10.18234/secuencia.v0i103.1372
Artículos
Entre la “obediencia inexacta” y la “guerra antisubversiva”: estrategias
discursivas de las Fuerzas Armadas en el Juicio a las Juntas Militares
Between “Inaccurate Obedience” and “Anti-Subversive War”: Discursive Strategies
of the Armed Forces in the Trial of the Juntas
Diego
Galante1, 0000-0003-4507-0857
1Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires-Conicet, Instituto de Investigaciones Gino Germani, diegalante@hotmail.com
Resumen:
El trabajo analiza los discursos construidos por los
miembros de las Fuerzas Armadas de Argentina durante el “Juicio a las Juntas
Militares” de 1985, evento judicial que, en el contexto de la transición a la
democracia, tuvo por objeto revisar las responsabilidades de las máximas
autoridades militares por las violaciones a los derechos humanos cometidas en
dictadura. En ese marco, se analizan las características de esos discursos y
los tipos de relatos que construían sobre el pasado de violencia política, así
como la relación entre esas intervenciones y la escena judicial. Finalmente, a
la luz de esos resultados, se reflexiona sobre las potencialidades de las
escenas judiciales transicionales para constituirse en campos propicios para la
cristalización pública de saberes sociales en disputa.
Palabras clave: Juicio a las Juntas Militares; Fuerzas Armadas Argentinas; violencia
política; estrategias discursivas; justicia transicional.
Abstract:
The paper analyzes the discourse constructed by the
members of the Argentine Armed Forces during the “Trial of the Juntas” of 1985,
a judicial event that, in the context of the transition to democracy, sought to
review the responsibilities of the highest military authorities for human
rights violations committed during this dictatorship. Within this framework,
the characteristics of these discourses and the types of stories they
constructed about the political violence of the past are analyzed, as well as
the relationship established between these interventions and the judicial
scene. Lastly, in light of these results, we reflect on the potential of
transitional judicial scenes to become fields conducive to the public
crystallization of disputed social knowledge.
Key words: Trial of the Juntas; Argentine Armed Forces; political violence;
discursive strategies; transitional justice.
Fecha de recepción: 23 de marzo de 2016 Fecha de
aceptación: 9 de agosto de 2016
Introducción
En Argentina, la transición a la democracia iniciada en
diciembre de 1983 se comportó como un significativo espacio de disputas sobre
las dimensiones y procesos –políticos y sociales– que definirían las
características concretas del régimen político por construir (Pucciarelli,
2006). A su vez, funcionó como un periodo de luchas por los sentidos del pasado
(particularmente signado por las violaciones a los derechos humanos y el
sistema de desaparición de personas como práctica constitutiva del Estado
dictatorial de 1976-1983), sentidos sobre los que distintos actores disputaron
para procurar legitimidad a esas propuestas políticas que ponían en juego. Así,
la transición argentina reflejó un enfrentamiento político y hermenéutico entre
múltiples actores que al momento de estructurar sus relatos sobre la violencia
política y las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la
dictadura expresaban a la vez sus proyectos y expectativas políticas hacia el
futuro. Primaron así diversas estrategias de reinterpretación que,
principalmente bajo la forma de memorias sociales (entendidas como una
propiedad de grupos sociales espacial y temporalmente situados, basada en una
dialéctica entre recuerdos y olvidos determinada por los contextos presentes y
a partir de los cuales esos grupos recrean su identidad y otorgan un sentido al
presente), se convirtieron en una de las características distintivas de la
discursividad política del periodo (Jelin, 2002, p. 42-43).
En este marco, por ejemplo, investigaciones antecedentes
han permitido rastrear en el discurso del gobierno nacional, a partir de
diciembre de 1983, la conformación de una frontera de ruptura con el pasado
dictatorial que, a partir de la figura del Estado de
derecho y su identificación con la idea de democracia,
concebía el imperio de la ley como el puntapié inicial para la democratización
de otros espacios sociales más amplios (Aboy Carlés, 2001). De la misma manera,
se ha analizado la forma en que el “Juicio a las Juntas Militares”, llevado a
cabo ante la justicia civil en 1985,[1] se
representó como la pieza y el símbolo fundamental de ese proceso político más
amplio; y también su funcionamiento como arena pública que reproducía y
reordenaba las discusiones existentes en otros niveles de la sociedad respecto
a ese pasado (Galante, 2010, 2015).
A lo largo de esos procesos políticos, los años ochenta
permitieron, en parte, consolidar la representación sobre la sistematicidad e
ilegalidad del sistema de desaparición, restituir a las víctimas como sujetos
de derecho, y reponer simbólicamente desde el punto de vista comunitario la
idea de la vigencia del Estado de derecho (González Bombal, 2004). Sin embargo,
ello se realizó en un contexto cultural también atravesado por el discurso
dictatorial que reivindicaba los crímenes cometidos en el marco de la “lucha
antisubversiva”, su contracara en la llamada “teoría de los dos demonios” que
los proponía en el marco de dos violencias extremas y ocluía las responsabilidades
de la sociedad política y civil así como las desapariciones previas al golpe de
Estado, y la vigencia de una “narrativa humanitaria” que determinó dificultades
y marcos específicos para tematizar las identidades y los derechos políticos de
las víctimas así como el proyecto político regresivo y elitista de la dictadura
militar (Crenzel, 2008). En este contexto, en cuanto a las voces de los
militares allegados al discurso dictatorial, y entre los principales
antecedentes, Acuña y Smulovitz (1995) han observado la intransigencia de las
Fuerzas Armadas respecto a la revisión judicial del pasado como el principal
conflicto de la transición; Canelo (2008) ha analizado la formación del
“consenso antisubversivo” durante la dictadura (basado en un diagnóstico compartido
sobre la naturaleza del enemigo, la validez de los métodos para su
erradicación, y la convicción de la legitimidad y necesidad de la “masacre
represiva”); y Salvi (2012, 2015) ha rastreado la primacía de la figura de la
“guerra antisubversiva” (y su reivindicación como contracara de los “excesos”
–figura que ocupaba el centro de las denuncias en la opinión pública–) en las
alocuciones públicas de los militares en los primeros años de la transición,
así como su pervivencia y variaciones en las memorias de las Fuerzas Armadas en
los años más recientes.
Específicamente, este trabajo propone analizar –a partir
de las presentaciones y los testimonios vertidos en el ámbito judicial– las
relaciones y modalidades de intertextualidad, así como los reposicionamientos y
fracturas, que esos discursos de las Fuerzas Armadas construyeron con el
discurso jurídico durante el “Juicio a las Juntas” de 1985. En ese orden, se
revisan las estrategias discursivas[2]
contenidas en esos relatos, y aunque atendiendo a la exposición de algunas de
las marcas y posiciones distintivas de las voces analizadas, el análisis
prioriza la reconstrucción de las redes de sentido dominantes dispuestas en
escena a partir de los enunciados y sentidos comunes, compartidos o apropiados
por esas distintas voces. Se apunta de ese modo, antes que a una reconstrucción
de las disputas en el interior de ese grupo social, a identificar los sentidos
generales que, sobre la naturaleza y las características de la represión
dictatorial, puso en escena el juicio como acontecimiento para un amplio
público. Es decir, lo que el evento judicial, como momento significativo de la
justicia y la cultura transicional, “dijo” sobre las interpretaciones de este
grupo social (a partir de voces que incluyeron a los acusados, a otros ex
comandantes y militares que actuaron como mandos o partícipes directos en las
acciones de la aludida “guerra antisubversiva” y prestaron testimonio en
calidad de testigos, y a los letrados de las defensas), mediante enunciados que
se construían así colectivamente para una amplia audiencia.[3]
Como se mostrará, aun encontrándose encuadrados por el
contexto judicial, diversos enunciados culturales y políticos se plasmaron en
el curso de las audiencias orales, trabando con el discurso judicial distintas
modalidades de relación. Esto, por una parte, invita a revisar las ideas sobre
las limitaciones de la escena jurídica para la puesta en escena de saberes no
regidos enteramente por la enunciación judicial; y, por otra parte, pone de
manifiesto la escena judicial como una puesta en la que, compelidos a
participar, diversos grupos actualizan sus disputas sobre los sentidos que
atribuyen, a partir de hechos concretos sobre los que el tribunal interpela, a
la sociedad en que viven y su historia.
