10.18234/secuencia.v0i106.1554
Artículos
Hombres, servicios y género: experiencias y representaciones
del trabajo en el sector hotelero
(Mar del Plata, 1960-1990)*
Men, Services and Gender:
Experiences and Representations
of Work
in the Hotel Sector (Mar del Plata, 1960-1990)
Débora Garazi1
https://orcid.org/0000-0001-6143-1005
1Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universidad
Nacional de Mar del Plata, Argentina, deboragarazi@gmail.com
Resumen:
A partir del análisis del trabajo en el sector hotelero
en la ciudad de Mar del Plata (Argentina) entre 1960 y 1990, el presente
artículo se propone abordar, desde una perspectiva de género, las
características que adquirió la participación de varones en el sector de los
servicios. Puntualmente focalizamos en los trabajadores que se han desempeñado
en la conserjería y recepción de hotel, indagando en las representaciones en
torno a este trabajo presentes en diferentes tipos de discursos: manuales de
hotelería, convenios colectivos de trabajo, sentencias judiciales de los
tribunales laborales y en relatos de vida de entrevistados. El objetivo es
reconstruir y tensionar los sentidos y significados que tanto los trabajadores
como otros actores sociales le atribuían a dicho trabajo y, por lo tanto, a
quienes lo desarrollaban.
Palabras clave: trabajo; género; servicios; varones; hotelería.
Abstract:
On the
basis of an analysis of work in the
hotel sector in the city of Mar del Plata (Argentina) between 1960 and 1990,
this article seeks to explore the characteristics acquired by male
participation in the service sector, using a gender perspective. We focus
specifically on employees who have worked in front desk and reception,
examining the representations surrounding this work present in different types
of discourse: hotel manuals, collective bargaining agreements, labor court
judicial rulings and respondents’ life stories. The aim is to reconstruct and
underline the meanings both workers and other social actors attributed to this
work and, therefore, to those who engaged in it.
Key words: work; gender; services; men; hotel industry.
Recibido: 19 de septiembre de 2017 Aceptado: 19 de abril
de 2018
Publicado: 25 de noviembre de 2019
Introducción
En la temporada 1949-1950, con apenas doce años, Manuel
comenzó a trabajar en uno de los hoteles de mayor categoría de la ciudad de Mar
del Plata. Su primer puesto fue el de mensajero y lo consiguió gracias a Pedro,
su hermano mayor. En los 40 años que Manuel trabajó en el hotel pocos puestos
le quedaron por ocupar: además de mensajero, fue bagajista (encargado de trasladar el equipaje de
los huéspedes), ascensorista, conserje, mucamo de piso (al que también, para
diferenciarlo del de mucama, se denominaba valet),
mozo y maître. Toda su vida laboral transcurrió en
el mismo hotel. Inició su carrera muy joven –casi niño– en los puestos de menor
jerarquía y se retiró en 1988, como jefe de los mozos (maître)
del restaurante, con la responsabilidad de garantizar un servicio de primer
nivel a más de 100 mesas.[1]
Otro caso es el de Adrián, quien trabajó en el hotel de
su familia por más de 45 años y, aún hoy, lo sigue haciendo. Al igual que
Manuel, comenzó como cadete a los catorce años, cuando el hotel, con un
servicio de mediana categoría y un edificio de dos pisos, estaba en manos de su
padre y de su tío. Hasta que terminó la secundaria, en 1979, trabajó en las
temporadas, fines de semana largos y vacaciones de invierno. Luego se desempeñó
todo el año ocupando distintos puestos: además de los ya mencionados “colaboró”
–según sus dichos– en la cafetería e hizo tareas administrativas. Actualmente
Adrián se desempeña como conserje y comparte la propiedad del hotel con su
hermano.[2]
Las trayectorias laborales de Manuel y Adrián no fueron
una excepción. En Mar del Plata los meses de verano eran una oportunidad para
que muchos jóvenes pudieran insertarse en el mercado de trabajo
aunque fuera temporalmente. Los hoteles, así como la gastronomía y el comercio,
eran un importante foco de atracción de mano de obra tanto de varones como de
mujeres. El desarrollo de la ciudad como centro de turismo masivo a mediados
del siglo XX, estuvo acompañado de un incremento
de la infraestructura necesaria para satisfacer las demandas de los turistas.
El aumento de espacios para alojamiento y, sobre todo, de la
hotelería, fue muy significativo, generando una importante cantidad de
nuevos puestos de trabajo, en su gran mayoría de carácter estacional (Pastoriza y Torre, 1999).
A pesar de los cambios que afectaron al turismo, hasta la
década de los ochenta este constituyó una importante fuente de ingresos
económicos para la ciudad. Según los datos revelados por el Anuario Estadístico
del Partido de General Pueyrredón,[3] en el
año 1974 el aporte al producto interno bruto (PIB)
del sector económico comprendido por hoteles, restaurantes y comercios
–servicios en su mayoría derivados del turismo– era de 26.8%, superando a todas
las demás actividades económicas, y los puestos de trabajo ocupados en
establecimientos hoteleros y gastronómicos ascendían a 10 000.
Como vimos, Manuel y Adrián, al igual que otros
trabajadores, ingresaron al mundo de la hotelería por
la “puerta”. Las tareas en el escalafón más bajo de la recepción fueron sus
primeras actividades, reservadas en todos los hoteles de la ciudad para los
varones jóvenes que, en la mayoría de los casos, no superaban los quince años.
En este sector se concentraban casi exclusivamente hombres, a excepción del
puesto de telefonista que, como veremos, era ocupado en su gran mayoría por
mujeres.
Dentro del hotel, el personal de la recepción y
conserjería formaban parte de los trabajadores “visibles”, es decir, aquellos
que podían –y debían– ser “vistos” por los huéspedes. La asociación que se
realizó en la modernidad entre hombres, trabajo productivo y esfera pública y,
por lo tanto, “visible” (en contraposición a la asociación de las mujeres con
el espacio y el trabajo doméstico, “invisible”) se hacía extensiva a los
hoteles, dando lugar a la conformación de puestos de trabajo masculinizados.
Esta visibilidad incidía directamente en las características que adquiriría el
trabajo. Este sector era considerado uno de los más importantes en tanto era el
primero y el último contacto directo entre los huéspedes y el hotel, por lo
cual el trato que allí recibieran sería determinante para la imagen que los
clientes se formaran del establecimiento en particular, como de la ciudad en general.
Partiendo de la idea de que algunos trabajos del hotel
estaban estrechamente vinculados con las tareas del servicio doméstico de casas
particulares, las tareas del sector de la recepción y la conserjería pueden
entenderse como herederas del trabajo que, en las casas de las familias de
elite, solían realizar los mayordomos y porteros. Si hacia fines del siglo XIX y principios del XX los
trabajadores de hotel estaban incluidos dentro de la categoría de servicio
doméstico, con el avance del siglo hubo una reconceptualización
de sus tareas que los alejaron, paulatinamente, de dicha categoría.[4]
Ahora bien, ¿cómo se organizaba el trabajo en el sector?,
¿qué tareas correspondía que realizaran los trabajadores?, ¿qué saberes y
habilidades ponían en práctica?, ¿qué atributos personales se esperaba de
ellos?, ¿qué elementos los diferenciaban?, ¿qué lugar ocupaban dentro del
conjunto de trabajadores del hotel?, ¿en qué medida la masculinización del
sector incidió en su jerarquización y profesionalización?
En este artículo nos proponemos responder estas preguntas
indagando en las representaciones en torno a este trabajo presentes en
diferentes tipos de discursos: manuales de hotelería, convenios colectivos de
trabajo, imágenes, sentencias judiciales de los tribunales laborales y en
relatos de vida de entrevistados.[5] Nuestro
objetivo es reconstruir los sentidos que tanto los trabajadores como otros
actores sociales le atribuían a dicho trabajo y a quienes lo desarrollaban.
