Federico Gamboa y las mujeres: educación sentimental y
autobiografías
Federico Gamboa and Women: Sentimental Education and Autobiographies
Julián Vázquez Robles
Instituto de Filosofía
Consejo Superior de Investigaciones Científicas (csic), Madrid, España
Resumen: Muchos años
antes de la fiebre por exhibir el yo en los
ambientes virtuales, el escritor Federico Gamboa hizo un striptease
emocional, con tan sólo 28 años, al publicar su autobiografía, Impresiones y recuerdos, en 1893. Buena parte de su
razonamiento descansa en la vinculación erótica afectiva con diversas mujeres.
Y estas experiencias, que son presentadas como parte de una vida llena de
altibajos y mudanzas, dibujan un universo de personajes femeninos, en el que se
puede decir que hay un plural engañoso, pues estos personajes en realidad son
uno solo, el cual certifica la transición de Gamboa, de joven a adulto, en las
etapas de iniciación, evolución y graduación. Este texto autorreferencial fue
desgranado desde la perspectiva de los estudios literarios, con el fin de
contribuir al estudio de las masculinidades, así como en el de los papeles
personales y su valor en tanto fuentes documentales.
Palabras clave: Federico Gamboa; autobiografía; memoria; literatura mexicana; papeles
personales.
Abstract: Many years before the craze for exhibiting the self in virtual
environments, writer Federico Gamboa did an emotional
striptease at the tender age of 28, when he published his autobiography, Impresiones y recuerdos, in 1893. Much of
his reasoning is based on his affective erotic bonding
with various women. And these experiences, which are
presented as part of a life full of ups and downs, create a universe of female
characters, in which one can say that there is a deceptive plural, because these
characters are in fact just one, reflecting Gamboa’s
transition from young man to adult, in the stages of initiation, evolution and
graduation. This self-referential text was written
from the perspective of literary studies, with the aim of contributing to the
study of masculinities, as well as that of personal papers and their value as
documentary sources.
Key words: Federico Gamboa; autobiography; memory; Mexican literature; personal papers.
Fecha de recepción: 16 de noviembre de 2016 Fecha de aceptación: 5 de abril de 2017
Prolegómenos
Virginia Woolf (2013), en su irónico y sagaz ensayo de
1929, Un cuarto propio, señalaba que “en el siglo xix se había desarrollado tanto la conciencia propia que
era costumbre que los hombres de letras describieran sus mentes en
autobiografías y confesiones” (p. 74); dicha moda –en el que la autora inglesa
establece el paralelismo entre sujeto moderno, literatos y el afán por ventilar
lo privado en la arena pública– bien puede servir de marco, si se pretende
explorar el ejercicio autobiográfico de un sujeto decimonónico, especialmente
cuando esta conciencia propia nace de un escritor que decidió hacer el
enjuiciamiento de su pasado a los 28 años.1
Pero, antes de continuar, presento al autor y a su texto.
Federico Gamboa (1864-1939), que
a seis meses de cumplir los 29 ya había vivido tanto en la ciudad de México
(mayoritariamente), como en Nueva York (un año), París (siete meses), Guatemala
(año y medio) o Buenos Aires (año y medio), y conocido ciudades como San
Francisco, Montevideo, Río de Janeiro o Londres, fue un sujeto cuyas diversas
mudanzas geografías se correspondieron con diversos cambios de estatus,
emocionales y de costumbres.
Gamboa tuvo una infancia más o
menos sosegada en el núcleo de una familia burguesa, vinculada en una cierta
etapa al poder político, y una adolescencia en rápido descenso hasta la pobreza
y la orfandad de madre (diez años) y padre (18 años). Fue estudiante de derecho
(de regular desempeño), empleado tristón en los juzgados y despertó a la vida
social como periodista (cronista), con especial énfasis en el burbujeante mundo
del teatro y los entretelones nocturnos de la ciudad de México. Al tiempo, se
aventuró en el mundo de la diplomacia mexicana y con ello dio inicio,
formalmente, a su vida como literato. Conoció el éxito como escritor y
dramaturgo;2 su paso por el
Ministerio de Relaciones Exteriores fue reconocido y productivo; y también
sufrió en carne propia el exilio (1914-1919),3
el descrédito y el olvido.
A la fecha, Gamboa suele aparecer
casi mimetizado a su quinta novela (Santa, 1903),
así como al naturalismo y a ese periodo histórico que hemos intentado
constreñir en una pintoresca palabra (Alfonso Reyes dixit),
el cual, en algún tiempo, tuvo más letras que interpretaciones: porfiriato.
Si bien para algunos de sus
críticos, Gamboa sólo imita los diarios de los Goncourt,
la escuela de Zola, el estilo de Maupassant, etc., o,
en muchos casos, es un escritor demodé (utilizando el pleonasmo de que su prosa
ha envejecido mal), no hay que olvidar que, toda la literatura bien puede ser
vista como “una sinuosa guirnalda de plagios”, tal como lo reflexiona Roberto Calasso (2011), “entendiendo no aquellos funcionales,
debido a las prisas o la pereza [...] sino los otros, fundados en la admiración
y en un proceso de asimilación fisiológica que es uno de los misterios mejor
protegidos de la literatura” (pp. 16-17).
Además, más allá de famas o
parricidios intelectuales, la riqueza de la obra literaria de Gamboa está
directamente relacionada con su capacidad para servir como fuente, en tanto
proveedora de ideas, imaginarios o modelos de conductas, por mencionar algunos
tópicos, de una época determinada y, en especial, desde la visión de un sujeto
en particular, que en su individualidad trae adherida muchos de los fantasmas y
sueños de la colectividad.4
Para cuando este joven “trotaglobos” dio a la imprenta, en Buenos Aires, su
autobiografía Impresiones y recuerdos (1893),5 ya contaba con
algo de currículum (dos novelas publicadas, una en Guatemala y otra en
Argentina) y el respaldo del gremio (desde 1889 era miembro de la Real Academia
Española), sin embargo, es importante detenerse en el periodo argentino
(1891-1893), no sólo porque fue durante ese tiempo en el que concibió y
finalizó la citada autobiografía, sino porque en esos años terminó de
conformarse, en sus aspectos fundamentales, el personaje del homme de
lettres.6
Gamboa, después de un largo
viaje, muy al estilo de la época, había desembarcado en Buenos Aires en 1891.
Un año después, aparece un Gamboa exitosamente vinculado con el grupo de
intelectuales que dominaban buena parte de la escena argentina. Lo que el autor
mexicano llama en su Diario7
los “martes literarios”, eran tertulias de varones en las que se discutían
asuntos variopintos, desde la muy agitada política de la época hasta las
corrientes estéticas o literarias en boga o simplemente para conocer los
avances de los escritos o los textos terminados y en muchos casos para
despedazarlos en un muy civilizado convite. Los asistentes a estas reuniones,
argentinos y de otras nacionalidades, generalmente provenían de buena cuna,
contaban con un cierto prestigio social, eran testas que escribían en diarios,
revistas, y en abrumadora mayoría publicaban obras literarias y de no ficción.8 Rubén Darío
(1913), en su autobiografía, recuerda estos encuentros:
Fui invitado a las reuniones literarias que daba en su
casa don Rafael Obligado. Allí concurría lo más notable de la intelectualidad
bonaerense. Se leían prosas y versos. Después se hacían observaciones y se
discutía el valor de estas. Allí me relacioné con el poeta y hombre de letras
doctor Calixto Oyuela […] [y] con Federico Gamboa,
entonces secretario de la Legación de México, que animaba la conversación con
oportunas anécdotas, con chispeantes arranques y con un buen humor contagioso e
inalterable (pp. 160-161).
A pesar de que Gamboa llegó a
Argentina entre febrero y marzo de 1891, la primera entrada de Mi diario i es del 7
de mayo de 1892. Y la tercera es del 10 de mayo de ese mismo año, día en el que
comenzaron sus martes literarios. En un periodo de casi un año no sabemos qué
hizo Federico Gamboa, con quién o quiénes convivió, pero es claro que para él, la memoria, y una parte importante de su nueva
vida, cobró otro matiz a partir de estas convivencias-tertulias de mayo de
1892, las cuales llegarán a su fin (por lo menos sus martes) el 11 de julio de
1893.
Como prueba de esa nueva
autoconciencia de plumitif
militante, remito a aquella anécdota relativa a la visita de Gamboa a Zola y Goncourt en París. El escritor mexicano, en el viaje de ida
(1891), tuvo que quedarse en la Ciudad de la Luz durante siete meses, a la
espera de poder tomar el próximo barco hacia Buenos Aires, tiempo que aprovechó
para conocer “lo serio por la mañana y por la tarde, lo alegre por las noches”
(Gamboa, 1893, p. 281), e incluso para aburrirse; pero será en el trayecto de
vuelta, en 1893, en un periodo mucho más corto, cuando tomó valor y se apersonó
frente a las puertas de tres de sus referentes en la literatura: Émile Zola, Edmond de Goncourt y Alphonse Daudet.
