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Este artículo se refiere a la construcción en la ciudad de Aguascalientes del primer sistema de abasto en red de agua potable, que se inscribe en el marco del programa de modernización que experimentaron muchas ciudades de la provincia mexicana durante el porfiriato. A partir de una valoración de los problemas que tenía el antiguo sistema de abasto en línea, se reseña la intervención del gobernador Rafael Arellano quien promovió su reforma integral e ideó el esquema con que se financiaron las obras. La intervención resultó muy afortunada, pues el abasto de agua mejoró en forma exponencial, el Ayuntamiento retuvo el control del sistema, las obras fueron hechas sin necesidad de contratar deuda y se contó con un excedente que permitió, por primera vez en la historia de la ciudad, mercedar agua a particulares. En diálogo crítico con diversos autores, se problematiza el tema en el contexto de procesos históricos de largo aliento, como el crecimiento urbano, la industrialización, la modernización de diversos servicios, el cambio tecnológico, el fortalecimiento del Estado y las relaciones entre el gobierno estatal y el Cabildo.
The article refers to the construction in the city of Aguascalientes of the first potable water supply network, which forms part of the modernization program undergone by many cities in the Mexican provinces during the porfiriato. An assessment of the problems of the old linear supply system is used to describe the intervention of governor Rafael Arellano, who promoted its comprehensive reform and devised the scheme for financing this public work. The intervention proved extremely successful because the water supply improved exponentially, the council retained control of the system, the public work was completed without incurring debt and a surplus was created, making it possible for the first time in the history of the city, to provide water to individuals. In a critical dialogue with various authors, the issue becomes problematic in the context of long-term historical processes such as urban growth, industrialization, the modernization of various services, technological change, the strengthening of the state and relations between the state government and the town council.
Fecha de recepción: 25 de enero de 2015
Fecha de aceptación: 6 de mayo de 2015
La preocupación por el agua es uno de los capítulos de la religión del progreso. Ese particular credo tiene sus sacerdotes (médicos, arquitectos, ingenieros), sus templos y altares (acueductos, baños…) y sus congregaciones.
Emmanuel Le Roy
Ladurie
(Introducción a Goubert, 1989, p. 1.)
A lo largo del porfiriato se llevaron a cabo en todo el país “distintas obras de ingeniería civil y sanitaria”. La primera dificultad que se enfrentaba era la falta de recursos de los cabildos, que eran las instancias encargadas de costearlas. En la ciudad de México, el propio presidente Porfirio Díaz intervino en 1890 para obligar a comprar una merced a los propietarios de casas ubicadas en calles por las que corría una tubería de agua potable. En muchas ciudades de provincia se optó por “concesionar a particulares el servicio de agua, así como los de alumbrado y pavimentación” (Birrichaga, 1998, pp. 192-193). En Puebla, por ejemplo, se firmó desde 1855 un contrato con un particular mediante el cual se le cedían “todos los manantiales que surtían de agua dulce” a la ciudad, a cambio de la obligación de introducir nuevas cañerías de fierro (Loreto, 2010, p. 115).
Otro problema provenía de la “hidráulica colonial”, los viejos sistemas en línea que suponían el funcionamiento simultáneo de acueductos independientes que tenían fuentes de abasto propias. Según la descripción de Birrichaga (1998), estos sistemas contaban con tres secciones: “los acueductos que transportaban el agua desde los manantiales o pozos”, las “cajas de agua” que servían para distribuir el líquido y las cañerías que alimentaban las fuentes públicas, y las casas o establecimientos particulares que contaban con una merced. Aparte se contaba el tema de los diferentes materiales con que estaban hechas las cañerías: madera en algunos pueblos serranos, mampostería en las ciudades más ricas y barro en la mayoría de los lugares. En algunas ciudades se empezaron a usar cañerías de plomo, que era barato, fácil de reparar e incluso podía soldarse, aunque los higienistas desaconsejaban su uso pues era un metal tóxico. En su conjunto, los viejos sistemas en línea eran muy frágiles y volvían desigual e inestable el abasto (pp. 192-193).
Desde mediados del siglo xviii empezó a funcionar en Londres un sistema de abasto en red, cuya ventaja principal era que llevaba agua potable “a un mayor número de usuarios”, lo cual exigía calcular el potencial de las fuentes de abasto y el consumo global de los beneficiarios. Los técnicos que construyeron ese nuevo sistema tuvieron que estudiar la hidrografía del lugar, su topografía, la velocidad que alcanzaba el agua y el consiguiente diámetro que debían tener las cañerías. Enfrentaron también la necesidad de estimar en forma diferencial las cantidades de agua destinadas a cubrir necesidades domésticas, requerimientos industriales y comerciales, riego de parques públicos, etc. La característica medular del sistema en red consiste en “distribuir el agua por medio de tuberías conectadas entre sí”, lo que entre otras cosas volvía imperativo el uso de tanques de almacenamiento, bombas, tubería de hierro de diferentes diámetros y válvulas que pudieran regular y eventualmente suspender el suministro en determinado sector del sistema. En general, el sistema en red tenía muchas ventajas con respecto a los antiguos sistemas en línea, la más apreciada de estas era que garantizaba un abasto regular a un número muy superior de usuarios (Birrichaga, 1998, pp. 193-194; Castañeda, 2007, pp. 91-92). A la larga los sistemas en red se volvieron hegemónicos, pero su avance fue lento e incluso accidentado, pues a los problemas técnicos se añadían los financieros; la ciudad de Dijon, por ejemplo, primero construyó seis fuentes monumentales a un costo de 60 000 francos, pero sólo catorce años después decidió instalar un sistema de abasto en red en el que invirtió más de un millón de francos (Goubert, 1989, pp. 52-53).
En Occidente el siglo xix asistió al “triunfo de la higiene”. “En nombre del progreso” y a pesar de o debido a las “incertidumbres” de la ciencia médica, “la higiene se institucionalizó”, las autoridades municipales alentaron la instalación de sistemas de abasto de agua y drenaje, los miasmas fueron “alejados”, las viviendas se hicieron más saludables y en algunas ciudades importantes como París, Berlín y Viena se desarrollaron programas de sanidad a gran escala. No obstante que hubo marcadas diferencias entre un país y otro, la nueva filosofía de la higiene abarcó por completo a Occidente, “a ambos lados del Atlántico” (Goubert, 1989, pp. 103-104). Desde luego, este “triunfo” no fue nada fácil, ni siquiera en las grandes capitales; en Madrid a mediados del siglo xix la situación de la limpieza era “terrible” y no parecía haber mejorado mucho con respecto al siglo anterior, siendo la principal causa de ello la “insuficiencia” del abasto de agua “y la inexistencia de un buen sistema de distribución” (Matés, 2008, p. 175).
Con el retraso esperable las ideas higienistas llegaron a México y médicos como José Lobato pugnaron por instalar filtros purificadores de agua, lo que según él permitiría sanear la capital de la república. Louis Pasteur, Robert Koch y otros bacteriólogos habían demostrado que el agua era “un agente transmisor de enfermedades como el tifo, la fiebre amarilla y el cólera”, tesis que acogió con entusiasmo la “comunidad científica mexicana”, base sobre la cual se postuló que los sistemas de abasto en red constituían la solución ideal para muchas ciudades mexicanas que experimentaron un explosivo crecimiento durante el porfiriato (Birrichaga, 1998, pp. 190, 194-195; Tortolero, 2000, p. 59). “Receptivas al progreso económico y a los avances tecnológicos”, diversas capitales de provincia se vieron inmersas en un proceso de modernización que incluyó el tendido de líneas telefónicas, “la introducción de la electricidad para usos públicos y domésticos”, la construcción de hospitales y mercados y el mejoramiento radical de los servicios de agua potable, drenaje y pavimentación (Gamboa, 1992, pp. 101-102).
En el Aguascalientes finisecular el médico Díaz de León (1892, p. 200) hizo eco de la necesidad de contar con aguas potables, “transparentes y diáfanas”, para beber, cocinar y los demás usos domésticos. En la misma época, un “enamorado del agua” había observado que las acequias llevaban “sus caudales cristalinos por diversos suburbios de la ciudad”, pero que por desgracia estaba muy arraigada la costumbre de bañarse en ellas y de utilizarlas como lavaderos; en los barrios más pobres, esas aguas se usaban “para cocinar y para beber” (Correa, 1937, pp. 219, 222).
