David Carbajal López1
1Centro Universitario de los Lagos ,Universidad de
Guadalajara, México, orcid:
0000-0002-3182-6599 , davidclopez@hotmail.com
Resumen: La fiesta del beato Felipe de Jesús a principios del siglo xix permite analizar las transformaciones de los eventos
festivos corporativos en el marco del proceso de secularización del antiguo
régimen al orden liberal moderno. El análisis de expedientes judiciales, actas,
periódicos e impresos nos muestra las implicaciones de la crítica ilustrada y
la opinión pública. Primero, en la recaudación de recursos con la
deslegitimación de la limosna por el principio de la libre voluntad; segundo,
en la imagen del beato, convertido en protomártir nacional por el intento de
los liberales de apropiarse de la fiesta a pesar de las críticas de los más
radicales. Tercero, en los mensajes religiosos: la fiesta servía inicialmente
para la corrección de las costumbres y como ejemplo para la conversión, mas hacia mediados del siglo se
estimará a Felipe de Jesús como protector de sus compatriotas.
Palabras clave: fiestas; ceremonias; catolicismo ilustrado;
limosnas; secularización.
Abstract: The feast of the Blessed Philip of Jesus in the early
19th century makes it possible to analyze the transformations
of corporate festive events within the
framework of the secularization of the ancien régime to modern liberal order. An analysis of court records, records, reports
and printed matter reveals the implications
of enlightened criticism
and public opinion. First, in the collection
of resources following the delegitimization of almsgiving on the
basis of the principle of free will; second, in the image of the saint,
converted into a national protomartyr by the liberals’
attempt to appropriate the feast despite
criticism from more radical
elements. Third, in the religious messages:
the feast originally served to correct customs and as an example for
conversion, yet by the middle
of the century, Philip of Jesus came to be regarded as a protector of his compatriots.
Key words: feasts; ceremonies; enlightened catholicism; alms; secularization.
Fecha de recepción: 18 de julio de 2016
Fecha de aceptación: 26 de septiembre de 2016
La celebración del protomártir mexicano Felipe de
Jesús,1 en la ciudad de México, comenzó
en el siglo xvii bajo la responsabilidad del
Ayuntamiento de la capital y los frailes franciscanos. Desde 1629 se recuerda
al ya beato con rito de primera clase y función con asistencia de la
corporación municipal en el convento franciscano. Era pues una fiesta del
público de la capital, que permitía celebrar no sólo la llegada al cielo de uno
de sus hijos, sino además la posición de la ciudad en el mundo católico (Conover, 2011; Zárate, 2002, pp. 358-359 y 362). En la
catedral, la celebración comenzó hasta 1636, y a partir de 1682 se inició la
costumbre de que las comunidades franciscanas llevaran en procesión la imagen
del beato desde la víspera (García, 1904, p. 305; Marroquí, 1903, pp. 425-426).
Se sumó así a la larga lista de celebraciones en que se desplegaba, no sólo el
fervor religioso, sino también la actividad política en una monarquía cuya
legitimidad estaba fundada en su papel protector del catolicismo. Los rituales,
gestos y cortesías eclesiásticas eran fundamentales para establecer la
autoridad de los magistrados, urbanos en este caso, frente al clero de la época
(Cañeque, 2004).
Aunque la memoria del mártir tuvo altibajos con el
paso de los años, en la segunda mitad del siglo xviii
hubo intentos de darle mayor realce a la celebración. Ya en 1777 se comenzaron
las gestiones para que contara con oficio propio y su rito se extendiera a las
diócesis sufragáneas, como se obtuvo en efecto en 1779.2 En
1786, el Ayuntamiento solicitó la cooperación del Cabildo catedralicio para la
fiesta y también en la causa de canonización. Fue entonces que se nombraron
como comisionados a los canónigos Juan José Gamboa y José Patricio Fernández de
Uribe, cuya muerte de este último en 1796 provocaría su reemplazo por el medio
racionero Joaquín José Ladrón de Guevara.3 En
este artículo vamos a referirnos a la fiesta justo en la época de su gestión,
culminada con su muerte en 1833.
En realidad se trata de un tema ya abordado por la
historiografía mexicanista. La fiesta fue motivo de bellas páginas a principios
del siglo xx en las plumas de Antonio García Cubas
(1904, pp. 305-307) y José María Marroquí (1903, pp. 450-453), el primero
interesado en la fiesta misma y el segundo más bien como parte de la historia
de la capilla de San Eligio de la catedral de México. En fechas más recientes
ha sido analizada por diversos autores como parte de las paradojas de la
transición a la modernidad en lo religioso y en lo político. Aunque hay matices
importantes según las prioridades de cada autor, la fiesta parece servir más
como testimonio de continuidades y resistencias que de rupturas. Refiriéndose a
los primeros años del siglo xix, en las
postrimerías de la época de las reformas borbónicas, Turrent
(2013) escribía: “se impuso una fiesta popular en la catedral de México, en
medio de un gobierno ilustrado” (p. 267). Verónica Zárate, una de las pocas
autoras que ha llevado el análisis al periodo posterior a la independencia
(2005), había ya enfatizado que, para la época de la canonización, si bien “una
conmemoración civil desplazó en su carácter nacional a una fiesta religiosa”,
lo había hecho “sin haber apenas modificado sus características y componentes,
solamente el objeto de culto” (Zárate, 2002, p. 361). Ya antes la misma autora
había presentado al protomártir como “un mediador cultural” que “contribuyó,
mediante su culto, a la formación de la conciencia criolla entre los
novohispanos” (Zárate, 2002, p. 357).
En estos estudios hay ciertos incidentes que se
han vuelto de obligada mención: en primer término el papel renovador que tuvo
Ladrón de Guevara, pero también, y sobre todo, las críticas sobre la fiesta y
procesión que, en al menos tres cartas fechadas entre 1802 y 1804, remitió a la
Corte de Madrid un anónimo bajo el seudónimo de Francisco Sosa, generando una
investigación que puso límites a los proyectos del canónigo (Marroquí, 1903,
pp. 451-453; Turrent, 2013, pp. 264-267; Zárate, 2002
y 2005). Sobre estos personajes, las opiniones han variado ampliamente. Sobre
Guevara, ya Marroquí (1903) advertía que era testimonio de que “la piedad misma
es peligrosa en personas no prudentes” (p. 450); hoy en día ya no se le juzga
de manera tan severa, pero se ha convertido en testimonio de la oposición a la
piedad ilustrada entre las elites novohispanas (Voekel,
2002, p. 65). Sosa (quien también firmaba con el seudónimo de Antonio Gómez),
ha recibido una atención particular, por ejemplo de la profesora Zárate (2000),
quien lo ha definido como un “proyectista”, pero que era parte del “mundo
ilustrado” (p. 250). Menos atención ha habido, salvo por esta última autora
(Zárate, 2002 y 2005), al hecho de que la fiesta del 5 de febrero alcanzara el
título de “fiesta religiosa nacional” por decreto de la legislatura federal en
1826.4
Desde nuestro punto de vista es interesante volver
sobre este periodo pues nos ilustra algunos de los cambios que desde finales
del antiguo régimen y a lo largo de las primeras décadas del siglo xix tienen lugar en materia festiva en Nueva España, en
el marco del proceso de secularización en el mundo hispánico. Los estudios
sobre este proceso han conocido una renovación importante a escala
internacional en los últimos años. Trabajos como los de Roberto Di Stefano
(2004) y Sol Serrano (2008) han mostrado la diversidad de aspectos de la vida
social que resultaban afectados a consecuencia de los avances de la progresiva
separación de las esferas religiosa y política, que constituye el elemento central
de ese proceso. En México, si bien no tuvieron lugar los amplios proyectos
festivos elaborados en otras latitudes para reemplazar las fiestas cristianas y
que han resaltado internacionalmente obras ya clásicas en estos temas (Ozouf, 1976), es cierto que las categorías en que se les ha
clasificado (por ejemplo: “regia, revolucionaria y cesariana”, Corbin, 1994) bien pueden aplicarse aquí también. Desde
luego, ya existen estudios sobre la problemática de la fiesta en la
construcción de la nueva nación, como los de Annick Lempérière (2003, pp. 330-346) y, refiriéndose en
particular a la oratoria cívico-religiosa, Brian Connaughton
(2010, pp. 99-149).
Sin embargo, en general la perspectiva ha sido la
del propio Estado nacional, la del ámbito de lo político tratando de construir
sus festividades. Aquí, en cambio, tenemos la oportunidad de retomar el tema
desde la propia organización festiva corporativa de finales del antiguo
régimen, y más específicamente la de uno de los principales cuerpos de la
capital del reino de Nueva España, el Cabildo Catedral Metropolitano. Casi
resulta obvio decirlo, mas conviene aclararlo, el
proceso de secularización no sólo implicó que, con la formación de la esfera
política se construyeran nuevas celebraciones, sino también nuevas maneras de
evaluar los usos, las prácticas y la organización de las festividades
religiosas, las cuales, como lo religioso en general, se fueron convirtiendo en
asunto de críticas, de discusión y de opinión pública (Boutry,
1986). Esto es justo lo que nos interesa aquí y el motivo por el que creemos
importante volver una vez más sobre la celebración del 5 de febrero.
