La misma amplitud con que se plantea este conjunto de 16 conferencias acerca del universo novohispano y su correlación indiana y metropolitana, agrupadas en tres ciclos temáticos, el primero sobre la infraestructura socioeconómica y otros dos sobre la superestructura cultural, el segundo de los cuales se ciñe a las artes, provoca una inevitable desigualdad no sólo respecto a la selección de campos de estudio, pues muchos han sido dejados de lado con mejor o peor criterio, sino también en el nivel de las aportaciones, que por lo general suponen un resumen del “estado de la cuestión” en cada una de las materias abordadas. Aunque las presentes conferencias se remiten al ambicioso proyecto que, bajo la denominación de “Pintura de los Reinos”, condujo en 2008-2009 a una monumental publicación y en 2010-2011 al montaje de una gran exposición en Madrid y después en la ciudad de México, exceden de su ámbito, pues como se ha apuntado incluyen áreas históricas no simplemente justificadas como introducción contextualizadora al asunto principal.
Ya que se trataba de extender el originario marco expositivo a otras cuestiones relevantes para una mejor comprensión de la pintura novohispana, brilla por su ausencia la manifestación artística del virreinato hasta ahora historiográficamente más destacada. Puesto a hacer inventario cultural de los tres siglos de integración en el imperio,Octavio Paz, lamentando la falta de un pensamiento y una ciencia que normalizasen a escala europea el escenario de una figura literaria tan excepcional como sor Juana Inés de la Cruz, se consuela con la presencia de una arquitectura cuyo peso comparado se le antoja altísimo; no en balde ya Humboldt, cita inevitable en la reivindicación de la Nueva España, admiraba ciertos edificios de la ciudad de México;se entiende que los de filiación tardobarroca académica cortesana, aunque difícilmente pudo confundir su estilo con el estricto neoclasicismo de Berlín.
Propósito deliberado de este conjunto de iniciativas ha sido el de propiciar una reconsideración positiva de la pintura indiana y concretamente de la novohispana que, superando la clásica denominación de “colonial”, barriera sus connotaciones de subproducto o epifenómeno de un arte metropolitano automática y apriorísticamente contemplado como su modelo y por tanto como una realidad cultural de superior jerarquía. Cabría, en esa misma línea, reformular la importancia y significación de la arquitectura paralela más allá de su actual estatuto historiográfico de variante extrema dentro de la retórica ornamental persuasiva de la monarquía católica, por encima del reciente reconocimiento de su contribución a un concepto del barroco como primer estilo artístico mundial, rescate que, por supuesto, no puede hacerse extensivo a la escultura, cuya baja calidad se resiste a toda revalidación posmoderna.
Estamos, en efecto, ante unas típicas muestras de revisionismo neoconservador posmoderno que, negando una vez más la articulación convencional de los sistemas de valores en el marco del rechazo del gran relato,se reclama no ya de la autonomía general de la superestructura –principio por el que el proceso de las independencias latinoamericanas deviene un mero hecho político–, sino, concretamente, de un relativo funcionamiento autárquico de la cultura y el arte indianos en un plano de plena igualdad con la península que a través de construcciones mentales como las de koiné, “identidades compartidas” o “campo atlántico”, refleja la recalificación de los dominios de ultramar como reinos equiparables a los europeos dentro de la monarquía. Toda esta elaboración ideológica, claramente nacionalista, pero que entraña un viraje del nacionalismo hacia posiciones antes descartadas del imaginario político latinoamericano como retrógrados signos de añoranza imperial,viene considerablemente facilitada por la acción personal de Jonathan Brown, el típico hispanista estadunidense que, identificando la importancia de su labor académica con la de su objeto de estudio, resuelve invertir la relación de dependencia de España respecto a Europa para defender la centralidad de lo hasta entonces considerado provincial o periférico. Sebold, con su absurda teoría de que el romanticismo nació en España de la mano de José Cadalso, o Reese, para quien Ventura Rodríguez se halla en la cumbre de la arquitectura no sólo neoclásica, sino también protorromántica, anuncian esta curiosa teratología de relanzamiento hispánico que ahora, por lo que se refiere a la pintura mexicana, se vuelve contra la propia metrópoli, pero que se inscribe en las mismas coordenadas de arbitraria revalorización posmoderna de la cultura española.