Si algo caracterizaba a la hotelería
marplatense en la segunda mitad del siglo XX
era su heterogeneidad en diversos sentidos, principalmente en tamaño y
categoría de sus establecimientos y en origen de sus capitales (privado,
estatal o sindical).[6] Las
ofertas de servicios hoteleros fueron acompañando las transformaciones del
perfil del turismo que recibía la ciudad (de un balneario de elite a principios
de siglo a un balneario de “turismo social” en la segunda mitad) y, de ello
dependían parte de las características que adquiría el trabajo en el sector. A
diferencia de otras áreas de trabajo (como la cocina), la recepción y la
conserjería estaban presentes en todos los establecimientos hoteleros, aunque
las dimensiones que adquiría en relación con el personal empleado, a las tareas
realizadas y a los servicios ofrecidos eran muy variables. Podían encontrarse
pequeños establecimientos en los que una sola persona se hacía cargo de una
gran variedad de tareas (incluso correspondientes a distintos sectores del
hotel) hasta hoteles de gran categoría en los que las tareas de la recepción
eran divididas entre un gran número de hombres de un modo altamente jerárquico,
pasando por aquellos en que el conserje podía llegar ser el único encargado de
la mayoría de las funciones o contar con uno o dos ayudantes.
En el primer apartado del artículo presentamos las formas
de organizar el trabajo en la recepción así como las
jerarquías establecidas entre los trabajadores y, si bien trataremos de dar
cuenta de esta diversidad de realidades, adquirirán cierta preeminencia los
hoteles de mediana y alta categoría, donde el trabajo en la recepción y
conserjería se encontraba más diversificado. En el segundo, analizamos las
habilidades, capacidades y aptitudes requeridas para la realización de este
trabajo. Nos detenemos en la percepción que tienen los propios trabajadores en
torno a los saberes y habilidades implicados en sus tareas y en los procesos
mediante los cuales se adquirían.
Por último, analizaremos la importancia que tenía en este
empleo la imagen y la apariencia física de los trabajadores. En este sector no
sólo importaban las tareas y el modo de realizarlas
sino que adquiría centralidad la persona que la llevaba a cabo. El aspecto de
los trabajadores era una cuestión de gran relevancia en tanto personificaban la calidad del servicio ofrecido. Los
uniformes y la imagen personal se erigían como símbolos de pertenencia a
determinado grupo, al mismo tiempo que ponían de manifiesto las jerarquías
laborales y de género,[7] tanto
dentro del hotel como del conjunto de los trabajadores y de la sociedad.
Puestos, organización
del trabajo y jerarquías
En la conserjería –y como ocurría
con muchos otros trabajos realizados en los hoteles– el tamaño y el nivel de
los servicios ofrecidos determinaba las características de las funciones que
cumpliría su personal. Las obligaciones de los trabajadores del sector cubrían
un amplio espectro: desde recibir a los huéspedes, transportar su equipaje,
responder inquietudes, recomendarles actividades en la ciudad, proporcionarles
entradas para espectáculos o boletos de tren o enviar su correspondencia al
correo, hasta operar los ascensores o atender los conmutadores telefónicos.
En la hotelería de más alto
nivel, las exigencias de los huéspedes podían ser muy variadas y los hoteles se
esforzaban en brindar un servicio que lograra satisfacer sus demandas. Ello
redundaba en la contratación de gran cantidad de personal destinado a tales
fines. Allí, las tareas estaban repartidas entre distintas personas con
diferente categoría. Además de conserjes, de la recepción dependían cadetes,
botones, mensajeros, telefonistas, ascensoristas, etc. Estos puestos eran los
que requerían mayor contacto con el público y, en cierta medida, constituían la
“carta de presentación” del hotel.
Los puestos de botones, cadete o mensajero, solían ser
ocupados por jóvenes, generalmente recién iniciados en el mundo del trabajo. En
este nivel de la jerarquía, las tareas entre los puestos prácticamente no
diferían y quienes los ocupaban realizaban indistintamente actividades
similares. Es decir que el rótulo del trabajador no necesariamente definía las
actividades que efectivamente realizaba.[8]
Según los manuales y los recuerdos de los entrevistados,
las tareas correspondientes al botones eran las de realizar encargos de los
clientes (compras, mandados, llevar cartas al correo, etc.) y transportar sus
equipajes (siempre y cuando no hubiera una persona específica para realizar
esta tarea que, en algunos hoteles, era el bagajista).
Claudio, al recordar sus años como botones, no dudó en
comparar a la conserjería con un cuerpo militar:
[Los conserjes] constituían una especie de generales que
manejaban una tropa de servicios varios. [El trabajo del cadete] era estar
sentado en un banco esperando que alguien llamara pidiendo cualquier cosa,
cualquier cosa insólita, que había que ir a buscar a algún lado, o recibir
pasajeros. Los botones eran “los soldados rasos” […] el “máximum” era ser bagajista, que era el tipo que usaba saco y corbata y era
el que llevaba las valijas. ¿Cuál era la escala de valor? Las propinas […] el
objetivo era tener un momento… por un momento ocupar el rol del otro para poder
aspirar a recibir una propina porque como botones no daban nada […] Todo ese
mundo lo manejaban los que estaban en el primer frente de contacto con el
público que era el portero del hotel. El conserje ya era un general
directamente y después esta tropa que te digo de bagajistas,
mensajeros.[9]
Las marcadas jerarquías no eran atípicas dentro de la hotelería, aunque se exacerbaban en aquella de
más alta categoría, en la cual se empleaba Claudio. La metáfora utilizada por
el entrevistado de la conserjería como “cuerpo militar”, da cuenta no sólo de
una forma de organización laboral, sino también de una forma de jerarquizar y
disciplinar los cuerpos. En ese rígido esquema se evidenciaba que los efectos
de la dominación masculina no sólo recaían sobre las mujeres, sino también en
los hábitos y cuerpos masculinos (Bourdieu, 2000).
En cambio, Horacio, que también comenzó a trabajar a una
edad similar en la temporada de 1966 (en un hotel de mediana categoría) y que
aún hoy continúa en el rubro, cuando se le preguntó respecto a las jerarquías y
relaciones con sus superiores afirmó que
no es como ahora que dicen que los explotan, es mentira
que los explotan, lo que pasa es que hoy todos se creen que son explotados
porque toda la juventud de hoy no quiere lavar pisos como lavé yo o llevar
valijas… no, de llevar valijas quieren ser conserjes o gerentes sin ninguna
experiencia. Y las etapas hay que cumplirlas […] La relación con los jefes es
como actualmente, una cuestión personal. Transitar por el trabajo… porque sos empleado, vos tenés un
superior que es el gerente o el dueño. Eso no quiere decir que te dejes llevar
por delante o que te pisoteen, podés decir algo que
no te gusta pero siempre con respeto. No es que te van
a explotar, hay que ser ubicado. Depende del carácter de cada uno. Siempre fui
una persona que me gustó cumplir, entonces cuando vos cumplís con tu trabajo,
vos tenés derecho a exigir. Ahora si vos llegás tarde… ¿cómo vas a exigir?[10]
El relato de Horacio no refiere a las jerarquías de modo
directo. Aunque tiende a asimilar “jerarquía” con “explotación laboral”, al
mismo tiempo, intenta distanciarlas. Su narración matiza o, más precisamente,
justifica las jerarquías. Su esfuerzo está centrado en destacar su importancia
para la formación como trabajador y, al mismo tiempo, como hombre. La
participación en el mercado de trabajo era uno de los mandatos que los hombres
debían cumplir para ser considerados como tales, por lo tanto “cumplir” con sus
obligaciones dentro del mundo laboral le permitía autoasignarse
dicha categoría y ser identificado de esa manera por otros(as) (Fuller, 1997; Olavarría, 2001; Viveros Vigoya,
2002).
