Ópera y política en el México decimonónico: El caso de Amilcare Roncari*

Opera and Politics in 19th-Century Mexico: The Case of Amilcare Roncari

 

Luis de Pablo Hammeken

Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Cuajimalpa, México

ldepabloh@gmail.com

 

Resumen:

El artículo analiza la historia de Amilcare Roncari, un empresario de origen italiano que organizó varias temporadas de ópera en la ciudad de México y que, al comienzo de la guerra de Reforma, fue aprehendido y llevado a la cárcel acusado de haber defraudado a los abonados. El caso ilustra las intrincadas redes de apoyos recíprocos y conflictos frecuentes que, en el México del siglo xix, se tejían entre los empresarios y artistas de la ópera, por un lado, y las autoridades políticas, por el otro. Se argumenta que los gobernantes sabían que la ópera era un símbolo poderoso de civilización y progreso y, por lo tanto, la empleaban con frecuencia como fuente de legitimidad; a cambio, los empresarios recibían grandes apoyos, financieros, jurídicos y simbólicos de parte de las instituciones políticas, tanto locales como nacionales.

Palabras clave: ópera; guerra de Reforma; México; empresarios; Amilcare Roncari.

Abstract:

The article analyzes the story of Amilcare Roncari, an Italian entrepreneur who organized several opera seasons in Mexico City and was arrested and taken to jail for defrauding subscribers at the beginning of the Reform War. The case illustrates the intricate networks of mutual support and frequent conflicts in 19th-century Mexico, between entrepreneurs and opera singers on the one hand and policy makers on the other. It is argued that the authorities knew that opera was a powerful symbol of civilization and progress and, therefore, often used it as a source of legitimacy. In return, they received substantial financial, legal and symbolic support from certain political institutions, both local and national.

Key words: opera; Reform war; Mexico; entrepreneurs; Amilcare Roncari

 

Fecha de recepción: 3 de julio de 2015

Fecha de aceptación: 6 de noviembre de 2015

 

 

El 27 de enero de 1858, el empresario de origen italiano Amilcare Roncari, quien hasta ese momento se había encargado de organizar las temporadas de ópera del Teatro Nacional de la ciudad de México, fue aprehendido y llevado a la cárcel. Permaneció ahí cerca de ocho meses hasta que, cansado de esperar un juicio que nunca se produjo, se fugó.

El delito del que se le acusaba era incumplimiento de contrato, cargo en el que había incurrido al declarar a su empresa en bancarrota y suspender las funciones que se habían programado, por las que varios abonados habían pagado por adelantado. Ahora bien, en el turbulento siglo xix mexicano, no era en modo alguno inusual que, por razones diversas, las compañías de teatro u ópera no pudieran cumplir con las representaciones ofrecidas al principio de la temporada, lo que suscitaba innumerables conflictos entre los dueños de los teatros, los empresarios y los abonados.1 Lo que no era en modo alguno frecuente era que los empresarios responsables –que solían ser personajes conocidos, respetados e incluso poderosos dentro de la sociedad mexicana– fuesen encarcelados por ello, y menos aún que permanecieran en prisión por periodos tan largos.

Otra característica que hace excepcional al caso Roncari fue el impacto que tuvo sobre las relaciones internacionales de México. La forma escandalosamente ineficaz en la que fue llevado el caso por las autoridades (aun para los bajos estándares de la época) despertó el interés, la impaciencia y, más tarde, la furia de John Forsyth, ministro de Estados Unidos en México. Esto, a su vez, contribuyó a deteriorar la frágil e incómoda (pero indispensable) relación del gobierno mexicano encabezado por Félix Zuloaga con su contraparte estadunidense.

A pesar del carácter espectacular y rocambolesco del episodio, del alto perfil de los personajes involucrados y de las graves consecuencias que tuvo (o pudo haber tenido) para el desenlace de la guerra de Reforma, ha recibido muy poca atención por parte de cronistas e historiadores, para quienes Amilcare Roncari no pasa de ser un personaje secundario (un comprimario, para usar el lenguaje de la ópera) al que se menciona, si acaso, en una nota al pie de página. Parte de esta omisión historiográfica se debe a que Roncari era el objeto de una acre antipatía (debida a motivos personales, artísticos y políticos) por parte de Enrique Olavarría y Ferrari. Por esta razón, el protagonista de esta historia apenas aparece, y siempre como un individuo mediocre e irrelevante, en su célebre Reseña histórica del teatro en México, fuente indispensable y obra de referencia obligada para los estudiosos de la vida teatral mexicana del siglo xix. De este modo, el desprecio que Olavarría sentía por Roncari determinó, en cierta medida, el olvido de su historia por parte de muchos de los estudiosos potenciales del tema.

Más allá de este hecho casi fortuito, la ausencia de trabajos historiográficos sobre el caso Roncari se debe sobre todo a que, hasta hace poco, los estudios de la historia de la música y los de la historia política, económica y social (incluso los de la historia cultural), habían avanzado por caminos paralelos pero distantes, que no parecían tener la más mínima posibilidad de encontrarse uno con otro. De la misma forma en que las historias tradicionales de la música prestaban muy poca atención al contexto económico, político y social en que se componían e interpretaban las obras que estudiaban, los historiadores “serios” tendían a ignorar todas las manifestaciones culturales que pudieran catalogarse como “bellas artes”, incluyendo, por supuesto, la ópera.2 Aunque nunca han dejado de aparecer obras que se ocupen de la historia de la ópera y el teatro en la ciudad de México, la gran mayoría de ellas no eran sino recopilaciones de crónicas de la época. El interés primordial de sus autores era la evolución del quehacer teatral y operístico en nuestro país: su enfoque, pues, era el de la historia del arte y no el de la historia política, social ni cultural (en el sentido amplio de la palabra).

Afortunadamente, en las últimas dos décadas, tanto musicólogos como historiadores sociales han vuelto la mirada a las representaciones públicas de la “música culta” y, en particular, de la ópera, como elementos útiles para comprender la sociedad urbana del siglo xix, como lo indica la proliferación de libros y artículos académicos sobre el tema. Una muestra del interés de la comunidad científica por abordar el tema de la ópera desde el punto de vista de la historia social son los dos números temáticos que la revista Journal of Interdisciplinary History publicó en el año 2006, los cuales se derivaron de un encuentro titulado Ópera y Sociedad celebrado en la Universidad de Princeton en marzo de 2004 (Rabb, 2006). Poco después, en 2009, el historiador británico Daniel Snowman publicó un libro titulado The Gilded Stage. A Social History of Opera, en el cual, en sus propias palabras, pretendía “explorar el vasto contexto en que la ópera fue creada, financiada, recibida y percibida” (Snowman, 2012, p. 10).

En México también se han hecho aportes importantes con ese mismo objetivo. Vale la pena mencionar, como ejemplo de lo anterior, el sugerente artículo de Verónica Zárate y Serge Gruzinski (2008) “Ópera, imaginación y sociedad: México y Brasil, siglo xix”, en el cual los autores, usando el enfoque de connected histories, comparan y entrelazan las historias de dos compositores de ópera latinoamericanos: el mexicano Melesio Morales y el brasileño Carlos Gomes. Asimismo, hay que resaltar la valiosa aportación al tema de la cultura musical en el México del siglo xix que han hecho historiadores como Ricardo Miranda (2001, 2013), Yael Bitrán Goren (2011, 2013a, 2013b), Áurea Maya (2013) y Olivia Moreno Gamboa (2010). Pero, probablemente, el aporte más relevante en la materia es el espléndido libro colectivo Los papeles para Euterpe, coordinado por Laura Suárez de la Torre (2014) y editado por el Instituto Mora, en el que se pone de manifiesto, desde diversas perspectivas, la importancia que tuvieron las partituras y otros impresos musicales en la ciudad de México en el siglo xix, así como la difusión de los espectáculos musicales en la prensa periódica capitalina, temas que apenas empiezan a recibir la atención que merecen por parte de la comunidad académica.

Mi intención con el presente artículo (que se deriva de la investigación para mi tesis doctoral) es sumarme a estos esfuerzos por entender los códigos culturales, las prácticas sociales y las identidades que se construyeron en torno al mundo de la ópera en el México del siglo xix. En particular, mi objetivo es presentar un caso que ilustra las intrincadas redes de apoyos recíprocos y conflictos frecuentes que se tejían entre los empresarios y artistas de la ópera, por un lado, y las autoridades políticas, por el otro. Y es que, como argumentaré en las siguientes páginas, los gobernantes sabían que la ópera era un símbolo poderoso de civilización y progreso y, por lo tanto, la empleaban con frecuencia como fuente de legitimidad; a cambio, los empresarios recibían grandes apoyos, financieros, jurídicos y simbólicos de parte de las instituciones políticas, tanto locales como nacionales.