La primera parte de la compilación, “El trasfondo humano y económico del mundo hispánico”, se abre con el artículo “La América virreinal. Consecuencias económicas de su desintegración”, de Gonzalo Anes, texto vindicativo cuyo contenido, sorprendentemente, no responde al título. Vicente Pérez Moreda es autor del trabajo “La población de España y las Indias en los siglos xvi y xvii”, en que, de un lado, niega la “debilidad demográfica” de la península y el descenso del número de habitantes durante el seiscientos y, de otro, sube al máximo el tope de la mortalidad atípica o “extraordinaria” de los aborígenes americanos.
Dorothy Tanck firma el interesante artículo “Los pueblos de indios de la Nueva España y sus mapas pictóricos del siglo xviii”, sobre esta curiosa modalidad de cartografía comunitaria nacida en el xvi y a veces fuertemente marcada por las tipologías europeas de representación que según la autora nos provee de una información inasequible a la pintura virreinal que,centrada en los asuntos sacros y los retratos de la elite, no nos transmite la realidad de los indios y demás grupos sociales en sus quehaceres o trabajos. Pero al margen de que el arte de los poderosos, en Nueva España como en tantas otras partes, ofrece incidental o secundariamente materia costumbrista referida a los estamentos bajos, las series de castas, en el mismo siglo xviii, comportan oblicua o sesgadamente una pintura de género que abarca todos los niveles de la comunidad.
“Siete mitos acerca de la historia económica del mundo hispánico”, de Andrés Calderón y Rafael Dobado, no sólo es el artículo más polémico y ambicioso de toda la compilación, sino que, aunque limitando preferentemente a Nueva España y dentro de su esfera al periodo borbónico, podría considerarse como un torpedo en la línea de flotación de la ideología nacionalista latinoamericana, pues si bien su contenido objetivo no sorprenderá en los medios académicos especializados como correcta puesta al día de esa concreta problemática, su modo expositivo choca frontalmente con el sistema de ideas y creencias e incluso los rasgos de mentalidad que conforman el código identitario de unas naciones-Estado en mayor o menor medida inicialmente artificiales, cuya constitutiva base doctrinal radica en la negación de la colonia.
De una forma sintéticamente totalizadora que anonadará a más de un lector –aunque la corta tirada del libro neutralizará las virtualidades de esta conferencia como revulsivo intelectual pese a su proclamada vocación divulgativa–, los audaces autores defienden la tesis de que en las Indias y más en el México del siglo xviii no hubo tanta explotación del trabajador, y en concreto del indio, ni tanta desigualdad económica, ni tanto acaparamiento de metales preciosos por España, ni tanta inaccesibilidad al mercado mundial. Al margen del subjetivo proceso de intenciones seguido por Calderón y Dobado, cuya honradez profesional nos consta, sus posiciones en el ámbito de la historia política latinoamericana se retroproyectan objetivamente sobre el debate decimonónico entre liberales y conservadores del que aún viven los imaginarios nacionales, sin perjuicio de la agregación de otros factores derivados precisamente de ese desequilibrio social cuyo origen sitúa en la colonia la mayoría de los observadores.
El tema resulta tan abstruso como inmenso. Según los autores, “que la plata enriqueció a la metrópoli sólo es cierto si se acepta el erróneo principio económico mercantilista que equipara riqueza con atesoramiento de metales preciosos y que fue criticado en la propia Castilla ya en la segunda mitad del siglo xvi”. Efectivamente, como señala Quevedo en la siguiente centuria, el oro “nace en las Indias honrado” y “es en Génova enterrado”. Pero cuando en 1702, en la batalla de Rande o de la ría de Vigo, los partidarios de Felipe V consiguieron salvar tanto metal de la flota de Indias como para llenar 800, 1 000 o 2 000 carros del país –no hay acuerdo sobre la cifra–, lo que sirvió al rey nada menos que para ganar la guerra de Sucesión a la corona de España, o cuando, en la misma jornada, los ingleses consideraron un ingente botín los fondos ridículamente menores con que lograron hacerse, no cabe duda de que, a los efectos de ambos contendientes, españoles absolutistas de base socioeconómica feudal y británicos precursores de la revolución burguesa, el oro y la plata significaban y eran efectiva riqueza, al margen de que el “rey de la plata”, como llamaba al de España el emperador de China, se hallara atrapado en las disfunciones de un irracional sistema consuntivo que arruinaba a los dominios metropolitanos.
El horizonte referencial de los autores para la fijación de modelos comparativos no está en España, que por cierto aparece una vez como “madre patria” en un exceso verbal palmariamente innecesario salvo intención irónica, sinoen Europa.