Horacio había comenzado a trabajar por una necesidad de
insertarse en el mundo del trabajo, previendo su futuro. Según sus reflexiones,
sabía que si no estudiaba, empezando a trabajar desde chico, “ya te ibas
forjando de una actividad que, el día de mañana, te iba a redituar
económicamente”.[11] Además,
el trabajo daba recursos, prestigio, poder y autoridad, era parte del proceso
de transformación en adulto (Olavarría, 2001). En ese sentido, en su relato se
advierten las expectativas de ascenso y de continuidad laboral con las que
Horacio empezó a trabajar, congruentes con un ideal de estabilidad laboral, en
el que el trabajo era percibido como el mecanismo principal de inclusión y
movilidad social (Castel, 1997, 2012; Gorz, 1995, 1998).
El puesto de mayor jerarquía en el sector era el de
conserje o jefe de recepción. Sus tareas diferían según el tamaño del hotel.
Sin embargo, un manual local de orientación profesional publicado en 1970
sostenía, de una manera general, que el jefe de recepción debía recibir a los
clientes, averiguar sus exigencias y dar las órdenes necesarias para
satisfacerlas.[12] En un
hotel grande, su papel era básicamente el de supervisar y organizar el trabajo
del resto del personal del sector. En cambio en los
hoteles más pequeños, el conserje podía ser, él mismo, el encargado de realizar
una gran variedad de tareas.
En los establecimientos hoteleros cuyos propietarios eran
pequeñas sociedades familiares era muy común que las tareas de conserjería o
recepción fueran realizadas por los mismos dueños y algún pariente. Así, el
dueño del hotel podía desempeñarse como conserje y algún hijo o sobrino en edad
escolar cumplir las funciones de cadete[13] o
mensajero. Es interesante, en este sentido, destacar que los entrevistados que
trabajaron en hoteles que pertenecían a sus propias familias se referían a su
trabajo en términos de “ayuda”. Si los empleados trabajaban, ellos ayudaban en la recepción, colaboraban
en la cafetería. Pertenecer a la familia propietaria del hotel en muchos
casos desdibujaba la percepción de su actividad como trabajo
y, en tanto, su calidad de trabajadores.[14] En este
sentido, el relato de Graciela es significativo. Ella trabajó desde los quince
hasta los 22 años, entre 1967 y 1974, aproximadamente, en un hotel de 22
habitaciones propiedad de sus padres. Cuando se le preguntó por qué comenzó a
trabajar en el sector, nos dijo:
Graciela: Porque mis padres tenían un hotel y yo les
ayudaba […] yo servía el desayuno y luego le ayudaba en la recepción a atender
al cliente… estaba yo ahí en un horario […]
Entrevistadora: ¿Cumplía un horario fijo, como una
empleada?
G: Y… estaba desde las siete de la mañana hasta el
mediodía y después de las cuatro… las tres, las cuatro y seguía…
E: ¿Le pagaban a usted por hacer ese trabajo?
G: Sí, sí…
E: ¿Le pagaban como a un empleado común y corriente?
G: No, no, no… nos daba… en ese entonces mi papá
utilizaba la palabra “asignación” [remuneración simbólica] y me pagaba por
semana. Y me daba esa asignación, que era todo medio pactado…[15]
En esa cita, además puede advertirse que, producto del
compromiso establecido con la empresa familiar y de los beneficios que de ella
se obtenían, era común que los dueños o sus familiares tuvieran regímenes de
trabajo diferentes al de los empleados. En algunos casos sus jornadas laborales
eran de más de ocho horas y, en otros, de menos; podían trabajar temporadas
completas sin descansos, o gozar de más días libres, etc. Ello dependía de las
necesidades del hotel y/o personales y de arreglos realizados de modo informal.
Sin embargo, a pesar de que las experiencias de empleados y dueños o familiares
podían ser diferentes, en algunos puntos confluían: las formas de organizar el
trabajo, las tareas que debían realizar y las jerarquías existentes son
evocadas de la misma manera.
En los contratos colectivos de trabajo (CCT) de la época también pueden rastrearse las
jerarquías, principalmente aquellas ancladas en la remuneración de los
trabajadores.[16] Los
sueldos y los puntos asignados según el sistema de porcentaje o laudo[17] a cada
uno de los puestos dan cuenta de las diferencias en términos de ingresos. Si
ponemos estos datos en diálogo con lo observado en otras fuentes como las
entrevistas, manuales y sentencias de los tribunales laborales, puede sostenerse
que el valor económico asignado al trabajo era producto de una construcción
social en torno a las responsabilidades que llevaba implícito cada uno de los
puestos, al estatus de la tarea y de quien la realizaba. Si, como dijimos
anteriormente, el rótulo o la forma de designar a un trabajador no definía
completamente las actividades que debía realizar, sí incidía directamente en la
remuneración que recibiría. No sólo había diferencias entre ser conserje,
portero o cadete, sino que también las había entre puestos recordados como
similares por los mismos trabajadores (cadete, mensajero, bagajista,
etc.).
En Argentina desde 1946 hasta 1980 rigió el denominado
“laudo gastronómico” siendo para muchos puestos mucho más significativo, en
términos de ingresos, que el salario pautado. Según el CCT
zonal vigente entre 1956 y 1958, al portero le correspondía un sueldo de 500 m$n en la categoría hotelera más alta y cuatro puntos en el
sistema de porcentaje. Un ascensorista cobraría 620 m$n
y tres puntos del porcentaje. El bagajista cobraría
640 m$n y dos puntos del porcentaje. El mensajero
contaría con un sueldo de 620 m$n y dos puntos y, el
cadete de portería, con un sueldo de 250 m$n y dos
puntos. Como puede observarse, el cadete de portería era quien contaba con menores
ingresos fijos. En el resto de los puestos, los salarios no presentaban
importantes variaciones sino que lo que variaba eran
los puntos asignados en el sistema de laudo. A los conserjes les correspondían
ocho puntos, siendo –junto a algunos puestos de la cocina y comedor– quienes
percibían mayor porcentaje en el hotel.
Para tener una idea de lo significativo que era el laudo
a nivel monetario, podemos recurrir a los datos que nos brindan las sentencias
judiciales. En un reclamo iniciado por 189 trabajadores y trabajadoras de un
hotel de alta categoría, se observa que el promedio mensual de los porcentajes
cobrados por su trabajo entre el mes de abril de 1962 y el 31 de diciembre de
1965 fueron, para un portero de 5 200 m$n, mientras
que para un bagajista y un cadete fueron 2 600 m$n cada uno.[18] Cabe
aclarar que el monto variaba según los ingresos totales de cada establecimiento
y de su categoría, ya que de ello dependía el porcentaje correspondiente a cada
trabajador.[19]
A pesar de ser un área en la que predominaban los
hombres, en la recepción había un puesto reservado casi exclusivamente para
mujeres: el de telefonista. En los hoteles de mayor categoría y dimensiones, la
tarea de comunicar a los clientes con el hotel quedó en “manos” de mujeres. Sin
embargo, como se desprendió de ciertas entrevistas y sentencias judiciales, en
horario nocturno podía haber hombres que quedaran a cargo de esta tarea, lo que
da cuenta de la permanencia de las representaciones en torno a los lugares que
podían ocupar mujeres y varones.
Legalmente, desde 1907 rigió una prohibición para el
trabajo nocturno de mujeres, que se mantuvo durante largas décadas.[20] La Ley
de Contratos de Trabajo de 1974, un hito en materia de regulación laboral,
mantuvo dicha prohibición aunque con algunas salvedades. Allí se estableció que
no se podría
ocupar a mujeres en trabajos nocturnos entre las 20:00 y las 6:00 horas del día
siguiente, salvo en aquellos de naturaleza no industrial que debieran
“preferentemente” ser desempeñados por mujeres.[21] De esta
manera, a través de la legislación y políticas de género asimétricas, el Estado
se erigía como garante de la conciliación entre la vida familiar y la
organización del trabajo (Olavarría, 2003; Ramos Escandón, 2005). Para las
mujeres, la noche era un espacio vedado dentro del mercado de trabajo, su lugar
“natural” era el hogar (Nari, 2004).
