“Una época
en la que el Ciudadano ve su seguridad individual respetada”.
La circulación del lenguaje de los derechos en los tribunales de la Buenos
Aires posrevolucionaria (1810-1830)*
“An Era when
Citizens saw their Individual Safety Respected.”
The Circulation of the Language of Rights in the Buenos Aires post-Revolutionary Courts (1810-1830)
Magdalena Candioti1
1Universidad Nacional del Litoral/Conicet-Instituto Ravignani-Universidad
de Buenos Aires, Argentina orcid:
0000-0001-8723-6750 mcandioti@yahoo.com
Resumen: El artículo rastrea el uso del lenguaje de los
derechos en los tribunales porteños durante los primeros 20 años de revolución.
Los expedientes judiciales utilizados ofrecen una vía privilegiada para pensar
sobre la difusión de ese lenguaje más allá de las elites, rastreando usos más
generalizados e incluso populares del mismo. En la convicción de que las
culturas jurídicas se transforman sobre una base cotidiana, de la mano de los
cambios en la percepción de los ciudadanos sobre cuáles son sus derechos y cómo
pueden reclamarlos, el trabajo apunta a mostrar cómo los valores y los derechos
movilizados por pleiteantes y abogados en el foro de Buenos Aires comenzaron a
reformularse en el contexto revolucionario. Si bien no siempre los principios y
leyes más novedosos fueron los más eficaces en el arco de las contiendas
judiciales, su circulación fue cimentando la creación de una cultura de los
derechos legalista cuyo futuro afianzamiento sólo puede explicarse a partir de
estos tempranos e imperfectos pasos.
Palabras clave: lenguaje político;
cultura jurídica; seguridad individual; tribunales; Buenos Aires.
Abstract: The
article traces the use of the language of rights in the Buenos Aires courts during the
first twenty years of revolution. The court records used provide an
excellent way of thinking about the spread of this language beyond the elites, by tracing its most
common and even popular
uses. In the belief that legal cultures are transformed on a daily basis, with
the help of changes in citizens’ perception of what their rights are and how they can claim
them, this article seeks to show how the values
and rights mobilized by litigants and lawyers in the Buenos Aires forum began to be reformulated within the revolutionary context. Although the most novel principles and laws were not always
the most effective ones within the sphere
of judicial disputes, their circulation
cemented the creation of a culture of legal rights,
whose future consolidation can only be explained on the
basis of these early, faltering steps.
Key words: political
language; legal culture; individual security; courts; Buenos Aires.
Fecha de recepción: 25 de julio de 2013
Fecha de aceptación: 28 de julio de 2014
Introducción
En 1812, Juan María Salces,
subteniente de la primera compañía del segundo tercio de guardias cívicas, fue
denunciado por su vecina, doña Rosa Encinas, por haberla “guanteado en la
cara”. Como consecuencia de la denuncia y tras la indagación de testigos,
Salces fue arrestado y embargado. Indignado por la situación, en uno de sus
escritos, dirigido al alcalde de segundo voto del Cabildo, sostenía que “aun en
el embolismo de esos abultados códigos de una legislación
anticuada, obra en su mayor parte de la preocupación, barbarie y
despotismo, no se encontrará una tal pena por ocurrencia como la que ha dado
mérito al secuestro de mis bienes y prisión de mi persona”.1
Agregaba que su honor había sido herido, y que ello era especialmente grave
siendo una época en la cual “el Ciudadano honrado ve su seguridad individual
respetada inviolablemente por la primera Autoridad del Estado”.2
A pesar de hacer uso de una retórica tan afín al “nuevo sistema”, fue condenado
por el alcalde y luego por la Cámara de Apelaciones a pagar una multa y las
costas del proceso.
El recorrido por
el expediente habilita al menos dos lecturas. Una posibilidad es erigirlo en un
ejemplo más de los escasos cambios que sufrieron los procedimientos judiciales
tras la revolución. La otra, es analizar con detalle el combate de palabras e
intentar reseñar cómo fue emergiendo en los tribunales un lenguaje de los
derechos en el que, por un lado, se afirmaría la idea de “derechos
individuales” a ser respetados y garantizados por las autoridades y, por otro,
la idea de que las leyes positivas debían reglar la actuación de los jueces y
no su arbitrio, las costumbres o la doctrina.
Este artículo se
inclina por la segunda opción y presenta un análisis de expedientes civiles y
criminales de los tribunales porteños pertenecientes a los años 1810 a 1830 a
partir de los cuales se ilustra el proceso de construcción y circulación de
este lenguaje de los derechos, sin pretender que fue el único existente o
siquiera el más eficaz. En los últimos años se han multiplicado los trabajos
que analizan la fuerte continuidad de las prácticas, las leyes y las doctrinas
tradicionales en la justicia posrevolucionaria (Agüero, 2010; Annino, 2008; Garriga y Lorente, 2007; Lorente, 2007;
Martínez, 2007, 2010; Tío, 1998, 2010). Este artículo propone comenzar a
mostrar cuáles fueron las vías por las que esa cultura jurisdiccional se fue
resquebrajando y dando lugar a nuevas formas de pedir y hacer justicia.
Una cultura jurisdiccional
¿Qué rasgos
tenía la cultura jurídica colonial? ¿Cómo se imaginaba lo justo y su
realización en Buenos Aires antes de la revolución? En las doctrinas jurídicas
y teológicas que legitimaron el ordenamiento de las sociedades de antiguo
régimen, y para el público de estas sociedades, la administración de justicia
era una función gubernamental y, por tanto, esencialmente política. “Hacer
justicia” era la esencia del buen gobierno, en tanto
actividad de conducción de la comunidad política hacia la consecución del Bien
Común. Más allá de que el rey ejerciera o no este poder jurisdiccional por sí
mismo –esto es, directamente– era de todas formas el garante último de la
justicia humana en el reino (Garriga, 2004; Hespanha,
1994-1995).
Justicia y
política, por tanto, eran conceptos y actividades inescindibles. En este
imaginario de rey justiciero no existía una matriz voluntarista ni del acto de
poder, ni del establecimiento de la norma, ni de la decisión judicial. Era más
bien un orden social –pero también jurídico y político– sobre el cual, al menos
hasta las reformas borbónicas, los sujetos no pensaban poder elegir y modificar
a su antojo. La función del rey como la del legislador y el juez se pensaba
como “interpretación”, ellos sólo podían declarar, integrar, corregir, renovar,
en definitiva, interpretar una voluntad que estaba por fuera de lo humano: la
voluntad divina (Grossi, 1995).
Los sujetos de
esa justicia no eran individuos considerados iguales y con derechos
individuales sino personas con diversas “calidades”, pertenecientes a
diferentes corporaciones que les daban acceso a diferentes tipos de derechos y
de consideraciones por parte de los jueces. El derecho era concebido como un
complejo de normas positivas de diverso origen (regio, foral, capitular),
consuetudinarias, doctrinarias y religiosas que tenían potencialmente la misma
capacidad de modular las decisiones del juez.
El lenguaje
predominante de la justicia y la política en la sociedad colonial era
cristiano, organicista y consensualista.3
Desde los primeros días de la revolución en el Río de la Plata este lenguaje sufrió
fuertes impugnaciones. Generalmente se han analizado y enfatizado las
impugnaciones estrictamente políticas al viejo orden –las nuevas ideas sobre el
sujeto de imputación soberana o sobre la representación– mientras que se ha
considerado a la justicia y el derecho como espacios escasamente transformados
por la revolución.4
Ciertamente, los
rasgos del proceso judicial que permiten afirmar la vigencia de esa justicia de
jueces (no de leyes) y del pluralismo legal son numerosos. La justicia en
Buenos Aires, antes y después de la revolución, funcionó como un laberinto de
múltiples entradas. Confuso, pero potencialmente muy accesible para los
litigantes. La compleja y frágil distinción de competencias judiciales continuó
sin ser conocida al detalle por los habitantes rioplatenses y a veces tampoco
por los oficiales legos a su cargo. Esa relativa flexibilidad en la
determinación de las jurisdicciones presentaba también sus peligros. Un juicio
podía desarrollarse de modo completo en un tribunal inadecuado –lo que no
generaba mayores perjuicios– o tramitarse en él durante largo tiempo, antes de
que su incompetencia fuera advertida o señalada por otros actores. En tales
casos, las actuaciones realizadas hasta el momento podían anularse y todo el
proceso recomenzar de cero (véase al respecto, Candioti,
2010).