Vamos a organizar nuestro análisis en tres puntos:
en primer lugar, la cuestión de los recursos para la causa de canonización.
Aparte de lo que Marroquí (1903) y Turrent (2013),
citándolo, han presentado al respecto, en realidad buena parte de la discusión
nos permite volver con cierta amplitud sobre el tema de la forma legítima de
recabar limosnas, que desde el siglo xviii se
convirtió en uno de los elementos de la crítica ilustrada de las prácticas
religiosas. En segundo lugar, respecto de la fiesta propiamente dicha, tenemos
que tratar de los dos intentos sucesivos de apropiársela fuera del ámbito
estrictamente religioso y eclesiástico. El primero fue obra de la familia
Ladrón de Guevara, acusada de imponer “respetos humanos” para su organización,
por lo que el medio racionero debió justificar su labor y las novedades que
había introducido. El segundo data de unas décadas más tarde, cuando la del
protomártir se convirtió en fiesta nacional, planteando, además del problema de
las cortesías con las autoridades civiles, la redefinición del propio Felipe de
Jesús ahora como protomártir asimismo “nacional”. En fin, está el tema de los
mensajes religiosos que la fiesta quería transmitir, y en los que vemos incluso
el aprovechamiento de un estereotipo de género masculino para fines morales.
Más allá de constatar la vigencia de las prácticas barrocas, la celebración del
5 de febrero nos permite abordar la complejidad de lo que conocemos como el
catolicismo ilustrado y las controversias que la progresiva autonomía de lo
profano producía ya en esos primeros años del siglo xix.
De la colectación a la libre voluntad
La primera queja de Sosa sobre la fiesta del
protomártir había sido por la colectación organizada por el medio racionero
Ladrón de Guevara. En su primera carta de 18025
comenzaba enumerando los “gravámenes” que este había impuesto “en perjuicio del
público”. Cierto que la procesión misma, con sus pasos, era ya una de esas
cargas, pero venían en seguida las contribuciones en dinero. Primero las de los
gremios (Zárate, 2002, pp. 364-370), a quienes “cuestaba”,
como se decía entonces, pidiéndoles una limosna que “aunque parece voluntaria
no lo es en realidad”. En segundo lugar, realizaba una colecta más general cada
semana, para lo cual “ha formado un padrón de todas las casas”. En la segunda
carta repitió su protesta por la contribución para los pasos; no se extendía
mayormente en ello, pero al final pedía explícitamente que se retirara a Ladrón
de Guevara la comisión de la “colectación, rifa o lotería”.6
Conviene recordarlo, en principio nuestro
prebendado era el comisionado para la canonización de Felipe de Jesús por el
Cabildo catedralicio. Su primera iniciativa había sido, efectivamente, colectar
limosnas, con la particularidad de que serían los propios canónigos, durante la
Semana Santa de 1797, quienes “en traje canonical” se ocuparían de ello en la
catedral. En las otras iglesias de la ciudad, el medio racionero tenía
proyectado invitar para la misma labor a “caballeros cruzados, señores
regidores, doctores, abogados”.7 La
iniciativa tuvo éxito, y al menos durante nueve años consecutivos “la nobleza y
cuerpos de la capital” realizaron una recaudación más bien modesta de poco
menos de 200 pesos en promedio.8
Más efectiva fue, en realidad, la propia
cooperación de los notables capitalinos, segundo medio de colectación
introducido de inmediato en marzo de 1797. “Particulares y cuerpos” fueron
requeridos constantemente por el prebendado, aportando más o menos un promedio
de 1 961 pesos anuales. En tercer lugar estuvo la colecta a través de un
demandante bajo sueldo (que se descontaba de las propias limosnas), y que
rendía menos de la mitad de la cifra anterior, siempre en promedio, unos 945
pesos anuales, que posiblemente incluían un cepo puesto en la iglesia de San
José del Real. Esta era en realidad la colecta pública propiamente dicha, y
aunque no lo sabemos con precisión, acaso era para este fin que se había
levantado el padrón que mencionó Sosa. La demanda de limosnas, cabe destacarlo,
también implicaba gastos. Aparte del pago del colector, fueron necesarias
imágenes para salir a la demanda, cuatro alcancías –lo que hace pensar que
posiblemente había más de un colector–, además de medallas, estampas, rosarios,
novenas y libritos seguramente con la vida del bienaventurado.9
La lista de fuentes de recursos no termina aquí,
pues Ladrón de Guevara se distinguía por su laboriosidad. En principio, desde
junio de 1797 comenzó a recuperar también las limosnas que los fieles dejaban
en sus testamentos bajo lo que se conocía como las “mandas piadosas
voluntarias”, y que pueden estimarse en poco menos de 340 pesos anuales
promedio. Más productivos fueron los “beneficios cómicos”, es decir funciones
teatrales dedicadas a la causa, uno por año a partir de 1800, que se puede
estimar que resultaban en 491 pesos anuales.10
Todo ello nos recuerda ya, aunque la
historiografía reciente también lo ha señalado, hasta qué punto la práctica de
la limosna era diversificada en el antiguo régimen, e involucraba a todos los
grupos sociales (Lempérière, 2004, p. 42). Ser
recaudador de la causa del protomártir de la capital era un empleo tan
honorable que podían ejercerlo los notables capitalinos, así como en las
cofradías peninsulares, las de Sevilla en concreto, no era raro que los propios
oficiales salieran a cuestar por las calles
(Carbajal, 2016, pp. 339-340). La figura del cuestor de limosnas, religioso
como secular, era común en los caminos del reino, equipados como el de Felipe
de Jesús con sus imágenes peregrinas y quincallería religiosa abundante (Moro,
2012). Tampoco era novedad que las diversiones públicas financiaran, por
ejemplo, la caridad. Tan era legítimo que una de las grandes innovaciones de la
atención hospitalaria de la ciudad de México en la segunda mitad del siglo xviii, el Hospital General, debía obtener recursos de un
juego de pelota, con autorización de los propios reformadores capitalinos (Marroquí,
1903, p. 182). Por citar de nuevo un ejemplo trasatlántico, en Sevilla los
reñideros de gallos, lugares de apuestas, eran propiedad de hermandades que
usaban sus ingresos para el culto de sus veneradas imágenes (Carbajal, 2016, p.
287).
Mas es cierto que la recaudación de limosnas
comenzaba a causar controversias. La protesta de Sosa se inscribía en las
inquietudes reformistas que se habían planteado en Nueva España desde una
década antes. En tiempos del virrey Revillagigedo hubo una reforma de las
cuestas de limosnas que llevó a su control tanto por la autoridad civil como
por la eclesiástica, y que incluso se mezcló con el intento de reforma de
cofradías de todo el reino (Moro, 2012, pp. 118-123). Los esfuerzos reformistas
de los fiscales que participaron en este último proceso nos muestran bien que
Sosa compartía preocupaciones con ellos en este tema. Se esperaba que la
limosna fuera, ante todo, moderada y voluntaria, es decir, que no desviara
recursos necesarios para la subsistencia de los fieles, y que estos no fueran
presionados para entregarla (Carbajal, 2016, pp. 149-154), lo que hace
comprensible que nuestro crítico insistiera en que los Ladrón de Guevara
interponían “respetos humanos”, es decir, la presión social, para obtener estos
recursos. Además, la colecta no debía tampoco alterar los espacios y ritos
sagrados. La demanda no debía invadir las iglesias ni interrumpir las
celebraciones en ellos. Por ello, los reformadores, sin llegar a tomar medidas
radicales –y sin cuestionar aún otras contribuciones religiosas como el diezmo
o las obvenciones–, promovieron más bien que se limitara a cepos, alcancías o
bien mesas en el umbral de la puerta de las iglesias (Carbajal, 2016, pp.
152-154).
