10.18234/secuencia.v0i103.1372

Artículos

Entre la “obediencia inexacta” y la “guerra antisubversiva”: estrategias discursivas de las Fuerzas Armadas en el Juicio a las Juntas Militares

Between “Inaccurate Obedience” and “Anti-Subversive War”: Discursive Strategies of the Armed Forces in the Trial of the Juntas

 

Diego Galante1, 0000-0003-4507-0857

 

1Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires-Conicet, Instituto de Investigaciones Gino Germani, diegalante@hotmail.com

 

Resumen:

El trabajo analiza los discursos construidos por los miembros de las Fuerzas Armadas de Argentina durante el “Juicio a las Juntas Militares” de 1985, evento judicial que, en el contexto de la transición a la democracia, tuvo por objeto revisar las responsabilidades de las máximas autoridades militares por las violaciones a los derechos humanos cometidas en dictadura. En ese marco, se analizan las características de esos discursos y los tipos de relatos que construían sobre el pasado de violencia política, así como la relación entre esas intervenciones y la escena judicial. Finalmente, a la luz de esos resultados, se reflexiona sobre las potencialidades de las escenas judiciales transicionales para constituirse en campos propicios para la cristalización pública de saberes sociales en disputa.

Palabras clave: Juicio a las Juntas Militares; Fuerzas Armadas Argentinas; violencia política; estrategias discursivas; justicia transicional.

 

Abstract:

The paper analyzes the discourse constructed by the members of the Argentine Armed Forces during the “Trial of the Juntas” of 1985, a judicial event that, in the context of the transition to democracy, sought to review the responsibilities of the highest military authorities for human rights violations committed during this dictatorship. Within this framework, the characteristics of these discourses and the types of stories they constructed about the political violence of the past are analyzed, as well as the relationship established between these interventions and the judicial scene. Lastly, in light of these results, we reflect on the potential of transitional judicial scenes to become fields conducive to the public crystallization of disputed social knowledge.

Key words: Trial of the Juntas; Argentine Armed Forces; political violence; discursive strategies; transitional justice.

 

Fecha de recepción: 23 de marzo de 2016 Fecha de aceptación: 9 de agosto de 2016

 

 

Introducción

En Argentina, la transición a la democracia iniciada en diciembre de 1983 se comportó como un significativo espacio de disputas sobre las dimensiones y procesos –políticos y sociales– que definirían las características concretas del régimen político por construir (Pucciarelli, 2006). A su vez, funcionó como un periodo de luchas por los sentidos del pasado (particularmente signado por las violaciones a los derechos humanos y el sistema de desaparición de personas como práctica constitutiva del Estado dictatorial de 1976-1983), sentidos sobre los que distintos actores disputaron para procurar legitimidad a esas propuestas políticas que ponían en juego. Así, la transición argentina reflejó un enfrentamiento político y hermenéutico entre múltiples actores que al momento de estructurar sus relatos sobre la violencia política y las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura expresaban a la vez sus proyectos y expectativas políticas hacia el futuro. Primaron así diversas estrategias de reinterpretación que, principalmente bajo la forma de memorias sociales (entendidas como una propiedad de grupos sociales espacial y temporalmente situados, basada en una dialéctica entre recuerdos y olvidos determinada por los contextos presentes y a partir de los cuales esos grupos recrean su identidad y otorgan un sentido al presente), se convirtieron en una de las características distintivas de la discursividad política del periodo (Jelin, 2002, p. 42-43).

En este marco, por ejemplo, investigaciones antecedentes han permitido rastrear en el discurso del gobierno nacional, a partir de diciembre de 1983, la conformación de una frontera de ruptura con el pasado dictatorial que, a partir de la figura del Estado de derecho y su identificación con la idea de democracia, concebía el imperio de la ley como el puntapié inicial para la democratización de otros espacios sociales más amplios (Aboy Carlés, 2001). De la misma manera, se ha analizado la forma en que el “Juicio a las Juntas Militares”, llevado a cabo ante la justicia civil en 1985,[1] se representó como la pieza y el símbolo fundamental de ese proceso político más amplio; y también su funcionamiento como arena pública que reproducía y reordenaba las discusiones existentes en otros niveles de la sociedad respecto a ese pasado (Galante, 2010, 2015).

A lo largo de esos procesos políticos, los años ochenta permitieron, en parte, consolidar la representación sobre la sistematicidad e ilegalidad del sistema de desaparición, restituir a las víctimas como sujetos de derecho, y reponer simbólicamente desde el punto de vista comunitario la idea de la vigencia del Estado de derecho (González Bombal, 2004). Sin embargo, ello se realizó en un contexto cultural también atravesado por el discurso dictatorial que reivindicaba los crímenes cometidos en el marco de la “lucha antisubversiva”, su contracara en la llamada “teoría de los dos demonios” que los proponía en el marco de dos violencias extremas y ocluía las responsabilidades de la sociedad política y civil así como las desapariciones previas al golpe de Estado, y la vigencia de una “narrativa humanitaria” que determinó dificultades y marcos específicos para tematizar las identidades y los derechos políticos de las víctimas así como el proyecto político regresivo y elitista de la dictadura militar (Crenzel, 2008). En este contexto, en cuanto a las voces de los militares allegados al discurso dictatorial, y entre los principales antecedentes, Acuña y Smulovitz (1995) han observado la intransigencia de las Fuerzas Armadas respecto a la revisión judicial del pasado como el principal conflicto de la transición; Canelo (2008) ha analizado la formación del “consenso antisubversivo” durante la dictadura (basado en un diagnóstico compartido sobre la naturaleza del enemigo, la validez de los métodos para su erradicación, y la convicción de la legitimidad y necesidad de la “masacre represiva”); y Salvi (2012, 2015) ha rastreado la primacía de la figura de la “guerra antisubversiva” (y su reivindicación como contracara de los “excesos” –figura que ocupaba el centro de las denuncias en la opinión pública–) en las alocuciones públicas de los militares en los primeros años de la transición, así como su pervivencia y variaciones en las memorias de las Fuerzas Armadas en los años más recientes.

Específicamente, este trabajo propone analizar –a partir de las presentaciones y los testimonios vertidos en el ámbito judicial– las relaciones y modalidades de intertextualidad, así como los reposicionamientos y fracturas, que esos discursos de las Fuerzas Armadas construyeron con el discurso jurídico durante el “Juicio a las Juntas” de 1985. En ese orden, se revisan las estrategias discursivas[2] contenidas en esos relatos, y aunque atendiendo a la exposición de algunas de las marcas y posiciones distintivas de las voces analizadas, el análisis prioriza la reconstrucción de las redes de sentido dominantes dispuestas en escena a partir de los enunciados y sentidos comunes, compartidos o apropiados por esas distintas voces. Se apunta de ese modo, antes que a una reconstrucción de las disputas en el interior de ese grupo social, a identificar los sentidos generales que, sobre la naturaleza y las características de la represión dictatorial, puso en escena el juicio como acontecimiento para un amplio público. Es decir, lo que el evento judicial, como momento significativo de la justicia y la cultura transicional, “dijo” sobre las interpretaciones de este grupo social (a partir de voces que incluyeron a los acusados, a otros ex comandantes y militares que actuaron como mandos o partícipes directos en las acciones de la aludida “guerra antisubversiva” y prestaron testimonio en calidad de testigos, y a los letrados de las defensas), mediante enunciados que se construían así colectivamente para una amplia audiencia.[3]

Como se mostrará, aun encontrándose encuadrados por el contexto judicial, diversos enunciados culturales y políticos se plasmaron en el curso de las audiencias orales, trabando con el discurso judicial distintas modalidades de relación. Esto, por una parte, invita a revisar las ideas sobre las limitaciones de la escena jurídica para la puesta en escena de saberes no regidos enteramente por la enunciación judicial; y, por otra parte, pone de manifiesto la escena judicial como una puesta en la que, compelidos a participar, diversos grupos actualizan sus disputas sobre los sentidos que atribuyen, a partir de hechos concretos sobre los que el tribunal interpela, a la sociedad en que viven y su historia.

