10.18234/secuencia.v0i103.1356
Artículos
Jugar al fútbol en la Córdoba (Argentina) de entreguerras: la conformación
de subjetividades e identidades en el deporte
Playing Football In The Inter-War Period In Cordoba (Argentina): The
Formation Of Subjectivities And Identities In Sport
Franco D.
Reyna, 0000-0003-3930-05721
1Universidad Nacional de Córdoba, Argentina, Instituto de Estudios
Históricos-Centro de , Estudios Históricos “Prof. Carlos S. A. Segreti”, franco2reyna@hotmail.com
Resumen:
El trabajo
reconstruye las distintas experiencias de los jugadores alrededor de la
práctica del fútbol en la Córdoba (Argentina) de los años veinte y treinta, a
fin de aprehender los cambios en la subjetividad de los actores y los modos a
través de los que fueron estructurando sus identidades. Para dar cuenta de
ello, el artículo analiza el fútbol como práctica de socialización y se adentra
en los valores, comportamientos y sentidos de pertenencia que los futbolistas
pusieron en juego en sus trayectorias deportivas, tanto dentro del amateurismo
como del profesionalismo. En este sentido, el fútbol vivió en la época un
proceso de espectacularización y mercantilización que conllevó transformaciones
en las formas en las que los sujetos construyeron sus cambiantes y
fragmentarias identidades e intervinieron en el ámbito deportivo. Las
principales fuentes que se utilizaron fueron la prensa periódica de la época y
documentos pertenecientes a asociaciones deportivas locales.
Palabras clave: fútbol; espectáculo; mercantilización; subjetividades; identidades.
Abstract:
The article reconstructs the different experiences of the
players regarding the practice of soccer in Cordoba (Argentina) in the 1920s
and 1930s, in order to capture changes in the subjectivity of the actors and
the ways they structured their identities. In order to describe this, the
article analyzes football as a socialization practice and explores the values,
behaviors and sense of belonging football players put into practice during
their sporting careers, both amateur and professional. In this respect, during
this period, football underwent a process of spectacularization and
commodification that led to transformations in the ways individuals constructed
their changing and fragmentary identities and engaged in sports. The main
sources used were the periodical press of the time and documents belonging to
local sports associations.
Key words: football; show; commodification; subjectivities; identities.
Fecha de recepción: 11 de enero de 2016 Fecha de
aceptación: 17 de septiembre de 2016
Introducción
Durante las décadas de 1920 y 1930, el fútbol local
experimentó un paulatino proceso de espectacularización, que implicó una serie
de transformaciones en los contenidos de la cultura de masas cordobesa. En
efecto, simultáneamente a su expansión como ejercicio físico, la práctica
deportiva se fue desarrollando como una actividad representada ante un público
como respuesta a necesidades de distinto tipo, desde rituales de integración a
mecanismos de mitigación o canalización de tensiones o mero esparcimiento
(Baker y Castro, 2008, p. 13). Para ello, debió atravesar procesos de
normativización e institucionalización de sus estructuras, especialización de
roles entre sus actores, sistematización y regularización de calendarios
competitivos y construcción de escenarios urbanos para contener a los
espectadores. Esto conllevó la progresiva mercantilización del ocio de las
masas, es decir, la formación de un mercado deportivo como producto cultural de
masas consumido por cada vez más sectores de la población. En ese marco, los
futbolistas compartieron una experiencia común en torno al juego como práctica
socializadora y emplearon una diversidad de registros materiales y simbólicos
para significar sus interacciones y pertenencias tanto en el amateurismo como
en el profesionalismo.
Al respecto, el artículo explora los sentidos que se le
daba a jugar al fútbol en esta época y las expectativas que generaba, a la vez
que se adentra en las trayectorias de los jugadores para retratar sus valores y
comportamientos e identificar los diferentes vínculos que articularon con otros
actores y con las estructuras de poder en el ámbito deportivo. El objetivo es
aprehender las experiencias y los cambios en la subjetividad de estos actores,
es decir, cómo vivieron, sintieron y se representaron en esta práctica y las
formas a través de las que fueron estructurando sus identidades individuales y
colectivas de maneras cambiantes y fragmentarias, una temática inédita en la
historiografía local.
Como sostienen Bolufer y Morant (2012, pp. 319-320), los
estudios contemporáneos han rechazado la visión esencialista de la identidad
asociada a unos atributos innatos y compartidos (como sexo, raza, nación) o la
idea que atribuía su origen a condiciones comunes de experiencia material
(clase) y actualmente impera su concepción como una construcción social que
asume caracteres múltiples, contradictorios y atravesados por diferencias
internas. Al respecto, las identidades se refieren a la posición que cada
sujeto adopta en su relación con los otros con los que interactúa
cotidianamente y en las que se ponen en juego sus proyectos, sus necesidades y
sus deseos; alude a los sentimientos de pertenencia de los agentes sociales a
determinados grupos o colectivos humanos y puede visualizarse empíricamente en
las expectativas y códigos que estos ponen en funcionamiento cuando se embarcan
en acciones comunicativas (Kaliman, 2013, pp. 149-151). Las nociones o
sentimientos de pertenencia están presentes en la experiencia y la subjetividad
de los agentes y son vividos como una realidad de su saber práctico desde el
momento en que estos comparten un modo de interpretar la realidad y de actuar
conforme a esa interpretación en contextos específicos (Kaliman, 2013, pp.
118-120). En este contexto, la subjetividad tiene un carácter socialmente
situado y debe entenderse como un acto de mediación que incorpora, por una
parte, las posiciones asignadas al sujeto por los discursos y, por otra, la
experiencia de quienes son construidos o interpelados por los discursos,
entendiendo la experiencia como algo mediatizado por valores y conceptos
previos (Bolufer y Morant, 2012, p. 324).
El fútbol es un escenario privilegiado para la producción
de identidades, sean de pertenencia o de rol, en una dinámica dialéctica entre
reforzamiento y reelaboración de sentidos y lealtades que opera contextualmente
y que, bajo ciertas condiciones, es susceptible de transformación (Villena
Fiengo, 2003, p. 26). A través del estudio de las experiencias de los sujetos
en el fútbol cordobés de entreguerras se pueden analizar las imágenes que
construyeron de sí mismos y los demás en la práctica, sus relaciones y
posiciones en el entramado deportivo, los sentidos de pertenencia y afinidad
que edificaron y las formas en que los otros los interpelaron y categorizaron
dentro de los condicionantes estructurales de la época. En esa reconstrucción se
intentarán divisar algunas de las fragmentadas, plurales y cambiantes
identidades en juego en la práctica deportiva, que dado su carácter contingente
se reordenan y rejerarquizan continuamente en el flujo de la vida social y en
función de las estrategias vitales de los propios sujetos (Pérez Ledesma, 2008,
p. 25).
La principal fuente que se utilizó para dar cuenta de
esta problemática fue la prensa periódica de la época, acompañada por algunos
documentos pertenecientes a asociaciones deportivas locales existentes en
repositorios propios o gubernamentales. El análisis indiciario sobre ellos ha
tratado de captar las interacciones y pertenencias de los sujetos a través de
registros dispersos y las afirmaciones que se proponen, constatadas
empíricamente a partir de ejemplos de casos o derivadas del estudio de masas
documentales, son fragmentarias, temporales, circunstanciales y pragmáticas,
sobre todo al tratar objetos tan complejos, imprecisos u opacos para la
aprehensión del historiador como las emociones, los sentimientos, las
identidades, etcétera.
En definitiva, el análisis del proceso de conformación de
subjetividades e identidades en la práctica del fútbol es una vía de entrada
para construir una mirada un poco más compleja del proceso de modernización de la
ciudad y el modo en que los sujetos lo experimentaron.
El fútbol como práctica de socialización
“La debilidad más grande de mi
vida es el fútbol.”[1]
Quizás exageradas por las circunstancias, esas breves palabras ante un
requerimiento de la prensa resumían el sentir de uno de los tantos aficionados
anónimos que se movían al compás de la práctica deportiva en la ciudad a
mediados de los años veinte. Por entonces, el fútbol consolidaba su posición en
la esfera social y se imponía entre las preferencias del emergente mercado de
entretenimientos urbanos de los cordobeses. Mientras aprendían el juego en
cualquier espacio al aire libre, muchos niños crecían anhelando asociarse a un
club y convertirse en jugadores de fútbol. En la identificación con una práctica
deportiva, un territorio, un club y un colectivo transitaba una parte
importante de la experiencia citadina de muchos varones.
Los años de entreguerras sentaron las bases para la
transformación del fútbol en la ciudad como un espectáculo de masas. El gran
crecimiento demográfico y urbano en el periodo, la bonanza económica que
atravesó el país en los años veinte, la mayor disposición de tiempo libre de
los trabajadores gracias a las conquistas obreras y a los procesos de
tecnificación resultantes de la segunda revolución industrial y el acceso
masivo de los habitantes a la instrucción pública (Ortiz Bergia, Reyna,
Portelli y Moretti, 2015) fueron aspectos que, entre muchos otros, propiciaron
que diferentes sectores de la población accedieran al consumo de actividades de
ocio urbano, principalmente el fútbol. En efecto, aumentó el número de equipos
y categorías en la Liga Cordobesa de Fútbol (lcf),
la entidad rectora de las competencias del fútbol oficial cordobés,[2] a la par
que creció considerablemente la cantidad de clubes que se fundaron en el
circuito del fútbol aficionado, por fuera del oficial representado por la lcf;[3] hubo un
franco incremento en la cantidad de asociados a los clubes;[4] y el
número de asistentes tuvo un constante crecimiento.[5] Esto fue
acompañado, a su vez, por la ampliación de las estructuras asociativas de las
entidades con la incorporación de nuevos deportes, de una serie de servicios
sociales y mutuales (como la atención médica) y de espacios recreativos y
culturales como bailes, bibliotecas, talleres para beneficio no sólo de los
socios, sino de toda la comunidad barrial donde estaban insertos (Reyna, 2015).
De esta manera, el fútbol se generalizó en esa época como
una práctica habitual de muchos niños y jóvenes cordobeses. La experiencia de
jugar y asociarse aparecía como elemento clave en su proceso de socialización.