Con los dos primeros mantuvo
sendas y escuetas entrevistas –Gamboa se manejaba bien en español, francés e
inglés–, con el tercero, por cuestiones de agenda, no pudo celebrar el
encuentro. Gamboa dejó constancia de estas charlas, de sus impresiones y los detalles,
tanto en su primer diario (1908) como en la Revista Azul
(mayo de 1894). Como ya lo señaló el mejor lector de la obra gamboína, José Emilio Pacheco: “hay que admirar el valor
del joven Gamboa que se empeñó en ser moderno y contemporáneo de sus contemporáneos
europeos desde su primer libro” (Gamboa, 1995, p. x).
Este tipo de encuentros permite
sopesar el valor que tuvieron para Gamboa las experiencias adquiridas en el
Cono Sur, y no es gratuito que dentro del texto autorreferencial estas
experiencias ocupen el penúltimo capítulo (xvi:
“En Buenos Aires”), o dicho de otra forma, que sea el fin de un camino, el cual
comenzó en el capítulo iv (“Me hacen periodista”),
y que, como una línea continua, va hilvanando sus prácticas periodísticas9 con sus pasos por
el teatro como público, traductor y dramaturgo, así como sus iniciales
contactos con el mundo intelectual en su primera temporada en Guatemala
(1888-1890).
En este sentido, el ego-documento
funciona no sólo para atar los cabos sueltos, sino para darle una coherencia a
su pasado (el cual, de acuerdo con Gamboa, comenzaba siendo él un adolescente
de catorce años y cerraba, temporalmente, a los 28), mediante una serie de
estrategias narrativas que permiten entrever aquella idea de Braunstein (2010): “somos los costureros y los
encuadernadores de nuestras vidas. Con recuerdos nos vestimos… o nos
disfrazamos” (p. 11).
Impresiones y recuerdos, además de ser el altavoz que da la nueva: ¡ha nacido otro hombre de
letras!, también le permite situarse entre el resto de sus congéneres con un
nombre propio y el apellido de un colectivo (predominantemente masculino) que
apenas daba sus primeros pasos para profesionalizar su práctica, la cual no
terminaba de convencer a las buenas conciencias ni de atrapar al gran público.
Sin embargo, para Gamboa (1908), este era un camino sólo de ida:
2 de julio de 1893: Ricardo S. Pereira (escritor
colombiano) (me dice): Es posible que Impresiones y
recuerdos le cierren las puertas de los ascensos diplomáticos, pero, de
fijo, le abren de par en par las de la literatura. ¿Cuáles prefiere Ud. tener
abiertas? Y se escandaliza de que, sin vacilar, le responda que prefiero tener
abiertas las de la literatura. Pero ello así es, ¡en Dios y en mi ánima! (p.
115).
Más allá de posturas escritas (y
enojos momentáneos, ya que en esas fechas Gamboa estaba asimilando su expulsión
momentánea, que duraría dos años, de las filas de la elite de la burocracia),
en la lectura de la citada autobiografía resulta fácil apreciar el cortejo
entre tener un empleo en el Ministerio de Relaciones Exteriores (sueldo,
prestigio, espacio físico, etc.), con el acto de escribir y publicar, es decir,
ahí está la instantánea en la que Gamboa descubre lo que significa tener una
habitación propia, aunque la casa esté en diferentes países.
Asimismo, el citado texto permite
conocer las particularidades del trabajo diplomático, las cuales le ayudaron a
Gamboa, entre muchas cosas, a relacionarse con personas de distintas
nacionalidades, que en lo general solían tener hábitos de lectura y escritura,
así como ese ánimo respecto de la modernidad (orden, progreso, etc.), en un
ambiente laboral que, según las muchas anotaciones recogidas de sus diarios,
fueron, al menos mientras no ocupó cargos de importancia, generalmente sosegado
y amable.10 Aunque aclaro
que no pretendo hacer de la labor diplomática un paraíso exento de tensiones o
sobrecargas laborales, sí busco destacar que la vinculación entre los
intelectuales de la época (y gran parte del siglo xx)
y Relaciones Exteriores, fue continua y productiva.11
Los 17 capítulos que componen Impresiones y recuerdos narran una historia, la cual está
hecha de experiencias, mismas que Gamboa decidió compartir –aunque, como
recuerda Braunstein (2010): “somos lo que recordamos
(pero) somos también eso que olvidamos” (p. 26)–, y con las cuales intenta dar
cuerpo a un texto que, igual le sirve para presentarse, como para excusarse y
buscar el apoyo externo (en el lector). Como parte de las estrategias discursivas
para armar su entramado narrativo, Gamboa utiliza la tríada conceptual de
juventud/orfandad/temperamento latino, de forma que las decisiones
(especialmente en terrenos de la sexualidad y la convivencia con mujeres de
mala nota) y los actos en general quedan disculpados de forma anticipada.12
Con dicha autobiografía, Gamboa
se integró a las filas de esa “enorme literatura moderna de confesión y
autoanálisis” (Woolf, 2013, p. 79), sin duda, y en ese afán de explicar,
convencer y convencerse, el autor intentó construir un puente entre el pasado y
el ahora, por el cual corre un río con diversos reflejos. El que me interesa
destacar para este caso, son esos cadáveres exquisitos que flotan en gran parte
de la narración: los personajes femeninos. Y para ello, me apoyo en los
estudios literarios, así como en las aportaciones desde el psicoanálisis, que
tienen como eje de análisis los textos autorreferenciales, para ahondar en la
comprensión histórica de las masculinidades y exponer un ejemplo de narrativa
confesional rico en ideas e ideales respecto de los sujetos femeninos.13
Considero que este tipo de
escritos, claramente diferenciados de los diarios y otros papeles personales,14 “se abren de
peculiar manera al escrutinio, no sólo por la razón que las originó
(comprenderse, justificar(se), comunicar, presentarse, etc.), sino por su
carácter íntimo, en tanto búsqueda de una “explicación” sobre el yo y sus
avatares” (Vázquez Robles, 2015a, p. 162). En este sentido, los ego-documentos
ayudan, entre muchas otras vertientes, a estudiar “los procesos de formación de
los individuos y las colectividades o para conocer de las ideas e imaginarios,
en una época y un espacio determinado, respecto a lo que pudo haber significado
ser joven y varón; mujer y casada; homosexual; noble; nuevo pobre y las
múltiples combinaciones que se quieran imaginar” (Vázquez Robles, 2015a, p.
162).
A raíz de la aparición de Impresiones y recuerdos, uno de los amigos de Gamboa, el
poeta argentino Rafael Obligado, observaba que en toda autobiografía lo
destacable era: “el hombre en sí mismo, el estudio de sus pasiones, su manera
de ver y sentir cuanto le rodea”.15
Esa aparente y sencilla observación me sirve para puntualizar que no entro en
el debate de si la escritura autobiográfica es la verdad más limpia o la
mentira mejor narrada, ya que como lo señala Molloy
(2001):
Decir que la autobiografía es el más referencial de los
géneros –entendiendo por referencia un remitir ingenuo a una realidad, a hechos
concretos y verificables– es, en cierto sentido plantear mal la cuestión. La
autobiografía no depende de los sucesos sino de la articulación de esos
sucesos, almacenados en la memoria y reproducidos mediante el recuerdo y su
verbalización (p. 16).
O, en similar sentido y para
ampliar la idea, lo que señala Pozuelo (2006): “La descripción del espacio
autobiográfico implica siempre una sustitución de lo vivido por la analogía
narrativa que crea la memoria, con su falsa coherencia y ‘necesidad’ causal de
los hechos, pero que unas veces tal sustitución será una impostura y otras
veces no, dependerá en ese caso de su funcionamiento pragmático” (p. 34), pero
sí asumo que estoy frente a un texto, el cual fue escrito por un sujeto que, en
cierta época y a raíz de ciertas experiencias que él mismo quiso compartir con
los hipotéticos lectores, construyó un discurso autentificador.16 Y es desde ese
discurso, en el que busqué extraer las observaciones, ideas o imaginarios que
Gamboa planteó respecto de lo femenino y las mujeres.
Personajes femeninos
En todo el ego-documento, el
escritor “sincerista”17 no pierde
oportunidad alguna para hablar de mujeres, de lo que significaron para él
–tanto en su estadio virginal, como en sus primeros escarceos juveniles o en su
búsqueda de la madurez sentimental que lo convirtiera en un reputado calavera,
crápula o aquel eufemismo de “hombre de experiencia”–; de sus preferencias (en
cuestiones físicas, por ejemplo) o de aquellas lecciones que obtuvo por el
trato con las llamadas “horizontales”.
Pero antes de continuar, que
hable Virginia Woolf (2013): “Si la mujer no tuviera más existencia que la
revelada por las novelas que los hombres escriben, nos la imaginaríamos como un
ser de la mayor importancia; muy cambiante; heroica y mezquina, espléndida y
sórdida, infinitamente hermosa y horrible en extremo, tan grande como un
hombre, tal vez mayor” (p. 65).
La autora de Al faro, con acento saludablemente provocador, habla no
sólo de las antípodas en que las figuras de la feminidad terminaban
encapsuladas o de que la mujer existe a pesar de los varios intentos por
diluirla en los otros, sino de la costumbre de los varones por definir las
muchas variables que conforman la identidad de las mujeres, especialmente sin
tomarse la molestia de consultar a las aludidas.