 

 

La construcción narrativa de los crímenes en el ámbito judicial

Todo proceso penal se articula en torno a la idea del delito. Desde el punto de vista jurídico, se trata de la determinación de algunos hechos particulares que resultan tipificables como delitos en el marco de un sistema de categorías general y explícito (el sistema del derecho), a partir de las cuales la enunciación supuesta por el fallo del tribunal construye un tipo de verdad. Para ello, en una audiencia oral, se invocan múltiples voces que, mediante la práctica de la inquisitio como dominio específico del tribunal, los jueces diseccionan, reorganizan y resignifican bajo la forma de una verdad jurídica (Foucault, 1995). Así, al tiempo que el discurso jurídico organiza y demanda esas otras voces y textos, persiste en ellos una suerte de exceso enunciativo –anterior a la voz del tribunal– frente a la cual la sentencia comporta un per saltum que establece una nueva jerarquía de sentido; y que apunta justamente, por otra parte, a neutralizar lo que en esos textos podía encontrarse en tensión o contradicción con el sistema preconstruido de reglas que marca los límites de lo enunciable por el discurso judicial (Marí, 1980).

Esta clase de textos “superpuestos” adquirió durante el desarrollo del “Juicio a las juntas” un espacio sumamente significativo en virtud de la modalidad oral y pública que tuvo el proceso, así como por la naturaleza de los hechos que debatían, y por la fuerte repercusión en el espacio público y en los medios de comunicación (Arfuch, 2008; Feld, 2002; Peralta, 2009). En esta dirección, por ejemplo, los testimonios de las víctimas y sus familiares se expresaron bajo una forma narrativa que, marcada por la referencia extensa a las experiencias particulares y la secuencialidad de la serie de los testimonios, construyeron, por una parte, como efecto de sentido la sensación de que la serie de abusos cometidos por los militares era tan infinita, en términos cuantitativos, como eran infinitos en términos cualitativos los tipos de abusos y vejámenes que la conformaban. Esta construcción narrativa conllevaba a la vez una determinada caracterización de los autores de esos hechos.[4]

En un primer lugar, a través de la mención de determinados espacios institucionales, de marcas verbales y corporales específicas de los perpetradores, de la aprehensible analogía posible de ser trazada inductivamente en función de los diversos testimonios, y de los casos particulares en que resultaba patente la cooperación entre fuerzas, los testimonios perfilaron un sentido de univocidad para la actuación de las distintas armas en los crímenes cometidos. Esta formulación resultaría finalmente fortalecida en el trabajo llevado a cabo por la fiscalía y por la sentencia del tribunal, para determinar la existencia del plan sistemático que dio origen a las acciones represivas.

Por otra parte, las mismas características narrativas de los testimonios de víctimas y familiares, marcadamente sustentadas en la experiencia individual, conllevaron, a su vez, la formulación de un sentido complementario. Desde este segundo punto de vista, los secuestros, torturas y vejámenes diversos que sufrieron fueron cometidos por sujetos determinados, cuyo desempeño particular se convertía en una pieza clave de los relatos –con una fuerza narrativa que no podía desmerecerse por su referencia al sistema represivo del que formaban parte–. Es decir, sin perjuicio de las relaciones por establecer entre el acto particular y el mando ejecutor máximo de la política delictiva, la identificación individual de los perpetradores inmediatos adquiría un lugar central en aquellas narraciones donde establecerla era posible aunque sea por aproximación, y así la materialidad inmediata del acto tendía a dejar patente la idea de la responsabilidad criminal y moral de los perpetradores directos. De ese modo, en la visión de los testigos, los perpetradores consistían a la vez en la expresión y la fuerza vital del sistema represivo; en su manifestación material y su esencia. Ello entraba en tensión con el intento de establecer la responsabilidad jurídica de los ex comandantes. El peso de estos mecanismos de identificación individual de los actores comprometidos en la política delictiva, logró permear el discurso penal, e impulsó su pronunciamiento ante la construcción de estos hechos judicializables: finalmente, llevó al “Considerando décimo segundo” de la sentencia y al consecuente “Punto 30” del fallo de la Cámara Federal, que ordenó la investigación de los delitos cometidos por el personal “operativo” de las Fuerzas Armadas (Ciancaglini y Granovsky, 1995, pp. 261-302).

 

 

La obediencia inexacta

La identificación de los perpetradores individuales en los testimonios de las víctimas conllevó que distintas voces del sector castrense (acusados, defensores y testigos militares) propusieran que los actos denunciados habrían consistido, o bien en mentiras maliciosas de los sobrevivientes de los Centros Clandestinos de Detención y Desaparición (ccd), o bien, frente al peso de los hechos demostrados, en “excesos” o “errores”, propios de los subalternos, ocurridos en el marco de órdenes legítimas. Sin embargo, al tiempo que se proponía que esos “errores” ya habían sido tramitados disciplinariamente por las Fuerzas Armadas durante el periodo dictatorial, jamás en el curso de las audiencias se brindó ejemplo alguno sobre esos “errores” a partir de casos concretos, o se verbalizó qué tipo de actos pudieran ser considerados como tales; tampoco si esas presuntas faltas ya sancionadas pudieran coincidir con la naturaleza de los crímenes o los casos sobre los que interrogaba el tribunal. De ese modo, estos actores reproducían, en el ámbito de la justicia civil, el discurso que las Fuerzas Armadas habían labrado, por ejemplo, en el Documento Final de la Junta Militar de abril de 1983, y que en octubre de 1984 propuso aceptar el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas.[5] En palabras del representante del Ejército en la última Junta militar:

Strassera (fiscal):[6] El testigo ha manifestado que llama errores no ajustarse exactamente a las directivas impartidas, ¿quiénes cometieron entonces estos errores? ¿Los comandos o los subordinados?

Nicolaides: Los cometieron los ejecutores en el cumplimiento de las órdenes, y eso está totalmente claro, creo yo señor Presidente (Testimonio de Cristiano Nicolaides –26/04/1985–, reproducido en El Diario del Juicio, año i, núm. 1, 27 de mayo de 1985).

Para el establecimiento de la responsabilidad que cabía a los miembros de las Juntas –ya que ello era el objeto del juicio– desde el punto de vista del tribunal y la fiscalía el desafío del proceso judicial se ubicaba en la posibilidad de demostrar la articulación entre los crímenes puntuales ejecutados por los subalternos y presenciados o sufridos por los testigos, y las órdenes generales emanadas de los comandantes. Es decir, el desafío jurídico consistía en la capacidad de volver a reunir estos elementos, que el curso del proceso desplegaba aisladamente a partir de las declaraciones de las víctimas y los documentos oficiales. En consecuencia, en procura del establecimiento de la cadena de asociaciones que llevaba hasta los ex comandantes, el tribunal y la fiscalía repreguntaron reiteradamente a los testigos militares por la estructura de la cadena de mandos (tanto hacia arriba, como hacia abajo) existente en el momento de la comisión de los delitos.