Los reunía con sus pares, les forjaba un hábito, les enseñaba a asumir
compromisos y a respetar reglas, los instaba a organizarse y tomar decisiones,
los proveía de una meta y modelos a seguir y los llevaba a intervenir sobre el
espacio urbano. Esas nuevas camadas de muchachos, a diferencia de los pioneros,
aprendieron el deporte desde temprana edad y bajo el arquetipo de la práctica
orgánica ya estructurada, que representaba el horizonte anhelado por muchos de
ellos. Transmitida por sus padres o por la misma experiencia barrial, ya desde
entonces incorporaban la adhesión por algún club en particular y movilizaban
sus primeras identificaciones colectivas.
Un par de esos niños entusiastas de la práctica callejera
fueron interrogados por cronistas urbanos en relación con su afición por el
deporte y manifestaron sus expectativas en torno al fútbol organizado. Juan
Leguizamón, un lustrabotas de once años simpatizante del club Belgrano, tenía
la esperanza de juntar el monto de dinero necesario para pagar el importe de la
cuota mensual para ser socio del “equipo de sus amores”. Pinocho, un
simpatizante del club Audax, se presentaba afirmando “paso a tercer grado, cuento
8 años de edad y pienso ser un crack”;[6] esperaba
llegar a la edad de doce para poder ingresar y vestir la camiseta de la
institución en quinta división. Así como ellos, el anhelo deportivo de muchos
niños pasaba por reunir las condiciones para que, llegado el momento, pudieran
pasar a formar parte del club con el que se identificaban como socio y/o
jugador de sus divisiones inferiores. La pertenencia asociativa era apreciada
como un medio de integración social y se transformaba en uno de los rituales de
pasaje a través de los que esos muchachos dejaban de ser niños y comenzaban a
asumir responsabilidades más asociadas a la vida adulta, como las que implicaba
la participación en una entidad. Asimismo, la idea del éxito personal también
definía la proyección identitaria de los niños deportistas; en el horizonte de
sus aspiraciones imaginaban una carrera exitosa como la de los cracks que triunfaban en los clubes de su preferencia,
pero para reforzar los elencos del fútbol organizado debían pasar por un
proceso de selección de talentos.
El trayecto deportivo de los jugadores
En los diferentes reportajes que
los diarios locales realizaban a los futbolistas locales ya consagrados, la
gran mayoría reconocía que sus inicios en el juego estuvieron ligados a la calle
y el baldío junto a los compañeros del colegio o el vecindario. Más allá de la
veracidad de la afirmación, esa idea respondía también a una representación
común al conjunto de los jugadores que esencializaba un origen compartido:
“Como todos, la génesis del footballer exige el
paso obligado del football ‘liliputiense’, si
llamarse puede así al que se practica con pelota de trapo y en un sitio
baldío.”[7]
Ese espacio –el baldío– fue posteriormente transformado
por la cultura y reivindicado hacia finales de los años veinte como “potrero”,
un territorio concreto sin demarcaciones estipuladas donde se jugaba de manera
espontánea, despojado de infraestructuras básicas y que tenía una condición
periférica en relación con los campos de juego y estadios oficiales.[8]Los
jugadores se apropiaron de ese espacio y lo identificaron como inherente a su
práctica. Además de su contenido espacial, suponía también la concreción de una
experiencia mítica, simbolizada en el aprendizaje del fútbol de manera
informal, anárquico, sin órdenes ni posiciones fijas, ni ninguna supervisión
institucional. El potrero era el momento de iniciación dentro del trayecto
modélico construido en torno a la formación de los jugadores; empezaban desde
abajo para terminar luego en las grandes ligas y, en algunos casos, percibiendo
remuneraciones por su concurso. En ese ejercicio de rememoración, algunos
futbolistas evocaron datos de su peregrinar deportivo que sirvieron para
elaborar un imaginario compartido por todos, cargado de contenidos nostálgicos
y emotivos. En palabras de Romero (1995), los actores de un proceso histórico
como este se constituyen en el entrecruzamiento de las situaciones y sus
representaciones, del que surge su identidad.
Al respecto, luego del paso “obligado” del potrero, la
ruta ascendente continuaba con el ingreso –una vez que tenían la edad
necesaria, sin pasar el tope reglamentario de los quince años– a las quintas
divisiones de los clubes cercanos a sus áreas de residencia que estuvieran
inscritos en la lcf. Desde entonces, si se destacaban
por sus destrezas y valentía, iban escalando de categoría hasta llegar a
primera cuando rondaban las dos décadas de vida. Los que quedaban en el camino
por selección o elección, pero seguían viendo en el fútbol un medio de
entretenimiento, permanecían actuando en las divisiones inferiores de los
clubes de la lcf o pasaban a engrosar las filas de
las entidades del fútbol aficionado. A pesar de representar a la gran mayoría
de los jugadores, sus derroteros están pobremente documentados, a diferencia de
quienes alcanzaron a jugar en las divisiones más altas y disfrutaron de una
mayor atención periodística.
El recorrido ascendente no siempre se hacía con los
mismos clubes, ya que podían cambiar de equipo si desaparecía aquel en el que
estaban o si el nuevo destino les ofrecía mejores perspectivas. El andar
errante de Pablo Sosa, jugador de Lavalle, puede ilustrar la premisa: se había
iniciado en 1922 en la quinta división del extinguido Fomento, para pasar luego
a la cuarta de Talleres y a la tercera de Audax. Más adelante firmó para
Lavalle, donde jugó tres años y pasó a Barracas por un año, tras lo cual debió
abandonar la ciudad por trabajo para trasladarse a la localidad de Villa María,
donde actuó por Unión Central. Al año volvió a Barracas para luego ser
transferido definitivamente a Lavalle.[9]
Una gran parte de los jugadores se iniciaba en entidades
independientes del fútbol aficionado barrial o de la campaña para desde ahí
pegar el salto “con que todos los purretes soñamos”[10] y
abastecer a los clubes del circuito oficial. A veces, eran socios o allegados
de uno de esos últimos quienes los “descubrían” y los conminaban para
incorporarse al mismo. Por citar un caso, Pedro Giacomelli se había formado
como jugador en los baldíos del Barrio Inglés; Miguel A. Tobler, dirigente de
Talleres, lo observó al pasar en uno de esos “picados” y lo invitó a firmar por
el club, en el que llegó a tercera división.[11] A
veces, la participación en el fútbol independiente y el oficial se iba
alternando. Así quedaba revelado en la trayectoria de Francisco Giordano,
quien, como la gran mayoría, dio sus primeros pasos en los potreros citadinos;
cuando tenía trece años, probó suerte con unos compañeros en Huracán y fue
seleccionado, debutando en la quinta división del club. En 1933, llamado por
unos amigos del barrio, pasó a integrar el conjunto de Chacabuco dentro de la
Asociación Amateurs. Al disolverse en 1935, volvió a la segunda de Huracán,
donde permaneció hasta 1937. Después Belgrano lo compró, actuó en la intermedia
y algunos partidos en primera, pero no pudo amoldarse al equipo y, al quedarse
sin puesto, Sportivo Alta Gracia, club de la localidad homónima, logró su
concurso. Fue sólo una temporada, pues el jugador quería actuar en su ciudad;
entonces Bolívar consiguió el pase y jugó allí hasta 1940, para pasar después a
Instituto, en calidad de préstamo, que era donde se encontraba al momento de la
nota. El jugador temía que, al pasar por muchos clubes, se lo acusara de
“golondrina” o de no sentir afecto por los colores que defendía, por lo que
aclaraba que sólo quería jugar al fútbol, sea cual fuere el conjunto y, cuando
lo hacía, por modesta que fuera la institución, siempre ponía toda su voluntad,
celo y cariño. Agregaba que Instituto era el club de sus amores y siempre fue
su anhelo actuar en defensa de sus colores, ya que de chico seguía al club y
quería emular a sus grandes figuras.[12]
Las palabras de Giordano abren otras lecturas. Por un
lado, durante los años veinte, con la expansión del amateurismo marrón (profesionalismo
ilegal), persistió y se incrementó el nomadismo deportivo, es decir, los
constantes traspasos de jugadores de un club a otro en búsqueda de mejores
posibilidades. Esta movilidad de los futbolistas ya no sólo tenía entre sus
principales razones la frecuencia con que desaparecían clubes y se fundaban
otros nuevos, sino que ahora estaba motivado también por las gratificaciones
materiales (en dinero, trabajo o vestimentas de juego) que comenzaban a recibir
los jugadores para incorporarse a entidades que buscaban mejorar su
competitividad. Su acepción peyorativa, el “golondrineo”, comprendía a los que,
en este marco y salvo situaciones forzosas, especulaban con cambiar
repetidamente de equipo para partir al mejor postor, que les ofrecía mejores
condiciones deportivas y económicas. Incluso cuando ya se había oficializado la
práctica rentada (el profesionalismo, sancionado en 1933), esta figura seguía
actuando como referencia negativa para juzgar a los futbolistas que no buscaban
en el fútbol un motivo de sano esparcimiento y de ejercicio de la cultura
física y se “dejaban dominar por el mercantilismo”, demostrando una falta de
afecto por los colores de un club. Todos los futbolistas buscaban defenderse de
ese mote porque implicaba una afrenta a su honor. Ya lo remarcaba Pedro Saldaño
al contar su vida deportiva: “no soy partidario de los ‘golondrinas’: desde que
me inicié en el deporte no he firmado nunca ni pienso hacerlo un pedido de
pase. Sólo pasé a Instituto cuando dejó de existir el club de los Nicola
[Escuela de Comercio].”[13] La
eficacia discursiva de este tipo de representaciones que afectaban el honor
personal en el deporte constituía sujetos que internalizaban esas identidades y
eran influidos en los usos que hacían de las normas y estructuras en las que
estaban insertos.
Uno de los factores que alimentaba el continuo pasaje de
futbolistas era el anhelo de poder jugar en las categorías superiores del
fútbol oficial y, de ser posible, hacerlo en los clubes con los cuales
simpatizaban, pero pocos gozaban de esa suerte. Elección mediante de dar ese
salto, la mayoría se acomodaba donde el naciente mercado de talentos los
colocara. Como ha señalado Frydenberg (2011), ese mercado regido por una fuerte
selectividad se conformó en un contexto de desarrollo del jugador
especialista-talentoso, que tenía pleno dominio de las técnicas deportivas y de
la capacitación física. En ese marco, sostiene el autor que la afectividad de
los jugadores “con los colores” quedó afincada en ese momento épico previo a su
ingreso en el mundo competitivo del fútbol oficial.