Hacia 1890 la ciudad de Aguascalientes tenía unos 30 000 habitantes y contaba con un sistema en línea que era abastecido de manera principal por el manantial de Ojocaliente, que atendía el viejo casco histórico y daba riego a las huertas. Además estaba el acueducto del Cedazo, que funcionaba en forma precaria y abastecía algunas fuentes del sur de la ciudad, en el barrio de Triana. Las cañerías que abastecían las fuentes públicas eran de barro, pero el agua con que se regaban las huertas corría por acequias al aire libre, sin revestimiento. Desde la época en que se fundó la villa hasta fines del siglo xix, la mayor cantidad del agua proveída por el Ojocaliente se destinó al riego de las huertas. De hecho, uno de los más grandes problemas que tenía este modelo era que los horticultores, apelando al viejo título de composición de 1644, pretendían que toda el agua del manantial de Ojocaliente les pertenecía, lo cual colocaba los derechos de los vecinos y su necesidad de contar con agua en sus cocinas en una posición de extrema fragilidad. Las huertas eran una parte esencial del paisaje urbano; según un padrón formado en 1881 había 459 con derecho a riego y que formaban un “cinturón de esmeralda” que la rodeaba y la hermoseaba (Gómez, 2015).
Este trabajo propone un estudio de la construcción de la primera red de agua potable en la ciudad de Aguascalientes, que se llevó a cabo entre 1896 y 1899 a instancias del gobernador Rafael Arellano. Se trata de un tema importante en sí mismo, pero que además ilumina “procesos históricos más amplios”, como el crecimiento urbano y demográfico, la industrialización, el cambio tecnológico, el fortalecimiento del Estado, las relaciones entre el gobierno del estado y el Cabildo, etc. El papel de este último era difícil, pues las obras tenían un carácter local pero su elevado costo las ponía lejos de su alcance; eran mejoras que debía hacer, pero no podía pagar (Aboites, 1998, pp. 75-78; Birrichaga, 1998, p. 188; Castañeda, 2007, pp. 91-92). Esa dificultad hizo necesaria la intervención del gobierno del estado, lo cual, a su vez, remite al proceso de “pérdida de atribuciones” del Cabildo. En este sentido, los usos del agua no se inscriben en un plano abstracto o imaginario, en el que los problemas se expliquen por sí mismos, sino que tienen que ver con “la sociedad en su conjunto”, en cuyo seno deben explicarse (Aboites, 1998, pp. 11-12). Para el caso de Aguascalientes, el camino ha sido abierto por el trabajo de Martínez (2009, p. 145), quien subrayó la paradoja de que un asentamiento fundado gracias a unos manantiales haya carecido de forma “casi crónica” de agua para usos domésticos, y por Delgado Aguilar (2011, p. 92), para quien las obras llevadas a cabo por Arellano “significaron el inicio de la modernización del servicio de abasto de agua a través de la instalación del sistema en red”, el uso de tuberías de fierro y la inauguración del abasto a domicilio. A partir de esos hallazgos, este trabajo propone una reconstrucción más completa del tema, basada en documentos de archivo.
El 8 de octubre de 1856, en acatamiento de la ley de desamortización de bienes de corporaciones promulgada unos meses antes, el Cabildo de la ciudad de Aguascalientes le vendió a Jesús Carreón los baños de Los Arquitos, el acueducto que iba del manantial a los baños y el agua que corría por él, reservándose tan sólo una naranja, de la que podría disponer “como y cuando lo tenga por conveniente para las fuentes públicas”.1 Como se sabe, la ley Lerdo del 25 de junio de 1856 determinó que “todas las fincas rústicas y urbanas que hoy tienen o administran las corporaciones civiles o eclesiásticas de la República, se adjudicarán en propiedad a los que las tienen arrendadas” (Bazant, 1977, pássim). Su impacto en el ámbito del abasto de agua fue muy diverso; en Toluca permitió la culminación de un proceso lento y accidentado en el cual el convento de San Francisco cedió el control del abasto al Cabildo (Castañeda, 2007, pp. 91-92; Iracheta, 2007, pp. 46-54). El Cabildo de Aguascalientes era dueño de los baños de Los Arquitos, cuya construcción había impulsado en 1822, y se encargaba directamente de su administración, lo cual no impidió que se admitiera la denuncia de Carreón, un personaje que se enriqueció gracias a la desamortización (González, 1974, p. 156). El contrato habla del “uso del agua”, no de su propiedad, sutileza que tiene su importancia, pues implicaba que, después de ocupada en los baños, el agua era depositada en la acequia y “regresaba”, por así decirlo, a la propiedad del Cabildo.
El Cabildo calculó que con la naranja de agua zarca que se reservó podía abastecer cómodamente las dos o tres fuentes públicas que había por entonces en la ciudad. La naranja es una medida antigua, equivalente a 64.8 litros por minuto, es decir, 3 888 litros por hora o 93.3 m3 al día (Galván, 1849 p. 152). En términos de los requerimientos actuales de agua potable, calculados a razón de un metro cúbico diario por vivienda unifamiliar, esa estimación mueve a risa, pues sólo podrían abastecerse cien hogares, pero no tiene ningún sentido plantear el problema en esos términos, que son anacrónicos y completamente ajenos a la cultura del agua entonces imperante; como recuerda Goubert (1989, p. 21), el agua fue “conquistada” sólo en fechas muy recientes.
En teoría, las huertas no se verían afectadas por la desamortización de los baños, pues después de usarse el agua en ellos, sin mermas de consideración, el líquido volvía a la acequia y se almacenaba en el estanque, con el que se aliviaban los requerimientos de los horticultores durante el estiaje. Además, junto a la acequia que conducía el agua a los baños, había otra que llevaba directamente agua para los riegos, la cual no fue afectada por la desamortización.
Un primer indicador de que las cosas cambiarían lo encontramos en la construcción, en 1860, de nuevas fuentes públicas.2 La idea no fue bien recibida por los horticultores, los cuales, alarmados porque el Cabildo “piensa darle otra dedicación a el agua expresada, aplicándola a fuentes o pilas de las plazas públicas”, denunciaron que con ello “va a resultar perjudicado en sumo grado el ramo de la horticultura”.3
Con el paso del tiempo, conforme creció la urbe y lo permitieron los escasos fondos del Cabildo, fueron habilitándose nuevas fuentes. En 1877 había once de estas surtidas por el manantial de Ojocaliente y tres más abastecidas por el acueducto del Cedazo, catorce en total. En 1891 ya había 21 y para mantenerlas en servicio era necesario hacer “fuertes gastos en reparaciones de alcantarillas, repartimientos y llaves, porque son muy antiguas las cañerías y están en su mayor parte azolvadas y reventadas”.4
En teoría, el contrato de desamortización de los baños Los Arquitos tenía la ventaja de que su dueño iba a cargar con la responsabilidad de conservar la acequia “siempre en buen estado”, pero también implicó que el abasto de agua de la ciudad quedó a merced de un particular, que podía o no aplicarse en la conservación de esa obra. Los conflictos que se presentaron a partir de 1856 remiten al pésimo estado del acueducto, a las dificultades técnicas y financieras para hacer las reparaciones necesarias, a la negligencia de los dueños de los baños y a la incapacidad del Cabildo para lograr que prevalecieran los intereses de la ciudad.
Ante el problema crónico del desabasto de agua en las fuentes públicas se adoptaban soluciones parciales y baratas porque el Cabildo no tenía dinero, los dueños de los baños trataban de eludir su responsabilidad y el diagnóstico técnico del problema tenía un carácter apenas aproximado. No se contaba con un plano de las obras, las cañerías se encimaban y ni siquiera se había medido la cantidad de agua que descargaba el manantial. Esto último debía interesarles a los dueños de los baños, que lo eran también del agua que excediera la naranja cedida al Ayuntamiento para el abasto de las fuentes públicas, pero ellos sólo se alarmaban cuando veían que el agua que llegaba a los baños era insuficiente.