Para tal fin, dedicaré la primera sección (a la que llamo “obertura”) a describir la relación simbiótica que, según mi argumento, existía entre los hombres y mujeres que administraban las compañías de ópera y los representantes del Estado, misma que no se limitaba al intercambio de dinero para financiar las óperas, sino que incluía recursos legales, políticos y simbólicos, ya que todos estos eran insumos necesarios para producir el espectáculo. A continuación, pasaré a narrar el drama protagonizado por uno de estos empresarios, Amilcare Roncari, el cual –como en una ópera romántica– muestra lo que podía ocurrir cuando, en un contexto de violencia y polarización política exacerbada, como lo fue la guerra de Reforma, los empresarios de la ópera y los representantes del Estado no cooperaban entre sí en la forma en que normalmente sucedía.

 

Obertura

“En México, la ley se ha hecho hombre; lejos de ser inflexible, impasible, ciega y sorda como el mármol o el bronce sobre el cual se inscribía en otros tiempos, [la ley en México] razona, discute, se enternece, se deja influenciar, distingue, escucha, se debilita, se exalta según las circunstancias; transformada de esta manera, ya no es ley, no es más que un capricho.” Así se expresaba en 1857 el periodista y empresario francés refugiado en México René Masson. Y él sabía bien lo que decía. En 1854 había logrado convencer al presidente Santa Anna3 (y, sobre todo, a su esposa, doña Dolores Tosta de Santa Anna) de que le proporcionaran los recursos necesarios para contratar a la celebérrima diva Henriette Sontag4 –una estrella a la que el mismísimo Teatro de su Majestad de Londres pagaba 17 000 libras por temporada– y hacer que se presentara sobre las tablas del Teatro de Vergara. Pero el apoyo concedido por sus altezas serenísimas no había sido gratuito.

Para recibir a Santa Anna en la ciudad de México, a su regreso de la campaña que había emprendido para reprimir una insurrección contra su gobierno en el sur del país (cuyos resultados habían sido francamente pobres, pero que el régimen intentaba presentar ante la opinión pública como un triunfo absoluto) el general presidente se cobró el apoyo que había concedido a las compañías de ópera. El 14 de mayo, el gobernador del Distrito Federal emitió un decreto que decía lo siguiente:

El día 16 del corriente ha de entrar en esta capital S. A. S. el presidente de la República de vuelta de su expedición al Sur. Este acontecimiento, que por tantos motivos es plausible para los buenos mexicanos, debe solemnizarse, de modo que ellos manifiesten su júbilo por el feliz regreso de S. A. S. y su gratitud por el empeño con que lo sacrifica todo para procurar a la nación cuanto considera que es necesario para su felicidad.5

Por lo tanto, “para que los habitantes de la propia capital contribuyan a la mencionada solemnidad” se disponía que, al día siguiente de la entrada triunfal de su alteza serenísima a la capital, el 17 de mayo, se diera una función de ópera en el Teatro de Santa Anna y otra, el día 18, en el de Oriente. “Los empresarios de las funciones indicadas –concluía el decreto– darán oportunamente sus programas respectivos, y estoy seguro que en ellas, como en todas las diversiones y concurrencias que se preparan, el público guardará el orden y la moderación que acostumbra, sin dar el menor motivo que altere la alegría, y el que debe reinar en los días mencionados.” De este modo, Masson, que se profesaba republicano y radicalmente liberal, tuvo que ofrecer un suntuoso concierto operístico en honor de sus altezas serenísimas. Ya había empezado a organizar otra función para celebrar el cumpleaños del dictador, la cual hubiera tenido lugar el lunes 12 de junio y cuyo programa incluía el segundo acto de La hija del regimiento, pedido expresamente por Santa Anna, pero no pudo efectuarse porque, para esa fecha, Henriette Sontag estaba ya gravemente enferma de cólera. Murió antes de que terminara la semana.

Masson había razonado y discutido con los representantes del Estado mexicano, los había hecho escuchar su voz y las de los cantantes de su compañía, los había logrado exaltar y enternecer y, gracias a todo ello, había conseguido el apoyo político y financiero que necesitaba para poner en escena algunas de las funciones de ópera más brillantes de la historia de la ciudad de México. A cambio, el régimen de Santa Anna obtendría la legitimidad interna y el prestigio internacional de haberle dado a sus súbditos la oportunidad de disfrutar de un espectáculo equiparable, por su calidad, a los que se ofrecían en las grandes metrópolis de Europa. De no haber sido por la muerte de la Sontag y la debacle con la que terminó la temporada de 1854, los beneficios políticos habrían sido, seguramente, inmensos.

Los intercambios de favores y lealtades como el que tuvo lugar entre Masson y Santa Anna no eran, en modo alguno, excepcionales. Por el contrario, como dice Fernando Escalante (2009), “la reciprocidad era el mecanismo básico para generar consensos capaces de suplir la obediencia al Estado, donde esta era una pretensión quimérica” (p. 210). Efectivamente: desde la consumación de la independencia y hasta el porfiriato, a falta de un consenso básico sobre la organización de la autoridad, el orden se fundaba en vínculos personales y negociaciones particulares.6 La sociedad producía sus formas de poder y orden no estatales, el Estado imponía su definición formal de orden político y los intermediarios gestionaban la coherencia y la estabilidad. De acuerdo con este argumento, para contar con los recursos de los intermediarios, recursos financieros y militares, de obediencia y de estabilidad, el gobierno tenía que respetar su posición, en tanto que no existía un vínculo directo entre la autoridad del Estado y sus ciudadanos, ni una subordinación automática de los poderes locales. La lógica corporativa y patrimonial arraigaba en la tradición española, y había adquirido nueva fuerza y distinto carácter después de la independencia; frente a ella, el Estado no podía hacer gran cosa (Escalante, 2009, pp. 119-124).

Si esto era cierto sobre la relación del “supremo gobierno” con los caciques locales, con el ejército y las milicias, con la prensa y con la Iglesia, lo era también respecto a su relación con los empresarios teatrales. Después de todo, estos también controlaban un recurso que, como he argumentado, tenía un elevado valor en el imaginario político de la época: la ópera. Ello les permitía mantener con el Estado una relación de reciprocidad que, si no era simétrica, tampoco era totalmente vertical. Ninguna de las dos partes podía dictar unilateralmente los términos del intercambio. Los gobernantes sabían que la ópera era un símbolo poderoso de civilización y progreso y, por lo tanto, la empleaban con frecuencia como fuente de legitimidad, tanto ante su propia población como ante otros Estados. A cambio, los empresarios recibían grandes prebendas y beneficios de parte de las autoridades políticas.

El más importante de estos beneficios, sin el cual hubiera sido imposible la representación de cualquier función operística, eran los subsidios y subvenciones que las autoridades otorgaban a los empresarios. Y es que las ganancias obtenidas por la venta de boletos y abonos no eran casi nunca suficientes para cubrir los gastos de ese costoso espectáculo.7 El apoyo financiero del Estado era, pues, una condición indispensable para la representación de óperas de calidad, como lo reconocía el empresario Annibale Biacchi: “Una larga experiencia nos ha enseñado que este costoso espectáculo ni en México ni en las capitales más populosas y concurridas de Europa puede sostenerse sin estar dotado por el gobierno.”8 Otro empresario, Bruno Flores, lo decía así en 1864:

Justo es decir que, no obstante el deseo de los artistas y la protección que no podrá menos que dispensarles el público, no habrían podido proporcionarle la distracción que hoy le ofrecen si, merced al empeño del sr. prefecto político de México, la Exma. Regencia, deseosa de proteger las bellas artes, no hubiera asignado a la expresada compañía mexicana una subvención pecuniaria que ha empezado a recibir y que le ha puesto en aptitud de llenar el compromiso contraído.9