De allí que la mayoría de los jugadores se fuera
desprendiendo progresivamente del ideal romántico de jugar en el club en el que
se habían formado y por el que expresaban afecto: jugaban para un equipo al
mismo tiempo que simpatizaban por otro. A veces, incluso, seguían siendo socios
de una entidad, por más que estuvieran jugando en otra: Rogelio Escatena se
había formado en Talleres y en 1927, por gestión de unos amigos, se pasó a
Audax, para retornar en 1931 a su club de origen, del que seguía siendo socio y
por cuyos colores “se jugaba entero”.[14] José
Jover se había iniciado en Lavalle, pero implantado el profesionalismo fue
contratado por Audax, con el que siempre había simpatizado.[15] Tampoco
era sólo una coincidencia que muchas veces el entrevistado declarara su afición
por el club en el que se estaba desempeñando, lo cual era una forma también de
legitimar su estadía y conseguir el aval de los aficionados. Dentro de sus
márgenes de acción, los jugadores alteraban identidades deportivas primigenias
que se pretendían inmutables y forjaban nuevos sentidos de pertenencia para
adaptarse a las coyunturas que les planteaba la práctica deportiva.
Las estrellas del amateurismo
El deseo de los jóvenes de
convertirse en jugadores de fútbol y de pertenecer al grupo de elite, la
configuración de un mercado deportivo que priorizaba a los talentos
individuales y el interés de la prensa por crear figuras de consumo popular
alimentaron la emergencia de nuevos cracks del
mundo deportivo.
Este era un modelo del jugador destacado que sobresalía
por sus habilidades, destrezas y coraje en un campo de juego y que la hinchada
lo ungía y lo convertía en emblema popular al vitorear su nombre en público,
llevarlo en alzas y seguirlo a cada paso. La prensa acompañaba esa evolución y
arropaba de un carácter simbólico a su figura como brazo ejecutor especializado
de las aspiraciones deportivas de la afición, contribuyendo con ello al realce
del espectáculo. A la vez, aunque eran la excepción, incorporaba otros
candidatos a esta condición: aquellos que se consagraban sin un historial
marcado por esos grandes episodios que la masa aficionada recordaba, sino por
su regular desempeño y fuerte compromiso con el equipo, como el caso de Pedro
Giacomelli en Audax.[16] De
otros como Emilio Castro, cuya mayor satisfacción la había experimentado
durante un partido contra Belgrano cuando la hinchada de Talleres lo hizo
objeto de una calurosa demostración de simpatía, se decía que se habían ganado
la estima de los dirigentes, hinchas y socios del club por su carácter modesto
y reservado, sin las ínfulas que gastaban muchos de los que se sentían
jugadores de elite y que podía llevarlos a la ruina.[17]
En efecto, desde el momento en que se generalizó el
amateurismo marrón, una parte de estos jugadores fue dotado de una connotación
negativa por su carácter disruptivo del jugador vinculado con los valores de la
deportividad inglesa, ya que alrededor de ellos se construía una imagen
generalizada de jóvenes pretenciosos, altaneros, individualistas e interesados,
que imponían condiciones a los dirigentes para contar con su concurso deportivo
(Di Giano, 2004, p. 215).
Este discurso fue difundido desde la prensa con un fin
aleccionador y moralizador, pero también fue utilizado en contraposición por
otros deportistas para validar sus propias trayectorias deportivas. En efecto,
algunos de los jugadores pioneros en el fútbol local, que ya mediando los años
veinte se habían retirado de la práctica activa, evocaban su pasado deportivo
en términos de tiempos heroicos y honorables, valiéndose de una construcción de
su presente que remitía a una otredad con la que marcaban distancia por su
carácter mercantilista. Santiago Bolognino y Abel Fiorelli[18]
aseveraban que entonces se jugaba con un “espíritu superior”, que refería a ese
entusiasmo por resultar airoso en la defensa de los colores del club
derrochando generosamente todas las energías para triunfar o sucumbir con
honra, una virtud indispensable al fútbol que había desaparecido. El
futbolista, seguían afirmando los entrevistados, había incorporado desde sus
raíces esos valores y se llenaba de privaciones “para forjar en la palestra la
gloria de la institución que nos cobijaba. No queríamos recompensa ni la
buscábamos nunca porque en esos años era una pasión el cultivar el popular
deporte.”[19]
Asimismo, criticando los procederes de muchas de las nuevas figuras deportivas
vigentes, aseguraban que
era muy rara la vez que se nos llevaba en coche y desde
las casas. Acudíamos las más de las veces a patacón por cuadra y éramos más
puntuales y asiduos. De “motu propio” se asistía entre la semana a los fields,
pues los prestigios del club por el cual nos interesábamos reclamaba nuestro
esfuerzo. Nuestros beneficios eran muy superiores: una victoria o la
satisfacción de ser vencidos después de emplear todo nuestro esfuerzo eran la
mejor recompensa.[20]
Con el auspicio de la prensa, los jugadores fueron
construyendo una imagen mítica de esa época inaugural del fútbol como premisa
para elaborar una crítica a la “degradación” mercantilista de esos tiempos
modernos: la labor inicial para la edificación de una práctica sustentada en la
entrega desinteresada y la honorabilidad de los participantes por un fin colectivo
iba deviniendo progresivamente en una experiencia individualista preocupada por
el éxito deportivo y el posicionamiento económico. Sin embargo, esta concepción
fue sufriendo alteraciones conforme se iba extendiendo la práctica del
amateurismo marrón a finales de los años veinte y principios de los treinta, en
consonancia con las transformaciones que fue experimentando el fútbol en sus
estructuras.
Tan rápido como se los convertía en ídolos, se los
transformaba en figuras mediáticas. Paulatinamente, los jugadores se iban
convirtiendo en celebridades reconocidas por el público deportivo: “al hablar
de campeones, parecemos estar ante personajes de leyenda. Muy pocos ignoran su
biografía”.[21]
Sus imágenes ilustraban las páginas deportivas y había un interés creciente por
presentar al público aspectos de sus vidas fuera de la cancha de fútbol. Al
respecto, hacia septiembre de 1930, el periódico La Voz
del Interior inició una sección donde mostraba a algunos cracks locales insertos en su vida laboral o estudiantil.
Eran jugadores de mucho renombre deportivo en la ciudad, de los que no se
conocía mucho en relación con su faceta más cotidiana. Los primeros en pasar
por esa sección fueron tres jugadores de Instituto: los dos primeros, Bernardo
Fernández y Arturo Días, se desempeñaban desde hacía varios años en el
Ferrocarril Central Córdoba como guardatrén y en el transporte de bultos al
servicio de la oficina de Encomiendas y Equipajes, respectivamente; el último,
Santiago Narvaja, trabajaba en la Cervecería Córdoba[22] y al
año siguiente fue el primer futbolista cordobés en profesionalizarse, siendo
célebre su secuestro cuando marchó de Nacional de Rosario a Boca Juniors de
Buenos Aires.[23]
Otros de los entrevistados fueron Ignacio Romero, de Belgrano, que llevaba diez
años trabajando como escribiente en la Tesorería de la Provincia de Córdoba;[24]
Federico Pérez, de Juniors, quien era tenedor de libros en la Oficina de
Cuentas Corrientes de la Compañía General de Electricidad, además de aficionado
al canto;[25]
y Rogelio Freytes, de Belgrano, quien pertenecía desde un año atrás al personal
del Banco Alemán Transatlántico como auxiliar de caja.[26] A ellos
se sumaban los estudiantes universitarios como José María García, de
Universitario, y Mauricio Waisman, de Juniors, quienes seguían la carrera de
matemáticas en la Facultad de Ingeniería.[27]
Con base en esos ejemplos se intentaba desmitificar la
visión del deportista como un hombre improductivo e indisciplinado fuera de las
canchas de fútbol. Para poder ser convertido en producto cultural de consumo
masivo, la figura del crack comenzó a ser realzada
de nuevas significaciones que transformaron su perfil identitario. Más bien,
imponía una nueva imagen del futbolista que era compatible con su papel como
trabajador y destacaban el valor del entrenamiento del músculo como forjador de
aptitudes para encarar la “lucha diaria por el sustento”, como un espacio de
formación de la mano de obra, desde donde también contribuían a la “grandeza de
la patria”.[28]
Por otro lado, no dejaba de ser este un ejercicio pedagógico en tiempos de
amateurismo “marrón”,[29] con
miras a enseñar a los jugadores la precariedad y fugacidad del fútbol como
medio de vida y la importancia y necesidad de aprender oficios y profesiones y
buscar formas de subsistencia más seguras. La práctica deportiva no se
desprendía de su concepción como medio de esparcimiento.
Por otro lado, el estatus de estrella deportiva lejos
estaba de ser inmutable en el marco de una institución, ya que podían ser
destronados de ese lugar si se cambiaban de club o dejaban de responder a las
pretensiones de los aficionados y directivos, aun cuando su capacidad y
voluntad no estuvieran en discusión. En tanto identidad fluctuante, debía ser
constantemente reafirmada. Una vez que dejaban la práctica activa del fútbol,
sólo unos pocos eran ocasionalmente recordados por medio de entrevistas
periodísticas y el apelativo de cracks los
acompañaba como rememoración a sus años de esplendor. Algunos continuaban
ligados como directivos, pero muchos otros seguían sus labores cotidianas y, en
términos deportivos, quedaban relegados al olvido. A ello atribuía la prensa el
suicidio del jugador Miguel Dellavalle, un sargento de las fuerzas armadas
acostumbrado a aparecer en las primeras planas de sus páginas por sus reconocidas
destrezas en el campo de juego, que lo llevaron a ser el segundo jugador de la
liga local, tras José Lascano, en integrar el seleccionado argentino en matches internacionales.[30]
Los cracks en el profesionalismo
Con la sanción del
profesionalismo en el fútbol cordobés en 1933, se abrió paso a una nueva fase
del fútbol como espectáculo a partir de la especialización e incorporación de
los jugadores más talentosos al naciente mercado laboral deportivo a través de contratos
temporarios de locación de servicios que creaban obligaciones recíprocas para
las partes, reconociendo a favor del jugador un sueldo o participación en
dinero, lo cual era el aspecto específico que lo diferenciaba del amateurismo.