Durante la segunda mitad del siglo xix, conforme fue creciendo la ciudad y emergió “una verdadera cultura de la higiene” (Agostoni, 2005, pp. 564, 571-572), se multiplicaron las quejas sobre el pésimo estado de las acequias, la insuficiencia del agua proveída por las fuentes públicas y la necesidad de modificar radicalmente el esquema que regulaba el abasto urbano. El problema era grave, pero se carecía de los recursos necesarios para emprender una reforma integral del sistema. En el seno del gobierno del estado se pensaba que el problema debía ser resuelto por el Cabildo, lo que tenía por consecuencia una especie de círculo vicioso.
En diciembre de 1895, cuando tomó posesión del cargo el gobernador Rafael Arellano, encontró que la acequia y el acueducto de Ojocaliente “se encontraban en un estado de deterioro lamentable, ocasionando peligros para la salubridad, pérdidas positivas para los propietarios del gran número de huertas que rodean la ciudad y menoscabo en las rentas municipales”, razones por las cuales decidió acometer la reconstrucción de las acequias, limpiar los manantiales y reformar la “defectuosa calzada” que comunicaba la ciudad con los antiguos baños de Ojocaliente (Arellano, 1899, pp. xxiii-xxiv).
Rompiendo con una inercia de 40 años, Arellano ordenó una inspección técnica “para determinar la cantidad de agua que rinde el manantial del Ojocaliente”, la que llegaba a los baños de Los Arquitos y “la que realmente utilizan estos”, así como el estado de la “caja de agua” o represa que había a los pies del manantial. El trabajo se le encomendó al ingeniero Tomás Medina Ugarte, quien rindió su informe el 7 de abril de 1896 fijando una descarga del manantial en 1 037 litros de agua por minuto, “equivalentes a dieciséis naranjas”. En cuanto al acueducto o acequia, determinó que tenía una extensión de 1 300 metros y que estaba lleno de filtraciones que se derramaban en “la acequia pública de riego” o formaban “pequeños pantanos”, lo que provocaba que en la caja repartidora de los baños Los Arquitos sólo se depositaran 734 litros de agua por minuto, equivalentes a 11.3 naranjas. Ello quería decir que en el trayecto se perdían 303 litros, casi la tercera parte del caudal.5
Poco después, los ingenieros Tomás Medina Ugarte y Leocadio de Luna examinaron la caja de agua y el acueducto, “hasta el punto donde la gruesa vena se bifurca en dos ramales que van a surtir, el uno los baños de los Arquitos, y el otro las fuentes públicas de la ciudad”. Se trataba de averiguar con precisión el estado de esas obras, pero también “si el Ayuntamiento recibe completa para las fuentes públicas la naranja de agua estipulada en el contrato que existe entre la corporación municipal y el propietario de los baños Los Arquitos”.6
La inspección comenzó en la “caja de agua” y arrojó resultados desoladores. Con ese nombre se conocían “los cuatro muros que en forma rectangular prismática circunscriben el manantial”, pero todo se hallaba “en un estado de destrucción verdaderamente lamentable”, pues el abandono de muchos años había provocado que las paredes estuvieran prácticamente desprendidas de su basamento, lo que provocaba “fuertes filtraciones”. De esta manera, se desperdiciaba tristemente el “manantial abundante”, esa enorme riqueza “que causa envidia a las capitales de otros estados” y que “en no lejanos tiempos surtía con exceso las fuentes de la ciudad” y satisfacía una de “las necesidades más imperiosas de la vida”. Las filtraciones eran “visibles para todo el mundo” y documentaban la necesidad impostergable de reconstruir por completo la caja y rehenchir sus cimientos, a fin de “contener un daño que tanto aflige a la población entera”. Una adecuada cimentación y muros de sillería impedirían las filtraciones, aumentarían “notablemente” la cantidad de agua disponible y la velocidad de descarga en el acueducto.
En un primer tramo, el acueducto medía 44 cm de ancho y 27 de alto, amplitud que se juzgó “suficiente” para dar cauce al torrente, pero carecía de revestimiento en las paredes laterales y en el fondo, lo que volvía áspera y agrietada la superficie. Ello dificultaba “el escurrimiento de las aguas”, disminuía su velocidad y provocaba “pequeñas filtraciones desde el principio de su carrera”. Unos 400 m más adelante, la anchura de la acequia se reducía a poco menos de la mitad (21 cm), lo que la volvía claramente “insuficiente” para dar cauce al agua, que en diversos puntos se filtraba y se desbordaba, “formando pequeños pantanos”; a la altura de las vías del Ferrocarril Central se veían verdaderos “chorros” que salían del acueducto e iban a dar a la acequia “destinada al riego de las huertas”. Entre las vías y el punto en el que las aguas se repartían, el acueducto estaba en mejores condiciones, sus paredes “bien emboquilladas y revestidas”, una anchura de 34 cm y una profundidad suficiente, lo que permitía que el agua corriera adecuadamente y sin mermas.
El acueducto terminaba su trayecto en un “tanque de depósito” que abastecía los baños de Los Arquitos. Un poco antes, “el agua destinada a las fuentes de la ciudad se desprende de la pared lateral derecha del acueducto”, pero “el orificio de salida” que conectaba con la cañería estaba en pésimas condiciones desde 1856, cuando se desamortizaron los baños. Las medidas del orificio eran las “prescritas en las Ordenanzas [de Mariano Galván] para evacuar a boca llena una naranja de agua”, que es la cantidad que el Ayuntamiento reservó para el abasto de las fuentes públicas, pero no se consideró “la presión del agua sobre el mismo orificio, su carga o nivel, que es la que determina la velocidad inicial de las corrientes”. El resultado de ello era que la cantidad de agua que iba a dar a las fuentes no era constante (una naranja), sino muy variable, en función de la mayor o menor altura “de las columnas líquidas sobre los orificios de descarga”.
Al mismo tiempo, facultado por el Cabildo, el gobernador negoció con la señora Bernarda Mancilla viuda de Puga, dueña de los baños de Los Arquitos, un nuevo contrato, que dejara para beneficio de la ciudad el caudal excedente que se obtendría con la reparación del acueducto. En un principio, la señora Mancilla rechazó la propuesta que se le hizo y el Cabildo inició un juicio civil en su contra, pero a la postre se llegó a un acuerdo privado que fue protocolizado sin mayores dilaciones.7
La reforma concebida por Arellano implicaba la completa reconstrucción de la acequia que iba del manantial a los baños de Los Arquitos, lo cual se traduciría en una elevación sustancial del volumen de agua del que disponía el Cabildo. A su vez, ello se traducía en la posibilidad de mercedar agua a los particulares, lo que exigía una segunda obra, tan costosa como la anterior, que consistía en entubar el agua potable desde el punto en que se construyó la nueva caja repartidora hasta la plaza principal de la ciudad, los demás lugares en los que había fuentes públicas y las casas de los particulares interesados. Adicionalmente, en el marco de esa misma gran reforma, se reconstruyó la calzada o avenida de Ojocaliente y se remodeló la plaza principal de la ciudad. Todas las obras fueron ejecutadas en el término de la gestión del gobernador Arellano, entre el 1 de diciembre de 1895 y el 1 de diciembre de 1899.
Por otra parte, esta reforma respondía al crecimiento de la ciudad de Aguascalientes, en la que en 1900 fueron censados casi 35 000 habitantes, poco menos del doble de los que tenía a mediados del xix (Estadísticas, 2010, cuadro 1.51). La introducción del ferrocarril en 1884 animó a la familia Guggenheim a construir en las inmediaciones de la ciudad la Gran Fundición Central Mexicana, una gigantesca planta procesadora de metales industriales que en 1895, cuando se inauguró, empleaba a más de 1 000 obreros. En septiembre de 1897, mientras se llevaba a cabo la reforma del sistema de abasto de agua, el gobernador Arellano firmó con la compañía del Ferrocarril Central Mexicano un contrato tendente a la construcción en las orillas de la ciudad de sus talleres generales, para lo cual se adquirió, con cargo al erario público, un gran terreno a la vera de la acequia de Ojocaliente, entre el manantial y la vía del tren (Arellano, 1899, p. xxxi). Estos eventos detonaron una verdadera revolución industrial a escala local y alteraron por completo la antigua y apacible fisonomía de la ciudad.