Por ello, es importante decir que
en el texto de Gamboa aparecen los personajes femeninos, no las mujeres, pues
lo que se presenta entre las letras es la ficcionalización
de lo que el pajarito (como se le llamaba entre los bohemios) pudo haber vivido
o deseado vivir con algunos sujetos femeninos que se cruzaron en su camino.
En Impresiones
y recuerdos (1893) se muestran varios personajes, desde aquella que sólo
puede entenderse a partir del llamado amor platónico, hasta las encargadas de
desvelarle al escritor algunos secretos de la carne y, siempre de acuerdo con
el confeso, romperle el corazón en pequeños pedazos, porque así lo exigían las
circunstancias y los participantes, en tanto sujetos genéricos atrapados en esa
telaraña de los deberes y los supuestos.
Gamboa aprovecha el segundo
capítulo (“La conquista de Nueva York”) para comenzar a hablar sobre el deseo y
las féminas. La explicación comienza en la calle, frente a un río humano que lo
obliga a cuestionar su papel de varón, latino y joven.18
Con 16 años, Gamboa (1893) descubrió otro mundo, o así le gustaba recordarlo:
“Estremecido en mi interior del contacto humano y masculino que me mareaba por
la cantidad, mientras el femenino me subyugaba, me prometía mil quimeras que
aunque desconocidas materialmente, mi sangre juvenil me las forjaba
realizables” (p. 23).19
Los sobresaltos del joven Gamboa
son puestos a la mesa precisamente en forma de impresiones, para que los
recuerdos, más allá de ser un platillo para la redención, sirvan para
adentrarnos en las emociones de un sujeto que, a pesar de estar bajo la tutela
y rígida vigilancia de su padre (exmilitar e ingeniero), parecía dispuesto a
transformar ciertas ambigüedades en certezas. De acuerdo con la narrativa, la
metamorfosis del joven comenzó desde la posición del espectador: “Por no
atreverme a más, dilataba la nariz para hacer provisión de esas ráfagas de
perfume que casi toda mujer despide a su paso, o bien, las devoraba con los
ojos […] lo mismo a las que pasaban envueltas en pieles ricas que a las que
pasaban envueltas en su propia belleza –para mí le más rica de las pieles” (pp.
23-24).
A pesar de que el protagonista y
narrador nos confiesa sus dudas, pues no estaba seguro de que los temblores de
su cuerpo fueran producto de ese viento helado que entraba en casas y escuelas
o “a causa del vicio lejano que quería colarse por los intersticios de mi
adolescencia” (p. 24), parece que la corriente efectivamente se filtró, quizá
como parte de los rituales y presupuestos que, en su momento, daban forma a los
conceptos de juventud y varón, o tal vez fue por el prurito del exceso, ya que este
tipo de textos están dirigidos a un público que, además de estar
mayoritariamente en iguales condiciones de raza, género y posición
socioeconómica que el autor, también cumplen con el papel de árbitros,
especialmente en aquello de la validación o repulsa de lo narrado.
Desde la narrativa del autor,
rememorando su etapa adolescente, era natural que sus ojos, otrora vírgenes y
castos, se concentraran en los cuerpos del otro, es decir, en los cuerpos
femeninos, poniendo especial énfasis en que la ciudad era una suerte de
proveedora de osamentas con falda, libremente circulando para que él se
iniciara en el espumoso mundo del apetito carnal; así, Gamboa (1893) se dibuja
como un sujeto hechizado, porque estaba frente a “muchas mujeres, muchísimas,
incontables, infinitas, que absorbían mi cuerpo, mi voluntad, mis anhelos,
premiándome con caricias y dolores de todos géneros” (p. 29).
Más allá de la pasarela de
cuerpos femeninos, hay que hacer una breve parada en el muelle en Nueva York,
que es el escenario en el que aparecerá la primera maestra de educación
sentimental de Gamboa, una “habanera de nacimiento y celestialmente bella” (p.
35), quien no sólo inaugura el texto en calidad de personaje femenino, sino que
quedará en la galería de los recuerdos inalterables como el primer amor (el
amor incorpóreo). Dentro del texto será invocada como Luisa, y será para la
posteridad la “encantadora virgen tropical que apenas si se dolió, sin
corresponderla, de esa pasión de adolescente impresionable: una de las ilusiones
más puras de mi vida” (p. 40).
Gamboa (1893) le dedicó un
capítulo entero (“En primeras letras”) al personaje de Luisa y a su idea del
amor puro (como un acto que, en lo irrealizable, encuentra su mejor sello de
fantasía e ilusión, y cuyo paradigma obliga a un nulo contacto físico y una
ausencia total de deseo carnal). Ante todo, Luisa será la inalcanzable, pero
también será el ejemplo de que amor y dolor riman muy bien, tanto como mujer y
estrategia. Una de las primeras pautas que Gamboa perfila, mientras narra sus
dolores frente a la insistencia de Luisa de ser sólo amigos, es el concepto de
belleza, que para el caso de una mujer del diecinueve es una extraña mezcla
entre anhelo grupal, obligación y maldición, pero, sobre todo, es el adjetivo
idóneo para condenarla.
Para Gamboa, una mujer bella no
podía ser “la novia ni la esposa de nadie, sino la adoración de todo el mundo”
(p. 36). Si bien este tipo de fragmentos buscan esconderse tras el aroma de la
poesía galante, no por ello hay que soslayar que belleza y mujer, matriz y
mujer, lágrimas y mujer, y un tortuoso etcétera, refiere a un complejo proceso
de imbricación de conceptos e imaginarios, especialmente cuando se habla de la
construcción de la mujer estatua, condenada a la maternidad como sino existencial
y que, al igual que un pez fuera del agua, sólo podía sobrevivir en ese espacio
cerrado denominado hogar, el cual, por cierto, tenía reglas muy claras, así
como un sistema de premios y castigos igual de prístinos.
El desprecio de Luisa hizo que
Gamboa (1893) recurriera a aquella etiqueta (ambigua y ambivalente) de la naturaleza femenina: “Ella, mujer al fin, se dio cuenta
exacta del efecto que me producía, con lo que dicho queda que procuró
aumentármelo, volverme el juicio; y no por maldad, sino por ley fatal de su
sexo, que necesita para vivir de la lisonja, de la adoración y de los
sufrimientos del hombre” (pp. 37-38). Gamboa no inventó el hilo negro. Otros
escritores, en distintas épocas, ya habían comenzado a darle esa pátina
especial a la estatua de bronce. Por ejemplo, Ignacio M. Altamirano (2002) en
su novela Clemencia de 1869, señalaba: “el amor
propio, innato en el corazón de la mujer, y mayor en el corazón de la mujer
bella, que quiere conquistar siempre, vencer siempre y uncir un esclavo más al
carro de sus triunfos” (p. 50).
De acuerdo con Gamboa, en el
plural (mujeres) no había malicia, sólo reacciones, pues en el laberinto,
oportunamente exótico e indómito de lo femenino, habitaba un ser mitad cuerpo,
mitad diosa, que solía exigir sacrificios o pruebas de amor. ¿Es lo que
Virginia Woolf (2013) pensaba, cuando se refería a las mujeres dibujadas por
historiadores y poetas: “ese monstruo rarísimo, un gusano alado como las
águilas; el genio de la vida y de la belleza picando grasa en la cocina”? (p.
66).
En otros recuerdos, podemos leer
que, cuando el calor de Nueva York modificó la escenografía y el vestuario,
Gamboa emigró durante el verano a Bath, en Long Island, y ahí se encontró con
otro tipo de personajes: las extranjeras. Las costumbres de ese país que no es
el suyo, lo hacen enfrentarse al traje de baño y la actitud de las mujeres
estadunidenses frente al cuerpo, y los ojos masculinos. La primera sorpresa es
que, cuando él cree que está a punto de ser víctima de una andanada de insultos
o diatribas morales, por estar en medio del camino por el cual pasarán las
bañistas, las mujeres ignoran completamente los ardores del sujeto: “Cómo
padecí durante el baño. Las veía nadar, tomarse de la mano, gritar con lo frío
del agua, dejarse derribar por las olas fuertes y acariciar por las débiles […]
Y cuando al fin salieron chorreando agua; empapadas, las ropas adheridas al
cuerpo y siguiendo los contornos de la forma, yo, mentalmente, le fui infiel a
Luisa, ¡oh, muy infiel!” (Gamboa, 1893, p. 47).
Gamboa (1893) comparte que, a sus
16 años, le fue fácil aclimatarse a las costumbres de estas mujeres, que no
obstante estar en traje de baño, solían mezclarse con varones, para sorpresa
del escritor, pero celebra que “su gente”, especialmente su hermana menor
(Soledad) y una amiga de ella (Felicia) no participen en dicha escenografía.
Durante ese verano, el rechazo de
Luisa, aunado a esa definición que habla de un “temperamento de meridional
precoz y voluptuoso” (p. 52), el confeso cedió ante las dudas y se filtró en
los salones (de la mano de un español, mayor que él: Gervasio Pérez), en el
ruido y las luces; a escondidas de su padre y con saldo final en su contra.