Por otro lado,
litigantes, abogados y asesores continuaron apelando a la piedad de los jueces
y estos enfatizaron esa imagen de sí mismos abocándose a la búsqueda de soluciones
de “equidad”. Las prácticas de “compurgar” penas con prisión o el tiempo
transcurrido en esta; de multiplicar los apercibimientos, y de dar fin a los
conflictos a través del llamado a juicios y composiciones verbales dan cuenta
de que, en los tribunales, la imagen del juez no era sólo
la de un ejecutor de leyes. No sólo los jueces legos consideraban legítimo dar
cabida a este tipo de consideraciones ajenas al derecho positivo, también los
justiciables los consideraban legítimo.
Los procesos
judiciales podían transcurrir perfectamente –incluso con la intervención de
abogados matriculados– sin que aparecieran menciones explícitas a las leyes
vigentes, las reglas transgredidas o los castigos legalmente previstos (Barreneche, 2001; Fradkin, 1999; Mallo, 2004; Yangilevich, 2006,
entre otros). Era sí constante la apelación genérica al derecho, la legalidad,
o la justicia de las posiciones sostenidas por cada parte.
En los diez
primeros años de revolución la justicia ordinaria de Buenos Aires continuó siendo
ejercida por los alcaldes de primer y segundo voto del Cabildo. Sus sentencias
podían ser apeladas a la Cámara de Apelaciones (nominada así desde 1812) que
heredó las funciones judiciales de la Real Audiencia. Desde 1821, y con el fin
de los intentos de crear una unidad política con los territorios de antiguo
virreinato, en Buenos Aires el Cabildo fue abolido y se creó una justicia
ordinaria letrada que sería la encargada de administrar en adelante los casos
civiles y criminales (Ternavasio, 2000). Dado que los
jueces fueron legos a lo largo de la primera década, era comprensible que los
juicios se tramitaran sin referencias eruditas a pesar de que contaban –desde
1811– con asesores letrados (Candioti, 2011; Tau,
1977). Sin embargo, también luego de la instalación de los juzgados letrados,
esta desaprensión legal fue un rasgo muy propio de la baja justicia bonaerense
(integrada tanto por estos juzgados letrados de primera instancia como por la
vasta red de jueces de paz, urbanos y rurales, comisiones especiales y
tribunales militares).
Por su parte,
las leyes de fondo –disposiciones relativas al contenido de los derechos y
obligaciones de los ciudadanos– invocadas y validadas en los tribunales fueron
mayormente aquellos mismos “códigos retrógrados” de origen hispano que eran
simultáneamente atacados en la retórica oficial de la revolución. Cuando alguna
ley era citada, ya sea para castigar injurias, determinar deudas, punir robos o
asesinatos, ella pertenecía más frecuentemente al acervo jurídico colonial. Las
Partidas y la Recopilación de
Leyes de Indias fueron los ordenamientos legales más citados. Los
glosadores de tales cuerpos de derecho –como Gregorio López y Antonio Gómez–
fueron, por su parte, la doctrina más citada para amparar los reclamos –si bien
el uso de tales citas no fue generalizado. La capacidad de reemplazar tales
referencias no se daría sino lentamente (Agüero, 2011a; Barreneche,
2001; Fradkin, 1999, 2007; Mallo,
2004; Tau, 1992; Yangilevich, 2006).
Esta breve
descripción del funcionamiento de la justicia posrevolucionaria puede sugerir
que no fueron muchos los cambios que abrió el proceso revolucionario. Sin
embargo, lo que en adelante se intentará mostrar a partir del análisis de
algunos casos testigos, es que si bien rasgos fundamentales del proceso no se
transformaron por decreto ni rápidamente, en los tribunales circuló y se
afianzó un lenguaje de los derechos ajeno a la
lógica del viejo orden, y que dio lugar a nuevos argumentos para pleitear, así
como nuevos derechos y valores a exigir. Ellos generaron expectativas que poco
a poco moldearon las formas y contenidos de las demandas de los litigantes
bonaerenses.
La emergencia de un nuevo
lenguaje
¿Cómo pensar y
analizar los lenguajes políticos y jurídicos?, ¿cuáles fueron los rasgos del
lenguaje de los derechos?, ¿cuáles fueron sus contenidos?
Un lenguaje
político, como sostiene Elías Palti (2007), no es un
conjunto de ideas o conceptos, sino un modo característico de producirlos. Por
lo tanto, no se trata de analizar los cambios de sentido que sufren las
distintas categorías a lo largo del tiempo sino de la lógica que las articula,
“cómo se recompone el sistema de sus relaciones recíprocas” (p. 17). En este
sentido, lo que caracterizó al lenguaje de los derechos
no fue necesariamente la aparición de categorías nuevas sino de nuevos sentidos
para viejos vocablos y de articulaciones diversas entre ellos en una realidad
“que se había puesto a cambiar”. Las nociones de código, de ley, de derecho, de
gobierno de las leyes, de igualdad, de justicia no se crearon con la revolución
pero se rearticularon y se resignificaron.
Beatriz Dávilo sostiene que ese “lenguaje de los derechos” fue
fuertemente utilizado entre los años 1810 y 1815 para legitimar la
desobediencia. Este lenguaje, señala Dávilo, contenía
tensiones internas –entre iusnaturalismo moderno, pactismo y escolástica– las
que, junto a los avatares del proceso histórico mismo, terminaron por favorecer
la emergencia de un “lenguaje de la utilidad” más pragmático e idóneo a los
fines de construir un orden institucional (Dávilo,
2011).5 Las proclamas y los documentos
más importantes de la revolución expresaron tempranamente un discurso político
(fundado en los valores de la igualdad, la libertad, la legalidad, la
representación popular) cuyo contenido jurídico era
insoslayable y cuyos recorridos es necesario analizar. No para asumir
ingenuamente su inmediata vigencia pero sí para analizar los efectos complejos
de su circulación.
Nos interesa en
este trabajo empezar a rastrear cómo ese lenguaje de los derechos fue generando
nuevos imperativos de cara al orden jurídico y la organización judicial a lo
largo de los primeros 20 años de vida independiente. Estos nuevos sentidos
tendían a enfatizar la idea de que los derechos eran individuales y no gracias
regias; que la justicia no dependía de la prudencia del juez sino de la ley;
que la ley era tal si emergía de órganos representativos que la dictaban; que
los derechos y las obligaciones debían fijarse por escrito, que sólo era crimen
aquello que la ley expresamente prohibía, que los jueces debían conocer ese
derecho escrito para poder dictar sentencia. Este proceso de resemantización no se inició con la revolución pero su
circulación se aceleró en el marco de ese nuevo contexto de enunciación.6
Tampoco estos sentidos se afianzaron rápidamente ni tuvieron interpretaciones
homogéneas pero, con el tiempo, pudieron cambiar las expectativas de los
actores y modular nuevas formas de pensar la ley y la justicia.
La difusión de
este nuevo lenguaje se había iniciado en el vasto espacio rioplatense hacia
fines del siglo xviii. Sus costados más jurídicos
fueron debatidos en y difundidos desde La Plata a todo el virreinato. Como Clément Thibaud ha mostrado,
instituciones como la Academia Carolina o como la Universidad de San Francisco
Javier (donde se formó gran parte de las elites letradas provenientes de Buenos
Aires o que cumplirían papeles destacados allí) se convirtieron entre fines de
siglo xviii y principios del xix en importantes cajas de resonancia de las luces a la
vez que laboratorios donde tales ideas se reelaboraron y utilizaron para
reflexionar sobre la situación colonial (Thibaud,
2010, pp. 74 y ss.).
Con la revolución
tales reflexiones llegaron a la prensa donde los debates sobre la soberanía
popular y los ataques al despotismo se multiplicaron (Carozzi,
2011; Goldman, 1992, 2006, 2007; Ternavasio, 2003).
Las proclamas y los documentos más importantes de la revolución expresaron
tempranamente un discurso político (fundado en los valores de la igualdad, la
libertad, la legalidad, la representación popular) cuyo contenido jurídico era
insoslayable. Inmersos en este lenguaje de derechos, jacobinos y moderados
rioplatenses movilizaron por igual una retórica en la que la reforma legal y
judicial se señalaba como imprescindible. Se hicieron cargos puntuales contra
el derecho colonial que giraron en torno a cuatro acusaciones centrales: que se
trataba de un código de normas no nacidas del consentimiento ciudadano
americano y como tal ilegítimas; que no reconocía los derechos de los hombres
sino como concesiones reales; que, en tanto normas muchas veces creadas en la
península, no eran adecuadas para regular el espacio y las relaciones sociales
americanas; y, finalmente, que se trataba de un orden jurídico confuso, sin
jerarquías normativas, y muchas veces contradictorio.