La construcción narrativa de los crímenes en el ámbito judicial
Todo proceso penal se articula en
torno a la idea del delito. Desde el punto de vista jurídico, se trata de la
determinación de algunos hechos particulares que resultan tipificables como
delitos en el marco de un sistema de categorías general y explícito (el sistema
del derecho), a partir de las cuales la enunciación supuesta por el fallo del
tribunal construye un tipo de verdad. Para ello, en una audiencia oral, se
invocan múltiples voces que, mediante la práctica de la inquisitio
como dominio específico del tribunal, los jueces diseccionan, reorganizan y
resignifican bajo la forma de una verdad jurídica (Foucault, 1995). Así, al
tiempo que el discurso jurídico organiza y demanda esas otras voces y textos,
persiste en ellos una suerte de exceso enunciativo –anterior a la voz del
tribunal– frente a la cual la sentencia comporta un per
saltum que establece una nueva jerarquía de sentido; y que apunta
justamente, por otra parte, a neutralizar lo que en esos textos podía
encontrarse en tensión o contradicción con el sistema preconstruido de reglas
que marca los límites de lo enunciable por el discurso judicial (Marí, 1980).
Esta clase de textos “superpuestos” adquirió durante el
desarrollo del “Juicio a las juntas” un espacio sumamente significativo en
virtud de la modalidad oral y pública que tuvo el proceso, así como por la
naturaleza de los hechos que debatían, y por la fuerte repercusión en el
espacio público y en los medios de comunicación (Arfuch, 2008; Feld, 2002;
Peralta, 2009). En esta dirección, por ejemplo, los testimonios de las víctimas
y sus familiares se expresaron bajo una forma narrativa que, marcada por la referencia
extensa a las experiencias particulares y la secuencialidad de la serie de los
testimonios, construyeron, por una parte, como efecto de sentido la sensación
de que la serie de abusos cometidos por los militares era tan infinita, en
términos cuantitativos, como eran infinitos en términos cualitativos los tipos
de abusos y vejámenes que la conformaban. Esta
construcción narrativa conllevaba a la vez una determinada caracterización de
los autores de esos hechos.[4]
En un primer lugar, a través de la mención de
determinados espacios institucionales, de marcas verbales y corporales
específicas de los perpetradores, de la aprehensible analogía posible de ser
trazada inductivamente en función de los diversos testimonios, y de los casos
particulares en que resultaba patente la cooperación entre fuerzas, los
testimonios perfilaron un sentido de univocidad para la actuación de las
distintas armas en los crímenes cometidos. Esta formulación resultaría
finalmente fortalecida en el trabajo llevado a cabo por la fiscalía y por la
sentencia del tribunal, para determinar la existencia del plan sistemático que
dio origen a las acciones represivas.
Por otra parte, las mismas características narrativas de
los testimonios de víctimas y familiares, marcadamente sustentadas en la
experiencia individual, conllevaron, a su vez, la formulación de un sentido
complementario. Desde este segundo punto de vista, los secuestros, torturas y
vejámenes diversos que sufrieron fueron cometidos por sujetos determinados,
cuyo desempeño particular se convertía en una pieza clave de los relatos –con
una fuerza narrativa que no podía desmerecerse por su referencia al sistema
represivo del que formaban parte–. Es decir, sin perjuicio de las relaciones
por establecer entre el acto particular y el mando ejecutor máximo de la
política delictiva, la identificación individual de los perpetradores
inmediatos adquiría un lugar central en aquellas narraciones donde establecerla
era posible aunque sea por aproximación, y así la materialidad inmediata del acto
tendía a dejar patente la idea de la responsabilidad criminal y moral de los
perpetradores directos. De ese modo, en la visión de los testigos, los
perpetradores consistían a la vez en la expresión y la fuerza vital del sistema
represivo; en su manifestación material y su esencia. Ello entraba en tensión
con el intento de establecer la responsabilidad jurídica de los ex comandantes.
El peso de estos mecanismos de identificación individual de los actores
comprometidos en la política delictiva, logró permear el discurso penal, e
impulsó su pronunciamiento ante la construcción de estos hechos
judicializables: finalmente, llevó al “Considerando décimo segundo” de la
sentencia y al consecuente “Punto 30” del fallo de la Cámara Federal, que
ordenó la investigación de los delitos cometidos por el personal “operativo” de
las Fuerzas Armadas (Ciancaglini y Granovsky, 1995, pp. 261-302).
La obediencia inexacta
La identificación de los
perpetradores individuales en los testimonios de las víctimas conllevó que distintas
voces del sector castrense (acusados, defensores y testigos militares)
propusieran que los actos denunciados habrían consistido, o bien en mentiras
maliciosas de los sobrevivientes de los Centros Clandestinos de Detención y
Desaparición (ccd), o bien, frente al peso de los
hechos demostrados, en “excesos” o “errores”, propios de los subalternos,
ocurridos en el marco de órdenes legítimas. Sin embargo, al tiempo que se
proponía que esos “errores” ya habían sido tramitados disciplinariamente por
las Fuerzas Armadas durante el periodo dictatorial, jamás en el curso de las
audiencias se brindó ejemplo alguno sobre esos “errores” a partir de casos
concretos, o se verbalizó qué tipo de actos pudieran ser considerados como
tales; tampoco si esas presuntas faltas ya sancionadas pudieran coincidir con
la naturaleza de los crímenes o los casos sobre los que interrogaba el
tribunal. De ese modo, estos actores reproducían, en el ámbito de la justicia
civil, el discurso que las Fuerzas Armadas habían labrado, por ejemplo, en el
Documento Final de la Junta Militar de abril de 1983, y que en octubre de 1984
propuso aceptar el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas.[5] En
palabras del representante del Ejército en la última Junta militar:
Strassera (fiscal):[6] El
testigo ha manifestado que llama errores no ajustarse exactamente a las
directivas impartidas, ¿quiénes cometieron entonces estos errores? ¿Los
comandos o los subordinados?
Nicolaides: Los cometieron los ejecutores en el
cumplimiento de las órdenes, y eso está totalmente claro, creo yo señor
Presidente (Testimonio de Cristiano Nicolaides –26/04/1985–, reproducido en El Diario del Juicio, año i,
núm. 1, 27 de mayo de 1985).
Para el establecimiento de la responsabilidad que cabía a
los miembros de las Juntas –ya que ello era el objeto del juicio– desde el
punto de vista del tribunal y la fiscalía el desafío del proceso judicial se
ubicaba en la posibilidad de demostrar la articulación entre los crímenes
puntuales ejecutados por los subalternos y presenciados o sufridos por los
testigos, y las órdenes generales emanadas de los comandantes. Es decir, el
desafío jurídico consistía en la capacidad de volver a reunir estos elementos,
que el curso del proceso desplegaba aisladamente a partir de las declaraciones
de las víctimas y los documentos oficiales. En consecuencia, en procura del
establecimiento de la cadena de asociaciones que llevaba hasta los ex
comandantes, el tribunal y la fiscalía repreguntaron reiteradamente a los
testigos militares por la estructura de la cadena de mandos (tanto hacia
arriba, como hacia abajo) existente en el momento de la comisión de los
delitos.