El financiamiento de las obras representaba un problema por sí mismo, porque el dinero no podía salir del presupuesto ordinario del gobierno del estado, en el cual se estaban haciendo grandes economías con el fin de equilibrarlo. Se decidió arbitrarlas con recursos extraordinarios que requerían una autorización especial del Congreso, pero sin contratar deuda pública. Mediante este esquema se canalizaron 31 500 pesos para las obras relacionadas con la mejora del abasto de agua de la ciudad. Para tener una mejor idea de lo que representaba esa cantidad, debe tenerse en cuenta que en 1896, primer año de la administración arellanista, el presupuesto de gastos del gobierno del estado fue de poco menos de 75 000 pesos (véase cuadro 1).
La primera obra que se acometió fue la reconstrucción de la acequia, concepto dentro del cual se incluyó lo siguiente: 1) el acueducto que llevaba agua limpia desde el manantial hasta la caja en donde se distribuía el líquido entre los baños de Los Arquitos y la cañería que llevaba la parte correspondiente a las fuentes públicas de la ciudad; 2) la acequia madre que conducía el agua con que se regaban las huertas, y 3) la nueva calzada propiamente dicha, una avenida amplia, recta, pavimentada y arbolada, réplica a escala local del Paseo de la Reforma. La intervención fue muy afortunada y transformó la antigua Alameda, “un camino quebrado, tortuoso y angosto”, en un “paseo elegante”, trazado según criterios urbanísticos modernos, una verdadera “alameda” (Martínez, 2009, p. 127), pero como dijo el gobernador, lo más importante desde el punto de vista de la higiene pública fue “la reposición de los acueductos que conducen las aguas destinadas al riego de las huertas, jardines, alamedas y abastecimiento de las fuentes públicas de la capital”. Es decir, la ventaja no era sólo ni principalmente estética, sino sustantiva, pues se desecaron los “pantanos” que se formaban “por el mal estado de [los] acueductos”, se elevó en forma notable el caudal de agua disponible en la ciudad, se separaron por completo las aguas en función de sus diversos usos y mejoró considerablemente “la limpieza” de la que abastecía las fuentes públicas y la que se mercedó a los particulares (Arellano, 1899, p. viii). La nueva avenida fue inaugurada el 16 de septiembre de 1899 y, “por acuerdo especial del ayuntamiento”, se le impuso el nombre de su promotor, el gobernador Rafael Arellano.8 En 1901, con el propósito de conservar y mejorar la arboleda que se plantó a lo largo de toda la calzada, se adquirió una “máquina elevadora de agua” que se instaló en el charco del Ojocaliente y daba riego a toda la plantación.9
Como puede verse en el cuadro 2, las obras de construcción de la acequia y la calzada tuvieron un costo de 28 439.36 pesos, dinero que en su mayor parte salió de la Tesorería del gobierno del estado, según las partidas extraordinarias autorizadas por el Congreso.10 Cuando las obras concluyeron y fueron entregadas al gobierno municipal para “su conservación y mejoramiento”, se subrayó que en realidad valían más, porque no se había considerado el costo del tepetate, ni tampoco el valor de “cerca de mil carros” de piedra, ni el de la estacada “que hubo necesidad de emplearse en un tramo de la acequia principal”. Como fuera, considerando “la magnitud del gasto erogado en esas obras”, pero sobre todo “la importancia que en sí tienen y los beneficios que deben producir al tesoro municipal”, el gobierno del estado le pidió al municipal que “acordara la compensación [parcial] de dicho gasto” mediante la condonación de un crédito de 16 747.66 pesos que la Tesorería estatal reconocía a favor de la municipal.11 Si al valor de este crédito se añaden 1 539.36 pesos, valor de los materiales pagados por la tesorería municipal, resulta que la corporación aportó 18 287.02 pesos, 64.3% del costo total de las obras.
En forma simultánea se llevó a cabo una segunda obra, consistente en conducir el agua potable desde el “repartidero” (el punto donde se dividían las de la ciudad y las de los baños de Los Arquitos) hasta las fuentes públicas y las casas de los particulares que en su momento compraron una merced. El gobernador Arellano decidió que las obras fueran dirigidas por la Junta Especial de Beneficencia que había creado “con objeto de aliviar los sufrimientos de las clases necesitadas, contrarrestando del mejor modo posible los efectos de la carestía del maíz”. La Junta puso fin a sus operaciones en febrero de 1898 y se encontró con “una utilidad de consideración”, que decidió invertir “en una mejora de grande importancia”, precisamente “la entubación del agua para las fuentes públicas de la ciudad”. El plano de las obras de entubación fue levantado en noviembre de 1897 por el ingeniero Tomás Medina Ugarte, que era también el encargado de la reconstrucción de los acueductos.
El sistema de abasto de las fuentes públicas de la ciudad funcionaba de forma muy deficiente. El agua era tomada en el punto donde se repartían con los baños de Los Arquitos y era conducida por cañerías de barro, en algunos parajes ocultas y en otros al aire libre, lo que provocaba considerables mermas y por supuesto su contaminación. Las nuevas ideas que había en materia de higiene pública exigían elevar la oferta de agua para usos domésticos y mejorar su calidad. Lo mismo que en otras muchas ciudades del país, se tomó la decisión de conducir el agua “por medio de tubería de fierro hecha en las mejores condiciones, bajo el punto de vista de la higiene y la salubridad” (Arellano, 1899, p. viii).
Para llevar a cabo las obras de entubación fue escogida la empresa de plomería Paterson y Compañía, afincada en la ciudad de México. El contrato se protocolizó el 4 de agosto de 1898 y su propósito era “entubar el agua que surte las fuentes de esta ciudad”. Con excepción de “el tubo destinado para juntar las llaves de las fuentes”, que sería de fierro dulce, se previó que toda la tubería sería “de fierro colado de la mejor clase y de tal resistencia que pueda soportar sin inconveniente alguno más presión de agua de cincuenta pies de altura por lo menos”. Las obras dieron inicio el 4 de noviembre de 1898 y se entregaron cuatro meses después, el 4 de marzo de 189912 (véase cuadro 3).
En la escritura de transacción que firmaron el Cabildo y la dueña de los baños Los Arquitos se previó que, “después de hecho el acueducto”, se daría a los baños “la misma cantidad de agua de que hoy dispone”, correspondiendo al Ayuntamiento “la que pueda obtenerse por el aumento”. Dicha cantidad fue medida el 13 de junio de 1898, “antes de hacerse la demolición del antiguo acueducto”, determinándose que los baños recibían 347.3 litros por minuto.13 El ingeniero Medina Ugarte fijó en 1 037 litros por minuto la descarga del manantial, pero previó que era posible aumentarla si se incorporaban “los veneros que corrían perdidos hacia el manantial más bajo destinado a riego de las huertas”. El 31 de mayo de 1899, ya construidos los nuevos acueductos, hizo una segunda medición y determinó que el manantial producía 1 448.7 litros por minuto, lo que suponía un aumento de 411.7 litros por minuto. Pero a ello se añadía el hecho de que la cantidad de agua que descargaba el manantial era la misma que llegaba a la caja repartidora, lo cual era posible gracias al nuevo acueducto, que llevaba el agua “cuidadosamente” y “sin desperdicios”. Antes, de los 1 037 litros por minuto descargados por el manantial sólo llegaban 734 a la caja repartidora, lo que implicaba una merma de 303 litros, 29.2%. Pero Medina Ugarte no quedó satisfecho con sus cálculos y en junio de 1898, cuando el avance de las obras le permitió trabajar en la caja repartidora y en los baños “con entera libertad”, hizo una nueva medición, determinando que entre los baños y las fuentes públicas sólo consumían 412 litros por minuto, “perdiéndose en consecuencia 625 litros por minuto, o sea, muy cerca de las dos terceras partes del producto del manantial”; para ser exactos, 60.2 por ciento.
