Juan José Saldaña, Las revoluciones políticas y la ciencia en México, México, Conacyt, 2010, 2 vols., isbn de la obra completa: 978-607-95194-7-6.

 

Carlos Ortega Ibarra

Centro de Difusión de Ciencia y Tecnología

Instituto Politécnico Nacional, México

cortegai@ipn.mx

 

Han pasado cuatro años desde la celebración del bicentenario y centenario de las revoluciones de México, lapso que nos permite ver con un ojo menos saturado por los oropeles la producción historiográfica de aquel momento para reconocer las aportaciones heurísticas que algunas obras entonces publicadas hicieron al conocimiento histórico en sus diferentes temáticas.

En 2010 el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) publicó en dos volúmenes la obra del historiador de la ciencia Juan José Saldaña, titulada Las revoluciones políticas y la ciencia en México. Se trata de un libro que nos muestra simultáneamente el papel que la ciencia moderna desempeñó en la formación del Estado mexicano y las acciones emprendidas por este para la institucionalización de la actividad científica en la medida en que fue adquiriendo la capacidad técnico-política para ello, desde las expresiones autonómicas de los criollos novohispanos al concluir el siglo xviii hasta la revolución constitucionalista de la segunda década del siglo xx.

En la historiografía mexicana los componentes epistémicos de los procesos revolucionarios han ocupado un sitio marginal. Esta situación obedece a una serie de presupuestos que apuntan a la falta de incidencia o inexistencia de dichos componentes tanto en la revolución de independencia de 1810 como en la mexicana de un siglo después. En Las revoluciones políticas y la ciencia en México Saldaña recurrió al empleo de conceptos historiográficamente innovadores para mostrar que dichos presupuestos son insuficientes para explicar la complejidad de ambos procesos históricos.

Saldaña acuñó el concepto “ciencia en la acción y para la acción” para referirse a la ciencia (incluyendo la tecnología) gestada en los procesos revolucionarios para cumplir con los objetivos políticos, sociales y epistémicos de las propias revoluciones mediante el diseño de políticas científicas implícitas y explícitas que contribuirían a la gobernabilidad de la nación, como lo certifican los proyectos liberales como el del médico Valentín Gómez Farías para establecer un sistema educativo moderno basado en la enseñanza de las ciencias en 1833, y el programa de reformas político-sociales de la revolución constitucionalista que sirvió como base para la transformación de las instituciones educativas y científicas establecidas en los treinta años del gobierno de Porfirio Díaz.

El autor nos dice que las políticas científicas explícitas son “el discurso directo del Estado sobre la ciencia y la tecnología, mediante el cual este establece metas y orientaciones para el desarrollo científico y tecnológico”, así como los instrumentos legales, financieros y de recursos humanos de dicha política; en tanto que las políticas científicas implícitas “no se reflejan en un discurso estatal organizado, pero están presentes en las diversas formas de la acción social y gubernamental que tienen implicaciones para la ciencia y la tecnología”.

Estas definiciones nos recuerdan los conceptos de “política implícita” y “política explícita” utilizados por Amílcar Herrera al concluir la década de 1960 para explicar las políticas científicas de los países latinoamericanos después de la segunda guerra mundial. De acuerdo con Herrera, quien fue uno de los pilares de la Escuela Latinoamericana de Pensamiento en Ciencia, Tecnología y Desarrollo, la primera carece de una estructura formal mientras que la segunda se expresa en leyes, reglamentos y planes de gobierno, siendo la “política implícita” difícil de reconocer pero determinante en el papel que la ciencia habrá de desempeñar en la sociedad. En este sentido, Saldaña nos dice que los ejemplos más claros de una política implícita los hallamos en las propias constituciones de México, desde la Constitución política de Apatzingán de 1814 y hasta la de Querétaro de 1917.