El prebendado Ladrón de Guevara parece consciente
de estos cambios, al menos hasta cierto punto. Además de haber obtenido
licencia episcopal y virreinal, ya hemos visto que la colecta de Semana Santa
en las iglesias correspondía bien a lo esperado por los reformadores. Lo
paradójico es que se diría que tampoco sus colegas canónigos miraban con
absoluta complacencia el fondo que el medio racionero iba reuniendo, sino antes
bien con precauciones. Cuando las limosnas comenzaron a acumularse, fueron
depositadas provisionalmente en la clavería de la catedral. Al menos desde mayo
de 1800, cuando de manera incidental hacen alusión a ellas en un Cabildo, los
canónigos comenzaron a tratar de tomar medidas. Para el mes de noviembre del
mismo año, la caja de clavería estaba llena, por lo que las limosnas se pasaron
al “arca general de depósitos”. Lamentablemente no sabemos cuál fue el importe
preciso que se trasladó entonces.11
Como ya lo hizo notar Turrent
(2013, p. 265), el prebendado tuvo problemas con el Cabildo catedralicio por
haber pretendido que su comisión para la canonización del protomártir le
permitiera ganar horas del coro. Ante la negativa del Cabildo, recurrió a la
Real Audiencia de México por la vía del recurso de fuerza. En medio de esas
peripecias judiciales, en 1802 el Cabildo catedralicio consideró incluso su
reemplazo, citando siempre la necesidad de custodiar el fondo reunido para la
canonización, bien que sin llamar a cuentas al siempre inquieto medio racionero.12
Al final logró mantener su comisión, pero una serie de coincidencias jugaron en
su contra: la segunda carta de Sosa pudo no haber insistido tanto en el tema de
la colecta, pero fue vista en el Consejo de Indias por Lorenzo Hernández de
Alva, fiscal que había sido de la Audiencia al tiempo de su problema con el
Cabildo catedralicio, y uno de los reformadores en materia tanto de limosnas
como de cofradías. En su dictamen del 6 de noviembre de 1804 recomendó no sólo
que se pidieran informes en general, como había ocurrido con la carta de 1802,
sino que se atendiera en particular el asunto de la colecta, y en efecto el
Consejo mandó que esta cesara de inmediato si no contaba con licencia real.13
Fue así como en 1805 el canónigo debió presentar
cuentas detalladas, que ya hemos examinado en parte. Ahora hay que agregar que
justo al mismo tiempo que Sosa firmaba su carta, en enero de 1804 el prebendado
había comenzado a percibir ingresos de una última fuente, gestionada desde el
año anterior: una rifa, semanal sin duda, realizada a través de la Real Lotería.14
Este fue, por mucho, el ingreso más significativo de la obra de canonización
pues sólo en 88 semanas ya había producido 10 249 pesos. Tan sólo este ingreso
compensaba por completo los gastos realizados desde 1797, que el prebendado
estimó en unos 9 055 pesos y que contrastan con los 45 646 de ingresos totales,
36 450 de los cuales llegaron a estar depositados en la catedral. Además de lo
que ya dijimos que era necesario para la cuesta de limosnas, atendió también el
culto en la capilla de la catedral, y por supuesto, hubo que cubrir diversas
gestiones y cartas.15
En suma, pues, los esfuerzos del prebendado entre
marzo de 1797 y enero de 1804 habían permitido recaudar 35 397 pesos de
limosnas. No era una cifra menor, constituía sin duda un triunfo para el
prebendado, el testimonio de que su campaña a favor del protomártir tenía
éxito, aunque también lo era del relativo apoyo del vecindario de la capital:
si la midiéramos por las limosnas aportadas, se diría que la de Felipe de Jesús
era devoción de los notables. Ahora bien, la denuncia de Sosa resultó en que
ahora la colecta tenía que adecuarse ya no sólo de forma parcial, sino
integralmente a las exigencias de los reformadores en la materia. Ya en octubre
de 1805, el fiscal de lo civil dictaminaba que la limosna podía subsistir, pero
no la cuestación: debía recibir exclusivamente lo “que los devotos quieran
espontáneamente dar”. Por ello las mandas testamentarias, siendo explícitamente
“piadosas voluntarias”, podían continuar al igual que el “beneficio cómico”,
desde luego “si los actores lo quisieren continuar espontáneamente”; podían
también subsistir el cepo de San José del Real y una bandeja en la catedral,
pero siempre “sin asistencia de ninguna persona”.16
Parecía que a consecuencia de la carta de Sosa la
libre voluntad como criterio fundamental de legitimidad de las contribuciones
religiosas venía a imponerse en la obra de canonización; empero, el dictamen
final de marzo de 1806 de Ambrosio de Sagarzurrieta
declaró que “no ha habido gravamen público” con la colecta y que “en todo ha
obrado la voluntaria devoción”, aclarando explícitamente que ni “a gremios ni a
persona alguna se le haya exigido por fuerza o por medios violentos directa o
indirectamente la limosna”.17 Mas
la decisión final quedó en manos del Consejo de Indias, donde en 1807 el fiscal
y el tribunal coincidieron no sólo en insistir en el carácter voluntario, sino
además en introducir un criterio de racionalidad: el prebendado debía probar la
“legítima inversión” que había de darse a lo recaudado, “y que se necesita[ba] mayor suma” para que
se le permitiera continuar reuniendo fondos.18 Un
nuevo reclamo de Ladrón de Guevara en 1810 tuvo, en cuanto a lo primero, prácticamente
la misma respuesta del Consejo y Tribunal Supremo de España e Indias: “la
cuestación sea absolutamente voluntaria por medio de cepos”, pero dejó a cargo
del Cabildo catedralicio el tomarle cuentas al medio racionero.19
Aunque no tenemos plena constancia de que el
Cabildo haya recibido la real cédula que debió librarse en septiembre de 1811,
es cierto que ya a fines de 1814 comenzaba a ocuparse de volver a tomarle
cuentas a Ladrón de Guevara.20 Mas
fue sólo hasta diciembre de 1816 que este presentó un nuevo informe completo,
particularmente desolador cabe decir. La colecta de limosnas se encontraba en
el estado “más deplorable”, afirmaba, pues en realidad, de las diversas formas
de colecta sólo había quedado el plato de la catedral; subsistían las mandas
piadosas pero sólo las estimaba en 25 pesos mensuales, y la rifa había generado
sólo 70 pesos entre 1811 y 1816.21
Desconfiados, los canónigos procedieron a
verificar los dichos de Ladrón de Guevara. Ya en enero de 1817 el
maestrescuelas presentó a los canónigos una razón más detallada, elaborada en
la Real Lotería, que sin embargo confirmó la disminución también de esos ingresos:
entre 1805 y 1809 se habían recaudado poco más de 5 684 pesos, es decir, en
cuatro años apenas poco más de la mitad de lo que había producido en su primer
año y nueve meses; hubo más de 2 000 pesos de pérdidas entre 1810 y 1812 y en
los años de 1813 a 1815 apenas habían ingresado unos 218 pesos.22
Todavía era una suma respetable la que se había depositado en la clavería, pues
ascendía a casi 37 740 pesos, pero claramente apenas había habido un incremento
de 2 343 pesos aproximadamente. El punto final definitivo de la colecta fue la
sustitución, ya en 1820, del demandante que todavía tenía encargado el plato de
la catedral, directamente por un cepo.23
Debió pasar más de una década para que el asunto
se volviera a tratar en la sala de cabildos de la catedral. Y el motivo no pudo
ser más significativo: en septiembre de 1833 falleció don Joaquín José Ladrón
de Guevara, entonces ya deán de la catedral metropolitana. Enterrado en secreto
en el Colegio Apostólico de San Fernando de México, el 22 de octubre los canónigos
se ocuparon de revisar el inventario de la causa de canonización presentado por
su albacea. Entonces se estimaron depositados en clavería un total de
37 672 pesos, es decir, había una diferencia de 68 pesos menos respecto de
1817, y se nombró una comisión de dos canónigos para la revisión de cuentas.24
Los vaivenes políticos de la primera reforma
liberal impidieron que los comisionados pudieran actuar de inmediato, pero uno
de ellos pudo al menos informar en enero de 1834 las dificultades para
reactivar la obra. En principio, tomarle cuentas al difunto deán era
complicado, pues su albacea habría dicho que “estaban tan enredados los papeles
y tan dispersos que ni en dos ni tres años se podrían poner acordes”.25
Lo que sí pudo adelantarse fue la apertura del cepo de la catedral, aunque
debió romperse a falta de llave, y se abrieron también diversas alcancías (tal
vez alguna era la que había estado en San José del Real), reuniéndose así 115
pesos. Nada se sabía del tema de las mandas testamentarias, ni se mencionó aun
el de la rifa en la Lotería, en cambio, el comisionado pudo recibir las
imágenes, “medallas, estampas, vidas, novenas y días” de Felipe de Jesús, es
decir, todo lo que había quedado de la entusiasta empresa de recolección
iniciada en 1797.
Claramente la carta de Sosa había sido decisiva
para su interrupción, y continuarla bajo los nuevos criterios y en el contexto
de la independencia había sido al menos complicado. Sin el trabajo de
promoción, los habitantes de la capital no contribuían espontáneamente para la
causa de canonización, por lo cual esta, ya lo ha señalado Zárate (2002)
“permaneció en un estado inanimado” (p. 361). No sabemos cuál sería el destino
final de lo que se había acumulado en la clavería de la catedral, pero en
cambio podemos confirmar una primera alteración, producto de esa idea entonces
novedosa y propia ya del proceso de secularización, de que las contribuciones
para las prácticas, causas e instituciones religiosas se distinguían de las que
recaudaban las instituciones políticas en que no podían ser obtenidas por
coacción sino por libre voluntad. Es momento de dar una nueva vuelta por esta
historia, pero volviendo ahora la mirada a la fiesta y sus definiciones.