La vinculación de estos elementos durante el juicio, es decir, la puesta en escena de la multiplicidad de vejámenes cometidos por individuos puntuales y de la política general en que ellos se enmarcaban, conformó un aspecto central del proceso que determinó sus posibilidades para construir una verdad jurídica sobre las responsabilidades por las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura. Es decir, el juicio estuvo enmarcado por las posibilidades de labrar un discurso que vinculaba un problema jurídico (la determinación de las propiedades de la obediencia y el nivel de responsabilidad por las acciones en los distintos estratos de la esfera militar)[7] y un problema judicial (la existencia de las pruebas que pudieran exhibir o hacer presumible en forma fehaciente la cadena de las órdenes desde el comandante hasta el torturador). Sobre este punto, como analizaba Arendt a propósito de las repercusiones del juicio a Eichmann, el desafío de la enunciación judicial se construía ante todo con base en las posibilidades de deconstrucción, bajo los parámetros propios de la clave penal, de la estructura burocrática o “engranaje” del sistema político sobre el cual se asentaba el sistema de desaparición. Desde este punto de vista, si bien ese sistema no podía dejarse al margen de toda consideración, tanto desde el marco legal como desde el moral, las cuestiones planteadas se veían ahora obligadas a ser sopesadas desde una perspectiva diferente:

en un tribunal no se juzga ningún sistema, ni la Historia ni corriente histórica alguna [...] sino a una persona, y si resulta que el acusado es un funcionario, se encuentra en el banquillo precisamente porque incluso un funcionario es un ser humano y como tal se halla sometido a juicio. [...] Si al acusado se le permitiera declararse culpable o no culpable como representante de un sistema, se convertiría, de hecho, en un chivo expiatorio (Arendt, 1964, pp. 59, 60).

Dicha tensión entre el engranaje político-burocrático del sistema de desaparición y las posibilidades de establecer las responsabilidades penales concretas, expresada en las estrategias de los militares mediante la apelación a los presuntos “errores” cometidos en la política represiva, nos lleva a un aspecto poco observado acerca de un concepto que se volvería fundamental en materia de justicia transicional en Argentina en los años posteriores al “Juicio a las Juntas”: la obediencia. En rigor, como mostraremos a continuación, durante el juicio a los ex comandantes la idea mostró su valor dentro de una estrategia discursiva compuesta cuyo efecto apuntaba, en los discursos de los militares, a diluir las responsabilidades de la corporación militar en su conjunto. Más específicamente, el curso de las audiencias orales mostró que, en el discurso militar, la idea de obediencia dirimía dos vías de exoneración: por un lado, apuntaba a eximir a los cuadros inferiores, al proponer la inexistencia de responsabilidad para ellos por las acciones ejecutadas, dado que, según se proponía, esa responsabilidad (ya sea o no criminal) se articulaba y consustanciaba en el mando que ordenó la acción puntual. Por otro lado, en el “Juicio a las Juntas”, la idea de la obediencia fue apelada también para liberar a los mandos por los posibles delitos cometidos en el curso del cumplimiento de esas órdenes, ya que se proponía que, de existir, esos delitos se habrían dado por el desvío o los errores de los subalternos frente a órdenes presuntamente legítimas, o lo que es decir, el abandono de la obediencia estricta. En uno u otro caso, ninguna acción concreta llevada a cabo en el sistema clandestino era invocada para ilustrar esos argumentos.

Dicho de otro modo: en su argumento más conocido, y hacia abajo, la figura de la obediencia apuntaba a eximir a los subalternos de responsabilidad por las acciones ejecutadas. Esta sería la tendencia general del argumento expuesta en los años venideros.[8] Asumida como estrategia durante las audiencias de la Causa 13 principalmente por los cuadros inferiores y medios de las Fuerzas Armadas que declararon en calidad de testigos, en esta modalidad, la acción criminal llevada a cabo por los cuadros “operativos” apuntaba a revestirse de neutralidad política y valorativa, en tanto simple cumplimiento del deber profesional. Y de ese modo, las acciones ejecutadas (aunque generalmente secretas y no especificadas) se presentaban bajo un nivel de objetividad que podía, incluso, acabar en una objetivación o cosificación de las víctimas. El siguiente fragmento es algo extenso, pero sumamente ilustrativo:

Gil Lavedra (Presidente en ejercicio del tribunal):[9] ¿Dónde desempeñó funciones entre el año 1976 y la fecha de su retiro?

Radice:[10] En el GT3.3 Escuela de Mecánica.

Gil Lavedra: ¿Qué tareas tenía a su cargo?

Radice: Oficial operativo.[…]

Gil Lavedra: ¿En qué consistían las tareas operativas que Ud. tenía a su cargo?

Radice: Accionar las armas contra el enemigo que me determinara la superioridad. […]

Gil Lavedra: ¿Cómo era el procedimiento de elección de objetivos o de los blancos?

Radice: Desconozco, no estaba a mi cargo.[…]

Gil Lavedra: ¿Qué es accionar las armas?

Radice: Apretar el gatillo.[…]

Strassera: Sí, hay algo que no ha quedado claro, señor presidente […] Entonces ¿el declarante me dice que iba directamente a cometer homicidios? […]

Radice: Reitero, a mí la superioridad me fijaba un blanco y yo ejecutaba la orden impartida por la superioridad, ese es el procedimiento, soy un militar o fui un militar, me determinaban un blanco y yo accionaba las armas.

Gil Lavedra: ¿Qué es fijar un blanco?

Radice: Determinarme un blanco...

Gil Lavedra: Dé un ejemplo práctico y concreto.

Radice: Es decir, a su frente hay una ventana, “bata esa ventana con fuego”, tiraba a la ventana...

Gil Lavedra: ¿Cuál es el ejemplo concreto del blanco en estos operativos de lucha contra la subversión?

Radice: El que di, por ejemplo una ventana...

Moreno Ocampo (fiscal adjunto): Señor presidente, que se pregunte a la persona que declara si alguna vez le fijaron como blanco a una... a un ser humano.

Gil Lavedra: Puede contestar.

Radice: No recuerdo (Testimonio de Jorge Radice –09/08/1985–, reproducido en El Diario del Juicio, año i, núm. 31, del 17 de diciembre de 1985).