Sumándose a quienes combaten la denominada “leyenda negra” –un conjunto tanto de verdades como de mitos decisivo para la conformación del sistema de valores acumulativamente definido por el humanismo renacentista, la reforma protestante, la Ilustración y la revolución francesa–, los autores lanzan en último lugar la arriesgada tesis de que la explotación y la Inquisición no coadyuvan a explicar el atraso actual de la región, para lo cual repasan una serie de antecedentes que van de la autoapología indiana del siglo xviii al nacionalismo latinoamericano, sobre todo el de base indígena, pasando por el inevitable y manoseadísimo Humboldt. Enfrentadas así dos posiciones difícilmente reconciliables, los autores echan mano de un argumento que estiman demoledor para ese persistente mito, la Argentina próspera de 1880 a 1930. Pero el mismo dato de que Argentina no se haya integrado definitivamente en el bloque de países desarrollados, de sociedades posindustriales, apunta a más de un factor diferencial. Si infraestructuralmente ofrece una serie de notas atípicas respecto a los modelos de Estados Unidos y Europa occidental, superestructuralmente no puede ocultar sus ataduras con el resto de América Latina. Incluso el Estado hispánico más normalizado internacionalmente, la propia España, supone un espécimen de desarrollo asimétrico que si por una parte obedece a un desenvolvimiento socioeconómico basado en un capitalismo financiero especulativo, acusa, por otra, una ideología y una mentalidad incontrovertiblemente marcadas por ese lastre inquisitorial en que se aúnan factores como el irracionalismo, el formalismo nominalista, la intolerancia, el personalismo o el despotismo en un pretendido sentido señorial y trascendental de la vida, que es la antítesis de la herencia ilustrada.
“Redes y reinos en los imperios de los Austrias. Siglos xvi y xvii”, de Renate Pieper, plantea la comunicación de bienes de lujo como los bargueños no a través de conexiones personales, familiares, políticas, religiosas o científicas, de acuerdo con el enfoque habitual, sino por medio del comercio. “La importancia del crédito en la Nueva España. Siglos xvi-xviii”, de Gisela von Wobeser, trata de un tema básico para la inversión en agricultura, minería y comercio, pero también en productos de carácter suntuario, cuya adquisición por esta vía significaba una notable contribución al endeudamiento.
La segunda parte de la obra, “Cultura y política en la monarquía hispánica”, comienza con un texto de María Cristina Torales, “Multiculturalidad e intercambio transoceánico en el Mundo hispánico: la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús”. Entre la sorprendente afirmación de que la monarquía española desarrolló el intercambio cultural de sus pueblos –y de ahí la mención a la “multiculturalidad”, frente a la evidencia de la tibetanización ideológica– y la consabida cita de la sorpresa de Humboldt ante el esplendor mexicano, discurre esta apología de la orden, vista como un portento de modernidad, hasta el punto de que, según la autora, la lamentada ausencia de sociedades económicas de amigos del país queda suplida por la red que forman los alumnos de los jesuitas expulsos con sus maestros exiliados, todo un modelo de Ilustración. Dentro de lo que apologéticamente se ha llamado “Ilustración católica española” a imagen y semejanza del “humanismo cristiano” del renacimiento, Torales acuña, pues, una específica Ilustración novohispana jesuítica.
Horst Pietschmann, en “Identidad indígena y cultura novohispana”, dice que simplemente con contemplar los monumentos erigidos en las plazas centrales de Latinoamérica, las personas históricamente informadas pueden percatarse de que el procesamiento del pasado en el marco de la constitución identitaria ha tomado cursos muy diversos por lo que se refiere a las culturas prehispánicas, la conquista, la independencia y la herencia negra. Pero el mundo hispánico no ha conocido ciudades tan rigurosamente programadas en cuanto a la simbólica histórica. Baste señalar que la idea francesa de plaza real, presidida por la estatua del monarca, surge en Nueva España muy a comienzos del siglo xix, mientras que en la metrópoli no se da, paradójicamente si se quiere, hasta la consumación de la revolución burguesa. Aparte de destacar el papel de las elites indias en la historia virreinal, el autor señala que los altos exponentes de los criollos fueron desarrollando un concepto de Nueva España como “imperio”. Pero esa no es una invención criolla. La representación política de las Indias en su totalidad o de Nueva España o México en particular, como un imperio, noción visible desde la conquista por retroproyección sobre el pasado indígena, es un hecho comúnmente aceptado y promovido en la metrópoli durante el siglo xviii.
