10.18234/secuencia.v0i106.1554

Artículos

Hombres, servicios y género: experiencias y representaciones
del trabajo en el sector hotelero
(Mar del Plata, 1960-1990)*

Men, Services and Gender:
Experiences and Representations of Work
in the Hotel Sector (Mar del Plata, 1960-1990)

 

Débora Garazi1 https://orcid.org/0000-0001-6143-1005

 

1Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina, deboragarazi@gmail.com

 

Resumen:

A partir del análisis del trabajo en el sector hotelero en la ciudad de Mar del Plata (Argentina) entre 1960 y 1990, el presente artículo se propone abordar, desde una perspectiva de género, las características que adquirió la participación de varones en el sector de los servicios. Puntualmente focalizamos en los trabajadores que se han desempeñado en la conserjería y recepción de hotel, indagando en las representaciones en torno a este trabajo presentes en diferentes tipos de discursos: manuales de hotelería, convenios colectivos de trabajo, sentencias judiciales de los tribunales laborales y en relatos de vida de entrevistados. El objetivo es reconstruir y tensionar los sentidos y significados que tanto los trabajadores como otros actores sociales le atribuían a dicho trabajo y, por lo tanto, a quienes lo desarrollaban.

Palabras clave: trabajo; género; servicios; varones; hotelería.

Abstract:

On the basis of an analysis of work in the hotel sector in the city of Mar del Plata (Argentina) between 1960 and 1990, this article seeks to explore the characteristics acquired by male participation in the service sector, using a gender perspective. We focus specifically on employees who have worked in front desk and reception, examining the representations surrounding this work present in different types of discourse: hotel manuals, collective bargaining agreements, labor court judicial rulings and respondents’ life stories. The aim is to reconstruct and underline the meanings both workers and other social actors attributed to this work and, therefore, to those who engaged in it.

Key words: work; gender; services; men; hotel industry.

Recibido: 19 de septiembre de 2017 Aceptado: 19 de abril de 2018

Publicado: 25 de noviembre de 2019

 

 

Introducción

En la temporada 1949-1950, con apenas doce años, Manuel comenzó a trabajar en uno de los hoteles de mayor categoría de la ciudad de Mar del Plata. Su primer puesto fue el de mensajero y lo consiguió gracias a Pedro, su hermano mayor. En los 40 años que Manuel trabajó en el hotel pocos puestos le quedaron por ocupar: además de mensajero, fue bagajista (encargado de trasladar el equipaje de los huéspedes), ascensorista, conserje, mucamo de piso (al que también, para diferenciarlo del de mucama, se denominaba valet), mozo y maître. Toda su vida laboral transcurrió en el mismo hotel. Inició su carrera muy joven –casi niño– en los puestos de menor jerarquía y se retiró en 1988, como jefe de los mozos (maître) del restaurante, con la responsabilidad de garantizar un servicio de primer nivel a más de 100 mesas.[1]

Otro caso es el de Adrián, quien trabajó en el hotel de su familia por más de 45 años y, aún hoy, lo sigue haciendo. Al igual que Manuel, comenzó como cadete a los catorce años, cuando el hotel, con un servicio de mediana categoría y un edificio de dos pisos, estaba en manos de su padre y de su tío. Hasta que terminó la secundaria, en 1979, trabajó en las temporadas, fines de semana largos y vacaciones de invierno. Luego se desempeñó todo el año ocupando distintos puestos: además de los ya mencionados “colaboró” –según sus dichos– en la cafetería e hizo tareas administrativas. Actualmente Adrián se desempeña como conserje y comparte la propiedad del hotel con su hermano.[2]

Las trayectorias laborales de Manuel y Adrián no fueron una excepción. En Mar del Plata los meses de verano eran una oportunidad para que muchos jóvenes pudieran insertarse en el mercado de trabajo aunque fuera temporalmente. Los hoteles, así como la gastronomía y el comercio, eran un importante foco de atracción de mano de obra tanto de varones como de mujeres. El desarrollo de la ciudad como centro de turismo masivo a mediados del siglo XX, estuvo acompañado de un incremento de la infraestructura necesaria para satisfacer las demandas de los turistas. El aumento de espacios para alojamiento y, sobre todo, de la hotelería, fue muy significativo, generando una importante cantidad de nuevos puestos de trabajo, en su gran mayoría de carácter estacional (Pastoriza y Torre, 1999).

