Universidad Autónoma Metropolitana
Unidad Xochimilco
El presente artículo tiene como propósito fundamental dialogar entre diversas corrientes teóricas que han abordado el tema de la acción colectiva y los movimientos sociales. Así, serán revisados algunos de los preceptos básicos de la teoría de movilización de recursos; la sociología accionalista de Alain Touraine y Alberto Melucci; la teoría del enmarcado y finalmente la Escuela de la Subalternidad. Como veremos a lo largo de este trabajo, pese a que dichos enfoques comparten el reconocimiento de la racionalidad como un componente distintivo de la acción colectiva, mantienen notables diferencias en la forma de concebir un fenómeno sociopolítico que cuenta con varias dimensiones empíricas y analíticas.
The fundamental purpose of this article is to discuss various theoretical currents that have explored the issue of collective action and social movements. Thus, some basic precepts of the theory of the mobilization of resources will be reviewed, alongside the actionalist sociology of Alain Touraine and Alberto Melucci, the theory of the frame, and finally the Subordination School. As we shall see throughout this study, despite the fact that these focal points share the recognition of rationality as a distinctive component of collective action, they maintain significant differences in the way they conceive a socio-political phenomenon with several empirical and analytical dimensions.
Fecha de recepción: 13 de agosto de 2013 Fecha de aceptación: 23 de octubre de 2014
Estudiar a los
sujetos en su proceso de constitución implica romper con las teorías que
explican al sujeto
–movimiento, actor fuerza– como punto de llegada de un proceso de organización
social, para dar cuenta del proceso de transformaciones múltiples en el que un
colectivo puede devenir en sujeto social. No se trata de captar a las dinámicas
sociales que caracterizan al proceso, como si este tuviera que desembocar,
necesariamente, en un sujeto constituido, sino de privilegiar el análisis del
proceso como síntesis de múltiples transformaciones que pueden cristalizar en
diversos resultados. Incluimos aquí aquellos en donde el sujeto se desarticula
o bien no logra constituirse como tal.
Hugo Zemelman
Uno de los problemas centrales en el pensamiento sociológico lo constituye la acción colectiva. El porqué de su construcción, las circunstancias sociales, políticas, económicas y culturales que la condicionan así como el papel que desempeña en la dinámica de cambio social, han sido algunas de las líneas analíticas más abordadas por los diferentes modelos explicativos. El debate, hoy en día, no concluye, pues mientras algunos enfoques subrayan el papel que las diversas estructuras e instituciones tienen en la irrupción de la movilización colectiva, otras interpretaciones se han orientado a resaltar el sentido que para los actores tiene la acción por ellos emprendida. El objetivo central del presente artículo es entablar un diálogo con algunos de los modelos teóricos más influyentes en la sociología de la acción colectiva de las últimas décadas del siglo xx e inicios del xxi; responder cuáles son sus alcances y logros heurísticos, así como algunas de sus deficiencias. De esta manera, este trabajo está estructurado en cuatro grandes apartados: en el primero nos aproximaremos a los lineamientos de la teoría de movilización de recursos; en el segundo a la sociología accionalista de Alain Touraine y Alberto Melucci; en el tercero veremos la importancia de la dimensión simbólica en los procesos de movilización colectiva a través de la teoría del enmarcado y, finalmente, en la cuarta parte, cerraremos con la corriente historiográfica de la Escuela de la Subalternidad.
El surgimiento de la denominada teoría de movilización de recursos estuvo en parte marcado por el interés que sus fundadores tuvieron por rechazar aquellos preceptos analíticos que se centraban en interpretar la irrupción colectiva a partir de factores psicológicos, es decir, a partir de los lineamientos de la Teoría del Comportamiento Colectivo, la cual encontró en el agravio, la privación y la frustración, los vectores explicativos sobre la movilización social. Como toda producción teórica, la eclosión y desarrollo de la teoría de movilización de recursos llevó el sello distintivo de la coyuntura histórica que la vio nacer: la década de los sesenta. Así, la irrupción del movimiento feminista, estudiantil, ecologista, pacifista, por los derechos civiles, entre otros, constituyeron un desafío contundente para el pensamiento sociológico de entonces. El enfoque de movilización de recursos, por tanto, se orientó a encontrar dentro de esta vasta evidencia empírica la racionalidad, los patrones y los componentes estructurales de la acción colectiva.
En ese sentido esta óptica analítica dirigió la mirada hacia una interrogante vital ¿qué condiciona el “triunfo” o el “fracaso” de un actor colectivo o bien de un movimiento social? Para responder esta interrogante, estos teóricos se han enfocado en las “variables objetivas” presentes en la movilización colectiva, como la organización, los recursos, las oportunidades y las estrategias desplegadas.
Hablar de la teoría de movilización de recursos supone referirnos a una pléyade de teóricos cuyos ángulos interpretativos guardan diferencias. De esta forma, dentro de este universo analítico, se pueden encontrar perspectivas con una huella claramente racional/utilitarista –Mancur Olson–, el enfoque organizativo empresarial –McCarthy y Zald–, la sociología histórica –Charles Tilly– y el modelo de los procesos políticos –Anthony Obserschall, Gamson, Tarrow, entre otros más–. En este último grupo resulta patente cómo la lógica utilitarista presente en otros analistas es mucho menor al reconocer, como es el caso de Sydney Tarrow, a la solidaridad como un elemento presente en los procesos de movilización social.
Posiblemente uno de los elementos que más facilita ubicar el enfoque de la movilización de recursos sea una cierta cercanía con algunos de los más relevantes preceptos del racional choice. Así, el individuo actúa de acuerdo con un cálculo racional, en donde el propósito fundamental radica en obtener el mayor beneficio al menor costo posible. Extrapolando esta lógica a la acción colectiva, los actores se organizan y movilizan siguiendo una lógica político-instrumental en donde el Estado es un interlocutor ineludible. De esta forma, la movilización colectiva se orienta hacia la dimensión de la política formal en búsqueda de representación política –convertirse en partido político, en grupo de interés o bien manteniendo un contacto estratégico con ellos–. En el presente texto se revisarán algunos de los conceptos clave de tres teóricos cuyo trabajo es una referencia forzosa en este universo explicativo: Sidney Tarrow, Charles Tilly y David Snow.
Sin duda, uno de los aciertos teóricos y metodológicos de Tarrow y Tilly radica en el anclaje histórico que hacen de la acción colectiva. Esto significa que más allá del desafío que supone la construcción teórica por encontrar aquellos rasgos constantes en la dimensión empírica, el análisis no debe soslayar la especificidad sociohistórica de la acción colectiva y de la realidad social en general.