Con estos
discursos se atacaba el núcleo mismo de la monarquía católica. La idea del
carácter natural de ciertos derechos y la imposibilidad de su negación civil,
implicaba dejar de pensarlos como productos legítimos de la gracia real para
comenzar a exigirlos como corolario de la igualdad innata entre los hombres. La
retórica del imperio de la ley –y la construcción del despotismo como su
contracara– se tornó central para la legitimación de la revolución y se volvió
un objeto de disputa entre las diversas facciones que procuraron presentarse
como sus más fieles defensores. La ley positiva fue ensalzada a la vez que el
arbitrio judicial era atacado. Ideas como la igualdad ante la ley, la necesidad
de un gobierno de las leyes, el respeto de los principios de legalidad y de
inocencia, se tornaron cotidianas en el naciente espacio público porteño. El
lenguaje de los derechos, tal como lo entendemos aquí, fue un lenguaje montado
sobre la creciente centralidad de estos valores.7
Luego de 1812 la
gravitación de la Constitución gaditana ofreció nuevos elementos para alimentar
el liberalismo rioplatense.8 Si
bien dicha Constitución no contenía una declaración de derechos (Portillo,
2004, p. 77) (a diferencia de Francia, Estados Unidos e incluso de los
proyectos constitucionales discutidos en el Río de la Plata hasta la sanción de
la Constitución Nacional en 1853), sus propuestas y la “profusa legislación a
base de decretos que fueron promulgando las Cortes a lo largo de más de tres
años” (Quijada, 2008, p. 32) fueron discutidas e incluso imitadas en Buenos
Aires, particularmente entre 1811 y 1813.9
Junto a los
documentos públicos (leyes, bandos y prensa) donde se difundieron estas
nociones, entre los expertos en derecho –los abogados, los juristas de la
Academia de Jurisprudencia de Buenos Aires, los jueces y, más tarde, los
profesores de derecho de la Universidad de Buenos Aires creada en 1821– el
lenguaje de los derechos adquirió una formulación más específica y fue
inescindible del debate sobre la necesidad de reformar la justicia y las leyes.
En adelante, en la Academia y en la Universidad local se discutió sobre la
necesidad de hacer de los jueces hombres esclavos de las leyes, de sancionar
nuevos códigos que sujeten su proceder, sobre la conveniencia de instaurar
juicios por jurados, de abolir los fueros personales, de garantizar el
principio del juez natural, de acabar con las comisiones especiales y las
jurisdicciones delegadas.10
La instauración
de algunos de esos principios se ensayó, en el caso de Buenos Aires, a partir
de 1820 con las leyes de creación de juzgados letrados (1821), de creación de
un Registro Oficial de Leyes para su circulación en los juzgados (1821), de
supresión de fueros (1823), y de constitución de comisiones especiales para la
sanción de códigos (1824) (Candioti, 2011). El cambio
estuvo lejos de ser inmediato pero lo que intentaremos mostrar aquí es que esta
nueva retórica y leyes innovadoras como las mencionadas, en circulación en los
tribunales, fueron importantes en el proceso de transformación de la cultura
jurídica de los ciudadanos de Buenos Aires.
La “seguridad individual” en los
papeles
Parte pequeña
pero central de la nueva legislación, el llamado decreto
de seguridad individual fue sancionado en noviembre de 1811. El decreto
enumeraba una serie de derechos y garantías que combinaba elementos de la
declaración francesa de los derechos del hombre y el ciudadano de 1789 y del
Bill of Right
inglés. Recogía principios tales como que ningún ciudadano podía “ser penado,
ni expatriado sin que preceda forma de proceso, y sentencia legal”, o ser
arrestado sin pruebas al menos semiplenas y sin saber la causa del arresto.
Para que el arresto fuera correcto debía existir un decreto u orden que lo
autorizara; y la violación del domicilio de un ciudadano era un crimen.
Sostenía también que las cárceles eran para seguridad y no para castigo de los
reos; que todo hombre “tiene libertad para permanecer en el territorio del
estado o abandonar cuando guste su residencia”; y que los gobiernos deben
proteger estos derechos a los habitantes bajo su jurisdicción. Finalmente,
establecía que “Sólo en el remoto y extraordinario caso de comprometerse la
tranquilidad pública o la seguridad de la patria, podrá el gobierno suspender
este decreto mientras dure la necesidad, dando cuenta inmediatamente a la
asamblea general con justificación de los motivos, y quedando responsable en
todos tiempos de esta medida.”11
A lo largo de
las primeras décadas posrevolucionarias el decreto fue objeto de reformas y
añadiduras al tiempo que era incorporado a diversos reglamentos provisionales y
proyectos constitucionales sancionados en esos años.12 En
el Reglamento Provisional de 1815, a los nueve artículos originales se le
sumaron doce. En ellos el énfasis en la ley como límite de la acción del Estado
y la protección de los ciudadanos se incrementó. El nuevo artículo 2 sostenía
que “Ningún habitante del Estado será obligado a hacer lo que no manda la Ley
clara y expresamente, ni privado de lo que ella del mismo modo no prohíbe”; el
3º que “El crimen es sólo la infracción de la Ley que está en entera
observancia y vigor, pues sin este requisito debe reputarse sin fuerza”; el 5º
que “toda sentencia en causas criminales, para que se repute válida, ha de ser
pronunciada por el texto expreso de la Ley, y cualquier infracción de ésta, es
un crimen en el Magistrado que será corregido con el pago de costas, daños, y
perjuicios causados”. Se agravaban los requisitos para ordenar prisión y para
embargar bienes explicitando en el artículo 14 que “El Juez o Comisionado, que
prenda o arreste a cualquiera individuo (no siendo en fragante delito) sin
guardar las formalidades que prescribe este Capítulo, será removido; y el que
faltase a las que se previenen en el embargo, e inventario de bienes, será
responsable a las substracciones de que se quejase el interesado”. Sin embargo
esta amplia definición de derechos admitía suspensiones temporales.13
Dos años más
tarde, en el Estatuto Provisional de 1817, la enumeración de derechos fue
dividida en dos partes. Una de ellas permaneció como un capítulo especial del
estatuto sobre “Seguridad Individual” y la otra pasó al apartado sobre
“Administración de Justicia”. El artículo 14 de este último –y a pesar de que
el artículo 13 repetía que toda sentencia criminal debía pronunciarse por el
texto expreso de la ley– pasó a aclarar que “No se entienden por esto derogadas
las leyes, que permiten la imposición de las penas al arbitrio
prudente de los Jueces, según la naturaleza y circunstancias de los
delitos; ni restablecida la observancia de aquellas otras, que por atroces e
inhumanas ha proscripto o moderado la práctica de
los Tribunales superiores”.14 Y
por esta vía volvía a matizarse la necesidad de la legalidad de las sentencias
y la sujeción de los jueces a la letra de la ley.
A su vez, aunque
el artículo 23 sostenía que “El Juez o comisionado que prenda o arreste a
cualquier ciudadano (no siendo en fragante delito) sin […] [que conste en un
sumario previo al menos prueba semiplena del delito] será removido” y el “que
faltare a lo que se previene para los embargos en los anteriores, será
responsable al interesado de los bienes, que justificare faltarle”.15
Pero, si estos derechos se violaran “por un muy remoto y extraordinario
acontecimiento que comprometa la tranquilidad pública, o la seguridad de la
Patria”, los jueces deberían dar razón de su conducta al Congreso, que
examinaría los motivos de la medida y el tiempo de su duración.
