Federico Gamboa y las mujeres: educación sentimental y autobiografías

Federico Gamboa and Women: Sentimental Education and Autobiographies

Julián Vázquez Robles

0000-0003-1898-2092

Instituto de Filosofía

Consejo Superior de Investigaciones Científicas (csic), Madrid, España

asimeroes@gmail.com

 

Resumen: Muchos años antes de la fiebre por exhibir el yo en los ambientes virtuales, el escritor Federico Gamboa hizo un striptease emocional, con tan sólo 28 años, al publicar su autobiografía, Impresiones y recuerdos, en 1893. Buena parte de su razonamiento descansa en la vinculación erótica afectiva con diversas mujeres. Y estas experiencias, que son presentadas como parte de una vida llena de altibajos y mudanzas, dibujan un universo de personajes femeninos, en el que se puede decir que hay un plural engañoso, pues estos personajes en realidad son uno solo, el cual certifica la transición de Gamboa, de joven a adulto, en las etapas de iniciación, evolución y graduación. Este texto autorreferencial fue desgranado desde la perspectiva de los estudios literarios, con el fin de contribuir al estudio de las masculinidades, así como en el de los papeles personales y su valor en tanto fuentes documentales.

 

Palabras clave: Federico Gamboa; autobiografía; memoria; literatura mexicana; papeles personales.

 

Abstract: Many years before the craze for exhibiting the self in virtual environments, writer Federico Gamboa did an emotional striptease at the tender age of 28, when he published his autobiography, Impresiones y recuerdos, in 1893. Much of his reasoning is based on his affective erotic bonding with various women. And these experiences, which are presented as part of a life full of ups and downs, create a universe of female characters, in which one can say that there is a deceptive plural, because these characters are in fact just one, reflecting Gamboa’s transition from young man to adult, in the stages of initiation, evolution and graduation. This self-referential text was written from the perspective of literary studies, with the aim of contributing to the study of masculinities, as well as that of personal papers and their value as documentary sources.

 

Key words: Federico Gamboa; autobiography; memory; Mexican literature; personal papers.

 

Fecha de recepción: 16 de noviembre de 2016     Fecha de aceptación: 5 de abril de 2017

Prolegómenos

Virginia Woolf (2013), en su irónico y sagaz ensayo de 1929, Un cuarto propio, señalaba que “en el siglo xix se había desarrollado tanto la conciencia propia que era costumbre que los hombres de letras describieran sus mentes en autobiografías y confesiones” (p. 74); dicha moda –en el que la autora inglesa establece el paralelismo entre sujeto moderno, literatos y el afán por ventilar lo privado en la arena pública– bien puede servir de marco, si se pretende explorar el ejercicio autobiográfico de un sujeto decimonónico, especialmente cuando esta conciencia propia nace de un escritor que decidió hacer el enjuiciamiento de su pasado a los 28 años.1 Pero, antes de continuar, presento al autor y a su texto.

Federico Gamboa (1864-1939), que a seis meses de cumplir los 29 ya había vivido tanto en la ciudad de México (mayoritariamente), como en Nueva York (un año), París (siete meses), Guatemala (año y medio) o Buenos Aires (año y medio), y conocido ciudades como San Francisco, Montevideo, Río de Janeiro o Londres, fue un sujeto cuyas diversas mudanzas geografías se correspondieron con diversos cambios de estatus, emocionales y de costumbres.

Gamboa tuvo una infancia más o menos sosegada en el núcleo de una familia burguesa, vinculada en una cierta etapa al poder político, y una adolescencia en rápido descenso hasta la pobreza y la orfandad de madre (diez años) y padre (18 años). Fue estudiante de derecho (de regular desempeño), empleado tristón en los juzgados y despertó a la vida social como periodista (cronista), con especial énfasis en el burbujeante mundo del teatro y los entretelones nocturnos de la ciudad de México. Al tiempo, se aventuró en el mundo de la diplomacia mexicana y con ello dio inicio, formalmente, a su vida como literato. Conoció el éxito como escritor y dramaturgo;2 su paso por el Ministerio de Relaciones Exteriores fue reconocido y productivo; y también sufrió en carne propia el exilio (1914-1919),3 el descrédito y el olvido.

A la fecha, Gamboa suele aparecer casi mimetizado a su quinta novela (Santa, 1903), así como al naturalismo y a ese periodo histórico que hemos intentado constreñir en una pintoresca palabra (Alfonso Reyes dixit), el cual, en algún tiempo, tuvo más letras que interpretaciones: porfiriato.

Si bien para algunos de sus críticos, Gamboa sólo imita los diarios de los Goncourt, la escuela de Zola, el estilo de Maupassant, etc., o, en muchos casos, es un escritor demodé (utilizando el pleonasmo de que su prosa ha envejecido mal), no hay que olvidar que, toda la literatura bien puede ser vista como “una sinuosa guirnalda de plagios”, tal como lo reflexiona Roberto Calasso (2011), “entendiendo no aquellos funcionales, debido a las prisas o la pereza [...] sino los otros, fundados en la admiración y en un proceso de asimilación fisiológica que es uno de los misterios mejor protegidos de la literatura” (pp. 16-17).

Además, más allá de famas o parricidios intelectuales, la riqueza de la obra literaria de Gamboa está directamente relacionada con su capacidad para servir como fuente, en tanto proveedora de ideas, imaginarios o modelos de conductas, por mencionar algunos tópicos, de una época determinada y, en especial, desde la visión de un sujeto en particular, que en su individualidad trae adherida muchos de los fantasmas y sueños de la colectividad.4

Para cuando este joven “trotaglobos” dio a la imprenta, en Buenos Aires, su autobiografía Impresiones y recuerdos (1893),5 ya contaba con algo de currículum (dos novelas publicadas, una en Guatemala y otra en Argentina) y el respaldo del gremio (desde 1889 era miembro de la Real Academia Española), sin embargo, es importante detenerse en el periodo argentino (1891-1893), no sólo porque fue durante ese tiempo en el que concibió y finalizó la citada autobiografía, sino porque en esos años terminó de conformarse, en sus aspectos fundamentales, el personaje del homme de lettres.6

Gamboa, después de un largo viaje, muy al estilo de la época, había desembarcado en Buenos Aires en 1891. Un año después, aparece un Gamboa exitosamente vinculado con el grupo de intelectuales que dominaban buena parte de la escena argentina. Lo que el autor mexicano llama en su Diario7 los “martes literarios”, eran tertulias de varones en las que se discutían asuntos variopintos, desde la muy agitada política de la época hasta las corrientes estéticas o literarias en boga o simplemente para conocer los avances de los escritos o los textos terminados y en muchos casos para despedazarlos en un muy civilizado convite. Los asistentes a estas reuniones, argentinos y de otras nacionalidades, generalmente provenían de buena cuna, contaban con un cierto prestigio social, eran testas que escribían en diarios, revistas, y en abrumadora mayoría publicaban obras literarias y de no ficción.8 Rubén Darío (1913), en su autobiografía, recuerda estos encuentros:

Fui invitado a las reuniones literarias que daba en su casa don Rafael Obligado. Allí concurría lo más notable de la intelectualidad bonaerense. Se leían prosas y versos. Después se hacían observaciones y se discutía el valor de estas. Allí me relacioné con el poeta y hombre de letras doctor Calixto Oyuela […] [y] con Federico Gamboa, entonces secretario de la Legación de México, que animaba la conversación con oportunas anécdotas, con chispeantes arranques y con un buen humor contagioso e inalterable (pp. 160-161).

A pesar de que Gamboa llegó a Argentina entre febrero y marzo de 1891, la primera entrada de Mi diario i es del 7 de mayo de 1892. Y la tercera es del 10 de mayo de ese mismo año, día en el que comenzaron sus martes literarios. En un periodo de casi un año no sabemos qué hizo Federico Gamboa, con quién o quiénes convivió, pero es claro que para él, la memoria, y una parte importante de su nueva vida, cobró otro matiz a partir de estas convivencias-tertulias de mayo de 1892, las cuales llegarán a su fin (por lo menos sus martes) el 11 de julio de 1893.

Como prueba de esa nueva autoconciencia de plumitif militante, remito a aquella anécdota relativa a la visita de Gamboa a Zola y Goncourt en París. El escritor mexicano, en el viaje de ida (1891), tuvo que quedarse en la Ciudad de la Luz durante siete meses, a la espera de poder tomar el próximo barco hacia Buenos Aires, tiempo que aprovechó para conocer “lo serio por la mañana y por la tarde, lo alegre por las noches” (Gamboa, 1893, p. 281), e incluso para aburrirse; pero será en el trayecto de vuelta, en 1893, en un periodo mucho más corto, cuando tomó valor y se apersonó frente a las puertas de tres de sus referentes en la literatura: Émile Zola, Edmond de Goncourt y Alphonse Daudet.