Es precisamente a partir del anclaje histórico que Charles Tilly (1978) ha realizado una de las contribuciones teóricas más notables en el estudio de la acción colectiva: su concepto de repertorio de confrontación, el cual alude a los métodos y formas de lucha que un movimiento social despliega. Todo repertorio está constituido por elementos culturales y sociales, supone las habilidades que los actores disponen en el momento en que desafían a un adversario. Es importante recalcar que todo repertorio de confrontación implica que cada sociedad cuenta con una “reserva” de formas de acción que les son familiares tanto a los actores movilizados como a sus adversarios, es decir, que les son significativas. Por otra parte, concebir a los repertorios como construcciones, significa ubicarlos como dispositivos que cambian a lo largo del tiempo pero a un ritmo lento. Es por tal razón que Tilly enfatiza que en los últimos 200 años han cambiado más los contextos y los objetivos que las formas de lucha.
Siguiendo la línea analítica de Tilly, Sydney Tarrow (1994) plantea un concepto íntimamente relacionado con el de repertorio de confrontación: el de modularidad. Con él, Tarrow se refiere al carácter reproducible de diversas formas de lucha, de manera tal que otros actores movilizados puedan desplegarlas aunque el conflicto y las demandas sean distintos. Un ejemplo de repertorio que se distinga por su modularidad son las barricadas, formas de acción empleadas durante parte del siglo xix en Europa, o bien la huelga, que ha sido un medio de resistencia fundamental para los trabajadores.
De acuerdo con Tarrow (1994), los repertorios de confrontación antes de mediados del siglo xviii se caracterizaban por ser locales porque las acciones colectivas emprendidas se dirigían de forma directa hacia aquello que los agentes consideraban como responsable de un acto de injusticia. Derivaban de una estructura feudal corporativa además de hacer uso de un notable despliegue simbólico, propio de la cultura popular. Es así como campesinos empobrecidos golpeaban al panadero que había elevado los precios o bien se apropiaban de granos. Estas formas de acción siempre obedecían a causas concretas, inmediatas, episódicas, que no se generalizaban y que, por lo tanto, no podían constituirse en una movilización colectiva amplia, de magnitud nacional. Esta situación cambió a partir de la mitad del siglo xviii tras la constitución, señala Tarrow (1994), del Estado-nación. El desarrollo de la prensa y las vías de comunicación, la formación de clubes de lectura –y con ello la paulatina conformación de la opinión pública–, junto con la alfabetización, fueron elementos definitorios para el surgimiento de los movimientos sociales modernos en Occidente. La acción colectiva de entonces encuentra en el Estado no sólo un blanco de impugnación, sino también un escenario en el cual sus demandas podían ser canalizadas. Estado y movimiento social, de esa manera, se constituyeron en protagonistas del quehacer sociopolítico moderno.
Aunado a los elementos señalados por Tarrow (1994), es necesario agregar el peso definitivo que tuvieron el nacimiento y la consolidación del capitalismo industrial en términos sociales, económicos, culturales, demográficos y políticos. Las formas de lucha no podían estar ajenas a la vorágine que representaba la liberalización económica y la modernidad política y cultural. Las marchas, mítines, barricadas, huelgas, boicots, insurrecciones, manifestaciones y otros actos públicos irrumpieron mostrando su carácter flexible, general e indirecto, en pocas palabras su modularidad, es decir, el que pudiesen ser reproducidas por otros actores sociales, en otros espacios de lucha y resistencia. Ante la emergencia de estas nuevas formas de movilización, el Estado respondió no sólo con coerción, sino también con diversos mecanismos cuyo propósito básico era el control, de manera tal que los nuevos repertorios se convirtieran en parte de la política convencional.
Según Tarrow (1994), el surgimiento de un determinado movimiento social puede significar el inicio de una oleada de protestas colectivas. En ese sentido, con su irrupción, un actor colectivo puede constituirse en el pionero de reivindicaciones sociales o políticas, hecho que será un incentivo para el nacimiento de otros movimientos sociales que seguirán la senda forjada por aquel movimiento pionero, formándose de ese modo una oleada de protestas colectivas. Dicho por el mismo Tarrow, el movimiento forjador es el “madrugador” de las postreras movilizaciones gestadas que aprovecharán los espacios abiertos.
Hablar de la importancia que el papel del Estado tiene en este proceso sociohistórico resulta insoslayable. Sydney Tarrow (1994) lo asume en su análisis y lo orienta hacia otro concepto medular empleado por diversos analistas de la teoría de movilización de recursos, la estructura de oportunidades políticas. Este instrumento analítico fue utilizado por vez primera por Eisinger en 1973 en una investigación donde el objetivo principal era explicar las variaciones en las protestas colectivas en 43 ciudades estadunidenses. Con el paso del tiempo, esta categoría, que ha resultado medular para numerosos teóricos de la movilización de recursos, ha sido perfilada básicamente en dos direcciones: 1) para explicar cuándo surge la acción colectiva y los resultados obtenidos por un determinado movimiento social, y 2) encontrar la relación entre el tipo de movilización colectiva y la propia estructura de oportunidades políticas (McAdam, McCarthy y Zald, 1999). Es Sydney Tarrow (1994) quien ahonda en este concepto:
Me refiero a dimensiones consistentes –aunque no necesariamente formales, permanentes o nacionales– del entorno político que fomentan o desincentivan la acción colectiva entre la gente. El concepto de oportunidad política pone el énfasis en los recursos exteriores al grupo –al contrario que el dinero o el poder– que pueden ser explotados incluso por luchadores débiles o desorganizados. Los movimientos sociales se forman cuando los ciudadanos corrientes, a veces animados por líderes, responden a cambios en las oportunidades que reducen los costes de la acción colectiva, descubren aliados potenciales y muestran en qué son vulnerables las elites y las autoridades (p. 49).
Así, la estructura de oportunidades políticas está sujeta a cambios que son: a) la apertura del acceso a la participación: la protesta colectiva es más probable en sistemas políticos que se caracterizan por mezclar una política de apertura con una de restricción; b) cambios en los alineamientos políticos: se refiere a las modificaciones en la correlación de fuerzas políticas, incluyendo, evidentemente, a la derivada de los resultados electorales; c) disponibilidad de aliados influyentes: el hecho de que un movimiento social cuente o no con aliados que puedan influir a favor de sus reivindicaciones, y d) división entre las elites así como en el interior de las mismas: los conflictos existentes dentro de las elites políticas es una condición que incentiva y facilita la irrupción de movimientos sociales, por una parte; por otra, puede coadyuvar a que integrantes de la elite desplazados de posiciones de poder se acerquen a los sujetos movilizados asumiéndose como voceros de su causa (Tarrow, 1994).
Desde nuestra perspectiva, el énfasis puesto por Tarrow en las transformaciones de la estructura de oportunidades políticas representa un medio para explicar no el por qué ni el cómo surge un movimiento social, sino el cuándo. De esta manera, las distintas variantes que la injusticia social pueda cobrar no significan para Tarrow una razón que condicione la irrupción de la acción colectiva –al ser la inequidad y la injusticia factores constantes en la sociedad–, sólo los cambios en la estructura de oportunidades políticas pueden fungir para él como un instrumento explicativo. Ligado a lo anterior, tampoco en la explicación de Tarrow las relaciones de dominación, en sus distintas modalidades, aparecen como un factor de peso en donde la resistencia, la rebeldía y la organización sean una respuesta colectiva.