La vinculación de estos elementos durante el juicio, es decir,
la puesta en escena de la multiplicidad de vejámenes cometidos por individuos
puntuales y de la política general en que ellos se enmarcaban, conformó un
aspecto central del proceso que determinó sus posibilidades para construir una
verdad jurídica sobre las responsabilidades por las violaciones a los derechos
humanos cometidas durante la dictadura. Es decir, el juicio estuvo enmarcado
por las posibilidades de labrar un discurso que vinculaba un problema jurídico
(la determinación de las propiedades de la obediencia y el nivel de
responsabilidad por las acciones en los distintos estratos de la esfera
militar)[7] y un
problema judicial (la existencia de las pruebas que pudieran exhibir o hacer
presumible en forma fehaciente la cadena de las órdenes desde el comandante
hasta el torturador). Sobre este punto, como analizaba Arendt a propósito de
las repercusiones del juicio a Eichmann, el desafío de la enunciación judicial
se construía ante todo con base en las posibilidades de deconstrucción, bajo
los parámetros propios de la clave penal, de la estructura burocrática o
“engranaje” del sistema político sobre el cual se asentaba el sistema de
desaparición. Desde este punto de vista, si bien ese sistema no podía dejarse
al margen de toda consideración, tanto desde el marco legal como desde el
moral, las cuestiones planteadas se veían ahora obligadas a ser sopesadas desde
una perspectiva diferente:
en un tribunal no se juzga ningún sistema, ni la Historia
ni corriente histórica alguna [...] sino a una persona, y si resulta que el
acusado es un funcionario, se encuentra en el banquillo precisamente porque
incluso un funcionario es un ser humano y como tal se halla sometido a juicio.
[...] Si al acusado se le permitiera declararse culpable o no culpable como
representante de un sistema, se convertiría, de hecho, en un chivo expiatorio
(Arendt, 1964, pp. 59, 60).
Dicha tensión entre el engranaje político-burocrático del
sistema de desaparición y las posibilidades de establecer las responsabilidades
penales concretas, expresada en las estrategias de los militares mediante la
apelación a los presuntos “errores” cometidos en la política represiva, nos
lleva a un aspecto poco observado acerca de un concepto que se volvería
fundamental en materia de justicia transicional en Argentina en los años
posteriores al “Juicio a las Juntas”: la obediencia. En rigor, como mostraremos
a continuación, durante el juicio a los ex comandantes la idea mostró su valor
dentro de una estrategia discursiva compuesta cuyo efecto apuntaba, en los discursos
de los militares, a diluir las responsabilidades de la corporación militar en
su conjunto. Más específicamente, el curso de las audiencias orales mostró que,
en el discurso militar, la idea de obediencia dirimía dos vías de exoneración:
por un lado, apuntaba a eximir a los cuadros inferiores, al proponer la
inexistencia de responsabilidad para ellos por las acciones ejecutadas, dado
que, según se proponía, esa responsabilidad (ya sea o no criminal) se
articulaba y consustanciaba en el mando que ordenó la acción puntual. Por otro
lado, en el “Juicio a las Juntas”, la idea de la obediencia fue apelada también
para liberar a los mandos por los posibles delitos cometidos en el curso del
cumplimiento de esas órdenes, ya que se proponía que, de existir, esos delitos
se habrían dado por el desvío o los errores de los subalternos frente a órdenes
presuntamente legítimas, o lo que es decir, el abandono de la obediencia
estricta. En uno u otro caso, ninguna acción concreta llevada a cabo en el
sistema clandestino era invocada para ilustrar esos argumentos.
Dicho de otro modo: en su argumento más conocido, y hacia
abajo, la figura de la obediencia apuntaba a eximir a los subalternos de
responsabilidad por las acciones ejecutadas. Esta sería la tendencia general
del argumento expuesta en los años venideros.[8] Asumida
como estrategia durante las audiencias de la Causa 13 principalmente por los
cuadros inferiores y medios de las Fuerzas Armadas que declararon en calidad de
testigos, en esta modalidad, la acción criminal llevada a cabo por los cuadros
“operativos” apuntaba a revestirse de neutralidad política y valorativa, en
tanto simple cumplimiento del deber profesional. Y de ese modo, las acciones
ejecutadas (aunque generalmente secretas y no especificadas) se presentaban
bajo un nivel de objetividad que podía, incluso, acabar en una objetivación o
cosificación de las víctimas. El siguiente fragmento es algo extenso, pero
sumamente ilustrativo:
Gil Lavedra (Presidente en ejercicio del tribunal):[9] ¿Dónde
desempeñó funciones entre el año 1976 y la fecha de su retiro?
Radice:[10] En el
GT3.3 Escuela de Mecánica.
Gil Lavedra: ¿Qué tareas tenía a su cargo?
Radice: Oficial operativo.[…]
Gil Lavedra: ¿En qué consistían las tareas operativas que
Ud. tenía a su cargo?
Radice: Accionar las armas contra el enemigo que me
determinara la superioridad. […]
Gil Lavedra: ¿Cómo era el procedimiento de elección de
objetivos o de los blancos?
Radice: Desconozco, no estaba a mi cargo.[…]
Gil Lavedra: ¿Qué es accionar las armas?
Radice: Apretar el gatillo.[…]
Strassera: Sí, hay algo que no ha quedado claro, señor
presidente […] Entonces ¿el declarante me dice que iba directamente a cometer
homicidios? […]
Radice: Reitero, a mí la superioridad me fijaba un blanco
y yo ejecutaba la orden impartida por la superioridad, ese es el procedimiento,
soy un militar o fui un militar, me determinaban un blanco y yo accionaba las
armas.
Gil Lavedra: ¿Qué es fijar un blanco?
Radice: Determinarme un blanco...
Gil Lavedra: Dé un ejemplo práctico y concreto.
Radice: Es decir, a su frente hay una ventana, “bata esa
ventana con fuego”, tiraba a la ventana...
Gil Lavedra: ¿Cuál es el ejemplo concreto del blanco en
estos operativos de lucha contra la subversión?
Radice: El que di, por ejemplo una ventana...
Moreno Ocampo (fiscal adjunto): Señor presidente, que se
pregunte a la persona que declara si alguna vez le fijaron como blanco a una...
a un ser humano.
Gil Lavedra: Puede contestar.
Radice: No recuerdo (Testimonio de Jorge Radice
–09/08/1985–, reproducido en El Diario del Juicio,
año i, núm. 31, del 17 de diciembre de
1985).