Sin embargo, y hacia arriba, el argumento de la obediencia también podía ser implicado como estrategia para eximir a los comandantes, dado que muchas veces existían en las reconstrucciones de los hechos –principalmente establecidas a partir de la experiencia de los sobrevivientes– eslabones perdidos en la cadena de mando acerca de los actos particulares, lo que dificultaba derivar con peso probatorio la existencia de la orden criminal concreta. Es decir, en esta segunda perspectiva de las estrategias discursivas militares se establecía que si no lograba probarse en esas acciones criminales la obediencia, propuesta en estos discursos y en la cosmogonía militar como clave de la responsabilidad mutua entre mandos y comandados, no podría establecerse la responsabilidad penal de los mandos por lo actuado por sus subalternos. Así, presentando un argumento cuanto menos falaz desde el punto de vista jurídico (ya que la responsabilidad penal se construye de distintos y diversos modos), se invocaba en última instancia el ordenamiento de las relaciones sociales en el interior de las Fuerzas Armadas como la clave hermenéutica a desencriptar –y ante la cual los militares se atrincheraban– si se deseaba conocer la realidad de lo acontecido en los centros clandestinos de detención y desaparición de personas. En esta estrategia asumida principalmente por los letrados de las defensas y los comandantes acusados pero también por aquellos otros ex comandantes y altos rangos que declararon en calidad de testigos, al tiempo que nuevamente se rehuía el reconocimiento de esos actos puntuales ante la justicia, se insinuaba (aunque jamás bajo la forma de denuncia, sino como una consecuencia indeseada de la naturaleza del enfrentamiento) sobre los posibles errores de los ejecutores materiales. Ello permitía que, y bajo una afirmación escindida de sus contenidos concretos y secretos, los comandantes pudieran hacerse responsables de todo en general, y finalmente, de nada en particular:

Nicolaides: Los comandantes se hicieron responsables –para ser amplio en la respuesta– de todo lo atinente a la lucha contra la subversión sobre la base de las órdenes y directivas que se dieron, creo, en la forma más completa posible. Entonces sobre las órdenes que se impartieron, ninguna duda, sí, sobre las directivas y órdenes que se impartieron.

Strassera: Sí, señor Presidente, pero mis preguntas son más concretas, ¿también se hacían responsables de la eventual comisión de tormentos por parte de los interrogadores? ¿También se hacían responsables de la eliminación física de personas?

Arslanian:[11] General, le recuerdo la aclaración que le hice al principio: aquellas preguntas que Ud. crea que personalmente lo puedan comprometer penalmente, no está obligado a contestarlas.

Nicolaides: Yo creo que es incriminatoria la pregunta, así que le pido no contestarla (Testimonio de Cristiano Nicolaides –26/04/1985–, reproducido en El Diario del Juicio, año i, núm. 1, del 27 de mayo de 1985).

De ese modo, si el concepto de obediencia debida sería invocado en los años siguientes para eximir a los subalternos, el curso del “Juicio a las Juntas” mostraba que también podía ser apropiado en las estrategias discursivas de militares para eximir a los comandantes, ya que su uso se construía bajo los parámetros de lo que, podríamos llamar, una suerte de “obediencia inexacta”. Desde el punto de vista de los comandados, esta se construía a partir de la afirmación genérica de que sus acciones se ajustaron a las órdenes emitidas por los superiores inmediatos y las Juntas Militares; rehusándose, sin embargo, a precisar el contenido de esas órdenes frente a los casos por los que interrogaba el tribunal. Desde la perspectiva de los comandantes y las defensas, esa inexactitud tenía su base en el posible desatino –ya sea bajo la forma de los “errores” o de los “excesos” en acciones puntuales, pero no especificadas– en el cumplimiento de las órdenes presuntamente legítimas, aunque esto último no se demostraba

Esta estrategia discursiva dual con respecto a la obediencia se apoyaba en el hecho de que, dado el carácter secreto de las órdenes emitidas, la noción de “excesos” o la de “errores” difícilmente podían ser del todo establecidas o refutadas. Esto hacía que en los discursos de los militares acerca de las responsabilidades por los delitos cometidos, la noción de “exceso” o “error” y la de “obediencia” se volvieran complementarias, ya que los límites entre una y otra no se encontraban trazados con respecto a los casos empíricamente anclados. Si por un lado la idea vaga de los “excesos” o “errores” eximía a los comandantes de la responsabilidad por la orden criminal, la “obediencia debida” procuraba liberar de los “excesos” a los subordinados. Se trataba, así, de un juego lingüístico donde ambas alternativas apuntaban a procurar la impunidad. Pero sobre todo, en los discursos analizados, el sentido de los actos quedaba desdibujado con respecto a estos elementos; sobre ningún acto podía decirse estrictamente que fuera “exceso” u “obediencia”, porque ningún acto era reconocido para encuadrarse en una u otra figura.

 

 

El discurso de la “guerra antisubversiva”

Esta estructura discursiva que tornaba imposible para los militares anclar definitivamente cada uno de los hechos presentados por el tribunal a una u otra línea de interpretación, respondía además, en gran parte, a una estrategia discursiva no sólo frente al proceso penal presente sino a los eventuales procesos penales futuros, hacía que las narrativas militares sobre la violencia política apelaran a un discurso más general que uniera esos argumentos contrapuestos, y que además, en la práctica, los explicara. De ese modo, la oscilación en estos discursos entre el recurso temático a una obediencia “virtuosa” (en la que se proponía la adecuación genérica de los actos a las órdenes emitidas, y la legitimidad moral y/o política de esas órdenes) y una “obediencia inexacta” (en los términos ya mencionados), afirmaciones que en principio podían operar como argumentos contradictorios que se refutarían mutuamente, se insertaba en realidad en un argumento más general, al que se prestaba un valor de verdad superior, y del cual se derivarían otros argumentos ya presentados.

Este discurso general, que se convertía así en la estructura de sentido primordial propuesta para lo actuado, consistía en el discurso de la “guerra antisubversiva”. Apuntaba a establecer (bajo un diagnóstico de situación en el que primaba la excepcionalidad de un enfrentamiento radical en clave bélica pero que incorporaba también tonos apocalípticos y referencias al choque de culturas) un tipo de racionalidad incompatible con la práctica convencional de la guerra y con las normas establecidas por la convención de Ginebra de 1949 y sus complementarias, y enmarcaba la violencia desatada en el marco y naturaleza de esa excepcionalidad. En ese contexto, se proponía, los posibles errores y las transgresiones cometidas debían ser olvidados.

Ensayado paulatinamente y en construcción desde comienzos de la dictadura (Canelo, 2008), la causa penal a los ex comandantes exhibiría por primera vez públicamente la actuación de este conjunto de enunciados y relaciones en el contexto institucional de la justicia civil. En este marco, la formulación ideológica de una interpretación sobre la violencia política y el argumento de su necesidad comenzarían a relacionarse, bajo una forma específica de intertextualidad, con el dispositivo de enunciación propio de la práctica judicial en cuanto a la responsabilidad penal por las acciones realizadas. Dichas estrategias, a la vez judiciales e ideológicas, establecían la ausencia de culpabilidad penal o la glorificación de las propias acciones, y el traslado de la responsabilidad moral y eventualmente penal a las agrupaciones de la izquierda revolucionaria de los setenta.

Mediante las diferentes alocuciones de los militares en las audiencias de 1985, el discurso de la “guerra antisubversiva” se componía de los siguientes enunciados genéricos:

1) “Fue una guerra”:

Goldaracena (abogado defensor de Lambruschini): Quisiera que el Señor Contraalmirante exprese al tribunal en su concepto si cree haber intervenido en una guerra.

Menéndez:[12] Sí, estoy totalmente convencido de haber intervenido en una guerra” (Testimonio de Salvio Menéndez –23/04/85–, reproducido en El Diario del Juicio, año i, núm. 1, del 27 de mayo de 1985).