La lcf reconocía el derecho de todo
jugador a profesionalizar sus actividades, haciendo de sus habilidades y
poderío físico un medio de solventar sus necesidades materiales y favorecer su
mayor dedicación a fin de mejorar la calidad de los espectáculos que atraían al
público que pagaba.[31] A la
vez, determinó que los únicos clubes que harían profesionalismo dentro de su
organismo serían los de primera e intermedia, mientras que las demás divisiones
permanecerían siendo amateurs.[32] En
efecto, sólo 18 de 132 equipos tendrían un plantel conformado por
profesionales, por lo que la condición rentada sólo afectó a un pequeño
porcentaje de los jugadores.
Al ofrecer sus servicios a un club a cambio de una
remuneración asumieron una precaria condición contractual asalariada y
participaron de un incipiente mercado laboral. En la práctica, los futbolistas
se transformaron en un nuevo tipo de trabajador, aunque su actividad no fue
regulada por el Estado, sino por el ente federativo deportivo, y no se vieron
beneficiados por el acceso a derechos propios de la actividad laboral
reconocidos legalmente (indemnizaciones por accidentes de trabajo,
jubilaciones, entre otros). Dada la fragilidad y volatilidad de su condición,
los futbolistas no fueron representados ni se autorreferenciaron como tales,
sino que siguieron siéndolo desde su identidad como deportistas talentosos de
una actividad que la mayoría seguía concibiendo como un entretenimiento
corporal.
Las exigencias del espectáculo futbolístico y el interés
de los jugadores por destacarse en las competencias oficiales hicieron que poco
a poco empezaran a visualizar la importancia del entrenamiento y el cuidado
personal para mejorar su rendimiento. Una preparación más eficaz para la
actividad deportiva entraba en tensión con los tiempos del mundo laboral, que
podían obstaculizar el pleno desarrollo físico y técnico de los jugadores. La
profesionalización resolvió en parte ese problema, aunque la gran mayoría no
pudo consagrarse exclusivamente a la práctica deportiva.
Las condiciones sobresalientes de los cracks les permitían negociar por mejores beneficios al
momento de ser contratados por un equipo o para permanecer en el que estaban. A
decir de la prensa, el amateurismo marrón, pero más concretamente el
profesionalismo ya oficializado, había “despertado en chicos y grandes un
inmoderado deseo de convertirse en cracks, con
miras a obtener sueldos más o menos fabulosos –privilegio de quienes se
destacan en el arte de la patada– y al pago de elevadas primas por las
transferencias a otros clubs”.[33]
En el imaginario de muchos futbolistas existía la
creencia de que las remuneraciones que podían percibir los colocarían en una
situación socioeconómica más ventajosa. El fútbol era percibido como una
profesión destacada que posibilitaba materializar la idea del ascenso social en
una sociedad muy móvil. Como plantea Capistegui (2012, p. 25), la trayectoria
de estos héroes populares les abría la esperanza de acceder al éxito social por
vías menos ortodoxas como modelo compensatorio, en una negociación de identidades
que no lo ponían en conflicto, sino que tendían a integrarlo, dentro de los
cánones de la cultura hegemónica.
Pero pronto se revelaría la realidad de un contexto local
que no contaba con los recursos para cumplir con esas expectativas, tal como
sucedía en la capital porteña. En la mayoría de los casos, los jugadores
cordobeses no podían vivir sólo del fútbol ya que el profesionalismo local
“apenas llegaba a costear el desayuno”,[34] por lo
que tenían otras faenas para ganarse su sustento y el de sus familias. Ellos
eran albañiles, joyeros, relojeros, electricistas, vendedores, bomberos,
empleados en el mercado, los mataderos o los molinos, guarda de ómnibus,
militares, escribientes o adscritos de contadores, entre muchas otras labores;
tenían negocios familiares, eran dueños de estaciones de servicios o
estudiantes universitarios.
Los jugadores tenían, entonces, sus ocupaciones
particulares que conservaban, aunque firmaran contratos profesionales o
siguieran actuando como amateurs en algún equipo.
En general, la vida deportiva no les representaba más tiempo que el que les
acarreaba dos o tres entrenamientos vespertinos durante la semana y el día del
partido en el fin de semana. Por ello, la posibilidad de disponer de otro
empleo era perfectamente compatible con el trabajo como futbolista rentado. A
veces eran el club mismo dentro de sus instalaciones[35] o algún
dirigente que fuera propietario de un comercio[36] quienes
ofrecían un puesto al jugador, generalmente donde no tuviera un gran derroche
de energías. Así, muchos jugadores tenían conciencia de la volatilidad y
caducidad de su condición profesional, por lo que, salvo excepciones, no lo
preveían como único sustento, sino como una posibilidad de obtener ingresos
extras en una actividad de entretenimiento. A algunos estudiantes les servía
también para costearse sus estudios. Para otros que se hallaban en una
situación económica más precaria y carecían de empleo en un contexto marcado
por la inestabilidad económica y laboral por la crisis de los años treinta, significaba
la posibilidad de encontrar un medio de vida, por más efímero que fuera, o un
ingreso complementario al de su puesto de trabajo.
Por otro lado, para algunos jugadores de las categorías
menores, cuyo concurso no les exigía el mismo grado de especialización que a
los profesionales, el fútbol seguía siendo un medio de entretenimiento e
intercalaban su participación en los clubes con la práctica de otros deportes.
Sixto Pereyra jugaba en Talleres y era capitán de la tercera D, que había
conquistado el título; al mismo tiempo, había logrado también los campeonatos
de basket de la Federación Cordobesa de Basketball –formando parte del team de intermedia– y de golf en un torneo del club
Deportivo Central Córdoba.[37] También
la intervención polideportiva podía desarrollarse simultáneamente en diferentes
clubes: Paolucci, arquero de Talleres, boxeaba en clubes barriales; Adolfo
Ponce de León era una de las figuras de la cuarta de Belgrano a la par que
jugaba pelota a paleta en el club Gimnasia y Esgrima,[38] lo cual
alternaba con sus estudios en la Escuela de Comercio. A otros como Renato
Manzoli, la vida académica y su trabajo en el negocio familiar no le dejaban
tiempo para intervenir regularmente en el equipo superior de Talleres.[39] Por el
contrario, no eran pocos los que, paralelamente a su intervención en la lcf, participaban de otros torneos como el de los
militares o el de las casas comerciales: por citar un ejemplo, el malogrado footballer de Talleres, Camilo Piconne, lo hacía también
para Casa Tamburini, de la que era empleado.[40]
Con la emergencia del mercado profesional de jugadores,
el “golondrineo” se iba consolidando. En lo que se puede traducir como una
postura paternalista, la prensa exceptuaba del escarmiento público que ese
comportamiento implicaba a aquellos a quienes “la cotización profesional los
llevó a dejar la entidad donde se formaron como una ‘legítima ambición del
elemento humilde de condiciones’”.[41] Era el
caso, entre otros, de dos futbolistas, A. Farías y M. Heredia, que pasaron de
la institución que los formó, Lavalle, a Instituto. También de Simón Cuello, de
quien se preguntaban ¿por qué, tan “nacionalista” [del club Nacional] como se
decía, abandonó sus filas para ir a Talleres? La respuesta esgrimida era que
“al muchacho humilde causas poderosas imponían cambiar su actividad, pero aun
siempre prima en él el amateur. Continúa siendo un ejemplo viviente de sano
deportismo.”[42]
Ya no se veían el cambio de equipo ni la búsqueda de retribución a través del
juego como una inmoralidad, sino como una oportunidad para ciertos sectores de
menores recursos. Más que reafirmar la pertenencia a una identidad, la
condición de clase de los futbolistas era subsumida dentro de un modelo
deportivo que hipotética y circunstancialmente les permitía acceder a una de
las fórmulas de éxito social propugnada por la cultura liberal.
Ello no desechaba los comentarios habitualmente
sostenidos de que los muchachos formados en el propio club eran los de mejor
desempeño porque “sentían los colores de verdad”, una forma de incentivar
también a que los clubes gastaran menos y prestaran mayor atención a sus
divisiones inferiores. Se creía que la adscripción a una pertenencia asociativa
primigenia actuaba como un refuerzo emocional que aumentaba la competitividad
de los jugadores.
La identificación del profesional como un deportista
interesado fue perdiendo validez paulatinamente: la condición rentada pasó a
representar no sólo al que obtenía remuneración por su servicio, sino también
al que se entrenaba y preparaba regular y sistemáticamente para rendir de
manera eficiente en el campo de juego. Considerando que el espectáculo
mediatizado se erigía, en parte, a partir del reconocimiento de las estrellas
profesionales, el amateurismo encarnaba a quienes no recibían recompensas materiales
en el juego, pero fundamentalmente remitía a los que, a pesar de ello, seguían
poniendo el mayor entusiasmo, dedicación y nobleza para obtener el triunfo,
respetaban a los rivales y los árbitros y defendían con honestidad a sus
colores. Era en ese punto en el que empezaron a entrar en contacto: la
caballerosidad, un atributo que hacía a la honorabilidad de todo jugador,
pasaba a ser también compatible con la práctica rentada; es decir, todo
profesional podía tener un “alma” de amateur.
La honorabilidad puesta en escena
El honor aparecía configurando la
experiencia de los jugadores de fútbol, que competían tanto por el triunfo
deportivo, como por el reconocimiento social. Siguiendo a Frydenberg (2011),
este era un capital vinculado al “deber ser” que estaba al alcance de todos y
que, en muchos casos, era casi el único que tenían, por lo que luchaban por
defenderlo e imponer su propio sentido. En otras palabras, era un valor a
disposición de todo aquel que participara de la práctica deportiva y que
estructuraba sus identidades, modelaba sus conductas e impregnaba cada una de
las relaciones de sociabilidad en que se inscribían.