En general, dichos apoyos financieros no estaban estipulados en presupuestos, leyes, reglamentos o decretos, sino que dependían de la voluntad personal de los gobernantes. Por lo tanto, casi siempre se otorgaban por vías no institucionales (por no decir ilegales). Por mencionar sólo un ejemplo, en enero de 1858 el gobierno de Comonfort concedió a la empresa de Amilcare Roncari, en condiciones que detallaré más adelante, un auxilio de 6 500 pesos, cuyo pago debía efectuarse en la aduana con una orden sobre productos de derechos de importación. Esta forma altamente irregular de patrocinio –que ha dejado muy poca evidencia en los archivos– implicaba una gran incertidumbre para los empresarios quienes, a menudo, contrataban cantantes y empezaban a organizar las temporadas contando con que el gobierno los ayudaría con determinada cantidad, para descubrir, cuando ya habían iniciado los ensayos, que la ayuda sería muy inferior a lo prometido o no existiría en absoluto. Pero también tenía la ventaja, desde el punto de vista del gobierno, de asegurar la lealtad de los empresarios, quienes nunca podían dejar de esforzarse para ganar la buena voluntad de los gobernantes. Incluso cuando el apoyo se daba mediante un contrato formal y por escrito, el elemento de incertidumbre no desaparecía del todo. Así en el documento mediante el cual el gobierno de Maximiliano10 se comprometía a otorgar una subvención de 5 000 pesos mensuales a la empresa de ópera italiana de Annibale Biacchi, se estipulaba lo siguiente: “La subvención se retirará o se disminuirá prudencialmente a juicio del Gobierno en caso de que el empresario no cumpla con cualquiera de las condiciones que contiene su programa.”11

Otra razón importante por la que los empresarios necesitaban del apoyo del Estado eran las condiciones de orden y seguridad indispensables para el éxito de cualquier tipo de diversión pública que sólo el aparato estatal podía proveer. Con ese fin, los sucesivos gobiernos promulgaron una gran cantidad de cédulas, ordenanzas, decretos y reglamentos sobre los teatros y otras diversiones públicas de la capital que tenían por objeto vigilar la conducta de empresarios y artistas, pero, sobre todo, del público asistente.

Por último, el respaldo que los gobiernos ofrecían a las compañías líricas tenía un elevado valor simbólico. Cuando los gobernantes asistían a alguna representación, su presencia en el teatro se anunciaba con anterioridad como parte de los atractivos de la función. Así, el concierto de despedida del violinista Franz Coenen y el pianista Ernst Lubeck que tuvo lugar el 21 de enero de 1854 se anunció con las siguientes palabras:

Deseando los señores Coenen y Lubeck dar una prueba de gratitud por la benévola acogida que les ha dispensado el ilustrado público de esta capital, se han permitido dedicar su función de despedida a S. A. S., el general presidente de la república y a S. A. S. la señora su esposa, quienes los honrarán con su asistencia, como protectores y amigos de las bellas artes. Para corresponder a tanto honor y hacer que el espectáculo sea digno de SS. AA. SS., se han escogido las piezas más selectas del repertorio de los señores Coenen y Lubeck, entre las cuales dos de ellas, compuestas últimamente, están dedicadas a SS. AA. SS., cuya dedicatoria han aceptado graciosamente.12

Al parecer, parte del público acudía a la ópera más para ver al jefe del Estado sentado en su palco que para escuchar al tenor o a la soprano. Esto fue particularmente evidente en la función de La vestale que se celebró para dar la bienvenida a los emperadores Maximiliano y Carlota a la ciudad de México el 13 de junio de 1864. “Al terminar el penúltimo acto –decía una crónica publicada en La Sociedad– se retiraron SS. MM. En todo el tránsito desde el último tramo de la escalera del palco hasta la carroza fueron nueva y entusiastamente vitoreados por la concurrencia, que dejó vacío el teatro.”13

Por otro lado, los gobernantes aprovechaban sus apariciones en la ópera para transmitir mensajes a sus gobernados. Eran parte del espectáculo y lo sabían. Así, por ejemplo, en 1843, en un momento en que se buscaba fortalecer, tanto real como simbólicamente, al poder ejecutivo (el mismo año en que se juraron las Bases Orgánicas), se publicó el reglamento “que debe observarse cuando concurra a los teatros el Presidente de la República”, cuyo breve articulado reproduzco a continuación:

1º. Cuando el E. S. Presidente de la República dispusiese asistir al Teatro, el Ayuntamiento nombrará a una Comisión de su seno que acompañará a S. E. durante la representación.

2º. El E. S. Presidente será recibido en las puertas por cuatro lacayos con hachas y conducido hasta el fin de la escalera, donde lo acompañará la Comisión del E. Ayuntamiento hasta su palco.

3º. Durante las representaciones teatrales cuando asista el Primer Magistrado de la República, los concurrentes no se pondrán el sombrero ni fumarán. Para que los concurrentes puedan disfrutar de estos inocentes desahogos, en los entreactos, el palco del E. S. Presidente se cubrirá con una cortina.14

Otras veces, el mensaje era el opuesto. Por ejemplo, sobre una función dedicada a Ignacio Comonfort el día de Navidad de 1855, poco después de su ascenso al poder, un cronista escribió lo siguiente: “El señor presidente se presentó acompañado de sus ministros, sin más ostentación ni más séquito que la guardia de honor que previene la ordenanza; esta sencillez republicana, que a todos agradó, hizo gran contraste con el aparato pseudo-regio y ridículo que señalaba la aparición en público del general Santa-Anna.”15

En otras ocasiones, la ópera era usada por los gobernantes como foro para dar a conocer información específica. Así, en mayo de 1852, el presidente Mariano Arista se presentó en una función de Lucia di Lammermoor acompañado de su ministro de Relaciones Exteriores y con ello disipó los rumores de una crisis ministerial. Un cronista lo narró así:

A las ocho en punto apareció en el palco del ayuntamiento el presidente de la república [Mariano Arista], quien tuvo el buen sentido de no anunciarse con carteles como parte del espectáculo. Llegó acompañado de su ministro de relaciones [José Fernando Ramírez], y todos quedaron agradecidos al primer magistrado del país de que nos tranquilizara en la ópera, de una manera tan explícita, acerca del resultado de la crisis ministerial que hacía dos días nos tenía inquietos y acongojados. Podíamos ya entregarnos a los placeres de la música, una vez que había ministros. Bueno, dije para mí, gracias a Dios que estos señores han recobrado la confianza nacional que creían haber perdido; gracias a Dios que seguirán haciendo coro al presidente, y me senté en mi luneta, porque ya se había levantado la cortina.16

Conscientes de la importancia que tenía para ambas partes la relación entre la ópera y el gobierno, los empresarios programaban, a la menor provocación, conciertos y funciones extraordinarias para celebrar los triunfos del régimen en turno. Se representaron óperas para aplaudir los logros de Santa Anna en su campaña para sofocar la insurrección de Guerrero y, al año siguiente, se representaron óperas para celebrar la victoria de esa misma insurrección. La misma música, interpretada por los mismos artistas, servía para festejar el advenimiento de un régimen y la caída del mismo. En 1859, Cenobio Paniagua estrenó su ópera Catalina de Guisa en celebración del cumpleaños de Miguel Miramón y cuatro años más tarde, el 5 de mayo de 1863, el mismo compositor montó su obra Pietro d’Abano para conmemorar el primer aniversario de la victoria de las armas nacionales contra los franceses en Puebla. Se dedicaban funciones a Santa Anna, a Juan Álvarez, a Comonfort, a Zuloaga, a Miramón, a Juárez y a Maximiliano. Con poquísimas variaciones al programa (a menudo se incluía un himno patriótico compuesto ex profeso para cada ocasión), un mismo concierto podía servir para agasajar a tirios y troyanos, para quedar bien con Dios y con el diablo.

Puede decirse que, en general, los intereses de las empresas de ópera y los del Estado convergían para beneficio de ambos. Sin embargo, como lo ilustra el caso de Roncari, que analizaré a continuación, las cosas no siempre funcionaban así.

 

Primer acto

Como hemos visto, en términos generales, los diferentes grupos que, desde la independencia, gobernaron al país consideraban a la ópera como una muestra del grado de civilización alcanzado por la nación y como una valiosa fuente de legitimidad. Sin embargo, había ocasiones en que, por circunstancias específicas de índole política e ideológica, la ópera y las autoridades no jugaban en el mismo bando. Un caso que ejemplifica con claridad esta situación fue el del empresario Amilcare Roncari.