Con los dos primeros mantuvo sendas y escuetas entrevistas –Gamboa se manejaba bien en español, francés e inglés–, con el tercero, por cuestiones de agenda, no pudo celebrar el encuentro. Gamboa dejó constancia de estas charlas, de sus impresiones y los detalles, tanto en su primer diario (1908) como en la Revista Azul (mayo de 1894). Como ya lo señaló el mejor lector de la obra gamboína, José Emilio Pacheco: “hay que admirar el valor del joven Gamboa que se empeñó en ser moderno y contemporáneo de sus contemporáneos europeos desde su primer libro” (Gamboa, 1995, p. x).

Este tipo de encuentros permite sopesar el valor que tuvieron para Gamboa las experiencias adquiridas en el Cono Sur, y no es gratuito que dentro del texto autorreferencial estas experiencias ocupen el penúltimo capítulo (xvi: “En Buenos Aires”), o dicho de otra forma, que sea el fin de un camino, el cual comenzó en el capítulo iv (“Me hacen periodista”), y que, como una línea continua, va hilvanando sus prácticas periodísticas9 con sus pasos por el teatro como público, traductor y dramaturgo, así como sus iniciales contactos con el mundo intelectual en su primera temporada en Guatemala (1888-1890).

En este sentido, el ego-documento funciona no sólo para atar los cabos sueltos, sino para darle una coherencia a su pasado (el cual, de acuerdo con Gamboa, comenzaba siendo él un adolescente de catorce años y cerraba, temporalmente, a los 28), mediante una serie de estrategias narrativas que permiten entrever aquella idea de Braunstein (2010): “somos los costureros y los encuadernadores de nuestras vidas. Con recuerdos nos vestimos… o nos disfrazamos” (p. 11).

Impresiones y recuerdos, además de ser el altavoz que da la nueva: ¡ha nacido otro hombre de letras!, también le permite situarse entre el resto de sus congéneres con un nombre propio y el apellido de un colectivo (predominantemente masculino) que apenas daba sus primeros pasos para profesionalizar su práctica, la cual no terminaba de convencer a las buenas conciencias ni de atrapar al gran público. Sin embargo, para Gamboa (1908), este era un camino sólo de ida:

2 de julio de 1893: Ricardo S. Pereira (escritor colombiano) (me dice): Es posible que Impresiones y recuerdos le cierren las puertas de los ascensos diplomáticos, pero, de fijo, le abren de par en par las de la literatura. ¿Cuáles prefiere Ud. tener abiertas? Y se escandaliza de que, sin vacilar, le responda que prefiero tener abiertas las de la literatura. Pero ello así es, ¡en Dios y en mi ánima! (p. 115).

Más allá de posturas escritas (y enojos momentáneos, ya que en esas fechas Gamboa estaba asimilando su expulsión momentánea, que duraría dos años, de las filas de la elite de la burocracia), en la lectura de la citada autobiografía resulta fácil apreciar el cortejo entre tener un empleo en el Ministerio de Relaciones Exteriores (sueldo, prestigio, espacio físico, etc.), con el acto de escribir y publicar, es decir, ahí está la instantánea en la que Gamboa descubre lo que significa tener una habitación propia, aunque la casa esté en diferentes países.

Asimismo, el citado texto permite conocer las particularidades del trabajo diplomático, las cuales le ayudaron a Gamboa, entre muchas cosas, a relacionarse con personas de distintas nacionalidades, que en lo general solían tener hábitos de lectura y escritura, así como ese ánimo respecto de la modernidad (orden, progreso, etc.), en un ambiente laboral que, según las muchas anotaciones recogidas de sus diarios, fueron, al menos mientras no ocupó cargos de importancia, generalmente sosegado y amable.10 Aunque aclaro que no pretendo hacer de la labor diplomática un paraíso exento de tensiones o sobrecargas laborales, sí busco destacar que la vinculación entre los intelectuales de la época (y gran parte del siglo xx) y Relaciones Exteriores, fue continua y productiva.11

Los 17 capítulos que componen Impresiones y recuerdos narran una historia, la cual está hecha de experiencias, mismas que Gamboa decidió compartir –aunque, como recuerda Braunstein (2010): “somos lo que recordamos (pero) somos también eso que olvidamos” (p. 26)–, y con las cuales intenta dar cuerpo a un texto que, igual le sirve para presentarse, como para excusarse y buscar el apoyo externo (en el lector). Como parte de las estrategias discursivas para armar su entramado narrativo, Gamboa utiliza la tríada conceptual de juventud/orfandad/temperamento latino, de forma que las decisiones (especialmente en terrenos de la sexualidad y la convivencia con mujeres de mala nota) y los actos en general quedan disculpados de forma anticipada.12

Con dicha autobiografía, Gamboa se integró a las filas de esa “enorme literatura moderna de confesión y autoanálisis” (Woolf, 2013, p. 79), sin duda, y en ese afán de explicar, convencer y convencerse, el autor intentó construir un puente entre el pasado y el ahora, por el cual corre un río con diversos reflejos. El que me interesa destacar para este caso, son esos cadáveres exquisitos que flotan en gran parte de la narración: los personajes femeninos. Y para ello, me apoyo en los estudios literarios, así como en las aportaciones desde el psicoanálisis, que tienen como eje de análisis los textos autorreferenciales, para ahondar en la comprensión histórica de las masculinidades y exponer un ejemplo de narrativa confesional rico en ideas e ideales respecto de los sujetos femeninos.13

Considero que este tipo de escritos, claramente diferenciados de los diarios y otros papeles personales,14 “se abren de peculiar manera al escrutinio, no sólo por la razón que las originó (comprenderse, justificar(se), comunicar, presentarse, etc.), sino por su carácter íntimo, en tanto búsqueda de una “explicación” sobre el yo y sus avatares” (Vázquez Robles, 2015a, p. 162). En este sentido, los ego-documentos ayudan, entre muchas otras vertientes, a estudiar “los procesos de formación de los individuos y las colectividades o para conocer de las ideas e imaginarios, en una época y un espacio determinado, respecto a lo que pudo haber significado ser joven y varón; mujer y casada; homosexual; noble; nuevo pobre y las múltiples combinaciones que se quieran imaginar” (Vázquez Robles, 2015a, p. 162).

A raíz de la aparición de Impresiones y recuerdos, uno de los amigos de Gamboa, el poeta argentino Rafael Obligado, observaba que en toda autobiografía lo destacable era: “el hombre en sí mismo, el estudio de sus pasiones, su manera de ver y sentir cuanto le rodea”.15 Esa aparente y sencilla observación me sirve para puntualizar que no entro en el debate de si la escritura autobiográfica es la verdad más limpia o la mentira mejor narrada, ya que como lo señala Molloy (2001):

Decir que la autobiografía es el más referencial de los géneros –entendiendo por referencia un remitir ingenuo a una realidad, a hechos concretos y verificables– es, en cierto sentido plantear mal la cuestión. La autobiografía no depende de los sucesos sino de la articulación de esos sucesos, almacenados en la memoria y reproducidos mediante el recuerdo y su verbalización (p. 16).

O, en similar sentido y para ampliar la idea, lo que señala Pozuelo (2006): “La descripción del espacio autobiográfico implica siempre una sustitución de lo vivido por la analogía narrativa que crea la memoria, con su falsa coherencia y ‘necesidad’ causal de los hechos, pero que unas veces tal sustitución será una impostura y otras veces no, dependerá en ese caso de su funcionamiento pragmático” (p. 34), pero sí asumo que estoy frente a un texto, el cual fue escrito por un sujeto que, en cierta época y a raíz de ciertas experiencias que él mismo quiso compartir con los hipotéticos lectores, construyó un discurso autentificador.16 Y es desde ese discurso, en el que busqué extraer las observaciones, ideas o imaginarios que Gamboa planteó respecto de lo femenino y las mujeres.

Personajes femeninos

En todo el ego-documento, el escritor “sincerista”17 no pierde oportunidad alguna para hablar de mujeres, de lo que significaron para él –tanto en su estadio virginal, como en sus primeros escarceos juveniles o en su búsqueda de la madurez sentimental que lo convirtiera en un reputado calavera, crápula o aquel eufemismo de “hombre de experiencia”–; de sus preferencias (en cuestiones físicas, por ejemplo) o de aquellas lecciones que obtuvo por el trato con las llamadas “horizontales”.

Pero antes de continuar, que hable Virginia Woolf (2013): “Si la mujer no tuviera más existencia que la revelada por las novelas que los hombres escriben, nos la imaginaríamos como un ser de la mayor importancia; muy cambiante; heroica y mezquina, espléndida y sórdida, infinitamente hermosa y horrible en extremo, tan grande como un hombre, tal vez mayor” (p. 65).

La autora de Al faro, con acento saludablemente provocador, habla no sólo de las antípodas en que las figuras de la feminidad terminaban encapsuladas o de que la mujer existe a pesar de los varios intentos por diluirla en los otros, sino de la costumbre de los varones por definir las muchas variables que conforman la identidad de las mujeres, especialmente sin tomarse la molestia de consultar a las aludidas.