A pesar de las excepciones realizadas por la ley, lo
ocurrido con el trabajo en el sector hotelero da cuenta de la pervivencia de
ciertas representaciones en torno a los lugares “apropiados” para mujeres y
varones aun en tiempos de intensas transformaciones en las relaciones de
género. Ello habilitaba que, en ciertos momentos, los hombres pudieran ocupar
puestos feminizados como el de telefonista. No obstante, como ha sostenido Joan
Scott (2008), la feminización o masculinización de los trabajos no sólo se
asentaba en que fueran mujeres o varones quienes efectivamente los realizaban
sino en las representaciones sociales existentes en torno a los trabajos y a
sus vínculos con la masculinidad y la feminidad.
A diferencia de otras tareas en las que se concentraba
personal femenino, la labor de la telefonista distaba en gran manera del
trabajo doméstico. Como ha mostrado Dora Barrancos (2008), la feminización de
la tarea de atender el conmutador se registró en Argentina de manera rápida, y
para fines del siglo XIX las mujeres habían
desplazado a los varones. Las compañías telefónicas privilegiaron habilidades
de motricidad fina para el manejo de los cables y clavijas y argumentaban que
“los abonados prefieren la amabilidad de las mujeres”. Ello se debía a que,
según las empresas, la voz femenina evocaba imágenes de madres, de maestras,
imágenes cálidas, amables y atractivas (Cuchí Espada, 2008).
Esta feminización del trabajo se hizo presente también en
los hoteles. Eran mujeres las encargadas de atender la instalación central de
teléfonos y estaban a disposición de los clientes para conseguirles las
comunicaciones y hacérselas llegar. Casi un siglo después de las experiencias
de las telefonistas analizadas por Barrancos, los manuales de hotelería aún
referían al personal del sector en femenino –las telefonistas, la supervisora
de teléfonos, la operadora (Báez Casillas, 1985b; White y Beckley, 1978)–
estableciendo desde su discurso un límite respecto a quiénes podía ocupar estos
puestos. La permanencia de estas imágenes en torno al trabajo de las
telefonistas da cuenta del fuerte arraigo de las representaciones sociales en
torno a los trabajos entendidos como femeninos o masculinos y del ritmo lento,
casi imperceptible, de sus transformaciones.
Dentro de los trabajos realizados por las mujeres en los
hoteles, este era uno de los más valorizados y jerarquizados tanto en términos
sociales como económicos. Dicha jerarquía se asentaba en dos cuestiones. Por un
lado, era una labor que requería el manejo de cierta tecnología, habilidad
relacionada tradicionalmente con los hombres y, por lo tanto, reconocida
socialmente (Wajcman, 2005). Por otro lado, era una
tarea que si bien era realizada por mujeres pertenecía a un sector –la
conserjería o recepción– asociada con los hombres y dominada en gran mayoría
por ellos. Sin embargo, dentro del sector, las telefonistas cumplían con un
papel tradicionalmente asociado con las mujeres, actuaban como mediadoras[22] ya
fuera entre los huéspedes y el hotel o entre los huéspedes con el exterior.
Esta jerarquía del puesto laboral se traducía en el
salario de las trabajadoras. Según el CCT citado
anteriormente, mientras en hoteles de categoría “especial” una mucama cobraba
360 m$n o un mozo 400 m$n,
la telefonista cobraba 850 m$n. Esta diferencia en
los salarios compensaba el menor puntaje asignado dentro del ya mencionado
laudo gastronómico. Las telefonistas sólo contaban con dos puntos, mientras que
las mucamas contaban con cinco y los mozos con ocho, por mencionar una
referencia. Además, si bien las propinas estaban expresamente prohibidas en la
práctica seguían existiendo y, las telefonistas al tener escaso contacto
directo con los huéspedes, prácticamente no las percibían.
En relación con este sector, los CCT
de la segunda mitad del siglo XX no hacían muchas
referencias, además de las ya mencionadas. Recién en el CCT
firmado en el año 1990 se establecieron las tareas de cada uno de los puestos.[23] En este
sentido, un entrevistado que se ha desempeñado como gerente de distintos
hoteles desde fines de los setenta manifestó que el CCT
del año 1990 cristalizó una forma determinada de realizar y organizar el trabajo
en hotelería.[24] Entre
otras cosas, el CCT puso por escrito y, en
carácter de ley, qué actividades correspondían a cada uno de los puestos de
trabajo, basándose en las experiencias y tradiciones de trabajo desarrolladas
por largos años. Así, se definieron una gran cantidad de puestos con sus correspondientes
obligaciones.[25]
Sin embargo, allí también se establecía que “La
obligación genérica de todo trabajador es la de prestar aquellas tareas propias
de su categoría y calificación personal. En situaciones transitorias prestarán
la debida colaboración efectuando aquellas tareas que requiera la organización empresaria, aunque no sean específicamente de su categoría
o función y no implique menoscabo moral o material.”[26]
Como puede observarse, el CCT
no sólo fijó y definió los puestos de trabajo y sus jerarquías
sino que, al mismo tiempo, legitimó la rotación del personal tan característica
en la hotelería. De esta forma se establecía un modelo prescriptivo que probablemente
no coincidiera necesariamente con la organización del trabajo que reinaría en
los noventa, en un contexto político, social y económico favorable a la
precarización del empleo y flexibilización laboral.
“La hotelería
es linda, muy linda, si uno aprende en hoteles”[27]
La frase que se propuso como
subtítulo de este apartado fue dicha por uno de nuestros entrevistados y
condensa una idea muy fuerte que apareció en distintos relatos de varones: la
importancia que tenía aprender el trabajo en los mismos espacios en donde se
realizaba. Ello habilitaba a una gran cantidad de personas a ocupar dichos
puestos, independientemente de los niveles de educación formal que habían
alcanzado.
Si para comenzar a trabajar en la recepción de un hotel
–en los puestos de menor categoría– no se exigía ningún tipo de capacitación
formal, ello no significaba que para realizar las tareas no se necesitaran
conocimientos. Los relatos de los trabajadores destacan que ingresaron a trabajar
sin ningún tipo de preparación. Esto podría hacer pensar que esta labor no
requería ninguna competencia técnica, sino que se trataba, como han destacado
algunos entrevistados, de tener ganas de trabajar,
o, como ha señalado Bernard Lahire (2001), de tener
(o no) alguna disposición pragmática.
A diferencia de los relatos de las mujeres que, en un
primer momento de las entrevistas, no reconocían los aprendizajes realizados en
el marco del hotel, los hombres tendieron a referir inmediatamente a ellos. Destacaron
que eran los propios compañeros del hotel quienes otorgaban una educación
dentro del mismo proceso de trabajo, transmitían el oficio, en una estructura
que se asemejaba a la del “maestro” y el “aprendiz”. Los varones subrayaron las
habilidades adquiridas, en contraposición con el discurso de las mujeres que se
desempeñaron como mucamas que presentaron sus habilidades y calificaciones como
innatas (Garazi, 2014).
Así, como en otras labores, la formación para el trabajo
se adquiría “haciéndolo” y no previamente en escuelas o capacitaciones
formales. Esta era una característica propia de aquellas tareas en que los
saberes y los saberes-hacer eran indisociables de las personas que las
realizaban. En tanto, el aprendizaje se hacía únicamente por mimetismo y en
relación interpersonal (Lahire, 2001). Es por ello
que en los relatos es recurrente la idea de que su trabajo no requería
conocimientos especiales. Los únicos saberes explicitados por los entrevistados
eran los referentes a los idiomas. Tener dominio del inglés o el francés
(aunque fuera la capacidad de decir algunas frases con cierta coherencia)
constituía un plus, muchas veces adquirido en la
escuela secundaria, para los aspirantes a trabajar en la
hotelería de mayor categoría.