De acompañamiento político a fiesta nacional
Es momento ya de señalar las novedades propiamente
festivas introducidas por Ladrón de Guevara en el festejo del protomártir en la
catedral. Para la época que nos ocupa se mantenía vigente el traslado de la
imagen del convento franciscano –el día 4 de febrero– al promediar las dos de
la tarde. Esta procesión era la que reunía la mayor solemnidad: franciscanos y dieguinos portaban la efigie, precedida por el gremio de
plateros con hachas de cera en mano en medio de “colgaduras y fuegos, repiques,
arcos de tule y demás acciones de aplauso”.26 El
Cabildo catedralicio salía a recibirlos a la puerta del costado poniente, pero
“sin clero, cruz y ciriales”. Al día siguiente había procesión conforme al rito
de primera clase que era propio de la fiesta, pero era circum circa, es
decir, por el atrio y con estación a la capilla del beato, realizándose, como
todas las de este tipo, al final del oficio de tercia y antes de la misa. Los
franciscanos volvían a su convento en comunidad al terminar la misa y el oficio
de sexta, y llevándose la estatua del beato.27 La Gazeta de
México lo anotaba ya en 1801, incluso, 1799, se decía que “la segunda
procesión [tercera en realidad] era en todo igual a la primera”.28
En estudios anteriores (Marroquí, 1903, p. 450; Turrent, 2013, p. 265) ya se ha mencionado que una de las
primeras ideas del medio racionero Ladrón de Guevara para dar mayor publicidad
al beato fue reforzar la fiesta a través de uno de los medios clásicos de la
época: reunir a más corporaciones (Lempérière, 2004,
pp. 209-210). Trató de completar la fiesta con un novenario con asistencia de
las comunidades religiosas de la capital, pero no obtuvo la aprobación del
arzobispo. El 1 de febrero de 1799 presentó al Cabildo un intento para
modificar la procesión del día 5, realizándola “por lo bajo de la banqueta del
cementerio”, es decir, por fuera de este. Se entiende en consecuencia que
estaba tratando de alterar la procesión de tercia, prolongándola para su mayor
lucimiento, y porque a ella asistirían seis corporaciones, pero el Cabildo se
negó a conceder este cambio.29
Tras este segundo desaire, no es de extrañar que, en 1800, el canónigo
terminara aprovechando la tercera procesión para introducir, no sólo a las
nuevas corporaciones, sino el desfile de representaciones de la vida del santo.
Se agregaron finalmente las parcialidades de indios, los gremios, las terceras
órdenes de servitas y franciscanos, los colegios de San Ildefonso, Seminario o
San Juan de Letrán, la Universidad y el Ayuntamiento.30 Al
examinar la carta de Sosa en 1804, don Lorenzo Hernández de Alva recordó que el
activo medio racionero intentó también que asistiera la Real Audiencia, sin
éxito.31 Así, cabe destacarlo, a falta
de magistrados reales, y canónigos, y aunque seguía siendo en principio del
público, también se había vuelto una fiesta de la propia familia Ladrón de
Guevara. Tal hecho había sido un punto destacado por Sosa, la procesión pudo
reorganizarse gracias a los “respetos humanos”, es decir, al prestigio y
autoridad del prebendado y sobre todo de su padre, Baltasar Ladrón de Guevara,
regente de la Real Audiencia. Cuando llegaran a desaparecer uno y otro,
escribió Sosa, “ni quien se acuerde de la función de San Felipe de Jesús”.32
Ahora bien, al momento de responder en el
expediente formado a consecuencia de las cartas de Sosa, es significativo, y lo
notó el fiscal Sagarzurrieta en dictamen de 17 de
febrero de 1804, que Ladrón de Guevara y el Ayuntamiento de México prefirieron
utilizar el término “acompañamiento” en lugar de procesión para referirse a ese
renovado tercer y más grande cortejo con la imagen.33 Se
diría que, así como con las limosnas, Sosa había atinado a tocar un punto
particularmente sensible, pues obligaba al medio racionero a explicar las
innovaciones que no se le habían permitido en las otras procesiones.
En contestación a lo planteado por el fiscal, el
propio medio racionero debió confesar: “No es ésta ni puede llamarse procesión
eclesiástica porque para que alguna lo sea debe preceder licencia del
ordinario.”34 Evidentemente no la había
solicitado, y es muy probable que el arzobispo Lizana
no la hubiera concedido, si nos atenemos a lo sucedido con la novena, pero de
todas formas aclaraba: “aquí no se necesita, porque todo está reducido a
acompañar a la antigua imagen del santo que necesariamente se había volver a su
casa o templo”. Completaba su explicación aduciendo además que no era procesión
porque no iban cruz alta ni ciriales, ni la presidía preste con capa pluvial,
sino sólo iban en ella “cuerpos exentos [como las órdenes religiosas],
políticos y personas distinguidas”, lo que era tanto como decir que no era
procesión eclesiástica porque no iba en ella el clero secular.
Curiosa paradoja, el organizador de un cortejo tan
barroco, de aires tan tradicionales, y que desde luego confesaba que su
utilidad no era otra que la propaganda de la devoción, no encontraba otra
manera de definirlo que aceptar que estaba desacralizándolo en cierta medida.
La única vía que encontró para justificar su apropiación había sido sacar a la
procesión, al menos de forma retórica, del ámbito religioso. El arzobispo Lizana no pudo sino corregir con energía en el informe
antes mencionado: “semejante acompañamiento a las sagradas imágenes, sean los
que fueren los católicos que las acompañan, es por sí mismo un acto exterior de
adoración no política sino sagrada”.35
Ladrón de Guevara era sospechoso de error y hasta de herejía, tanto más cuanto
que incluso había construido su “acompañamiento político” contrastándolo con
una “procesión eclesiástica”. El prelado no pudo sino preguntarse “cuál es el
constitutivo de la [procesión] no eclesiástica”. De alguna forma la definición
de “acompañamiento” del medio racionero –repetida ante el Consejo de Regencia
en 1810–36 confirmaba la acusación
fundamental de Sosa, a su vez señalada por el arzobispo: se trataba de una
práctica en que lo sagrado se mezclaba con algo profano.
Unos años después de la carta de Sosa, con la
independencia en 1821, el festejo que tanto había costado organizar a Ladrón de
Guevara cobró además renovado interés político, ya no sólo para una familia
poderosa de la capital, sino para las autoridades de la nueva nación, toda vez
que “la religión católica seguía cumpliendo su papel tradicional de lazo político”
(Lempérière, 2003, p. 331). Los estudios recientes
han profundizado en la importancia que mantuvo la fiesta religiosa y la difícil
construcción de las festividades cívicas (Connaughton,
2010; Zárate, 2004). En este contexto, el brillante “acompañamiento” del
protomártir no pasó desapercibido: hubo un intento de apropiación desde las
nacientes instituciones nacionales.
En efecto, lo recordaría el Cabildo catedralicio
más tarde, la fiesta del 5 de febrero de 1823 tuvo una característica
particular: por primera vez asistió una autoridad superior al Ayuntamiento, el
entonces emperador Agustín I.37
Felipe de Jesús pasaba de ser el protomártir de la ciudad de México al de la
nueva nación, que aunque estaba organizada bajo principios seculares, estando
fundada con el compromiso de defender la religión católica, no podía sino
celebrarlo de manera particular. En ese sentido argumentaba José Joaquín
Fernández de Lizardi, publicista célebre de la época. Además de haber publicado
un cántico para el beato en 1811, en 1821 había “revivido” la voz de la madre
del protomártir para solicitar al Ayuntamiento de México que lo celebrara como
integrante de la nueva nación (Fernández de Lizardi, 1821; 1963, pp. 227-230).
Mas el primer imperio duró poco y no pudo darle
continuidad a la celebración. Fue bajo el primer federalismo, en 1824, cuando
se comenzó a tratar el establecimiento de las fiestas nacionales. En noviembre
de 1824 tocó todavía al Congreso Constituyente expedir un primer decreto en que
se incluyeron las “fiestas religiosas nacionales” (Dublán
y Lozano, 1876, p. 745) y la primera legislatura federal volvió sobre el tema
en 1825. Tan pronto como el 18 de enero de ese año, la Cámara de Diputados dio
lectura a un dictamen de su comisión eclesiástica proponiendo la inclusión del
5 de febrero entre las fiestas religiosas nacionales; más todavía se propuso de
inmediato darle trámite sin dilación ante la proximidad de la celebración. Sin
embargo, el contexto había cambiado y la fiesta no era ya aceptada de manera
unánime: para convertirse en nacional, la del protomártir debió superar la
crítica de aquellos que favorecían una disminución al menos progresiva de la
imbricación entre lo político y lo religioso.