Todo ello quiere decir que las obras fueron un gran éxito, pues gracias a ellas se contaba con una descarga de 1 448.7 litros por minuto, con la gran ventaja para el Ayuntamiento de que ya no tenía sólo la naranja (64.8 litros por minuto) que se había reservado cuando se desamortizaron los baños, sino que ahora disponía de 17 naranjas (1 101.4 litros por minuto). Se trataba de una hazaña en toda forma, técnica en la medida en que aumentó el caudal de agua disponible y se abatió el desperdicio, pero también política, pues se negoció con la dueña de los baños un nuevo contrato en términos del cual el acueducto pasó a manos del Ayuntamiento y el agua fue repartida según una fórmula que multiplicó por 17 el caudal de agua del que disponía la ciudad (véase cuadro 4).
En forma muy clara, la ciudad y el abasto de agua para usos domésticos fueron los grandes ganadores con esta reforma. En términos de la distribución de las aguas el cambio fue dramático, pues la ciudad recibía 6.3% del caudal antes de la construcción de los nuevos acueductos y pasó a 76%, pero el incremento no se hizo a costillas de los baños, sino que se debió a la mejora en la descarga del manantial, el abatimiento de las mermas y la nueva fórmula para el reparto del líquido. En rigor, puede decirse que los estragos provocados por la desamortización de los baños Los Arquitos se corrigieron gracias a esta reforma.
A pesar de que las nuevas obras iban a ser puestas bajo su cuidado y administración, en el seno del Cabildo germinaba algo de inquietud por la forma en que el gobernador había invadido sus facultades. El 8 de abril de 1899, estando por “terminar la obra de la entubación de las aguas destinadas a las fuentes públicas” y sabiéndose que se contaría con “un aumento considerable” que permitiría distribuir agua “en mercedes para el uso de casas particulares”, el secretario de Gobierno se dirigió al Cabildo indicándole que era necesario “organizar” la forma en que debían otorgarse esas mercedes. “A fin de que la reglamentación y distribución de dichas mercedes se haga convenientemente y con participación del ayuntamiento”, el gobernador decidió nombrar una comisión integrada por Carlos M. López y Carlos Sagredo, presidente y tesorero de la Junta de Beneficencia, respectivamente, y por Luis de la Rosa, presidente del Cabildo. Las obras serían puestas bajo el “dominio” y “cuidado” del Ayuntamiento, “con la única condición de que el producto que de dichas mercedes se obtenga sea destinado exclusivamente a la Beneficencia Pública de la Capital”.14
Sin embargo, el Cabildo tenía su propia opinión del asunto, según la cual se trataba de ingresos municipales de los que podía disponer con su propio criterio.15 Delgado (2011, p. 268) sostiene que la intromisión del gobierno del estado, empeñado en etiquetar el producto de las mercedes, determinó que el Cabildo “tuviera poco interés” en el asunto, pues “no le reportaría beneficios económicos directos”, pero a nosotros nos parece que su estrategia consistió en burlar con astucia las indicaciones del gobernador, hacerse cargo del servicio, promoverlo en la medida de sus posibilidades y, desde luego, depositar todos los ingresos en sus propias arcas.
De hecho, desde que se le entregaron las obras, el Cabildo ignoró las indicaciones del gobernador. No lo contradijo en forma abierta, pero actuó bajo el convencimiento de que se trataba de un servicio público municipal. El 11 de abril de 1899, ignorando el expreso deseo del gobernador de formar una comisión que se encargara del tema, el presidente del Cabildo publicó las catorce “condiciones” que regularían el otorgamiento de mercedes de agua a domicilio. Se previó, entre otras cosas, que el interesado en contar con una merced debía “solicitarlo por escrito al presidente del ayuntamiento”, que las mercedes se darían por un máximo de 800 litros diarios, que tendrían un costo de dos pesos mensuales y que la instalación sería hecha por el Ayuntamiento, “a costa del interesado”. Por supuesto, el Ayuntamiento se reservaba su derecho de “reglamentar la administración y servicio del agua”.16
Este aviso puso fin en Aguascalientes a una larga época durante la cual el agua fue un regalo de Dios o de la naturaleza. En lo sucesivo, como dice Goubert (1989, p. 169), “ciudadanos debidamente educados” tuvieron que pagar por ella y “en forma más o menos rápida diversas clases sociales empezaron a usarla en sus casas y lugares de trabajo”; el agua se convirtió en “un elemento esencial del cuidado corporal” e hizo por sí misma “nuevas conquistas”, pudiéndose decir que en cierta forma “puso sitio a la vida diaria”.
La primera solicitud que tenemos registrada data del 17 de abril de 1899 y antes de que terminara ese mes ya había once. En su informe final de labores, fechado el 30 de noviembre de 1899, el gobernador dijo que se habían recibido 45 solicitudes, “de las cuales han hecho ya sus instalaciones y reciben el agua 44”, lo que permitía prever que el número de usuarios seguiría creciendo (Arellano, 1899, p. xxv). En el corto plazo sus previsiones resultaron acertadas, pues en 1900 se duplicó el número de solicitudes y hasta el 1 de marzo de 1904, cuando se interrumpen los registros, se habían recibido 376, que en su inmensa mayoría fueron respondidas favorablemente.
Sin excepción, los abonados eran comerciantes ricos, hacendados, profesionistas, clérigos y en general miembros de la pequeña elite local que vivían en las calles más céntricas de la ciudad y tenían dinero para costear la instalación y pagar el costo mensual del servicio. El gobernador Rafael Arellano figuró entre los primeros solicitantes, al lado de los escribanos Heraclio Zepeda Garibay y Alberto M. Dávalos, los hacendados José Rincón Gallardo y Anastasio Padilla, el regidor Evaristo Femat, el diputado Manuel Gómez Portugal, el obispo José María de Jesús Portugal y el ingeniero Tomás Medina Ugarte, que con tanto éxito había dirigido las obras de construcción del nuevo acueducto.17 En junio de 1900 hizo su solicitud el abogado Eduardo J. Correa, “un enamorado del agua”, según su propia confesión, quien por fin pudo satisfacer su gusto por “las abluciones matinales” y sobre todo tenderse en la bañera “a disfrutar la caricia de la frescura” (Correa, 1937, p. 219).
Entre los solicitantes aparecen también el Banco de Zacatecas, la empresa de Tranvías del Comercio, la Administración de Correos, el Santuario de Guadalupe, la zapatería El Fénix, la junta directiva del teatro Morelos, el antiguo mesón de San José, que daba albergue a la caballería montada, y las Fábricas de Francia, el mejor almacén de la ciudad, propiedad de los hermanos Leáutaud. La tenería El Diamante y el hotel Washington obtuvieron tres mercedes cada uno. Como puede verse en el plano 1, la zona atendida formaba un pequeño perímetro alrededor de la plaza principal, con un corredor que se extendía hasta la caja repartidora a través de la calle del Ojocaliente, por la que bajaba la cañería principal.18
El 12 de mayo de 1905, esgrimiendo como argumento las “deficiencias que se notan en aquel servicio”, el gobernador Vázquez del Mercado ordenó que no se hicieran nuevas conexiones, atropellando de paso al Cabildo, que creía haberle ganado la partida a Arellano. Aunque la razón no era clara, pues sólo se aludía a las quejas o “manifestaciones de algunos particulares”, el presidente municipal Luis de la Rosa respondió que la orden sería cumplida “estrictamente” y que el Cabildo estaba estudiando la forma de “obtener mayor volumen de agua para abastecer suficientemente a la ciudad, cuya circunstancia indudablemente mejorará el servicio del agua entubada”.19 Sin embargo, los informes de ingresos del municipio ponen en evidencia que se siguieron haciendo conexiones. Si cada toma reportaba 24 pesos anuales al municipio (dos pesos mensuales), podemos calcular que en 1905 funcionaron 493 tomas y que en 1907 se alcanzó un máximo de 518 (véase cuadro 5).