Sin embargo, y hacia arriba, el argumento de la
obediencia también podía ser implicado como estrategia para eximir a los
comandantes, dado que muchas veces existían en las reconstrucciones de los
hechos –principalmente establecidas a partir de la experiencia de los
sobrevivientes– eslabones perdidos en la cadena de mando acerca de los actos
particulares, lo que dificultaba derivar con peso probatorio la existencia de
la orden criminal concreta. Es decir, en esta segunda perspectiva de las
estrategias discursivas militares se establecía que si no lograba probarse en
esas acciones criminales la obediencia, propuesta en estos discursos y en la
cosmogonía militar como clave de la responsabilidad mutua entre mandos y
comandados, no podría establecerse la responsabilidad penal de los mandos por
lo actuado por sus subalternos. Así, presentando un argumento cuanto menos
falaz desde el punto de vista jurídico (ya que la responsabilidad penal se construye
de distintos y diversos modos), se invocaba en última instancia el ordenamiento
de las relaciones sociales en el interior de las Fuerzas Armadas como la clave
hermenéutica a desencriptar –y ante la cual los militares se atrincheraban– si
se deseaba conocer la realidad de lo acontecido en los centros clandestinos de
detención y desaparición de personas. En esta estrategia asumida principalmente
por los letrados de las defensas y los comandantes acusados pero también por
aquellos otros ex comandantes y altos rangos que declararon en calidad de
testigos, al tiempo que nuevamente se rehuía el reconocimiento de esos actos
puntuales ante la justicia, se insinuaba (aunque jamás bajo la forma de
denuncia, sino como una consecuencia indeseada de la naturaleza del
enfrentamiento) sobre los posibles errores de los ejecutores materiales. Ello
permitía que, y bajo una afirmación escindida de sus contenidos concretos y
secretos, los comandantes pudieran hacerse responsables de todo en general, y
finalmente, de nada en particular:
Nicolaides: Los comandantes se hicieron responsables
–para ser amplio en la respuesta– de todo lo atinente a la lucha contra la
subversión sobre la base de las órdenes y directivas que se dieron, creo, en la
forma más completa posible. Entonces sobre las órdenes que se impartieron,
ninguna duda, sí, sobre las directivas y órdenes que se impartieron.
Strassera: Sí, señor Presidente, pero mis preguntas son
más concretas, ¿también se hacían responsables de la eventual comisión de
tormentos por parte de los interrogadores? ¿También se hacían responsables de
la eliminación física de personas?
Arslanian:[11]
General, le recuerdo la aclaración que le hice al principio: aquellas preguntas
que Ud. crea que personalmente lo puedan comprometer penalmente, no está
obligado a contestarlas.
Nicolaides: Yo creo que es incriminatoria la pregunta,
así que le pido no contestarla (Testimonio de Cristiano Nicolaides
–26/04/1985–, reproducido en El Diario del Juicio,
año i, núm. 1, del 27 de mayo de 1985).
De ese modo, si el concepto de obediencia debida sería
invocado en los años siguientes para eximir a los subalternos, el curso del
“Juicio a las Juntas” mostraba que también podía ser apropiado en las
estrategias discursivas de militares para eximir a los comandantes, ya que su
uso se construía bajo los parámetros de lo que, podríamos llamar, una suerte de
“obediencia inexacta”. Desde el punto de vista de los comandados, esta se
construía a partir de la afirmación genérica de que sus acciones se ajustaron a
las órdenes emitidas por los superiores inmediatos y las Juntas Militares;
rehusándose, sin embargo, a precisar el contenido de esas órdenes frente a los
casos por los que interrogaba el tribunal. Desde la perspectiva de los
comandantes y las defensas, esa inexactitud tenía su base en el posible
desatino –ya sea bajo la forma de los “errores” o de los “excesos” en acciones
puntuales, pero no especificadas– en el cumplimiento de las órdenes
presuntamente legítimas, aunque esto último no se demostraba
Esta estrategia discursiva dual con respecto a la
obediencia se apoyaba en el hecho de que, dado el carácter secreto de las
órdenes emitidas, la noción de “excesos” o la de “errores” difícilmente podían
ser del todo establecidas o refutadas. Esto hacía que en los discursos de los
militares acerca de las responsabilidades por los delitos cometidos, la noción
de “exceso” o “error” y la de “obediencia” se volvieran complementarias, ya que
los límites entre una y otra no se encontraban trazados con respecto a los
casos empíricamente anclados. Si por un lado la idea vaga de los “excesos” o
“errores” eximía a los comandantes de la responsabilidad por la orden criminal,
la “obediencia debida” procuraba liberar de los “excesos” a los subordinados.
Se trataba, así, de un juego lingüístico donde ambas alternativas apuntaban a
procurar la impunidad. Pero sobre todo, en los discursos analizados, el sentido
de los actos quedaba desdibujado con respecto a estos elementos; sobre ningún
acto podía decirse estrictamente que fuera “exceso” u “obediencia”, porque
ningún acto era reconocido para encuadrarse en una u otra figura.
El discurso de la “guerra antisubversiva”
Esta estructura discursiva que
tornaba imposible para los militares anclar definitivamente cada uno de los
hechos presentados por el tribunal a una u otra línea de interpretación,
respondía además, en gran parte, a una estrategia discursiva no sólo frente al
proceso penal presente sino a los eventuales procesos penales futuros, hacía
que las narrativas militares sobre la violencia política apelaran a un discurso
más general que uniera esos argumentos contrapuestos, y que además, en la
práctica, los explicara. De ese modo, la oscilación en estos discursos entre el
recurso temático a una obediencia “virtuosa” (en la que se proponía la
adecuación genérica de los actos a las órdenes emitidas, y la legitimidad moral
y/o política de esas órdenes) y una “obediencia inexacta” (en los términos ya
mencionados), afirmaciones que en principio podían operar como argumentos
contradictorios que se refutarían mutuamente, se insertaba en realidad en un
argumento más general, al que se prestaba un valor de verdad superior, y del
cual se derivarían otros argumentos ya presentados.
Este discurso general, que se convertía así en la
estructura de sentido primordial propuesta para lo actuado, consistía en el
discurso de la “guerra antisubversiva”. Apuntaba a establecer (bajo un
diagnóstico de situación en el que primaba la excepcionalidad de un
enfrentamiento radical en clave bélica pero que incorporaba también tonos
apocalípticos y referencias al choque de culturas) un tipo de racionalidad
incompatible con la práctica convencional de la guerra y con las normas
establecidas por la convención de Ginebra de 1949 y sus complementarias, y
enmarcaba la violencia desatada en el marco y naturaleza de esa
excepcionalidad. En ese contexto, se proponía, los posibles errores y las
transgresiones cometidas debían ser olvidados.
Ensayado paulatinamente y en construcción desde comienzos
de la dictadura (Canelo, 2008), la causa penal a los ex comandantes exhibiría
por primera vez públicamente la actuación de este conjunto de enunciados y
relaciones en el contexto institucional de la justicia civil. En este marco, la
formulación ideológica de una interpretación sobre la violencia política y el
argumento de su necesidad comenzarían a relacionarse, bajo una forma específica
de intertextualidad, con el dispositivo de enunciación propio de la práctica
judicial en cuanto a la responsabilidad penal por las acciones realizadas. Dichas
estrategias, a la vez judiciales e ideológicas, establecían la ausencia de
culpabilidad penal o la glorificación de las propias acciones, y el traslado de
la responsabilidad moral y eventualmente penal a las agrupaciones de la
izquierda revolucionaria de los setenta.
Mediante las diferentes alocuciones de los militares en
las audiencias de 1985, el discurso de la “guerra antisubversiva” se componía
de los siguientes enunciados genéricos:
1) “Fue una guerra”:
Goldaracena (abogado defensor de Lambruschini): Quisiera
que el Señor Contraalmirante exprese al tribunal en su concepto si cree haber
intervenido en una guerra.
Menéndez:[12] Sí,
estoy totalmente convencido de haber intervenido en una guerra” (Testimonio de
Salvio Menéndez –23/04/85–, reproducido en El Diario del
Juicio, año i, núm. 1, del 27 de mayo de 1985).