En la Cámara de Diputados el dictamen se impuso
por mayoría de 38 contra diez en la votación nominal con sólo las objeciones
del diputado Vélez.38 En el Senado, en cambio, la
cuestión fue más controvertida. El proyecto se pasó a dictamen de la Comisión
de Gobernación, y se puso a discusión del pleno hasta el 8 de febrero, y
entonces hubo un intento de devolverlo a la otra Cámara cuestionando la
dispensa de trámites.39 Esto
no prosperó, pero se envió a nuevo dictamen, ahora a la Comisión de Negocios
Eclesiásticos, que al igual que la anterior rechazó el proyecto. Fue hasta la
sesión del 25 de enero de 1826 que se discutió en el pleno del Senado.40
Cuatro legisladores, Juan de Dios Cañedo, Valentín Gómez Farías, el padre José
María Alpuche y el canónigo poblano José Manuel Couto arguyeron en contra. Presentaron ampliamente las
críticas de los ilustrados y liberales contra la holgazanería y a favor del
trabajo, citando como autoridad al padre Feijoo. El Congreso, afirmaron, debía
“desterrar la pereza e inspirar el amor al trabajo”, en aras de promover al
mismo tiempo la “riqueza nacional” y proteger la “moral pública”. Argumentación
clásica y en realidad hoy bien conocida en la crítica social tanto de los
ilustrados como del liberalismo (Callahan, 1989;
Hale, 1999), es además interesante que Couto agregara
el perjuicio de las asistencias públicas, que propiciaban el “envanecimiento”
de los funcionarios.
En respuesta, los senadores Posada, Vea y Cevallos
afirmaron que la interrupción de labores era poco probable y como mucho podría
afectar a la ciudad de México, que era el único lugar donde realmente se
festejaba. Mas sobre todo se impuso el argumento de la
condición de México como nación católica, que convirtió al mártir en un
connacional: Felipe de Jesús era “el único mexicano que veneramos en los
altares y un héroe de la religión”. Y justo en esos términos se publicó el
decreto el día 28 de enero de 1826: la fiesta del “mártir mexicano” quedaba
incluida en las fiestas enlistadas como religiosas nacionales en noviembre de
1824 (Dublán y Lozano, 1876, p. 770).
En cumplimiento de esta ley, el presidente
Guadalupe Victoria y sus ministros asistieron a la función del 5 de febrero de
1826. Ya se había estado construyendo un protocolo para el trato a las
autoridades nacionales en la catedral, por lo que esto no hubiera suscitado
novedad, de no ser porque el gobierno incluyó además la presencia del
presidente en la procesión de Ladrón de Guevara, la que iba de la catedral a
San Francisco y que por ello cobró un realce que no había alcanzado durante el
tiempo virreinal. Mas los canónigos, además de
siempre algo reacios a la novedad en materia de ceremonias, antepusieron la atención
del coro, su deber sagrado, faltando a las “consideraciones debidas al
presidente de la república”. Al menos así se planteó en la Cámara de Senadores
federal el día 9 de febrero de 1826 por el padre José María Alpuche.
“Según se aseguraba en el público”, declaró el senador, el presidente había
tenido que esperar a que se concluyera el oficio de tercia para que empezara la
misa y luego el de nona para que saliera la procesión, en la que los canónigos,
como era costumbre, no participaron.41
El gobierno pidió cuentas al Cabildo Catedral
Metropolitano a través del Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos, a
cargo del también canónigo, pero poblano, Miguel Ramos Arizpe. El 17 de marzo,
el ministro comunicó a los canónigos que debían invertir sus prioridades y
“arreglar el rezo y demás distribuciones de la Iglesia de modo que aquella
autoridad suprema de la nación sólo esté en ella mientras dure la función a que
asista”. Además se les impuso la obligación de asistir a la procesión a San
Francisco así como a cualquier otro “anexo”, acompañando al presidente.42
Reticentes a desatender el coro, en abril los canónigos prefirieron aceptar la
definición de Ladrón de Guevara de principios del siglo y desacralizar dicha
práctica: “el Cabildo no ha salido en esta procesión […] por no ser tal
procesión, sino una mera conducción de las imágenes”.43 Por
fin, casi en vísperas de la siguiente celebración, el 1 de febrero de 1827, el
gobierno aceptaba la distinción entre procesión “ritual y solemne” y la
“traslación”, acaso no tan ritual pero “con el decoro y orden correspondiente”;44
la primera, como era costumbre, en la mañana y justo antes de la misa,
recorriendo el atrio; la segunda, se recorría en la tarde.
Esta resolución, final hasta donde sabemos,
permitía a los canónigos proteger lo sagrado y cumplir con lo profano, que ya
no eran los “respetos humanos” de la familia Ladrón de Guevara, sino el honor
de la nación misma. Desde luego, el cambio no dejó de sorprender a la opinión
pública, que se ocupó de criticarlo. Un folletista (Dávila, 1828) planteaba en
1828 que no era sino una forma de “hacerse originales y no parecerse en nada a
los españoles”, pero que iba en detrimento de la propia función, que ahora
contaba con “lucidísimo acompañamiento”, no sólo de las autoridades, sino hasta
de “todo lo alto y bajo de la capital”. Más todavía, el horario iba en
perjuicio de su carácter, que el folletista entendía debía imponerse sobre los
festejos corporativos tradicionales: “imítense las procesiones de los barrios y
de frailes en una función nacional”, decía concluyendo con reclamar el uso de
la vela del Corpus para la carrera de la traslación (p. 106).
Como podemos ver, en la historia de esta procesión
los intentos de realzarla eran otros tantos motivos de controversia. En los
primeros años del siglo xix parecía que se había
convertido en motivo de honor de los Ladrón de Guevara, en 1826 se convertía en
elemento de una fiesta nacional. En uno y otro caso se reforzaba su aspecto
político, mas para la década de 1820 había quedado
específicamente en medio de las tensiones entre las respuestas “liberal” y
“galicana”, a la pregunta de “¿qué hacer con la religión?” en el nuevo régimen,
por parafrasear la terminología utilizada para los estudios en otras latitudes
(Di Stefano, 2004); es decir, entre quienes eran más favorables al deslinde de
esferas y quienes esperaban establecer el control de lo religioso por lo
político, dos de las maneras principales de afrontar el proceso de
secularización en esta época. Mas no hemos agotado aún los cambios producto de
dicho proceso, nos queda un último señalamiento, el más extenso y sentido que
había hecho Sosa: la presencia en la procesión de un “currutaco”.
Los combates del siglo
“Ha alterado el orden de la seria disciplina que
debe guardarse en las procesiones, las que deben ser para el pueblo un acto de
la mayor circunspección y gravedad, no siéndolo ésta procesión por dar materia
a risa y jácara.”45 Tal era el tercero de una
segunda serie de reclamos sobre el tema de la “disciplina de la Iglesia” que
Francisco Sosa, en su carta de 26 de febrero de 1802, dirigió a Ramón de
Posada, fiscal de la sección novohispana del Consejo de Indias. De hecho, se
trataba del punto más estrictamente religioso de toda su denuncia en contra del
festejo a Felipe de Jesús organizado por el medio racionero Ladrón de Guevara.
Ya lo han visto los estudios mencionados antes, y sin duda es cierto: Sosa era
testimonio del desagrado con que el catolicismo ilustrado veía el fasto
religioso, pero también e incluso antes que ello, la procesión misma lo era del
combate que ciertos sectores del catolicismo habían emprendido contra la
cultura profana en esos primeros años del siglo xix,
aprovechando estereotipos de género, construidos asimismo bajo principios
religiosos.
Veamos esto con detalle. Sosa de inmediato
continuaba describiendo: la procesión estaba formada por una serie de pasos en
que se representaban “uno por uno los pasajes de la vida del santo”,
ilustrándolos de manera precisa. Tres de ellos aparecen particularmente
descritos: “de comerciante, como en el acto material de ir bendiciendo y
vareando los géneros”, “de estudiante” y, el más controvertido: “de aprendiz de
platero en donde va el diablo o demonio vestido en un traje ridículo
tentándolo”. En contraste, es cierto, recordaba que la representación de los santos
debía ser específicamente religiosa: “o en el martirio que sufrieron o en el
género de penitencia que florecieron, para que muevan al público a devoción”.