Los movimientos sociales y su carácter multidimensional
Hemos realizado una aproximación a la teoría de movilización de recursos a partir de algunos de sus más notables representantes. Los conceptos clave revisados a lo largo de estas líneas –repertorio de confrontación, modularidad de la acción– se distinguen por su flexibilidad y potencial interpretativo, rasgos que posibilitan analizar las formas de acción emprendidas por distintos actores en diferentes escenarios y con diversas demandas. Pese a ello, por algún tiempo algunos teóricos de la movilización de recursos, al haber entronizado el nexo movimiento social-sistema político, obviaron otras dimensiones empíricas –y por lo tanto analíticas– que toda acción colectiva tiene. Esto no significa que la interrelación entre la movilización colectiva y la política formal –el Estado, los partidos políticos– no sea un espacio que forme parte de la vida de los movimientos sociales, lo es y sin duda es una esfera insoslayable, sin embargo, al haber focalizado exclusivamente el análisis en este nivel, se incurrió en una perspectiva unidimensional, con una sobrecarga política, en donde una mirada relativamente estatista dejaba fuera el peso que lo cultural tiene en la dinámica de construcción de la acción colectiva. Por suerte, este déficit teórico ha sido compensado en los últimos años a partir del cuestionamiento de los alcances heurísticos del concepto de estructura de oportunidades políticas. En este sentido, Dough McAdam (1999) –importante analista de la teoría de movilización de recursos– ha señalado cómo la estructura de oportunidades políticas se ha convertido en una categoría omnicomprensiva que es empleada para designar cualquier factor relativo al entorno político de los actores colectivos. Asimismo, se encuentran los planteamientos de otros analistas, como William Gamson y David Meyer (1999), quienes han establecido que no es posible pensar la estructura de oportunidades políticas como una condicionante desligada de elementos culturales. El mismo McAdam ha desarrollado el concepto de oportunidades culturales para referirse al peso que lo cultural tiene en la generación de oportunidades políticas y, como tal, en la irrupción de actores colectivos, tales como la percepción por parte de los actores sociales de una contradicción entre un valor culturalmente defendido y prácticas sociales; la ilegitimidad y vulnerabilidad del régimen político; “penurias súbitas”, etc. Pese al reconocimiento de estas otras variables, también ha habido quienes han subrayado la necesidad de delimitar los elementos formales y no formales de la estructura de oportunidades políticas en un intento por acotar y robustecer esta acepción.
Posiblemente uno de los principales límites heurísticos de este concepto radique en la relación existente entre las oportunidades políticas y los actores colectivos. Para Gamson y Meyer (1999) la estructura de oportunidades políticas no sólo puede condicionar o constreñir la emergencia de actores organizados, sino que el surgimiento de la movilización colectiva puede crear oportunidades políticas; en otras palabras, los movimientos sociales no son solamente respuestas a una coyuntura específica y a un determinado entramado institucional, son agentes, actores capaces de incidir en la realidad sociopolítica.
Desde nuestro ángulo, toda estructura de oportunidades políticas es objeto de interpretación: ¿acaso no son los mismos actores sociales quienes definen que una determinada coyuntura política representa una posibilidad, o bien una limitante, para desplegar la movilización? Según Gamson y Meyer (1999), el hecho de que las oportunidades políticas sean percibidas por los actores como posibilidad de acción, como posibilidad de cambio, representa concebirlas como una construcción social. Por lo tanto, la estructura de oportunidades políticas no es una realidad “externa” a los sujetos colectivos, y como tal no está al margen de los procesos cognitivos e interpretativos que despliegan sus integrantes, o sea, de los procesos de construcción de sentido. Bajo este argumento, podemos aseverar que los movimientos sociales no son sólo producto de una determinada realidad histórica y sociopolítica, sino que también son productores de realidad social a diferentes escalas.
Finalmente, señalar cuándo emerge la movilización colectiva, tal como lo realiza Sydney Tarrow (1994), nos remite a preguntar, no sólo por qué se forma, sino también cómo. La teoría de movilización de recursos no cuenta con una respuesta clara sobre ello. Es por esta razón que en las siguientes páginas abordaremos las puntualizaciones analíticas de dos de los más relevantes sociólogos de los movimientos sociales: Alain Touraine y Alberto Melucci.
Sin lugar a dudas, el trabajo teórico de Alain Touraine constituye una referencia obligada al hablar de la movilización social en las sociedades contemporáneas. De acuerdo con Cohen (1995), la amplia obra sociológica de este teórico francés se despliega en dos planos: en primer lugar, la elaboración de una teoría en la que se subrayan las dimensiones estructurales y culturales de la sociedad, y en segundo, una construcción teórica sobre la acción colectiva inserta en un campo de confrontación.
Dentro del andamiaje interpretativo de este pensador, se encuentra una pieza clave, un elemento insoslayable al hablar de los movimientos sociales, el conflicto. Es bajo esta premisa sociológica que Touraine (1995) desarrolla el concepto de movimiento social a partir de tres rasgos interrelacionados:
Tal como se puede inferir, una de las contribuciones del concepto de Touraine sobre la movilización social radica en la dimensión cultural y normativa del conflicto; dicho en otros términos, los actores colectivos luchan en torno a patrones culturales que están involucrados en el funcionamiento de la sociedad. De esa manera, las orientaciones culturales de una sociedad guardan una relación indisociable con las relaciones de dominación. En consecuencia, para este autor francés el punto neurálgico del análisis sociológico yace en el campo de las relaciones sociales estructuradas.1
Una de las piezas medulares en el universo interpretativo de este sociólogo es el concepto de historicidad, el cual es la capacidad de autoproducción que cada sociedad tiene sobre tres dimensiones: 1) el modelo de conocimiento, 2) la acumulación y 3) el modelo cultural. En este tenor es el sujeto el que crea, el que transforma la historicidad, situación que implica que esta categoría debe ser definida a partir del marco de relaciones sociales. En esta dinámica el conflicto es un factor presente en toda historicidad en virtud de la lucha que los grupos sociales sostienen por su control.
De acuerdo con este pensador, en los últimos años las sociedades contemporáneas occidentales han vivido una transformación de orden estructural: el inicio de la sociedad posindustrial. Esto ha significado que las contradicciones históricas del capitalismo han sido desplazadas de forma tal que, en vez de que la explotación en el trabajo sea la médula del conflicto social, el riesgo del control del sistema social sobre las esferas vitales se ha convertido en el eje de la dominación. En otros términos, para Alain Touraine, mientras la sociedad industrial implicó una transformación de los medios de producción, la sociedad programada o postindustrial supone un cambio en los fines de la producción, es decir, en la cultura. De este modo los movimientos sociales son respuestas colectivas encauzadas a defender los mundos vitales que constantemente están amenazados. Así, mientras en la fase industrial el conflicto era erigido entre la burguesía y la clase trabajadora, hoy es la sociedad civil la que se moviliza en aras de la defensa del sujeto, de su felicidad (Tamayo, 1995).