Por ello, es importante decir que en el texto de Gamboa aparecen los personajes femeninos, no las mujeres, pues lo que se presenta entre las letras es la ficcionalización de lo que el pajarito (como se le llamaba entre los bohemios) pudo haber vivido o deseado vivir con algunos sujetos femeninos que se cruzaron en su camino.

En Impresiones y recuerdos (1893) se muestran varios personajes, desde aquella que sólo puede entenderse a partir del llamado amor platónico, hasta las encargadas de desvelarle al escritor algunos secretos de la carne y, siempre de acuerdo con el confeso, romperle el corazón en pequeños pedazos, porque así lo exigían las circunstancias y los participantes, en tanto sujetos genéricos atrapados en esa telaraña de los deberes y los supuestos.

Gamboa aprovecha el segundo capítulo (“La conquista de Nueva York”) para comenzar a hablar sobre el deseo y las féminas. La explicación comienza en la calle, frente a un río humano que lo obliga a cuestionar su papel de varón, latino y joven.18 Con 16 años, Gamboa (1893) descubrió otro mundo, o así le gustaba recordarlo: “Estremecido en mi interior del contacto humano y masculino que me mareaba por la cantidad, mientras el femenino me subyugaba, me prometía mil quimeras que aunque desconocidas materialmente, mi sangre juvenil me las forjaba realizables” (p. 23).19

Los sobresaltos del joven Gamboa son puestos a la mesa precisamente en forma de impresiones, para que los recuerdos, más allá de ser un platillo para la redención, sirvan para adentrarnos en las emociones de un sujeto que, a pesar de estar bajo la tutela y rígida vigilancia de su padre (exmilitar e ingeniero), parecía dispuesto a transformar ciertas ambigüedades en certezas. De acuerdo con la narrativa, la metamorfosis del joven comenzó desde la posición del espectador: “Por no atreverme a más, dilataba la nariz para hacer provisión de esas ráfagas de perfume que casi toda mujer despide a su paso, o bien, las devoraba con los ojos […] lo mismo a las que pasaban envueltas en pieles ricas que a las que pasaban envueltas en su propia belleza –para mí le más rica de las pieles” (pp. 23-24).

A pesar de que el protagonista y narrador nos confiesa sus dudas, pues no estaba seguro de que los temblores de su cuerpo fueran producto de ese viento helado que entraba en casas y escuelas o “a causa del vicio lejano que quería colarse por los intersticios de mi adolescencia” (p. 24), parece que la corriente efectivamente se filtró, quizá como parte de los rituales y presupuestos que, en su momento, daban forma a los conceptos de juventud y varón, o tal vez fue por el prurito del exceso, ya que este tipo de textos están dirigidos a un público que, además de estar mayoritariamente en iguales condiciones de raza, género y posición socioeconómica que el autor, también cumplen con el papel de árbitros, especialmente en aquello de la validación o repulsa de lo narrado.

Desde la narrativa del autor, rememorando su etapa adolescente, era natural que sus ojos, otrora vírgenes y castos, se concentraran en los cuerpos del otro, es decir, en los cuerpos femeninos, poniendo especial énfasis en que la ciudad era una suerte de proveedora de osamentas con falda, libremente circulando para que él se iniciara en el espumoso mundo del apetito carnal; así, Gamboa (1893) se dibuja como un sujeto hechizado, porque estaba frente a “muchas mujeres, muchísimas, incontables, infinitas, que absorbían mi cuerpo, mi voluntad, mis anhelos, premiándome con caricias y dolores de todos géneros” (p. 29).

Más allá de la pasarela de cuerpos femeninos, hay que hacer una breve parada en el muelle en Nueva York, que es el escenario en el que aparecerá la primera maestra de educación sentimental de Gamboa, una “habanera de nacimiento y celestialmente bella” (p. 35), quien no sólo inaugura el texto en calidad de personaje femenino, sino que quedará en la galería de los recuerdos inalterables como el primer amor (el amor incorpóreo). Dentro del texto será invocada como Luisa, y será para la posteridad la “encantadora virgen tropical que apenas si se dolió, sin corresponderla, de esa pasión de adolescente impresionable: una de las ilusiones más puras de mi vida” (p. 40).

Gamboa (1893) le dedicó un capítulo entero (“En primeras letras”) al personaje de Luisa y a su idea del amor puro (como un acto que, en lo irrealizable, encuentra su mejor sello de fantasía e ilusión, y cuyo paradigma obliga a un nulo contacto físico y una ausencia total de deseo carnal). Ante todo, Luisa será la inalcanzable, pero también será el ejemplo de que amor y dolor riman muy bien, tanto como mujer y estrategia. Una de las primeras pautas que Gamboa perfila, mientras narra sus dolores frente a la insistencia de Luisa de ser sólo amigos, es el concepto de belleza, que para el caso de una mujer del diecinueve es una extraña mezcla entre anhelo grupal, obligación y maldición, pero, sobre todo, es el adjetivo idóneo para condenarla.

Para Gamboa, una mujer bella no podía ser “la novia ni la esposa de nadie, sino la adoración de todo el mundo” (p. 36). Si bien este tipo de fragmentos buscan esconderse tras el aroma de la poesía galante, no por ello hay que soslayar que belleza y mujer, matriz y mujer, lágrimas y mujer, y un tortuoso etcétera, refiere a un complejo proceso de imbricación de conceptos e imaginarios, especialmente cuando se habla de la construcción de la mujer estatua, condenada a la maternidad como sino existencial y que, al igual que un pez fuera del agua, sólo podía sobrevivir en ese espacio cerrado denominado hogar, el cual, por cierto, tenía reglas muy claras, así como un sistema de premios y castigos igual de prístinos.

El desprecio de Luisa hizo que Gamboa (1893) recurriera a aquella etiqueta (ambigua y ambivalente) de la naturaleza femenina: “Ella, mujer al fin, se dio cuenta exacta del efecto que me producía, con lo que dicho queda que procuró aumentármelo, volverme el juicio; y no por maldad, sino por ley fatal de su sexo, que necesita para vivir de la lisonja, de la adoración y de los sufrimientos del hombre” (pp. 37-38). Gamboa no inventó el hilo negro. Otros escritores, en distintas épocas, ya habían comenzado a darle esa pátina especial a la estatua de bronce. Por ejemplo, Ignacio M. Altamirano (2002) en su novela Clemencia de 1869, señalaba: “el amor propio, innato en el corazón de la mujer, y mayor en el corazón de la mujer bella, que quiere conquistar siempre, vencer siempre y uncir un esclavo más al carro de sus triunfos” (p. 50).

De acuerdo con Gamboa, en el plural (mujeres) no había malicia, sólo reacciones, pues en el laberinto, oportunamente exótico e indómito de lo femenino, habitaba un ser mitad cuerpo, mitad diosa, que solía exigir sacrificios o pruebas de amor. ¿Es lo que Virginia Woolf (2013) pensaba, cuando se refería a las mujeres dibujadas por historiadores y poetas: “ese monstruo rarísimo, un gusano alado como las águilas; el genio de la vida y de la belleza picando grasa en la cocina”? (p. 66).

En otros recuerdos, podemos leer que, cuando el calor de Nueva York modificó la escenografía y el vestuario, Gamboa emigró durante el verano a Bath, en Long Island, y ahí se encontró con otro tipo de personajes: las extranjeras. Las costumbres de ese país que no es el suyo, lo hacen enfrentarse al traje de baño y la actitud de las mujeres estadunidenses frente al cuerpo, y los ojos masculinos. La primera sorpresa es que, cuando él cree que está a punto de ser víctima de una andanada de insultos o diatribas morales, por estar en medio del camino por el cual pasarán las bañistas, las mujeres ignoran completamente los ardores del sujeto: “Cómo padecí durante el baño. Las veía nadar, tomarse de la mano, gritar con lo frío del agua, dejarse derribar por las olas fuertes y acariciar por las débiles […] Y cuando al fin salieron chorreando agua; empapadas, las ropas adheridas al cuerpo y siguiendo los contornos de la forma, yo, mentalmente, le fui infiel a Luisa, ¡oh, muy infiel!” (Gamboa, 1893, p. 47).

Gamboa (1893) comparte que, a sus 16 años, le fue fácil aclimatarse a las costumbres de estas mujeres, que no obstante estar en traje de baño, solían mezclarse con varones, para sorpresa del escritor, pero celebra que “su gente”, especialmente su hermana menor (Soledad) y una amiga de ella (Felicia) no participen en dicha escenografía.