Para aquellos que deseaban permanecer en el sector
hotelero, los ascensos eran algo esperado y se lograban luego de unos años
trabajando en otros puestos del sector. La posibilidad de observar las tareas
realizadas por otros compañeros u ocupar los puestos de forma esporádica
(cubriendo algún horario o día determinado) iba otorgando la formación
necesaria para ascender en la jerarquía. Como recordaba uno de los
entrevistados que se desempeñaba como botones: “Otra cosa por la cual nos
matábamos era ocupar el lugar del portero del hotel […] Había uno que se iba a
tomar el té a las diez de la noche, diez y media de la noche, y nos dejaba
estar ese rato, era impresionante lo que significaba para nosotros ese rato
porque la puerta de entrada del hotel era también un negocio, desde el punto de
vista de los ingresos.”[28]
Esta cita da cuenta de dos cuestiones. En un nivel más
explícito se advierten las diferencias, en términos de ingresos económicos, que
un trabajador percibía respecto a los distintos puestos del sector. En otro
nivel, el relato evoca tanto el deseo de ocupar temporalmente un puesto
superior como la posibilidad de hacerlo. Durante las décadas que comprende esta
investigación, compartir el espacio y las tareas cotidianas brindaba la
formación necesaria para poder desplazarse de un puesto a otro y realizar las
tareas que implicaban cada uno de ellos. Asimismo, la “rotación” entre los
puestos proporcionaba una capacitación que permitía entender el funcionamiento
general del sector aspirando, con el paso de los años y luego de haber tenido
un buen desempeño en otros puestos, acceder a un puesto de mayor jerarquía.
Ahora bien, ¿qué significaba ocupar cada puesto?, ¿cómo era valorado cada uno?,
¿qué características debían presentar sus trabajadores?, ¿qué sentidos se le
atribuían?, ¿qué lugar ocupaban en el marco del sector, del hotel y de la
sociedad en general?
Ser y parecer
Según los mismos trabajadores, un
buen conserje debía ser una persona educada, amable, con buena presencia y con
la suficiente capacidad para poder satisfacer todos los deseos de los clientes.
Como nos dijo un entrevistado, ellos “comunicaban el hotel con el mundo
exterior, conseguían cualquier cosa: mujeres, un caballo verde, un velero”.[29] Esta
era una de las representaciones más comunes en torno a los conserjes, era la
imagen que entre los mismos trabajadores se había formado. Sin embargo, esta
percepción no era exclusiva de ellos sino que
trascendía las fronteras del mundo de la hotelería y estaba presente en el
imaginario social.
En los argumentos que los jueces del Tribunal de Trabajo
Nº 2 esgrimieron en el marco de una demanda iniciada por un conserje hacia
fines de la década de los cincuenta puede advertirse una representación
similar. El conflicto se había suscitado porque el empleado del Hotel
Provincial había permitido alojarse, en una misma habitación, a dos mujeres
menores de edad junto a un señor con el cual no tenían ningún vínculo familiar.
Cuando sus superiores, los gerentes del hotel, se enteraron de dicha situación,
decidieron despedirlo. Frente a ello, el trabajador inició una demanda
reclamando por lo que él consideraba su injusto despido. Al evaluar los hechos,
los jueces consideraron su comportamiento como injurioso y rechazaron su
reclamo.
El argumento sobre el que asentaron su sentencia se
apoyaba tanto en la experiencia del trabajador como en las características que
presentaba el hotel en el cual se desempeñaba y la trascendencia social que
hubiera tenido si se hubiera hecho público un acontecimiento de este tipo. Es
decir, su desempeño previo como gerente, contador y recepcionista de otros hoteles así como la calidad del Hotel Provincial y el hecho
de que allí se hospedaran las primeras figuras de los círculos gubernamentales,
políticos, diplomáticos y comerciales del país explicaban, según los jueces, el
carácter indecente de su comportamiento. Además, “la especialización [como
recepcionista] consecuentemente exige capacitación, y en el cargo de recepcionista
hechos como el que motivó el despido hoy discutido, deben tener de inmediato la
valoración justa, que no se puede exigir a un mozo de cordel o peón de cocina”.[30]
Como puede observarse, la imagen que debía presentar un
conserje o el comportamiento esperable no eran los mismos que se les exigía a
los empleados que ocupaban otros puestos dentro del hotel. Los argumentos de
los jueces que pueden observarse en la cita anterior dan cuenta de la posición jerárquica
que ocupaban los conserjes, considerándolos responsables frente a los
huéspedes, a sus superiores (gerencia/dueños) y a la “imagen pública” de todo
aquello que acontecía en el hotel erigiéndose como garantes del decoro y la
moral.
Una cuestión muy importante en este puesto de trabajo no
sólo era “ser” conserje sino “parecer” (lo mismo puede decirse para otros
puestos como los mozos, chefs, etc.). El uniforme permitía identificarlo –e
identificarse– como tal, brindaba información sobre el trabajador que lo
utilizaba.[31] Al
estar en permanente contacto con los sectores más acomodados de la sociedad,
los hoteles de lujo exigían que sus empleados contaran con una excelente
presencia. Diariamente se controlaba desde la prolijidad en la barba de los
trabajadores o de sus uñas, hasta el brillo de los zapatos, pasando por la
limpieza y planchado del cuello de la camisa y demás detalles del uniforme. En
los hoteles de mediana categoría, la buena presencia también era una cualidad
altamente valorada aunque probablemente se regía con
parámetros menos estrictos. En cambio, en aquellos hoteles pequeños manejados
por los miembros de una familia o por pocos empleados, el uniforme no adquiría
centralidad y hasta podía estar ausente. Los trabajadores que se desempeñaron
en este último tipo de hotel prácticamente no refirieron a esta cuestión y, si
lo hicieron, ocupó un lugar más bien menor en su relato.
Los manuales de hotelería también hacían referencia a la
apariencia que debían presentar los trabajadores y trabajadoras. Si bien
comenzaron a aparecer hacia la década de los setenta contribuyendo a una
paulatina profesionalización de la actividad, los modelos de trabajador que
prescribían eran construidos sobre algunos de los aspectos que caracterizaron a
los trabajadores desde décadas anteriores. En ese sentido, según un manual
editado a fines de los setenta en México y el que, según un entrevistado,
circulaba en Argentina en los ochenta, para ser un buen empleado de recepción
se requerían tres cualidades: educación, preparación y presentación (Báez
Casillas, 1979). En otro texto del mismo autor, se daba una serie de
recomendaciones para garantizar la buena presencia de los empleados. Debían
bañarse diariamente antes de entrar al trabajo, no usar lociones o perfumes muy
fuertes, presentarse al trabajo bien rasurados (afeitados), lavarse el pelo por
lo menos dos veces por semana y, en caso de tener caspa, usar algún medicamento
especial. Aunque no todos los hoteles permitían usar bigote, en caso de
permitirlo debía usarse corto y prolijo. Asimismo
debían lavarse los dientes diariamente y conservar buen aliento evitando los
alimentos como ajo o cebolla y fumar. Además debían
lucir el uniforme y prendas de vestir bien lavados y planchados, la corbata
anudada (en el caso en que se usara) y los zapatos lustrados. Otro punto clave
en la apariencia de los trabajadores era la postura ya que, según el manual,
era uno de los aspectos que más llamaba la atención de los clientes. Para ello
era importante, entre otras cosas, no sentarse en los escritorios, no apoyarse
en las paredes y no colocar las manos dentro de los bolsillos ya que eran
actitudes que causarían mala impresión (Báez Casillas, 1985a). Como puede
observarse, el manual refería únicamente a trabajadores masculinos, asumiendo
que sólo los hombres ocupaban esos puestos (véase imagen 1).