Sosa no argumentó entonces los motivos para haber
mencionado esos pasos en concreto, pero no es difícil suponer, por el tono de
la redacción, que en el primero estaba el problema de la mezcla de la imagen
del protomártir con un oficio completamente profano, como el comercio, y que en
el último el problema fundamental era el traje que llevaba el diablo, profano
asimismo, pero sobre todo por su carácter ridículo. Sobre ello abundó un poco
más en su segunda carta, la fechada el 26 de febrero de 1804, describiéndonos
con más claridad al diablo en cuestión, que nuevamente resultaba fundamental en
la crítica de nuestro proyectista ilustrado: “vestido de pantalón, media bota,
sus bucles, su espada, su casaca y en fin vestido el diablo de un perfecto
currutaco”.46 En julio de 1805 el arzobispo
de México, Francisco Xavier Lizana, confirmaba que
esa imagen “choca[ba]” y
completaba su descripción. Se trataba de “una estatua en figura de diablo con
astas y cola, vestida de casaca larga, pantalón y media bota, llamada de
cucaracha, a la manera del vestido que traen los que dicen ser de última moda y
reconoce el vulgo por currutacos”.47
El “currutaco”, conviene explicarlo brevemente,
era una representación del género masculino de la época que, en la línea del
“petimetre” antes y del “lechugino” más tarde, era un
estereotipo del varón preocupado por la moda, especialmente por la francesa. Asociado
al pecado de la vanidad, que en las representaciones de género de la época era
por definición propio de las mujeres, venía a quedar vinculado al afeminamiento
y a las prácticas homosexuales. Se entiende en ese sentido que el guardián del
convento de San Diego de México, de franciscanos descalzos, se refiriera a la
imagen en su informe al virrey de agosto de 1803 a propósito de la procesión
con los términos más severos, justificándola. Era ridícula, ciertamente, pero
justo con la intención de “desterrar el abuso indecentísimo
con que se cubren los hombres, afrenta de nuestro sexo y del Cristianismo”.48
En el mismo sentido fue la explicación del guardián del convento de San
Francisco de México, de franciscanos observantes, fray José Tamariz. El
religioso aclaraba: “el santo no mueve a risa, sino el diablo, digno de burla”,
e insistía en la diabolización de la vanidad: “el
vestir así al diablo es detestación de la profanidad de los trajes diabólicos
que en esta época infeliz trajo del infierno ese enemigo”.49
En 1810, finalmente, el propio Ladrón de Guevara justificó esta representación
exactamente con los mismos términos: “el vestido que se le puso fue el mismo
contra el que entonces se declaraba vivamente en los púlpitos y aun en varios
papeles profanos de prosa y verso, los que me pareció ayudaría para
desterrarlo, representar con él a nuestro enemigo común”, afirmó.
En suma, pues, sobre todo esta última declaración,
es testimonio de que uno de los problemas fundamentales de esta procesión es
que salía en ella una imagen explícitamente de combate contra una cultura más
abierta a la autonomía de lo profano, como era la de los propios católicos
ilustrados. “Muy bueno es que en todas partes se alabe a Dios, pero cada cosa
tiene sus destinos”, escribía por ejemplo el propio Sosa en otra de sus cartas
de 1804.50 Esto es, si bien un elemento
distintivo de los católicos ilustrados es su crítica de lo profano en lo
sagrado, comenzaba también a ser posible ponerle límites a lo religioso.
Algunas otras referencias que la prensa de la época hacía del currutaco apuntan
a la crítica de ese distanciamiento, aunque sin llegar a presentarlo como un
hereje ni un ateo.
Es ya conocido gracias a estudios recientes
(López, 2009) el poema satírico El currutaco por alambique,
obra de Manuel Gómez (1799), que contaba su fabricación en los infiernos, y que
lo describía siempre poniendo el acento en la ambigüedad de su género:
“hermafrodita muñequito, cuyo traje y figura, semblante relamido y compostura,
[…] obligaba a dudar si es mono o mona. De hembra el cuerpo parece, pero el
alma es de macho” (p. 9). Los censores del texto, un padre felipense
y el dominico fray Ramón Casaus (futuro arzobispo de
Guatemala) no dudaron en alabar una contribución “al exterminio de una moda
escandalosa”, que era “indigna de la humanidad”, según el primero y “exceso
indecente, que afemina a los hombres” en los términos del segundo.
Una caracterización muy detallada de las prácticas
culturales y religiosas de los currutacos la encontramos en el poema El currutaco temeroso de que lo cojan, primero –al menos hasta
donde sabemos– de una serie de al menos seis publicaciones en verso
criticándolos aparecidas en el Diario de México
entre 1806 y 1808. “En los cafés entran, / los que de prestado / a jugar se
alientan, / los que en el bailar / fandango, boleras, / congó, contradanza, /
lo hacen sin vergüenza, / los que por las calles / cantando pasean […] los que
van al teatro / sólo a que los vean…” Y en cambio, por lo que hace a religión:
“Los que en el Perdón / oyen misa a medias”.51 A
ello podemos agregar su interés por la discusión, que destacaba la Sátira contra los currutacos de marzo de 1808: “Erudito verasle a la violeta, / que habla sin saber lo que está
hablando, todo critica, todo lo disputa, / y en todo bulle siempre el locuaz
labio”. Esos mismos versos reiteran su incipiente toma de distancia del culto
católico: “si oye misa, es en pie y se santigua / con rapidez…”.52
No era raro que se utilizaran estas
representaciones de lo que se estimaba como desviaciones del correcto
comportamiento de género en las procesiones religiosas, asociándolas al diablo,
y desde luego, usándolas para criticarlas. Un caso célebre es el de la tarasca
madrileña que abría la procesión de Corpus Christi de Madrid, y en la que se
incluían representaciones de la “petimetra”, la mujer vanidosa, tan precisas
que llegaron paradójicamente a constituirse en ejemplo a seguir para las
interesadas en la moda (Molina, 2013, pp. 382-384). La petimetra de la tarasca
del Corpus madrileño y el currutaco del acompañamiento del beato Felipe de
Jesús en México, nos recuerdan así que también los estereotipos de género eran
movilizados en los combates religiosos y culturales del siglo xviii. Esto es, sin duda el festejo del mártir mexicano
era “popular”, como ya se ha señalado en la historiografía, pero era también
parte activa de enfrentamientos entre las elites al interior del catolicismo
novohispano.
La crítica de Sosa planteaba así el problema de si
la procesión debía seguir siendo escenario para la corrección de las costumbres
o sólo teatro de la devoción. Al menos en la parte novohispana del
procedimiento se impuso lo primero, y el arzobispo Lizana
debió de ceder. En un segundo informe del 6 de marzo de 1806 declaró: “las
imágenes de la procesión son conformes al espíritu de la Iglesia, y excitan a
devoción, piedad e imitación del beato”.53
Así, los pasos lograron sobrevivir a la crítica de Sosa y a una resolución en
contrario del Consejo de España e Indias de 1811, e incluso trascendieron más
allá de la independencia. Entonces, sin embargo, reaparecieron críticas
puntuales al respecto, pero en la prensa, de nueva cuenta destacando el paso en
que aparecía representado el diablo. El Águila Mexicana
dio cuenta de la ya fiesta nacional del 5 de febrero de 1826. Los editores de
este periódico de liberales moderados no dejaron de advertir: “decimos con
franqueza que la creeríamos más solemne y más digna de la majestad del asunto”.
La crítica liberal recuperó la propuesta del proyectista ilustrado: “Con una
sola efigie bastaría, excluyendo principalmente el paso del diablo.”54
No era raro que la representación del mal tuviera
un papel importante, toda vez que el gran tema religioso que se explotaba de la
vida del beato en esos primeros años del siglo xix
era su conversión. En efecto, la fiesta tenía también su lado ejemplarizante,
según insistieron los defensores de los pasos. Aunque es difícil probarlo a
cabalidad, ya la profesora Zárate (2002, p. 363) suponía alguna relación entre
las imágenes de la procesión y la serie de grabados publicada en 1801 por José
María Montes de Oca titulada Vida de San Felipe de Jesús.
Protomártir del Japón y patrón de su patria. Comparten ciertamente la
insistencia en la tentación, la conversión y la penitencia del fraile, bien que
el demonio no aparece vestido de currutaco en los grabados. De esa serie de 30
imágenes, de la sexta a la décimocuarta se contaba
todo ese proceso de transformación del futuro mártir: su tentación siendo ya
novicio, su embarque a Manila como comerciante, su conversión y segunda toma
del hábito, la profesión definitiva, el cambio de nombre abandonando su
prestigio familiar, y su entrega a la caridad, la penitencia, la oración y
sujeción a un prelado particular, testimonio de su “humildad y negación de sí
mismo”.
Algo semejante puede decirse de la Devoción para el día cinco impresa en 1812 por el
bachiller José Manuel Sartorio, que incluía doce himnos, uno para cada día
cinco de mes, usados ya desde 1807 (se publicaron en el Diario
de México) y para los que compuso la música José Manuel Delgado, y que
justo comenzaban, no con su nacimiento, sino con su conversión y terminaban con
sus milagros ya fallecido (Sartorio, 1812, pp. 7-34). El primero de esos
himnos, que debía rezarse el 5 de febrero, relataba con detalle: “La santa
vestidura / dejó con veleidad / y tras de sus pasiones / ciego corriendo va.”