A pesar de los cambios que afectaron al turismo, hasta la década de los ochenta este constituyó una importante fuente de ingresos económicos para la ciudad. Según los datos revelados por el Anuario Estadístico del Partido de General Pueyrredón,[3] en el año 1974 el aporte al producto interno bruto (PIB) del sector económico comprendido por hoteles, restaurantes y comercios –servicios en su mayoría derivados del turismo– era de 26.8%, superando a todas las demás actividades económicas, y los puestos de trabajo ocupados en establecimientos hoteleros y gastronómicos ascendían a 10 000.

Como vimos, Manuel y Adrián, al igual que otros trabajadores, ingresaron al mundo de la hotelería por la “puerta”. Las tareas en el escalafón más bajo de la recepción fueron sus primeras actividades, reservadas en todos los hoteles de la ciudad para los varones jóvenes que, en la mayoría de los casos, no superaban los quince años. En este sector se concentraban casi exclusivamente hombres, a excepción del puesto de telefonista que, como veremos, era ocupado en su gran mayoría por mujeres.

Dentro del hotel, el personal de la recepción y conserjería formaban parte de los trabajadores “visibles”, es decir, aquellos que podían –y debían– ser “vistos” por los huéspedes. La asociación que se realizó en la modernidad entre hombres, trabajo productivo y esfera pública y, por lo tanto, “visible” (en contraposición a la asociación de las mujeres con el espacio y el trabajo doméstico, “invisible”) se hacía extensiva a los hoteles, dando lugar a la conformación de puestos de trabajo masculinizados. Esta visibilidad incidía directamente en las características que adquiriría el trabajo. Este sector era considerado uno de los más importantes en tanto era el primero y el último contacto directo entre los huéspedes y el hotel, por lo cual el trato que allí recibieran sería determinante para la imagen que los clientes se formaran del establecimiento en particular, como de la ciudad en general.

Partiendo de la idea de que algunos trabajos del hotel estaban estrechamente vinculados con las tareas del servicio doméstico de casas particulares, las tareas del sector de la recepción y la conserjería pueden entenderse como herederas del trabajo que, en las casas de las familias de elite, solían realizar los mayordomos y porteros. Si hacia fines del siglo XIX y principios del XX los trabajadores de hotel estaban incluidos dentro de la categoría de servicio doméstico, con el avance del siglo hubo una reconceptualización de sus tareas que los alejaron, paulatinamente, de dicha categoría.[4]

Ahora bien, ¿cómo se organizaba el trabajo en el sector?, ¿qué tareas correspondía que realizaran los trabajadores?, ¿qué saberes y habilidades ponían en práctica?, ¿qué atributos personales se esperaba de ellos?, ¿qué elementos los diferenciaban?, ¿qué lugar ocupaban dentro del conjunto de trabajadores del hotel?, ¿en qué medida la masculinización del sector incidió en su jerarquización y profesionalización?

En este artículo nos proponemos responder estas preguntas indagando en las representaciones en torno a este trabajo presentes en diferentes tipos de discursos: manuales de hotelería, convenios colectivos de trabajo, imágenes, sentencias judiciales de los tribunales laborales y en relatos de vida de entrevistados.[5] Nuestro objetivo es reconstruir los sentidos que tanto los trabajadores como otros actores sociales le atribuían a dicho trabajo y a quienes lo desarrollaban.

Si algo caracterizaba a la hotelería marplatense en la segunda mitad del siglo XX era su heterogeneidad en diversos sentidos, principalmente en tamaño y categoría de sus establecimientos y en origen de sus capitales (privado, estatal o sindical).[6] Las ofertas de servicios hoteleros fueron acompañando las transformaciones del perfil del turismo que recibía la ciudad (de un balneario de elite a principios de siglo a un balneario de “turismo social” en la segunda mitad) y, de ello dependían parte de las características que adquiría el trabajo en el sector. A diferencia de otras áreas de trabajo (como la cocina), la recepción y la conserjería estaban presentes en todos los establecimientos hoteleros, aunque las dimensiones que adquiría en relación con el personal empleado, a las tareas realizadas y a los servicios ofrecidos eran muy variables. Podían encontrarse pequeños establecimientos en los que una sola persona se hacía cargo de una gran variedad de tareas (incluso correspondientes a distintos sectores del hotel) hasta hoteles de gran categoría en los que las tareas de la recepción eran divididas entre un gran número de hombres de un modo altamente jerárquico, pasando por aquellos en que el conserje podía llegar ser el único encargado de la mayoría de las funciones o contar con uno o dos ayudantes.