Imagen 1. Fuente: Conserjería Hotel Mendoza, Belgrano
2451, Mar del Plata. Sin fecha. Inv. 8001. Blog Fotos de Familia del Diario La Capital de Mar del Plata. Recuperado de
http://www.lacapitalmdp.com/contenidos/fotosfamilia/fotos/8001
En esa fotografía aparecen retratados tres conserjes de
un hotel de, aparentemente, mediana categoría. En ella se destaca la elegancia
y la prolijidad que debía resaltar la figura masculina en el sector de la
recepción. Los tres trabajadores aparecen con su cabello corto y muy bien
peinado. El único que cuenta con bigote lo tiene prolijamente recortado. Todos
presentan un uniforme muy similar que varía en el color de los chalecos y
sacos. Además, la expresión facial y corporal de los trabajadores transmite
seriedad al mismo tiempo que amabilidad, valores altamente destacados en el
sector hotelero. Si comparamos esta imagen con las que aparecen después,
observamos que quienes aparecen retratados son hombres adultos –en
contraposición a los otros que son jóvenes–, lo que podría estar dando cuenta
de la trayectoria de ascenso esperable en los puestos dentro del sector (véanse
imágenes 2-4).
Imagen 2. Fuente: Cadetes del Hotel Bristol. 1933. Inv.
4155. Blog Fotos de Familia del Diario La Capital de Mar
del Plata. Recuperado de http://www.lacapitalmdp.com/contenidos/fotosfamilia/fotos/4155
Imagen 3. Fuente: Cadetes del Hotel Nogaró.
C. 1930. Inv. 7481. Blog Fotos de Familia del Diario La
Capital de Mar del Plata. Recuperado de
http://www.lacapitalmdp.com/contenidos/fotosfamilia/fotos/7481
Imagen 4. Dibujo de un botones. Fuente: Hotelería y Turismo (1970).
A diferencia de la fotografía de los conserjes, en estas
imágenes en las que aparecen representados cadetes observamos trabajadores
jóvenes, que no superan los quince o 16 años. Si bien las fotografías
corresponden a un periodo anterior al que abarca el presente artículo, al
ponerlas en diálogo con otras fuentes podemos afirmar que, durante largas
décadas el trabajo en estos puestos recayó sobre el mismo grupo etario. A pesar
de la distancia temporal que existe entre las fotografías y el dibujo presente
en el manual de hotelería, en las tres imágenes pueden observarse uniformes que
guardan similitud: chaqueta en la que se destacan los botones, pantalón,
zapatos o botas y algún tipo de gorra cubriendo la cabeza.
Dentro de la
hotelería en general, y dentro de cada sector en particular, el
uniforme permitía marcar las jerarquías y diferenciar el lugar que cada
trabajador ocupaba dentro de ese mundo. El uniforme era un elemento simbólico
que, además de facilitar el reconocimiento del puesto de trabajo y las tareas
desarrolladas, producía un sentido de la posición que se ocupaba tanto para el
trabajador mismo como para los otros, era un
elemento de distinción y prestigio masculino tanto dentro del hotel como fuera
(Bourdieu, 1988; Grignon y Passeron,
1991).
En ese sentido, un entrevistado al referir a sus
comienzos como mensajero, en lugar de mencionar las tareas que debía realizar
que, de alguna manera, definían al puesto de trabajo, dijo: “nosotros éramos
mensajeros. Los mensajeros usábamos un pantalón verde con una rayita… una
chaquetita blanca con botones dorados, guantes y teníamos que salir a hacer los
mensajes así, no podíamos ir a cambiarnos para salir a la calle.”[32]
En una línea similar, otro entrevistado destacó que:
ser botones era… el uniforme lleno de botones. Yo me
acuerdo que teníamos un uniforme que tenía 54 botones que había que lustrarlos
con unas maderas que tenían una ranura y se lustraban con Brasso
[marca de un conocido pulidor de metales]. El uniforme de botones había que
tenerlo impecable […] todo lo demás era una cuestión con mucha disciplina del
aspecto, de la forma de tratar a la gente.[33]
Es decir, para los mismos trabajadores el uniforme que
utilizaban o la forma de arreglarse, era un medio para definirse como tales y,
asimismo, marcar su posición. En los fragmentos citados los entrevistados se
expresaron en un tono un tanto burlón, ridiculizando a través de su discurso su
propia apariencia con dicha vestimenta. Como se observa en las imágenes
anteriores, tanto las fotografías como el dibujo presentan las figuras de
trabajadores jóvenes, luciendo su uniforme con una cantidad importante de
botones. Para este puesto, el uniforme no era un aspecto menor. Además de convertirse
en el símbolo de su puesto de trabajo, le otorgaba su denominación.
La vestimenta tenía un significado que trascendía el
marco del hotel o el entorno familiar. Sentencias judiciales de la época dan
muestra de la importancia que tenía el uniforme al momento de definir o
identificar a un trabajador. En mayo de 1967, motivado por su despido, un
empleado inició un juicio a la empresa hotelera en la que trabajaba desde
diciembre de 1965. Para dirimir su categoría, en el marco del juicio, además de
hacer referencia a las tareas que concretamente realizaba se analizó de qué
manera iba vestido. Mientras el demandante sostenía ser conserje, los jueces
determinaron su calidad de empleado administrativo tanto por las tareas que
efectuaba (confección del libro de sueldos y jornales, el libro de caja,
facturación y cobro de servicios), como por su uniforme: saco negro, camisa
blanca, chaleco gris, corbata gris y pantalón de fantasía. Este traje,
sostuvieron, era propio de un empleado administrativo. En el hotel en que se
desempeñaba el trabajador, el uniforme de portero, ascensorista, conserje,
etc., era con galones y gorra y con el nombre del hotel bordado. En cambio, el
traje del empleado administrativo no tenía vivos ni leyenda.[34]
El puesto de telefonista era el único del sector que en
los manuales contaba con recomendaciones estéticas pensadas en torno a la
figura femenina y con imágenes de mujeres (véase imagen 5).
Imagen 5. Dibujo de una telefonista. Fuente: Hotelería y Turismo (1970).
Además de señalar
la necesidad de bañarse diariamente antes de entrar a realizar sus labores,
usar ropas limpias, planchadas y bien hilvanadas, evitar el uso de fragancias
fuertes, se destacaba la importancia de lavarse perfectamente la boca para
evitar contagios al emplear el equipo de la operadora, evitar peinados
extravagantes ya que dificultaban la colocación de los equipos y evitar, en lo
posible, maquillajes exagerados.[35] En este
puesto, además, había una especial preocupación por las posturas y hábitos
producto de los problemas de salud que podría acarrear este trabajo.[36] Así,
sugerían a las trabajadoras sentarse en forma erecta para evitar problemas en
la columna vertebral por malas posturas y, debido a que la telefonista estaba
largos periodos sentada, se recomendaba cruzar una pierna sobre la otra y
alternarlas para ayudar a una postura correcta (Báez Casillas, 1985b).
La imagen de los trabajadores y trabajadoras era tan
importante en este sector que los manuales, a pesar de reconocer la posibilidad
de variantes según cada establecimiento hotelero, intentaban estandarizar tanto
la figura que debían presentar los empleados como sus comportamientos en torno
a determinadas nociones de elegancia, salud y bienestar. En algún sentido, se
entendía que la apariencia física del trabajador exteriorizaba aspectos de su
personalidad y del servicio que era capaz de ofrecer a los huéspedes.
En estos casos, la cuestión de la vestimenta era central
porque visibilizaba también para los “otros” el lugar que se ocupaba en el
hotel, en el mercado de trabajo y, en cierto sentido, en la sociedad. El
uniforme operaba como un signo que expresaba sentidos en torno al trabajo y, en
tanto, representaciones con cierta carga valorativa sobre quienes lo realizaban
(Hall, 1997; Lurie, 1994; Saulquin,
2006, 2010). Así, la indumentaria se erigió como un factor importante para la
formación de la identidad de cada trabajador. La “buena presencia” se convirtió
en una marca de estatus social para los trabajadores de este sector particular
del hotel ya que actuó como un elemento de diferenciación tanto al interior del
hotel como de los sectores asalariados en general.