Óscar Mazín, a lo largo del artículo “El lugar de las Indias occidentales en la Monarquía española del siglo xvii”, plantea el problema del exacto alcance de un típico incidente protocolario en el Madrid cortesano de 1628 entre los consejos de Indias y de Flandes que, de la mano de Solórzano Pereyra, portavoz del primero, nos muestra que lo que estaba en juego bajo la cuestión de precedencias era el respectivo peso político de esos dos territorios. Aunque Solórzano sostiene que la calidad y la preeminencia de cada colegio depende de las de los reinos o estados correspondientes, el baremo por el que se guía no refleja ese criterio más que en uno de sus dos puntos, el de las rentas del estado, pues el otro, el de la antigüedad del órgano, queda en el limbo normativo interno del aparato polisinodial. Procede completar la lectura de esta aportación con la de su anterior versión en la Academia Mexicana de la Historia, de 2010, porque allí se amplía cuanto el autor escribe sobre el carácter accesorio de las Indias, que en su opinión no eran reinos, como muestra la negativa a las pretensiones de su consejo, pero tampoco colonias, sino unas posesiones con una identidad ambigua, y a partir de la segunda mitad del siglo xvii dotadas de un autogobierno imperfecto o autonomía relativa. Abraza Mazín la extraña teoría de que la denegación venía del hecho de que al frente de Flandes estaba una persona real, la infanta Isabel Clara Eugenia, a la que Felipe IV no podía desairar. Las anteriores y posteriores designaciones de otros miembros de la dinastía para la gobernación de los Países Bajos españoles muestra que la identificación entre los Habsburgo y Flandes, lejos de constituir un accidente puntual que por otra parte frustraba las legítimas expectativas de las Indias de un adecuado reconocimiento político, estaba en el propio corazón del cuerpo simbólico de la monarquía católica. Como decía Solórzano, Flandes era un condado y las Indias un reino o incluso un imperio. Pero aquel condado, donde la emergente sociedad burguesa y un esplendor cultural de tan directo impacto sobre España se asociaban con los principios legitimadores borgoñones, definía para los Habsburgo un territorio emblemático privilegiado, máxime a la luz de la secesión de las provincias norteñas, el más grave descalabro sufrido por el imperio.
“Formación humanista y educación en los inicios de la Modernidad en España”, de Carmen Iglesias, vuelve sobre los novatores de fines del siglo xvii y la revisión del reinado de Carlos II en función de la Ilustración para arremeter, respecto a esta, contra la idea de un reformismo “fallido” o “fracasado”. Tras preguntarse si no será que toda reforma fracasa por definición ya que seguimos en el prejuicio dogmático del progreso lineal y continuado, señala la autora que los demás países europeos han tenido asimismo una historia accidentada. Pero España no está homologada históricamente con Europa occidental, donde fenómenos de cambio como el protestantismo, la Ilustración, las revoluciones inglesas y francesas, las reformas sociales británicas de los años de 1830 y las operadas a lo largo de los siglos xix y xx no siempre fracasaron pese a tantas y tan graves involuciones como ese marco geográfico ha padecido. España, Portugal y Nápoles son sociedades que, habiendo desempañado un gran protagonismo en los comienzos de la modernidad, conocieron después una decadencia que dio paso a un característico pesimismo histórico. Holanda, Francia o Inglaterra, por el contrario, no han tenido esa experiencia, ni siquiera tras la pérdida de sus imperios coloniales en el siglo xx.
Iván Escamilla, en “Siglo de los americanos. Historia e Ilustración en la fractura intelectual de los reinos de España y las Indias en el siglo xviii”, trata de la incomprensión –especialmente histórica– entre la metrópoli y el imperio americano. Guadalupe Jiménez, en “La Ilustración y las sociedades secretas en el mundo atlántico”, da un panorama de la acción masónica que, por lo que se refiere a los signos de la orden, prescinde de las necesarias referencias históricas, como si esos símbolos fueran abstractamente atemporales.