En el primer apartado del artículo presentamos las formas de organizar el trabajo en la recepción así como las jerarquías establecidas entre los trabajadores y, si bien trataremos de dar cuenta de esta diversidad de realidades, adquirirán cierta preeminencia los hoteles de mediana y alta categoría, donde el trabajo en la recepción y conserjería se encontraba más diversificado. En el segundo, analizamos las habilidades, capacidades y aptitudes requeridas para la realización de este trabajo. Nos detenemos en la percepción que tienen los propios trabajadores en torno a los saberes y habilidades implicados en sus tareas y en los procesos mediante los cuales se adquirían.

Por último, analizaremos la importancia que tenía en este empleo la imagen y la apariencia física de los trabajadores. En este sector no sólo importaban las tareas y el modo de realizarlas sino que adquiría centralidad la persona que la llevaba a cabo. El aspecto de los trabajadores era una cuestión de gran relevancia en tanto personificaban la calidad del servicio ofrecido. Los uniformes y la imagen personal se erigían como símbolos de pertenencia a determinado grupo, al mismo tiempo que ponían de manifiesto las jerarquías laborales y de género,[7] tanto dentro del hotel como del conjunto de los trabajadores y de la sociedad.

Puestos, organización
del trabajo y jerarquías

En la conserjería –y como ocurría con muchos otros trabajos realizados en los hoteles– el tamaño y el nivel de los servicios ofrecidos determinaba las características de las funciones que cumpliría su personal. Las obligaciones de los trabajadores del sector cubrían un amplio espectro: desde recibir a los huéspedes, transportar su equipaje, responder inquietudes, recomendarles actividades en la ciudad, proporcionarles entradas para espectáculos o boletos de tren o enviar su correspondencia al correo, hasta operar los ascensores o atender los conmutadores telefónicos.

En la hotelería de más alto nivel, las exigencias de los huéspedes podían ser muy variadas y los hoteles se esforzaban en brindar un servicio que lograra satisfacer sus demandas. Ello redundaba en la contratación de gran cantidad de personal destinado a tales fines. Allí, las tareas estaban repartidas entre distintas personas con diferente categoría. Además de conserjes, de la recepción dependían cadetes, botones, mensajeros, telefonistas, ascensoristas, etc. Estos puestos eran los que requerían mayor contacto con el público y, en cierta medida, constituían la “carta de presentación” del hotel.

Los puestos de botones, cadete o mensajero, solían ser ocupados por jóvenes, generalmente recién iniciados en el mundo del trabajo. En este nivel de la jerarquía, las tareas entre los puestos prácticamente no diferían y quienes los ocupaban realizaban indistintamente actividades similares. Es decir que el rótulo del trabajador no necesariamente definía las actividades que efectivamente realizaba.[8]

Según los manuales y los recuerdos de los entrevistados, las tareas correspondientes al botones eran las de realizar encargos de los clientes (compras, mandados, llevar cartas al correo, etc.) y transportar sus equipajes (siempre y cuando no hubiera una persona específica para realizar esta tarea que, en algunos hoteles, era el bagajista).

Claudio, al recordar sus años como botones, no dudó en comparar a la conserjería con un cuerpo militar:

[Los conserjes] constituían una especie de generales que manejaban una tropa de servicios varios. [El trabajo del cadete] era estar sentado en un banco esperando que alguien llamara pidiendo cualquier cosa, cualquier cosa insólita, que había que ir a buscar a algún lado, o recibir pasajeros. Los botones eran “los soldados rasos” […] el “máximum” era ser bagajista, que era el tipo que usaba saco y corbata y era el que llevaba las valijas. ¿Cuál era la escala de valor? Las propinas […] el objetivo era tener un momento… por un momento ocupar el rol del otro para poder aspirar a recibir una propina porque como botones no daban nada […] Todo ese mundo lo manejaban los que estaban en el primer frente de contacto con el público que era el portero del hotel. El conserje ya era un general directamente y después esta tropa que te digo de bagajistas, mensajeros.[9]

Las marcadas jerarquías no eran atípicas dentro de la hotelería, aunque se exacerbaban en aquella de más alta categoría, en la cual se empleaba Claudio. La metáfora utilizada por el entrevistado de la conserjería como “cuerpo militar”, da cuenta no sólo de una forma de organización laboral, sino también de una forma de jerarquizar y disciplinar los cuerpos. En ese rígido esquema se evidenciaba que los efectos de la dominación masculina no sólo recaían sobre las mujeres, sino también en los hábitos y cuerpos masculinos (Bourdieu, 2000).