Durante ese verano, el rechazo de Luisa, aunado a esa definición que habla de un “temperamento de meridional precoz y voluptuoso” (p. 52), el confeso cedió ante las dudas y se filtró en los salones (de la mano de un español, mayor que él: Gervasio Pérez), en el ruido y las luces; a escondidas de su padre y con saldo final en su contra. Antes de ser deportado (por su padre) de Nueva York, Gamboa pierde la virginidad en más de un sentido. Al frecuentar los salones, donde las mujeres podían llegar solas o acompañadas, el narrador dice que “sus rubores de inexperto y candideces de novicio” (Gamboa, 1893, p. 52) fueron el mejor pasaporte al inevitable colchón de alguna samaritana que se apiadó del forastero.

A su regreso a la ciudad de México (1881), ya con la tutela del padre a más de 3 000 kilómetros de distancia, y con el recuerdo de un año de pasión malograda, Gamboa (1893) se entregará por completo a caminar por las calles, para adquirir ese aire de “vicioso precoz y empedernido” (p. 81), aunque suele reconocer que era más el empeño que la realidad. En su andar, inevitable fue toparse con aquellas mujeres que hacían del boulevard el centro de todas las batallas; e inevitable fue que el escritor buscara una manera de ponerlas negro sobre blanco, para dar sentido a esas experiencias:

Las veía ir y venir dentro de sus carruajes, al mediodía, por las calles de Plateros y San Francisco […] y me extasiaba en su contemplación, me sentía atraído por ellas, ejercían sobre mí inexplicable y misterioso atractivo. De nada servían las predicaciones escuchadas en su contra […] la multitud de consejas que andan por ahí pintándonos a esas pobres excomulgadas de la dicha, como monstruos de maldad y de odio. Yo las quería, éranme simpáticas, parecíanme todas las hijas legítimas de la infortunada Margarita Gauthier y me sorprendía no mirarlas envueltas en lágrimas y camelias (Gamboa, 1893, pp. 80-81).

Destacan desde el escenario narrativo de Gamboa estos personajes femeninos que estaban desautorizadas para ostentar el título de “señora”; sujetos que por pertenecer al universo de las mujeres de alquiler, de las alcahuetas acreditadas o de aquellas que contagian la deshonra (hay que ver lo creativos que somos para estigmatizar), perdían la protección del Estado y de la sociedad en cuanto a derechos (por pocos y raquíticos que fueran) y reconocimientos (mayoritariamente de índole social), y en cuyos pies se enredaban por igual las maldiciones médicas, los miedos sociales como los anatemas religiosos.

Gamboa asocia a las cortesanas con el personaje de Alejandro Dumas hijo (La Dama de las Camelias, 1848) –autor que fue muy popular, junto con Dumas padre, entre los lectores mexicanos y los asistentes al teatro de la época– y establece con ello una especie de invitación para dejar de ver a estos personajes como peligrosas transgresoras de las reglas de convivencia social y más como sujetos víctimas de los varones, que expiaban el pecado con una vida llena de pena y sufrimiento.

Para Gamboa (1893), la derivación de ese dolor perenne, al saberse condenadas a vivir fuera de la tribu, era lo que explicaba esa transformación de mujeres caídas a mujeres vengativas, con un objetivo bien definido: los varones. En palabras del autor:

Me acercaba yo a ellas, y en sus caras risueñas o cínicas, en la acogida que me dispensaban, en sus palabras libres y multicolores, descubría un fondo de tristeza infinita, algo como el recuerdo esfumado de días sin pan y noches sin abrigo, un secreto afán de que las trataran con cariño, siquiera unos segundos, de que las hicieran olvidar su oficio, su desgracia inmensa. Y como no lo obtienen nunca, descubría yo también, al venirles la reacción, una especie de odio a los masculinos; un odio reconcentrado, de represalias, eterno; odio de víctima a verdugo (p. 82).

El capítulo v (“Malas compañías”), Gamboa regala otro bosquejo de un tipo de mujer que se mecía peligrosamente entre las que solían trabajar exclusivamente desde y en la calle, y aquellas que podían exigir la manutención y una casa por el usufructo de su cuerpo. Así, Gamboa hace entrar en la escena de la profesionalización de sus pasiones a su primera querida. Es interesante destacar que el confeso no consigue (o no quiere) disociar las ideas de sexo con pecado, y placer con culpa, muy en el tenor de lo que Georges Bataille (2001) proponía alrededor del erotismo y la felicidad: “El placer de los cuerpos es sucio y nefasto: el hombre en estado normal [...] lo condena o acepta que sea condenado. Lo hace incluso el libertino que aparenta desdeñar el juego cuya seducción lo agota” (p. 83).

La primera querida (Carlota), será para Gamboa (1893) el pretexto perfecto para comenzar a hablar de una formación amorosa personal en constante ascensión. La susodicha era una mujer de buena cuna que “había caído estruendosamente, sin nada que la disculpara, por el placer de enlodarse, de probar el vicio” (p. 79). Esta mujer, que ya había conseguido el epíteto de Señora, con mayúscula, aparece aquí como una mujer que no quiso ni pudo luchar contra la tentación de arrebatarle la manzana a Adán.

Y eso, en el México decimonónico, no era un asunto para tomarse a la ligera. En el Código Civil del Distrito Federal, editado originalmente en 1884, el adulterio era tomado como un delito, lo suficiente como para que la mujer quedara sin derecho a alimentos (art. 253). Para su intérprete, J. Lozano (1902), la explicación de dicha diferencia entre el hombre y la mujer era que, esta, “introduce en la familia un vástago extraño que usurpa derechos legítimos, y disminuye las porciones que la ley ha designado. Hay sin duda mayor inmoralidad en el adulterio de la mujer, mayor abuso de confianza, más notable escándalo y peores ejemplos para la familia, cuyo hogar queda para siempre deshonrado” (p. 71).

Gamboa (1893) acepta que por dentro condenó a Carlota, ya que “desde entonces me apuntaba la convicción que he ido robusteciendo con el tiempo y mis observaciones, de que la maternidad es un santo derivativo” (p. 79). Pero condenarla en el fuero interno no fue suficiente; al contrario, podría decirse que fue el aliciente para comenzar una relación.

Gamboa, como tantos otros, hará que maternidad rime con mujer; ya que la maternidad es un certificado que permite a la mujer decirle al mundo: ya no soy aquella que nació para tentar a los varones, ya no soy aquella que los hará sufrir, ahora, soy candidata a beata, a pesar del trato carnal. Gamboa (1965), engolosinado con la idea de una maternidad redentora, justificante y validadora, cierra así la idea: “La mujer, sí; es maternal, sexualmente maternal, aunque todavía no haya concebido, o nunca haya de concebir; es maternal desde que nace, con sus muñecas, con sus hermanos, es ascensión continua hasta los hijos” (p. 1320).

Carlota está consciente de que la “buscan por la novedad, por los residuos de honestidad que pueden arrancarme del corsé” (Gamboa, 1893, p. 91), y parece que este grado de conocimiento de los imaginarios y anhelos de los masculinos de la época, fue lo que resultó más atractivo a Gamboa al momento de hacer a este personaje la encargada de enseñarle el siguiente nivel en el juego de la pasión y el deseo.

Para el joven Federico, la diferencia entre anhelar el placer y entrar en contacto con él, pasaba necesariamente por la aceptación de la juventud como el motor para cruzar la frontera: “¡Quién va a rehusar, con el apetito de los veinte años, una fruta que pende del tallo, al alcance de la mano, y que nada ambiciona sino dejarse comer!” (pp. 91-92).

Según Gamboa, las mujeres nacían con un destino manifiesto impregnado en la piel y no únicamente porque los papeles estaban bien separados por códigos de comportamiento, sino porque el amor y la pasión entraban en escena, como puede leerse en el final de Metamorfosis (1965), en el que la monja acepta que, rendirse, es irremediable, pues entregarse al hombre que la arrebató del convento no es una claudicación, sino un volver al origen, una suerte de hacerle los honores a su condición de hembra:

Contagiada por aquel aliento de fuego, por aquel hombre que temblaba a su lado, con su contacto, siendo el que debía mandar por ser el fuerte; con decisión poética y grande de hembra formada y sana, de fruto maduro que en el instante necesario se desprende de la rama para que lo muerdan y despedacen –pues para eso nació– así la monja que agonizaba se dejó abrazar, convertida ya en mujer y en mujer enamorada (Gamboa, 1965, p. 713).

Para llegar a ser un hombre, era necesario pasar por esa prueba de tener una querida, reflexión que también se puede encontrar en otros textos, de otros años. Por ejemplo, en la citada novela Clemencia de Altamirano (2002) en el que un joven, guapo e irresponsable, reconviene al compañero de armas (feo y honrado) por conservar su corazón ajeno a los avatares del amor y principalmente de la pasión: “¡Un corazón virgen a los veinticinco años! ¡En este tiempo en que ya a los doce se tiene novia, y muchas veces querida! Convengo en que no haya usted amado [...]; pero habrá usted tenido una querida: ¿quién no tiene hoy, apenas llegada la pubertad, una triste querida?” (p. 52).