Antes de ser deportado (por su padre) de Nueva York, Gamboa pierde la
virginidad en más de un sentido. Al frecuentar los salones, donde las mujeres
podían llegar solas o acompañadas, el narrador dice que “sus rubores de
inexperto y candideces de novicio” (Gamboa, 1893, p. 52) fueron el mejor
pasaporte al inevitable colchón de alguna samaritana que se apiadó del
forastero.
A su regreso a la ciudad de
México (1881), ya con la tutela del padre a más de 3 000 kilómetros de
distancia, y con el recuerdo de un año de pasión malograda, Gamboa (1893) se
entregará por completo a caminar por las calles, para adquirir ese aire de
“vicioso precoz y empedernido” (p. 81), aunque suele reconocer que era más el
empeño que la realidad. En su andar, inevitable fue toparse con aquellas
mujeres que hacían del boulevard el centro de todas
las batallas; e inevitable fue que el escritor buscara una manera de ponerlas
negro sobre blanco, para dar sentido a esas experiencias:
Las veía ir y venir dentro de sus carruajes, al mediodía,
por las calles de Plateros y San Francisco […] y me extasiaba en su
contemplación, me sentía atraído por ellas, ejercían sobre mí inexplicable y
misterioso atractivo. De nada servían las predicaciones escuchadas en su contra
[…] la multitud de consejas que andan por ahí pintándonos a esas pobres
excomulgadas de la dicha, como monstruos de maldad y de odio. Yo las quería, éranme simpáticas, parecíanme
todas las hijas legítimas de la infortunada Margarita Gauthier
y me sorprendía no mirarlas envueltas en lágrimas y camelias (Gamboa, 1893, pp.
80-81).
Destacan desde el escenario
narrativo de Gamboa estos personajes femeninos que estaban desautorizadas para
ostentar el título de “señora”; sujetos que por pertenecer al universo de las
mujeres de alquiler, de las alcahuetas acreditadas o de aquellas que contagian
la deshonra (hay que ver lo creativos que somos para estigmatizar), perdían la
protección del Estado y de la sociedad en cuanto a derechos (por pocos y
raquíticos que fueran) y reconocimientos (mayoritariamente de índole social), y
en cuyos pies se enredaban por igual las maldiciones médicas, los miedos
sociales como los anatemas religiosos.
Gamboa asocia a las cortesanas
con el personaje de Alejandro Dumas hijo (La Dama de las
Camelias, 1848) –autor que fue muy popular, junto con Dumas padre, entre
los lectores mexicanos y los asistentes al teatro de la época– y establece con
ello una especie de invitación para dejar de ver a estos personajes como
peligrosas transgresoras de las reglas de convivencia social y más como sujetos
víctimas de los varones, que expiaban el pecado con una vida llena de pena y
sufrimiento.
Para Gamboa (1893), la derivación
de ese dolor perenne, al saberse condenadas a vivir fuera de la tribu, era lo
que explicaba esa transformación de mujeres caídas a mujeres vengativas, con un
objetivo bien definido: los varones. En palabras del autor:
Me acercaba yo a ellas, y en sus caras risueñas o
cínicas, en la acogida que me dispensaban, en sus palabras libres y
multicolores, descubría un fondo de tristeza infinita, algo como el recuerdo
esfumado de días sin pan y noches sin abrigo, un secreto afán de que las
trataran con cariño, siquiera unos segundos, de que las hicieran olvidar su
oficio, su desgracia inmensa. Y como no lo obtienen nunca, descubría yo
también, al venirles la reacción, una especie de odio a los masculinos; un odio
reconcentrado, de represalias, eterno; odio de víctima a verdugo (p. 82).
El capítulo v (“Malas compañías”), Gamboa regala otro bosquejo de un
tipo de mujer que se mecía peligrosamente entre las que solían trabajar
exclusivamente desde y en la calle, y aquellas que podían exigir la manutención
y una casa por el usufructo de su cuerpo. Así, Gamboa hace entrar en la escena
de la profesionalización de sus pasiones a su primera querida. Es interesante
destacar que el confeso no consigue (o no quiere) disociar las ideas de sexo
con pecado, y placer con culpa, muy en el tenor de lo que Georges Bataille (2001) proponía alrededor del erotismo y la
felicidad: “El placer de los cuerpos es sucio y nefasto: el hombre en estado
normal [...] lo condena o acepta que sea condenado. Lo hace incluso el
libertino que aparenta desdeñar el juego cuya seducción lo agota” (p. 83).
La primera querida (Carlota),
será para Gamboa (1893) el pretexto perfecto para comenzar a hablar de una
formación amorosa personal en constante ascensión. La susodicha era una mujer
de buena cuna que “había caído estruendosamente, sin nada que la disculpara,
por el placer de enlodarse, de probar el vicio” (p. 79). Esta mujer, que ya
había conseguido el epíteto de Señora, con mayúscula, aparece aquí como una
mujer que no quiso ni pudo luchar contra la tentación de arrebatarle la manzana
a Adán.
Y eso, en el México decimonónico,
no era un asunto para tomarse a la ligera. En el Código Civil del Distrito
Federal, editado originalmente en 1884, el adulterio era tomado como un delito,
lo suficiente como para que la mujer quedara sin derecho a alimentos (art.
253). Para su intérprete, J. Lozano (1902), la explicación de dicha diferencia
entre el hombre y la mujer era que, esta, “introduce en la familia un vástago
extraño que usurpa derechos legítimos, y disminuye las porciones que la ley ha
designado. Hay sin duda mayor inmoralidad en el adulterio de la mujer, mayor
abuso de confianza, más notable escándalo y peores ejemplos para la familia,
cuyo hogar queda para siempre deshonrado” (p. 71).
Gamboa (1893) acepta que por
dentro condenó a Carlota, ya que “desde entonces me apuntaba la convicción que
he ido robusteciendo con el tiempo y mis observaciones, de que la maternidad es
un santo derivativo” (p. 79). Pero condenarla en el fuero interno no fue
suficiente; al contrario, podría decirse que fue el aliciente para comenzar una
relación.
Gamboa, como tantos otros, hará
que maternidad rime con mujer; ya que la maternidad es un certificado que
permite a la mujer decirle al mundo: ya no soy aquella que nació para tentar a
los varones, ya no soy aquella que los hará sufrir, ahora, soy candidata a
beata, a pesar del trato carnal. Gamboa (1965), engolosinado con la idea de una
maternidad redentora, justificante y validadora, cierra así la idea: “La mujer,
sí; es maternal, sexualmente maternal, aunque todavía no haya concebido, o
nunca haya de concebir; es maternal desde que nace, con sus muñecas, con sus
hermanos, es ascensión continua hasta los hijos” (p. 1320).
Carlota está consciente de que la
“buscan por la novedad, por los residuos de honestidad que pueden arrancarme
del corsé” (Gamboa, 1893, p. 91), y parece que este grado de conocimiento de
los imaginarios y anhelos de los masculinos de la época, fue lo que resultó más
atractivo a Gamboa al momento de hacer a este personaje la encargada de
enseñarle el siguiente nivel en el juego de la pasión y el deseo.
Para el joven Federico, la
diferencia entre anhelar el placer y entrar en contacto con él, pasaba
necesariamente por la aceptación de la juventud como el motor para cruzar la
frontera: “¡Quién va a rehusar, con el apetito de los veinte años, una fruta
que pende del tallo, al alcance de la mano, y que nada ambiciona sino dejarse
comer!” (pp. 91-92).
Según Gamboa, las mujeres nacían
con un destino manifiesto impregnado en la piel y no únicamente porque los
papeles estaban bien separados por códigos de comportamiento, sino porque el
amor y la pasión entraban en escena, como puede leerse en el final de Metamorfosis (1965), en el que la monja acepta que,
rendirse, es irremediable, pues entregarse al hombre que la arrebató del
convento no es una claudicación, sino un volver al origen, una suerte de
hacerle los honores a su condición de hembra:
Contagiada por aquel aliento de fuego, por aquel hombre
que temblaba a su lado, con su contacto, siendo el que debía mandar por ser el
fuerte; con decisión poética y grande de hembra formada y sana, de fruto maduro
que en el instante necesario se desprende de la rama para que lo muerdan y
despedacen –pues para eso nació– así la monja que agonizaba se dejó abrazar,
convertida ya en mujer y en mujer enamorada (Gamboa, 1965, p. 713).
Para llegar a ser un hombre, era
necesario pasar por esa prueba de tener una querida, reflexión que también se
puede encontrar en otros textos, de otros años. Por ejemplo, en la citada
novela Clemencia de Altamirano (2002) en el que un
joven, guapo e irresponsable, reconviene al compañero de armas (feo y honrado)
por conservar su corazón ajeno a los avatares del amor y principalmente de la
pasión: “¡Un corazón virgen a los veinticinco años! ¡En este tiempo en que ya a
los doce se tiene novia, y muchas veces querida! Convengo en que no haya usted
amado [...]; pero habrá usted tenido una querida: ¿quién no tiene hoy, apenas
llegada la pubertad, una triste querida?” (p. 52).