En cambio, Horacio, que también comenzó a trabajar a una edad similar en la temporada de 1966 (en un hotel de mediana categoría) y que aún hoy continúa en el rubro, cuando se le preguntó respecto a las jerarquías y relaciones con sus superiores afirmó que

no es como ahora que dicen que los explotan, es mentira que los explotan, lo que pasa es que hoy todos se creen que son explotados porque toda la juventud de hoy no quiere lavar pisos como lavé yo o llevar valijas… no, de llevar valijas quieren ser conserjes o gerentes sin ninguna experiencia. Y las etapas hay que cumplirlas […] La relación con los jefes es como actualmente, una cuestión personal. Transitar por el trabajo… porque sos empleado, vos tenés un superior que es el gerente o el dueño. Eso no quiere decir que te dejes llevar por delante o que te pisoteen, podés decir algo que no te gusta pero siempre con respeto. No es que te van a explotar, hay que ser ubicado. Depende del carácter de cada uno. Siempre fui una persona que me gustó cumplir, entonces cuando vos cumplís con tu trabajo, vos tenés derecho a exigir. Ahora si vos llegás tarde… ¿cómo vas a exigir?[10]

El relato de Horacio no refiere a las jerarquías de modo directo. Aunque tiende a asimilar “jerarquía” con “explotación laboral”, al mismo tiempo, intenta distanciarlas. Su narración matiza o, más precisamente, justifica las jerarquías. Su esfuerzo está centrado en destacar su importancia para la formación como trabajador y, al mismo tiempo, como hombre. La participación en el mercado de trabajo era uno de los mandatos que los hombres debían cumplir para ser considerados como tales, por lo tanto “cumplir” con sus obligaciones dentro del mundo laboral le permitía autoasignarse dicha categoría y ser identificado de esa manera por otros(as) (Fuller, 1997; Olavarría, 2001; Viveros Vigoya, 2002).

Horacio había comenzado a trabajar por una necesidad de insertarse en el mundo del trabajo, previendo su futuro. Según sus reflexiones, sabía que si no estudiaba, empezando a trabajar desde chico, “ya te ibas forjando de una actividad que, el día de mañana, te iba a redituar económicamente”.[11] Además, el trabajo daba recursos, prestigio, poder y autoridad, era parte del proceso de transformación en adulto (Olavarría, 2001). En ese sentido, en su relato se advierten las expectativas de ascenso y de continuidad laboral con las que Horacio empezó a trabajar, congruentes con un ideal de estabilidad laboral, en el que el trabajo era percibido como el mecanismo principal de inclusión y movilidad social (Castel, 1997, 2012; Gorz, 1995, 1998).

El puesto de mayor jerarquía en el sector era el de conserje o jefe de recepción. Sus tareas diferían según el tamaño del hotel. Sin embargo, un manual local de orientación profesional publicado en 1970 sostenía, de una manera general, que el jefe de recepción debía recibir a los clientes, averiguar sus exigencias y dar las órdenes necesarias para satisfacerlas.[12] En un hotel grande, su papel era básicamente el de supervisar y organizar el trabajo del resto del personal del sector. En cambio en los hoteles más pequeños, el conserje podía ser, él mismo, el encargado de realizar una gran variedad de tareas.

En los establecimientos hoteleros cuyos propietarios eran pequeñas sociedades familiares era muy común que las tareas de conserjería o recepción fueran realizadas por los mismos dueños y algún pariente. Así, el dueño del hotel podía desempeñarse como conserje y algún hijo o sobrino en edad escolar cumplir las funciones de cadete[13] o mensajero. Es interesante, en este sentido, destacar que los entrevistados que trabajaron en hoteles que pertenecían a sus propias familias se referían a su trabajo en términos de “ayuda”. Si los empleados trabajaban, ellos ayudaban en la recepción, colaboraban en la cafetería. Pertenecer a la familia propietaria del hotel en muchos casos desdibujaba la percepción de su actividad como trabajo y, en tanto, su calidad de trabajadores.[14] En este sentido, el relato de Graciela es significativo. Ella trabajó desde los quince hasta los 22 años, entre 1967 y 1974, aproximadamente, en un hotel de 22 habitaciones propiedad de sus padres. Cuando se le preguntó por qué comenzó a trabajar en el sector, nos dijo:

Graciela: Porque mis padres tenían un hotel y yo les ayudaba […] yo servía el desayuno y luego le ayudaba en la recepción a atender al cliente… estaba yo ahí en un horario […]

Entrevistadora: ¿Cumplía un horario fijo, como una empleada?