Poco se conoce sobre el origen y los primeros años de este personaje. Lo primero que sabemos de su historia es que llegó a México en 1852 con la compañía de Max Maretzek,17 un empresario moravo que, tras organizar un par de temporadas de ópera más o menos exitosas en Nueva York, buscó hacer fortuna en México. En abril de ese año, Maretzek, junto con su esposa, su hermano y las 27 personas que componían su compañía (entre las que se encontraba el joven Amilcare) desembarcaron en el puerto de Veracruz, procedentes de Nueva Orleans. En lo que él llamó “la tierra de los caballeros y léperos, de las señoras y niñas, la tierra de las revoluciones y los terremotos, el floreciente cactus y la deliciosa (siempre y cuando se acostumbre uno a ella) bebida llamada pulque” (Maretzek, 1855, p. 229)18 Maretzek sufrió en carne propia la compleja relación simbiótica que existía entre empresarios y políticos, misma que describiría, con ejemplar sentido del humor, en sus memorias, publicadas en 1855.

El 17 de julio de 1852, el cónsul de las ciudades hanseáticas Frankfurt, Hamburgo, Lubeck y Bremen solicitó para Roncari una carta de seguridad del gobierno mexicano. Esta era una práctica común para los extranjeros que ingresaban al territorio nacional para ejercer ahí algún arte u oficio. Aunque generalmente era el representante del propio país el que solicitaba este documento, en varias ocasiones era el ministro o cónsul de una tercera nación el que lo hacía (especialmente, cuando el país de origen del interesado no tenía representación diplomática en México, como ocurría en el caso de Roncari). Según la costumbre, la carta de solicitud incluía varios datos personales del extranjero para el que se pedía la carta de seguridad. En este caso, el consulado hanseático certificaba que Amilcare Roncari era natural de Italia (sin que se especificara de qué región o ciudad), que tenía 22 años de edad (lo que significa que había nacido hacia 1830), que era alto, de tez blanca, ojos castaños, pelo y barba rubia.19

Su nombre empezó a hacerse conocido dos años después de su llegada, en 1854. Fue el año en que se suscitó en la ciudad de México lo que la prensa de la época llamó “nuestra cuestión de Oriente”:20 y es que dos empresarios, Pedro Cravajal y René Masson, contrataron a varios de los artistas más famosos del mundo y formaron dos compañías rivales. Una daba sus funciones en el Teatro Santa Anna y la otra en el Teatro de Oriente. También fue el año en que se registró en la ciudad una pavorosa epidemia de cólera que, como mencioné antes, segó la vida de la prima donna de la compañía de Masson, Henriette Sontag. La muerte de la diva –y el pánico que corrió entre la población– obligó a ambos empresarios a capitular, y a reunir en una las dos empresas. El joven Amilcare Roncari fue nombrado “agente, representante, apoderado o procurador”21 de la nueva compañía, lo que implicaba, básicamente, la ingrata tarea de mediar entre los empresarios (que eran los que tomaban las decisiones) y la opinión pública.

Debió ser una prueba de fuego para el aprendiz de empresario, pues se trató de una temporada particularmente difícil de manejar. La compañía estaba formada por artistas de fama mundial y de temperamentos proporcionalmente conflictivos, los cuales, además, hasta hacía poco tiempo habían sido enemigos. Además, pese a los intentos del gobierno de Santa Anna por ocultarla, la epidemia del cólera había provocado una verdadera histeria colectiva, lo que hacía que, al menor síntoma o malestar, los cantantes cancelaran su participación en las funciones, lo cual implicaba frecuentes cambios de último minuto en la programación de la temporada. Por su parte, el público –que también sentía que arriesgaba la vida cada vez que asistía al teatro– no se mostró tolerante y manifestaba su desaprobación ante cualquier fallo de la compañía, ya mediante abucheos y silbidos en la sala del teatro, ya mediante “remitidos” a los periódicos.

De particular gravedad fue una carta firmada por “algunos mexicanos” que apareció en el periódico El Orden el 18 de agosto de 1854. En él se le reprochaba a Roncari, o a la empresa que representaba, la decisión de negarse a renovar el contrato que la contralto Eufrasia Amat tenía con la empresa de Carvajal, decisión que fue tachada de injusta e inmoral.22 El hecho de que esta cantante fuera la única artista mexicana de ambas compañías sin duda contribuyó a exacerbar la afrenta que su despido suponía para el orgullo nacional de los autores del remitido. Roncari, a su vez, tomó el comunicado “no como una crítica, sino [como] un ataque directo a [su] amor propio y delicadeza individual” y decidió responderlo con su propia carta, misma que se publicó en varios periódicos y en la que argumentaba que la decisión de prescindir de los servicios de la señorita Amat no respondía a una falta de reconocimiento al talento de esta, sino a las precarias finanzas de la empresa, que no podía permitirse pagar a más cantantes de los estrictamente necesarios.23 Más aún, alegó que las críticas de que era objeto la compañía a la que representaba por parte de la prensa, podían llevarla a la bancarrota y privar a los artistas y trabajadores de su medio de subsistencia, y al público de la ciudad de un espectáculo de tan alta calidad. “¡¡¡Por Dios que la guerra que se hace a la empresa, que es noble franca y digna de un siglo de civilización y progreso, ha de dar amargos resultados!!!”24 Estas razones, sin embargo, no fueron suficientes para convencer a los críticos de la empresa. Pero, además, el tono empleado por el italiano, exageradamente dramático –aun para los estándares de esa época de romanticismo desbordado– lo hizo objeto de burla para varios periodistas.25

Pese a todo, al año siguiente, en noviembre de 1855, Amilcare Roncari era ya director de la compañía de ópera. Para entonces las circunstancias eran más normales (tanto como podían serlo en el desquiciado mundo de la ópera), la posición de Roncari era más definida y su poder de decisión más amplio. Si las obras que programaba nos dicen algo de la posición ideológica del joven empresario, podemos suponer que tenía tendencias progresistas, si no francamente revolucionarias (aunque no podemos descartar que dicha selección se debiera, al menos en parte, al interés de agradar a los grupos liberales que en ese momento ostentaban el poder). Una de las primeras funciones que organizó fue un concierto en honor de la toma de Sebastopol, cuyo número principal era nada menos que La Marsellesa, cantada por Felicita Vestvali,26 que apareció vestida como alegoría de la república. El significado que tenía este himno para el público mexicano de esa época queda claro en la reseña que El Monitor Republicano hizo de aquella función:

Se levantó el telón y apareció a lo lejos una vista de campos desolados y ruinas de incendios, como las que deja a su paso la tiranía. En medio del foso había un trofeo de armas y en el centro, por una amable galantería, se veía el pabellón mexicano. Los coros, la banda de artillería, los artistas todos formaban un semicírculo. Hubo un momento de silencio. Después se presentó con paso majestuoso la Srita. Vestvali con su vestido blanco, su manto rojo, su gorro frigio. Abrió los labios y entonó ese canto marcial que Dios inspiró a Rouget de L’Isle para que conmoviese a un pueblo. Ese canto que arrasó la Bastilla, que ha reducido a polvo los tronos de los tiranos. ¡Ay! ¿Por qué no tenemos nosotros un canto nacional que sea nuestro clarín de guerra, nuestro grito de libertad?27

Como puede apreciarse de las líneas anteriores, no sólo la elección de la pieza, sino toda la puesta en escena resultaba altamente sugerente. Más que la victoria de las potencias aliadas en la guerra de Crimea, lo que se estaba celebrando en aquel concierto era el triunfo del Plan de Ayutla y la culminación de una revolución liberal, antiautoritaria y popular.

El 25 de diciembre de ese año, la compañía de Roncari ofreció otro concierto operístico, esta vez para celebrar la llegada de Ignacio Comonfort a la presidencia de la república.28 El programa incluía el famoso dúo “Suoni la trompa” de la ópera I puritani de Bellini, cuya línea culminante, “bello è affrontar la morte gridando: libertà!” era considerada tan provocativa que la censura de varios países (incluyendo la de la cercanísima y colonial Cuba) obligaba a sustituir la palabra libertà por lealtà. Aunque algún cronista criticó la falta de pasión con que los intérpretes entonaron esas explosivas palabras,29 la postura política de quien decidió incluir la pieza en el programa del concierto (probablemente el propio Roncari) era inequívoca.