La honorabilidad se custodiaba con la defensa del
compromiso identitario asumido a partir de la participación en un club. Además,
a pesar de que en los comienzos del fútbol el honor estaba más asociado al fair play, al cumplimiento de las reglas y la aceptación
de los resultados, poco a poco se fue abriendo a nuevas experiencias vinculadas
al exitismo individual y colectivo: la credibilidad de los procederes del
jugador y la fidelidad hacia un equipo eran puestas en cuestión en el marco de
una práctica que se iba mercantilizando progresivamente.
La sanción pública que implicaba la exclusión del primer
cuadro de un equipo por motivos futbolísticos o extrafutbolísticos o el
descrédito como miembros de la elite deportiva eran vividas por los jugadores
como ofensas a su dignidad deportiva, ya que entraba en cuestión su compromiso
e identificación con un club. Ante ello, algunos optaban por renunciar a su carácter
de socio y jugador, tal como hizo el entonces capitán del primer equipo de
Instituto, Atilio Borserini.[43] La
misma decisión tomaban cuando eran recriminados por sus propios dirigentes,
hinchas o compañeros por un mal rendimiento o alguna jugada desafortunada,
hecho que llevó a Paolucci a dimitir como jugador de Talleres al ser culpado
por un gol sufrido contra Audax.[44]
A su vez, por esos años se hicieron más usuales algunos
hechos que causaban cierto escepticismo en el ambiente deportivo y que ponían
en tela de juicio la honestidad de los participantes. El exitismo imperante
permeaba cada vez más enérgicamente las estructuras lúdicas y competitivas de
la práctica deportiva y los sistemas de valores de los protagonistas,
emergiendo nuevas problemáticas en ese escenario. Una de ellas fue la de los
sobornos, es decir, del ofrecimiento directo o por vía de un intermediario de
dinero, objetos, trabajo u otros incentivos a un jugador, dirigente o réferi a
fin de conseguir de ellos un beneficio, un favor o el incumplimiento de sus
obligaciones para favorecer a la parte oferente. Hizo su aparición en el ámbito
deportivo en los años veinte, aunque fue a partir de la profesionalización del
fútbol en los treinta cuando alcanzó mayores repercusiones y se denunciaron con
más frecuencia en la prensa o en la lcf
algunos hechos sindicados como sospechosos, antideportivos y de mala fe.
Uno de los primeros casos resonantes apuntados en la
prensa al respecto fue el que, en junio de 1923, tenía al ex dirigente de
Talleres, Adolfo Hanel, como uno de los implicados. Allí se lo acusaba de
insinuar al jugador de Instituto, Julio Capitanelli, para que se dejase perder
en un partido entre ambos equipos. El diálogo fue presenciado por un dirigente
del club albirrojo, quien puso el hecho en conocimiento de las autoridades de
su institución y se resolvió la expulsión como socio del jugador. No conforme
con ello, Hanel repitió sin éxito su ofrecimiento al arquero de la entidad,
Bartolomé Martínez, al que prometió 50 pesos si se dejaba hacer un gol. En
declaraciones posteriores y con la asistencia de testigos, los implicados
aceptaron la veracidad de los hechos, pero deslindaron sus responsabilidades en
el asunto aduciendo que había sido producto de una broma. Con ello pedían una
reconsideración de las penas impuestas y, más aún, la recuperación de su honor
mancillado ante lo que irrumpía como la mayor de las afrentas a su identidad
deportiva.[45]
A veces eran los mismos socios de un club quienes
denunciaban a alguno de sus jugadores por conductas que sindicaban como
sospechosas, antideportivas y de mala fe para favorecer a un rival; y en esos
casos, pedían abrir una investigación en la que, de ser hallados culpables, se
determinara su expulsión. Quien sufrió este proceder fue el capitán de la primera
división del club Audax, Cristóbal Jara, acusado de beneficiar a Universitario
a partir de los siguientes hechos: haber incurrido en muchos foules en el partido, negarse a firmar la planilla y,
fundamentalmente, haber cedido los puntos al rival cuando faltaban cinco
minutos y el partido estaba empatado. Desmentidas las dos primeras acusaciones,
en cuanto a la tercera, el jugador afirmó que había sido autorizado a tal
medida por miembros de la subcomisión de fútbol presentes en la cancha, ya que
no perjudicaba ni beneficiaba a su cuadro, y que había tenido la conformidad de
la mayoría de sus compañeros; la comisión investigadora lo entendió de esa
manera y se apoyó en el hecho de que “ceder los puntos y retirar un equipo es
un acto común en la vida deportiva, y tan lo es, que en la temporada última y
en la disputa de nuestro campeonato, se han dado casos de retirarse equipos
estando con score igual, sin que a nadie se le ocurriera ver en cada acto de
estos, una violación de preceptos reglamentarios o una actitud contraria a la
moral deportiva”[46]
Más allá de la desestimación de la denuncia, el jugador
presentó su renuncia indeclinable como socio debido a la campaña difamatoria
que se hizo en su contra. Su compromiso con el club había sido puesto en duda
por sus propios consocios, quedando expuesta su reputación. Ante esa afrenta,
ya no había razón para permanecer en el club depositario de su honor, aun
cuando la competencia siguiera revistiendo un costado bien lúdico, como indica
el retiro del equipo antes de concluir las partidas.
Si bien no era un tema novedoso por los antecedentes
locales y nacionales,[47] en
tiempos de actividad deportiva rentada cobraban mayor intensidad las
insinuaciones de soborno a jugadores. El afán de ganar partidos y lograr el
título de campeonato significaba la posibilidad de percibir mayores ingresos
para los jugadores y los clubes, amén del reconocimiento público que tal logro
significaba. Apenas conquistado el primer título de la era profesional por
Belgrano en 1933, algunos resultados sorpresivos que se habían dado en el
torneo dada la campaña de ciertos equipos comenzaron a causar revuelo entre los
directivos y aficionados. La prensa sacaba rédito al instalar la polémica en
sus páginas y reclamaba una amplia investigación del asunto, que “trastocaba
los más elementales principios de ética deportiva”. Se decía que los equipos
mal colocados o sin nada por disputar entregaban sus partidos con el fin de
obtener dividendos extras para paliar o afianzar su situación económica. En este
caso, una de las imputaciones recaía en jugadores de Talleres, de quienes se
sospechaba que habían sido comprados por un intermediario allegado a Belgrano,
quien habría recibido el dinero e informado a los dirigentes albiazules.
Creyendo poder comprobar la denuncia con el testimonio de algunos de los
inculpados, las autoridades de Talleres presentaron pruebas ante la lcf y, mientras les abrían expediente, suspendieron
por tiempo indeterminado a tres de sus jugadores (Hugo Salvatelli, Rogelio
Escatena y Roberto Ortiz). En la resolución emitida, el club decía constatar,
al menos, la falta de eficacia y entusiasmo en sus hombres y tomaba esa
determinación en salvaguarda del prestigio de la institución y como una
satisfacción a la opinión pública y simpatizantes.[48] A su
vez, la entidad de Alberdi se defendía de los comentarios “que pretendían
restar méritos a su conquista y afectaban su tradición y honestidad deportiva”
y dejaba sus libros contables a disposición de las demás instituciones.[49] Además,
suspendió sus relaciones con el clásico rival. Claro está que, de haber
existido negociados, nada quedaba registrado y lo que se ponía en juego era la
integridad de la palabra.
El otro centro de acusaciones en este acontecimiento
fueron los jugadores de Juniors, quienes también tenían oportunidades de título
y se la jugaban frente a 9 de Julio. La inesperada derrota generó los rumores
circulantes entre algunos asociados y parciales de la entidad de que se habían
“vendido”, a partir de lo cual el player Hugo
Pavoni tomó la determinación de renunciar al club. Inversamente a la reacción
de Talleres, la Comisión Directiva de Juniors tomó la resolución de rechazarla
“por tratarse de un jugador sumamente culto y caballeresco iniciado en sus
filas, donde demostró siempre capacidad y cariño”.[50] Al
mismo tiempo, los compañeros del equipo y numerosos asociados firmaron una nota
pública en la que desagraviaban al jugador de esas “calumnias” y le pedían que
reviera su decisión.[51] La
renuncia era también un recurso que tenían los jugadores para poder
legitimarse, ya que ponían su honorabilidad a juicio de los demás y podían
restituirla en el caso de tener una acogida favorable; asimismo, para los
directivos, aceptar la renuncia hubiera significado avalar la calumnia, por lo
que su desestimación era una forma de salvar el prestigio de la institución y
sus jugadores. En tanto dimensión subjetiva de las prácticas sociales, las
identidades forjadas por los actores contribuyen a legitimar o deslegitimar sus
acciones (Giménez, 2007, p. 50).
Nuevos episodios de ese tipo sacudieron el normal
desarrollo de los campeonatos en los años posteriores. En 1934 un jugador de
Audax, Giacomelli, fue quien había informado que un desconocido se le acercó
–estando él en una vidriera para comprar una corbata– y le insinuó la
conveniencia de entregar el partido contra Belgrano. A pesar de que no hubo
testigos ni pruebas, este último club decidió no jugar el partido y ceder los
puntos a su rival para que no se pusiera en duda el proceder de la institución.