G: Y… estaba desde las siete de la mañana hasta el mediodía y después de las cuatro… las tres, las cuatro y seguía…

E: ¿Le pagaban a usted por hacer ese trabajo?

G: Sí, sí…

E: ¿Le pagaban como a un empleado común y corriente?

G: No, no, no… nos daba… en ese entonces mi papá utilizaba la palabra “asignación” [remuneración simbólica] y me pagaba por semana. Y me daba esa asignación, que era todo medio pactado…[15]

En esa cita, además puede advertirse que, producto del compromiso establecido con la empresa familiar y de los beneficios que de ella se obtenían, era común que los dueños o sus familiares tuvieran regímenes de trabajo diferentes al de los empleados. En algunos casos sus jornadas laborales eran de más de ocho horas y, en otros, de menos; podían trabajar temporadas completas sin descansos, o gozar de más días libres, etc. Ello dependía de las necesidades del hotel y/o personales y de arreglos realizados de modo informal. Sin embargo, a pesar de que las experiencias de empleados y dueños o familiares podían ser diferentes, en algunos puntos confluían: las formas de organizar el trabajo, las tareas que debían realizar y las jerarquías existentes son evocadas de la misma manera.

En los contratos colectivos de trabajo (CCT) de la época también pueden rastrearse las jerarquías, principalmente aquellas ancladas en la remuneración de los trabajadores.[16] Los sueldos y los puntos asignados según el sistema de porcentaje o laudo[17] a cada uno de los puestos dan cuenta de las diferencias en términos de ingresos. Si ponemos estos datos en diálogo con lo observado en otras fuentes como las entrevistas, manuales y sentencias de los tribunales laborales, puede sostenerse que el valor económico asignado al trabajo era producto de una construcción social en torno a las responsabilidades que llevaba implícito cada uno de los puestos, al estatus de la tarea y de quien la realizaba. Si, como dijimos anteriormente, el rótulo o la forma de designar a un trabajador no definía completamente las actividades que debía realizar, sí incidía directamente en la remuneración que recibiría. No sólo había diferencias entre ser conserje, portero o cadete, sino que también las había entre puestos recordados como similares por los mismos trabajadores (cadete, mensajero, bagajista, etc.).

En Argentina desde 1946 hasta 1980 rigió el denominado “laudo gastronómico” siendo para muchos puestos mucho más significativo, en términos de ingresos, que el salario pautado. Según el CCT zonal vigente entre 1956 y 1958, al portero le correspondía un sueldo de 500 m$n en la categoría hotelera más alta y cuatro puntos en el sistema de porcentaje. Un ascensorista cobraría 620 m$n y tres puntos del porcentaje. El bagajista cobraría 640 m$n y dos puntos del porcentaje. El mensajero contaría con un sueldo de 620 m$n y dos puntos y, el cadete de portería, con un sueldo de 250 m$n y dos puntos. Como puede observarse, el cadete de portería era quien contaba con menores ingresos fijos. En el resto de los puestos, los salarios no presentaban importantes variaciones sino que lo que variaba eran los puntos asignados en el sistema de laudo. A los conserjes les correspondían ocho puntos, siendo –junto a algunos puestos de la cocina y comedor– quienes percibían mayor porcentaje en el hotel.

Para tener una idea de lo significativo que era el laudo a nivel monetario, podemos recurrir a los datos que nos brindan las sentencias judiciales. En un reclamo iniciado por 189 trabajadores y trabajadoras de un hotel de alta categoría, se observa que el promedio mensual de los porcentajes cobrados por su trabajo entre el mes de abril de 1962 y el 31 de diciembre de 1965 fueron, para un portero de 5 200 m$n, mientras que para un bagajista y un cadete fueron 2 600 m$n cada uno.[18] Cabe aclarar que el monto variaba según los ingresos totales de cada establecimiento y de su categoría, ya que de ello dependía el porcentaje correspondiente a cada trabajador.[19]

A pesar de ser un área en la que predominaban los hombres, en la recepción había un puesto reservado casi exclusivamente para mujeres: el de telefonista. En los hoteles de mayor categoría y dimensiones, la tarea de comunicar a los clientes con el hotel quedó en “manos” de mujeres. Sin embargo, como se desprendió de ciertas entrevistas y sentencias judiciales, en horario nocturno podía haber hombres que quedaran a cargo de esta tarea, lo que da cuenta de la permanencia de las representaciones en torno a los lugares que podían ocupar mujeres y varones.