Cerrando la
década de 1810, la Constitución sancionada en 1819 heredó y reacomodó estos
artículos. Ellos pasaron al capítulo 2 sobre “Derechos Particulares” de la
sección v “Declaración de derechos”, donde se
fusionaron con el articulado original del decreto de libertad de imprenta. Así
el nuevo artículo 114 sostenía que “Es del interés y del derecho de todos los
miembros del Estado el ser juzgados por jueces los más libres, independientes e
imparciales, que sea dado a la condición de las cosas humanas. El Cuerpo
Legislativo cuidará de preparar y poner en planta el establecimiento del juicio
por Jurados, en cuanto lo permitan las circunstancias.”16
Finalmente, la
Constitución de 1826 –última legislación relevante del periodo analizado aquí
pero que no llegó a entrar en vigencia al ser rechazada por las provincias–
incorporó dichos artículos en una sección sobre “Disposiciones generales”. Como
novedad, prohibió expresamente el juicio por comisión.17
El “fracaso” o
la imperfecta realización de estas leyes e ideales –tanto en los tribunales
como en la política– ha sido resaltado por la
historiografía jurídica crítica en los últimos años. Enfatizando estas idas y
vueltas legislativas y la persistencia de prácticas judiciales de antiguo régimen,
se ha sostenido que la revolución dejó casi intocada a la justicia. Sin
embargo, este señalamiento oculta el hecho de que los nuevos discursos y
valores no conformaron una retórica vacía. Esta retórica tuvo un carácter
sustantivo y performativo. La enunciación y
legitimación pública de estas declaraciones transformaron el espacio de lo
decible en el contexto jurídico posrevolucionario. La idea de que la ley era
sólo el derecho positivo asumió una preeminencia que era inédita. Los
criticados procedimientos y leyes coloniales, más de allá de continuar siendo
utilizados, sufrieron constantes hostigamientos retóricos que no es posible
pensar como inofensivos.
Más allá de la
imposibilidad de realizar de modo simultáneo y sistemático los diversos principios
impulsados por los revolucionarios, ellos transformaron las formas de pensar el
sentido de la justicia y la estructura de la autoridad política.
Por ejemplo, en
un muy interesante artículo, “Formas de continuidad del orden jurídico. Algunas
reflexiones a partir de la justicia criminal de Córdoba (Argentina), primera
mitad del siglo xix”, Alejandro Agüero (2010)
analiza estos años y enfatiza “la nula eficacia de los textos patrios de la
primera mitad del xix que hablan de derechos
individuales en el marco de una cultura que, arraigada a un imaginario
corporativo, oblitera la posibilidad de asumir una noción abstracta de
individuo como centro de la axiología jurídica y de crear, en consecuencia,
dispositivos institucionales eficaces para asegurar su vigencia” (p. 11).
Partiendo de una
constatación que compartimos –que la cultura jurídica de antiguo régimen no se
extinguió inmediatamente con la revolución, que este imaginario siguió
moldeando los modos de interpretar las innovaciones conceptuales (como bien ha
resaltado Koselleck, 2004, que sucede con los
sentidos de los conceptos nuevos en contextos de revolución) y de que en ella,
la discrecionalidad del juez siguió ocupando un papel central– Agüero deduce
que el sistema de garantías –no sólo en Córdoba sino en Buenos Aires, caso que
comenta al criticar otros análisis sobre el mismo– era imperfecto e ineficaz y,
por tanto, en estos años las reformas fueron virtualmente irrelevantes de cara
a transformar la cultura jurídica colonial. Muy probablemente ello fue así en
el caso cordobés que Agüero analiza y explica con solvencia, pero no
necesariamente para el de Buenos Aires, donde las innovaciones retóricas e
institucionales fueron más osadas. Nuevamente, ellas no transformaron de la
noche a la mañana los imaginarios sobre la ley y la justicia pero tampoco
fueron inocuas o irrelevantes. A continuación intentaremos mostrar la
gravitación en los tribunales bonaerenses del lenguaje de los derechos, en
particular de la idea de seguridad individual, alejándonos del problema de su
eficacia. Luego de ello, en el último apartado, reflexionaremos sobre la
importancia de esa circulación para pensar la transformación de la cultura
jurídica en Buenos Aires.
La “seguridad individual” en los
tribunales
¿Cómo se
tradujeron en los tribunales los principios movilizados por los revolucionarios
en su disputa con las autoridades peninsulares?, ¿circuló en los juzgados la
idea de seguridad individual y sus principios aledaños? Estos nuevos principios
ciertamente circularon en los juzgados y, si bien estuvieron lejos de anular la
presencia de referencias tradicionales, fueron insumos para la redefinición de
los modos de pedir justicia. Las nuevas leyes de fondo y de forma dictadas por
los gobiernos, asambleas y legislaturas, rápidamente fueron retomadas en los
tribunales por litigantes, asesores y jueces. Entre estas, el decreto de
seguridad individual ocupó un lugar privilegiado.
Durante la
primera década de revolución, las preocupaciones por el respeto o violación del
decreto se plasmaron en los juicios políticos llevados adelante por comisiones
especiales. Particularmente, la Comisión Civil creada en 1815 para juzgar a la
caída facción alvearista (que había ejercido el poder
desde 1813) expresamente le imputó a sus miembros el delito de suspender la
vigencia del decreto.18 En esa década también, algunos
ciudadanos aislados –como el citado Juan José Salces– apelaron al decreto para
exigir que el gobierno los protegiera ante abusos de los oficiales en el
dictado de prisiones y embargos.
En la década de
los veinte, la apelación a la “seguridad individual” fue un recurso reiterado
entre los usuarios de la justicia bonaerense y fue una herramienta
especialmente utilizada para impugnar a los oficiales de justicia.19
Ciertamente, la idea de que los jueces debían no ser arbitrarios no era una
novedad, lo era sí el lenguaje elegido para expresar esa pretensión –el derecho
a la seguridad individual– y la referencia a puntuales violaciones al mismo
–ignorancia del delito por el reo, violación del domicilio sin orden, arresto
sin sumario previo, etcétera.
Así, en 1820,
Juan Ignacio Cos “vecino y hacendado en el partido de
Chascomus”,20 inició ante el gobernador de la
provincia una seria queja contra el comisionado Pedro Funes por haber sido
enviado preso a la capital, “como un facineroso y vago, con
ignorancia de mi delito, violación de mi seguridad individual, y lo que
es más, con sustracción total de todos mis bienes que compone la fortuna de mi
subsistencia”.21
Cos daba cuenta de
que las “malignas arbitrariedades del Juez Comisionado” no habían acabado allí.
Una vez puesto en libertad y vuelto al pago, había encontrado que sus
propiedades no sólo estaban embargadas sino que obraban en poder de dicho juez
comisionado. Cos solicitaba entonces que el juez del
partido interviniera para informarse sobre lo sucedido, certificara la
apropiación de sus animales y aplicara al ladrón un escarmiento que se hiciera
“sentir a todos aquellos que, validos de ser comisionados, toman estos encargos
para sólo cometer estos delitos”.22
El gobernador Sarratea accedió a las peticiones de Cos:
le solicitó a Funes que se presentara en la capital llevando las actuaciones
que dieron lugar a la prisión de su demandante; y designó a un ciudadano del
partido, don Francisco Aguilera, para que hiciera las averiguaciones del caso
junto al alcalde de hermandad –que había sido denunciado por Cos como “amigo y coligado” de Funes–. Del sumario
practicado a partir de testigos presentados por el primero –que no dejaron de
señalar que se trataba de un “hombre de bien”, honrado– emergía una versión más
compleja aunque fragmentaria de los hechos. Cos
habría sido acusado de robar caballos de Funes y otros hacendados, el padre del
joven habría permitido que el comisionado se llevara las reses para compensar
esos supuestos robos, pero su hijo habría sido arrestado de todos modos. Luego
de remitir la información a la capital, Aguilera contaría que intentó sin éxito
que Funes devolviera los animales incautados, tratando de “hacer valer su
comisión porque era del Gobierno”, pero que no le fue posible. Entonces, pasado
más de un año del inicio de la causa, el gobernador ordenó que el comandante de
Chascomús llevara a Funes a la capital a comparecer
y, en caso de resistirse, lo llevara preso.