Tanto los manuales como los relatos presentes en
entrevistas o sentencias judiciales dan cuenta de que los trabajadores
“educaban” su cuerpo. Sus gestos, actitudes, los comportamientos eran
construidos socialmente en el espacio laboral, producto de procesos de
aprendizaje e imitación (Mauss, 1973). Como ha
sostenido Graciela Queirolo, la “buena presencia” la
portaban los(as) empleados(as), no los(as) obreros(as) o trabajadores(as)
manuales, por lo tanto, constituyó un elemento que asignaba prestigio a los
sectores asalariados que la lucían, colaborando, simbólicamente, con la
movilidad social ascendente (Queirolo, 2014). Las
formas de arreglar el cuerpo, los movimientos y comportamientos deseables de
los trabajadores y trabajadoras fueron el resultado de interacciones sociales (Goffman, 2006) y fueron partícipes tanto en su formación
como en la producción y reproducción de estereotipos y de subjetividades,
inseparables de los modos de ser varón y mujer imperantes en las décadas
centrales del siglo XX.
Consideraciones finales
El hotel era un espacio de
trabajo compartido por hombres y mujeres. El ideal de complementariedad entre
ambos, construida sobre el presupuesto de que existían tareas, espacios y
ocupaciones diferenciadas para cada uno de ellos, organizó el trabajo dentro
del hotel así como el arreglo corporal, movimiento,
habilidades y despliegues de los(las) trabajadores(as). Más allá de la
heterogeneidad que caracterizó al sector hotelero de la ciudad de Mar del
Plata, el modelo ideal de trabajo en hotelería, le asignaba espacios y trabajos
específicos a cada uno. La recepción y conserjería, particularmente, fue uno de
los sectores en que se concentraban mayoritariamente hombres y, en tanto,
construido en términos masculinos (independientemente de quién efectivamente
realizara el trabajo).
En este artículo hemos intentado mostrar el carácter
sesgado de la asociación entre servicios y mujeres, destacando la importancia
que adquirían en este contexto los varones. Los puestos de mayor visibilidad y
contacto con los clientes eran ocupados por hombres de las más variadas edades,
de acuerdo con el cargo ocupado y a las tareas realizadas. En este artículo reconstruimos
algunas de las formas en que se organizaba el trabajo, tratando de dar cuenta
de la diversidad que caracterizaba a la hotelería marplatense.
Focalizamos las tareas, los saberes y las habilidades implicadas y observamos
cómo la masculinización del sector incidió en su jerarquización.
Los registros analizados dieron cuenta de ideas y
sentidos comunes que atravesaban el trabajo en el sector de la recepción y
conserjería y, en tanto, a sus trabajadores. Estos se erigieron como el recurso
principal dentro de un proceso de trabajo en el que, en términos de un
entrevistado, “se vendía atención y, además, una habitación bien equipada y
servicios. Pero esos servicios [eran] brindados por gente”.[37] Como
puede observarse, lo primero que se destaca en dicho fragmento es la cuestión
de la atención al cliente y el papel que en él cumplían los trabajadores. El
alojamiento y demás servicios ofrecidos por el hotel perdían su valor o
carecían de sentido si quien los ofrecía no estaba a la altura de las
circunstancias. De esta forma la cuestión de la presencia, la imagen, la
simpatía, la amabilidad y el respeto se erigieron como cualidades centrales
esperables de los trabajadores que se ocupaban en esta área de
la hotelería y, al mismo tiempo, se constituyeron como símbolos de la
jerarquía y prestigio masculino dentro de los sectores asalariados.
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* Una versión de este texto ha sido discutida en el marco del Taller de Tesis
II del Doctorado en Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Nacional de
Quilmes. Agradezco los comentarios y aportes allí recibidos y en especial a la
lectura de Carolina Biernat, Jesús Jaramillo y
Graciela Queirolo, de cuyas sugerencias este trabajo
se vio altamente beneficiado. Asimismo, agradezco los comentarios y sugerencias
de los(as) evaluadores(as) anónimos de Secuencia. Revista
de Historia y Ciencias Sociales.
[1] Entrevista al señor Manuel realizada el 8 de marzo de 2016, por Débora
Garazi, Mar del Plata, Argentina.
[2] Entrevista al señor Adrián realizada el 26 de abril de 2016, por Débora
Garazi, Mar del Plata, Argentina.
[3] Mar del Plata constituye la ciudad cabecera del partido de General
Pueyrredón.
[4] Cecilia Allemandi (2017) ha mostrado que las
tareas de los servidores domésticos, hasta principios del siglo XX, también se encontraban divididas y organizadas según
el género de los trabajadores. Mientras las mujeres se desempeñaban como amas
de leche, amas de llaves, costureras, lavanderas, niñeras, planchadoras, los
hombres lo hacían generalmente como mucamos, valets,
chefs, pinches, cocheros, porteros, jardineros.
[5] Para acceder a las experiencias de los trabajadores y trabajadoras apelamos
a relatos de vida construidos a través de entrevistas de carácter abierto.
Contamos con 25 entrevistas realizadas a personas vinculadas con el mundo de la hotelería durante el periodo analizado. Para
contextualizar dichas experiencias hemos utilizado: Convenios Colectivos de
Trabajo para la Industria Gastronómica y Hotelera Zona Atlántica, vigentes
durante el periodo de estudio; sentencias judiciales dictadas por el Tribunal
de Trabajo Nº 2 de la ciudad de Mar del Plata (consultamos todas las sentencias
que se conservan en el archivo del tribunal dictadas entre 1958 y 1990);
manuales de hotelería de la época que nos permitieron reconstruir la forma en
que se concebían estos trabajos y a los trabajadores que los desarrollaban.
Aunque algunos de ellos eran editados en el extranjero y no podemos establecer
a ciencia cierta qué nivel de circulación tenían en el ámbito local, menos aún
entre los trabajadores, las formas en que accedimos a ellos nos permiten
sospechar que respondían a preocupaciones locales en torno a los modos de
organizar el trabajo en el sector hotelero (algunos de ellos pertenecían a
entrevistados y nos los facilitaron en el marco de las entrevistas y otros
formaban parte del acervo de la Biblioteca Municipal “Leopoldo Marechal” del partido de General Pueyrredón); imágenes y
fotografías de trabajadores del sector.
[6] Para una historia del desarrollo hotelero marplatense y su relación con el
contexto político, económico y social, véase Pastoriza
(2008); Pastoriza y Torre (1999).
[7] La riqueza y utilidad de la noción de género radica en su referencia a los
aspectos relativos de las definiciones de feminidad y masculinidad y a las
relaciones de poder que se generan en todos los ámbitos de la vida social
(Scott, 1999).
[8] Una advertencia similar ha realizado Carolyn Steedman (2013) para el caso del servicio doméstico en la
Inglaterra del siglo XVIII. La autora ha señalado
los riesgos de prestar demasiada atención al rótulo que se daba a un sirviente
(valet, cocinero, lacayo, sirviente, muchacho, empleada) como si este fuera
algún tipo de guía sobre lo que realmente hacían en cuanto a trabajo se
refiere.
[9] Entrevista al señor Claudio realizada el 29 de abril de 2016, por Débora
Garazi, Mar del Plata, Argentina.
[10] Entrevista al señor Horacio realizada el 12 de mayo de 2016, por Débora
Garazi, Mar del Plata, Argentina.
[11] Entrevista al señor Horacio, entrevista citada.
[12] Hotelería y turismo (1970).
[13] En Argentina el término cadete, además de referir a una categoría militar,
es utilizada para referir a un hombre, en general joven, que tiene por oficio
realizar gestiones de mensajería interna o externa de una empresa.
[14] En una línea similar, para el caso del trabajo doméstico no remunerado,
algunos estudios feministas y de género han destacado que los hombres perciben
y entienden su participación en dichas tareas en términos de “ayuda”,
posicionando a este trabajo en un lugar de menor jerarquía y bajo
responsabilidad de las mujeres (Borderías y Carrasco,
1994).