2) “Fue una guerra contingente” (no provocada por las Fuerzas Armadas, sino por la guerrilla y los decretos represivos de 1974 y 1975 del gobierno constitucional previo):

Todo lo actuado contra la subversión, se hizo sobre la base de documentos y legislación del gobierno constitucional y las características y modalidades de esta lucha llegó a constituirse en un determinado momento en un verdadero estado de guerra. […] El decreto de estado de sitio, de noviembre del año 1974, fue un documento muy importante porque reflejaba realmente el caos y la disgregación que vivía el país. En uno de sus considerandos decía [...] que el terrorismo estaba en estado de barbarie patológica, en forma de un plan alevoso y criminal atentando contra la Nación toda (Omar Domingo Rubens Graffigna,[13] Declaración informativa ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas; citado en El Diario del Juicio, año i, núm. 16, del 10 de septiembre de 1985).

3) “Fue excepcional” (lo que apuntaba a legitimar el tipo de acciones desplegadas y, eventualmente, su inadecuación al derecho vigente):

Franco:[14] [...] La guerra que debieron enfrentar las fuerzas armadas era una guerra atípica, una guerra distinta a las guerras convencionales, era un tipo de guerra revolucionaria, en la cual el enemigo no tenía uniforme, no llevaba bandera, estaba mimetizado en la población, ejercía actos terroristas, secuestros, asesinatos, ataques a unidades de militares emitiendo verdaderos partes de guerra. [...] Por lo tanto, las fuerzas armadas, tenían que adaptarse a esa nueva modalidad. Por supuesto que no figuran en las directivas, pero sobre la marcha había que ir tomando decisiones en función de los hechos que se producían. […]

Arslanian (Presidente en ejercicio): Entonces, de su respuesta debo inferir que la mención esta de procedimientos inéditos no tiene nada que ver con la reglamentación que se hizo [...]. ¿Hubo procedimientos inéditos, fuera de las directivas?

Franco: Sí Señor. Los procedimientos inéditos no pueden figurar en una directiva, porque surgen sobre la marcha (Testimonio de Rubén Franco –26/04/85–, reproducido en El Diario del Juicio, año i, núm. 1, del 27 de mayo de 1985).

4) “Fue una guerra victoriosa”:

Las Fuerzas Armadas, ante la gravedad de la situación, […] para oponerse a esa aspiración de conquista del poder [por parte de la subversión], […] salieron en cumplimiento de un mandato constitucional para oponerse a esa aspiración y lo lograron (Testimonio de Cristiano Nicolaides –26/04/1985–, reproducido en El Diario del Juicio, año i, núm. 1, del 27 de mayo de 1985).

Era a partir de ese aglomerado de sentidos, vigentes en las distintas voces, e implicado como el sustrato último de las prácticas sobre las que indagaba el tribunal, que las posiciones contradictorias respecto a aquellos otros dos extremos (los “excesos” y la “obediencia”) pudieron preservarse como el discurso de un colectivo enunciado por estos actores. Se postulaba, en última instancia, que las características de esa guerra no se adecuaban a las dimensiones con las que pretendía medirla el tribunal y, consecuentemente, que no tenía sentido establecer las precisiones exigidas respecto a los crímenes concretos. Pero también estos enunciados tuvieron manifestaciones diferentes que reproducían las diversas estrategias sobre la obediencia. Mientras que primaba su dimensión ideológica y argumentación política en las alocuciones y documentos presentados por los ex comandantes y sus defensas; en los discursos de los perpetradores directos su uso se encontraba más condicionado por expresiones sintéticas, recursos nominativos (“lucha antisubversiva”, “terrorismo”), o se tomaba como el marco tácito a partir del cual se fundaba el relato de sus testimonios sobre sus funciones en el aparato represivo. Precisamente, a partir de estas últimas operaciones de lenguaje, tenía lugar la mencionada primacía de la objetividad profesional como fundante de las acciones perpetradas por esos cuadros “operativos”.

En una medida significativa, estas variaciones en los enunciados del “discurso de la guerra antisubversiva” se encontraron mediadas por la escena comunicativa judicial y la forma en que el tribunal organizaba esas voces de acuerdo con las necesidades de construcción del relato jurídico. Las preguntas y precisiones del tribunal a los comandantes, además de las libertades concedidas durante el desarrollo de los descargos de los acusados, se orientaron sobre todo a establecer las dimensiones y características más generales del plan represivo instrumentado, lo que favorecía el despliegue de esos contenidos ideológicos. Por contrapartida, en los testimonios de los subalternos se estimulaba un relato técnico fundado en circunstancias materiales, dado que el papel guiado por el tribunal consistía en la reconstrucción material de los crímenes concretos por los que se imputaba a los ex comandantes, y no en el desarrollo de las percepciones de esos comandados sobre los actos perpetrados. Estas aproximaciones mediadas por el tribunal conllevaron a su vez dificultades para profundizar o evaluar el compromiso ideológico y afectivo real de los perpetradores directos respecto a sus actos en esa “guerra antisubversiva”, dimensión social en la que se fundó buena parte de los conflictos políticos para el diseño de un plan de justicia transicional durante el gobierno de Alfonsín (Malamud Goti, 1996) y en las representaciones de las Fuerzas Armadas sobre aquella violencia en los años más recientes (Salvi, 2012). Del mismo modo, la estrategia comunicativa judicial también modificó las modalidades en que los acusados y defensores se apropiaron de los enunciados del “discurso de la guerra antisubversiva”. En los discursos de los defensores y acusados pertenecientes al Ejército y la Armada, y más enfáticamente en los de Videla y Massera y el defensor de Viola, José María Orgeira, las dimensiones ideológicas y políticas de la represión se acrecentaron respecto a las formuladas por la Fuerza Aérea. En las intervenciones de los primeros actores, el ensalzamiento de esas dimensiones consistía también en una repartición institucional y personal de los logros en esa “guerra”, a partir de los cuales se construían el orgullo y el valor efectivo de cada fuerza en la represión desplegada. Y así, por ejemplo, Videla le atribuía al Ejército mayor heroicidad que a la Marina o a la Aviación:

El ejército, por razones específicas, por ser el componente terrestre, tenía la responsabilidad primaria en la conducción de las operaciones, sin perjuicio de la asignación de zonas de seguridad que se habían hecho en beneficio de las otras fuerzas (Jorge Rafael Videla, Declaración indagatoria ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, 1 de agosto de 1984; citado en El Diario del Juicio, año i, núm. 15, del 3 de septiembre de 1985).

En las intervenciones de los ex comandantes de la Fuerza Aérea, y particularmente las de sus defensores –aunque esas dimensiones ideológicas y políticas también se encontraban presentes y eran apropiadas con los mismos sentidos que las otras fuerzas–, primaba en cambio la estrategia de deslindamiento de las responsabilidades por lo actuado por las otras armas. De ese modo, con una orientación penal, se abocaron a establecer el desconocimiento y la desvinculación de los acusados sobre lo ocurrido en los CCD dependientes de la Armada o el Ejército. En buena medida, esta estrategia jurídica, junto a la marcada diferenciación de las penas establecidas por el tribunal y su rechazo a la propuesta del fiscal para el establecimiento de responsabilidades comunes a las Juntas Militares, influyó en las representaciones posteriores sobre la Fuerza Aérea como institución que habría tenido un papel secundario en la represión clandestina. Estas representaciones, por cierto, contrastaban notoriamente con la cantidad de testimonios que hablaban de los crímenes cometidos en los CCD dependientes de la aviación, así como la particular crueldad que destacaban en los perpetradores de aquella fuerza.