Pero ¿cuál es la postura teórica de Alain Touraine dentro de la discusión entre modelos explicativos que se centran en una racionalidad estratégica y otros que enfatizan la identidad? Tal como Alberto Melucci lo hace desde su propio universo interpretativo, para Touraine la teoría de movilización de recursos es un modelo analítico que se opone a una lectura social de los movimientos sociales. Su apreciación de los llamados nuevos movimientos sociales, surgidos durante los años sesenta del siglo pasado –el movimiento feminista y el ecologista por ejemplo–, está inscrita dentro de su propia concepción sobre lo que él denomina como sociedad posindustrial. Así, para Touraine los “nuevos actores” dan muestra de cambios con respecto a los otrora sujetos colectivos, transformaciones que deben ser leídas a partir del mismo quiebre de las sociedades industriales. No obstante, para algunos intérpretes de la obra de este pensador esta salida explicativa no sólo es insatisfactoria para comprender la continuidad y la ruptura de los movimientos sociales, sino que denota una circularidad interpretativa (Cohen, 1995). En este sentido, es relevante señalar los matices y cambios que Touraine ha realizado a lo largo de los últimos años en su trabajo sociológico. Más allá de las diferentes lecturas que se puedan hacer de su obra, el esfuerzo teórico de Alain Touraine nos remite a pensar la movilización colectiva a partir de un elemento que, desde nuestro punto de vista, resulta fundamental: la forma en que los actores colectivos son constituidos a partir de una dinámica de dominación y dentro de un campo histórico determinado.
En este punto, resulta relevante subrayar que no toda forma de acción colectiva es un movimiento social, aunque este siempre sea una modalidad de acción colectiva. Pero, ¿cuáles son los elementos que caracterizan a todo movimiento social, qué lo distingue de, por ejemplo, una protesta política? En páginas anteriores ya apreciamos cómo Touraine subraya el conflicto y la disputa de proyectos societales como rasgos definitorios de la movilización social. Será otro sociólogo dentro de la teoría accionalista quien nos ofrece otras pistas analíticas, Alberto Melucci (2002, pp. 44-45), para quien los movimientos sociales guardan tres rasgos definitorios:
Más allá de la especificidad de los repertorios de confrontación y de los adversarios enfrentados, resulta fundamental enfatizar que los movimientos sociales no son entidades monolíticas ni homogéneas, son construcciones colectivas donde coexisten diferentes visiones sobre el sentido de la movilización, las distintas formas de organización y de lucha, diversas ópticas sobre las tácticas a seguir, los posibles aliados, etc. De manera sintética, sostenemos que los movimientos sociales son un espacio donde cohabitan diversos elementos vinculados con las orientaciones, los significados y las relaciones sociales. La investigación sociológica, como asevera Alberto Melucci, debe plantearse estudiar la supuesta unidad empírica de esta modalidad de acción para así descomponer los varios rasgos que la conforman.
La heterogeneidad constitutiva, subyacente a los movimientos sociales, implica concebirlos a partir de una compleja interrelación –discusiones, negociaciones– que los actores llevan a cabo no sólo al inicio de la constitución del movimiento, sino también durante todo el conflicto. Es por tal razón que Melucci subraya la necesidad de explicar la formación de la acción colectiva, así como la manera en que se mantiene a lo largo del tiempo. Por lo tanto, los movimientos sociales son el resultado del conjunto de recursos, limitaciones y oportunidades, hecho que nos permite afirmar que todo movimiento colectivo es un producto y no un simple punto de partida en un escenario determinado de confrontación sociopolítica.
Usualmente los modelos analíticos han dirigido su atención a la parte visible de la movilización colectiva, es decir al despliegue de estrategias, a las manifestaciones públicas –marchas, mítines–, en otras palabras, a las diversas formas en que un actor social organizado se enfrenta a un adversario. Estas expresiones públicas son, nos atrevemos a sostener, lo que James Scott (2004) denomina como discurso público, el cual se erige a partir de las manifestaciones explícitas realizadas tanto por los detentadores del poder como por los subordinados. En contraparte, tal como reitera Melucci, existen diversos procesos de construcción de sentido, de disenso y negociación interna que forman parte de la vida cotidiana de los movimientos sociales y que, por evidentes razones, pasa desapercibida; este plano puede ser entendido, flexibilizando el concepto de Scott, como discurso oculto, mismo que comprende diferentes expresiones que realizan los dominantes y los subalternos sin que el adversario esté presente. Así, tanto la heterogeneidad constitutiva de los movimientos sociales, como su plano visible e invisible –el discurso público y el discurso oculto–, permiten colegir las diversas dimensiones que conforman la acción colectiva.
Ahora bien, toda movilización social está inscrita en un sistema de relaciones sociales que opera en un campo de oportunidades y restricciones para la acción, o sea, en un escenario constituido por elementos que habilitan, a la vez que constriñen,2 a los actores colectivos. Con esta aserción, Melucci busca quebrantar tanto una concepción estructuralista de la acción –donde a su juicio se ignora la capacidad de percepción y evaluación de los actores– como una individualista –en la que se soslaye cómo los individuos llegan a reconocerse como parte de un nosotros, más o menos integrado–. Así pues, la acción colectiva no es el simple resultado de la intención de un conjunto de actores organizados sino que es un constructo delineado por los recursos disponibles, las posibilidades de acción y los obstáculos y limitaciones a enfrentar. La ruptura de esquemas reduccionistas en la propuesta sociológica de Alberto Melucci lo ha conducido a pensar la acción colectiva como fruto de una compleja dinámica donde su edificación está anclada en un contexto social y cultural en el que la solidaridad, la construcción de sentido y la identidad son factores clave. Así, este sociólogo ha buscado responder una pregunta obligada, ¿qué factores propician la constitución de un movimiento social? ¿Qué razones provocan que los individuos asuman un compromiso colectivo? Ni la lógica economicista de algunos enfoques marxistas, ni las teorías de la frustración-agresión, ni la sobredimensión política del modelo de movilización de recursos, como hemos visto, son respuestas para Melucci; sólo la construcción de categorías analíticas que funjan como elementos de mediación entre el actor y las estructuras sociales pueden representar una salida explicativa: para él dicha salida la constituyen las redes sociales. Así, estas son un espacio de intermediación en donde los individuos interactúan, se influyen recíprocamente y negocian.
A continuación nos aproximaremos a un factor ineludible en la exploración analítica sobre los movimientos sociales: la identidad colectiva.