Es decir, tampoco Gamboa rediseña los rituales de la iniciación masculina; la diferencia con sus contemporáneos y pares fue que esta narración tenía un dueño y por lo tanto podía constatarse en alguien “real”, pero en lo general, optó por los caminos ya transitados. Eso sí, el acto de hacer público dichos rituales, considerados íntimos y secretos, es lo que marcan una diferencia sustancial con sus contemporáneos. Y así, Gamboa (1893) reflexiona:

Entré en terreno desconocido, mas con el necio afán de nunca declararlo; y en la calle, en el café, a solas en mi cuarto, sonábame de especial y dulcísima manera esta frase común: –Tengo una querida. Cierto es que de cuando en cuando me asaltaba la duda; un hombre decente no puede pronunciar esa frase, si no son por su cuenta todos los gastos de la mujer; mi sueldo no bastaría a cubrir ni un solo mes de renta de la casa de Carlota; y para conciliar los reclamos de mi conciencia con mi vanidad de masculino que está apenas asomándose a la vida, corregía la frase en esta forma: –Será entonces un principio de querida (p. 92).

Tener una querida era un símbolo de prestigio entre varones. Tener, se refería a ser capaz. Ser un adulto, haber dejado atrás para siempre la posición de menor de edad (y erradicar la sombra de duda sobre una posible homosexualidad, aunque fuese temporalmente). Y ser adulto mezclaba asuntos como capacidades, derechos y obligaciones. Pero también tener una querida es establecer diferencias, muy en el tenor de aquello que advirtió Manuel Payno (2002) en su reflexión, Memorias sobre el matrimonio de 1842: “Una querida la divinizamos, la vemos como un ángel, mientras en una mujer propia vamos descubriendo diariamente multitud de pequeñas humanidades que arrancan hoja por hoja las flores de la ilusión” (p. 25).

Si bien el romance es presentado como una etapa en la que dos comieron en un mismo plato e incluso se diseñaron planes a futuro, sin importar, aparentemente, lo escaso de los recursos del intento de amante; también es la oportunidad del confeso para enseñar al mundo que, en estos asuntos, por muchos refinamientos que se impriman a los actos y las palabras, la fecha de caducidad siempre está a la vuelta de la esquina. Eso sí, Gamboa reconoce que los celos de ella y las infidelidades de él fueron la receta ideal para disolver la historia.

Gamboa (1893), por su parte, se dedica a conquistar a “una irredenta de profesión” delante de Carlota, para dar la estocada final a este episodio de su vida amorosa: “Reconozco que he de haber estado extraordinariamente cruel, pues no hay en la creación bicho más malo que el hombre o la mujer cuando no ama” (p. 95). Aquí el punto de igualdad entre los géneros no sólo se da en el sufrimiento, sino en la capacidad para lastimarse los unos a los otros.

El escritor ya presentó a las horizontales, a la querida, y ahora dibuja a la mujer vampiro. Aquí hay un duelo pasional en el que entran en acción dos adultos expertos y no dos recién iniciados. Es decir, en este juego, la experiencia cuenta, a favor o en contra. Este personaje femenino aparece como alguien capaz de hacerle vislumbrar al varón el paraíso, pero también de guiarlo directamente al paraje aquel que Dante definió como el lugar donde toda luz enmudecía:

(Esta mujer) me hizo bendecir la vida, y […] me hizo maldecir la existencia, […] porque a los veintiún años probé el acíbar de la infidelidad, que para siempre nos separa de la que todavía ayer nos juraba amor eterno. Fue un drama de tres meses de duración, y que sin embargo, me dejó en el alma una aureola negra de desconfianza. Y eso, que el golpe no debía sorprenderme ¿quién me mandó querer a una mujer descarriada? (Gamboa, 1893, p. 136).

Este tipo de personajes femeninos son los encargados de que el varón olvide las consignas ética-morales que le fueron inculcadas en ese espacio cargado de utopías y mitos: el hogar (en donde se presume otro personaje femenino tan paradójico como peculiar: la madre). Para Gamboa (1893), vincularse con este tipo de mujeres era entrar al campo de batalla “vencidos antes de luchar”, pues era “una atracción muy distinta de la de la novia, mucho menos pura –¡oh!, no hay comparación, pero que nos seduce más precisamente por eso” (p. 137). Como alguna vez señaló Daudet, según recoge Edmond de Goncourt (1987) en su diario: “En mi comedia, como en mi libro, los hombres encontrarán un trozo de su existencia; las mujeres no […] es que en la querida hay un rincón de impureza que nos exalta; la mujer honrada no comprende esta exaltación… y está celosa” (p. 269).

Quizá como una manera de advertencia para los no iniciados, o como parte de la explicación, Gamboa (1893) destaca los peligros que se corren al involucrarse con semejantes féminas, y para ello elabora un argumento que tiene visos de homilía y advertencias de hombre de ciencia:

Y amar a una de estas mujeres, es horrible. El amor, que es celoso de suyo, aquí nos atormenta, pues […] sabemos que nuestro rival es múltiple, variado, infinito […] Entonces, se pasan horas sombrías; el suicidio nos hace buena cara; se nos olvida que tuvimos infancia, y religión, y pureza; se mira uno muy abajo; el individuo más miserable que pasea con su mujer y con sus hijos, nos inspira envidia […] los instantes pasados con la querida, lado a lado, nos acentúan la soledad, por la diferencia radical en educación. Luego […] vienen a flote los instintos perversos, que en número mayor o menor tenemos todos los humanos; la influencia del medio nos agosta, para salir, al fin, de la borrasca –cuando se sale con vida– como un verdadero náufrago (pp. 138-139).

Hay otros personajes femeninos que aparecen mencionadas o sugeridas en Impresiones y recuerdos, puede ser una judía: “Aún la veo, con sus ojazos negros, [...] empeñada en convencerme de que me quería [...] tuteándome desde la segunda entrevista, por espíritu de raza y por espíritu de mujer que satisface un capricho” (Gamboa, 1893, p. 169), como también una viuda, unas mujeres chinas (las cuales no le despertaban el menor deseo erótico-afectivo), una mujer casada guatemalteca o una mujer londinense “de un aspecto de insensible y de embrutecida que encogía el alma” (p. 261).

Dentro de esta galería también hay bailarinas, aunque el confeso reconoce que los cuerpos de baile no le gustan, pues “repugnan a mi delicadeza de nervioso; me causan dolor esas piernas nervudas, esas actitudes de saltimbanco, esas carreras de caballo de circo” (p. 257). Y aunque, en lo general, a Gamboa le gustaban las actrices y las divas, la edad de la interfecta era la línea divisoria entre ser deseada o ser causante de ternura. Por ejemplo, el autor relata que conoció a la diva italiana Adelina Patti, pero aclara que, por ser ella mayor que él (Patti, 43 años y Gamboa, 26) no podía desearla de forma carnal.

En el capítulo xv (“Tristezas de boulevard”), aparece una parisina con quien Gamboa cohabitó. Quizás como una forma de homenaje a las horizontales, o quizá porque no pudo resistir la tentación de tener a su propia Margarita Gautier, el escritor bautizó a ese personaje igual que la famosa romántica-realista tísica. El personaje dice tener 19 años, y cumple con el canon de la mujer caída. Antes de que el romance se termine (en esta historia también se muere la chica), Margarita le dice: “también nosotras y los bailes públicos y los cafés-conciertos somos boulevard [...] sábete que es cruel y es triste, pero muy triste [...] a mí me da de comer y lo odio como a mi mayor enemigo” (Gamboa, 1893, p. 320).

Gamboa (1893), inevitablemente, termina por fijar su tesis sobre lo que él desea, es decir, como la gran mayoría de los escritores de la época, establece los mínimos que un sujeto femenino debería cumplir, si es que ese sujeto quería pertenecer al grupo de las mujeres felices y con amplias posibilidades de ser amadas (entiéndase lo que se tenga que entender):

Quiero que la mujer sea mujer y nada más que mujer, que no me muestre sus atractivos como la bailarina, así, de una manera brutal, sino que me deje conquistárselos, írselos descubriendo uno a uno, y luego, que me acaricie, se me muestre femenina en sus actos y en sus caprichos, que con cada placer me traiga un dolor y con cada sonrisa una vibración; que sus bíceps no me inspiren temores sino deseos de defenderlos y de besarlos; que el día, el mes o el año que me consagre sea mío única y exclusivamente, sin coparticipaciones (p. 257).

 

Algunas reflexiones

Federico Gamboa (1908), sentado a la mesa de su confortable casita bonaerense, mientras aguarda a que le sirva la cena una francesa entrada en años [por lo que “no hay peligro de que inspire tentaciones a mi celibato” (p, 2)], observa su entorno y sonríe. Estamos en septiembre de 1892.