 

 

La guerra judicial: el juicio como interdiscurso ideológico y jurídico

Como se mencionó, el despliegue de los enunciados sobre la “guerra antisubversiva” durante el juicio se encontraba también dispuesto en relación con una estrategia judicial, asumida por los distintos actores, orientada a evitar una condena en ese juicio y otros futuros. Ello producía un discurso mixto: alternativamente apoyado con mayor fuerza, pero en muy raras ocasiones excluyentemente, en argumentos de corte jurídico o bien en enunciados ideológicos e interpretaciones políticas no relacionadas, o incluso enfrentadas, a los mecanismos judiciales.

En las estrategias discursivas construidas por los acusados y sus defensores se adoptó una doble modalidad frente a las acusaciones. Por una parte, esas estrategias se disponían a atacar la estructura del hecho que la Justicia reconstruía como enunciado con valor de verdad, para imposibilitar así su encuadre como hecho probado (por ejemplo, impugnar el valor legal de los testimonios, cuestionar la admisibilidad de las pruebas, argumentar que habría sido otra fuerza la responsable y por lo tanto no los señalados). Y por otra parte, se procuraba atacar la estructura de la tipificación (conceder que algunos de esos hechos existieron, pero no resultaron delitos).

En ambas estrategias, lo que pretendía quebrarse o torcerse a favor era el dispositivo enunciativo que bajo la forma de verdad jurídica supondría la sentencia, ya a través de la limitación de los materiales legítimos para la enunciación de la pena, ya mediante la limitación de sus articulaciones lógicas, es decir, en su remisión al encuadre delictivo del hecho comprobado. Sin embargo, el problema estaba en que mientras que la primera forma suponía que la confrontación se dé en acuerdo al sistema de reglas que dispone el sistema judicial en tanto género discursivo (y así, la exposición de la fiscalía y la de la defensa se trataban de discursos contrapuestos pero ambos legítimos en el interior del mismo campo discursivo), por contrapartida, la segunda estrategia (el embate sobre la estructura de la tipificación) presentaba dos modalidades distintas: una de ellas acorde al sistema normativo judicial, y la otra ajena.

En este segundo ámbito de enunciación, por una parte, de acuerdo con las reglas, los defensores, comandantes, y los testigos militares desarrollaron una estrategia que negaba que los hechos represivos comprobados se hayan realizado por encima de los parámetros legales que establecen los límites de la imputabilidad penal individual. Se declaraba así, por ejemplo, haber actuado en acuerdo con los decretos emanados del poder constitucional en 1975 que recrudecieron la faz represiva del Estado, o conforme a los planes operativos aprobados, o a las órdenes escritas que respetaban estrictamente la cadena jerárquica. El reclamo por la vigencia y la aplicación de la “ley de autoamnistía” de septiembre de 1983 se inscribía en la misma dirección.[15] Ergo, el dispositivo de enunciación continuaba resultando aún afín al principio de confrontación judicial.

El segundo tipo de embate sobre la estructura de la tipificación, por contrapartida, consistía en la apelación a un tipo de discurso que resultaba inasimilable para el discurso jurídico. Se trataba del recurso a la narrativa de la “guerra antisubversiva” en los términos referidos anteriormente. Desde este punto de vista, según se proponía a través de una denuncia moral, el proceso constituía una represalia política contra los dignos vencedores de la contrainsurgencia, batalla que fue entablada en detrimento del interés personal y a favor de la sociedad argentina. Es decir, la Cámara Federal, y con ella el sector de la sociedad que vendría a representar, no sólo no era justa, sino además torpe e ingrata:

El terrorismo es un flagelo mundial que, previsiblemente, no tardará en demostrar con hechos que la Argentina continúa siendo un objetivo prioritario. Cuando llegue ese momento, todos, inclusive muchos que hoy opinan con amnesia, ingenuidad o frivolidad, comprenderán a qué extremos de indefensión ha sido llevada la República por ceder a las presiones de los derrotados de ayer. […] En este proceso no se administrará justicia. Sólo servirá para acentuar la discordia, malversar una legítima victoria y frustrar la legítima reconciliación entre los argentinos (Jorge Rafael Videla, “Solicitud para no comparecer a la audiencia de acusación“ –posteriormente rechazada por el tribunal–, citada El Diario del Juicio, año i, núm. 15, del 3 de septiembre de 1985).

En esta segunda modalidad, el objetado era el sistema judicial como formación discursiva, y no los actos locutivos o sus enunciados particulares de un momento dado.

En la primera estrategia, aquella que era “legalista” y consistía en el embate sobre la estructura del hecho judicial, de lo que se trataba era de desmembrar el hecho judicial y así hacer imposible su articulación como tal (es decir, como hecho probado). Era este, finalmente, el lugar estratégico de las variantes “inexactas” de la obediencia. En el caso de los embates contra la estructura de la tipificación, también con corte jurídico, se avalaba la carga probatoria del hecho judicial (se concedía implícita o explícitamente que determinadas circunstancias existieron, que podían incluir o no la violación de derechos) y se apuntaba sobre su articulación como delito en el marco del sistema penal. Pero en la última forma, a través de la apelación a la narrativa de la “guerra antisubversiva”, de lo que se trataba era de la pulverización del hecho como hecho jurídico (y de la pulverización, en suma, de los hechos jurídicos, ya que el ataque era dirigido al dispositivo de enunciación jurídico y no a sus enunciados particulares). Y así, por ejemplo, Emilio Eduardo Massera podía, tras acusar al tribunal y al proceso penal en curso, declararse “responsable de todo y culpable de nada”:

No he venido a defenderme. Nadie tiene que defenderse por haber ganado una guerra justa. Y la guerra contra el terrorismo fue una guerra justa. […] Pero aquí estamos porque ganamos la guerra de las armas y perdimos la guerra psicológica. […] ¿Quién sería tan candoroso de pensar que se está buscando la verdad, cuando mis acusadores son aquellos a quienes vencimos en la guerra de las armas? Aquí estamos protagonizando todos algo que es casi una travesura histórica: los vencedores son acusados por los vencidos. Y yo me pregunto: ¿En qué bando estaban mis juzgadores? ¿Quiénes son o qué fueron los que tienen hoy mi vida en sus manos?; ¿eran terroristas? […] No he venido a defenderme. He venido, como siempre, a responsabilizarme de todo lo actuado por los hombres de la Armada […] Me siento responsable pero no me siento culpable, sencillamente porque no soy culpable […] Mi futuro es una celda. Lo fue desde que empezó este fantástico juicio” (Emilio Eduardo Massera, “Descargo”, reproducido en El Diario del Juicio, año i, núm. 20, del 8 de octubre de 1985).

Dado que la voz del tribunal no podía responder a este último tipo de afrenta, compenetrarse en sus reglas discursivas, sin deslegitimar a la vez tanto sus propios enunciados particulares como el sistema de reglas que los hacían posibles, la narrativa de la “guerra antisubversiva” acabaría así por presentarse como un tipo de discurso yuxtapuesto al que, aún al negarle legitimidad, la voz judicial no podía terminar de desactivar, precisamente, por carecer de legitimidad en el interior del sistema jurídico. De esta forma, el discurso judicial intentaba instaurarse más allá de aquel otro discurso y, por supuesto, viceversa. Y así, para adquirir eficacia en este régimen general de sentido (de puja por distintos regímenes de sentido) la sentencia y el proceso penal debían escribirse a través de lo que estaba más allá de los enunciados básicos del “discurso de la guerra antisubversiva”, y consecuentemente, ante la imposibilidad de neutralizarlos o rebatirlos en su propio juego, este tipo de afirmaciones se sostendría indemne en la voz de sus portadores frente a la voz judicial. Y así, por ejemplo, mientras que el fallo de la Cámara Federal dedicó su primera parte a tratar el “terrorismo” y a contextualizar el clima político previo al golpe de Estado bajo los términos de una “guerra revolucionaria”, haciendo eco en alguna medida de los argumentos de los militares, subrayaba sin embargo la manifiesta “antijuridicidad” de la respuesta escogida.[16] Contrariamente, en voz de los militares, y si bien el lenguaje jurídico podía ser complementariamente invocado, era muy claro que el sentido que se vindicaba de esa “guerra” era primordialmente político.