En la investigación realizada, la lcf suspendió
provisoriamente al jugador de Belgrano Toribio Acosta, que el día del hecho
efectuó una visita al jugador Chanes, de Audax, pero fue absuelto al comprobar
que existían vínculos personales entre ellos, ya que habían compartido equipo
anteriormente en un club de Las Tordillas.[52]
También en los clubes amateurs
se producían denuncias de esa calaña, que involucraban a equipos que peleaban
el título de segunda división. En Lavalle versus Racing, el presidente de este
último sostenía que se había pretendido comprar a su guardavalla.[53]
La recurrencia de hechos semejantes fue motivo para que
la lcf tomara cartas en el asunto y
decidiera la modificación de su Código de Penas y la creación del Tribunal de
Penas, a fin de adaptarlo a las nuevas circunstancias existentes y disponer de
instrumentos legales para sancionar a los responsables. Sin embargo, a pesar de
esa mayor institucionalización, no siempre se dispuso de pruebas fehacientes
para condenar esos hechos. Por ello, los casos de soborno se siguieron
reproduciendo a lo largo de esos años. La sospecha generalizada invadía el
ambiente en momentos de definición de los torneos y actuaba como vara sobre la
que se medía e intervenía ante situaciones que, en otro contexto, no hubieran
sido interpretadas de la misma manera. Cuando un jugador de Juniors fue
avistado en la secretaría de Belgrano para negociar su pase con dirigentes de
este, la comisión directiva del club dueño del pase calificó la situación de
insólita, eliminó al futbolista de su plantel y rompió relaciones con la
institución rival.[54] Clubes
y jugadores intentaban despegarse de las acusaciones y recurrían a la prensa
buscando la exoneración pública. Así, ante la denuncia por el intento de
soborno a un jugador de Peñarol, la directiva de Juniors envió una solicitada a
los diarios locales aclarando que la persona sindicada como presunto gestor del
hecho no era socia del club.[55]
Con el pasar de los años, el Tribunal de Penas fue
adquiriendo mayores herramientas y conocimientos para actuar y expedirse en ese
tipo de casos. Cuando en 1939 fue pública nuevamente una acusación de soborno,
el fallo del ente reconocía la existencia de un ofrecimiento de dinero a
jugadores de Audax por parte del presidente, el vicepresidente, el tesorero, el
secretario y su hermano y un jugador de primera de Lavalle para que no
rindieran un juego normal durante el partido y facilitaran el triunfo del
rival. Diferentes sanciones recayeron sobre los implicados y al club infractor
se le quitaron los puntos de ese cotejo.[56] En los
siguientes partidos que disputó Lavalle, la desconfianza también se extendió
entre sus rivales, quienes temían que las argucias hubieran llegado a los suyos
y dudaban de sus lealtades. En efecto, dirigentes y parciales del club Córdoba
Central retiraron del campo a un jugador de su propio equipo acusándolo de
estar jugando en contra.[57] Una vez
en los “escritorios”, la comisión directiva de dicha entidad resolvió suspender
por tiempo indeterminado y aplicar una multa de 100 pesos a cuatro jugadores
por su deficiente actuación y habérseles comprobado poca voluntad para defender
los colores de la institución. La misma sanción le fue impuesta a otro
futbolista por jugar en inferioridad física sin avisar a la comisión, mientras
que a otros se los suspendió y multó por diferentes razones: actuar con poca
voluntad, no presentarse a disputar el partido y no cuidar de su estado
atlético. Quienes escaparon a esos castigos fueron felicitados por su
demostrada voluntad.[58]
En fin, a todo jugador se le exigía demostrar guapeza,
virilidad y empeño, atributos asociados a la identidad masculina en la época,
para defender los colores de su club en el campo de juego. En ocasiones, la
ausencia de esas virtudes se asociaba rápidamente a la falta de ética deportiva
y recaían acusaciones de deshonestidad sobre los implicados por supeditar la
recompensa material a la moral deportiva. Las denuncias sembraron de
desconfianza el ambiente deportivo y ponían a la honorabilidad en el centro del
debate. Así, los valores asociados a la identidad masculina funcionaron como
elementos cardinales para medir el compromiso identitario de los jugadores con
la entidad de la que formaban parte. Entre otras aristas, esos hechos afectaban
uno de los principios éticos fundamentales en los que se basaba el fútbol en su
dimensión lúdica y competitiva: la igualdad de condiciones de la que partían
los rivales, que era un componente esencial del imaginario democrático de los
deportes. La sanción de esos ilícitos era una forma de restituir la justicia
inicial entre los rivales, tendente a lograr la paridad de condiciones.
Por otro lado, cuando esas virtudes eran apreciadas
positivamente a lo largo de la carrera deportiva o dirigencial de un jugador,
su figura era objeto de demostraciones públicas. En efecto, en distintas
ocasiones fueron homenajeados por parte de socios, allegados y aficionados a un
club en reconocimiento de su labor al frente de la entidad y de las cualidades
observadas dentro y fuera del campo de juego. Sucedía en momentos en que se
celebran algunos hitos en su trayectoria personal, como cuando se despedían de
la actividad deportiva o eran designados para cargos prestigiosos de la vida
pública. Generalmente eran obsequiados con banquetes en su honor, como al
jugador de Belgrano, Antonio Figueroa, a quien agasajaron en el Hotel Córdoba
para conmemorar su retiro de la práctica activa del fútbol.[59] A su
vez, también se les entregaban medallas de oro o pergaminos como reconocimiento
a sus trayectorias, como sucedió con Arturo Orgaz en 1934.[60] Por
otro lado, ante la muerte de figuras reconocidas con un largo recorrido en el
ambiente deportivo como futbolistas y dirigentes, las instituciones que los
cobijaron decretaban honores a su persona, enviaban ofrendas florales y
mandaban representantes a su cortejo. En su honor se hacía un minuto de
silencio y los jugadores portaban un brazalete negro, al tiempo que se
iniciaban suscripciones para colocar plaquetas con su nombre en locales de la
Liga o en el cementerio, como sucedió con Rafael del Caso.[61] En
definitiva, la puesta en escena de esos homenajes actuaba también como un
recurso pedagógico para exteriorizar y actualizar los hábitos y valores
esperables en toda carrera deportiva, los que debían ser interiorizados por los
futbolistas mediante procesos de subjetivación.
Los comportamientos de los jugadores en los campos de juego
Con la mayor especialización de
los jugadores, los progresos en su entrenamiento físico y táctico y la
necesidad de afianzar las construcciones identitarias de cada club, los
jugadores fueron sometidos a mayores presiones y exigencias en un campo de
juego. La honorabilidad se defendía con el éxito deportivo, para lo que se
debía emplear el mayor talento, empeño y tenacidad posibles. Ese mayor ímpetu
manifestado en las canchas, que se entendía también a partir de la misma
dinámica catártica del deporte, daba margen a un aumento en el juego brusco,
los golpes y agravios entre colegas y hacia árbitros y público, las
discrepancias y desobediencia hacia los árbitros o el abandono de los campos de
juego por parte de los futbolistas.
Todos estos eran medios que tenían los jugadores para
reponerse ante una adversidad u obtener superioridad ante un rival, evitar lo que
juzgaban como una arbitrariedad en una derrota y amparar una identidad que
estaba en peligro. Era su honor el que estaba en juego a través de la defensa
de lo que consideraban justo, así como de la legitimidad de la reacción ante lo
que se creía injusto. Incumplir las reglas o desconfiar de la ecuanimidad de
los fallos de los árbitros eran parte del repertorio de quienes, ante un
escenario desfavorable, no podían asumir el desequilibrio de las condiciones
iniciales de igualdad que aseguraba el juego y manejaban otras nociones acerca
de lo que era justo u honorable (Frydenberg, 2011, p. 81).
Semana tras semana las crónicas deportivas relataban los
incidentes generados entre rivales tanto en el fútbol aficionado como en el
oficial, a la vez que la lcf recogía y publicaba las notas de
protestas levantadas por los clubes. Por ejemplo, en un mismo domingo de mayo
de 1933, la prensa relataba sucesos que se habían producido en los dos
encuentros más trascendentales de la jornada. Por un lado, en el encuentro que disputaban
Belgrano y Peñarol en la cancha de la Liga, donde venía primando la brusquedad
en las acciones de los jugadores, un futbolista de la cuarta división de
Peñarol que presenciaba el partido como espectador provocó a uno de los
jugadores rivales tras el gol del empate de su equipo, originándose de
inmediato una gran batahola entre ambos planteles y uno que otro particular; la
policía controló la situación, aunque dos jugadores de Belgrano resultaron
heridos. El otro episodio ocurrido en el estadio de Talleres fue provocado por
la reacción de un jugador local contra un rival y el árbitro asistente de estos
ante un foul del que fue víctima, que terminó en
una pelea generalizada entre los dos equipos. Una vez expulsados los dos
mayores implicados, fuera del campo de juego continuaron agrediéndose.[62]
La intolerancia a la derrota también abarcaba a los
equipos de divisiones menores de las ligas aficionadas. Por ejemplo, dirigentes
del club Once Corazones acusaron públicamente la actitud sostenida por su similar
Farmacia Güemes, quienes una vez vencidos apedrearon a sus rivales, robaron la
pelota de su propiedad y se dieron a la fuga.[63]
Ante la sucesión de hechos de indisciplina, las entidades
deportivas no sólo recurrieron a sus propios reglamentos internos para
sancionar a aquellos miembros que lesionaban sus intereses, sino que desde
finales de la década de 1920 se encomendaron a otros mecanismos para actuar
sobre su prevención. En efecto, la Liga resolvió que todo cuadro que alistara a
jugadores procesados judicialmente sería penado. Para adecuarse a la medida,
cada club empezó a realizar una investigación al momento de admitir un socio
para averiguar los antecedentes del interesado y evitar el ingreso de
“elementos indeseados”, por lo que solicitaba certificados de conducta en la
policía. Como ello requería la obtención de la Cédula de Identidad Policial,
cuyo costo no todos los interesados estaban en condiciones de atender, la lcf solicitaba de aquella institución su obtención
gratuita, alegando que no tenía los fondos para afrontarla y que la mayoría de
los jugadores eran de condición humilde y de escasos recursos.[64] Las
instituciones deportivas encontraron en esto una forma de ejercer mayor control
y selectividad sobre sus recursos humanos, excluyendo preventivamente y
estableciendo nuevas distancias a quienes no reunían los parámetros de conducta
esperables por las autoridades.
A su vez, los organismos disciplinarios de la Liga fueron
progresivamente aceitando los dispositivos de sanción e imponiendo penas cada
vez más severas a quienes intervenían en ellos. El cuadro 1 refleja
estadísticamente la gran cantidad de acciones controversiales de jugadores y
dirigentes en los campos de juego que el Consejo Directivo de la lcf castigaba anualmente. Por ejemplo, en un partido
de tercera categoría entre Audax y Huracán en el que el árbitro del cotejo fue
agredido y despojado de sus artículos personales por parte de los miembros del
primero, las autoridades de la Liga suspendieron a todos los jugadores del
equipo por el término de seis meses y a su capitán, principal responsable del
hecho, por un año.[65] A su
vez, a los jugadores que reincidían en la provocación de escándalos se les
prohibía, con la anuencia de la policía, la entrada a las canchas.