Hace cosa de un año, recuerda, tenía que trabajar en dos lugares (secretario y cronista en el periódico El Lunes y como escribiente en un juzgado de lo penal, todo ello, en la ciudad de México); dormir en casa de alguno de sus hermanos mayores o en una habitación del hotel Iturbide; era asistente regular al teatro (como periodista, público y adaptador de dos vodeviles franceses) y bastante proclive a trasnochar con “pseudo-amistades, que más tarde nos enrojecerán con solo su saludo” (Gamboa, 1908, p. 139); era asiduo a los bailes y a esos lugares, clandestinos o regulados, donde reinaban las hetairas y germinaban toda serie de escándalos por el inevitable encuentro entre la sociedad anhelante de reglas, respeto y mundo, y las mujeres locas de cuerpo (Goncourt, 1987).

Pero ahora, a punto de cumplir los 28 años, puede alquilar un espacio digno, con servicio; es miembro de la elite burocrática; viaja por el mundo (y le pagan por ello); asiste a reuniones literarias con gente interesante; es miembro de la Academia de la Lengua; tiene dos libros publicados y, entonces, Gamboa lo ve claro: las piezas están sueltas. Hay que ordenar los recuerdos. Es necesario dotarlos de sentido y orden.

Los ego-documentos no le resultan desconocidos. Afecto a la narrativa francesa de la época, Gamboa tiene una principal inclinación por los papeles personales (diarios, memorias, correspondencias). Admirador de varios de ellos, consumirá los diversos materiales al respecto de Stendhal, Flaubert, los hermanos Goncourt, e incluso de Casanova (aunque confiesa que no le gustó), y propondrá: “lecturas como ésta deberíamos hacerlas de tiempo en tiempo los que por una u otra causa nos hemos dado a la envenenada carrera de las letras” (Gamboa, 1908, pp. 78-79).

Aunque sea válido inferir que Gamboa está en pleno estado de disfrute, especialmente por las bondades de ese matrimonio entre literatura y diplomacia, parece que necesita estructurar su vida pasada para darle legitimidad a la actual. Así, este fui, y este soy, encuentran en Impresiones y recuerdos un lugar idóneo para coexistir. Las experiencias ahí narradas pueden entenderse como el andamiaje del discurso autentificador, mismo que le servirá al autor-protagonista-narrador para presentarse frente a los lectores y, quizá, también frente a sus amigos y familiares.

Eso sí, el escritor mexicano se cuida de que siempre exista una justificación para sus actos, al tenor de ese escudo de varias lanzas: juventud, varón-huérfano, temperamento tropical. Además, Gamboa suele acogerse, de forma indirecta pero perceptible, a los códigos y valores de la época y grupo social que pertenecía. Y basta volver a consultar la Ley del Matrimonio Civil de 1859, artículo 15, en la famosa Epístola de Melchor Ocampo –que Gamboa, a los 22 años, definía como una “pieza filosófica y literaria”20–, para encontrar muchos, sino la mayoría, de esos conceptos:

Que el hombre cuyas dotes sexuales son principalmente el valor y la fuerza, debe dar y dará a la mujer, protección, alimento y dirección, tratándola siempre como a la parte más delicada, sensible y fina de sí mismo, y con la magnanimidad y benevolencia generosa que el fuerte debe al débil, esencialmente cuando este débil se entrega a él, y cuando por la Sociedad se le ha confiado. Que la mujer, cuyas principales dotes son la abnegación, la belleza, la compasión, la perspicacia y la ternura debe dar y dará al marido obediencia, agrado, asistencia, consuelo y consejo, tratándolo siempre con la veneración que se debe a la persona que nos apoya y defiende, y con la delicadeza de quien no quiere exasperar la parte brusca, irritable y dura de sí mismo.21

Al poco tiempo de aparecer Impresiones y recuerdos en las librerías de Buenos Aires (junio de 1893), también se asomó la crítica. Es fácil barruntar que algunos resultaran enojados (o asustados) con la desfachatez del joven extranjero, pues además de relatar “todas las insanias del libertinaje”, o compartir con los lectores “los ardides y procedimientos del vicio”, el autor cometía un doble pecado, ya que hacía público lo que se consideraba íntimo, sagrado, e incluso peligroso, y porque incitaba, según el articulista, “al lector en los apetitos y voluptuosidades de la carne”. La crítica hace sonar las campanas para advertirle al lector que, en Impresiones y recuerdos, hay “páginas empapadas en el acre olor de la alcoba de las cortesanas”, y por si esto no fuera suficiente, cuidado, porque:

En todo él vibran los mismos estremecimientos sensuales; donde quiera asoman los apetitos de la carne, y todos sus peligros son sendos ecos de un culto a la mujer, pero a la mujer materia. No a la compañera, no a la esposa, no a la madre, sino a la hembra del hombre. No al sexo débil que inspira, eleva y dignifica, sino al sexo instrumento del deleite, que hunde y embrutece (Viveros, 2014, pp. 183-184).22

Otro argentino, pero esta vez uno más observador y menos asustado (Rafael Obligado), no se deja llevar por lo armonioso del relato, ni por las confesiones picantes o las aseveraciones relativas al amor o la pasión, antes en cambio, se atreve a decirle a Gamboa que si bien “el punto más discutido de tu libro es el eterno femenino, donde algunos lo encuentran pornográfico hasta el punto de pedir su retiro de las librerías por escandaloso y malsano”, sería saludable detenerse un poco en los detalles, ya que:

Salta a la vista que pones empeño en aparecer hombre de mundo. Tenorio retirado sin mayores aventuras ni estocada alguna. ¿Es esto sincero? Lo es ciertamente, porque tu obra es honrada de la primera á la última página; pero en mi sentir, en tal prurito hay influencias exóticas, virus inoculado, microbios de allende y una cierta dosis de naturalismo infantil [...] ¿te has detenido donde el decoro termina y asoma la licencia? Como soy incapaz para la crítica no acierto con la respuesta.23

La elegancia, y quizá la amistad que los unía, permiten a Obligado puntualizar algunas de las características del texto, respaldar al autor y cerrar con un muy educado juego de palabras. Eso sí, ambas críticas coinciden en un punto: para ser la autobiografía de un sujeto joven, hay un exceso de mujeres. Por ello, no está de más insistir que las mujeres ahí dibujadas son personajes de tinta y papel, hijas de la metamorfosis, al ser evocadas por una serie de objetivos y necesidades presentes del autor, y cuya función dentro de la narrativa, era ayudar al confeso a responder a aquella pregunta de Nietzsche (2011) de ¿cómo se llega a ser lo que se es? (Ecce homo, 2011).

Sin embargo, por muy personajes que sean, sería un error menospreciar el alcance y penetración de este tipo de textos. No está de más recordar que, para algunos lectores, contemporáneos y no tanto, este tipo de libros funcionaron como un manual de educación sentimental, especialmente en la búsqueda por conformar su “sentimenteca” particular.24

Sin olvidar que, como señala Braunstein (2010), lo que podemos encontrar en estas memorias episódicas es “la verdad de la experiencia, no la del acontecimiento –que de él nunca nada sabremos–” (p. 32), sostengo que es perfectamente viable seguir horadando en el tema de la memoria, ya sea a partir de los descubrimientos de la neurociencia o del brazo de las reflexiones que desde la filosofía, la historia o el psicoanálisis se continúan generando, y que también encuentra en la literatura diversas reflexiones, como las palabras de ese personaje femenino, Fanny Price: “The memory is sometimes so retentive, so serviceable, so obedient; at others, so bewildered and so weak; and at others again, so tyrannic, so beyond control! We are […] a miracle every way; but our powers of recollecting and of forgetting do seem peculiarly past finding out” (Austen, 1814).

Y aunque tiene mucha razón Austen al señalar el carácter impredecible de todo recuerdo, me gusta pensar, en la tesitura de Lytton Strachey, que los autores de estos papeles personales son las criaturas que bailan, se ríen y amenazan con levantarle la falda a la grandilocuente Clío, ya que, además “de revelarnos las pequeñeces que encubren las grandes figuras” también son los encargados “de hacernos recordar que la historia fue en otro tiempo la vida misma” (citado en Maurois, 1961, pp. 218-219).

Impresiones y recuerdos, como un claro ejemplo de las obsesiones de un escritor que no perdió la oportunidad de insistir en sus ocho novelas, siete diarios y cinco obras de teatro que, “mientras un hombre viva cerca de una mujer, habrá deseos y tentaciones y riesgos” (Gamboa, 1893, p. 231), es un texto-baúl que igual contiene ropajes del pensamiento masculino de la época, como muñecas mixtas, mitad trapo, mitad porcelana, con sus respectivos aditamentos de prejuicios e ideales, además de postales que aún permiten visualizar esos espacios y lugares en los que hombres y mujeres convivían más allá de las reglas y los deseos de aquella burguesía que intentó regularlo todo, sin olvidar el amor por supuesto, y por ello, de las diferencias entre las prácticas cotidianas y los discursos que pudiesen hilvanarse, ya fuera desde el ámbito religioso, el científico, los legales, o los literarios, por mencionar a los más activos de la época.