Estas 518 mercedes, a razón de 800 litros cada una, suponían un consumo diario de 414.4 m3, poco más de la cuarta parte del agua de la que disponía la ciudad según las mediciones que se hicieron en 1899, cuando se entregaron las obras (1 586 m3/d). En teoría, era posible atender casi 2 000 tomas domiciliarias, sin contar el consumo de las fuentes públicas y los hidrantes. Aun considerando la posibilidad de que las obras de rehabilitación no hayan recibido el debido mantenimiento y que en consecuencia haya disminuido la cantidad de agua disponible, la suspensión ordenada por Vázquez del Mercado parece obedecer a otras razones. Curiosamente, en abril de 1905, al mismo tiempo que daba su intempestiva orden, llegaba a su escritorio un proyecto de Carlos Meislahn que proponía construir una gran presa y un sistema de distribución de agua para toda la ciudad a través de cañerías subterráneas, lo que tendría un costo de 525 000 pesos, más de diez veces el costo de las obras de rehabilitación hechas en la época del gobernador Arellano; además, se pretendía que todos los vecinos de la ciudad estuvieran obligados a conectarse a la red de agua, como se hacía en otros lugares, Toluca, por ejemplo (Castañeda, 1998, p. 143). Por lo pronto la propuesta no fue más allá y el municipio siguió haciendo conexiones, pero la escaramuza presagiaba las obras faraónicas y aún más costosas que se contratarían en 1910 con el Banco Central Mexicano (Martínez, 2009, pp. 156-159).
En septiembre de 1899, pocos meses después de haberse puesto en servicio la red de agua potable que abastecía a la ciudad, el gobernador Arellano, en su carácter de principal promotor de esas obras, se decía muy satisfecho con los resultados obtenidos. La influencia que tenía el agua en la salubridad pública y los efectos funestos asociados a su escasez eran bien conocidos, razón por la cual su gobierno había concedido una gran importancia “a la reposición de los acueductos que conducen las aguas destinadas al riego de las huertas, jardines, alamedas y abastecimiento de las fuentes públicas de la capital”. Los resultados estaban a la vista: se habían desecado “los pantanos” que se formaban a lo largo de la acequia del Ojocaliente, se habían separado las aguas para riego de las destinadas al consumo humano, se había instalado una tubería de fierro para el abasto de la ciudad y se contaba con agua limpia en las fuentes públicas y en las casas de los particulares que habían contratado ese servicio. Antes de la reforma del sistema, la ciudad disponía tan sólo de una naranja de agua (64 litros por minuto); gracias a dichas obras y a la renegociación del contrato que había con los dueños de los baños Los Arquitos, se contaba con 1 001.4 litros, o sea, 17 veces más. Estos resultados, decía Arellano (1899, pp. xxiv-xxv) con modestia que parece afectada, “pueden considerarse satisfactorios”.
Si le hemos de creer a Carlos Sagredo (1903, pp. 8-9), su sucesor, cuatro años después el optimismo seguía imperando en los círculos oficiales. “La entubación de las aguas y la reconstrucción de la acequia y acueducto del Ojocaliente” habían sido obras “costosas” pero su utilidad era “notoria”, pues habían “influido poderosamente en el mejoramiento de las condiciones higiénicas de nuestra capital”. El agua que se bebía en la ciudad estaba limpia y la antigua alameda, antes famosa por sus “mórbidos” pantanos, se había transformado en una “hermosa avenida”. Para el gobernador no se trataba de obras de ornato, sino de “una valiosa conquista en favor de la higiene de la ciudad”.
Más allá de su impacto en la salud pública, Martínez (2009, pp. 154-156) subraya que esta mejora fue pensada por el gobierno como un servicio público destinado a “satisfacer la creciente demanda de agua de la población”, y no como un negocio para la burguesía local. De hecho, fue sólo sobre la marcha, cuando los trabajos de reconstrucción de las acequias del Ojocaliente estaban muy avanzados, que se supo que habría un remanente de agua para mercedarla a particulares. En un sentido diferente, Delgado Aguilar (2011, pp. 17, 252) argumenta que el servicio de agua potable a domicilio no nació como respuesta a una demanda preexistente, sino que fue la oferta inesperada o circunstancial de agua la que creó su demanda.
Gracias a los excedentes de agua que se obtuvieron y a la venta de mercedes a particulares, la ciudad de Aguascalientes se colocó a principios del siglo xx a la altura de otras capitales de provincia, en las que este servicio había empezado a generalizarse desde mediados del siglo xix. Toluca, por ejemplo, contaba con 97 tomas domiciliarias en 1864, lo que la ponía muy por encima de Aguascalientes; en otro nivel, de hecho, pues en esta última no había por entonces ni una sola toma, apenas dos o tres fuentes públicas. A fines de 1903, sin embargo, se habían concedido ya 360 mercedes, las dos terceras partes de las que tenía Toluca en 1899 (Castañeda, 1998, p. 153). Como resumió Delgado (2011, p. 92), estas obras “significaron el inicio de la modernización del servicio de abasto de agua”, pues se instaló un sistema en red, se utilizó por primera vez tubería de fierro y se concedieron mercedes a domicilio.
La euforia que hubo en la ciudad cuando se llevaron a cabo estas obras se fue enfriando con el paso de los años, pues el servicio que daba el Ayuntamiento dejaba mucho que desear, la presión con que corría el agua por las tuberías era desigual, las interrupciones eran frecuentes y dudosa la calidad del agua. También había quejas sobre el hecho de que en algunos domicilios se dejaba abierta la llave de abasto, “sobre todo por la noche”, lo que provocaba “una gran pérdida del precioso líquido”.20 En teoría cada merced garantizaba el consumo de un máximo de 800 litros diarios, pero como no se instalaron medidores era imposible evitar los abusos y el desperdicio.
Aunque entre 1899 y 1905 se atendieron favorablemente casi todas las solicitudes, la cobertura que alcanzó el servicio de agua potable a domicilio durante estos primeros años fue limitada. En 1907 alcanzó un máximo de 500 mercedes, menos de 10% de las 6 000 casas que por entonces tenía la ciudad (Arellano, 1899, p. 7; Espinosa, 1900, p. 32). Actualmente, como dice Goubert (1989, p. 21) “hay pocas personas en el mundo desarrollado cuyos hogares no están conectados a una red de abasto de agua” que satisface con holgura todas las necesidades de la vida diaria, pero se corre el riesgo de convertir esa situación de confort en una norma intemporal, haciéndonos olvidar “lo reciente que es en realidad la conquista del agua” y la medida en que los modernos hábitos de higiene chocan con “la sensibilidad de nuestros antepasados recientes”. Durante muchísimo tiempo el agua fue vista más bien como una fuerza de la naturaleza, “imbuida de poderes y generalmente temida”, lejos del alcance de las sociedades, y hubo que esperar hasta el siglo xix para que la relación entre el hombre y el agua cambiara.
De acuerdo con estas observaciones, el énfasis no debe ser puesto en el modesto nivel de cobertura que alcanzó el servicio de agua potable en la ciudad de Aguascalientes a principios del siglo xx, como lo hace Delgado Aguilar (2011, pp. 262, 265-266), quien subraya el carácter “limitado” que tuvo el servicio hasta mediados del siglo xx, sino en el hecho mismo de su aparición, pues implicaba que la vieja relación con el agua había cambiado y comenzaba la época de su “conquista”. Se trataba, en verdad, de un cambio radical en la relación de los habitantes de la ciudad con el agua. Goubert (1989, p. 22) recuerda, “para empezar”, que Cosette, la heroína de la famosa novela Los miserables, de Victor Hugo, ambientada en la Francia de la época de la Restauración, iba todas las noches a buscar agua hasta un pequeño manantial que estaba a quince minutos andando del lugar en que vivía, lo que constituía verdaderamente “un trabajo penoso”; la pequeña Cosette caminaba doblada “como una anciana” bajo el peso del cubo lleno de agua. No parecen muy alejados de esta estampa los apuntes de Eduardo J. Correa (1937, p. 219), quien dice que hacia 1870, cuando su padre se instaló en Aguascalientes, era necesario “pasar las de Caín” para bañarse en casa, pues había que sacar el agua del pozo, tibiarla al sol y acarrearla después a la tina; era, de hecho, un privilegio que sólo se concedía a los enfermos. En realidad, como dice Matés (1999, p. 25), en ningún lugar ha sido fácil llevar el agua hasta las casas, dispensando a los vecinos de la tarea secular de ir por ella “al pozo o al río más cercanos”.
