser necesario, el cese de su nombramiento.

Este nuevo Reglamento del Instituto intentó cubrir todos los aspectos del trabajo académico, incluso, contaba con un apartado en donde se hacían señalamientos sobre las características físicas de los profesores. Estas disposiciones que en la actualidad pudieran considerarse como un acto discriminatorio, tenían como único propósito salvaguardar la rigurosidad de la cátedra. Así, se establecía que los docentes no debían sufrir ninguna deformación o problema orgánico que les impidiera trabajar eficientemente o que pusiera en duda su autoridad frente a los alumnos. Tampoco debían tener enfermedades contagiosas y, en el caso de las mujeres en estado de gravidez, se aclaraba que sólo podían laborar hasta el cuarto mes de embarazo y después de haber concluido la etapa de lactancia.

El Reglamento Interno de 1919 constituyó el marco legal más elaborado para regular el trabajo de los catedráticos del Instituto que, de alguna manera, permitió mantener la vida académica durante las próximas décadas en las que el trabajo institucional se vio drásticamente disminuido. Los tres momentos que aquí hemos discutido no fueron los únicos, pero sí los más importantes para la consolidación del cuerpo de profesores. Otro esfuerzo de esa magnitud sólo se volvería a realizar mucho tiempo después con el ascenso del Instituto a Universidad Juárez de Tabasco.

 

Consideraciones finales

El siglo xix fue un periodo fundamental para la conformación del sistema de educación superior mexicano. Después de la Universidad Nacional, los institutos científicos y literarios fueron los espacios más importantes para la tercera enseñanza y la formación profesional. Su emergencia en las diferentes partes del país se debió a múltiples variables, de las cuales queremos destacar tres. En primer lugar, la estabilidad política y social que paulatinamente lograron los estados y que les permitió construir el marco legal sobre los que se fundarían sus instituciones. En segundo, la existencia previa de escuelas de primera y segunda enseñanza, en las que se formaban gran parte de los estudiantes que posteriormente se convertiría en la demanda potencial para los institutos. Y en tercero, el papel que las elites estatales, políticas y económicas desempeñaron en el mantenimiento o decadencia de estas instituciones.

En el ámbito nacional, tanto las ideas liberales sobre las que se asentaron las bases del sistema republicano como el positivismo que enmarcó el posterior desarrollo institucional fueron determinantes para la concreción de los diversos proyectos educativos.

En el caso de Tabasco, la instauración de la tercera enseñanza, o lo que hoy podríamos llamar educación superior, fue un proceso de larga data. En primer lugar porque durante todo el siglo xix y las primeras décadas del xx, la entidad se caracterizó por su gran inestabilidad política.

Otro factor limitante fue la precaria situación de los niveles educativos previos. A diferencia de otros estados que dispusieron de educación elemental desde la colonia, en Tabasco este tipo de instituciones empiezan a aparecer hasta la segunda mitad del siglo xviii.

En los años siguientes, los servicios educativos se limitaron a un puñado de escuelas de primeras letras, colegios y liceos que atendían a un sector muy reducido de la población. Para los campesinos, los peones, los que trabajaban como servidumbre, los indígenas y en general para todas las personas que carecían de recursos, la educación fue prácticamente inaccesible. Esta situación se mantuvo por mucho tiempo, incluso, después de que se estableciera la obligatoriedad de la educación básica.

En ese sentido, el Instituto Juárez vino a ampliar las posibilidades educativas de los grupos sociales más favorecidos. Su fundación, permanencia y posterior ascenso a universidad fue, en gran medida, el resultado del trabajo conjunto de los gobernadores y de la elite estatal. Asimismo, constituye un reflejo del proceso de transformación que sufrió el país a lo largo del siglo xix, de ahí que su estructura, oferta educativa y organización académica se asemejen a las que implementaron los establecimientos educativos de otros estados.

Su historia institucional está marcada por una serie de intentos de reforma que no siempre resultaron exitosos, especialmente, porque estos dependían de la intervención del gobierno estatal, el cual como, ya decíamos, cambió de manos una infinidad de veces, no sólo por la situación política nacional, sino por las recurrentes pugnas entre las distintas facciones locales.

A pesar de esto y de la difícil situación financiera que acompañó al Instituto, de una u otra manera, las reformas permitieron establecer las bases para regular los diferentes ámbitos del trabajo institucional, fortalecer los planes de estudio y, en algunos casos, terminar de diseñarlos, otorgar identidad a los diferentes niveles educativos que se ofrecían y reorganizar la administración. Estas reformas fueron también una evidencia de la creciente importancia que la educación tuvo para los gobiernos estatales y para los propios miembros de la comunidad institucional.

Finalmente, su transición de instituto a universidad tampoco fue una situación atípica, por el contrario, fue una tendencia que siguieron muchas de las universidades públicas del país. En el caso de Tabasco, este fue un proceso en el que de manera paulatina se fueron ampliando las funciones institucionales y en el que se pudieron conjuntar adecuadamente diferentes factores académicos, políticos y financieros. En otras entidades, como Yucatán, Jalisco y el Estado de México, se tomó una dirección distinta. En lugar de que los institutos fueran extendiendo sus tareas, se desintegraron y su única función fue la de ofrecer enseñanza preparatoria. Las carreras profesionales se separaron en escuelas, para posteriormente quedar integradas en sus respectivas universidades estatales.

 

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Notas


[1] Se estimaba que, para esa época, el estado tenía alrededor de 2 184 estudiantes, distribuidos en 38 escuelas primarias, de las cuales dos eran exclusivamente para el sexo femenino. Además, se contaba con dos secundarias privadas para señoritas y una para varones. Arias, Lau y Sepúlveda (1987, p. 254).

[2] Esta distinción la hemos hecho con fines analíticos, pero no se encuentra expresada como tal en la normatividad del Instituto Juárez.