Si bien Gamboa (1893) plantea a la mujer como un ser “débil y tornadiza hasta fisiológicamente” (p. 198), este tipo de adjetivos son para él, como para muchos hombres que escribieron sobre las mujeres, los mejores atributos, en tanto aspectos deseables de las féminas. Lo que hoy podríamos llamar prejuicios que buscaban controlar, disminuir o denostar al sujeto femenino, en la época citada son, además, el listado de deseos que conformarán el catálogo por excelencia de las virtudes femeninas, y, si aventuramos una línea de reflexión, son también las mejores proyecciones de todo aquello que se niega a aceptar el sujeto masculino como propio.

Para el escritor, una mujer resultaba necesaria, especialmente durante la juventud de un varón, y no por aquella prédica que involucraba aspectos como la reproducción o la gobernanza de una casa, sino por ser ella la dupla necesaria al momento de abrir las compuertas del deseo. Puede establecerse la tesis de Gamboa respecto a la pasión al tenor de dos grandes ideas: Todos los humanos son susceptibles a caer en la tentación, ergo, dicho vicio iguala a todos los sujetos; y (si omito los signos de interrogación que uno de los personajes de Metamorfosis (1899) piensa), “los males morales son incurables, pues el hombre está condenado a ser por toda su vida pasto y juguete de esas fieras sueltas que llamamos pasiones” (Gamboa, 1965, p. 631).

Para Federico Gamboa, en lo general, las mujeres, antes de pendular entre Eva o María, eran primordialmente la manzana. Esta “cualidad” del sujeto femenino, de ser a la vez prohibida, pero al alcance de la mano, no se contradice, ya que es para el escritor un paso más dentro de la danza de la oferta y la demanda, especialmente entre aquellas mujeres que se ven obligadas a deambular por calles y bulevares, tristes y enojadas, pero conscientes de que necesitan exhibirse para ser escogidas, aunque en una de esas vueltas termine en una tumba sin nombre.

A Gamboa no parece interesarle el asunto de la clasificación de las mujeres en buenas o malas, sino en plantearlas como necesarias para el proceso de transformación de todo joven que aspira a ser considerado un adulto. Es decir, la puta y la santa no se diferencian en el discurso, es más, ni siquiera titilan entre el argumento. Aquí, el genérico tramposo, mujeres, es en realidad un todo, una suerte de cuerda floja, en la que todo sujeto femenino debe aprender a caminar, pues los extremos conllevan importantes diferencias: entre más a la izquierda se acerque una mujer, más probabilidades tiene de terminar en la cárcel, contagiada con una enfermedad larga y dolorosa, repudiada de la sociedad o muerta de forma violenta, por el contrario, entre más a la derecha se posicione, más puntos gana para ser canonizada de forma local.

Una insistencia de Gamboa (1893), en muchos de sus escritos, fue “los reverses de la suerte tan comunes en personas sin fortuna” (p. 7), así como las muchas tentaciones que ofrecía el camino de la vida, fuese en la adolescencia o en la vejez, y de lo fácil que resultaba caer, y volver a caer, y seguir cayendo, muy al estilo de aquel adagio de Samuel Beckett (Rumbo a peor): fracasa otra vez. Fracasa mejor. Y los personajes femeninos (y muchos de los masculinos) que deambulan en Impresiones y recuerdos, tienen esa nube, en lo general, flotando sobre sus cabezas.

Uno de los fantasmas que acompañan la figura de este escritor es su afición (aparentemente solo durante la juventud), a los prostíbulos y a las pecadoras. Nemesio García Naranjo (1940) establece la diferencia entre Zola y Gamboa, en el tenor de que el primero iba a los lupanares en calidad de observador y, en cambio, “Federico no fue nunca a un centro de placer, en calidad de tenedor de libros, sino con el propósito de divertirse” (p. 55). Con los años, su hermana, Soledad Gamboa se sorprende por el cambio operado en su hermano (y a lo que ella llama la influencia negativa de cuñada: María Sagaseta), pues el autor mexicano ya no asistía a bailes ni a fiestas: “y es que Federico ya está como los gatos enratonados ¡se hastío de goces!”;25 e incluso un crítico tardío pero feroz, José Juan Tablada (1992), se lo reprochó años más tarde, al recordar “sus banales correrías por burdeles y tabernas, en compañía de toreros y golfos; toda esa vida nauseabunda con que Gamboa hizo su Santa” (pp. 64-65).

Si bien el escritor se aleja de esa imagen de la mujer de la calle como un ser infecto-contagioso (especialmente la cincelada desde los estudios de la ciencia médica), tanto en lo moral como en lo físico, y deja entrever que el fantasma de la sífilis no le asusta, y mucho menos le atan los pies las consignas y advertencias de la religión o desde lo social, no hay que olvidar que estamos frente a un discurso que, por un lado tiene todo ese ánimo provocador de un escritor novel que busca hacerse un espacio entre las apretadas filas del gremio, que acepta la necesidad de contar con el favor del público, aunque como buen intelectual de la época los desprecie; pero que a la vez debe de servirle como argumentación suficiente para justificar ese pasado, un tanto peligroso y un mucho escandaloso, en tanto amante declarado de mujeres de alquiler.

Gamboa (1893) afirma que, a pesar de saber que su economía se vería seriamente desbalanceada, una y otra vez buscó estar en compañía de mujeres, y que cuando abandonaba esos colchones jamás se sintió “desilusionado ni con asco moral o desprecio, al contrario, minero inconsciente del amor, cualquier terreno me parecía propicio para desentrañar algunas partículas de ese metal por excelencia, que acaba por darnos la peor de las muertes dejándonos con vida” (p. 83).

Aquí enlazo otro de los puntos que es una constante en el desarrollo argumental del ego-documento, y me refiero a esa repetición en la que Gamboa aprovecha para exculparse, ya que si, para aprender sobre el amor se requiere de continuas prácticas, por encima de ello, se está obligado a sufrir. Pero aquí hay que entender el sufrimiento como un pago, una multa o penalidad, que ayuda a solventar los excesos, la desobediencia de las reglas o los daños colaterales que pudiese haber causado dicha conducta.

Eso sí, para Gamboa, un varón debía de sufrir en la misma medida que debía de tener prácticas carnales con sujetos femeninos porque, por sobre toda regla y anhelo social, al haber nacido bajo el influjo del planeta XY, y encima contar con tan pocos años en el mundo, se estaba obligado a salir a la calle a probarse, frente a sí mismo, pero sobre todo, frente a la vida, es decir, frente a los demás. Y la mejor manera, según el confeso, de ponerse a prueba y a la par educarse sentimentalmente, era con el consabido trato con las mujeres, entendiendo siempre por trato tener relaciones sexuales o de vinculación amorosa afectiva.26

En Impresiones y recuerdos puede apreciarse que los personajes femeninos sirven de pivote para que Gamboa proyecte un tipo de masculinidad. Pero también aparecen como una lección, ya que el “amor bueno”, el que dicen los médicos, abogados, sacerdotes y literatos que sirve para formar una familia, ese, hay que buscarlo más allá de las pasiones y los descalabros juveniles. Porque, si es requisito para un varón joven el haber transitado en los colchones locos de las irredentas de profesión, también debe llorar, conocer los celos, sentir el dolor en primera persona y atragantarse por tanta manzana podrida. Sólo así ese joven, curado del mal de la pasión carnal (gracias al proceso de mitridatismo), podrá usar el membrete de hombre.

Abrimos con Virginia Woolf (2013) y con ella cerramos. En este caso, con la muy repetida frase que dice: “hace siglos que las mujeres han servido de espejos dotados de la virtud mágica y deliciosa de reflejar la figura del hombre, dos veces agrandada” (p. 54). Y es que, sea desde los llamados textos normativos, en los artículos de periódicos,27 los códigos civiles, las novelas o la autobiografía analizada, el siglo xix conserva justamente ese mágico y delicioso poder de devolvernos una serie de figuras y personajes, agrandados, pero también deformados. Por ello, resulta sano tomar conciencia de que, a pesar de los reflejos que todavía nos ciegan, no son precisamente la mar de virtuosos.

 

Lista de referencias

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1                             Si bien los escritores mexicanos decimonónicos presentan una acusada tendencia a los ego-documentos, lo hacen más en el género de las memorias. Pero no fueron los únicos en hacerlo y no siempre pudieron o quisieron editarlas en vida. En terrenos autobiográficos se conocen casos como el de Pedro Castera (1882) Impresiones y recuerdos, o el de Juan Díaz Covarrubias (1857) Impresiones y sentimientos, pero estos ejercicios están separados por intención y forma con el de Gamboa. Véase Dorantes González (2010); Flores Monroy (2008); Saborit (1996).