Por si esto fuera poco, en la temporada de 1855-1856 Roncari llevó a escena nada menos que cinco óperas compuestas por Giuseppe Verdi.30 Si bien las óperas del compositor de Le Roncole se interpretaban regularmente en México desde la década de 1840, sin que se les atribuyera necesariamente una carga política determinada, con el paso del tiempo su nombre empezó a asociarse cada vez más estrechamente con el movimiento de unificación italiana y, por lo tanto, con los ideales del liberalismo, la autodeterminación de los pueblos y el anticlericalismo. Precisamente durante los meses que duró esta temporada, se conoció la noticia de que Verdi había hecho pública su adhesión a la causa de la unificación italiana y al rey Víctor Manuel II (quien, en febrero de 1856, lo nombró caballero de la Ordine de SS. Maurizio e Lazzaro) y su consecuente ruptura con el papa Pío IX. Además, para escándalo de los buenos católicos italianos, desde 1849 el compositor convivía, de manera pública y notoria, con la cantante Giuseppina Strepponi, con la que no estaba casado.31

Por otro lado, el estilo musical de Verdi, tan apasionado, tan moderno, tan ajeno a las viejas convenciones, tan desaforadamente romántico, tan libre, era considerado por muchos como la expresión estética más conforme al ideario liberal.32 No en vano Altamirano lo eligió como el compositor favorito de Clemencia, la heroína más famosa de la literatura mexicana decimonónica:

Clemencia prefería todo aquello que estaba en armonía con su carácter, y en música desdeñaba lo puramente melancólico y tierno, así como se impacientaba con las elevadas e intrincadas combinaciones de la escuela clásica. Ella necesitaba música enérgica para traducir los sentimientos de su alma ardiente y poderosa. Necesitaba el desorden, la inspiración robusta y atrevida, el delirio en la armonía. Verdi era el maestro favorito de Clemencia (Altamirano, 1989, vol. iii, p. 206).

Para entender cabalmente el significado de las acciones de Roncari, hay que tomar en cuenta el ambiente de extrema polarización política e ideológica en el que se produjeron. El 23 de noviembre de 1855, apenas unos días después del concierto en que, desde el escenario del Teatro Nacional, la Vest­vali cantara La Marsellesa, se promulgó la Ley sobre la Administración de Justicia y Orgánica de los Tribunales de la Nación, mejor conocida como Ley Juárez, cuya principal característica era la abolición de los fueros eclesiástico y militar. Como afirmación de la autoridad estatal frente a las corporaciones, la Ley Juárez implicaba todo un proyecto político. Su efecto, casi inmediato, fue la división de la elite mexicana en dos bandos irreconciliables que, en el curso de los siguientes meses, a medida que avanzaba la discusión del proyecto de constitución, se alejarían más y más uno del otro.

Esta división afectó a todos los ámbitos de la vida social. Ningún espacio, ni siquiera el teatro, era territorio neutral. Como recuerda Olavarría y Ferrari (1961), hasta las damas aprovechaban cualquier medio a su alcance para expresar su filiación política, por ejemplo al vestirse para asistir a la ópera: “las reformistas prendían en su tocado los lazos rojos y calzaban zapatos verdes; las antirreformistas usaban a su turno lazos verdes y calzado rojo; unas y otras querían ensalzar así el color adoptado por su partido y deprimir el del contrario” (p. 645). En ese ambiente crispado de odios y desconfianzas, ningún acto era inocente. Incluso la selección de una ópera o un aria podía interpretarse como una toma de partido. Roncari debió haber estado consciente de ello y saber que, con sus elecciones, estaba promulgando abiertamente su adhesión a uno de los bandos y declarando la guerra al otro.

 

Intermezzo

Después de un año alejado de las actividades teatrales y operísticas, Roncari formó en México una nueva compañía encabezada por la diva italiana Adelaide Cortesi. La temporada empezó el 15 de octubre de 1857, nada menos que con La traviata de Verdi, con la Cortesi en el papel de Violetta. A pesar del prestigio de la soprano y de otros artistas que integraban la compañía, el teatro permanecía semivacío, en parte debido a la tensa atmósfera política de aquellos meses. “Uno y otro bando –dice Olavarría y Ferrari (1961)– procuraban no reunirse en terreno neutral y todos los espectáculos públicos hubieron de lamentar aquel rencor, que casi en lo absoluto los privó de verdaderos llenos” (p. 645).

El 17 de diciembre, Félix Zuloaga promulgó el Plan de Tacubaya que desconocía la Constitución “por ser contraria a los usos y costumbres de la sociedad” y prometía convocar a un nuevo Congreso que redactara una nueva Constitución. Dos días más tarde, el propio Ignacio Comonfort (que dos semanas antes había tomado posesión como presidente constitucional, pero que encontraba la Constitución demasiado radical) se adhirió al Plan de Tacubaya, junto con otros liberales moderados, dando un golpe de Estado a su propio gobierno. El Congreso Constituyente fue disuelto y Benito Juárez, por entonces presidente de la Suprema Corte y representante del ala radical del partido liberal, fue reducido a prisión. Atentos a estos sucesos y temerosos de sus consecuencias, los ciudadanos mexicanos dejaron de asistir a la ópera. Como consecuencia, el tercer abono de la temporada (que iba del 10 de diciembre de 1857 al 9 de enero de 1858) sólo produjo a la compañía de 7 000 a 8 000 pesos.33 Así, al anunciar un cuarto y último abono, que debía empezar el domingo 10 de enero, el propio Roncari reconoció que, en los abonos anteriores, no había logrado cumplir todo lo que había ofrecido ni satisfacer las expectativas de los señores abonados. Luego añadía: “Debe tomarse en consideración que ninguna época ha sido tan contraria a las diversiones públicas como la actual y que ninguna empresa se ha visto tan abandonada y falta de apoyo como la mía.”34

Como señalé antes, el gobierno de Comonfort, reconociendo la imposibilidad de la situación de la compañía de ópera, concedió al empresario un auxilio de 6 500 pesos, cuyo pago debía efectuarse en la Aduana con una orden sobre productos de derechos de importación. Esto debería bastar para completar el cuarto y último abono de la temporada. Sin embargo, el mismo día que Roncari intentó cobrar la orden –el 11 de enero de 1858–, Zuloaga y los militares que habían proclamado el Plan de Tacubaya desconocieron a Comonfort, quien tuvo que abandonar el país. Como era de esperarse, el gobierno conservador negó todo apoyo a Roncari, que tan ostensiblemente había proclamado su tendencia liberal.

Después de sólo dos funciones, la empresa de Roncari quedó en bancarrota y tuvo que suspender sus actividades sin haber cumplido con el abono anunciado. El 27 de enero –apenas cuatro días después de que Zuloaga asumiera la presidencia– Roncari fue aprehendido y llevado a la cárcel, por incumplimiento de contrato. Cabe señalar que estas medidas estaban lejos de ser comunes, pero tampoco eran totalmente inusitadas en el México de la época.

Un ejemplo que ilustra lo anterior es el del tenor Giuseppe Forti, quien, al igual que Roncari, vino a México en 1852 con la compañía de Max Mertezek. Por motivos de orgullo y rivalidad con otro cantante de la compañía, Lorenzo Salvi, se negó a sustituirlo cuando este último se encontraba incapacitado para aparecer en escena.35 Alegando problemas de salud, Forti no apareció en el teatro los dos días antes del estreno programado de La favorita, de Donizetti. A falta de un tenor que interpretara el papel principal de la ópera, la función tuvo que suspenderse y ser sustituida por un concierto. Maretzek estaba, naturalmente, furioso con el tenor y fue a expresar su queja nada menos que ante el gobernador del Distrito Federal. Pero las medidas que las fuerzas del orden adoptaron para castigar la desobediencia del cantante fueron excesivas, incluso para el empresario: cuando regresaba a la ciudad después de haber pasado el día en Tacubaya (donde había ido a pasear durante su supuesta “enfermedad”), fue arrestado por un piquete de soldados y conducido a prisión, de donde no se le dejaría salir por dos semanas (salvo para asistir al teatro cuando se requería su presencia para ensayos y funciones, y a donde acudía escoltado por cuatro soldados para evitar su fuga). Finalmente, después de cinco días y gracias a los buenos oficios de Maretzek, se le conmutó la pena y se le dejó en libertad tras haber pagado una multa de 100 pesos.36

Tras el arresto de Roncari y la disolución de su compañía, la Cortesi y la mayor parte de los artistas que formaban parte de ella se lanzaron a buscar su subsistencia en distintas ciudades de la república. Los que permanecieron en la capital hicieron lo posible por desvincularse de Roncari y por ganarse la simpatía (y el apoyo) del régimen conservador: el 29 de enero ofrecieron una función en el Teatro de Oriente dedicada al presidente Zuloaga y a su gobierno. Previsiblemente, se excluyeron del programa todas las obras de Verdi y cualquier otra pieza que oliera a liberalismo.37

 

Segundo acto

En ese punto, Roncari empleó un as que tenía escondido bajo la manga: un pasaporte expedido por el Departamento de Estado de los Estados Unidos que lo acreditaba como ciudadano estadunidense. Es probable que, pese al origen indudablemente italiano del empresario, este hubiera obtenido la nacionalidad estadunidense durante su estancia en Nueva York, con la compañía de Maretzek, entre 1848 y 1852.