La identidad
colectiva en los procesos de constitución
de la movilización sociopolítica
Partir de la premisa de que los movimientos sociales son una construcción social, supone referirnos a uno de sus elementos vertebrales: la identidad colectiva. Hablar de este concepto implica aludir a procesos de construcción de sentido en donde la dinámica histórica, cultural y política perfila la manera en que los sujetos se distinguen, reconocen y se sienten parte de un grupo social o espacio en particular. En consecuencia, ninguna identidad es algo fijo o estático, su rasgo definitorio radica, justamente, en ser un proceso abierto, dinámico, resultado de la interacción subjetiva y en donde los diferentes tipos de conflicto y de relaciones de poder la configuran. Pero ¿qué entendemos por identidad colectiva? ¿Qué papel desempeña en la vida cotidiana de un movimiento social? De nueva cuenta, Alberto Melucci nos ofrece una serie de puntualizaciones teóricas donde el punto central reside en entender que la identidad colectiva no es una simple entelequia subyacente a la acción colectiva, es necesario concebirla, como hemos dicho, como un proceso. Congruente con una mirada constructivista de la acción colectiva, Melucci (1994) recalca la necesidad de alejarse de concepciones donde la identidad colectiva aparece como un dato:
La identidad colectiva es una definición interactiva y compartida, producida por varios individuos y que concierne a las orientaciones de acción y al ámbito de oportunidades y restricciones en el que tiene lugar la acción: por interactiva y compartida entiendo una definición que debe concebirse como un proceso, porque se construye y negocia a través de la activación repetida de las relaciones que unen a los individuos (p. 172).
Por otra parte, todo proceso de edificación, adaptación y mantenimiento de la identidad colectiva refleja tanto la complejidad endógena del actor colectivo –su heterogeneidad constitutiva– como las relaciones que los actores entablan con el ambiente que los rodea –otros agentes, las oportunidades y restricciones del campo de acción–. Como proceso intersubjetivo que es, la identidad colectiva se erige a partir de tres dimensiones:
Así, Melucci sostiene que un individuo será más propenso a participar en una acción colectiva en la medida en que tenga un mayor acceso a los recursos que le permitan participar en el propio proceso de edificación de la identidad colectiva. Con base en la aserción de Melucci, podemos decir que en el caso de un sujeto que creció en una determinada comunidad habrá mayores probabilidades de que sea partícipe de una acción colectiva vinculada con su entorno, que otro actor externo a dicha comunidad. Bajo esta lógica, la clave consiste en el grado de exposición que un individuo tiene a los recursos cognoscitivos y emocionales, los cuales influyen, a su vez, en que el actor forme parte del proceso interactivo de construcción de una identidad colectiva. De este grado de exposición dependerán dos factores: a) la calidad e intensidad de la participación de un actor en una movilización social, y b) en qué momento inicia dicha participación, así como la duración de la misma (Melucci, 2000).
Las contribuciones teóricas de Melucci hacen posible ampliar nuestra mirada sobre la racionalidad, o mejor dicho las racionalidades subyacentes a la acción colectiva. Con esta aserción, pretendemos dejar en claro que si bien nuestra postura se aleja de la concepción del free rider,3 no descartamos la posibilidad de que en ciertas modalidades de la acción colectiva pueda haber individuos que rijan su comportamiento de acuerdo con esa lógica. Sin embargo, la figura del free rider en lo absoluto puede ser adoptada como una forma universal de comportamiento social, es ineludible recordar que aun la más neta racionalidad del free rider refleja una postura axiológica construida sociohistóricamente. Dicho con otros términos, la entronización del interés individualista no forma parte de la “naturaleza humana”, obedece a una concepción social con formas espaciotemporales específicas.
El denominado análisis de los marcos es una metodología de investigación empleada en diferentes tópicos como la psicología, los estudios organizacionales y la sociología de los movimientos sociales. Para este enfoque, todo movimiento social debe encontrar símbolos que le sean significativos no sólo a los actores organizados, sino a sus simpatizantes, a sus adversarios y al grueso de los sectores sociales, lo cual supone que el movimiento resalta, enmarca una determinada situación social y política. Es de esta manera que David Snow adopta el concepto facturado por Erving Goffman de enmarcado y lo ubica dentro del espectro de la acción colectiva y de la manera en que los movimientos sociales construyen sentido. Para Snow, el marco es “un esquema interpretativo que simplifica y condensa el mundo de ahí afuera apuntando y codificando selectivamente objetos, situaciones, acontecimientos, experiencias y secuencias de acciones dentro del entorno presente o pasado de cada uno” (citado por Tarrow, 1994, p. 214).
En ese sentido, un marco es el conjunto de creencias y significados erigidos por los actores colectivos, significados que legitiman al propio movimiento social, al tiempo que pueden desacreditar la postura de sus adversarios. Para Hunt, Benford y Snow (2006), todo actor colectivo realiza una labor de enmarcado centrada en tres puntos interrelacionados:
A partir de los puntos enunciados, podemos inferir que no hay movilización colectiva sin producción de sentido. Relacionado con ello, Hunt, Benford y Snow (2006) han señalado cómo la construcción de marcos implica un proceso dinámico y complejo vinculado, de manera cercana, con la propia edificación identitaria. Así, en un escenario de confrontación sociopolítica, los actores colectivos erigen campos de identidad: en primer lugar, el de los protagonistas, es decir, la atribución de sentido que los actores dan de sí mismos y sus aliados; el de los antagonistas, que se refiere a la forma en que son significados los adversarios, y finalmente el de la audiencia, que es la imputación de sentido a grupos presumiblemente imparciales al conflicto pero que en un momento dado pueden pronunciarse de manera favorable al actor colectivo organizado.
Una de las puntualizaciones analíticas más destacables de este enfoque, reside en que para estos autores los marcos subrayan o acentúan la injusticia de un determinado acontecimiento, su carácter inmoral, el hecho de que constituya un agravio para el grupo movilizado. Desde la mirada de David Snow, la injusticia social existente antes de la aparición de los actores organizados puede haber sido desapercibida o bien tolerada por la opinión pública, sin embargo la aparición del movimiento social evidencia el carácter reprobable del hecho. En suma, los actores colectivos, con sus discursos y su propio quehacer sociopolítico, efectúan un encuadre moral y político, enmarcado que no sólo se dirige hacia sus posibles aliados, sino también hacia sus adversarios.
En este sentido, los señalamientos sobre el agravio vivido colectiva e individualmente es lo que Gamson denomina como marco de injusticia, cuya constitución es realizada a partir de la existencia de símbolos y discursos presentes en un determinado universo cultural. No obstante, este proceso no es sencillo ni automático, implica un escenario donde está presente un referente de significados compartidos, por un lado, y por otro la labor creativa de los propios actores movilizados. Tal como sostiene acertadamente Tarrow (1994):
los símbolos de la revuelta no se descuelgan por las buenas de un perchero cultural y se exponen ya elaborados ante el público. Tampoco los nuevos significados surgen de la nada. Los ropajes de la revuelta se tejen en una combinación de fibras heredadas e inventadas para formar marcos de acción colectiva sintéticos en la confrontación con los oponentes. Una vez establecidos no son ya propiedad exclusiva de los movimientos sociales que los produjeron, sino que –al igual que las formas modulares de acción colectiva– quedan a disposición de otros (p. 227).