2                             Novelas: Del natural: esbozos contemporáneos (1899); Apariencias (1892); Suprema Ley (1896); Metamorfosis (1899); Santa (1903); Reconquista (1908); La llaga (1913); El evangelista (1922). Teatro: La última campaña (1894); Divertirse (1894); La venganza de la gleba (1904); A buena cuenta (1907); Entre hermanos (1925). Memorias: Impresiones y recuerdos (1893); Mi Diario i (1908); Mi Diario ii (1910); Mi Diario iii (1920); Mi Diario iv (1934); Mi Diario v (1938).

3                             Véase Pérez de Sarmiento (2010).

4                             Prueba de ello es que la obra de Gamboa (memorialista y narrativa), ha servido para un gran número de artículos de investigación, libros y textos colectivos que continúan editándose a la fecha, así como para tesis de grado de los tres niveles (desde 1930 a la fecha). Muchas de estas últimas tienen como base su novela Santa, la cual fue traducida al inglés hace pocos años (Chasteen, 2010). En otras, Gamboa funciona como representante del naturalismo o como una suerte de retratista de la vida social del porfiriato, véase la tesis de Sedycias (1985) o la de Prendes Guardiola (2002). He localizado libros y artículos sobre la vida y obra de Gamboa, al menos desde 1909. En este milenio, menciono sólo dos trabajos como ejemplos: Kurz (2005), especialmente el capítulo 3/3.3 Das Tagebuch Federico Gamboas: der Versuch einer umfassenden Epochenbeschreibung; y Sandoval (2014).

5                             1a. ed., Buenos Aires: Arnoldo Moen editor; 1a. reimp. (1922). México: Eusebio Gómez de la Puente; 2a. reimp. (1994). México: Conaculta; 3a. reimp. (2012). Todos somos iguales frente a las tentaciones. México: fce/unam/flm. El texto de 1893 puede consultarse íntegro en https://archive.org/details/impresionesyrecu00gamb

6                             Véase Viveros Anaya (2015).

7                             Gamboa, después de la experiencia de escribir su autobiografía, inició la costumbre de llevar de forma sistemática y bastante ordenada, el registro de su andar, sentir y pensar. Estas entradas dieron cuerpo a siete diarios. Cinco de ellos fueron publicados en vida de Gamboa, los cuales cubren de 1892 a 1911. De forma póstuma se publicaron dos más que abarcan de 1912 a 1939. Los cinco primeros tomos de Mi diario pueden consultarse en www.archive.org

8                             Además de los martes de Gamboa, había reuniones los miércoles de Calixto Oyuela; los viernes de Domingo D. Martinto; los sábados de Rafael Obligado y, en algunas ocasiones, se podía asistir los viernes en casa del “acaudalado literato chileno Alberto del Solar” (Gamboa, 1908, p. 25).

9                             Véase Vázquez Robles (2015b).

10                           En el Servicio Exterior Mexicano, Federico Gamboa fue, desde segundo secretario hasta secretario de Relaciones Exteriores (mes y medio, en 1913). Se le acreditan 24 años de servicio diplomático: de octubre de 1888 a diciembre de 1913. Véase Gutiérrez (2005) y Mac Gregor (1992, pp. 43-65).

11                           Sólo por mencionar algunos, encontramos nombres como Justo Sierra, Alfonso Reyes, Amado Nervo, Carlos Fuentes, hasta al premio Nobel de literatura, Octavio Paz, véase Carballo et al. (1998).

12                           Tomar el yo como eje rector de un texto es, de acuerdo con las muchas investigaciones sobre el tema, un asunto con historia propia, y un tema en debate constante. Desde el trabajo “Condiciones y límites de la autobiografía” [1956] de Georges Gusdorf (1991), quien es considerado el iniciador de los estudios sobre la escritura autobiográfica, sabemos del carácter occidental de los textos memorialistas. Roy Pascal (1960), quien señala a las Confesiones de San Agustín como el punto de partida de la autobiografía, nos recuerda la exigencia cristiana de la confesión de los pecados, así como el autoexamen. Para otros, como Silvia Molloy (2001), las crónicas de conquista y descubrimientos, así como las confesiones ante tribunales (Inquisición) han sido consideradas también como tangencialmente autobiográficas. Se tiene como uno de los textos más recurrentes “El pacto autobiográfico” [1975] de Philippe Lejeune (1991), con su análisis sobre las múltiples posibilidades de estudio (histórico, íntimo o psicológico). En este breve repaso hay que mencionar a Paul de Man (1979) y su aportación en cuanto a la prosopopeya como el tropo que rige toda autobiografía, hasta textos de este decenio como los de Sergio R. Franco (2012), Leonor Arfuch (2013), Ana Casas Janices (2014) o Luz América Viveros Anaya (2015) entre muchos más.

13                           Me baso particularmente en el trabajo de José María Pozuelos Yvancos (2006). Así como en el texto de Molloy (2001) y en el primer tomo de la trilogía de Néstor Braunstein (2010).

14                           La autobiografía se diferencia de la biografía, en que en esta última la identidad del narrador y el protagonista del relato no son la misma. Para el caso de las memorias, estas tocan generalmente hechos, personajes y situaciones externos de la vida individual, es decir, se centran en el relato de una época antes que de una vida y la autobiografía parte de la idea de “lo que me sucede” y no “lo que sucede en el mundo”. Los epistolarios y los diarios son narraciones casi paralelas a los hechos, mientras que la autobiografía conlleva un proceso de reflexión, un espacio de tiempo más amplio entre lo vivido y lo narrado, por eso se dice que al diario le falta la dimensión temporal retrospectiva.

15                           Rafael Obligado. Carta de Rafael Obligado sobre Impresiones y Recuerdos. El Partido Liberal, 23 de septiembre de 1893, p. 2.

16                           El término lo tomo del texto de Pozuelo (2006): “quien dice yo narra su vida pasada […] como la verdad y construye un discurso autentificador, el autobiográfico, que pretende sea leído como la verdadera imagen que de sí mismo testimonia el sujeto, su autor” (p. 24).

17                           “Recojo de Carlos Vega Belgrano y de Rafael Obligado la halagüeña opinión […] de que quizá se me considere, andando los años, propagador, en nuestra América, de una escuela literaria modernísima que se denominaría sincerismo” (Gamboa, 1908, p. 93).

18                           En la búsqueda del sustento, el general Manuel Gamboa, padre de Federico, se trasladó a Nueva York y se llevó con él a los dos más pequeños (Soledad y Federico), pues los otros dos hermanos ya estaban casados.

19                           Las citas utilizadas a partir de fuentes primarias fueron modernizadas en cuanto a ortografía se refiere.

20                           La Cocardière (seudónimo de Federico Gamboa). “Desde mi mesa”, El Diario del Hogar, 4 de julio de 1886, pp. 1-2.

21                           Véase Epístola de Melchor Ocampo en http://www.inehrm.gob.mx/work/models/inehrm/Resource/469/1/images/documento_leymatrimonio2.pdf

22                           Todas las citas del párrafo anterior las obtuve de la tesis doctoral de Viveros. El citado artículo fue publicado en El Argentino y firmado por L. R. F., quien, por cierto, después le pediría una disculpa a Gamboa por los excesos cometidos.

23                           Rafael Obligado. Carta de Rafael Obligado sobre Impresiones y Recuerdos. El Partido Liberal, 23 de septiembre de 1893, p. 2.

24                           El término es de Patrick Chamoiseau, citado en Eribon (2004, p. 37).

25                           Carta de Soledad Gamboa a José Luis Blasio. Bruselas, 29 de febrero de 1912, fondo Ernesto Cuevas Alvarado. Archivo José Luis Blasio. Serie Manuscritos de José Luis Blasio. dcliv.6.607. Centro de Estudios de Historia de México, carso, México. www.cehm.com.mx/Es/Documentosselectos/Paginas/JoséLuisBlasio.aspx

26                           Amado Nervo (1991), contemporáneo de Gamboa, escribió en sus apuntes e ideas (para un libro que no escribiré): “La juventud no está hecha para pensar, sino para amar, para emprender, para luchar. El pensamiento es función de la madurez, como la manzana es fruto de octubre” (p. 963). Ciro B. Ceballos (2006), por su lado, reflexiona al recordar sus aventuras en paseos y bulevares: “allí conocimos a nuestra amante primera; allí comenzamos a ser literatos; allí tuvimos los primero amigos; allí principiamos a sentir los humanos rencores; allí comenzamos a ser perversos, por empezar a ser hombres” (p. 223).

27                           Mateana Murguía de Aveleyra, en su artículo “Amor” de 1889, en Hijas del Anáhuac, escribía: “La mujer no desea otra cosa que pertenecer a su marido por completo y entregarle su voluntad como le ha entregado su corazón. Si el amante se conduce como madre previniendo las necesidades de su compañera, viviendo con ella no sólo la vida física sino la vida del espíritu y del pensamiento […] él se habrá apoderado por siempre de la voluntad de la mujer y cuando venga la familia descansará en la sólida base del verdadero amor” (citado en Infante, 1996, p. 186).