Es decir, tampoco Gamboa rediseña
los rituales de la iniciación masculina; la diferencia con sus contemporáneos y
pares fue que esta narración tenía un dueño y por lo tanto podía constatarse en
alguien “real”, pero en lo general, optó por los caminos ya transitados. Eso
sí, el acto de hacer público dichos rituales, considerados íntimos y secretos,
es lo que marcan una diferencia sustancial con sus contemporáneos. Y así,
Gamboa (1893) reflexiona:
Entré en terreno desconocido, mas con el necio afán de
nunca declararlo; y en la calle, en el café, a solas en mi cuarto, sonábame de especial y dulcísima manera esta frase común:
–Tengo una querida. Cierto es que de cuando en cuando me asaltaba la duda; un
hombre decente no puede pronunciar esa frase, si no son por su cuenta todos los
gastos de la mujer; mi sueldo no bastaría a cubrir ni un solo mes de renta de
la casa de Carlota; y para conciliar los reclamos de mi conciencia con mi
vanidad de masculino que está apenas asomándose a la vida, corregía la frase en
esta forma: –Será entonces un principio de querida (p. 92).
Tener una querida era un símbolo
de prestigio entre varones. Tener, se refería a ser capaz. Ser un adulto, haber
dejado atrás para siempre la posición de menor de edad (y erradicar la sombra
de duda sobre una posible homosexualidad, aunque fuese temporalmente). Y ser
adulto mezclaba asuntos como capacidades, derechos y obligaciones. Pero también
tener una querida es establecer diferencias, muy en el tenor de aquello que
advirtió Manuel Payno (2002) en su reflexión, Memorias sobre el matrimonio de 1842: “Una querida la
divinizamos, la vemos como un ángel, mientras en una mujer propia vamos
descubriendo diariamente multitud de pequeñas humanidades que arrancan hoja por
hoja las flores de la ilusión” (p. 25).
Si bien el romance es presentado
como una etapa en la que dos comieron en un mismo plato e incluso se diseñaron
planes a futuro, sin importar, aparentemente, lo escaso de los recursos del
intento de amante; también es la oportunidad del confeso para enseñar al mundo
que, en estos asuntos, por muchos refinamientos que se impriman a los actos y
las palabras, la fecha de caducidad siempre está a la vuelta de la esquina. Eso
sí, Gamboa reconoce que los celos de ella y las infidelidades de él fueron la
receta ideal para disolver la historia.
Gamboa (1893), por su parte, se
dedica a conquistar a “una irredenta de profesión” delante de Carlota, para dar
la estocada final a este episodio de su vida amorosa: “Reconozco que he de
haber estado extraordinariamente cruel, pues no hay en la creación bicho más
malo que el hombre o la mujer cuando no ama” (p. 95). Aquí el punto de igualdad
entre los géneros no sólo se da en el sufrimiento, sino en la capacidad para
lastimarse los unos a los otros.
El escritor ya presentó a las
horizontales, a la querida, y ahora dibuja a la mujer vampiro. Aquí hay un
duelo pasional en el que entran en acción dos adultos expertos y no dos recién
iniciados. Es decir, en este juego, la experiencia cuenta, a favor o en contra.
Este personaje femenino aparece como alguien capaz de hacerle vislumbrar al
varón el paraíso, pero también de guiarlo directamente al paraje aquel que
Dante definió como el lugar donde toda luz enmudecía:
(Esta mujer) me hizo bendecir la vida, y […] me hizo
maldecir la existencia, […] porque a los veintiún años probé el acíbar de la
infidelidad, que para siempre nos separa de la que todavía ayer nos juraba amor
eterno. Fue un drama de tres meses de duración, y que
sin embargo, me dejó en el alma una aureola negra de desconfianza. Y eso, que
el golpe no debía sorprenderme ¿quién me mandó querer a una mujer descarriada?
(Gamboa, 1893, p. 136).
Este tipo de personajes femeninos
son los encargados de que el varón olvide las consignas ética-morales que le
fueron inculcadas en ese espacio cargado de utopías y mitos: el hogar (en donde
se presume otro personaje femenino tan paradójico como peculiar: la madre).
Para Gamboa (1893), vincularse con este tipo de mujeres era entrar al campo de
batalla “vencidos antes de luchar”, pues era “una atracción muy distinta de la
de la novia, mucho menos pura –¡oh!, no hay comparación, pero que nos seduce
más precisamente por eso” (p. 137). Como alguna vez señaló Daudet,
según recoge Edmond de Goncourt
(1987) en su diario: “En mi comedia, como en mi libro, los hombres encontrarán
un trozo de su existencia; las mujeres no […] es que en la querida hay un
rincón de impureza que nos exalta; la mujer honrada no comprende esta
exaltación… y está celosa” (p. 269).
Quizá como una manera de
advertencia para los no iniciados, o como parte de la explicación, Gamboa
(1893) destaca los peligros que se corren al involucrarse con semejantes
féminas, y para ello elabora un argumento que tiene visos de homilía y
advertencias de hombre de ciencia:
Y amar a una de estas mujeres, es horrible. El amor, que
es celoso de suyo, aquí nos atormenta, pues […] sabemos que nuestro rival es
múltiple, variado, infinito […] Entonces, se pasan horas sombrías; el suicidio
nos hace buena cara; se nos olvida que tuvimos infancia, y religión, y pureza;
se mira uno muy abajo; el individuo más miserable que pasea con su mujer y con
sus hijos, nos inspira envidia […] los instantes pasados con la querida, lado a
lado, nos acentúan la soledad, por la diferencia radical en educación. Luego
[…] vienen a flote los instintos perversos, que en número mayor o menor tenemos
todos los humanos; la influencia del medio nos agosta, para salir, al fin, de
la borrasca –cuando se sale con vida– como un verdadero náufrago (pp. 138-139).
Hay otros personajes femeninos
que aparecen mencionadas o sugeridas en Impresiones y
recuerdos, puede ser una judía: “Aún la veo, con sus ojazos negros,
[...] empeñada en convencerme de que me quería [...] tuteándome desde la
segunda entrevista, por espíritu de raza y por espíritu de mujer que satisface
un capricho” (Gamboa, 1893, p. 169), como también una viuda, unas mujeres
chinas (las cuales no le despertaban el menor deseo erótico-afectivo), una
mujer casada guatemalteca o una mujer londinense “de un aspecto de insensible y
de embrutecida que encogía el alma” (p. 261).
Dentro de esta galería también
hay bailarinas, aunque el confeso reconoce que los cuerpos de baile no le
gustan, pues “repugnan a mi delicadeza de nervioso; me causan dolor esas
piernas nervudas, esas actitudes de saltimbanco, esas carreras de caballo de
circo” (p. 257). Y aunque, en lo general, a Gamboa le gustaban las actrices y
las divas, la edad de la interfecta era la línea divisoria entre ser deseada o
ser causante de ternura. Por ejemplo, el autor relata que conoció a la diva
italiana Adelina Patti, pero aclara que, por ser ella
mayor que él (Patti, 43 años y Gamboa, 26) no podía
desearla de forma carnal.
En el capítulo xv (“Tristezas de boulevard”), aparece una parisina con
quien Gamboa cohabitó. Quizás como una forma de homenaje a las horizontales, o
quizá porque no pudo resistir la tentación de tener a su propia Margarita
Gautier, el escritor bautizó a ese personaje igual que la famosa
romántica-realista tísica. El personaje dice tener 19 años, y cumple con el
canon de la mujer caída. Antes de que el romance se termine (en esta historia
también se muere la chica), Margarita le dice: “también nosotras y los bailes
públicos y los cafés-conciertos somos boulevard [...] sábete que es cruel y es
triste, pero muy triste [...] a mí me da de comer y lo odio como a mi mayor
enemigo” (Gamboa, 1893, p. 320).
Gamboa (1893), inevitablemente,
termina por fijar su tesis sobre lo que él desea, es decir, como la gran
mayoría de los escritores de la época, establece los mínimos que un sujeto
femenino debería cumplir, si es que ese sujeto quería pertenecer al grupo de
las mujeres felices y con amplias posibilidades de ser amadas (entiéndase lo
que se tenga que entender):
Quiero que la mujer sea mujer y nada más que mujer, que
no me muestre sus atractivos como la bailarina, así, de una manera brutal, sino
que me deje conquistárselos, írselos descubriendo uno a uno, y luego, que me
acaricie, se me muestre femenina en sus actos y en sus caprichos, que con cada
placer me traiga un dolor y con cada sonrisa una vibración; que sus bíceps no
me inspiren temores sino deseos de defenderlos y de besarlos; que el día, el
mes o el año que me consagre sea mío única y exclusivamente, sin
coparticipaciones (p. 257).
Algunas reflexiones
Federico Gamboa (1908), sentado a
la mesa de su confortable casita bonaerense, mientras aguarda a que le sirva la
cena una francesa entrada en años [por lo que “no hay peligro de que inspire
tentaciones a mi celibato” (p, 2)], observa su entorno y sonríe. Estamos en
septiembre de 1892.