A principios del siglo xx el servicio de agua potable a domicilio constituía una novedad absoluta en casi todas las capitales de la provincia mexicana, accesible sólo para las elites, lo que recuerda la observación de Aboites (1998, p. 78) en el sentido de que “las obras de abasto urbano construidas durante el periodo porfiriano no significan una ruptura con las obras de origen colonial”, pues atendieron en forma preferente “las zonas habitadas por las clases acomodadas de las ciudades más importantes”. En Toluca la red cubrió apenas las calles más céntricas, en las que vivían hacendados, industriales, comerciantes, profesionistas y servidores públicos, aunque “ni siquiera todas las casas del centro de la ciudad” contaban con una toma, pues el hecho de que hubiera que pagar los gastos de instalación y una cuota mensual de dos pesos aseguraba que sólo los personajes “más acaudalados” y el sector más solvente de la clase media contara con este servicio (Castañeda, 1998, pp. 153-154; Castañeda, 2007, pp. 77 y ss.). Lo mismo que tantas otras novedades, el servicio de agua a domicilio fue en un principio un lujo privativo de las elites que podían pagar su costo, lo que de pasada les permitía reforzar su identidad y profundizar la barrera que las separaba del resto de la sociedad; sólo con el paso del tiempo ese “lujo” se convirtió en un bien de consumo masivo (Basalla, 1991, citado por Delgado, 2011, p. 18). Por otra parte, la transformación del sistema de abasto de agua potable que se dio en muchas ciudades mexicanas a fines del siglo xix y principios del xx está directamente relacionada con el acelerado desarrollo económico que experimentó el país, lo que entre otras cosas implicó la utilización a gran escala de la energía eléctrica y la utilización de nuevos materiales de construcción, como el cemento “inglés” y el acero; ello hizo posible el aprovechamiento y transportación de grandes volúmenes de agua (Aboites y Estrada, 2004, pp. 14-18).
Los sistemas de abasto urbano que se construyeron a fines del siglo xix y principios del xx compartían esta característica. En San Luis Potosí, León, Veracruz y otras ciudades mexicanas el servicio sólo fue accesible para las elites que vivían en las zonas más céntricas y podían pagar su costo. En algunas ciudades estadunidenses la oferta se limitaba al centro de la ciudad y no llegaba a los suburbios; en otras sucedía lo contrario, pues “las autoridades y empresas favorecieron la distribución de agua en los suburbios habitados por grupos de clase media y alta”, al tiempo que desatendían los viejos cascos urbanos, habitados “por trabajadores y grupos populares” (Camacho Altamirano, 2007, pp. 125-128; Delgado, 2011, pp. 251-254). En Bilbao y otras localidades del norte de España los cabildos asumían que su obligación se limitaba a llevar agua a las fuentes públicas; el abasto a domicilio “excedía sus competencias”, rebasaba sus posibilidades financieras y entrañaba desafíos técnicos que no era posible enfrentar. En Pamplona, luego de varios intentos frustrados, se constituyó en 1893 a instancias del Cabildo una empresa por acciones que construyó un acueducto para llevar agua desde el manantial de Arteta hasta la ciudad, un trayecto de unos 20 km, pero el proyecto enfrentó muchas dificultades y los resultados no fueron del todo satisfactorios (Matés, 2008, pp. 282-288).
La construcción del primer sistema de abasto en red en Aguascalientes enfrentó diversos obstáculos que se sortearon con éxito razonable. Uno de los mayores fue el económico y deben reconocerse las bondades y los bajos costos relativos de la estrategia adoptada por el gobierno del estado. En otras ciudades del país, esfuerzos parecidos obligaron a los gobiernos locales a dejar las obras en manos de empresas privadas, que contaban con los recursos y la tecnología necesarios, pero que obviamente concebían el abasto de agua como un negocio y no como un servicio. La participación que en ocasiones tuvieron los gobiernos de los estados supuso, además, la supeditación de los cabildos, cuyo parecer no era tomado en cuenta (Delgado, 2011, p. 74). Si esta es la tendencia que se observa a escala nacional, el caso de la ciudad de Aguascalientes constituye hasta cierto punto una excepción, en primer lugar porque las obras no fueron realizadas por una empresa particular y, en segundo, porque el gobierno del estado, que las orquestó y financió en su mayor parte, cedió su control al gobierno municipal.
Aunque el Ayuntamiento reconocía que toda la iniciativa había sido del gobernador Arellano, al final no aceptó la condición que este quería imponer en el sentido de destinar los productos de las mercedes de agua a la beneficencia pública. En abril de 1899, cuando se le entregaron las obras, se apresuró a publicar las condiciones bajo las cuales se darían mercedes de agua a particulares y depositó en sus arcas todo el dinero recaudado. Puede pensarse que para compensar a Arellano se tomó la decisión de imponerle su nombre a la calzada del Ojocaliente cuando formalmente fue inaugurada. Este gesto de zalamería o de astucia tal vez ablandó al gobernador, que nunca logró su propósito de determinar el destino del dinero producido por las mercedes de agua vendidas a particulares.
En Toluca, el Cabildo tomó en 1896 la decisión de hacer fuertes inversiones para “aumentar el caudal de agua” y satisfacer la creciente demanda. Gastó 20 000 pesos en la compra de un socavón y varios pozos y obtuvo un crédito bancario de 120 000 pesos para perforar otros pozos nuevos, sustituir las viejas cañerías de plomo y construir un gran tanque de almacenamiento. Tal vez la magnitud del compromiso financiero asumido obligó al Ayuntamiento a disponer que todas las casas ubicadas en las calles donde se instaló la nueva cañería y que tuvieran un valor catastral de más de 500 pesos “debían pagar una cuota de dos pesos mensuales, hicieran o no uso de ella”. Gracias a estas medidas coercitivas se pudo duplicar el número de tomas domiciliarias: 512 en 1899 y 1 112 en 1906 (Castañeda, 1998, pp. 142-143).
En comparación, las obras hechas en Aguascalientes fueron mucho mejor planeadas desde el punto de vista financiero, pues costaron menos de 50 000 pesos y los recursos fueron aportados en su totalidad por el gobierno del estado, el municipal y la Junta de Beneficencia. Ninguna de las entidades tuvo que contraer deuda para hacer su aportación, a diferencia del Cabildo de Toluca, que pagaba 9 600 pesos anuales de intereses por los 120 000 que le prestó el Banco de Londres y México.
Todos estos esfuerzos se inscriben en el contexto del debate sobre la necesidad de abastecer de agua potable a las ciudades mexicanas, el costo de esas obras, la responsabilidad de las diversas instancias de gobierno y la conveniencia o no de delegar los trabajos y su usufructo a empresas privadas. En 1896, cuando intervino Arellano para resolver el grave problema de abasto de agua que vivía la capital del estado de Aguascalientes, había en el país cierto consenso en el sentido de que el abasto debía pensarse como un servicio de primera necesidad otorgado por los municipios y no como un negocio que arrojara ganancias. Si el agua se vendía muy cara las finanzas municipales lo agradecerían, pero se dificultaría su adquisición por parte de los vecinos y eventualmente se alentarían prácticas fraudulentas. En términos del binomio propuesto por Birrichaga (1998, pp. 195-197), Arellano era de los que pensaban que el abasto de agua debía plantearse como un servicio, no como una mercancía. Sólo un poco después regresaría el gobernador Vázquez del Mercado, que era de los que creían que, “ante la falta de recursos de los ayuntamientos, las empresas de agua representaban la solución para modernizar la infraestructura hidráulica de las ciudades”, aunque ello representara un pesado fardo para la Hacienda pública.