Cuando sus
propiedades fueron embargadas en agosto de 1821, finalmente Funes se decidió a
dar su versión de los hechos al gobernador Martín Rodríguez. Si el principio de
seguridad individual ofrecía una plataforma liberal para expresar las quejas de
un ciudadano ante el accionar de un oficial de justicia, la responsabilidad de
este no dejaba de exigirse de modo personal (Martínez, 1999, pp. 155 y ss.). En
su escrito Funes acusó a su vecino de aprovechar su ausencia en “la otra banda”
y “la oportunidad que podía ofrecerle la época del gobierno de Don Manuel Sarratea” para hacer el reclamo. Presentó duras quejas
contra el asesor del gobierno: “No sé, Exmo. Sr., por
qué principios legales se ha conducido el Asesor de V.E. para aconsejar lo se
registra en f. 8 vta.. No sé donde,
ni en que Legislación habrá aprendido a proceder nada menos que embargando y
vendiendo propiedades de un ausente no sólo sin oírle. Pero ni siquiera sin
suplir su ausencia.”23
Su abogado,
Manuel Gallardo, no sólo desafió esa decisión sino que se ofreció a darle “una
lección práctica al Asesor con cuyo dictamen se ha obrado”. A su vez, acusó a Cos de engañar al gobierno con su relato, reclamó el
derecho a ser escuchado24 y enfatizó que, por su
condición de comisionado, debería haber sido tratado con mayor respeto, al
menos hasta que se demostrara que no lo merecía. Adjuntaba la prueba de la
confianza pública que en el pasado había merecido: su designación como
comisionado para perseguir y “reparar los graves males que resultan a la
Sociedad de la multitud de vagos, desertores y mal entretenidos que inundan la
campaña”, hecha por Juan Ramón Balcarce en agosto de 1818 y originada en la
“imposibilidad de que los Jueces Territoriales por sí mismos, sin abandono de
los demás importantes objetos de su cargo, puedan dedicarse a la aprensión de
ellos con la eficacia que se requiere”.25
Adjuntaba finalmente y para reforzar su preeminencia, la orden del delegado directorial de campaña, Cornelio Saavedra, asignándole nada
menos que 18 milicianos para perseguir a los “perjudiciales”.26
De todos modos,
el gobernador volvió a reclamarle la información sumaria en la que fundó la
prisión de Juan Ignacio Cos, y Funes respondió que
“como cualquier otro comisionado” no podía enviar nada ya que “en los mismos
partidos se toman conocimientos de los hombres perjudiciales y se verifica su
captura sin obrar otras diligencias que las de los previos informes que se
toman”.27 Más claro no podía estar el
proceder de las partidas celadoras y su carácter de justicia sumarísima.
Mientras las comisiones de carácter político multiplicaban los procesos escritos
e incluso se reglamentaban, una “justicia” mucho más inmediata, movida por
rumores, sin garantías para quienes caían en sus manos, se extendía por la
campaña sin mayores posibilidades de control. Funes percibía cuán incorrecto
sonaba todo esto y por ello mismo intentaría exculparse diciendo: “querrá
decirse que semejantes prisiones carecen de la formalidad precisa, mas esta es
la práctica que se observa y mientras no se reglamente o pre-sancione el uso de
estas comisiones no hay una razón para que yo sufra los resultados de defectos
que no son míos sino de la administración del gobierno”.28
Para probar que
había tenido razón en apresar a su denunciante, pidió que se le diera un tiempo
para probar que no procedió arbitrariamente o que al menos tuvo malos informes.
Dicho tiempo le fue concedido. Mientras tanto, el gobierno le solicitó a Cos que compareciera nuevamente en la capital. Por medio de
un escrito este respondió que el mal accionar del comisionado ya había sido
probado, que se lo había tratado “con la mayor de las indulgencias” y que, en
todo caso, Funes debería haberse quejado con la autoridad en tiempo y forma si
no acordaba con el curso del proceso y el embargo. Al no haber nada concluyente
en contra de Cos, la causa pasó al juzgado de segundo
voto por recomendación del asesor interino del gobierno y luego al juzgado de
primera instancia del primer departamento de campaña. Más allá de tales
traslados, las partes no realizaron más acciones ni la justicia tomó nuevas
determinaciones. Si la causa ilustra la circulación de la retórica de la
seguridad individual en los tribunales, también da cuenta de una realidad rural
en la que se multiplicaban prácticas de control social totalmente ajenas a
tales principios y de la vigencia de una idea de ciudadano como sujeto
“domiciliado” y enraizado en la comunidad (cercana a la de vecino) que se
tornaba central a la hora de combatir los abusos de los comisionados.29
Las quejas contra
los funcionarios públicos con jurisdicción, en nombre de la seguridad
individual de los ciudadanos, no se detuvieron con el caso del comisionado
Funes ni comprometieron exclusivamente a autoridades con potestades delegadas
temporalmente –como el comisionado– cuyos saberes procesales ciertamente eran
acotados.
A inicios de
marzo de 1826, Nicolás Romero, un zapatero vecino de San José de Flores,30
se presentó ante la justicia criminal letrada para denunciar “la tropelía y
violencia con que el teniente alcalde Zabala sin motivo, sin orden y sin
autoridad violó todos los derechos más sagrados de un habitante del país”.31
El artesano sostenía que estando en su casa durmiendo en la cocina (porque su
mujer no lo había dejado entrar en la habitación) oyó unos golpes en la puerta.
Se trataba del teniente alcalde del partido que junto a unos auxiliares venía a
arrestarlo pero sin mostrar orden alguna, ejerciendo violencia contra su persona,
obligándolo a dejar a sus hijos y suspender los trabajos con los cuales les
proporcionaba los “medios de subsistir”. Romero sostenía con vehemencia que:
“Por este hecho se ha atentado a la seguridad individual y
libertad civil que las leyes dispensan violándolas escandalosamente; mi
persona ha sido injuriada y ofendida de un modo ignominioso y atroz.”32
A pesar de ello,
sostenía Romero, no pedía contra el teniente y sus auxiliares “el castigo que
las leyes prescriben y la condigna satisfacción por la injuria y ofensa”, sino
simplemente que se lo dejara permanecer en la capital, poder recuperar sus
instrumentos de trabajo y las supuestas doce onzas de oro y otros efectos
personales que le habían sustraído de la chaqueta durante el arresto. El juez
Guzmán le ordenó al juez de paz del partido que enviara las herramientas en
cuestión y, como las acusaciones eran graves, le pidió que realizara el sumario
correspondiente. Tanto el teniente alcalde Vicente Zabala como quienes lo
acompañaron (Dámaso Ramón y Martín Farías) en el arresto dieron su versión de
los hechos. En esta, la orden habría sido dada por el juez de paz Calixto
Silvera, la intervención se habría iniciado porque la esposa de Romero, doña
Catalina Ortiz, habría pedido auxilio a las autoridades por encontrarse su
marido ebrio y violento. El artesano se habría resistido al arresto y por eso
habría sido golpeado y atado. Luego, habría advertido que le faltaba algo de la
ropa y habría acusado a sus captores de estar confabulados con su consorte para
robarle. También la propia Ortiz declaró en el sumario y aseguró que, en la
mencionada chaqueta, encontró la tapa de un yesquero a plata y que, si hubiera
encontrado plata, nunca se la hubiera dado a Romero.
El auxiliar de
justicia Farías aportó un dato de interés: sostuvo que una vez delante del juez
él le habría reprochado al reo el haber dicho que le habían robado doce onzas y
que Romero se habría disculpado diciendo que era culpa de la embriaguez, “pues
que no era capaz de imputarle cosa que no había sucedido, [y] esto lo dijo
estando bueno”.33
A partir de allí
se recabaron diversos testimonios en torno a la corrección de la conducta de
Romero e incorrección de su mujer y viceversa. Manuel de la Portilla testimonió
en el primer sentido, Carlos Naón –antiguo juez de
paz del partido– habló de Ortiz como “perturbadora del orden con sus
escándalos”; Marcelino Unzué dijo que la señora era
“capaz de insultar a cualquiera autoridad sin que sea capaz de refrenarla sino
la punición”; Miguel Toro sintetizó que “la Ortiz de León jamás podrá su genio
altanero y provocativo refrenarlo”. Por otro lado, el cura párroco de Flores,
Nicolás Herrera, cuya opinión requirió el juez Guzmán, sostuvo que nada podía
objetar de la conducta pública de doña Catalina pero que sí conocía “el vicio
público de borrachera” de Romero.
En este punto,
el juez de paz Silvera intentó dar cuenta de la complejidad del caso asegurando
que el matrimonio vivía agitado entre la embriaguez del esposo y una mujer
“peor que una fiera”. Incluso –revelaba el juez– “la Ortiz” había llegado a
acusarlo de dejar morir de hambre a los presos por pobres y que a Romero “como
tenía onzas de oro que se las comía el escribiente y el juez, éste le
dispensaba mayores consideraciones”.34 Por
todos estos públicos excesos, Silvera pedía que la señora fuera expulsada del
partido dado que además “pervierte sus hijos a quienes no educa como corresponde,
ni menos envía a la Escuela”.35
Recién seis
meses más tarde el juez letrado, Domingo Guzmán, volvió a intervenir. Citó a
Romero y a su esposa para un juicio verbal sobre sus desavenencias. Amonestó a
doña Catalina por su “altanería, insolencia y atrevimiento” y por haber hablado
mal del juez territorial sobre el trato dado a los presos. Al zapatero lo
reconvino por su ebriedad y la que atribuyó el reclamo de las supuestas onzas
de oro. Luego de que un garante firmara por él, Romero quedó en libertad.