Hace cosa de un año, recuerda,
tenía que trabajar en dos lugares (secretario y cronista en el periódico El Lunes y como escribiente en un juzgado de lo penal,
todo ello, en la ciudad de México); dormir en casa de alguno de sus hermanos
mayores o en una habitación del hotel Iturbide; era asistente regular al teatro
(como periodista, público y adaptador de dos vodeviles franceses) y bastante
proclive a trasnochar con “pseudo-amistades, que más
tarde nos enrojecerán con solo su saludo” (Gamboa, 1908, p. 139); era asiduo a
los bailes y a esos lugares, clandestinos o regulados, donde reinaban las
hetairas y germinaban toda serie de escándalos por el inevitable encuentro
entre la sociedad anhelante de reglas, respeto y mundo, y las mujeres locas de
cuerpo (Goncourt, 1987).
Pero ahora, a punto de cumplir
los 28 años, puede alquilar un espacio digno, con servicio; es miembro de la
elite burocrática; viaja por el mundo (y le pagan por ello); asiste a reuniones
literarias con gente interesante; es miembro de la Academia de la Lengua; tiene
dos libros publicados y, entonces, Gamboa lo ve claro: las piezas están
sueltas. Hay que ordenar los recuerdos. Es necesario dotarlos de sentido y
orden.
Los ego-documentos no le resultan
desconocidos. Afecto a la narrativa francesa de la época, Gamboa tiene una
principal inclinación por los papeles personales (diarios, memorias,
correspondencias). Admirador de varios de ellos, consumirá los diversos
materiales al respecto de Stendhal, Flaubert, los
hermanos Goncourt, e incluso de Casanova (aunque
confiesa que no le gustó), y propondrá: “lecturas como ésta deberíamos hacerlas
de tiempo en tiempo los que por una u otra causa nos hemos dado a la envenenada
carrera de las letras” (Gamboa, 1908, pp. 78-79).
Aunque sea válido inferir que
Gamboa está en pleno estado de disfrute, especialmente por las bondades de ese
matrimonio entre literatura y diplomacia, parece que necesita estructurar su
vida pasada para darle legitimidad a la actual. Así, este
fui, y este soy, encuentran en Impresiones y recuerdos un lugar idóneo para coexistir.
Las experiencias ahí narradas pueden entenderse como el andamiaje del discurso autentificador, mismo que le servirá al
autor-protagonista-narrador para presentarse frente a los lectores y, quizá,
también frente a sus amigos y familiares.
Eso sí, el escritor mexicano se
cuida de que siempre exista una justificación para sus actos, al tenor de ese
escudo de varias lanzas: juventud, varón-huérfano, temperamento tropical.
Además, Gamboa suele acogerse, de forma indirecta pero perceptible, a los
códigos y valores de la época y grupo social que pertenecía. Y basta volver a
consultar la Ley del Matrimonio Civil de 1859, artículo 15, en la famosa Epístola de Melchor Ocampo –que Gamboa, a los 22 años,
definía como una “pieza filosófica y literaria”20–,
para encontrar muchos, sino la mayoría, de esos conceptos:
Que el hombre cuyas dotes sexuales son principalmente el
valor y la fuerza, debe dar y dará a la mujer, protección, alimento y
dirección, tratándola siempre como a la parte más delicada, sensible y fina de
sí mismo, y con la magnanimidad y benevolencia generosa que el fuerte debe al
débil, esencialmente cuando este débil se entrega a él, y cuando por la
Sociedad se le ha confiado. Que la mujer, cuyas principales dotes son la
abnegación, la belleza, la compasión, la perspicacia y la ternura debe dar y
dará al marido obediencia, agrado, asistencia, consuelo y consejo, tratándolo
siempre con la veneración que se debe a la persona que nos apoya y defiende, y
con la delicadeza de quien no quiere exasperar la parte brusca, irritable y
dura de sí mismo.21
Al poco tiempo de aparecer Impresiones y recuerdos en las librerías de Buenos Aires
(junio de 1893), también se asomó la crítica. Es fácil barruntar que algunos
resultaran enojados (o asustados) con la desfachatez del joven extranjero, pues
además de relatar “todas las insanias del libertinaje”, o compartir con los
lectores “los ardides y procedimientos del vicio”, el autor cometía un doble
pecado, ya que hacía público lo que se consideraba íntimo, sagrado, e incluso
peligroso, y porque incitaba, según el articulista, “al lector en los apetitos
y voluptuosidades de la carne”. La crítica hace sonar las campanas para
advertirle al lector que, en Impresiones y recuerdos,
hay “páginas empapadas en el acre olor de la alcoba de las cortesanas”, y por
si esto no fuera suficiente, cuidado, porque:
En todo él vibran los mismos estremecimientos sensuales;
donde quiera asoman los apetitos de la carne, y todos sus peligros son sendos
ecos de un culto a la mujer, pero a la mujer materia. No a la compañera, no a
la esposa, no a la madre, sino a la hembra del hombre. No al sexo débil que
inspira, eleva y dignifica, sino al sexo instrumento del deleite, que hunde y
embrutece (Viveros, 2014, pp. 183-184).22
Otro argentino, pero esta vez uno
más observador y menos asustado (Rafael Obligado), no se deja llevar por lo
armonioso del relato, ni por las confesiones picantes o las aseveraciones
relativas al amor o la pasión, antes en cambio, se atreve a decirle a Gamboa
que si bien “el punto más discutido de tu libro es el eterno femenino, donde
algunos lo encuentran pornográfico hasta el punto de pedir su retiro de las
librerías por escandaloso y malsano”, sería saludable detenerse un poco en los
detalles, ya que:
Salta a la vista que pones empeño en aparecer hombre de
mundo. Tenorio retirado sin mayores aventuras ni estocada alguna. ¿Es esto
sincero? Lo es ciertamente, porque tu obra es honrada de la primera á la última página; pero en mi sentir, en tal prurito hay
influencias exóticas, virus inoculado, microbios de allende
y una cierta dosis de naturalismo infantil [...] ¿te has detenido donde el
decoro termina y asoma la licencia? Como soy incapaz para la crítica no acierto
con la respuesta.23
La elegancia, y quizá la amistad
que los unía, permiten a Obligado puntualizar algunas de las características
del texto, respaldar al autor y cerrar con un muy educado juego de palabras. Eso
sí, ambas críticas coinciden en un punto: para ser la autobiografía de un
sujeto joven, hay un exceso de mujeres. Por ello, no está de más insistir que
las mujeres ahí dibujadas son personajes de tinta y papel, hijas de la
metamorfosis, al ser evocadas por una serie de objetivos y necesidades
presentes del autor, y cuya función dentro de la narrativa, era ayudar al
confeso a responder a aquella pregunta de Nietzsche (2011) de ¿cómo se llega a
ser lo que se es? (Ecce homo, 2011).
Sin embargo, por muy personajes
que sean, sería un error menospreciar el alcance y penetración de este tipo de
textos. No está de más recordar que, para algunos lectores, contemporáneos y no
tanto, este tipo de libros funcionaron como un manual de educación sentimental,
especialmente en la búsqueda por conformar su “sentimenteca”
particular.24
Sin olvidar que, como señala Braunstein (2010), lo que podemos encontrar en estas
memorias episódicas es “la verdad de la experiencia, no la del acontecimiento
–que de él nunca nada sabremos–” (p. 32), sostengo que es perfectamente viable
seguir horadando en el tema de la memoria, ya sea a partir de los
descubrimientos de la neurociencia o del brazo de las reflexiones que desde la
filosofía, la historia o el psicoanálisis se continúan generando, y que también
encuentra en la literatura diversas reflexiones, como las palabras de ese
personaje femenino, Fanny Price: “The memory is sometimes
so retentive, so serviceable,
so obedient; at others, so bewildered and so weak; and at others again, so tyrannic, so beyond control! We are […] a miracle every way; but
our powers of recollecting and of forgetting do
seem peculiarly past finding out”
(Austen, 1814).
Y aunque tiene mucha razón Austen al señalar el carácter impredecible de todo
recuerdo, me gusta pensar, en la tesitura de Lytton Strachey,
que los autores de estos papeles personales son las criaturas que bailan, se
ríen y amenazan con levantarle la falda a la grandilocuente Clío, ya que, además
“de revelarnos las pequeñeces que encubren las grandes figuras” también son los
encargados “de hacernos recordar que la historia fue en otro tiempo la vida
misma” (citado en Maurois, 1961, pp. 218-219).
Impresiones y recuerdos, como un claro ejemplo de las obsesiones de un escritor que no perdió la
oportunidad de insistir en sus ocho novelas, siete diarios y cinco obras de
teatro que, “mientras un hombre viva cerca de una mujer, habrá deseos y
tentaciones y riesgos” (Gamboa, 1893, p. 231), es un texto-baúl que igual
contiene ropajes del pensamiento masculino de la época, como muñecas mixtas,
mitad trapo, mitad porcelana, con sus respectivos aditamentos de prejuicios e
ideales, además de postales que aún permiten visualizar esos espacios y lugares
en los que hombres y mujeres convivían más allá de las reglas y los deseos de
aquella burguesía que intentó regularlo todo, sin olvidar el amor por supuesto,
y por ello, de las diferencias entre las prácticas cotidianas y los discursos
que pudiesen hilvanarse, ya fuera desde el ámbito religioso, el científico, los
legales, o los literarios, por mencionar a los más activos de la época.