Armado con este valioso documento, Roncari solicitó el auxilio de John Forsyth, el ministro plenipotenciario de Estados Unidos en México. Indignado por la injusticia sufrida por su compatriota, quien para entonces llevaba varias semanas encarcelado y sin que se hubiera iniciado el juicio, Forsyth acudió en persona a la casa del juez 4º de lo Criminal, Mariano Contreras, y le exigió una explicación sobre el caso. El magistrado le respondió que el juicio no había tenido lugar por razones prácticas: la situación de la guerra hacía imposible que se pagaran los sueldos al personal del juzgado, por lo que no había nadie quien se encargara de las diligencias necesarias para iniciar el proceso. Según relató más tarde el propio Contreras, su respuesta enfureció a Forsyth. “De aquí [Forsyth] pasó a culparme de cooperación a algunas miras políticas que se hubiere sobre la persona de Roncari y el lenguaje era tan animado y tal el interés que manifestaban los ademanes del dicho Sr. Ministro que al tiempo que de esta manera se explicaba, los muebles de mi casa recibieron multitud de latigazos de su mano.”38

El 1 de marzo de 1858, Forsyth escribió al ministro de Relaciones Exteriores, Luis Gonzaga Cuevas, una enérgica misiva en la que, invocando el principio de habeas corpus, protestaba por el encarcelamiento arbitrario de Roncari y exigía le fuera concedido inmediatamente un juicio, en el que pudiera conocer y enfrentar las acusaciones en su contra o, de lo contrario, fuera puesto en libertad.

La repetición de estos casos –decía Forsyth– agregados a la multitud de reclamaciones presentadas y no arregladas al Gobierno mexicano por injusticias y perjuicios sufridos por personas y propiedades de ciudadanos americanos están adquiriendo una magnitud y suma que no puede permitirse por más tiempo aumentar y quedar sin arreglo, sin poner en peligro las relaciones amistosas entre los dos países.39

La amenaza apenas velada que entrañaban las palabras del representante de Estados Unidos no pasó desapercibida para el ministro de Relaciones Exteriores quien, de inmediato, transmitió la queja al ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos.40 Este, a su vez, solicitó a Contreras una explicación detallada del caso. La respuesta del juez, fechada el 17 de marzo, fue prácticamente la misma que le había dado personalmente a Forsyth: las circunstancias económicas del país en general y del juzgado en particular hacían imposible la continuación del proceso contra el empresario.41

Los meses pasaban y la situación no había variado: el juicio no comenzaba, Roncari seguía en prisión y la presión de la legación estadunidense iba en aumento. Ni siquiera los abonados estaban satisfechos, pues la detención del empresario no había servido para que se les devolviera el dinero que habían pagado ni para que se reanudaran las funciones.42 De prolongarse más tiempo, la situación podría tener consecuencias graves para el gobierno conservador, muy necesitado de apoyo internacional y de legitimidad interna. Ambas cosas podían resultar severamente comprometidas si el problema no se resolvía rápida y satisfactoriamente. Consciente de esto, el presidente Zuloaga ordenó al juez Contreras, por intermediación del ministro de Justicia, que diera preferencia a la causa de Roncari.

Sin embargo, el proceso seguía desarrollándose con exasperante lentitud, lo cual resultaba incomprensible para el ministro estadunidense. El 31 de mayo le escribió a Cuevas: “Hay algo tan incomprensible al infrascrito en este negocio que no puede resistir a la sospecha de que obran siniestras influencias para prolongar esta prisión ilegal y que acaso S. E. mismo no conoce.” El final de la carta era francamente amenazador: “Esperando poder obtener [respuesta inmediata] y verme así libre de la desagradable obligación que de lo contrario tendría que llenar el infrascrito.”43

Dada la coyuntura, la “desagradable obligación” a la que se refería Forsyth sólo podía tratarse de una cosa: que el gobierno de Washington desconociera al de Zuloaga y que, en cambio, diera su reconocimiento al de Benito Juárez. A mediados de 1858, esta era una posibilidad nada remota, que acabaría por hacerse realidad en diciembre del año siguiente, con la firma del Tratado McLane-Ocampo. Cabe preguntarse, pues, ¿por qué las autoridades conservadoras optaron por mantener a Roncari en la cárcel, sabiendo que esto podía poner a Forsyth en su contra y comprometer las de por sí frágiles relaciones con Estados Unidos?

Es posible que la respuesta radique, al menos en parte, en la postura profundamente antiestadunidense de los conservadores mexicanos. Sin embargo, en mi opinión, la explicación más probable de su conducta con respecto a Roncari es que el costo simbólico que hubiera tenido liberar al empresario –un personaje que tenía a su disposición un medio de expresión tan poderoso y de tan elevado valor político como la ópera, que no había dudado en emplearlo para exaltar los ideales contrarios al gobierno conservador y que, además, había defraudado a un grupo de honrados ciudadanos mexicanos– habría sido aún más elevado. Según esta hipótesis, dejar impunes sus transgresiones, las pecuniarias pero también las políticas, habría implicado un reconocimiento público de debilidad que el gobierno de Zuloaga simplemente no podía permitirse. La única solución era, pues, seguir el procedimiento judicial contra Roncari de acuerdo con lo establecido por la ley.

Sin embargo, esto tampoco resultaba nada fácil: según atestiguan los informes de Contreras, la falta de recursos humanos y financieros hacía que las actividades del juzgado a su cargo estuvieran prácticamente detenidas. En una carta fechada el 7 de junio de 1858, el juez explicaba que de las siete personas que laboraban en el juzgado, uno había renunciado, otro se encontraba en comisión en otro juzgado, y los otros asistían poco pues tenían otros trabajos para mantener a sus familias, dado que llevaban ocho meses sin recibir sueldos.44 El 6 de junio apareció publicado en varios diarios de la capital un aviso mediante el cual el juez Contreras convocaba a los abonados a la ópera que tuvieran reclamaciones contra Roncari a que comparecieran en el juzgado. La diligencia resultó inútil: al cabo de un mes, ni un solo abonado se había presentado a testificar contra el empresario. Para entonces, nadie esperaba poder recuperar ni un peso de los pagados tantos meses atrás.45

El drama de Roncari tuvo un desenlace más propio de un sainete que de una ópera. Según informó Contreras el 23 de septiembre, al volver al juzgado después de un par de semanas en las que su mala salud (y la falta de incentivos económicos) lo había obligado a ausentarse del trabajo, se había enterado de que hacía ya varios días que el incómodo prisionero se había fugado de la cárcel.46 Así se solucionó el complicado problema que el encarcelamiento de Amilcare Roncari había significado para todos los interesados.

En marzo de 1861, después de la derrota del bando conservador, Roncari volvió a aparecer en la vida pública. Hizo circular un documento en el que narraba sus peripecias y denigraba al gobierno reaccionario, acusándolo de todos sus infortunios. Para entonces ya no había nadie interesado en hacerle pagar por las funciones de ópera que no había dado ni en recriminarlo por haberse evadido de prisión.47

A pesar de su amarga experiencia, Roncari no abandonó las actividades operísticas ni sus convicciones políticas (ni la combinación de unas y otras): en enero de 1863, en plena intervención francesa, organizó y financió el estreno de Romeo y Julieta, la primera ópera de Melesio Morales. El apoyo incondicional que el italiano ofreció al entonces joven y prácticamente desconocido compositor mexicano tuvo también una fuerte carga política (en este caso, nacionalista) que merecería un estudio aparte.

 

Finale

A pesar de las grandes cantidades de dinero que se recaudaban en cada temporada, estas no alcanzaban a cubrir más que una fracción de los altísimos costos de la producción de este espectáculo. Por ello, los empresarios encargados de organizar dichas temporadas debían buscar el apoyo de personas e instituciones que estuvieran dispuestas a compartir la carga financiera. El más importante de estos aliados fue el Estado.