La denuncia de
violaciones a la “seguridad individual” de un ciudadano quedaba olvidada así en
el marco de un proceso que exhibía un sinnúmero de aristas y conflictos
circundantes. Que ello fuera así no empaña el hecho de que la idea de derechos
individuales circulaba en diversas localidades de la provincia, intervinieran
abogados o no, y que su uso fuera relativamente utilizado en el marco de las
estrategias de impugnación de las justicias inferiores y sus auxiliares.
También en
nombre de la “ofensa de la ley de seguridad individual” fue denunciado ante
Bartolomé Cueto el juez de paz de los Arrecifes, don Marcelino López, en mayo
de 1828.36 Dicho magistrado había
arrestado a Antonio Barcia y le había ordenado permanecer preso alegando que
así “lo quería el vecindario, [pero] sin haber formalizado un sumario en que se
justificase al menos semiplenamente algún crimen”.37 La
razón, explicaba Barcia, a través de la pluma de su abogado el doctor Cayetano
Campana, era que:
no hay más delito que el odio y mala
voluntad que me profesa el juez de paz y los resentimientos vestidos con la
capa de la justicia pueden sumergirme en un abismo de males con mi familia, que
pueden causar muy bien mi ruina. Este temor y la violencia ejecutada en mi
persona me han obligado a quebrantar la injusta prisión, que no era más que un ataque a mi seguridad y a la misma Ley que la
protege, para reclamar ante una autoridad competente el remedio a estas
violencias.38
Usar la función
pública para perseguir a enemigos personales y violar los derechos de un
ciudadano eran graves acusaciones a las que el juez territorial no podía dejar
de responder. Marcelino López informó al juez criminal que Barcia había sido
denunciado por varios vecinos por robar animales y que el arresto había sido
“de pura fórmula y apariencia”, dado que el hacendado nunca había obedecido y
se había paseado por el partido con “desprecio y burla […] de lo que le
ordenaba el Juzgado”. Su último acto había sido precisamente huir a la capital
y formalizar el recurso en cuestión: “Cuyo hecho comprueba [sostenía la
contraparte] que para Barcia nada vale la autoridad de un
juez de paz y que quien se contempla autorizado para burlarse de la
justicia, no trepida en atentar a la consideración y derechos de convecinos y
conciudadanos.”39
En su largo
descargo, el juez aseguraba que su verdadero error había sido mostrar un
“exceso de consideración hacia Barcia, faltando tal vez a las exigencias de
justicia que reclamaban sus demandantes”. Lejos de las tropelías y la violación
a la seguridad individual que se denunciaban, él se habría limitado a intentar
“sofocar por medios suaves” el conflicto, relajando las previas fórmulas,
siendo quizás demasiado “blando y omiso en llenar los deberes del cargo que
ejerzo”.40 En segundo lugar, aseguraba que
el sumario sobre el robo que se le imputaba a Barcia sí se había realizado,
aunque con calma precisamente por consideraciones a este, y que “si se empeña[ba] en ello el sumario”
aparecería y con mayores “esclarecimientos”.41
Finalmente negaba la “indicación calumniosa” de que tenía resentimientos contra
el procesado y que el único conflicto que habían tenido en el pasado, era en
relación con una esclava de Barcia que se quería liberar y él como juez había
resuelto a favor de aquella “en circunstancias de no haberse aun circulado la
declaratoria del Exmo. Gobierno última sobre la
materia a que se ajustó la libertad de la criada sin embargo de que ya estaba
el negocio concluido”.42
Dos singulares
elementos de esta respuesta iluminaban cómo el juez de paz entendía su función.
Por un lado, dejaba claro que podía y de hecho manejaba a discrecionalidad la
averiguación de las denuncias, la realización o no de los sumarios, y la
formalización de las prisiones. Esa lenidad, la valoración de los “medios
suaves” para resolver las disputas, aparecía como un rasgo tan positivo de la
justicia de la campaña como el respeto de las leyes. Este segundo objetivo, la
legalidad, no dejaba de estar presente dado que López se preocupaba también por
remarcarle al juez letrado que había respetado con el mayor celo las últimas
disposiciones del gobierno en relación con la libertad de esclavos.
En relación con
el primer punto, Barcia y su abogado alertaron al juez de primera instancia
sobre la informalidad del proceder de López y negaron que se tratara de una
práctica en favor de la conciliación de las partes: “Es preciso que usted no se
deje sorprender ni alucinar con las teorías de moderación, de lenidad y de
otras semejantes con que el juez de Arrecifes intenta dorar una venganza
disfrazándola con el color de la justicia. A bien que Usted es juez letrado que
no podrá alucinarse con lo que se alucina a un hombre vulgar que ni sepa
discurrir ni pensar.”43
Apelaciones como
esta al carácter docto o a la “ilustración” del juez y su capacidad para
sobreponerse a los engaños intentados por las partes se multiplicaron en el
foro porteño.44 A su vez, Barcia cargaría con
mayor ahínco sobre el juez. No eran suyas las palabras usadas en el foro, sino
de su asesor letrado, Cayetano Campana, pero eran traducciones de sus quejas al
nuevo lenguaje de los derechos naturales. Campana, para exigir la plena
libertad de su defendido y la subsanación de costas y perjuicios inferidos,
escribía: “En fin yo me abismo señor Juez cómo se atacan tan impunemente los
más sagrados derechos que tiene el hombre en sociedad. ¿Acaso el criminal en la
campaña está más a cubierto de pesquisas entre tanto el hombre de bien como yo
y otros somos el blanco de la persecución?”45
Y le hacía decir
a Barcia:
[…] yo debo estar alerta y centinela sobre
mis derechos para que no sea violada la ley que los protege, porque entonces yo
me haría indigno de vivir en sociedad con los demás hombres, porque sería
semejante a un bruto, claro está que mi primera obligación ha sido quejarme de
la violación de mis derechos sobre los que no hay habitante por más infeliz que
sea que no esté en custodia y guardia de ellos. El Juzgado debe considerar que
mi causa es contra un hombre que en su mano tiene mil arbitrios para
perjudicarme.46
La inalienabilidad
de los derechos consagrados por la sociedad y, en particular, la posibilidad y
el deber de exigirlos ante las autoridades, era uno de los sentidos últimos de
la revolución y su retórica jurídica. Campana sabía bien que era la herramienta
adecuada para impugnar las actuaciones del juez rural y, de la mano de ella,
lograr la libertad (provisional) de su cliente.
Su actuación
ilustra el papel clave que cumplieron los abogados en la transformación de la
gramática judicial, en la traducción de quejas, demandas y denuncias –que en el
fondo no necesariamente eran novedosas– al lenguaje de los derechos y de la
nueva legislación sancionada, cuando ello prometía ser beneficioso. Esa
transformación no fue inmediata ni generalizada, pero se fue colando cotidianamente
en los tribunales y de esta forma no sólo impactó sobre los modos de pedir
justicia, sino que fue socializando derechos y leyes entre los actores
enfrentados en la justicia.
La impugnación
de los jueces en nombre de la violación de la seguridad individual de los
ciudadanos no siempre prosperó pero ello no torna insignificante el hecho de
que la nueva forma de reclamar derechos ofendidos por la actuación de los
oficiales de justicia se ligó al hecho de que estos incumplieran una ley
positiva y contrariaran la idea misma de que los ciudadanos tenían derechos
individuales que debían ser respetados.
Los oficiales
coloniales habían debido tener en consideración un amplio arco de normas
religiosas, consuetudinarias, locales, regias, escritas o implícitas, al tiempo
que habían debido respetar balances sociales que se consideraban naturales y
ser flexibles en la consideración de estos diversos criterios. Como ha
resaltado Agüero (2011b) los fines que
el discurso jurídico y su axiología
católica adjudicaban a la justicia, como función institucional esencialmente
vinculada al gobierno de cada república […] no pasaban por la aplicación de
leyes, sino más bien por la conservación de los equilibrios del espacio
político sobre el que la justicia debía desplegar su misión. Por ello, cuando
era posible, cuando las características de las partes involucradas y las
condiciones de los hechos lo hacían aconsejable, la misión del juez se cumplía
restableciendo la paz, con independencia de las formalidades procesales y sustanciales
prescriptas in abstracto.
A los jueces de
la revolución en el plano retórico se les pediría que apliquen las leyes
escritas sancionadas por autoridades legitimadas para hacerlo y, que en el
proceso, respeten los enunciados derechos individuales de los justiciables.