Si bien Gamboa (1893) plantea a
la mujer como un ser “débil y tornadiza hasta fisiológicamente” (p. 198), este
tipo de adjetivos son para él, como para muchos hombres que escribieron sobre
las mujeres, los mejores atributos, en tanto aspectos deseables de las féminas.
Lo que hoy podríamos llamar prejuicios que buscaban controlar, disminuir o
denostar al sujeto femenino, en la época citada son, además, el listado de
deseos que conformarán el catálogo por excelencia de las virtudes femeninas, y,
si aventuramos una línea de reflexión, son también las mejores proyecciones de
todo aquello que se niega a aceptar el sujeto masculino como propio.
Para el escritor, una mujer
resultaba necesaria, especialmente durante la juventud de un varón, y no por
aquella prédica que involucraba aspectos como la reproducción o la gobernanza
de una casa, sino por ser ella la dupla necesaria al momento de abrir las
compuertas del deseo. Puede establecerse la tesis de Gamboa respecto a la
pasión al tenor de dos grandes ideas: Todos los humanos son susceptibles a caer
en la tentación, ergo, dicho vicio iguala a todos los sujetos; y (si omito los
signos de interrogación que uno de los personajes de Metamorfosis
(1899) piensa), “los males morales son incurables, pues el hombre está
condenado a ser por toda su vida pasto y juguete de esas fieras sueltas que
llamamos pasiones” (Gamboa, 1965, p. 631).
Para Federico Gamboa, en lo
general, las mujeres, antes de pendular entre Eva o María, eran primordialmente
la manzana. Esta “cualidad” del sujeto femenino, de ser a la vez prohibida,
pero al alcance de la mano, no se contradice, ya que es para el escritor un
paso más dentro de la danza de la oferta y la demanda, especialmente entre
aquellas mujeres que se ven obligadas a deambular por calles y bulevares,
tristes y enojadas, pero conscientes de que necesitan exhibirse para ser
escogidas, aunque en una de esas vueltas termine en una tumba sin nombre.
A Gamboa no parece interesarle el
asunto de la clasificación de las mujeres en buenas o malas, sino en
plantearlas como necesarias para el proceso de transformación de todo joven que
aspira a ser considerado un adulto. Es decir, la puta y la santa no se
diferencian en el discurso, es más, ni siquiera titilan entre el argumento.
Aquí, el genérico tramposo, mujeres, es en realidad un todo, una suerte de
cuerda floja, en la que todo sujeto femenino debe aprender a caminar, pues los extremos
conllevan importantes diferencias: entre más a la izquierda se acerque una
mujer, más probabilidades tiene de terminar en la cárcel, contagiada con una
enfermedad larga y dolorosa, repudiada de la sociedad o muerta de forma
violenta, por el contrario, entre más a la derecha se posicione, más puntos
gana para ser canonizada de forma local.
Una insistencia de Gamboa (1893),
en muchos de sus escritos, fue “los reverses de la suerte tan comunes en
personas sin fortuna” (p. 7), así como las muchas tentaciones que ofrecía el
camino de la vida, fuese en la adolescencia o en la vejez, y de lo fácil que
resultaba caer, y volver a caer, y seguir cayendo, muy al estilo de aquel
adagio de Samuel Beckett (Rumbo a peor): fracasa
otra vez. Fracasa mejor. Y los personajes femeninos (y muchos de los
masculinos) que deambulan en Impresiones y recuerdos,
tienen esa nube, en lo general, flotando sobre sus cabezas.
Uno de los fantasmas que
acompañan la figura de este escritor es su afición (aparentemente solo durante
la juventud), a los prostíbulos y a las pecadoras. Nemesio García Naranjo
(1940) establece la diferencia entre Zola y Gamboa, en el tenor de que el
primero iba a los lupanares en calidad de observador y, en cambio, “Federico no
fue nunca a un centro de placer, en calidad de tenedor de libros, sino con el
propósito de divertirse” (p. 55). Con los años, su hermana, Soledad Gamboa se
sorprende por el cambio operado en su hermano (y a lo que ella llama la
influencia negativa de cuñada: María Sagaseta), pues
el autor mexicano ya no asistía a bailes ni a fiestas: “y es que Federico ya
está como los gatos enratonados ¡se hastío de goces!”;25
e incluso un crítico tardío pero feroz, José Juan Tablada (1992), se lo reprochó
años más tarde, al recordar “sus banales correrías por burdeles y tabernas, en
compañía de toreros y golfos; toda esa vida nauseabunda con que Gamboa hizo su Santa” (pp. 64-65).
Si bien el escritor se aleja de
esa imagen de la mujer de la calle como un ser infecto-contagioso
(especialmente la cincelada desde los estudios de la ciencia médica), tanto en
lo moral como en lo físico, y deja entrever que el fantasma de la sífilis no le
asusta, y mucho menos le atan los pies las consignas y advertencias de la
religión o desde lo social, no hay que olvidar que estamos frente a un discurso
que, por un lado tiene todo ese ánimo provocador de un escritor novel que busca
hacerse un espacio entre las apretadas filas del gremio, que acepta la
necesidad de contar con el favor del público, aunque como buen intelectual de
la época los desprecie; pero que a la vez debe de servirle como argumentación
suficiente para justificar ese pasado, un tanto peligroso y un mucho
escandaloso, en tanto amante declarado de mujeres de alquiler.
Gamboa (1893) afirma que, a pesar
de saber que su economía se vería seriamente desbalanceada, una y otra vez
buscó estar en compañía de mujeres, y que cuando abandonaba esos colchones
jamás se sintió “desilusionado ni con asco moral o desprecio, al contrario,
minero inconsciente del amor, cualquier terreno me parecía propicio para
desentrañar algunas partículas de ese metal por excelencia, que acaba por
darnos la peor de las muertes dejándonos con vida” (p. 83).
Aquí enlazo otro de los puntos
que es una constante en el desarrollo argumental del ego-documento, y me
refiero a esa repetición en la que Gamboa aprovecha para exculparse, ya que si,
para aprender sobre el amor se requiere de continuas prácticas, por encima de
ello, se está obligado a sufrir. Pero aquí hay que entender el sufrimiento como
un pago, una multa o penalidad, que ayuda a solventar los excesos, la
desobediencia de las reglas o los daños colaterales que pudiese haber causado
dicha conducta.
Eso sí, para Gamboa, un varón
debía de sufrir en la misma medida que debía de tener prácticas carnales con
sujetos femeninos porque, por sobre toda regla y anhelo social, al haber nacido
bajo el influjo del planeta XY, y encima contar con tan pocos años en el mundo,
se estaba obligado a salir a la calle a probarse, frente a sí mismo, pero sobre todo, frente a la vida, es decir, frente a los
demás. Y la mejor manera, según el confeso, de ponerse a prueba y a la par
educarse sentimentalmente, era con el consabido trato con las mujeres,
entendiendo siempre por trato tener relaciones sexuales o de vinculación
amorosa afectiva.26
En Impresiones
y recuerdos puede apreciarse que los personajes femeninos sirven de pivote
para que Gamboa proyecte un tipo de masculinidad. Pero también aparecen como
una lección, ya que el “amor bueno”, el que dicen los médicos, abogados,
sacerdotes y literatos que sirve para formar una familia, ese, hay que buscarlo
más allá de las pasiones y los descalabros juveniles. Porque, si es requisito
para un varón joven el haber transitado en los colchones locos de las
irredentas de profesión, también debe llorar, conocer los celos, sentir el
dolor en primera persona y atragantarse por tanta manzana podrida. Sólo así ese
joven, curado del mal de la pasión carnal (gracias al proceso de mitridatismo),
podrá usar el membrete de hombre.
Abrimos con Virginia Woolf (2013)
y con ella cerramos. En este caso, con la muy repetida frase que dice: “hace
siglos que las mujeres han servido de espejos dotados de la virtud mágica y
deliciosa de reflejar la figura del hombre, dos veces agrandada” (p. 54). Y es
que, sea desde los llamados textos normativos, en los artículos de periódicos,27 los códigos
civiles, las novelas o la autobiografía analizada, el siglo xix conserva justamente ese mágico y delicioso poder de
devolvernos una serie de figuras y personajes, agrandados, pero también
deformados. Por ello, resulta sano tomar conciencia de que, a pesar de los
reflejos que todavía nos ciegan, no son precisamente la mar de virtuosos.
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1 Si bien los escritores mexicanos decimonónicos presentan una acusada
tendencia a los ego-documentos, lo hacen más en el género de las memorias. Pero
no fueron los únicos en hacerlo y no siempre pudieron o quisieron editarlas en
vida. En terrenos autobiográficos se conocen casos como el de Pedro Castera (1882) Impresiones y recuerdos, o el de Juan Díaz Covarrubias (1857) Impresiones y sentimientos, pero estos ejercicios están
separados por intención y forma con el de Gamboa. Véase Dorantes González
(2010); Flores Monroy (2008); Saborit (1996).