Así como existe la modularidad de la acción colectiva, es decir el carácter reproducible de las formas de lucha, encontramos otro concepto clave también elaborado por Snow y por Benford, el de marco maestro, el cual alude a los marcos de acción colectiva construidos por un determinado actor y adoptados por otros movimientos sociales. Así, cualquier movilización que haya propugnado por democracia política, equidad de género y autonomía cultural, ejemplificando, puede gestar un eco, una resonancia en otros escenarios de lucha, mostrando la flexibilidad y poder discursivo de las demandas planteadas.
Como se puede advertir, el concepto de marco supone referirnos a una de las categorías en el pensamiento social más aludidas y discutidas, la de cultura. Hablar de este concepto en relación con los movimientos sociales nos exige pensar que la construcción de sentido atañe por igual a los sectores subalternos y a los dominantes; nos reclama abandonar concepciones donde los primeros son meros reproductores de una carga de sentido erigida por los grupos dominantes en aras de conservar el statu quo. Dicho con mayor precisión, el ámbito de la producción y reproducción de cultura no es ajeno al del poder y la resistencia, al de la lucha social y política. Edward Palmer Thompson (1995), notable historiador inglés, lo tenía claro al criticar una concepción consensual de la cultura; en vez de ello, busca en la morada del conflicto sociopolítico anclar la dinámica de lo cultural:
En una inflexión antropológica que ha influido en los historiadores sociales, esto puede sugerir una visión demasiado consensual de esta cultura como “sistema de significados, actitudes y valores compartidos y las formas simbólicas (representaciones, artefactos) en los cuales cobran cuerpo”. Pero una cultura también es un fondo de recursos diversos, en el cual el tráfico tiene lugar entre lo escrito y lo oral, lo superior y lo subordinado, el pueblo y la metrópoli; es una palestra de elementos conflictivos que requiere un poco de presión –como, por ejemplo, el nacionalismo o la ortodoxia religiosa predominante o la conciencia de clase– para cobrar forma de sistema. Y, a decir verdad, el mismo término de cultura, con su agradable invocación de consenso, puede servir para distraer la atención de las contradicciones sociales y culturales, de las fracturas y las oposiciones dentro del conjunto (p. 19).
Esta lucha por el sentido es, precisamente, lo que William Roseberry entiende por hegemonía, o sea, un marco común material y significativo tanto de los sectores dominantes como de los dominados. Evidentemente, hablar de hegemonía supone referirnos a Gramsci, Roseberry (2002) lo hace al (re)significar este concepto de la siguiente manera:
Propongo que utilicemos este concepto no para entender el consenso sino para entender la lucha: las maneras en que el propio proceso de dominación moldea las palabras, las imágenes, los símbolos, las formas, las organizaciones, las instituciones y los movimientos utilizados por las poblaciones subalternas para hablar de dominación, confrontarla, entenderla, acomodarse o resistir a ella. Lo que la hegemonía construye no es, entonces, una ideología compartida, sino un marco común material y significativo para vivir a través de los órdenes sociales caracterizados por la dominación, hablar de ellos y actuar sobre ellos (p. 220).
Es de este modo que tanto Thompson como Roseberry conciben de forma dinámica el complejo proceso cultural que existe en la dominación y la resistencia. Bajo estos lineamientos teóricos es que podemos cuestionar la visión que algunos analistas –marcados por una lógica estratégica-instrumental– tienen cuando argumentan que lo simbólico, en el terreno de la acción colectiva, implica un despliegue estratégico en donde la construcción cotidiana y colectiva de sentido parece soslayada. Es decir, desde esa perspectiva, lo simbólico pareciese ser resultado de un acto donde los actores movilizados seleccionan aquellos elementos significativos capaces de apelar a sus adversarios y a sus posibles simpatizantes. Desde nuestra perspectiva, no es que esta aseveración resulte falsa, sin embargo, ¿dónde quedan aquellos símbolos preexistentes a la movilización que son “utilizados” en el curso de la misma no por ser más “eficaces”, en términos estratégicos, sino porque simplemente representan una identidad colectiva, porque encarnan una determinada visión del mundo? Con esta pregunta, pretendemos recalcar que la construcción de sentido no se circunscribe a las declaraciones públicas que los movimientos sociales hacen a la prensa, a sus adversarios y a sus simpatizantes, es necesario aproximar la mirada hacia la cotidianidad de los movimientos sociales, cotidianidad que en ocasiones pasa desapercibida y que, pese a ello, el analista social debe considerar como existente y definitiva al hablar de toda acción colectiva.
Destacar la complejidad del fenómeno de la movilización social ha sido uno de los propósitos en la elaboración de este artículo. En el apartado siguiente se expondrá la aportación que algunos autores adscritos a la Escuela de la Subalternidad han hecho al estudio de la acción colectiva, contribución de corte teórico y metodológico que nos remite a pensar dónde se deposita la mirada al abordar la movilización colectiva.
Posiblemente parezca injustificado en un trabajo sobre las teorías de la acción colectiva referirse a una corriente historiográfica en cuyos trabajos se aborda el tema de la resistencia e insurgencia de los sectores subalternos de la India y del sudeste asiático. No obstante, más allá de las interpretaciones que estos historiadores han hecho sobre acontecimientos concretos, es posible abstraer algunos de sus preceptos metodológicos y teóricos sobre la construcción de la acción colectiva en general.
Los Estudios Subalternos es una corriente historiográfica surgida a principios de la década de los ochenta del siglo pasado. El interés de historiadores como Ranajit Guha, Partha Chaterjee y Saurabh Dube es develar el elitismo explicativo tanto de la historiografía británica como de la nacionalista india en el mundo de la subalternidad insurgente. Ambos enfoques conciben al actor movilizado como amorfo, irracional y manipulado por los líderes. En este sentido, esta óptica elitista explicaba la acción colectiva como resultado de la conducción de líderes carismáticos, de organizaciones políticas o bien de las clases sociales altas, desapareciendo del escenario de lucha y resistencia a sus propios hacedores: los sujetos rebeldes. Para los investigadores de los Estudios Subalternos, el quebrantamiento de esta mirada elitista implicaba cuestionar el supuesto carácter espontáneo de la movilización colectiva, para ello estos historiadores rescatan los lineamientos teóricos y metodológicos elaborados por Antonio Gramsci (2000) en sus Cuadernos de la cárcel: “En vez de estudiar los orígenes de un acontecimiento colectivo, y las razones de su difusión, de su ser colectivo, se aislaba al protagonista y se limitaban a hacer su biografía patológica, demasiado a menudo tomando como base motivos no bien averiguados o interpretables en forma distinta: para una elite social los elementos de los grupos subalternos tiene algo siempre de bárbaro y patológico (p. 175).