Ya el año anterior, el mismo padre Sartorio había publicado en el mismo Diario de México una octava cantándole a otro momento de
la vida profana del todavía Felipe de las Casas: la despedida de su padre por
su embarque a Manila,55 que completó con una justificación
muy clara de la memoria de este pasaje: “Tú que esta imagen ahora estás mirando
/ ¿Dudas rendirle culto religioso, / porque te lo presente en tiempo, cuando /
aun no lo había hecho la virtud famoso? / No dudes, no; pues ya ahora está
gozando / su original del galardón glorioso; / ni otro Felipe ha sido el de
esta historia / que aquel Felipe, que hoy está en la gloria.”56
Un soneto más se publicó en las páginas del mismo Diario el 5 de febrero de 1807, junto con una extensa
justificación de la procesión, firmada bajo el seudónimo de Jorge Smir Eduaijavea, retomando, por
cierto, varios de los argumentos y ejemplos que en su momento utilizó Ladrón de
Guevara. En principio, no dudaba en llamarla “devoto acompañamiento” y en
asegurar que las representaciones de la vida del protomártir se distinguían por
su “mucha propiedad y decoro”. En seguida, recordaba la antigüedad de la
veneración de imágenes, e insistía sobre todo en su papel memorial “para
recordar e instruir principalmente al pueblo sobre los hechos de las vidas de
los santos”, señalando en fin un punto fundamental: la emoción. Las imágenes
generaban “la mayor devoción y ternura”, concluyendo además con la misma idea
de la octava de Sartorio: la adoración se encamina a su prototipo no importando
la forma específica de la imagen, respondiendo así a Sosa y su insistencia en
las representaciones sólo del instante del martirio.57
Andando el tiempo, sin embargo, es verdad que este
énfasis habría de ir disminuyendo. Es interesante comparar, ya para finalizar,
la edición de la Devoción de Sartorio de 1812 con
la que hizo el gremio de los plateros capitalinos –fieles al que era también su
santo patrono particular– en 1852, y que incluía un Compendio
de la vida del protomártir (Compendio, 1852,
pp. i-x) seguida de la Devoción
pero con importantes modificaciones. Ambas iniciaban con un “acto de
contrición”, pero la de 1812 recordaba a las grandes conversiones neotestamentarias (María Magdalena, Mateo, Pablo de Tarso),
la de San Agustín de Hipona, y claro, la de Felipe de las Casas, “gloriosísimos
triunfos” de la piedad divina, mientras que en 1852 se trataba de un acto más
breve y exclusivamente centrado en el arrepentimiento de quien lo presentaba.
Asimismo, esta última edición reemplazaba con una oración a la Virgen (Compendio, 1852, p. 2) la que en 1812 estaba dedicada a
Dios mismo, y que comenzaba recordando el designio providencial de la etapa
profana de la vida de Felipe, cuando “llenásteis de
amarguras sus pasatiempos y delicias, a fin de que hostigado de los momentáneos
placeres, corriese sólo en busca de la sólida felicidad” (Sartorio, 1812, p.
2). Los himnos de Sartorio y de Delgado fueron eliminados en beneficio de un
listado de indulgencias, en que se incluían algunas concedidas en fecha
relativamente reciente por el obispo de Monterrey, José María de Jesús Belauzarán (Compendio, 1852, pp. 7-10). En fin, en el propio relato de la vida
del beato su etapa profana había perdido sentido trascendental, y los plateros
se veían obligados a un retrato que insistía en su moderación: lejos de ser un
“desenfrenado libertino”, afirmaban “no constan los grandes desórdenes que se
le atribuyen” (Compendio, 1852,
p. iii).
Desde nuestra perspectiva, pues, no puede
soslayarse que ese “acompañamiento político” de principios del siglo xix, era también parte de un cierto proyecto clerical,
de Ladrón de Guevara y de Sartorio, compartido por los franciscanos, para
combatir los males específicos, de orden moral, que encontraban en la sociedad
de su tiempo, brindando un ejemplo, el de Felipe de Jesús. Sin embargo, es
difícil decir que el “gloriosísimo campeón de las milicias cristianas” de la
oración de 1852 hubiera sido el triunfador también de ese combate. Antes bien,
de manera paradójica, se ganó la devoción de uno de los publicistas más
críticos con el catolicismo de las primeras décadas del siglo, José Joaquín
Fernández de Lizardi. En sus versos, y en las oraciones que distribuían los
plateros a mediados del siglo, el protomártir era sobre todo invocado como
protector no tan sólo de los artesanos plateros sino en general de sus
compatriotas, quienes habían de pedirle “vuelve los ojos a esta tu patria, y
compadecido de sus necesidades, alcánzale el remedio de ellas” (Compendio, 1852, p. 3). Esto es, también en su dimensión
propiamente religiosa, Felipe de Jesús terminó más bien definido por su papel
político de abogado celestial de la nación mexicana.
Comentarios finales
La gestión del prebendado Joaquín José Ladrón de
Guevara como comisionado de la canonización y fiesta del beato Felipe de Jesús
nos ha permitido analizar algunas de las transformaciones y continuidades de
este tipo de organización festiva entre finales del antiguo régimen y las
primeras décadas del liberalismo en el primer tercio del siglo xix. Ante todo, lo más evidente es el casi abandono de
la causa de canonización en beneficio de la fiesta, que pasa de ser del patrono
de la ciudad de México, a nacional y del protomártir mexicano. Además, hemos
encontrado cambios en las maneras de allegarse recursos, pero sobre todo en los
principios que regían esas prácticas, en el marco de una continua falta de
apoyo popular a la causa de canonización; cambios en la definición de la
fiesta, de pública a nacional, manteniendo los ritos y cortesías una función
política; cambios en fin en los mensajes religiosos que debía transmitir la
fiesta, del combate a la cultura profana a la protección de los hijos de una
misma nación moderna. Desde luego, las opiniones de Francisco Sosa primero, de
los liberales después, incluidos diputados y senadores, así como publicistas,
producto del proceso de secularización, han resultado decisivas en esta
historia. La causa y la fiesta estuvieron marcadas por las nacientes críticas
modernas expresadas por los ilustrados y por la opinión pública.
Ahora bien, aunque con sus reducidas limosnas
hemos tenido algún indicio, es difícil saber qué tanto éxito tenía realmente el
protomártir más allá de los fastos de la fiesta pública y nacional. Para tener
una idea hemos revisado los libros de bautizos de la parroquia del Sagrario de México desde 1793 hasta 1833.58
El nombre de Felipe de Jesús era más frecuente entre los españoles (101) que
entre las castas (29) durante la época en que se llevaban libros separados, es
decir, en los primeros 27 años de nuestro recuento hasta 1819. En realidad sólo
empieza a aparecer con más frecuencia a partir de 1824, con poco menos de diez
bautizos anuales: 96 en total entre 1824 y 1833, 115 si incluimos a los niños
expósitos, siendo que todas las categorías confundidas hacen un total de 191
entre 1793 y 1823, poco más de seis en promedio anualmente. Si el trabajo de
Ladrón de Guevara no logró llevar a Felipe de Jesús a la santidad, pareciera
que el ascenso de la fiesta a nacional y de la asociación del protomártir con
la nación, a pesar de reforzar el aspecto político del beato y su fiesta,
podrían haber contribuido, así sea levemente, al reconocimiento que los
habitantes de la parroquia principal de la ciudad tenían de él como protector.
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1 Lego franciscano descalzo nacido en la
ciudad de México hacia 1572 en el seno de una familia dedicada al comercio. Aunque
habría tenido una primera etapa de vida religiosa en Puebla a partir de los 16
años, dejó el hábito para dedicarse a la platería y luego al comercio. Enviado
por su familia a Manila, fue ahí donde profesó por segunda vez, de nuevo con
los franciscanos, fue crucificado en Japón en febrero de 1597, a donde había
llegado a fines del año anterior porque una tempestad desvió su embarcación que
se dirigía a Acapulco (Zárate, 2002, pp. 357-358; Conover,
2011, pp. 444-448).
2 Expediente particular promovido por el
arzobispo de México. 1777-1779. Sección Audiencia de México. Leg. 2627. Archivo General de Indias (en adelante agi), Sevilla, España.
3 Acta de Cabildo. 16 de febrero de 1797.
Sección Actas de Cabildo. Libro 59, f. 78. Archivo del Cabildo Catedral
Metropolitano de México (en adelante accmm),
México.
4 Hasta donde sabemos, fuera de la capital,
sólo en Zacatecas se discutió la inclusión de la fiesta del 5 de febrero como
“día de guardia política nacional” (Terán, 2006, p. 269).
5 Carta de Francisco Sosa a Ramón de Posada.
26 de febrero de 1802. Sección Audiencia de México. Leg.
2693. agi, Sevilla,
España. Todas las citas que siguen corresponden a este documento hasta nueva
llamada.
6 Carta de Francisco Sosa al rey. 26 de
febrero de 1804. Sección Audiencia de México. Leg.
2693. agi, Sevilla,
España.
7 Acta de Cabildo. 6 de abril de 1797.
Sección Actas de Cabildo. Libro 59, f. 90. accmm, México.
8 Acta de Cabildo. 20 de septiembre de 1805.
Sección Actas de Cabildo. Libro 62, f. 145. accmm, México.
9 Acta de Cabildo. 20 de septiembre de 1805.
Sección Actas de Cabildo. Libro 62, fs. 145v-146. accmm, México.
10 Acta de Cabildo. 20 de septiembre de 1805. Sección
Actas de Cabildo. Libro 62, f. 145. accm, México.