2) “Fue una guerra contingente”
(no provocada por las Fuerzas Armadas, sino por la guerrilla y los decretos
represivos de 1974 y 1975 del gobierno constitucional previo):
Todo lo actuado contra la subversión, se hizo sobre la
base de documentos y legislación del gobierno constitucional y las
características y modalidades de esta lucha llegó a constituirse en un
determinado momento en un verdadero estado de guerra. […] El decreto de estado
de sitio, de noviembre del año 1974, fue un documento muy importante porque
reflejaba realmente el caos y la disgregación que vivía el país. En uno de sus
considerandos decía [...] que el terrorismo estaba en estado de barbarie
patológica, en forma de un plan alevoso y criminal atentando contra la Nación toda (Omar Domingo Rubens Graffigna,[13] Declaración informativa ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas;
citado en El Diario del Juicio, año i, núm. 16, del 10 de septiembre de 1985).
3) “Fue excepcional” (lo que
apuntaba a legitimar el tipo de acciones desplegadas y, eventualmente, su
inadecuación al derecho vigente):
Franco:[14] [...]
La guerra que debieron enfrentar las fuerzas armadas era una guerra atípica,
una guerra distinta a las guerras convencionales, era un tipo de guerra
revolucionaria, en la cual el enemigo no tenía uniforme, no llevaba bandera,
estaba mimetizado en la población, ejercía actos terroristas, secuestros,
asesinatos, ataques a unidades de militares emitiendo verdaderos partes de
guerra. [...] Por lo tanto, las fuerzas armadas, tenían que adaptarse a esa
nueva modalidad. Por supuesto que no figuran en las directivas, pero sobre la
marcha había que ir tomando decisiones en función de los hechos que se
producían. […]
Arslanian (Presidente en ejercicio): Entonces, de su
respuesta debo inferir que la mención esta de procedimientos inéditos no tiene
nada que ver con la reglamentación que se hizo [...]. ¿Hubo procedimientos
inéditos, fuera de las directivas?
Franco: Sí Señor. Los procedimientos inéditos no pueden
figurar en una directiva, porque surgen sobre la marcha (Testimonio de Rubén
Franco –26/04/85–, reproducido en El Diario del Juicio,
año i, núm. 1, del 27 de mayo de 1985).
4) “Fue una guerra victoriosa”:
Las Fuerzas Armadas, ante la gravedad de la situación,
[…] para oponerse a esa aspiración de conquista del poder [por parte de la
subversión], […] salieron en cumplimiento de un mandato constitucional para
oponerse a esa aspiración y lo lograron (Testimonio de Cristiano Nicolaides
–26/04/1985–, reproducido en El Diario del Juicio,
año i, núm. 1, del 27 de mayo de 1985).
Era a partir de ese aglomerado de sentidos, vigentes en
las distintas voces, e implicado como el sustrato último de las prácticas sobre
las que indagaba el tribunal, que las posiciones contradictorias respecto a
aquellos otros dos extremos (los “excesos” y la “obediencia”) pudieron
preservarse como el discurso de un colectivo enunciado por estos actores. Se
postulaba, en última instancia, que las características de esa guerra no se
adecuaban a las dimensiones con las que pretendía medirla el tribunal y,
consecuentemente, que no tenía sentido establecer las precisiones exigidas
respecto a los crímenes concretos. Pero también estos enunciados tuvieron
manifestaciones diferentes que reproducían las diversas estrategias sobre la
obediencia. Mientras que primaba su dimensión ideológica y argumentación
política en las alocuciones y documentos presentados por los ex comandantes y
sus defensas; en los discursos de los perpetradores directos su uso se
encontraba más condicionado por expresiones sintéticas, recursos nominativos
(“lucha antisubversiva”, “terrorismo”), o se tomaba como el marco tácito a
partir del cual se fundaba el relato de sus testimonios sobre sus funciones en
el aparato represivo. Precisamente, a partir de estas últimas operaciones de
lenguaje, tenía lugar la mencionada primacía de la objetividad profesional como
fundante de las acciones perpetradas por esos cuadros “operativos”.
En una medida significativa, estas variaciones en los
enunciados del “discurso de la guerra antisubversiva” se encontraron mediadas
por la escena comunicativa judicial y la forma en que el tribunal organizaba
esas voces de acuerdo con las necesidades de construcción del relato jurídico.
Las preguntas y precisiones del tribunal a los comandantes, además de las
libertades concedidas durante el desarrollo de los descargos de los acusados,
se orientaron sobre todo a establecer las dimensiones y características más
generales del plan represivo instrumentado, lo que favorecía el despliegue de
esos contenidos ideológicos. Por contrapartida, en los testimonios de los
subalternos se estimulaba un relato técnico fundado en circunstancias
materiales, dado que el papel guiado por el tribunal consistía en la reconstrucción
material de los crímenes concretos por los que se imputaba a los ex
comandantes, y no en el desarrollo de las percepciones de esos comandados sobre
los actos perpetrados. Estas aproximaciones mediadas por el tribunal
conllevaron a su vez dificultades para profundizar o evaluar el compromiso
ideológico y afectivo real de los perpetradores directos respecto a sus actos
en esa “guerra antisubversiva”, dimensión social en la que se fundó buena parte
de los conflictos políticos para el diseño de un plan de justicia transicional
durante el gobierno de Alfonsín (Malamud Goti, 1996) y en las representaciones
de las Fuerzas Armadas sobre aquella violencia en los años más recientes
(Salvi, 2012). Del mismo modo, la estrategia comunicativa judicial también
modificó las modalidades en que los acusados y defensores se apropiaron de los
enunciados del “discurso de la guerra antisubversiva”. En los discursos de los
defensores y acusados pertenecientes al Ejército y la Armada, y más
enfáticamente en los de Videla y Massera y el defensor de Viola, José María
Orgeira, las dimensiones ideológicas y políticas de la represión se
acrecentaron respecto a las formuladas por la Fuerza Aérea. En las
intervenciones de los primeros actores, el ensalzamiento de esas dimensiones
consistía también en una repartición institucional y personal de los logros en
esa “guerra”, a partir de los cuales se construían el orgullo y el valor
efectivo de cada fuerza en la represión desplegada. Y así, por ejemplo, Videla
le atribuía al Ejército mayor heroicidad que a la Marina o a la Aviación:
El ejército, por razones específicas, por ser el
componente terrestre, tenía la responsabilidad primaria en la conducción de las
operaciones, sin perjuicio de la asignación de zonas de seguridad que se habían
hecho en beneficio de las otras fuerzas (Jorge Rafael Videla, Declaración
indagatoria ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, 1 de agosto de
1984; citado en El Diario del Juicio, año i, núm. 15, del 3 de septiembre de 1985).
En las intervenciones de los ex comandantes de la Fuerza
Aérea, y particularmente las de sus defensores –aunque esas dimensiones
ideológicas y políticas también se encontraban presentes y eran apropiadas con
los mismos sentidos que las otras fuerzas–, primaba en cambio la estrategia de
deslindamiento de las responsabilidades por lo actuado por las otras armas. De
ese modo, con una orientación penal, se abocaron a establecer el
desconocimiento y la desvinculación de los acusados sobre lo ocurrido en los CCD dependientes de la Armada o el Ejército. En buena
medida, esta estrategia jurídica, junto a la marcada diferenciación de las
penas establecidas por el tribunal y su rechazo a la propuesta del fiscal para
el establecimiento de responsabilidades comunes a las Juntas Militares, influyó
en las representaciones posteriores sobre la Fuerza Aérea como institución que
habría tenido un papel secundario en la represión clandestina. Estas
representaciones, por cierto, contrastaban notoriamente con la cantidad de
testimonios que hablaban de los crímenes cometidos en los CCD dependientes de la aviación, así como la
particular crueldad que destacaban en los perpetradores de aquella fuerza.