De esta manera, la Escuela de la Subalternidad se plantea rastrear la existencia de un sujeto colectivo constructor de su propia historia y consciente del cómo y el porqué de su acción. Así pues, el reconocimiento de la racionalidad de la acción colectiva insurgente significó no sólo un distanciamiento de los enfoques elitistas señalados, sino también de los planteamientos realizados por los mismos historiadores de izquierda, quienes veían en los sectores campesinos un grupo de individuos incapaces de generar una conciencia y una práctica revolucionaria.4 En este sentido Ranajit Guha (2002), uno de los más representativos historiadores de esta escuela, señala que la conciencia del actor colectivo se refiere al cálculo y valoración sobre los riesgos concernientes a la acción disruptiva, de ahí que la decisión de movilizarse significaba, durante un largo periodo de tiempo, discusiones y negociaciones al interior de la comunidad. Las aseveraciones de Guha, como puede apreciarse, remite a las puntualizaciones teóricas de Alberto Melucci donde la acción colectiva es un proceso resultado de numerosas deliberaciones y negociaciones internas.
Este énfasis en la inherente conciencia de la rebeldía colectiva significa, sin lugar a dudas, reconocer un elemento también consustancial a la acción: la agencia. Partir de esta premisa constituye una posición teórica donde frente al constreñimiento estructural y a la reproducción social los actores encuentran posibilidades creativas. Como dice Adolfo Gilly (2006): “La subalternidad no es sinónimo de sumisión. Es una condición activa en la paz y en la guerra, en la obediencia y en la rebeldía. Modela el presente desde atrás y se condensa como acción. Es a través de sus acciones como los subalternos, los hacedores, ingresan al futuro con los instrumentos que les heredó su pasado y con ellos lo hacen y lo revelan” (p. 46).
Por otra parte, Guha (1997) afirma que el ejercicio de la política existe no sólo en el ámbito estatal, partidista y parlamentario, también está en el ámbito social, hecho que él denomina como la política del pueblo:
paralelamente a la esfera de la influencia de la política de elite, existió a lo largo del periodo colonial otra esfera de la política india, en la cual los actores principales no eran los grupos dominantes de la sociedad india ni las autoridades coloniales, sino las clases y grupos subalternos que constituían la masa de la población trabajadora y el estrato intermedio de la ciudad y el campo, en suma, el pueblo. Esta era una esfera autónoma, dado que no se originaba en la política de elite ni su existencia dependía de ella. Sólo era tradicional en la medida en que sus raíces podían rastrearse hasta los tiempos precoloniales, pero de ningún modo era arcaica en el sentido de ser anticuada […] Este dominio autónomo, tan moderno como la política de la elite india, se distinguía por su mayor profundidad relativa, tanto en el tiempo como en su estructura (p. 28).
La aserción de Guha, evidentemente, exige puntualizar que efectivamente hay una política formal correspondiente a la esfera del Estado, de los partidos políticos, del parlamento y de los gobiernos en general, no obstante, es necesario subrayar que lo público, no es monopolio de dichos ámbitos. Bajo este argumento, se puede sostener que los movimientos sociales son, tal como Charles Tilly (2010) sostuvo en una de sus últimas obras, una forma de hacer política. Tal vez no resulte descabellado afirmar también, siguiendo la clave interpretativa de Carl Schmitt, que la movilización colectiva es una expresión de lo político que a través de su quehacer interpelan a la política, fraguándose así una relación recursiva. En consecuencia, la politicidad ejercida por los actores colectivos se teje no sólo a partir del campo de confrontación erigido entre los sujetos sociopolíticos y sus adversarios, sino también al interior de los mismos actores organizados.
Ahora bien, ¿qué otras implicaciones hay en torno a lo que Guha califica como la política del pueblo? Una de las más notables se refiere a la existencia de una esfera autónoma a la dominación ejercida tanto por la corona británica como por las elites indias. En esta esfera no sólo se construyen prácticas de resistencia cotidiana, sino también formas de organización y movilización colectiva en contra de la opresión. Así, Guha se aleja de visiones esquemáticas sobre las relaciones de poder donde estas son fetichizadas y en donde la resistencia y la rebeldía aparecen como un simple acto de magia, es decir, no explicado. En contraste, Guha y otros representantes de la Escuela de la Subalternidad parten de una noción dialéctica y dinámica de la relación que hay entre los sectores dominantes y los subordinados, donde cada una de las partes de esta díada influye en la otra, fraguándose así la noción de un nosotros y un ellos. Dicho con otras palabras, la existencia de esta esfera autónoma de la dominación no significa la ruptura, la absoluta independencia que los grupos subalternos pueden guardar con respecto a los sectores dominantes. Esta premisa nos permite colegir algo ya suscrito en el transcurso de estas líneas: la clave en el análisis de la acción colectiva yace en el campo de confrontación sociopolítica erigida entre los diferentes agentes involucrados.5
El propósito fundamental de este artículo ha sido tender puentes entre diferentes modelos interpretativos –como la Teoría de Movilización de Recursos, la sociología accionalista de Touraine y Melucci, la teoría del Enmarcado y la denominada Escuela de la Subalternidad– con el objetivo de analizar los alcances y limitaciones heurísticos de cada uno de ellos. Desde nuestra perspectiva, el elemento en común de cada una de estas propuestas interpretativas es el claro reconocimiento que se hace sobre la racionalidad como un elemento inherente a la acción colectiva; presunción que se distancia de la Teoría del Comportamiento Colectivo. En este tenor, resulta necesario precisar algunos de los aportes y de las deficiencias de dichos referentes explicativos. Así, hemos visto cómo algunas perspectivas de la teoría de movilización de recursos –que en realidad es un amplio abanico intepretativo–, en su afán por remarcar la racionalidad constituyente de los procesos de movilización, ha estado influenciada por el rational choice y por un interés por desentrañar las regularidades y los patrones de los movimientos sociales. Estas premisas, no obstante –sobre todo en autores de la talla del sociólogo e historiador Charles Tilly–, no han significado abandonar la especificidad histórica de los sujetos colectivos, de ahí que el concepto de repertorio de confrontación, facturado por este pensador, encierre una clara dimensión cultural e histórica que, simultáneamente, ha servido para dar cuenta de los cambios estructurales de las formas organizativas de los movimientos sociales en los últimos siglos en Occidente. Por otra parte, hemos señalado que la otrora “sobrecarga política” de la teoría de movilización de recursos, encarnada en la noción de estructura de oportunidades políticas, ha sido objeto en los últimos años de críticas solventes por parte de algunos miembros de esta misma perspectiva teórica, en un amago de sortear una mirada unidimensional que obvie el papel de la cultura en los escenarios de acción sociopolítica. Este hecho, indudablemente, reviste una importancia especial a partir de que pensadores adscritos a esta escuela han tomado otros planos empíricos, y por tanto analíticos, en la confección de su teoría, y con ello han redondeado su propuesta.