[15] Entrevista a la señora Graciela realizada el 9 de abril de 2015, por Débora
Garazi, Mar del Plata, Argentina.
[16] Convenio Colectivo de Trabajo para la Industria Gastronómica y Hotelera,
Zona Atlántica. Vigente entre el 1 de mayo de 1956 y el 30 de abril de 1958,
consultado en revista HOPEBAR, Mar del Plata,
diciembre de 1957. Los distintos CCT de las
décadas correspondientes a nuestra investigación mantienen la misma
reglamentación, actualizando únicamente los salarios de los trabajadores.
[17] El 4 de septiembre de 1945 la Secretaría de Trabajo y Previsión sancionó el
derecho al denominado “laudo gastronómico”. Allí se establecía que, además de
un salario fijo, los(las) trabajadores(as) recibirían un porcentaje de la
ganancia de los establecimientos donde se desempeñaran. Al mismo tiempo se
prohibía la percepción de propinas (lo cual nunca se efectivizó ya que era una
práctica fuertemente arraigada en la sociedad. Al respecto véase Garazi (2016).
[18] Expediente 4519, 1968. Archivo del Tribunal de Trabajo N° 2 (en adelante ATTN2), Mar del Plata, Argentina.
[19] En hoteles categorías “Especial” se distribuía 24% de los ingresos;
categoría “A”, 23%; categoría “B”, 21%; categorías “C” y “D”, 20%; y en
Pensiones hasta doce habitaciones, 18 por ciento.
[20] La Ley 5.291 de 1907 sobre el trabajo de mujeres y niños prohibió emplear
mujeres o menores de 16 años en trabajos nocturnos desde las 21 horas hasta las
6 horas del día siguiente. La Ley 11.317 de 1924, modificatoria de la anterior,
mantuvo dicha prohibición. Allí se estableció que, exceptuando ciertos rubros
(servicios de enfermería y domésticos y empresas de espectáculos nocturnos), no
se podría ocupar a mujeres ni a menores de 18 años en trabajo nocturno,
entendiéndose por tal el comprendido entre la hora 20 hasta las 7 del día
siguiente en invierno y las 6 en verano.
[21] Recién en 1991 con la aprobación de la Ley 24.013 que en su artículo 26
derogó el art. 173 de la Ley de Contrato de Trabajo, se dio fin a esta
prohibición.
[22] Diversas investigaciones han mostrado que las mujeres se han ocupado en
empleos en los que su trabajo puede entenderse en términos de mediación o
intermediación: dactilógrafas, telefonistas, cajeras, vendedoras de comercio,
etc. El empleo en el sector terciario fue entendido como idóneo para las mujeres
porque implicaba tareas que requerían las virtudes femeninas (sensibilidad,
delicadeza) y, a diferencia del trabajo en las fábricas, no afectaban tanto a
los cuerpos porque no las exponían ni a esfuerzos físicos ni a sustancias
tóxicas. Véase Queirolo (2014).
[23] Convenio Colectivo de Trabajo para la Industria Gastronómica y Hotelera (CCT) 125/90. Archivo Privado Sindicato Unión de
Trabajadores del Turismo, Hoteleros y Gastronómicos de la República Argentina
(en adelante APSUTTHGra),
Mar del Plata, Argentina.
[24] Entrevista al señor Juan realizada el 16 de julio de 2014, por Débora
Garazi, Mar del Plata, Argentina.
[25] Allí se estableció que el jefe de recepción
estaba a cargo de la dirección de todo el personal de recepción y portería. Su
responsabilidad era tomar reservas de habitaciones, llevar el control de
habitaciones vacías y en uso, recibir a los huéspedes y asignarles alojamiento,
mantener informado a otros sectores del establecimiento sobre el movimiento de
huéspedes y efectuar la facturación. El recepcionista
tenía funciones similares a aquel, excepto aquellas tareas vinculadas a la
dirección del personal del sector; asimismo se establecía que debía actuar bajo
la supervisión del jefe de recepción o del principal. El conserje
colaboraba con el recepcionista y lo sustituía cuando era necesario. Era
encargado de la correspondencia, pequeñas encomiendas y encargos especiales de
los pasajeros. Era depositario responsable de las llaves de las habitaciones;
además llevaba el Registro de Pasajeros y era responsable de todas las tareas
del área. Era de su incumbencia la dirección del personal de portería, debiendo
procurar que el mismo cumpliera diligentemente sus funciones específicas. El portero estaba a cargo de la puerta del establecimiento,
siendo su obligación colaborar en forma directa con los recepcionistas y/o
conserjes. En los establecimientos de categorías “C” y “D” era el encargado de
todos los trabajos de portería y/o recepción. Auxiliar de
portería era todo aquel personal que dependiera del jefe de recepción,
recepcionista, conserje principal, conserje o portero, según la categoría del
establecimiento. Dicho personal, sin perjuicio de los trabajos específicos que
se le encargaran, debía cumplir indistintamente cualquiera de las tareas
asignadas que correspondieran al sector. Entre ellos se encontraban bagajista (transportaba los
equipajes de los pasajeros), ascensorista (empleado
que manejaba los ascensores y, en ausencia del bajagista,
debía llevar los equipajes de los pasajeros hasta sus habitaciones), mensajero (llevaba todos los mensajes del establecimiento
y de los pasajeros), portero de coche y/o garajista
(estacionaba los vehículos en la playa de estacionamiento), cadete (colaboraba en portería con todo el personal de la
misma), guardarropista (encargado del guardarropas), jefe
de telefonista (encargado del sector en aquellos establecimientos que lo
estimaran necesario para un mejor servicio) y telefonista (operaba
los conmutadores telefónicos, telex o telefax, para
servir necesidades de los clientes y del establecimiento; solicitaba las
llamadas de larga distancia y las registraba, al igual que las urbanas a
efectos de su facturación).
[26] CCT 125/90. APSUTTHGra,
Mar del Plata, Argentina.
[27] Entrevista al señor Manuel realizada el 8 de marzo de 2016, por Débora
Garazi, Mar del Plata, Argentina.
[28] Entrevista al señor Claudio, entrevista citada.
[29] Entrevista al señor Claudio, entrevista citada.
[30] Exp. 795, 1959. ATTN2, Mar del
Plata, Argentina.
[31] Ava Baron y Eileen
Boris (2007) han sostenido que el cuerpo es una
categoría útil para la historia de la clase trabajadora a través de la
exploración de cómo los cuerpos están constituidos por y constituyen el lugar
de trabajo, a la vez que este expresa y crea determinadas relaciones de clase,
raza y género. Específicamente, la cuestión de los uniformes de trabajo y sus
sentidos sociales ha sido analizada para diferentes profesiones en los que el
mismo adquiría centralidad en la identidad de los trabajadores y trabajadoras.
Véase, entre otros Badaró (2006); Calandrón
(2014); Caldo (2013); Dussel (2000); León Roman (2006); Pedetta (2014); Ramacciotti y Valobra (2010).
[32] Entrevista al señor Pedro realizada el 16 de mayo de 2016, por Débora Garazi,
Mar del Plata, Argentina.
[33] Entrevista al señor Claudio, entrevista citada.
[34] Expediente 6498, 1969. Archivo del Tribunal de Trabajo Nº 2, Mar del Plata,
Argentina.
[35] La cuestión del maquillaje de las trabajadoras ha sido analizado
por Paula Bontempo y Graciela Queirolo
(2012).
[36] La salud e higiene de los trabajadores y trabajadoras ha sido un eje muy
importante dentro de la producción historiográfica local. Véase, entre otros (Armus, 2007; Biernat & Ramacciotti, 2013; Lobato, 2004, 2007; Nari,
2004; Ramacciotti, 2011; Recalde,
1997).
[37] Entrevista al señor Edgardo realizada el 7 de octubre de 2016, por Débora
Garazi, Mar del Plata, Argentina.