Sin embargo, y en lo que concierne a su desempeño bajo el nuevo campo discursivo, cabe destacar que la capacidad de autonomía del discurso militar se encontraba a su vez severamente limitada en función del discurso judicial. Frente a la estructura de generalidad postulada por las narrativas militares (y que pretendía integrar globalmente cada evento, de forma indistinta, como actos de servicio en el contexto explicativo de una “guerra antisubversiva”), existía ahora otro sujeto –la justicia– que obligaba a referirse a los hechos particulares del accionar represivo, y que indicaba además que esos actos eran, podían ser, delitos. De ese modo, la estructura de universalidad del discurso (aquella que permitía la convivencia contradictoria del error y la obediencia), corría el peligro de verse desbordada por los casos particulares, ante la imposibilidad del discurso de dar cuenta, y así intentar legitimarse y exhibir su legalidad de sentido, frente a los casos particulares, que no podía tomar como ejemplo. En este marco, como tematizó Arendt, la justicia tendía a presentarse como aquel tipo de institución y régimen de sentido, en el que era prácticamente imposible eludir las responsabilidades personales, y en el cual todas aquellas justificaciones de naturaleza vaga y abstracta tendían a desmoronarse (Arendt, 1964, p. 52). Y ello precisamente es así porque para el discurso judicial la responsabilidad individual, y con ella la imputabilidad penal que eventualmente correspondiera, no es mero emergente de una máxima moral generalizable, sino ante todo el resultado de actos particulares efectivamente materiales (lo que, finalmente, constituye uno de los aspectos centrales que distinguen la culpa de la simple responsabilidad política o moral) (Arendt, 1968, pp. 151-152).

Ante la doble imposibilidad de convertir el discurso de la “guerra antisubversiva” en el único discurso en escena y también de clasificar cada caso particular que era presentado como error o como obediencia (ya que ello hubiese implicado además reconocer la existencia de sujetos penales específicos), sobrevenía entonces el mencionado cierre de corte corporativo del discurso bajo aquella defensa antijurídica de la “lucha ansisubversiva”, que operaba como un conjunto de afirmaciones pretendidamente coercitivas que no aceptaban interpelación alguna, ni aceptaban como válidas, en el interior de su propio régimen discursivo, reformulaciones de sentido por parte de otros sujetos.

 

 

Conclusiones

Durante el “Juicio a las Juntas”, en los discursos militares frente al dispositivo judicial, el sistema de desaparición de personas (y las múltiples laceraciones a los derechos humanos que lo acompañaron) ocupaba una zona difusa o un implícito inefable, al que se rehuía mediante la contradicción de los “errores” y la “obediencia” –construcción que conformaba la idea de una “obediencia inexacta”– y que se suturaba mediante la reivindicación, inespecífica frente a los hechos concretos que presentaba el tribunal, de la “guerra antisubversiva”. Este discurso tuvo variaciones y posicionamientos particulares en las distintas voces analizadas (por ejemplo, se construía a partir de su fundamentación ideológica, en el caso del discurso de los ex comandantes y altos mandos, y en los testimonios de los oficiales “operativos” se encontraba mediada por una argumentación más bien técnica del propio papel asumido, dentro de ese marco ideológico). Sin embargo, a pesar de esas marcas distintivas, primó en él una serie de enunciados genéricos compartidos a través de los cuales se manifestó como el discurso de un colectivo frente a las acusaciones que realizaba el tribunal. Ese discurso trabó distintas modalidades de relación con las estrategias judiciales, orientadas en este caso a la dilución de las responsabilidades penales en el proceso judicial presente y en los futuros (tal como la discriminación de lo actuado por cada fuerza, los silencios frente a los casos concretos, la apelación a los posibles pero no precisados “errores”, y la objetividad con la que se revestían los testimonios de los perpetradores materiales). Pero a pesar de estas relaciones y las mediaciones del contexto comunicativo judicial, el discurso de la “guerra antisubversiva” se manifestó en la escena del juicio, sin embargo, como un discurso cuyos sentidos primordiales se tejían fuera de las normas de la enunciación judicial. Ello invita a reflexionar nuevamente sobre la permeabilidad de las escenas judiciales para la construcción de conocimientos o saberes no regidos enteramente por la enunciación jurídica o la voz del tribunal.

Como se precisó en la introducción de este trabajo, las distintas intervenciones a la vez políticas y judiciales en los discursos de los militares durante el juicio, se produjeron en el contexto más amplio de una sociedad que debatía su pasado de violencia política y frente al cual se disputaban distintas claves de interpretación. En esta dirección, las alocuciones militares se produjeron en un contexto cultural aun fuertemente atravesado por huellas del autoritarismo, expresado también en la forma en que esas intervenciones eran apropiadas o asumidas como sentidos determinantes por parte de otros grupos sociales, entre los que se incluyeron importantes grupos políticos y sindicales, y medios de comunicación. Esos sentidos se expresaron, en otros espacios sociales, por ejemplo, en las dificultades para tematizar las identidades políticas de los desaparecidos y para condenar socialmente los crímenes cometidos contra individuos que pudieran haber sostenido posturas radicales de transformación y equidad social (Crenzel, 2011).

En ese marco, el “Juicio a las Juntas” funcionó también como una puesta en escena en la que se debatía no sólo una verdad jurídica sino también la construcción de saberes (Foucault, 1977), discursos que ponían de manifiesto las claves de interpretación vigentes en el campo de la cultura para distintos grupos, en este caso los militares, en ese contexto histórico específico. Si como ha mostrado Ginzburg los procesos penales no sólo producen y discuten enunciados jurídicos sino que brindan además la posibilidad de vislumbrar características centrales de las sociedades que los construyen (Ginzburg, 1993), cabe considerar que ello se encuentra especialmente potenciado en los procesos penales que, como el “Juicio a las Juntas” y otros procesos de la justicia transicional, se proponen tácitamente construir, a partir de la revisión jurídica del pasado, los marcos e imaginarios para interpretar la sociedad presente.

 

 

Lista de referencias

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Otras fuentes

Periódicos

El Diario del Juicio (1985).

 

 



[1] El proceso, conocido como Causa 13/84 en el ámbito de la justicia penal, consistió en un juicio oral y público llevado ante la Cámara Federal, y en 1986 recibió sentencia definitiva de la Corte Suprema. Promovido por el decreto presidencial núm. 158/83 en diciembre de 1983, y tras una primera instancia ante el fuero militar, entre abril y octubre de 1985 la Cámara Federal recogió más de 800 testimonios, dando a conocer su sentencia el 9 de diciembre de ese año. Videla y Massera, emblemas del gobierno dictatorial, fueron condenados a cadena perpetua. Viola a 17 años de prisión, Lambruschini recibió ocho años de condena y Agosti cuatro años y medio. Galtieri, Graffigna, Anaya y Lami Dozo resultaron absueltos.