Legalmente, desde 1907 rigió una prohibición para el trabajo nocturno de mujeres, que se mantuvo durante largas décadas.[20] La Ley de Contratos de Trabajo de 1974, un hito en materia de regulación laboral, mantuvo dicha prohibición aunque con algunas salvedades. Allí se estableció que no se podría
ocupar a mujeres en trabajos nocturnos entre las 20:00 y las 6:00 horas del día siguiente, salvo en aquellos de naturaleza no industrial que debieran “preferentemente” ser desempeñados por mujeres.[21] De esta manera, a través de la legislación y políticas de género asimétricas, el Estado se erigía como garante de la conciliación entre la vida familiar y la organización del trabajo (Olavarría, 2003; Ramos Escandón, 2005). Para las mujeres, la noche era un espacio vedado dentro del mercado de trabajo, su lugar “natural” era el hogar (Nari, 2004).

A pesar de las excepciones realizadas por la ley, lo ocurrido con el trabajo en el sector hotelero da cuenta de la pervivencia de ciertas representaciones en torno a los lugares “apropiados” para mujeres y varones aun en tiempos de intensas transformaciones en las relaciones de género. Ello habilitaba que, en ciertos momentos, los hombres pudieran ocupar puestos feminizados como el de telefonista. No obstante, como ha sostenido Joan Scott (2008), la feminización o masculinización de los trabajos no sólo se asentaba en que fueran mujeres o varones quienes efectivamente los realizaban sino en las representaciones sociales existentes en torno a los trabajos y a sus vínculos con la masculinidad y la feminidad.

A diferencia de otras tareas en las que se concentraba personal femenino, la labor de la telefonista distaba en gran manera del trabajo doméstico. Como ha mostrado Dora Barrancos (2008), la feminización de la tarea de atender el conmutador se registró en Argentina de manera rápida, y para fines del siglo XIX las mujeres habían desplazado a los varones. Las compañías telefónicas privilegiaron habilidades de motricidad fina para el manejo de los cables y clavijas y argumentaban que “los abonados prefieren la amabilidad de las mujeres”. Ello se debía a que, según las empresas, la voz femenina evocaba imágenes de madres, de maestras, imágenes cálidas, amables y atractivas (Cuchí Espada, 2008).

Esta feminización del trabajo se hizo presente también en los hoteles. Eran mujeres las encargadas de atender la instalación central de teléfonos y estaban a disposición de los clientes para conseguirles las comunicaciones y hacérselas llegar. Casi un siglo después de las experiencias de las telefonistas analizadas por Barrancos, los manuales de hotelería aún referían al personal del sector en femenino –las telefonistas, la supervisora de teléfonos, la operadora (Báez Casillas, 1985b; White y Beckley, 1978)– estableciendo desde su discurso un límite respecto a quiénes podía ocupar estos puestos. La permanencia de estas imágenes en torno al trabajo de las telefonistas da cuenta del fuerte arraigo de las representaciones sociales en torno a los trabajos entendidos como femeninos o masculinos y del ritmo lento, casi imperceptible, de sus transformaciones.

Dentro de los trabajos realizados por las mujeres en los hoteles, este era uno de los más valorizados y jerarquizados tanto en términos sociales como económicos. Dicha jerarquía se asentaba en dos cuestiones. Por un lado, era una labor que requería el manejo de cierta tecnología, habilidad relacionada tradicionalmente con los hombres y, por lo tanto, reconocida socialmente (Wajcman, 2005). Por otro lado, era una tarea que si bien era realizada por mujeres pertenecía a un sector –la conserjería o recepción– asociada con los hombres y dominada en gran mayoría por ellos. Sin embargo, dentro del sector, las telefonistas cumplían con un papel tradicionalmente asociado con las mujeres, actuaban como mediadoras[22] ya fuera entre los huéspedes y el hotel o entre los huéspedes con el exterior.