Cuadro 1. Cantidad de hechos penados anualmente por la
Liga Cordobesa de Fútbol a jugadores y dirigentes
Año |
Penas |
|
1927 |
159 |
|
1928 |
173 |
|
1929 |
121 |
|
1930 |
225 |
|
1931 |
199 |
|
1932 |
161 |
|
1933 |
131 |
|
1934 |
126 |
|
1935 |
108 |
|
1936 |
217 |
|
1937 |
148 |
|
1938 |
171 |
|
1939 |
173 |
Fuente: elaboración propia sobre la base de datos
suministrados por Libro de penas a jugadores, dirigentes y
referees. 1927-1940, Liga Cordobesa de
Football, Argentina.
En más de una ocasión, los árbitros aunaron posiciones
exigiendo mayores seguridades y rechazaron dirigir a ciertos equipos, fundando
su decisión en las protestas y malos hábitos de los jugadores y las
incorrecciones de su parcialidad. Por otro lado, poniendo foco más en la
prevención, dictaron conferencias sobre leyes y comportamientos en el juego,
incluso invitando a árbitros nacionales, pero la concurrencia de jugadores y
dirigentes era escasa.
La necesidad de moralizar y civilizar el deporte se
imponía entonces como meta también de ciertos sectores de la prensa. Por ello,
desde sus páginas se lanzaban máximas con las conductas esperadas de los
jugadores, donde se los conminaba a saber ganar con modestia y perder con
dignidad, a respetar a los rivales y acatar las decisiones de los árbitros. Los
procederes de los jóvenes deportistas eran reprimidos, incluso, desde
instancias previas y posteriores a su estadía en un campo de juego; es decir,
desde el momento mismo en que se dirigían o retornaban de esos recintos
haciendo uso de transportes públicos, se cuestionaban sus expresiones de júbilo
ajenas a la “urbanidad” deseada, como los silbidos o los cánticos en voz alta.
La pedagogía civilizadora les exigía mayor recato y mejor educación a esos
muchachos.
Los periódicos exaltaban como “caballeros del deporte” a
aquellos futbolistas como Federico Fatechi que nunca habían sufrido pena
disciplinaria alguna por promover un incidente o ser expulsado de un campo de
juego. La descripción aseguraba que eran contados los que se encontraban en una
situación análoga, por lo que ese integrante del plantel de Instituto y
escribiente en la Dirección de Estadística de la Provincia gozaba de alto
concepto entre los allegados a su club y la masa deportiva general.[66] Por el
contrario, quienes eran inculpados por cualquier tipo de indisciplina aparecían
públicamente escarmentados. Los jugadores, que veían en ello una ofensa a su
dignidad personal, se comunicaban con las redacciones locales para desligarse u
ofrecer explicaciones de asuntos en los que figuraban como protagonistas y
quedaba su honor mancillado. Cuando estas atribuciones identitarias conferidas
externamente tomaban carácter público, tenían una función estigmatizadora de
las prácticas de los sujetos y condicionaban su actuación en el campo. A veces,
ello derivaba en enfrentamientos directos con la prensa, involucrando también
al club del que el futbolista formaba parte. En efecto, en el entretiempo de un
partido jugado contra Juniors en abril de 1934, el jugador Demetrio Aguirre de
Talleres insultó públicamente a los cronistas instalados en el palco de prensa,
disgustado por el trato negativo que usualmente recibía en los comentarios
periodísticos. A modo de desagravio, el Centro de Cronistas Deportivos exigió
una reparación al jugador y a las autoridades de su club la sanción
correspondiente. Hasta que no se satisfizo su demanda, los diarios locales Los Principios, La Voz del Interior,
Córdoba y El País
cerraron sus columnas a toda referencia que reflejara las actividades
futbolísticas de la entidad. El entredicho duró una semana, hasta que, tras una
reunión entre las partes y el presidente de la lcf,
quedó zanjado con la decisión de Talleres de suspender a su jugador, quien no
volvió a jugar por el resto de la temporada y al año siguiente fue transferido
a Gimnasia y Esgrima de Rosario.[67] El
asunto reveló los serios inconvenientes que significaba la falta de información
a los aficionados para el normal desenvolvimiento de las actividades de la
institución, lo que también le traía aparejado consecuencias económicas. El
escrache público o la desatención informativa podían convertirse en peligrosos
factores de desestabilización y deslegitimación de las asociaciones y sus
miembros. Ello dejaba ver el poder que tenía la prensa para asegurar la
reproducción del espectáculo deportivo, ya que era el medio que mantenía
anoticiados a todos sus participantes. Al respecto, además de informar sobre
los sucesos deportivos, en sus páginas se proponía el intercambio de ideas y
preferencias con el lector aficionado[68] y se
inauguraban apartados para evacuar sus consultas o amparar réplicas u opiniones
por medio de cartas dirigidas al diario. Así, se abría un espacio de discusión
y crítica libre, colectivo y relativamente igualitario –siempre y cuando se
supiera leer y escribir y los contenidos superaran el filtro del perfil editorial–
a través del que la prensa se fue constituyendo en un factor de presión
ineludible en la toma de decisiones. A su vez, en la polémica, los incidentes y
las rivalidades, esta encontró una estrategia para captar más público y generar
mayores intercambios con el lector. En algunos casos, dado que los cronistas
pertenecían o mantenían afinidades con clubes locales, se generaban sospechas
en cuanto a las preferencias expresadas en las notas o en la cobertura dada,[69] por lo
que desde el Centro de Cronistas Deportivos se conminaba a sus asociados a que
observaran mayor imparcialidad en los escritos que remitían. Paralelamente, los
medios aducían sufrir presiones por parte de los clubes y aficionados que
intentaban manipular la prédica de los cronistas de acuerdo con sus
pretensiones e intereses.
A veces eran los mismos jugadores quienes ejercían como
detentores de la honorabilidad y procedían a su resguardo. En efecto, hubo
ocasiones en que, cuando un equipo hacía uso reiterado del juego brusco u otras
artimañas para vencer a un rival, estos últimos preferían retirar su equipo y
perder los puntos para que no fueran merecedores del honor de jugar contra
ellos.[70]
Asimismo, cuando un club aceptaba un desafío contra un rival desconocido, al
llegar al lugar del encuentro podían encontrarse con manifestaciones hostiles
hacia su presencia por parte de jugadores y barras rivales. Ello era motivo
para que algunos terminaran eludiendo el compromiso y difundiendo los hechos en
la prensa para evitar que otros sufrieran las mismas vicisitudes. Sin embargo,
ese relato era también pergeñado por quienes habían sufrido una derrota e
intentaban justificarla o deslegitimar el triunfo rival. La desmentida pública
del difamado no tardaba en llegar y para dejar sentada su caballerosidad
deportiva ponían como garantes a los vecinos del barrio y los otros equipos que
los habían visitado. Eran estas formas de sanción popular contra un accionar
calificado como violento o agresivo en ámbitos donde no había penetrado la
mediación de instituciones disciplinarias.
Más allá de que la prensa y los comunicados de las
instituciones deportivas recrearan un clima de permanente enfrentamiento y
conspiración, otros eran los valores que se experimentaban la mayor parte del
tiempo en el ambiente deportivo y permitían la reproducción cotidiana de su
práctica asociativa. Al respecto, la lealtad y la camaradería siguieron
regulando los vínculos e intercambios de los grupos de muchachos y ejercieron
como elementos de cohesión de todos aquellos que se incorporaban a equipos ya
armados o que se reunían para formar uno nuevo y poder competir contra otros
semejantes en torneos regulares. Incluso esas virtudes podían aparecer mediando
las rivalidades más fuertes. El enfrentamiento entre Talleres y Belgrano era el
que más apasionaba a los cordobeses porque eran los equipos que se disputaban
la supremacía local: “es un compromiso de honor”, en el que se festejaba la
derrota del otro, tanto como la victoria propia. Más de una vez hubo conflictos
entre las partes que derivaron en rupturas de las relaciones, lo que privaba al
fútbol local de sus enfrentamientos fuera de los que ya estaban establecidos
por la programación oficial del campeonato.[71] Sin
embargo, la rivalidad también tenía sus momentos de cordialidad mutua, como
cuando en una final entre ambos, Talleres se adjudicó el título de campeón y su
vuelta olímpica en la cancha fue acompañada por los jugadores de Belgrano ante
la ovación del público.[72] Eran
momentos de confraternidad entre los jugadores de los clubes que mostraban la
pervivencia de ciertas tradiciones asociadas al fair play.
Aunque ese modelo entró en tensión y sufrió ciertos deslizamientos con el
profesionalismo, no desapareció totalmente, ya que pervivió como referencia
moral ante el avance de la lógica mercantilista en el fútbol.
Conclusión
El proceso de espectacularización
y mercantilización que vivió el fútbol en las décadas de los años veinte y
treinta implicó una serie de transformaciones en las formas en que la sociedad
cordobesa se apropió de esa práctica. En la experiencia de jugar y asociarse,
los sujetos vivieron una práctica socializadora y asumieron nuevos roles,
hábitos, estrategias y comportamientos que afectaron sus vínculos identitarios
personales y colectivos.
La mayoría de los jóvenes jugaba para entretenerse y se
fueron acomodando de acuerdo con sus posibilidades e intereses en los
diferentes clubes y categorías de la competencia oficial o aficionada. Algunos
pocos tuvieron la oportunidad, además, de obtener ingresos por su desempeño
deportivo, lo que acentuó el nomadismo deportivo ya existente en los jugadores,
que los llevaba a pasar de un club a otro procurando mejores oportunidades.
Así, el ideal romántico basado en la lealtad emocional a identidades
futbolísticas primigenias se fue diluyendo frente al pragmatismo mercantilista
que suponía el fenómeno del “golondrineo”. Se trató de un proceso conflictivo y
fluctuante, en el que los sujetos negociaron y confrontaron en sus prácticas
con discursos portadores de representaciones desde los cuales se asumieron y
actuaron en el universo deportivo. De esta manera, los jugadores subjetivaron
identidades diversas y cambiantes a través de las que se referenciaron, legitimaron
o deslegitimaron sus acciones y forjaron nuevos sentidos de pertenencia dentro
de los límites y posibilidades que imponían las estructuras sociales.