Como he explicado en las páginas precedentes, se estableció una compleja relación de apoyos recíprocos y conflictos frecuentes entre los empresarios y artistas de la ópera, por un lado, y los detentadores del poder político, por el otro. En tanto que los unos tenían en su poder recursos necesarios para los otros, dicha relación, sin ser simétrica, tampoco fue totalmente vertical. Los gobernantes sabían que la ópera era un símbolo poderoso de civilización y progreso y, por lo tanto, la empleaban con frecuencia como fuente de legitimidad, tanto ante su propia población como ante otros Estados. A cambio, los empresarios recibían grandes apoyos, financieros, jurídicos y simbólicos, de parte de las autoridades políticas.

La peculiar relación –de conveniencia mutua, pero no por ello armoniosa ni exenta de conflictos– que existía entre las autoridades judiciales y políticas mexicanas, por un lado, y los empresarios de ópera, por otro, queda claramente ilustrada por el caso de Amilcare Roncari. La selección de las óperas y números musicales que llevó a la escena del Teatro Nacional (entre las que destacaban las obras de Giuseppe Verdi) sugiere una filiación –ya fuera por razones de oportunismo o por genuina convicción ideológica– con el bando liberal. Esto hizo que su alianza con el régimen conservador, que durante buena parte de la guerra de Reforma gobernaba la capital del país, resultara imposible. La dureza con la que el gobierno encabezado por Félix Zuloaga trató al empresario sirve para ilustrar la importancia que el Estado podía darle a la ópera como recurso político y el tipo de acciones que podía ejecutar para mantenerla bajo su control.

El caso de Roncari sirve para ejemplificar varios aspectos de la relación a menudo conflictiva que existía en el México del siglo xix entre el poder político y la ópera. Los contextos de confrontación ideológica, política y militar –como la guerra de Reforma– intensificaban aún más la relación de necesidad mutua entre los dirigentes de las compañías de ópera y los representantes del Estado, pero también los conflictos entre unos y otros. Como ilustran los acontecimientos narrados en las páginas anteriores, los costos para ambas partes podían ser altísimos.

 

Lista de referencias

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Otras fuentes

Archivos

agnArchivo General de la Nación, México.

ahcm Archivo Histórico de la Ciudad de México.

Hemerografía

El Monitor Republicano.

El Orden.

El Renacimiento.

El Siglo Diez y Nueve.

El Universal.

La Sociedad.

1                              Desde la inauguración del Gran Teatro Nacional (llamado originalmente Teatro Santa Anna) en 1844, las compañías solían vender abonos de seis, nueve o doce funciones. Estos últimos eran los más frecuentes. Normalmente se ofrecían tres funciones a la semana (dos entre semana y una los domingos) de manera que los abonos de doce funciones duraban, casi siempre, un mes. Además, después de cada abono, las compañías solían ofrecer funciones extraordinarias, muchas de las cuales eran “de beneficio” (es decir, cuyas ganancias estaban destinadas, por entero o por partes, a algún miembro de la compañía o a una institución de beneficencia). El sistema de abonos mensuales resultó ser muy funcional, ya que daba a los suscriptores cierto grado de seguridad que, de otro modo, hubiera sido imposible, dado el alto grado de inestabilidad política y social que aquejó al país por buena parte del siglo xix (Pablo, 2014).

2                              Daniel Snowman (2012, p. 13) sospecha que el desprecio mutuo entre ambas disciplinas puede deberse a que siguen operando ciertos “prejuicios de clase” que hace que los historiadores sociales, en su afán por dar visibilidad a los grupos subalternos, desdeñen los pasatiempos “elitistas” como la ópera, mientras que los historiadores de la ópera, por su parte, prefieran enfocarse en el “gran arte” sin prestar atención a sus relaciones con las dinámicas y los actores sociales.

3                              Antonio López de Santa Anna (1794-1876) fue un caudillo veracruzano que dominó la vida política de México entre 1833 y 1855, ocupando nada menos que once veces la presidencia de la república. En 1853 fue proclamado dictador vitalicio y asumió el tratamiento de “Alteza Serenísima”.

4                              Sería imposible narrar aquí, aun de manera muy resumida, la brillante carrera artística de la Sontag. Baste decir que nació en Coblenza, Prusia, en 1806; que estudió canto en el Conservatorio de Praga; que en Viena formó parte de una de las compañías de ópera más importantes del mundo y que, con ella, cantó en el estreno mundial de la Novena Sinfonía de Beethoven. Pero su verdadera fama la hizo en París, en particular en el Theatre Italien de la que fue reina casi indiscutida (era célebre su rivalidad con la otra gran diva de la época: María Malibrán). Era particularmente popular su interpretación de “Rosina” en Il barbiere di Siviglia de Rossini. Después de algunos años de inigualable éxito profesional, contrajo matrimonio con un diplomático piamontés, el conde de Rossi, y dejó las tablas. Sin embargo, la revolución de 1848 dejó sin empleo y sin fortuna al conde y obligó a la condesa a volver a los escenarios. Pese a los muchos años transcurridos desde su retiro, había conservado intactas sus facultades vocales e histriónicas. Cosechó grandes éxitos en Londres, París y Berlín, donde fue muy aplaudida por el público y la crítica especializada. Después se trasladó a Estados Unidos para presentarse en teatros de Nueva York, Filadelfia, Boston, Cincinnati, Mobile y Nueva Orleans. Fue durante su estancia en esta ciudad cuando fue contratada por la compañía de René Masson (Pablo, 2014).

5                              Decreto publicado en El Universal, 17 de mayo de 1854. Archivo Histórico de la Ciudad de México (ahcm), México.

6                              Sobre las primeras décadas de la vida independiente dice Michael Costeloe (1983): “el control político constituía, en el mejor de los casos, un poder frágil e inseguro porque se basaba, principalmente, en la alianza y en la lealtad personal prolongadas” (p. 285).

7                              En 1865, según cálculos del empresario Annibale Biacchi, en el Teatro Imperial, una función de abono podía recaudar, si tenía mucho éxito, hasta 1 800 pesos. Una función extraordinaria (fuera del abono) era más riesgosa: podía generar, si se vendían todas las localidades, la suma de 2 890 pesos, pero también podía resultar en un completo fiasco. En cuanto a los costos, estos dependían mucho de las exigencias de los solistas, de los salarios de los miembros de los coros y la orquesta, de la calidad de los decorados y el vestuario, etc. En términos generales, la puesta en escena de una ópera nueva no costaba menos de 7 000 pesos. FO014. Segundo Imperio. Caja 43, exp. 045. Archivo General de la Nación (agn), México.

8                              FO014. Segundo Imperio. Caja 43, exp. 045. agn, México.

9                              La Sociedad, 23 de enero de 1864.

10                            Fernando Maximiliano de Habsburgo-Lorena (1832-1867) fue un archiduque austriaco que –debido a un peculiar proyecto de un grupo de monarquistas mexicanos, respaldado por el imperio de Napoleón III de Francia– durante un breve periodo, entre 1864 y 1867, ocupó el trono del segundo imperio mexicano (el primero duró de 1821 a 1823 y estuvo encabezado por Agustín de Iturbide). Pese a las políticas nacionalistas, modernizadoras y liberales de Maximiliano, nunca consiguió ganarse la aceptación de los sectores progresistas de la población mexicana, los cuales consiguieron la restauración de la república.

11                            FO014. Segundo Imperio. Caja 35, exp. 026, f.20. agn, México.

12                            El Siglo Diez y Nueve y El Universal, 19 de enero de 1854.

13                            La Sociedad, 15 de junio de 1864.

14                            Ramo Ayuntamiento. Sección Diversiones Públicas. Vol. 796, exp. 3. ahcm, México.

15                            El Siglo Diez y Nueve, 27 de diciembre de 1855.

16                            Fortún, El Siglo Diez y Nueve, 27 de mayo de 1852.

17                            Max Maretzek nació en la ciudad morava de Brno (que entonces pertenecía al imperio austriaco y actualmente se ubica en la República Checa) el 28 de junio de 1821. Estudió medicina en Viena, pero antes de terminar sus estudios se dedicó a lo que sería, según sus propias palabras, el amor de su vida: la música. Como pianista, compositor y director de orquesta tuvo una carrera más o menos exitosa que lo llevó a varias ciudades de Europa. En 1843 se estrenó en la ciudad de Brunn su primera ópera, Hamlet, basada en la obra de Shakespeare. En ese mismo año se estableció en Londres, donde trabajó como asistente de Michael William Balfe, director de la compañía italiana de ópera de esa ciudad. En 1848 cruzó el Atlántico y se instaló en Nueva York, donde aceptó un puesto como director musical de la Astor Opera House. Al año siguiente fundó su propia compañía y empezó su carrera como empresario teatral, a la que le dedicaría prácticamente el resto de su vida. Después de haber producido ópera en distintas ciudades del nuevo continente (Nueva York, Boston, Chicago, México y La Habana) falleció en Staten Island en 1897.