Esta jerarquía del puesto laboral se traducía en el salario de las trabajadoras. Según el CCT citado anteriormente, mientras en hoteles de categoría “especial” una mucama cobraba 360 m$n o un mozo 400 m$n, la telefonista cobraba 850 m$n. Esta diferencia en los salarios compensaba el menor puntaje asignado dentro del ya mencionado laudo gastronómico. Las telefonistas sólo contaban con dos puntos, mientras que las mucamas contaban con cinco y los mozos con ocho, por mencionar una referencia. Además, si bien las propinas estaban expresamente prohibidas en la práctica seguían existiendo y, las telefonistas al tener escaso contacto directo con los huéspedes, prácticamente no las percibían.

En relación con este sector, los CCT de la segunda mitad del siglo XX no hacían muchas referencias, además de las ya mencionadas. Recién en el CCT firmado en el año 1990 se establecieron las tareas de cada uno de los puestos.[23] En este sentido, un entrevistado que se ha desempeñado como gerente de distintos hoteles desde fines de los setenta manifestó que el CCT del año 1990 cristalizó una forma determinada de realizar y organizar el trabajo en hotelería.[24] Entre otras cosas, el CCT puso por escrito y, en carácter de ley, qué actividades correspondían a cada uno de los puestos de trabajo, basándose en las experiencias y tradiciones de trabajo desarrolladas por largos años. Así, se definieron una gran cantidad de puestos con sus correspondientes obligaciones.[25]

Sin embargo, allí también se establecía que “La obligación genérica de todo trabajador es la de prestar aquellas tareas propias de su categoría y calificación personal. En situaciones transitorias prestarán la debida colaboración efectuando aquellas tareas que requiera la organización empresaria, aunque no sean específicamente de su categoría o función y no implique menoscabo moral o material.”[26]

Como puede observarse, el CCT no sólo fijó y definió los puestos de trabajo y sus jerarquías sino que, al mismo tiempo, legitimó la rotación del personal tan característica en la hotelería. De esta forma se establecía un modelo prescriptivo que probablemente no coincidiera necesariamente con la organización del trabajo que reinaría en los noventa, en un contexto político, social y económico favorable a la precarización del empleo y flexibilización laboral.

“La hotelería es linda, muy linda, si uno aprende en hoteles”[27]

La frase que se propuso como subtítulo de este apartado fue dicha por uno de nuestros entrevistados y condensa una idea muy fuerte que apareció en distintos relatos de varones: la importancia que tenía aprender el trabajo en los mismos espacios en donde se realizaba. Ello habilitaba a una gran cantidad de personas a ocupar dichos puestos, independientemente de los niveles de educación formal que habían alcanzado.

Si para comenzar a trabajar en la recepción de un hotel –en los puestos de menor categoría– no se exigía ningún tipo de capacitación formal, ello no significaba que para realizar las tareas no se necesitaran conocimientos. Los relatos de los trabajadores destacan que ingresaron a trabajar sin ningún tipo de preparación. Esto podría hacer pensar que esta labor no requería ninguna competencia técnica, sino que se trataba, como han destacado algunos entrevistados, de tener ganas de trabajar, o, como ha señalado Bernard Lahire (2001), de tener (o no) alguna disposición pragmática.

A diferencia de los relatos de las mujeres que, en un primer momento de las entrevistas, no reconocían los aprendizajes realizados en el marco del hotel, los hombres tendieron a referir inmediatamente a ellos. Destacaron que eran los propios compañeros del hotel quienes otorgaban una educación dentro del mismo proceso de trabajo, transmitían el oficio, en una estructura que se asemejaba a la del “maestro” y el “aprendiz”. Los varones subrayaron las habilidades adquiridas, en contraposición con el discurso de las mujeres que se desempeñaron como mucamas que presentaron sus habilidades y calificaciones como innatas (Garazi, 2014).

Así, como en otras labores, la formación para el trabajo se adquiría “haciéndolo” y no previamente en escuelas o capacitaciones formales. Esta era una característica propia de aquellas tareas en que los saberes y los saberes-hacer eran indisociables de las personas que las realizaban. En tanto, el aprendizaje se hacía únicamente por mimetismo y en relación interpersonal (Lahire, 2001). Es por ello que en los relatos es recurrente la idea de que su trabajo no requería conocimientos especiales. Los únicos saberes explicitados por los entrevistados eran los referentes a los idiomas. Tener dominio del inglés o el francés (aunque fuera la capacidad de decir algunas frases con cierta coherencia) constituía un plus, muchas veces adquirido en la escuela secundaria, para los aspirantes a trabajar en la hotelería de mayor categoría.