En ese contexto se fue construyendo alrededor del fútbol
un trayecto modélico en el que los muchachos que se iniciaban en los potreros
de la ciudad tenían como horizonte descollar en un círculo privilegiado que
ofrecía gratificaciones materiales y simbólicas a sus integrantes. En ese
proceso, reconfiguraron sus identidades y proyectaron un camino alternativo de
ascenso social dentro de la lógica capitalista, pero en la mayoría de los casos
ello se diluía como una mera aspiración. El mérito deportivo funcionó como
elemento selectivo y distintivo y alimentó el desarrollo de los cracks como objetos culturales de consumo, en función de
las representaciones legitimadas por el público y fomentadas por la prensa. Sin
embargo, dadas las transformaciones a las que se vio sometida la práctica
deportiva, su construcción identitaria estuvo en constante renovación, desde
una connotación más negativa a un perfil multifacético asociado con el mundo
del trabajo.
En cada partido, los jugadores ponían en juego no sólo un
resultado deportivo, sino el reconocimiento social y la pertenencia a un
colectivo, por lo que su honor estaba cada vez más asociado a la búsqueda del
triunfo. En el fragor de la competencia, su dinámica catártica, su empeño
exitista y la recreación de las rivalidades volvieron más frecuentes en
determinados momentos los hechos de violencia, agresividad y corruptibilidad.
Estos fueron medios al alcance de los jugadores para alcanzar los objetivos,
reponer la justicia que consideraban les había sido arrebatada y defender, de
este modo, la honorabilidad depositaria de su identidad. Sin embargo, los
jugadores no pasaron la mayor parte de su tiempo agrediendo, complotando o
amedrentando, sino compartiendo y confraternizando con sus pares una actividad
a la cual entregaron parte de su tiempo, sus relaciones y su repertorio
identitario.
En definitiva, el análisis de esta práctica social nos
permite comprender de una manera un poco más integral las diversas experiencias
de modernidad vividas por estos sujetos en una sociedad en transformación, a
través de la que fueron asumiendo identidades de manera fragmentaria y creativa
en articulación con los capitales acumulados en otras áreas de su vida
cotidiana.
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[1] La Voz del Interior, 1 de marzo de 1927, p.
14.
[2] Si en 1920 había 76 equipos divididos en siete categorías, en 1930 eran 168
y 17 respectivamente.
[3] Entre 1920 y 1943 se crearon más de 300 equipos.
[4] Entre 1917 y 1926, el índice de crecimiento superó el 400% en algunas
entidades como Talleres, Universitario y Alem.
[5] Como punto de referencia, los encuentros clásicos entre Belgrano y Talleres
hacia mediados de los años veinte llegaban a convocar hasta 8 000 personas. En
1929 y 1931, respectivamente, estas entidades construyeron los primeros
estadios de cemento de la ciudad para contener las concurrencias
multitudinarias a los grandes eventos deportivos de la época, con capacidad de
hasta 10 000 y 15 000 personas.
[6] La Voz del Interior, 10 de diciembre de 1930, p. 3, y 15 de diciembre de 1930, p. 3.
[7] La Voz del Interior, 21 de agosto de 1926, p. 14. Quien no había tenido ese aprendizaje era
tratado como una excepción a la norma, como el caso de Adolfo Ríos, zaguero de
Palermo a quien comenzó a gustarle el juego recién a los 20 años cuando hizo el
servicio militar. Los Principios, 4 de septiembre
de 1941, p. 9.
[8] Según Archetti (2008), la asociación remite a que, en una época en que la
imagen del gaucho se impuso en la narrativa nacional, lo que la pampa representaba
para el gaucho como espacio no domesticado por la agricultura donde podían
moverse libremente, el potrero lo era para el pibe.
[9] Los Principios, 19 de diciembre de
1935, p. 9.
[10] La Voz del Interior, 3 de enero de 1942, p.
12.
[11] La Voz del Interior, 27 de junio de 1935, p.
14.
[12] La Voz del Interior, 3 de enero de 1942, p.
12.
[13] La Voz del Interior, 3 de febrero de 1927,
p. 14.
[14] Los Principios, 11 de junio de 1933, p.
17.
[15] Los Principios, 21 de abril de 1934, p. 9.
[16] La Voz del Interior, 27 de junio de 1935, p.
14.
[17] Los Principios, 19 de mayo de 1935, p.
16.
[18] La Voz del Interior, 21 de septiembre de 1926, p. 14 y 18 de agosto de 1926, p. 14.
[19] La Voz del Interior, 21 de septiembre de
1926, p. 14.
[20] La Voz del Interior, 18 de agosto de 1926, p. 14.
[21] La Voz del Interior, 23 de enero de 1927, p.
14.
[22] La Voz del Interior, 16 de septiembre de 1930, p. 8.
[23] La Voz del Interior, 13 de diciembre de
1932, p. 13.
[24] La Voz del Interior, 20 de septiembre de
1930, p. 16.
[25] La Voz del Interior, 19 de octubre de 1930,
p. 16.
[26] La Voz del Interior, 20 de noviembre de
1930, p. 16.
[27] La Voz del Interior, 30 de octubre de 1930, p. 15.
[28] La Voz del Interior, 16 de septiembre de
1930, p. 8.
[29] Era una práctica generalizada a través de la que los dirigentes deportivos ofrecían
empleo, dinero y otros beneficios materiales a los jugadores de mayor talento
para incorporarlos a sus instituciones y formar escuadras más competitivas.
[30] La Voz del Interior, 23 de noviembre de
1932, p. 13.
[31] Boletín Oficial, núm. 397, 21 de diciembre
de 1932. Liga Cordobesa de Football, Argentina.
[32] Estatutos, 1935. Liga Cordobesa de Football, Argentina,
pp. 4-5.
[33] La Voz del Interior, 17 de enero de 1934, p.
3.
[34] Los Principios, 14 de diciembre de
1935, p. 9.
[35] Ratti, de Talleres, trabajaba en la secretaría del club.
[36] L. Merlo, de Peñarol, trabajaba en la farmacia del mercado, cuyos dueños
eran el presidente y un dirigente del club.
[37] Los Principios, 24 de septiembre de
1935, p. 13.
[38] Los Principios, 22 de diciembre de 1935, p. 9.
[39] Los Principios, 30 de diciembre de
1935, p. 9.
[40] La Voz del Interior, 22 de octubre de 1931, p. 15.
[41] La Voz del Interior, 10 de agosto de 1933, p. 14.
[42] La Voz del Interior, 8 de septiembre de 1933, p. 13.
[43] La Voz del Interior, 6 de noviembre de 1929, p. 14. Ante esos casos, algunos llegaban a
denunciar la intromisión de los directivos en el armado de los equipos toda vez
que otros con mayores influencias en “los escritorios” ocupaban su lugar. La Voz del Interior, 29 de octubre de 1930, p. 15.
[44] La Voz del Interior, 7 de agosto de 1931, p. 10.
[45] La Voz del Interior, 27 de julio de 1923, p. 11.
[46] La Voz del Interior, 13 de marzo de 1926, p.
14.
[47] En la prensa se decía que el asunto de los sobornos era embrionario con
respecto a lo que sucedía en la Capital Federal, donde tenía larga data.
Incluso, a veces allí se culpaba a la policía de que tenía favoritos a quienes,
en circunstancias complicadas, les ofrecía una “manito” y suspendía partidos
arbitrariamente. La Voz del Interior, 27 de octubre
de 1933, p. 12.
[48] Los Principios, 28 de octubre de 1933, p. 13. Al año siguiente, al abrirse el periodo de
pases, el club tenía la intención de organizar una gira por Santa Fe para
llevar a los tres futbolistas suspendidos y, si gustaban, ofrecerlos para ser
vendidos. Al poco tiempo, se buscó intercambiarlos a Gimnasia y Esgrima de La
Plata en lugar de Farías, por quien los platenses tenían el interés inicial, pero
el jugador se negó por su “apego al terruño”. La Voz del
Interior, 1 de marzo de 1934, p. 14.
[49] Los Principios, 28 de octubre de 1933, p. 13.
[50] La Voz del Interior, 25 de octubre de 1933, p. 12.
[51] La Voz del Interior, 26 de octubre de 1933, p. 12.
[52] Los Principios, 17 de mayo de 1934, p. 10.
[53] La Voz del Interior, 14 de diciembre de 1934, p. 14.
[54] La Voz del Interior, 30 de julio de 1939, p. 13.
[55] La Voz del Interior, 14 de agosto de 1936, p. 15.
[56] Tribunal de Penas. Libro de Actas, núm. 1, 1939, fs. 209-213.
Liga Cordobesa de Football, Argentina.
[57] La Voz del Interior, 20 de noviembre de
1939, p. 12.
[58] La Voz del Interior, 22 de noviembre de 1939, p. 12.
[59] Los Principios, 13 de febrero de 1925,
p. 13.
[60] La Voz del Interior, 1 de septiembre de 1934, p. 14.
[61] La Voz del Interior, 5 de febrero de 1925, p. 14.
[62] La Voz del Interior, 20 de mayo de 1933, p. 13.
[63] La Voz del Interior, 21 de septiembre de 1933, p. 13.
[64] La Voz del Interior, 12 de enero de 1929, p. 15.
[65] La Voz del Interior, 4 de junio de 1935, p. 15.
[66] La Voz del Interior, 12 de septiembre de 1935, p. 14.
[67] Los Principios, 15 de abril de 1934, p. 9 y 27 de abril de 1934, p. 9; Libro de penas a jugadores, dirigentes y referees, 1934,
pp. 98-99. Liga Cordobesa de Football, Argentina.
[68] Mayoritariamente, eran jóvenes varones con una presencia activa en los
ámbitos deportivos (jugadores, socios, dirigentes y árbitros) que poco a poco
fueron disponiendo de mayores competencias culturales como para acceder a la
lectura e interactuar públicamente con colegas y cronistas.
[69] Los Principios, 30 de diciembre de 1924, p. 9.
[70] La Voz del Interior, 4 de diciembre de 1924, p. 14.
[71] En una de ellas, a principios de 1934, debieron intervenir en la solución
del conflicto el ministro de Obras Públicas de la provincia, Eduardo Deheza, el
jefe de la delegación porteña del seleccionado de la Asociación Argentina, las
autoridades de San Lorenzo de Almagro que estaban de visita en la ciudad y
deportistas amigos de ambas instituciones. La Voz del
Interior, 28 de marzo de 1934, p. 14.
[72] La Voz del Interior, 13 de noviembre de
1939, p. 12.