11 Acta de Cabildo. 7 y 11 de noviembre de 1800.
Sección Actas de Cabildo. Libro 60, fs. 79v-81. accmm, México.
12 Acta de Cabildo. 3 de julio de 1802. Sección Actas
de Cabildo. Libro 60, f. 263v. accmm, México.
13 Dictamen del fiscal del Consejo de Indias. 6 de
noviembre de 1804. Sección Audiencia de México. Leg.
2693. agi, Sevilla,
España.
14 Acta de Cabildo. 20 de septiembre de 1805. Sección
Actas de Cabildo. Libro 62, f. 145. accmm, México.
15 Acta de Cabildo. 20 de septiembre de 1805. Sección
Actas de Cabildo. Libro 62, fs. 145v-146. accmm, México.
16 Dictamen del fiscal de lo civil. 9 de octubre de
1805. Testimonio de expediente instruido a consecuencia de la real cédula de S.
M. sobre colectación de limosnas para la canonización del beato Felipe de
Jesús. Sección Audiencia de México. Leg. 2693. agi, Sevilla, España.
17 Dictamen del fiscal de lo civil. 31 de marzo de
1806. Testimonio de expediente instruido a consecuencia de la real cédula de S.
M. sobre colectación de limosnas para la canonización del beato Felipe de
Jesús. Sección Audiencia de México. Leg. 2693. agi, Sevilla, España.
18 Dictamen del fiscal y resolución del Consejo de
Indias. 7 y 12 de febrero de 1807. Sección Audiencia de México. Legajo 2693. agi,
Sevilla, España.
19 Dictamen del Consejo. 17 de mayo de 1811. Sección
Audiencia de México. Leg. 2698. agi, Sevilla, España.
20 Acta de Cabildo. 20 de diciembre de 1814. Sección
Actas de Cabildo. Libro 67, f. 262v. accmm, México.
21 Acta de Cabildo. 4 de diciembre de 1816. Sección
Actas de Cabildo. Libro 68, fs. 185-185v. accmm, México.
22 Acta de Cabildo. 10 de enero de 1817. Sección Actas
de Cabildo. Libro 68, fs. 197v-198. accmm,
México.
23 Acta de Cabildo. 29 de febrero de 1820. Sección
Actas de Cabildo. Libro 69, f. 195v. accmm, México.
24 Acta de Cabildo. 13 de septiembre y 22 de octubre
de 1833. Sección Actas de Cabildo. Libro 73, fs. 102v-103 y 110. accmm,
México.
25 Acta de Cabildo. 22 de enero de 1834. Sección
Actas de Cabildo. Libro 73, fs. 142v-143. accmm, México. Los datos que siguen corresponden
también a esta referencia.
26 Manuscrito. Diario manual de
lo que en la catedral de México se practica y observa en su altar, coro y
demás... 1751. Fondo Antiguo. Ms. 12066, fs. 64-64v. Biblioteca Nacional
de España, Madrid (en adelante bne),
Madrid.
27 Manuscrito. Instrucción del
orden y método con que se celebran los divinos oficios en la Santa Iglesia
Catedral Metropolitana de México… 1794. Fondo Antiguo. Ms. 12506, f.
44v. bne,
Madrid.
28 Gazeta de México, 1 de marzo de 1801, t. x, núm. 32, p. 253.
29 Acta de Cabildo. 1 de febrero de 1799. Sección
Actas de Cabildo. Libro 59, f. 271. accmm, México.
30 La relación del orden de la procesión hecha por
Ladrón de Guevara en 1804, en carta de Ladrón de Guevara al virrey. 10 de marzo
de 1804. Testimonio de expediente instruido a consecuencia de la real cédula de
S. M. sobre colectación de limosnas para la canonización del beato Felipe de
Jesús. Sección Audiencia de México. Leg. 2693. agi, Sevilla, España. El Diario de México publicó una relación asimismo detallada
en 1806, que presenta como variante la inclusión de la comunidad de San Cosme y
la ausencia de los servitas: Diario de México. 8 de
febrero de 1806, t. 2, núm. 131, p. 156 analizada por Zárate (2002, pp.
368-369).
31 Dictamen del fiscal del Consejo de Indias. 6 de
noviembre de 1804. Sección Audiencia de México. Leg.
2693. agi, Sevilla,
España.
32 Carta de Francisco Sosa al rey. 26 de febrero de
1804. Sección Audiencia de México. Leg. 2693. agi, Sevilla, España.
33 Dictamen del fiscal de lo civil. 17 de febrero de
1804. Testimonio de expediente instruido a consecuencia de la real cédula de S.
M. sobre colectación de limosnas para la canonización del beato Felipe de
Jesús. Sección Audiencia de México. Leg. 2693. agi, Sevilla, España.
34 Carta de Ladrón de Guevara al virrey. 10 de marzo
de 1804. Testimonio de expediente instruido a consecuencia de la real cédula de
S. M. sobre colectación de limosnas para la canonización del beato Felipe de
Jesús. Sección Audiencia de México. Leg. 2693. agi, Sevilla, España. Las
siguientes citas corresponden a esta misma carta hasta nueva llamada.
35 Informe del arzobispo de México. 6 de marzo de
1806. Testimonio de expediente instruido a consecuencia de la real cédula de S.
M. sobre colectación de limosnas para la canonización del beato Felipe de
Jesús. Sección Audiencia de México. Leg. 2693. agi, Sevilla, España.
36 Carta de Ladrón de Guevara al Consejo de Regencia.
19 de septiembre de 1810. Sección Audiencia de México. Leg.
2698. agi, Sevilla,
España.
37 Acta de Cabildo. 6 de febrero de 1826. Sección
Actas de Cabildo. Libro 71, f. 150. accmm, México.
38 Cámara de Diputados. Sesión del día 18 de enero de
1825. El Sol, 20 de
enero de 1825, año 2, núm. 584, p. 914.
39 Cámara de Senadores. Sesión del día 8 de febrero
de 1825. El Sol, 10 de
febrero de 1825, año 2, núm. 607, p. 997.
40 Cámara de Senadores. Sesión del día 25 de enero de
1826. El Sol, 28 de
enero de 1826, año 3, núm. 956, p. 914, y El Águila
Mejicana, 29 de enero de 1826, año iii,
núm. 290, p. 2. Todas las citas que siguen proceden de estas referencias hasta
nueva llamada.
41 Cámara de Senadores. Sesión del día 9 de febrero. El Águila Mejicana, 14 de febrero de 1826, año iii, núm. 306, p. 1.
42 Acta de Cabildo. 18 de marzo de 1826. Sección
Actas de Cabildo. Libro 71, fs. 158-158v. accmm, México.
43 Acta de Cabildo. 14 de abril de 1826. Sección
Actas de Cabildo. Libro 71, fs. 163-163v. accmm, México.
44 Acta de Cabildo. 3 de febrero de 1827. Sección
Actas de Cabildo. Libro 71, f. 242. accmm, México.
45 Carta de Francisco Sosa a Ramón de Posada. 26 de
febrero de 1802. Sección Audiencia de México. Leg.
2693. agi, Sevilla,
España. Las citas siguientes proceden de este mismo documento.
46 Carta de Francisco Sosa al rey. 26 de febrero de
1804. Sección Audiencia de México. Leg. 2693. agi, Sevilla, España.
47 Método y abusos de la procesión que se hace
anualmente en México al beato Felipe de Jesús en el día 5 de febrero. Anexo a
la carta del arzobispo de México a Antonio Porcel. 15 de julio de 1805. Sección
Audiencia de México. Leg. 2693. agi, Sevilla, España.
48 Informe de fray Miguel Vázquez. 10 de agosto de
1803. Testimonio de expediente instruido a consecuencia de la real cédula de S.
M. sobre colectación de limosnas para la canonización del beato Felipe de
Jesús. Sección Audiencia de México. Leg. 2693. agi, Sevilla, España.
49 Informe de fray Miguel Vázquez. 10 de agosto de
1803. Testimonio de expediente instruido a consecuencia de la real cédula de S.
M. sobre colectación de limosnas para la canonización del beato Felipe de
Jesús. Sección Audiencia de México. Leg. 2693. agi, Sevilla, España.
50 Carta de Francisco Sosa a José Antonio Caballero.
26 de febrero de 1804. Sección Audiencia de México. Leg.
1892. agi, Sevilla,
España.
51 Diario de México, 1 de enero de 1806, t. 2, núm. 93, p. 1.
52 Diario de México, 6 de marzo de 1808, t. viii, núm. 889, pp. 162-163.
53 Informe del arzobispo de México. 6 de marzo de
1806. Testimonio de expediente instruido a consecuencia de la real cédula de S.
M. sobre colectación de limosnas para la canonización del beato Felipe de
Jesús. Sección Audiencia de México. Leg. 2693. agi, Sevilla, España.
54 Solemnidades. El Águila
Mejicana, 7 de febrero de 1826, año iii,
núm. 229, p. 2.
55 Diario de México, 3 de febrero
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56 Diario de México, 4 de febrero de 1806, t. 2, núm. 126, p.
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