Ciertamente el cambio de paradigma no ocurrió inmediatamente, los casos
analizados muestran con claridad que a las demandas fundadas en leyes se le
sumaban continuamente quejas de carácter moral que en un orden jurídico liberal
no habrían de tener sustento judicial. Sin embargo, fue esta circulación
progresiva, confusa, incluso imperfecta, de nuevos derechos y valores como los
contenidos en el decreto aquí analizado la que creó un sustrato compartido que
haría posible, con el tiempo, la realización coherente de los mismos. Si no
reconstruimos el proceso de circulación de estos principios difícilmente
podremos comprender cómo se fue construyendo, de modo paulatino, una justicia legiscentrista. Ello no ocurrió de un momento a otro y por
ello sólo es posible comprender la configuración de una nueva cultura judicial
atendiendo a los modos de irrupción, circulación y usos de nuevas leyes y
valores en el espacio público y tribunalicio a lo
largo de estos años.
Algunas reflexiones sobre la
transformación de la cultura jurídica bonaerense a la luz de la trayectoria del
decreto de seguridad individual
La cultura
jurídica pluralista y jurisdiccional de antiguo orden no se deshizo en el Río
de la Plata en mayo de 1810 con los primeros atisbos de la retórica legicentrista. Pero quizá tampoco la Constitución de 1853
marcó su fin ni la sanción del código civil en 1869 le puso una lápida
definitiva. Porque, ¿qué es una cultura jurídica y cómo puede cambiar?
Las culturas,
siguiendo a Clifford Geertz
(1994), son un conjunto de tramas públicas de significaciones, compartidas por
una comunidad, y que otorgan inteligibilidad a la vida social. El derecho es
uno de los componentes de ese conjunto de ideas y valores, hábitos y prácticas
que, entrelazados entre sí, organizan el modo en que se piensa cómo las cosas
son y deben ser en una determinada sociedad. En este sentido, el derecho no
trata sólo de instituciones y reglas, de procedimientos y códigos, ni de una
mera tecnología para la resolución de conflictos. El derecho es una forma de
imaginar lo real y cómo una sociedad se imagina que debe ser. Por ello, dado
que es “un medio para otorgar un sentido particular a cosas particulares en
lugares particulares”, el pensamiento legal es constructivo, constitutivo de las
realidades sociales y no su mero reflejo (p. 258).
Es central, en
este sentido, considerar que en la construcción de la cultura jurídica en tanto
trama de sentidos no sólo participan los “expertos” (abogados, jueces,
legisladores) que definen las leyes y operan en las instituciones judiciales
sino también los ciudadanos legos que forman cotidianamente sus ideas sobre lo
justo y lo legal.47 Es por ello que el rastreo de
la circulación del lenguaje de los derechos, entre expertos y legos, aun con
sus inconsistencias y rasgos innovadores, con sus límites pero también con sus
pretensiones, es central para comprender cómo la cultura jurídica
posrevolucionaria pudo transformarse. Como sostiene el historiador del derecho Maurizio Fioravanti (1996): “es precisamente esta cultura
de los ciudadanos y de los mismos poderes públicos la que vuelve operativas, o
al contrario ineficaces, las lecciones positivamente hechas desde el
ordenamiento para la tutela de las libertades”. Es decir, las leyes por sí
mismas no garantizan automáticamente el respeto de los derechos y las
libertades, sólo la creencia de los ciudadanos en tales valores –lo que
Fioravanti denomina, la “cultura de los derechos” de cada sociedad en un tiempo
dado– puede hacer posible su realización.
Esta cultura de
los derechos comenzó a cimentarse en Buenos Aires con fuerza desde la crisis
imperial y el advenimiento de los gobiernos revolucionarios. Ellos hicieron de
la ruptura con la cultura jurídica imperial un eje central de su legitimación.
Las proclamas y bandos de los gobiernos y la pedagogía política esbozada en La Gaceta de Buenos Aires, entre otros periódicos,
actuaron como creadores y difusores en el espacio público bonaerense de los
principios de igualdad ante la ley, del principio de legalidad, de la división
de poderes.
La justicia
retuvo muchos de sus rasgos pero también fue objeto de importantes reformas y a
ella recurrieron los ciudadanos utilizando de modo alternativo argumentos
jurídicos de viejo y nuevo cuño. No lo hicieron necesariamente inspirados por
la creencia en la legitimidad o justicia de unos u otros, sino en función de su
potencial eficacia coyuntural para la defensa de intereses y el logro de
resultados deseados. Sin embargo, y en la medida en que tales retóricas
jurídicas fueron usadas por los actores y, a su vez, validadas por los
tribunales, esas visiones normativas y esas prácticas procesales pudieron
difundirse a sectores más amplios. En esta nueva gramática, el derecho a la
seguridad individual –a conocer las causas del propio arresto, a no ser
arrestado sin orden judicial, a no ser juzgado sino por leyes expresas–
adquirió un protagonismo inédito. Que todo ello sucediera en el marco de
procesos que se desenvolvían de modo secreto, siguiendo las reglas
pluriseculares del derecho hispano, entre laberínticas jurisdicciones de
difícil organización, torna más interesante el análisis de las causas
tramitadas en estos años. Ellas muestran que si bien no hubo transformación
automática y unilineal de la organización judicial y del orden legal, los
cambios retóricos y prácticos tampoco fueron irrelevantes: ellos fueron
cimentando un cambio nada más y nada menos que cultural en torno a las formas
de imaginar lo justo, exigirlo y validarlo institucionalmente.
Los tribunales
fueron así tempranamente un espacio de resonancia y difusión de conceptos y
valores para la construcción de una cultura jurídica legalista y garantista. La
idea de “seguridad individual” fue un intersticio por el que la idea de derechos
individuales y derecho como ley se fue colando y, de ese modo, contribuyó a
crear las condiciones que harían efectiva la ley que pretendía garantizarlos.
Nuevamente, como sostiene Fioravanti, todos los dispositivos de garantía
requieren de una cultura de los derechos que los tornen operativos. Es la
historia larga y temprana de esa cultura de los derechos
en el Río de la Plata la que intentamos empezar a comprender a partir de la
trayectoria formal y práctica del decreto de seguridad individual en la Buenos
Aires posrevolucionaria.
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1 Tribunal Criminal. S-1-1777-1864. Encinas
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2 Tribunal Criminal. S-1-1777-1864. Encinas
contra Salces. 1812, f. 10v. agn, Argentina.
3 Sobre la vigencia de este lenguaje en otros
espacios coloniales latinoamericanos, véase Barriera (1999); Herzog (1995); Lempérière (2004);
Morelli (2005).
4 Sobre las impugnaciones políticas al viejo orden y la voluntad de erigir uno sobre
nuevas bases, véase Chiaramonte (2004); Goldman
(1992, 2006); Ternavasio (2000). Sobre la justicia
rioplatense como esfera con escasas transformaciones sustantivas, véase Agüero
(2010); Tío (1998); sobre la idea de “discontinuidad política, continuidad
jurídica” en el marco de las independencias americanas, véase el apartado 4.1.
(del que citamos la expresión) de Garriga, Historia, 2010, pp. 73 y ss.
5 Sobre la centralidad del iusnaturalismo
para la legitimación de la ruptura con la metrópolis, véase Chiaramonte
(2000, 2004).
6 Sostiene Palti
(2007): “Los lenguajes […] no son entidades autocontenidas
y lógicamente integradas, sino sólo histórica y precariamente articuladas. […]
ninguna formación discursiva es consistente en sus propios términos, se
encuentra siempre dislocada respecto de sí misma, en fin, que la temporalidad
(historicidad) no es una dimensión externa a las mismas, algo que le viene a
ellas desde fuera (de su “contexto exterior”), sino inherente, que las habita
en su interior” (pp. 55-56).
7 No se trató de un radicalismo
exclusivamente bonaerense, en otras experiencias revolucionarias
latinoamericanas como la venezonala, la peruana, esta
retórica fue central. Véanse Mc Evoy (2011); Thibaud (2012).
8 Sobre el liberalismo doceañista, véanse Chust (2006); Portillo (2004); Garriga y Lorente (2007).
Sobre el impacto de los debates y la Constitución gaditana en Buenos Aires a
pesar de no haber estado vigente, véanse Annino y Ternavasio (2012); Ternavasio, Gobernar, 2007.
9 Noemí Goldman (2000) ha analizado con
detalle las influencias de la carta de 1812 en la regulación de la libertad de
imprenta; Marcela Ternavasio (2007) dio cuenta de la
influencia del lenguaje gaditano centralmente en el debate sobre la división de
poderes, mientras que Mónica Quijada (2008) enfatizó la recuperación de las
leyes de supresión de la mita, exención del tributo indígena, eliminación de
trabas legales para acceso a las fuerzas armadas y la educación.