Convencido de que el servicio de agua potable era deficiente y de que era necesario emprender obras de gran calado para mejorarlo en forma integral, en 1910 Vázquez del Mercado firmó con la Compañía Bancaria de Fomento y Bienes Raíces, una empresa que al mismo tiempo estaba llevando a cabo costosas obras de modernización y equipamiento en Puebla y otros lugares (Gamboa, 1992, p. 102), un contrato encaminado a la “dotación y distribución de agua potable en la ciudad de Aguascalientes” que obligó al gobierno del estado a emitir bonos por 1 300 000 pesos, amortizables en 50 años (Delgado, 2011, pp. 106-116; Martínez, 2009, pp. 177-186). El análisis detallado de estas obras, cuya ejecución coincidió con la caída a nivel local del régimen porfirista, excede con mucho los propósitos de este artículo, pero resumamos diciendo que el proyecto era sencillamente demencial, que costó 25 veces más que las obras hechas en la época de Arellano y que dejó hipotecadas a largo plazo las finanzas públicas.
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Archivos
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Archivo Histórico del Estado de Aguascalientes.
agma
Archivo General Municipal de Aguascalientes.
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1 Escritura otorgada ante el escribano Candelario Medina. Fondo de Protocolos Notariales. Caja 66, exp. 4, fs. 238v-245v. Archivo Histórico del Estado de Aguascalientes (ahea), Aguascalientes. Sobre el impacto de la desamortización en Aguascalientes véase Dávila (1993).
2 El Porvenir, 26 de diciembre de 1860.
3 Véase el poder que José María Rangel, Simón Richarte y otros 38 hortelanos le dieron a Domingo Arteaga. Fondo de Protocolos Notariales. Notario Pablo González Hermosillo, 1854, s. n., 123-126. ahea, Aguascalientes.
4 Informe rendido por el presidente del Ayuntamiento Felipe Ruiz de Chávez. El Republicano, 28 de septiembre de 1890; Martínez (2009, p. 152).
5 Informe que dio al ejecutivo del estado el ingeniero Tomás Medina Ugarte, del acueducto y caja repartidora de las aguas de los baños llamados de Los Arquitos. 7 de abril de 1896. Fondo Histórico. Caja 225, exp. 24. Archivo General Municipal de Aguascalientes (agma), Aguascalientes.
6 Dictamen de los peritos Tomás Medina Ugarte y Leocadio de Luna sobre el estado que guardan la caja de agua y el acueducto del Ojocaliente. 9 de julio de 1896. Caja 225, exp. 24. agma, Aguascalientes. Se publicó en El Republicano, 4 de octubre de 1896.
7 Escritura de transacción entre el Ayuntamiento y la señora Bernarda Mancilla de Puga sobre la conservación, reparación y mejoras del acueducto y caja de agua que conduce el agua a los baños de Los Arquitos y fuentes públicas de la ciudad. Tirada el 25 de febrero de 1897 ante el notario Eduardo J. Correa (en Arellano, 1899, anexo número 50.)
8 El Republicano, 24 de septiembre de 1899.
9 Sobre la compra de maquinaria para agua de la arboleda de la calzada Arellano. 28 de febrero de 1901. Fondo Histórico. Caja 270, exp. 2. agma, Aguascalientes. Por lo que se ve en el expediente se trataba de una noria muy popular en México, llamada La Reina.
10 Según nuestro cuadro las partidas extraordinarias autorizadas al gobernador importan 24 000 pesos, 2 000 menos que lo que se canalizó a las nuevas obras.
11 Costo de la construcción de los nuevos acueductos y calzada del Ojocaliente. 29 de marzo de 1899. Fondo Histórico. Caja 250, exp. 8. agma, Aguascalientes.
12 Contrato entre la Junta de Beneficencia y la compañía Paterson para entubar el agua que surte las fuentes de esta ciudad. Fondo Protocolos Notariales. Notario Alberto M. Dávalos. Libro 188, fs. 101f-104f, 4 de agosto de 1898. ahea, Aguascalientes.
13 Cantidad de agua que reciben los baños de Los Arquitos antes de la reparación del acueducto. 13 de junio de 1898. Fondo Histórico. Caja 250, exp. 8. agma, Aguascalientes (Reproducido en Bernal, 1928, pp. 343-344).
14 El secretario de gobierno al jefe político del partido de la capital, 8 de abril de 1899. Fondo Histórico. Caja 250, exp. 8. agma, Aguascalientes.
15 Fondo Histórico. Caja 253, exp. 13. agma, Aguascalientes.
16 [Aviso] Al Público. Condiciones bajo las cuales se conceden mercedes de agua a domicilio en esta capital. Aguascalientes, Tipografía del Comercio, 11 de abril de 1899. Fondo Histórico. Sección Gráficos e Impresos. Caja 6, exp. 24. agma, Aguascalientes. El documento manuscrito en Fondo Histórico. Caja 250, exp. 5. agma, Aguascalientes. Además, Delgado (2011, pp. 262-264).
17 Fondo Histórico. Caja 250, exp. 13. agma, Aguascalientes; Martínez (2009, p. 154).
18 Fondo Histórico. Caja 250, exp. 13. agma, Aguascalientes.
19 Sobre la suspensión de mercedes de agua por mal servicio. 23 de mayo de 1905. Fondo Histórico. Caja 309, exp. 6. agma, Aguascalientes.
20 Desperdicio de agua en los hidrantes de la ciudad. El Clarín, 20 de marzo de 1909.
Cuadro 1.
Recursos extraordinarios autorizados por el Congreso del estado
para mejorar el sistema de abasto de agua de la ciudad de Aguascalientes
Fuente: El Republicano, 29 de marzo de 1896, 3 de mayo de 1896, 28 de marzo de 1897, 19 de diciembre de 1897, 17 de abril de 1898, 25 de septiembre de 1898, 2 de octubre de 1898, 27 de noviembre de 1898 y 23 de abril de 1899.
Imagen 1: Máquina “La Reina”. Fuente: Fondo Histórico. Caja 270, exp. 2. agma, Aguascalientes.
Imagen 2: Trazo antiguo de la Alameda y la acequia (1889). Fuente: Plano del suelo fósil de la ciudad de Aguascalientes (en Díaz de León, 1892, entre pp. 184-185).
Imagen 3: La nueva calzada Rafael Arellano (1899). Fuente: Fondo Lugares y Calles, núm. 69. Fototeca del ahea, Aguascalientes.
Cuadro 2. Costo de construcción del nuevo acueducto y calzada del Ojocaliente
Fuente: Costo de la construcción de los nuevos acueductos y calzada del Ojocaliente. 29 de marzo de 1899. Fondo Histórico. Caja 250, exp. 8. agma, Aguascalientes.
Cuadro 3. Costo de construcción de los nuevos acueductos, calzada del Ojocaliente y entubamiento de agua a las fuentes públicas
Cuadro 4. Descarga y distribución del agua del manantial del Ojocaliente, antes y después de la construcción del nuevo acueducto
Fuentes: “Cantidad de agua que reciben los baños de Los Arquitos antes de la reparación del acueducto”, 13 de junio de 1898, y “Cantidad de agua que reciben los baños de Los Arquitos después de la reparación de Tomás Medina Ugarte”, 31 de mayo de 1899, Fondo Histórico. Caja 250, exp. 8. agma, Aguascalientes. Además, Arellano, 1899, anexo número 55.
Imagen 4. Mapa de la primera red de agua potable de la ciudad de Aguascalientes.
Fuente: reconstrucción propia sobre el Plano de la Ciudad de Aguascalientes del ingeniero Tomás Medina Ugarte.
Dibujó: Marlene Barba Rodríguez.
Cuadro 5. Mercedes de agua a domicilio y productos del ramo, 1899-1910
Fuente: El número de solicitudes procede de Fondo Histórico. Caja 250, exp. 13. agma. Aguascalientes; el producto del ramo de los informes anuales de la tesorería municipal publicados en El Republicano, 4 de marzo de 1900, 3 de febrero de 1901, 2 de mayo de 1902, 1 de marzo de 1903, 26 de marzo de 1905, 25 de marzo de 1906, 17 de febrero de 1907, 27 de febrero de 1910 y 26 de febrero de 1911.