18                            Traducción mía. Las palabras en cursivas están en español en el original.

19                            gd 129. Cartas de Seguridad. Vol. 102, f. 126. agn, México.

20                            Equiparar la rivalidad entre las dos compañías líricas con el conflicto internacional que, en la misma época, estaba ocurriendo entre las potencias europeas (la guerra de Crimea) se volvió un lugar común en la prensa capitalina. Aunque esta exageración de la importancia de la ópera se hacía casi siempre con intención satírica, reflejaba una realidad muy seria: en todas las publicaciones periódicas de la ciudad se le dedicaban unas cuantas líneas a la semana a los acontecimientos relacionados con el conflicto bélico europeo, un par de párrafos a la insurrección que había estallado en la Costa Chica del departamento de Guerrero (que era el germen de la revolución de Ayutla) y decenas de páginas a la competencia entre las dos compañías de ópera. Las actuaciones de la Steffennone y de la Sontag eran un tema que parecía despertar más interés y hacía correr más tinta que el bombardeo de Odesa por la flota franco-británica o la toma de Acapulco por las fuerzas de Juan Álvarez (Pablo, 2014).

21                            El Siglo Diez y Nueve, 29 de agosto de 1854.

22                            El Orden, 18 de agosto de 1854.

23                            El Universal, 20 de agosto de 1854.

24                            El Universal, 20 de agosto de 1854.

25                            El Siglo Diez y Nueve, 29 de agosto de 1854.

26                            Felicita Vestvali (1824-1880), cuyo verdadero nombre era Anna Maria Staegman, era una célebre contralto y empresaria teatral de origen polaco que cantó en México durante las temporadas de 1855 y 1856. Su especialidad eran los papeles masculinos, como Arsace (en Semiriamide de Rossini), Romeo (en I Capuleti e i Montecchi de Bellini) y Orsini (en Lucrezia Borgia de Donizetti). Pero no sólo usaba ropa de hombre en el escenario: llevaba el pelo corto y a menudo era vista en la calle con levita, corbata, pantalones (Pablo, 2014, p. 109).

27                            El Monitor Republicano, 19 de noviembre de 1855.

28                            El Siglo Diez y Nueve, 27 de diciembre de 1855.

29                            “El final del dúo de I Puritani no correspondió a las esperanzas que pudo haber concebido el público: fue bien cantado, tal vez, pero en ese arranque de entusiasmo bélico se necesita algo más que corrección en el cantar y toda exageración es lícita cuando es hija de un exceso de amor a la independencia: se dijo la mágica palabra libertà con la misma tibieza con que la policía exige que se diga la de lealtà, con que remplaza aquella en La Habana y las provincias italo-tudescas.” El Siglo Diez y Nueve, 27 de diciembre de 1855.

30                            I Lombardi (3, 4 y 5 de noviembre de 1855), Luisa Miller (15 y 22 de noviembre), Ernani (6, 9 y 12 de diciembre), I due Foscari (23 de diciembre) e Il Trovatore (27 y 28 de enero, 3 y 12 de febrero de 1856).

31                            Justamente en los meses que duró aquella temporada (Schwandt, 2004).

32                            En 1850, con motivo del estreno de la ópera Ernani de Verdi, El Daguerrotipo se preguntaba: “¿La música dramática de Verdi agradará o disgustará al público mexicano acostumbrado al estilo sentimental, lánguido y delicado de Bellini y Donizetti?… Este es un problema que hemos asentado muchas veces y cuya resolución comenzará el miércoles y se decidirá quizá el próximo sábado; pues no basta oír una sola vez una ópera del nuevo compositor para juzgarla terminantemente: los más inteligentes en la materia no se atreven a decidirse de antuvión y necesitan de renovar sus impresiones y analizar profundamente la obra antes de emitir una opinión fundada, razonada y concienzuda.”

                               Poco después, El Siglo Diez y Nueve (17 de mayo de 1850), pronosticaba que el compositor de Busseto lograría pronto conquistar al público mexicano: “[Si se llevan a escena más óperas de Verdi] es muy probable que su mérito tenga la merecida remuneración, pues con óperas buenas y nuevas bien ejecutadas, México sostendrá dignamente el espectáculo, en la inteligencia de que hay más de dos mil individuos que esperan con suma impaciencia la noche del sábado para empezar a tomarle gusto a la brillante música de Verdi.”

                               Sin embargo, todavía en 1861, el público mexicano seguía sin lograr digerir del todo la música de Verdi, como lo indican las siguientes líneas, publicadas con motivo de una representación de Lucia di Lammermoor: “El público de la capital que, por lo que hemos advertido, no se ha acostumbrado todavía a saborear los rasgos peculiares de la música de Verdi y que manifiesta tanta predilección por los pasajes melódicos, no podrá menos que acoger con entusiasmo la partitura de Lucia, una de las mejores de la escuela melodista” (El Siglo Diez y Nueve, 7 de febrero de 1861).

33                            Un abono exitoso de doce funciones podía producir hasta 21 600 pesos, según el cálculo de Biachi. FO014 Segundo Imperio. Caja 43, exp. 045. agn, México.

34                            El Siglo Diez y Nueve, 8 de enero de 1858.

35                            Según cuenta Maretzek (1855, p. 255), para impresionar a las bellas señoritas mexicanas (actividad que, según el empresario, era esencial para todo tenor italiano), Salvi había adquirido un caballo e ido a montar al paseo de Bucareli. Sin embargo, sus pobres habilidades ecuestres, y la distracción ocasionada por unos ojos negros y el coqueto movimiento de un abanico, lo hicieron caer del caballo y romperse un brazo, dejándolo inhabilitado para actuar por el resto de la temporada.

36                            Pese a los escrúpulos expresados al respecto en sus memorias, el empresario no logra disimular del todo la satisfacción que le produjo este desenlace: “Después de eso, Forti no volvió a faltar a una función, ni por enfermedad ni por ninguna otra causa” (Maretzek, 1855, pp. 257-260).

37                            La Sociedad, 29 de enero de 1858.

38                            gd 118. Justicia. Vol. 563, exp. 23, fs. 304-308. 17 de marzo de 1858. agn, México.

39                            gd 118. Justicia. Vol. 563, exp. 23, f. 298. 1 de marzo de 1858. agn, México.

40                            gd 118. Justicia. Vol. 563, exp. 23, fs. 299-302. 1 de marzo de 1858. agn, México.

41                            gd 118. Justicia. Vol. 563, exp. 23, fs. 304-308. 17 de marzo de 1858. agn, México.

42                            La Sociedad publicó una carta firmada por “unos abonados” que decía: “El Sr. Roncari está preso y se le forma causa por no haber cumplido con las óperas del cuarto y último abono, habiendo recibido el importe de este. No sabemos qué provecho pueda hacer a los que se hallan en este caso, y nosotros nos contamos por desgracia en este número, la prisión del empresario, si no nos ha de volver nuestro dinero o nos ha de cantar la Sra. [Adelaide] Cortesi.

                               Suponemos que el señor juez mencionado hará cuanto debe y cuanto pueda en desagravio de la sociedad que ha sido burlada, o a lo menos parece así; porque ya era tiempo de que el Sr. Roncari, si tenía intención de cumplir, algo hubiera dicho.

                               Por nuestra parte, desearíamos la ópera, porque nos gusta, nos divierte y distrae, mas si no fuere posible llevar esto a cabo, sepámoslo, para que en adelante pensemos con mucha seriedad en esto del abono, cuando se nos traiga la ópera por persona que no afiance suficientemente su manejo, como se efectúa en todas partes.” La Sociedad, 6 de febrero de 1858.

43                            gd 118. Justicia. Vol. 563, exp. 23, f. 329. 31 de mayo de 1861. agn, México.

44                            gd 118. Justicia. Vol. 563, exp. 23, fs. 330-332. agn, México.

45                            gd 118. Justicia. Vol. 563, exp. 23, f. 344. Julio de 1858. agn, México.

46                            gd 118. Justicia. Vol. 563, exp. 23, f. 344. 23 de septiembre de 1858. agn, México.

47                            I. M. Altamirano. Melesio Morales. Esbozo biográfico, El Renacimiento, México, 1869, t. 1, p. 305.

                *              Este artículo se basa en la investigación que realicé para mi tesis doctoral. Pablo (2014).