La parte tercera de la compilación, “Las nobles artes y las artes aplicadas entre Europa, América y Asia”, está prácticamente dedicada a la pintura, con la inexplicable peculiaridad de que, frente a la ausencia de la arquitectura y la escultura, este rubro, como indica el título, comprende las artes decorativas. “La pintura en Sevilla y en la ciudad de México, 1560-1660: influencias y diferencias”, de Jonathan Brown, artículo ya aparecido en la publicación con que se inició el programa “Pintura de los Reinos”, lleva a un extremo insostenible de atrabiliaria arbitrariedad la línea de revisión posmoderna o inversión de valores que es común denominador de estas conferencias. Ataca Brown al gran maestro español Diego Angulo con la acusación de que su metodología eurocéntrica parece anticuada y un tanto caótica, y al no menos ilustre estudioso mexicano Manuel Toussaint con la de que su uso del término “colonial” supone unas similares limitaciones críticas. Si hay en este circo mediático –montado oportunistamente para la galería– alguien caótico es precisa e irrefutablemente el frívolo Brown, que no contento con introducir en el campo de la historia del arte conceptos del mundo de la moda como el de “anticuado”, no sabe a qué anclaje referencial asirse para establecer una historia de la pintura en México ni para formular juicios sobre sus practicantes. Tan pronto dice que, dentro de la pintura barroca española del siglo xvii, a las grandes escuelas de Madrid, Sevilla y Valencia hay que añadir ahora la de la ciudad de México, como sugiere que la evolución de esta última es un fenómeno interno sólo secundariamente explicable por nuevos estímulos procedentes de la metrópoli. Cuando, en uno de sus bandazos u oscilaciones, contempla la pintura mexicana no como una escuela española más, sino como un hecho interdependiente de España, el lector, estupefacto, se pregunta si cabría proclamar lo mismo, por ejemplo, de la pintura catalana o murciana. Evidentemente, no. Y ello por la elementalísima circunstancia de que las respectivas regiones, a diferencia de México, no han devenido Estados nacionales independientes. En suma, la aportación de Brown es un alegato político entre periodístico y nacionalista que, por rara paradoja, responde a la revalorización de unos productos culturales cuya ideología no se corresponde con la que fundamenta la independencia.
Una nota curiosa: Brown, cuando aborda la figura del hijo de Alonso Gómez en el lienzo “La aparición de la Virgen y el Niño a San Francisco”, realizado por José Juárez hacia 1655, parece desconocer qué es un retrato in assistenza.
El artículo “Imágenes y gestación de lenguajes pictóricos en la España de los Austrias”, de Paula Revenga, arranca con una queja falsamente posmoderna contra el viejo prejuicio de la cultura occidental que prima la novedad y la originalidad de la creación artística, y a causa del cual “durante mucho tiempo ha habido una cierta tendencia a descuidar el análisis de las influencias y del intercambio formal y estilístico entre las distintas escuelas pictóricas”. Esto no sólo es falso, sino también absurdo. La historia del arte, incluido el estudio de las relaciones entre escuelas, descansa imprescindiblemente en la fijación de unos modelos basados en la novedad y la creación. Como Brown, Revenga no formula un solo juicio de valor que no aluda precisamente al corpus codificador de esos principios normativos. Una observación muy pertinente respecto al papel de Felipe II como gran amante de las artes. Dice la autora que no consiguió que los grandes maestros venecianos accedieran a desplazarse para decorar el Escorial. No se le escaparía al rey, pretendido humanista tan ajeno al significado de la estatuaria clásica que rechazó el regalo de destacadas colecciones de piezas romanas, el miedo de los artistas italianos a caer víctimas de la Inquisición española que, según Vasari, había conducido en 1522 al escultor Pietro Torrigiano a morir de inanición, noticia hoy insegura, pero entonces no puesta en duda por nadie. Sólo acudieron artistas italianos secundarios. Habría que preguntarse si su falta de miedo estaba en función de su mediocridad profesional.
Jaime Cuadriello, en “La pintura virreinal: descripción, memoria y reflexión, 1560-1710”, al hilo de una serie de problemas que acaba concretando en la dignidad del artista y en el sentido de sus representaciones de tipo gremial, con especial atención al tránsito de la asociación artesanal a la corporación académica, se extiende a una amplísima temática que, pasando por la modalidad retablística expresiva del patronato regio, va desde la no visualidad de esa figura jurídica en las grandes pinturas catedralicia del siglo xvii hasta la cristalización de la corte mexicana y la función de la corografía capitalina como plasmación identitaria opuesta a la mera relación. Se trata, pues, de una aportación complejísima y del máximo interés que ofrece resumidamente un denso panorama de la pintura novohispana en el que, por cierto, no se aprecia contagio del desviacionismo posmoderno supuestamente de moda.
Finalmente, Gustavo Curiel, en “Lenguajes artísticos transcontinentales en objetos suntuarios de uso cotidiano: el caso de la Nueva España”, estudia la presencia de una Europa y una Asia portátiles que, por lo que se refiere a la segunda, es relativamente temprana, pues ya constan biombos chinos en el virreinato en 1598.
Ministerio de Educación y Ciencia, Madrid