La guerra judicial: el juicio como interdiscurso ideológico y jurídico
Como se mencionó, el despliegue
de los enunciados sobre la “guerra antisubversiva” durante el juicio se
encontraba también dispuesto en relación con una estrategia judicial, asumida
por los distintos actores, orientada a evitar una condena en ese juicio y otros
futuros. Ello producía un discurso mixto: alternativamente apoyado con mayor
fuerza, pero en muy raras ocasiones excluyentemente, en argumentos de corte
jurídico o bien en enunciados ideológicos e interpretaciones políticas no
relacionadas, o incluso enfrentadas, a los mecanismos judiciales.
En las estrategias discursivas construidas por los
acusados y sus defensores se adoptó una doble modalidad frente a las
acusaciones. Por una parte, esas estrategias se disponían a atacar la estructura del hecho que la Justicia reconstruía como
enunciado con valor de verdad, para imposibilitar así su encuadre como hecho
probado (por ejemplo, impugnar el valor legal de los testimonios, cuestionar la
admisibilidad de las pruebas, argumentar que habría sido otra fuerza la
responsable y por lo tanto no los señalados). Y por otra parte, se procuraba
atacar la estructura de la tipificación (conceder
que algunos de esos hechos existieron, pero no resultaron delitos).
En ambas estrategias, lo que pretendía quebrarse o
torcerse a favor era el dispositivo enunciativo que bajo la forma de verdad
jurídica supondría la sentencia, ya a través de la limitación de los materiales
legítimos para la enunciación de la pena, ya mediante la limitación de sus
articulaciones lógicas, es decir, en su remisión al encuadre delictivo del
hecho comprobado. Sin embargo, el problema estaba en que mientras que la
primera forma suponía que la confrontación se dé en acuerdo al sistema de
reglas que dispone el sistema judicial en tanto género discursivo (y así, la
exposición de la fiscalía y la de la defensa se trataban de discursos
contrapuestos pero ambos legítimos en el interior del mismo campo discursivo),
por contrapartida, la segunda estrategia (el embate sobre la estructura de la
tipificación) presentaba dos modalidades distintas: una de ellas acorde al
sistema normativo judicial, y la otra ajena.
En este segundo ámbito de enunciación, por una parte, de
acuerdo con las reglas, los defensores, comandantes, y los testigos militares
desarrollaron una estrategia que negaba que los hechos represivos comprobados
se hayan realizado por encima de los parámetros legales que establecen los
límites de la imputabilidad penal individual. Se declaraba así, por ejemplo,
haber actuado en acuerdo con los decretos emanados del poder constitucional en
1975 que recrudecieron la faz represiva del Estado, o conforme a los planes
operativos aprobados, o a las órdenes escritas que respetaban estrictamente la
cadena jerárquica. El reclamo por la vigencia y la aplicación de la “ley de
autoamnistía” de septiembre de 1983 se inscribía en la misma dirección.[15] Ergo,
el dispositivo de enunciación continuaba resultando aún afín al principio de
confrontación judicial.
El segundo tipo de embate sobre la estructura de la
tipificación, por contrapartida, consistía en la apelación a un tipo de
discurso que resultaba inasimilable para el discurso jurídico. Se trataba del
recurso a la narrativa de la “guerra antisubversiva” en los términos referidos
anteriormente. Desde este punto de vista, según se proponía a través de una
denuncia moral, el proceso constituía una represalia política contra los dignos
vencedores de la contrainsurgencia, batalla que fue entablada en detrimento del
interés personal y a favor de la sociedad argentina. Es decir, la Cámara Federal,
y con ella el sector de la sociedad que vendría a representar, no sólo no era
justa, sino además torpe e ingrata:
El terrorismo es un flagelo mundial que, previsiblemente,
no tardará en demostrar con hechos que la Argentina continúa siendo un objetivo
prioritario. Cuando llegue ese momento, todos, inclusive muchos que hoy opinan
con amnesia, ingenuidad o frivolidad, comprenderán a qué extremos de
indefensión ha sido llevada la República por ceder a las presiones de los
derrotados de ayer. […] En este proceso no se administrará justicia. Sólo
servirá para acentuar la discordia, malversar una legítima victoria y frustrar
la legítima reconciliación entre los argentinos (Jorge Rafael Videla,
“Solicitud para no comparecer a la audiencia de acusación“ –posteriormente
rechazada por el tribunal–, citada El Diario del Juicio,
año i, núm. 15, del 3 de septiembre de
1985).
En esta segunda modalidad, el objetado era el sistema
judicial como formación discursiva, y no los actos locutivos o sus enunciados
particulares de un momento dado.
En la primera estrategia, aquella que era “legalista” y
consistía en el embate sobre la estructura del hecho judicial, de lo que se
trataba era de desmembrar el hecho judicial y así hacer imposible su
articulación como tal (es decir, como hecho probado). Era este, finalmente, el
lugar estratégico de las variantes “inexactas” de la obediencia. En el caso de
los embates contra la estructura de la tipificación, también con corte
jurídico, se avalaba la carga probatoria del hecho judicial (se concedía
implícita o explícitamente que determinadas circunstancias existieron, que
podían incluir o no la violación de derechos) y se apuntaba sobre su
articulación como delito en el marco del sistema penal. Pero en la última
forma, a través de la apelación a la narrativa de la “guerra antisubversiva”,
de lo que se trataba era de la pulverización del hecho como hecho jurídico (y
de la pulverización, en suma, de los hechos jurídicos, ya que el ataque era
dirigido al dispositivo de enunciación jurídico y no a sus enunciados
particulares). Y así, por ejemplo, Emilio Eduardo Massera podía, tras acusar al
tribunal y al proceso penal en curso, declararse “responsable de todo y
culpable de nada”:
No he venido a defenderme. Nadie tiene que defenderse por
haber ganado una guerra justa. Y la guerra contra el terrorismo fue una guerra
justa. […] Pero aquí estamos porque ganamos la guerra de las armas y perdimos
la guerra psicológica. […] ¿Quién sería tan candoroso de pensar que se está
buscando la verdad, cuando mis acusadores son aquellos a quienes vencimos en la
guerra de las armas? Aquí estamos protagonizando todos algo que es casi una
travesura histórica: los vencedores son acusados por los vencidos. Y yo me
pregunto: ¿En qué bando estaban mis juzgadores? ¿Quiénes son o qué fueron los
que tienen hoy mi vida en sus manos?; ¿eran terroristas? […] No he venido a
defenderme. He venido, como siempre, a responsabilizarme de todo lo actuado por
los hombres de la Armada […] Me siento responsable pero no me siento culpable, sencillamente
porque no soy culpable […] Mi futuro es una celda. Lo fue desde que empezó este
fantástico juicio” (Emilio Eduardo Massera, “Descargo”, reproducido en El Diario del Juicio, año i,
núm. 20, del 8 de octubre de 1985).
Dado que la voz del tribunal no podía responder a este
último tipo de afrenta, compenetrarse en sus reglas discursivas, sin
deslegitimar a la vez tanto sus propios enunciados particulares como el sistema
de reglas que los hacían posibles, la narrativa de la “guerra antisubversiva” acabaría
así por presentarse como un tipo de discurso yuxtapuesto al que, aún al negarle
legitimidad, la voz judicial no podía terminar de desactivar, precisamente, por
carecer de legitimidad en el interior del sistema jurídico. De esta forma, el
discurso judicial intentaba instaurarse más allá de aquel otro discurso y, por
supuesto, viceversa. Y así, para adquirir eficacia en este régimen general de
sentido (de puja por distintos regímenes de sentido) la sentencia y el proceso
penal debían escribirse a través de lo que estaba más allá de los enunciados
básicos del “discurso de la guerra antisubversiva”, y consecuentemente, ante la
imposibilidad de neutralizarlos o rebatirlos en su propio juego, este tipo de
afirmaciones se sostendría indemne en la voz de sus portadores frente a la voz
judicial. Y así, por ejemplo, mientras que el fallo de la Cámara Federal dedicó
su primera parte a tratar el “terrorismo” y a contextualizar el clima político
previo al golpe de Estado bajo los términos de una “guerra revolucionaria”,
haciendo eco en alguna medida de los argumentos de los militares, subrayaba sin
embargo la manifiesta “antijuridicidad” de la respuesta escogida.[16]
Contrariamente, en voz de los militares, y si bien el lenguaje jurídico podía
ser complementariamente invocado, era muy claro que el sentido que se vindicaba
de esa “guerra” era primordialmente político.