Mientras el enfoque de movilización de recursos se centró en las regularidades y los recursos organizativos, la sociología accionalista de Touraine subrayó el nivel normativo y cultural de los movimientos sociales en una época donde las implicaciones identitarias de los actores colectivos eran claras –como en los movimientos ecologista, estudiantil, feminista, etc.–. Así pues, tanto para este sociólogo francés como para Alberto Melucci, el conflicto reviste de una arista medular, en la medida en que erige identidades. En otras palabras, para Alain Touraine la clave para comprender la acción colectiva reside en dirigir la mirada hacia el campo de relaciones sociales que esculpe a los sujetos organizados y a sus adversarios.
Por otro lado, Alberto Melucci ha representado un intento por explorar no el porqué, ni el cuándo de la irrupción sociopolítica –como de algún modo lo hizo la teoría de movilización de recursos con su concepto de estructura de oportunidades políticas– sino el cómo. Este pronunciamiento teórico constituye de gran valía heurística en virtud de que es necesario considerar que los movimientos sociales son un constructo social, un producto, en el que cohabitan diferentes posiciones sobre las estrategias a seguir, los puntos de unión y de ruptura en su interior, etc. En suma, si seguimos la lógica de Melucci, entonces se podrá colegir la necesidad de deconstruir la supuesta unidad empírica de los sujetos sociopolíticos a través de un análisis sociológico encaminado hacia la parte no visible de los actores, hacia justamente su discurso oculto, usando el término de James Scott.
La dimensión simbólica de la acción colectiva ha sido expresamente trabajada por la teoría del enmarcado, como se ha mencionado en este artículo. Pese a la aportación de este modelo, resulta relevante subrayar que los procesos de construcción de sentido no se circunscriben a los pronunciamientos que los sujetos organizados dirigen hacia la audiencia, los medios de comunicación y hacia sus mismos adversarios, sino que la construcción de sentido se erige intersubjetivamente en la vida cotidiana de los integrantes de los movimientos sociales; en consecuencia, es preciso explorar sociológicamente la esfera cotidiana como un espacio vital de edificación, reproducción y transformación de representaciones, significados e identidad colectiva.
Finalmente, los historiadores de la llamada Escuela de la Subalternidad han pretendido hacer una labor comprensiva de los sujetos rebeldes quebrantando una lógica elitista donde la acción colectiva aparece como amorfa e irracional. El concepto de Guha de política del pueblo muestra cómo la politicidad ejercida por los movimientos sociales despliega una lógica, un ritmo y un código que en muchas ocasiones chocan con los ritmos, intereses y racionalidades de la política formal. Desde nuestra óptica, en torno a esta categoría analítica se pueden tender puentes con los preceptos sociológicos expuestos por Melucci y con los postulados del mismo James Scott.
En consecuencia, ¿en dónde radica el carácter multidimensional de los movimientos sociales? Por principio de cuentas tenemos que responder que en su plano histórico y cultural; asimismo, en la politicidad que ejercen los sujetos colectivos desplegada en dos niveles que empíricamente están interconectados: a) en relación con el campo de confrontación que edifican con sus adversarios, y b) en los procesos de negociación y deliberación interna; en las disputas endógenas por el poder y por los liderazgos, etc. Bajo esta lógica resulta preciso tomar en cuenta cómo el impacto político, social, moral, cultural e histórico que la acción colectiva pueda generar, alcanza no sólo a las instituciones estatales –en este punto podemos aseverar cómo existe una relación de mutua incidencia entre los movimientos sociales y las instituciones estatales– sino también al mismo mundo social.
Por ende, tendríamos que incorporar en el análisis –tal como ha sido subrayado a lo largo de estas líneas– tanto el discurso público como el discurso oculto de la acción sociopolítica; tomar en cuenta tanto las estrategias de lucha desplegadas como la cotidianidad de los sujetos organizados –en donde los procesos de constitución, reproducción y mutación identitaria desempeñan un papel relevante y en donde el mundo de los significados, junto con lo afectivo y lo axiológico, son insoslayables–. Asumir estas presunciones teóricas conduce a pensar qué dispositivos metodológicos constituyen herramientas útiles para asir analíticamente los puntos enunciados.
De este modo, las diversas escalas subyacentes a los actores colectivos suponen para el investigador social plantearse dónde se deposita la mirada al estudiarlos y, con ello, cuáles son los cortes analíticos que se están llevando a cabo en la construcción teórica, partiendo de la premisa elemental que en el plano empírico, la historicidad, lo político y lo cultural se imbrican y condensan en la constitución, desarrollo y transformación de la movilización sociopolítica.
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Otras fuentes
Bibliografía
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1 En una de sus obras más significativas dice Touraine (1995): “el movimiento social no puede ser objeto del análisis sociológico: el objeto es el campo de acción histórica del que el movimiento social es uno de los actores. No se puede aislar nunca al movimiento obrero de la dominación capitalista y de la industrialización. Hay que ir aún más lejos. El análisis de los movimientos sociales supone el encuentro entre dos órdenes de observaciones aparte. Por un lado, las que se refieren a las conductas sociales y, por tanto, a las orientaciones de los actores, sus acciones y reivindicaciones; por otro, las que se refieren al sistema de relaciones sociales y económicas, a la naturaleza de la acumulación y de la dominación económica” (p. 258).
2 Utilizamos los términos habilita y constriñe con base en los planteamientos de Anthony Giddens (1998, p. 412), para quien todo rasgo de constreñimiento de la estructura significa, simultáneamente, habilitar al actor social.
3 La figura del free rider fue desarrollada por el teórico Mancur Olson (1992); el free rider es un individuo maximizador que de acuerdo con un cálculo racional sobre costo-beneficio siempre buscará sacar provecho de las acciones realizadas por otros; por ende su beneficio obtenido será fruto de la acción de otros sujetos y no de la propia. Visto de esta manera, sostiene Olson, es necesario implementar medidas que incentiven la participación en la acción colectiva ya sea por medio de recompensas o bien a través de castigos.
4 Guha (2002, p. 120) cuestiona los planteamientos hechos por Hobsbawm (1983) donde el bandido social es aquel fenómeno prepolítico cuya fuerza es inversamente proporcional a la del revolucionario organizado.
5 Este punto se reviste de una importancia medular que nos conduce a pensar que la propuesta teórica y metodológica de los estudios de la subalternidad no radica en centrarse exclusivamente en el estudio de los grupos subalternos, sino en el punto de coyuntura y fricción entre los sectores dominantes y los subalternos. Ya Gramsci apuntaba lo anterior de la siguiente forma: “los grupos subalternos sufren siempre la iniciativa de los grupos dominantes, aun cuando se rebelan y sublevan, sólo la victoria ‘permanente’ rompe, y no de inmediato, la subordinación. En realidad, aun cuando parecen triunfantes, los grupos subalternos están sólo en situación de defensa activa […] Por consiguiente, todo rastro de iniciativa autónoma de parte de los grupos subalternos debería ser de valor inestimable para el historiador integral” (Gramsci, 2000, pp. 178-179).