 

[2] Entendidas aquí, en un sentido amplio, como las prácticas –conscientes o no– de un sujeto individual o colectivo mediante las cuales se realiza la elección de un número de operaciones de lenguaje cuyo resultado es la producción de una serie específica de enunciados y sentidos. Estas prácticas se encuentran determinadas, al mismo tiempo, por un marco imperativo basado en reglas, normas o convenciones propias de la situación comunicativa, y la intervención que los sujetos propician en ese campo a partir de la producción de determinados sentidos, así como la selección de determinados temas, fundados en distintas posiciones ideológicas (Charaudeau y Maingueneau, 2005, p. 245; Van Dijk, 1996).

 

[3] Desde luego, la adopción de esta perspectiva metodológica conlleva, como en otros casos, sus costos. Al tiempo que permite identificar esa serie de sentidos determinantes, compartidos y apropiados por múltiples voces, puede perder de vista algunas especificidades, en términos de las variaciones de esos enunciados o la incorporación de sentidos novedosos en esa serie, que nutría el discurso de los diferentes partícipes intervinientes y los conflictos en el interior de ese grupo para la determinación de esos sentidos predominantes. Ello amerita nuevas investigaciones que profundicen el alcance de este trabajo, a partir de esas dimensiones que han sido sólo tangencialmente tratadas en los párrafos que siguen. Agradezco a los evaluadores de Secuencia por esta sugerencia. Metodológicamente, el análisis se apoyó en el tratamiento cualitativo de las transcripciones taquigráficas de 85 testimonios (que incluyen los de militares, civiles y víctimas del terrorismo de Estado) y una docena de documentos presentados en el curso judicial.

 

[4] Por razones de espacio, no podremos extendernos aquí sobre las características narrativas de los testimonios de las víctimas y familiares prestados durante el curso del juicio oral. Por ello, sólo se presentan aquellas consecuencias puntuales que, bajo la forma de sentidos generales que el transcurso de las audiencias permite reconstruir, se enlazan con los objetivos del presente trabajo.

[5] Véanse el Documento Final de la Junta Militar sobre la guerra contra la subversión y el terrorismo –Junta Militar (1983)– y el análisis de Canelo (2008). En el marco del decreto nacional núm. 158/83 y de la Ley 23.049 de Reforma del Código de Justicia Militar, la actuación de la justicia civil en la causa a los ex comandantes fue precedida por la intervención del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Sobre este derrotero, véase Feld (2002, pp. 11-23 y 33-38).

[6] Julio César Strassera fue el fiscal que condujo la acusación durante el “Juicio a las Juntas”. Durante la dictadura fue fiscal de primera instancia y luego juez de sentencia, siempre en el fuero criminal. Renunció a la Justicia tras el “Juicio a las Juntas” y fue nombrado por Alfonsín embajador ante la ONU. Fue renovado en ese cargo por el presidente Carlos Menem en 1989, pero el ex fiscal presentaría la renuncia tras conocerse los indultos de ese y el siguiente año a los condenados y procesados por violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, que incluyeron a los ex comandantes condenados en 1985. Véase Eliaschev (2011, pp. 327-364).

[7] Sobre las facetas jurídicas de la obediencia y la responsabilidad y su influencia en el juicio a los ex comandantes, véase Sancinetti (1988).

[8] Tras el “Juicio a las Juntas”, diversos conflictos políticos, legislativos, jurídicos y sociales tuvieron lugar en Argentina para la determinación de las responsabilidades penales de los perpetradores materiales de violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. En la transición a la democracia estas expresiones incluyeron varios alzamientos militares contra el poder público y las sanciones de las leyes de “Punto Final” y “Obediencia Debida”, respectivamente en 1986 y 1987 (luego derogadas en 1998 y declaradas nulas en 2003), destinadas a limitar los juicios. La última de ellas establecía la presunción irrefutable de “obediencia debida” para los cuadros medios o inferiores de las fuerzas armadas y de seguridad que habían perpetrado violaciones a los derechos humanos, legislando a partir de esa noción la impunidad de ese grupo. Véase la Ley 23.521, en el Boletín Oficial de la República Argentina, 9 de junio de 1987.

[9] Ricardo Gil Lavedra fue, entre 1976 y 1978, procurador general en la Corte Suprema. Renunció en 1979 para desempeñarse como subgerente de Asuntos Legales del grupo empresarial Pérez Companc. Afiliado a la UCR, tras el “Juicio a las Juntas” desempeñó varios cargos públicos y otros dentro del partido. Entre ellos, fue ministro de Justicia de Fernando de la Rúa entre 1999 y 2000, y a partir de 2009 diputado nacional. Véase “Quiénes integran el tribunal”, en “El juicio del siglo”, suplemento a El Diario del Juicio, año i, núm. 1, 27 de mayo de 1985; y el capítulo destinado en Eliaschev (2011, pp. 195-238).

[10] Jorge Radice, joven oficial de la Armada involucrado en los crímenes cometidos en el CCD esma, fue condenado por delitos de lesa humanidad en 2011. Entre estos delitos, se lo condenó por secuestros, torturas, robo y trece homicidios, que incluyeron los de las religiosas francesas Alice Domon y Renée Luquet, la madre de Plaza de Mayo Azucena Villaflor y el escritor Rodolfo Walsh.

 

[11] Carlos León Arslanian se recibió de abogado en 1971. Fue secretario de la Corte Suprema de Justicia y designado en 1974 como juez de sentencia criminal. En 1982, todavía en dictadura, se convirtió en juez de la Cámara Nacional de Apelaciones, pasando desde allí a la Cámara Federal en democracia. Aunque con afinidad con el peronismo, siempre manifestó no poseer una filiación partidaria. Fue ministro de Justicia de Carlos Menem entre 1991 y 1993. Véase “Quiénes integran el tribunal”, en “El juicio del siglo”, suplemento a El Diario del Juicio, año i, núm. 1, 27 de mayo de 1985; y el capítulo destinado en Eliaschev (2011, pp. 23-72).

 

[12] Salvio Menéndez fue subdirector de la ESMA, y consecuentemente jefe de Estado Mayor del correspondiente Grupo de Tareas, a inicios de la dictadura.

[13] Graffigna fue el representante de la Fuerza Aérea en la Junta Militar entre 1979 y 1981. Absuelto en el “Juicio a las Juntas”, actualmente es objeto de otros procesos penales por crímenes de lesa humanidad.

[14] Franco fue el portavoz de la Armada en la Junta Militar entre 1982 y el retorno de la democracia. En 2014 fue condenado a 25 años de prisión en uno de los procesos penales derivados de la causa iniciada en 1998 y generalmente conocida como “plan sistemático de robo de bebés”.

[15] La “Ley de Pacificación Nacional” (22.924) impulsada por la Junta Militar en 1983 proponía la impunidad para civiles y militares por las acciones violentas ocurridas en dictadura. Con severas limitaciones que volvían imposible el encuadre de militantes populares en ese perdón, fue rápidamente conocida como “autoamnistía”. Fue derogada en diciembre de ese año por el parlamento democrático.

[16] Véase Cámara Federal de Apelaciones (1987). Una transcripción de la sentencia se encuentra disponible en http://www.derechos.org/nizkor/arg/causa13/ [consulta: marzo de 2016].