2 Novelas: Del natural: esbozos contemporáneos
(1899); Apariencias (1892); Suprema
Ley (1896); Metamorfosis (1899); Santa (1903); Reconquista
(1908); La llaga (1913); El
evangelista (1922). Teatro: La última campaña
(1894); Divertirse (1894); La
venganza de la gleba (1904); A buena cuenta
(1907); Entre hermanos (1925). Memorias: Impresiones y recuerdos (1893); Mi
Diario i (1908); Mi Diario ii (1910);
Mi Diario iii
(1920); Mi Diario iv
(1934); Mi Diario v
(1938).
3 Véase Pérez de Sarmiento (2010).
4 Prueba de ello es que la obra de Gamboa (memorialista y narrativa), ha
servido para un gran número de artículos de investigación, libros y textos
colectivos que continúan editándose a la fecha, así como para tesis de grado de
los tres niveles (desde 1930 a la fecha). Muchas de estas últimas tienen como
base su novela Santa, la cual fue traducida al
inglés hace pocos años (Chasteen, 2010). En otras,
Gamboa funciona como representante del naturalismo o como una suerte de
retratista de la vida social del porfiriato, véase la
tesis de Sedycias (1985) o la de Prendes Guardiola
(2002). He localizado libros y artículos sobre la vida y obra de Gamboa, al
menos desde 1909. En este milenio, menciono sólo dos trabajos como ejemplos: Kurz (2005), especialmente el capítulo 3/3.3 Das Tagebuch Federico Gamboas: der Versuch
einer umfassenden Epochenbeschreibung; y Sandoval (2014).
5 1a. ed., Buenos Aires: Arnoldo Moen editor; 1a. reimp. (1922). México: Eusebio Gómez de la Puente; 2a. reimp. (1994). México: Conaculta; 3a. reimp.
(2012). Todos somos iguales frente a las tentaciones.
México: fce/unam/flm. El texto de 1893 puede consultarse íntegro en https://archive.org/details/impresionesyrecu00gamb
6 Véase Viveros Anaya (2015).
7 Gamboa, después de la experiencia de escribir su autobiografía, inició la
costumbre de llevar de forma sistemática y bastante ordenada, el registro de su
andar, sentir y pensar. Estas entradas dieron cuerpo a siete diarios. Cinco de
ellos fueron publicados en vida de Gamboa, los cuales cubren de 1892 a 1911. De
forma póstuma se publicaron dos más que abarcan de 1912 a 1939. Los cinco
primeros tomos de Mi diario pueden consultarse en www.archive.org
8 Además de los martes de Gamboa, había reuniones los miércoles de Calixto Oyuela; los viernes de Domingo D. Martinto;
los sábados de Rafael Obligado y, en algunas ocasiones, se podía asistir los
viernes en casa del “acaudalado literato chileno Alberto del Solar” (Gamboa,
1908, p. 25).
9 Véase Vázquez Robles (2015b).
10 En el Servicio Exterior Mexicano, Federico Gamboa fue, desde segundo
secretario hasta secretario de Relaciones Exteriores (mes y medio, en 1913). Se
le acreditan 24 años de servicio diplomático: de octubre de 1888 a diciembre de
1913. Véase Gutiérrez (2005) y Mac Gregor (1992, pp.
43-65).
11 Sólo por mencionar algunos, encontramos nombres como Justo Sierra, Alfonso
Reyes, Amado Nervo, Carlos Fuentes, hasta al premio Nobel de literatura,
Octavio Paz, véase Carballo et al. (1998).
12 Tomar el yo como eje rector de un texto es, de
acuerdo con las muchas investigaciones sobre el tema, un asunto con historia
propia, y un tema en debate constante. Desde el trabajo “Condiciones y límites
de la autobiografía” [1956] de Georges Gusdorf
(1991), quien es considerado el iniciador de los estudios sobre la escritura
autobiográfica, sabemos del carácter occidental de los textos memorialistas.
Roy Pascal (1960), quien señala a las Confesiones
de San Agustín como el punto de partida de la autobiografía, nos recuerda la
exigencia cristiana de la confesión de los pecados, así como el autoexamen.
Para otros, como Silvia Molloy (2001), las crónicas
de conquista y descubrimientos, así como las confesiones ante tribunales
(Inquisición) han sido consideradas también como tangencialmente
autobiográficas. Se tiene como uno de los textos más recurrentes “El pacto
autobiográfico” [1975] de Philippe
Lejeune (1991), con su análisis sobre las múltiples
posibilidades de estudio (histórico, íntimo o psicológico). En este breve
repaso hay que mencionar a Paul de Man (1979) y su
aportación en cuanto a la prosopopeya como el tropo que rige toda
autobiografía, hasta textos de este decenio como los de Sergio R. Franco
(2012), Leonor Arfuch (2013), Ana Casas Janices (2014) o Luz América Viveros Anaya (2015) entre
muchos más.
13 Me baso particularmente en el trabajo de José María Pozuelos Yvancos (2006). Así como en el texto de Molloy
(2001) y en el primer tomo de la trilogía de Néstor Braunstein
(2010).
14 La autobiografía se diferencia de la biografía, en que en esta última la
identidad del narrador y el protagonista del relato no son la misma. Para el
caso de las memorias, estas tocan generalmente hechos, personajes y situaciones
externos de la vida individual, es decir, se centran en el relato de una época
antes que de una vida y la autobiografía parte de la idea de “lo que me sucede”
y no “lo que sucede en el mundo”. Los epistolarios y los diarios son
narraciones casi paralelas a los hechos, mientras que la autobiografía conlleva
un proceso de reflexión, un espacio de tiempo más amplio entre lo vivido y lo
narrado, por eso se dice que al diario le falta la dimensión temporal
retrospectiva.
15 Rafael Obligado. Carta de Rafael Obligado sobre Impresiones y Recuerdos. El Partido Liberal, 23 de septiembre de 1893, p. 2.
16 El término lo tomo del texto de Pozuelo (2006): “quien dice yo narra su vida pasada […] como la verdad
y construye un discurso autentificador, el
autobiográfico, que pretende sea leído como la verdadera imagen que de sí mismo
testimonia el sujeto, su autor” (p. 24).
17 “Recojo de Carlos Vega Belgrano y de Rafael Obligado la halagüeña opinión
[…] de que quizá se me considere, andando los años, propagador, en nuestra
América, de una escuela literaria modernísima que se denominaría sincerismo” (Gamboa, 1908, p.
93).
18 En la búsqueda del sustento, el general Manuel Gamboa, padre de Federico,
se trasladó a Nueva York y se llevó con él a los dos más pequeños (Soledad y
Federico), pues los otros dos hermanos ya estaban casados.
19 Las citas utilizadas a partir de fuentes primarias fueron modernizadas en
cuanto a ortografía se refiere.
20 La Cocardière (seudónimo de
Federico Gamboa). “Desde mi mesa”, El Diario del Hogar,
4 de julio de 1886, pp. 1-2.
21 Véase Epístola de Melchor Ocampo en http://www.inehrm.gob.mx/work/models/inehrm/Resource/469/1/images/documento_leymatrimonio2.pdf
22 Todas las citas del párrafo anterior las obtuve de la tesis doctoral de
Viveros. El citado artículo fue publicado en El Argentino
y firmado por L. R. F., quien, por cierto, después le pediría una disculpa a
Gamboa por los excesos cometidos.
23 Rafael Obligado. Carta de Rafael Obligado sobre Impresiones y Recuerdos. El Partido Liberal, 23 de septiembre de 1893, p. 2.
24 El término es de Patrick Chamoiseau, citado en Eribon (2004, p. 37).
25 Carta de Soledad Gamboa a José Luis Blasio.
Bruselas, 29 de febrero de 1912, fondo Ernesto Cuevas Alvarado. Archivo José
Luis Blasio. Serie Manuscritos de José Luis Blasio. dcliv.6.607. Centro de
Estudios de Historia de México, carso,
México. www.cehm.com.mx/Es/Documentosselectos/Paginas/JoséLuisBlasio.aspx
26 Amado Nervo (1991), contemporáneo de Gamboa, escribió en sus apuntes e
ideas (para un libro que no escribiré): “La juventud no está hecha para pensar,
sino para amar, para emprender, para luchar. El pensamiento es función de la
madurez, como la manzana es fruto de octubre” (p. 963). Ciro B. Ceballos
(2006), por su lado, reflexiona al recordar sus aventuras en paseos y
bulevares: “allí conocimos a nuestra amante primera; allí comenzamos a ser
literatos; allí tuvimos los primero amigos; allí principiamos a sentir los
humanos rencores; allí comenzamos a ser perversos, por empezar a ser hombres”
(p. 223).
27 Mateana Murguía de Aveleyra, en su artículo “Amor” de 1889, en Hijas del Anáhuac, escribía: “La mujer no desea otra cosa
que pertenecer a su marido por completo y entregarle su voluntad como le ha
entregado su corazón. Si el amante se conduce como madre previniendo las
necesidades de su compañera, viviendo con ella no sólo la vida física sino la
vida del espíritu y del pensamiento […] él se habrá apoderado por siempre de la
voluntad de la mujer y cuando venga la familia descansará en la sólida base del
verdadero amor” (citado en Infante, 1996, p. 186).