10 Son muestras claras de estos debates
expertos tanto las exposiciones del jurista francés Guret
de Bellemare dadas en la Academia de Jurisprudencia
sobre la necesidad de crear nuevos códigos y procedimientos penales y su
posterior Plan de organización judicial para Buenos Aires,
como las lecciones de Pedro Somellera (1939) y Antonio Sáenz (1939) publicadas
para sus cursos en la carrera de Jurisprudencia de la Universidad de Buenos
Aires creada en 1821, y finalmente las tesis de los egresados de estas décadas
que versaron precisamente sobre la necesidad de reformar la justicia, imponer
el principio de legalidad, de proporcionalidad de las penas, etc. Entre las
tesis más significativas al respecto se destacan: en 1827, Pablo Font, El principio de utilidad; Florencio Varela, Los delitos y las penas; y Carlos Villademoros,
Necesidad de que se reformen los procedimientos de
justicia criminal. En 1828: Carlos Correa, El
homicidio involuntario y cometido por defenderse no debe ser castigado.
En 1830 Romualdo S. Gaete, Los delitos y los medios de
prevenir y curar el mal de los delitos (varias proposiciones).
Biblioteca Nacional, Colección Candioti, inéditas.
11 Decreto de Seguridad Individual. 28 de
noviembre de 1811. Triunvirato (En Estatutos, 1956, p. 29).
12 Los más importantes durante estos 20 años
fueron el Reglamento Provisional de 1815; el Estatuto Provisional de 1817; la Constitución
de 1819 y la sancionada en 1826.
13 Artículo 21.- Todas las anteriores
disposiciones relativas a la seguridad individual jamás podrán suspenderse; y
cuando por un muy remoto y extraordinario acontecimiento, que comprometa la
tranquilidad pública, o la seguridad de la patria, no pueda observarse cuanto
en él se previene, las autoridades que se viesen en esta fatal necesidad darán
razón de su conducta a la Junta de Observación y Excelentísimo Cabildo que
deberán examinar los motivos de la medida, y el tiempo de su duración.
14 Cursivas mías. Artículo 21.- Todas las
anteriores disposiciones relativas a la seguridad individual jamás podrán
suspenderse; y cuando por un muy remoto y extraordinario acontecimiento, que
comprometa la tranquilidad pública, o la seguridad de la patria, no pueda
observarse cuanto en él se previene, las autoridades que se viesen en esta
fatal necesidad darán razón de su conducta a la Junta de Observación y
Excelentísimo Cabildo que deberán examinar los motivos de la medida, y el
tiempo de su duración.
15 Artículo 21.- Todas las anteriores
disposiciones relativas a la seguridad individual jamás podrán suspenderse; y
cuando por un muy remoto y extraordinario acontecimiento, que comprometa la
tranquilidad pública, o la seguridad de la patria, no pueda observarse cuanto
en él se previene, las autoridades que se viesen en esta fatal necesidad darán
razón de su conducta a la Junta de Observación y Excelentísimo Cabildo que
deberán examinar los motivos de la medida, y el tiempo de su duración.
16 El artículo 122 introducía nuevamente el
estado de excepción: “Cuando por un muy remoto y extraordinario acontecimiento,
que comprometa la tranquilidad pública o la seguridad de la patria, no pueda
observarse cuanto en ella se previene; las autoridades que se viesen en esta
fatal necesidad darán inmediatamente razón de su conducta al Cuerpo
Legislativo, quien examinará los motivos de la medida y el tiempo de su
duración.”
17 Artículo 174.- Las anteriores disposiciones,
relativas a la seguridad individual, no podrán suspenderse, sino en el caso de
inminente peligro, de que se comprometa la tranquilidad pública o la seguridad
de la patria a juicio y por disposición especial del Congreso.
18 Sobre los juicios de la comisión civil de
justicia, véase Biblioteca de Mayo (1961, t. 13,
pp. 11.947 y ss.).
19 Sobre el uso de este tipo de legislación
en el caso venezolano, véase Zahler (2009).
20 Chascomús era por entonces un pueblo de relativa
reciente formación, a 110 km de la ciudad de Buenos Aires y cuyo crecimiento
central se daría a partir de 1822 con distribución de tierras por la Ley de
Enfiteusis. Se trataba de una zona de frontera.
21 Tribunal Civil. C-17. 1819-1821, f. 1. agn,
Argentina. Cursivas mías.
22 Tribunal Civil. C-17. 1819-1821, f. 2. agn,
Argentina.
23 Tribunal Civil. C-17. 1819-1821, f. 15v. agn,
Argentina.
24 “no hay delincuente tan infeliz que ante
la presencia inexorable de la Ley pierda el derecho de ser escuchado aunque sea
para la triste confesión de su mismo delito”. Tribunal Civil. C-17. 1819-1821,
fs. 15-16. agn,
Argentina.
25 Tribunal Civil. C-17. 1819-1821, f. 18. agn,
Argentina.
26 Tribunal Civil. C-17. 1819-1821, f. 19. agn,
Argentina.
27 Tribunal Civil. C-17. 1819-1821, f. 20. agn,
Argentina.
28 Tribunal Civil. C-17. 1819-1821, f. 21. agn,
Argentina.
29 Sobre las transformaciones y solapamientos
entre las nociones de “vecino” y “ciudadano” en el Río de la Plata, véase Cansanello (2003, 2008). Agradezco al referí anónimo que
llamó mi atención al respecto.
30 San José de Flores era por entonces un
pueblo en los suburbios de la ciudad de Buenos Aires rodeado de quintas y
chacras dedicadas a la producción cerealera y frutihortícola para abasto de la ciudad en crecimiento.
31 TCR-R-1-1801-1836. Romero contra juez de
Flores. 1826. f. 1 y 1v. agn, Argentina.
32 TCR-R-1-1801-1836. Romero contra juez de
Flores. 1826. f. 2. agn,
Argentina.
33 TCR-R-1-1801-1836. Romero contra juez de
Flores. 1826. f. 5. agn,
Argentina.
34 TCR-R-1-1801-1836. Romero contra juez de
Flores. 1826. f. 8. agn,
Argentina.
35 TCR-R-1-1801-1836. Romero contra juez de
Flores. 1826. f. 8v. agn, Argentina.
36 Arrecifes es un partido ubicado al noreste
de la ciudad de Buenos Aires, creado en tiempos del virreinato y ya desde el
siglo xvi era un asentamiento clave en el camino
entre Buenos Aires y Córdoba.
37 L-J-1-1821-1906. Barcia contra juez. 1828.
f. 1v. agn,
Argentina.
38 L-J-1-1821-1906. Barcia contra juez. 1828.
f. 1v. agn,
Argentina. Cursivas mías.
39 L-J-1-1821-1906. Barcia contra juez. 1828.
fs. 9 y 10. agn,
Argentina. Cursivas mías.
40 L-J-1-1821-1906. Barcia contra juez. 1828.
fs. 10 y 11. agn,
Argentina.
41 L-J-1-1821-1906. Barcia contra juez. 1828.
fs. 10v. agn, Argentina.
42 L-J-1-1821-1906. Barcia contra juez. 1828.
f. 11. agn,
Argentina.
43 L-J-1-1821-1906. Barcia contra juez. 1828.
f. 13. agn,
Argentina.
44 Entre otros, TC-C-17-1819-1821. Capdevila
contra Esperón. 1820. agn,
Argentina.
45 L-J-1-1821-1906. Barcia contra juez. 1828.
f. 14v. agn,
Argentina.
46 L-J-1-1821-1906. Barcia contra juez. 1828.
f. 15. agn,
Argentina.
47 Sobre la noción de cultura legal o
jurídica, véase Nelken (1997). El autor destaca dos
modos alternativos de conceptualizar las culturas legales: uno más restringido
que las considera como el conjunto de saberes jurídicos y técnicos que circula
exclusivamente entre los funcionarios y los operadores de la justicia, y otro,
más amplio, que la considera como el conjunto de saberes que en torno a la ley
y al uso de las instancias judiciales se encuentran difundidos en toda la
sociedad o entre determinados grupos sociales en un momento histórico concreto.
En este trabajo se recupera este segundo sentido.
* Agradezco los comentarios de Miriam
Galante sobre una versión preliminar del presente artículo así como las
sugerencias y aportes de los réferis anónimos de la revista.