Sin embargo, y en lo que concierne a su desempeño bajo el
nuevo campo discursivo, cabe destacar que la capacidad de autonomía del
discurso militar se encontraba a su vez severamente limitada en función del
discurso judicial. Frente a la estructura de generalidad postulada por las
narrativas militares (y que pretendía integrar globalmente cada evento, de
forma indistinta, como actos de servicio en el contexto explicativo de una
“guerra antisubversiva”), existía ahora otro sujeto –la justicia– que obligaba
a referirse a los hechos particulares del accionar represivo, y que indicaba
además que esos actos eran, podían ser, delitos. De ese modo, la estructura de
universalidad del discurso (aquella que permitía la convivencia contradictoria
del error y la obediencia), corría el peligro de verse desbordada por los casos
particulares, ante la imposibilidad del discurso de dar cuenta, y así intentar
legitimarse y exhibir su legalidad de sentido, frente a los casos particulares,
que no podía tomar como ejemplo. En este marco, como tematizó Arendt, la
justicia tendía a presentarse como aquel tipo de institución y régimen de
sentido, en el que era prácticamente imposible eludir las responsabilidades
personales, y en el cual todas aquellas justificaciones de naturaleza vaga y
abstracta tendían a desmoronarse (Arendt, 1964, p. 52). Y ello precisamente es
así porque para el discurso judicial la responsabilidad individual, y con ella
la imputabilidad penal que eventualmente correspondiera, no es mero emergente
de una máxima moral generalizable, sino ante todo el resultado de actos
particulares efectivamente materiales (lo que, finalmente, constituye uno de
los aspectos centrales que distinguen la culpa de la simple responsabilidad
política o moral) (Arendt, 1968, pp. 151-152).
Ante la doble imposibilidad de convertir el discurso de
la “guerra antisubversiva” en el único discurso en escena y también de
clasificar cada caso particular que era presentado como error o como obediencia
(ya que ello hubiese implicado además reconocer la existencia de sujetos
penales específicos), sobrevenía entonces el mencionado cierre de corte
corporativo del discurso bajo aquella defensa antijurídica de la “lucha
ansisubversiva”, que operaba como un conjunto de afirmaciones pretendidamente
coercitivas que no aceptaban interpelación alguna, ni aceptaban como válidas,
en el interior de su propio régimen discursivo, reformulaciones de sentido por
parte de otros sujetos.
Conclusiones
Durante el “Juicio a las Juntas”,
en los discursos militares frente al dispositivo judicial, el sistema de
desaparición de personas (y las múltiples laceraciones a los derechos humanos
que lo acompañaron) ocupaba una zona difusa o un implícito inefable, al que se
rehuía mediante la contradicción de los “errores” y la “obediencia”
–construcción que conformaba la idea de una “obediencia inexacta”– y que se
suturaba mediante la reivindicación, inespecífica frente a los hechos concretos
que presentaba el tribunal, de la “guerra antisubversiva”. Este discurso tuvo
variaciones y posicionamientos particulares en las distintas voces analizadas
(por ejemplo, se construía a partir de su fundamentación ideológica, en el caso
del discurso de los ex comandantes y altos mandos, y en los testimonios de los
oficiales “operativos” se encontraba mediada por una argumentación más bien
técnica del propio papel asumido, dentro de ese marco ideológico). Sin embargo,
a pesar de esas marcas distintivas, primó en él una serie de enunciados
genéricos compartidos a través de los cuales se manifestó como el discurso de
un colectivo frente a las acusaciones que realizaba el tribunal. Ese discurso
trabó distintas modalidades de relación con las estrategias judiciales,
orientadas en este caso a la dilución de las responsabilidades penales en el
proceso judicial presente y en los futuros (tal como la discriminación de lo
actuado por cada fuerza, los silencios frente a los casos concretos, la
apelación a los posibles pero no precisados “errores”, y la objetividad con la
que se revestían los testimonios de los perpetradores materiales). Pero a pesar
de estas relaciones y las mediaciones del contexto comunicativo judicial, el
discurso de la “guerra antisubversiva” se manifestó en la escena del juicio,
sin embargo, como un discurso cuyos sentidos primordiales se tejían fuera de
las normas de la enunciación judicial. Ello invita a reflexionar nuevamente
sobre la permeabilidad de las escenas judiciales para la construcción de
conocimientos o saberes no regidos enteramente por la enunciación jurídica o la
voz del tribunal.
Como se precisó en la introducción de este trabajo, las
distintas intervenciones a la vez políticas y judiciales en los discursos de
los militares durante el juicio, se produjeron en el contexto más amplio de una
sociedad que debatía su pasado de violencia política y frente al cual se
disputaban distintas claves de interpretación. En esta dirección, las
alocuciones militares se produjeron en un contexto cultural aun fuertemente
atravesado por huellas del autoritarismo, expresado también en la forma en que
esas intervenciones eran apropiadas o asumidas como sentidos determinantes por
parte de otros grupos sociales, entre los que se incluyeron importantes grupos
políticos y sindicales, y medios de comunicación. Esos sentidos se expresaron,
en otros espacios sociales, por ejemplo, en las dificultades para tematizar las
identidades políticas de los desaparecidos y para condenar socialmente los
crímenes cometidos contra individuos que pudieran haber sostenido posturas
radicales de transformación y equidad social (Crenzel, 2011).
En ese marco, el “Juicio a las Juntas” funcionó también
como una puesta en escena en la que se debatía no sólo una verdad jurídica sino
también la construcción de saberes (Foucault, 1977), discursos que ponían de
manifiesto las claves de interpretación vigentes en el campo de la cultura para
distintos grupos, en este caso los militares, en ese contexto histórico
específico. Si como ha mostrado Ginzburg los procesos penales no sólo producen
y discuten enunciados jurídicos sino que brindan además la posibilidad de
vislumbrar características centrales de las sociedades que los construyen
(Ginzburg, 1993), cabe considerar que ello se encuentra especialmente
potenciado en los procesos penales que, como el “Juicio a las Juntas” y otros
procesos de la justicia transicional, se proponen tácitamente construir, a
partir de la revisión jurídica del pasado, los marcos e imaginarios para
interpretar la sociedad presente.
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[1] El
proceso, conocido como Causa 13/84 en el ámbito de la justicia penal, consistió
en un juicio oral y público llevado ante la Cámara Federal, y en 1986 recibió
sentencia definitiva de la Corte Suprema. Promovido por el decreto presidencial
núm. 158/83 en diciembre de 1983, y tras una primera instancia ante el fuero
militar, entre abril y octubre de 1985 la Cámara Federal recogió más de 800
testimonios, dando a conocer su sentencia el 9 de diciembre de ese año. Videla
y Massera, emblemas del gobierno dictatorial, fueron condenados a cadena
perpetua. Viola a 17 años de prisión, Lambruschini recibió ocho años de condena
y Agosti cuatro años y medio. Galtieri, Graffigna, Anaya y Lami Dozo resultaron
absueltos.