En los dos volúmenes de Las revoluciones políticas y la ciencia en México podemos divisar el papel que los científicos, en tanto que miembros de una elite intelectual emergente en términos de Vilfredo Pareto, desempeñaron en la elaboración de los proyectos nacionales que tuvieron lugar en poco más de 100 años mediante el diseño de dichas políticas en ciencia y tecnología con sus respectivas orientaciones ideológicas. Así, vemos la conformación de una comunidad científica autónoma integrada por científicos profesionales (o que paulatinamente abandonaron el diletantismo de los primeros años de la independencia) y otros profesionales con una formación científico-técnica que se distinguieron por el pragmatismo para obtener el respaldo social e institucional para su labor vinculándose, para lograr sus objetivos, con un Estado al que le proporcionaron una serie de recursos técnicos. Esto sucedió con los miembros de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística y de la Academia Mexicana de Medicina que sirvieron entre los años de 1863 y 1877 tanto al emperador Maximiliano de Habsburgo como a la república restaurada (no sin antes haber experimentado un proceso de depuración al que fueron sometidos por el gobierno liberal de Benito Juárez).

En esta obra podemos encontrar numerosos ejemplos de la manera de proceder de los científicos, quienes deseaban contar con el apoyo del poder público para llevar a cabo sus proyectos académicos y satisfacer las demandas de sus gremios. El porfiriato fue uno de los momentos clave de esta articulación de los científicos con el Estado, a cuyos intereses sirvieron. En ese periodo los científicos, especialmente aquellos dedicados a la astronomía de posiciones y a la cartografía, pudieron actuar en espacios que, como el Observatorio Astronómico y la Comisión Geográfico-Exploradora, fueron establecidos para satisfacer los intereses políticos y militares del gobierno de Porfirio Díaz mediante el conocimiento del territorio nacional.

Una vez consolidado el Estado porfiriano –el primer Estado realmente funcional nos dice Juan José Saldaña– los científicos mexicanos se encontraron ante una situación paradójica que propició en ellos un sentimiento de frustración, pues aunque contaron con una sólida formación académica, asociaciones vigorosas y algunas instituciones dedicadas a la investigación, carecieron en general de espacios autónomos para su desempeño profesional. Saldaña nos explica que la decisión del Estado porfiriano de no emplear los recursos científico-técnicos que él mismo contribuyó a desarrollar obedeció a una actitud mezquina. De esta manera nos coloca abruptamente en un plano que reconoce como “extraño”: la psicología cultural y política de la burocracia porfiriana que “no entendió el verdadero papel de la ciencia”. El uso de esta categoría requiere de una conceptualización más amplia que evite hacerla parecer como ajena a la explicación de los hechos históricos en cuestión. No obstante, el segundo volumen de Las revoluciones políticas y la ciencia en México nos ofrece otros elementos para entender la actitud adoptada por la administración de Porfirio Díaz. Esto es, una política modernizadora que favoreció a un sector de científicos afines a su gobierno así como a empresas extranjeras que emplearon sus propios recursos científico-técnicos.

El Primer Congreso Científico Mexicano, celebrado en la ciudad de México en diciembre de 1912, fue otra expresión del desarrollo de la ciencia alcanzado en nuestro país y del empoderamiento de una comunidad científica local que fue capaz de plantear un conjunto de demandas gremiales y sociales a los gobiernos revolucionarios que dieron fin al régimen porfiriano. A muchos de los congresistas los veremos participar en el diseño de políticas sociales basadas en el conocimiento científico en materia de salud, educación y trabajo del gobierno constitucionalista encabezado por Venustiano Carranza. El colofón de esta historia que articula a la ciencia con la formación del Estado posrevolucionario es la producción de una ciencia con fines públicos.

Finalmente, el uso de las fuentes documentales para la historia de la ciencia es otro aspecto que vale la pena destacar de la obra de Juan José Saldaña. Los conceptos de “política implícita” y “política explícita” utilizados como categorías de análisis histórico implicaron la relectura de las fuentes de información tradicionales de la historiografía política para identificar el discurso de los actores sobre la ciencia, como son los planes y programas revolucionarios y de gobierno, así como el estudio de reglamentos y manuales técnicos por cuanto son fuentes primarias de información sobre el estado de los conocimientos científico-técnicos en una situación histórica específica. El uso de las imágenes, particularmente de las portadas de estos manuales científico-técnicos, es un elemento adicional que contribuye a la originalidad de la obra.

Hacemos votos por contar en un futuro cercano con una edición que, al mismo tiempo que subsane algunas deficiencias en el aparato crítico, se encuentre a disposición de un público diverso entre el que podamos contar no sólo a los historiadores profesionales sino también a estudiantes y profesionales de otras áreas del conocimiento, la producción y la política que podrían beneficiarse con su lectura. El valor heurístico de Las revoluciones políticas y la ciencia en México lo merece.