[2] Entendidas
aquí, en un sentido amplio, como las prácticas –conscientes o no– de un sujeto
individual o colectivo mediante las cuales se realiza la elección de un número
de operaciones de lenguaje cuyo resultado es la producción de una serie
específica de enunciados y sentidos. Estas prácticas se encuentran
determinadas, al mismo tiempo, por un marco imperativo basado en reglas, normas
o convenciones propias de la situación comunicativa, y la intervención que los
sujetos propician en ese campo a partir de la producción de determinados
sentidos, así como la selección de determinados temas, fundados en distintas
posiciones ideológicas (Charaudeau y Maingueneau, 2005, p. 245; Van Dijk,
1996).
[3] Desde
luego, la adopción de esta perspectiva metodológica conlleva, como en otros
casos, sus costos. Al tiempo que permite identificar esa serie de sentidos
determinantes, compartidos y apropiados por múltiples voces, puede perder de
vista algunas especificidades, en términos de las variaciones de esos
enunciados o la incorporación de sentidos novedosos en esa serie, que nutría el
discurso de los diferentes partícipes intervinientes y los conflictos en el
interior de ese grupo para la determinación de esos sentidos predominantes.
Ello amerita nuevas investigaciones que profundicen el alcance de este trabajo,
a partir de esas dimensiones que han sido sólo tangencialmente tratadas en los
párrafos que siguen. Agradezco a los evaluadores de Secuencia por esta sugerencia.
Metodológicamente, el análisis se apoyó en el tratamiento cualitativo de las
transcripciones taquigráficas de 85 testimonios (que incluyen los de militares,
civiles y víctimas del terrorismo de Estado) y una docena de documentos
presentados en el curso judicial.
[4] Por
razones de espacio, no podremos extendernos aquí sobre las características
narrativas de los testimonios de las víctimas y familiares prestados durante el
curso del juicio oral. Por ello, sólo se presentan aquellas consecuencias
puntuales que, bajo la forma de sentidos generales que el transcurso de las
audiencias permite reconstruir, se enlazan con los objetivos del presente
trabajo.
[5] Véanse
el Documento Final de la Junta Militar sobre
la guerra contra la subversión y el terrorismo –Junta
Militar (1983)– y el análisis de Canelo (2008). En el marco del decreto
nacional núm. 158/83 y de la Ley 23.049 de Reforma del Código de Justicia
Militar, la actuación de la justicia civil en la causa a los ex comandantes fue
precedida por la intervención del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Sobre
este derrotero, véase Feld (2002, pp. 11-23 y 33-38).
[6] Julio
César Strassera fue el fiscal que condujo la acusación durante el “Juicio a las
Juntas”. Durante la dictadura fue fiscal de primera instancia y luego juez de
sentencia, siempre en el fuero criminal. Renunció a la Justicia tras el “Juicio
a las Juntas” y fue nombrado por Alfonsín embajador ante la ONU. Fue renovado en ese cargo por el presidente Carlos
Menem en 1989, pero el ex fiscal presentaría la renuncia tras conocerse los
indultos de ese y el siguiente año a los condenados y procesados por violaciones
a los derechos humanos durante la dictadura, que incluyeron a los ex
comandantes condenados en 1985. Véase Eliaschev (2011, pp. 327-364).
[7] Sobre
las facetas jurídicas de la obediencia y la responsabilidad y su influencia en
el juicio a los ex comandantes, véase Sancinetti (1988).
[8] Tras
el “Juicio a las Juntas”, diversos conflictos políticos, legislativos,
jurídicos y sociales tuvieron lugar en Argentina para la determinación de las
responsabilidades penales de los perpetradores materiales de violaciones a los
derechos humanos durante la dictadura. En la transición a la democracia estas
expresiones incluyeron varios alzamientos militares contra el poder público y
las sanciones de las leyes de “Punto Final” y “Obediencia Debida”,
respectivamente en 1986 y 1987 (luego derogadas en 1998 y declaradas nulas en
2003), destinadas a limitar los juicios. La última de ellas establecía la
presunción irrefutable de “obediencia debida” para los cuadros medios o
inferiores de las fuerzas armadas y de seguridad que habían perpetrado
violaciones a los derechos humanos, legislando a partir de esa noción la
impunidad de ese grupo. Véase la Ley 23.521, en el Boletín Oficial de la República Argentina, 9 de
junio de 1987.
[9] Ricardo
Gil Lavedra fue, entre 1976 y 1978, procurador general en la Corte Suprema.
Renunció en 1979 para desempeñarse como subgerente de Asuntos Legales del grupo
empresarial Pérez Companc. Afiliado a la UCR, tras
el “Juicio a las Juntas” desempeñó varios cargos públicos y otros dentro del
partido. Entre ellos, fue ministro de Justicia de Fernando de la Rúa entre 1999
y 2000, y a partir de 2009 diputado nacional. Véase “Quiénes integran el
tribunal”, en “El juicio del siglo”, suplemento a El Diario del Juicio, año i, núm. 1, 27 de mayo de 1985; y el capítulo destinado
en Eliaschev (2011, pp. 195-238).
[10] Jorge
Radice, joven oficial de la Armada involucrado en los crímenes cometidos en el CCD esma, fue
condenado por delitos de lesa humanidad en 2011. Entre estos delitos, se lo
condenó por secuestros, torturas, robo y trece homicidios, que incluyeron los
de las religiosas francesas Alice Domon y Renée Luquet, la madre de Plaza de
Mayo Azucena Villaflor y el escritor Rodolfo Walsh.
[11] Carlos
León Arslanian se recibió de abogado en 1971. Fue secretario de la Corte
Suprema de Justicia y designado en 1974 como juez de sentencia criminal. En
1982, todavía en dictadura, se convirtió en juez de la Cámara Nacional de
Apelaciones, pasando desde allí a la Cámara Federal en democracia. Aunque con
afinidad con el peronismo, siempre manifestó no poseer una filiación
partidaria. Fue ministro de Justicia de Carlos Menem entre 1991 y 1993. Véase
“Quiénes integran el tribunal”, en “El juicio del siglo”, suplemento a El Diario del Juicio, año i, núm. 1, 27 de mayo de 1985; y el capítulo destinado
en Eliaschev (2011, pp. 23-72).
[12] Salvio
Menéndez fue subdirector de la ESMA, y
consecuentemente jefe de Estado Mayor del correspondiente Grupo de Tareas, a
inicios de la dictadura.
[13] Graffigna
fue el representante de la Fuerza Aérea en la Junta Militar entre 1979 y 1981.
Absuelto en el “Juicio a las Juntas”, actualmente es objeto de otros procesos
penales por crímenes de lesa humanidad.
[14] Franco
fue el portavoz de la Armada en la Junta Militar entre 1982 y el retorno de la
democracia. En 2014 fue condenado a 25 años de prisión en uno de los procesos
penales derivados de la causa iniciada en 1998 y generalmente conocida como “plan
sistemático de robo de bebés”.
[15] La
“Ley de Pacificación Nacional” (22.924) impulsada por la Junta Militar en 1983
proponía la impunidad para civiles y militares por las acciones violentas
ocurridas en dictadura. Con severas limitaciones que volvían imposible el
encuadre de militantes populares en ese perdón, fue rápidamente conocida como
“autoamnistía”. Fue derogada en diciembre de ese año por el parlamento
democrático.
[16] Véase
Cámara Federal de Apelaciones (1987). Una transcripción de la sentencia se
encuentra disponible en http://www.derechos.org/nizkor/arg/causa13/ [consulta:
marzo de 2016].