Para aquellos que deseaban permanecer en el sector hotelero, los ascensos eran algo esperado y se lograban luego de unos años trabajando en otros puestos del sector. La posibilidad de observar las tareas realizadas por otros compañeros u ocupar los puestos de forma esporádica (cubriendo algún horario o día determinado) iba otorgando la formación necesaria para ascender en la jerarquía. Como recordaba uno de los entrevistados que se desempeñaba como botones: “Otra cosa por la cual nos matábamos era ocupar el lugar del portero del hotel […] Había uno que se iba a tomar el té a las diez de la noche, diez y media de la noche, y nos dejaba estar ese rato, era impresionante lo que significaba para nosotros ese rato porque la puerta de entrada del hotel era también un negocio, desde el punto de vista de los ingresos.”[28]

Esta cita da cuenta de dos cuestiones. En un nivel más explícito se advierten las diferencias, en términos de ingresos económicos, que un trabajador percibía respecto a los distintos puestos del sector. En otro nivel, el relato evoca tanto el deseo de ocupar temporalmente un puesto superior como la posibilidad de hacerlo. Durante las décadas que comprende esta investigación, compartir el espacio y las tareas cotidianas brindaba la formación necesaria para poder desplazarse de un puesto a otro y realizar las tareas que implicaban cada uno de ellos. Asimismo, la “rotación” entre los puestos proporcionaba una capacitación que permitía entender el funcionamiento general del sector aspirando, con el paso de los años y luego de haber tenido un buen desempeño en otros puestos, acceder a un puesto de mayor jerarquía. Ahora bien, ¿qué significaba ocupar cada puesto?, ¿cómo era valorado cada uno?, ¿qué características debían presentar sus trabajadores?, ¿qué sentidos se le atribuían?, ¿qué lugar ocupaban en el marco del sector, del hotel y de la sociedad en general?

Ser y parecer

Según los mismos trabajadores, un buen conserje debía ser una persona educada, amable, con buena presencia y con la suficiente capacidad para poder satisfacer todos los deseos de los clientes. Como nos dijo un entrevistado, ellos “comunicaban el hotel con el mundo exterior, conseguían cualquier cosa: mujeres, un caballo verde, un velero”.[29] Esta era una de las representaciones más comunes en torno a los conserjes, era la imagen que entre los mismos trabajadores se había formado. Sin embargo, esta percepción no era exclusiva de ellos sino que trascendía las fronteras del mundo de la hotelería y estaba presente en el imaginario social.

En los argumentos que los jueces del Tribunal de Trabajo Nº 2 esgrimieron en el marco de una demanda iniciada por un conserje hacia fines de la década de los cincuenta puede advertirse una representación similar. El conflicto se había suscitado porque el empleado del Hotel Provincial había permitido alojarse, en una misma habitación, a dos mujeres menores de edad junto a un señor con el cual no tenían ningún vínculo familiar. Cuando sus superiores, los gerentes del hotel, se enteraron de dicha situación, decidieron despedirlo. Frente a ello, el trabajador inició una demanda reclamando por lo que él consideraba su injusto despido. Al evaluar los hechos, los jueces consideraron su comportamiento como injurioso y rechazaron su reclamo.

El argumento sobre el que asentaron su sentencia se apoyaba tanto en la experiencia del trabajador como en las características que presentaba el hotel en el cual se desempeñaba y la trascendencia social que hubiera tenido si se hubiera hecho público un acontecimiento de este tipo. Es decir, su desempeño previo como gerente, contador y recepcionista de otros hoteles así como la calidad del Hotel Provincial y el hecho de que allí se hospedaran las primeras figuras de los círculos gubernamentales, políticos, diplomáticos y comerciales del país explicaban, según los jueces, el carácter indecente de su comportamiento. Además, “la especialización [como recepcionista] consecuentemente exige capacitación, y en el cargo de recepcionista hechos como el que motivó el despido hoy discutido, deben tener de inmediato la valoración justa, que no se puede exigir a un mozo de cordel o peón de cocina”.[30]

Como puede observarse, la imagen que debía presentar un conserje o el comportamiento esperable no eran los mismos que se les exigía a los empleados que ocupaban otros puestos dentro del hotel. Los argumentos de los jueces que pueden observarse en la cita anterior dan cuenta de la posición jerárquica que ocupaban los conserjes, considerándolos responsables frente a los huéspedes, a sus superiores (gerencia/dueños) y a la “imagen pública” de todo aquello que acontecía en el hotel erigiéndose como garantes del decoro y la moral.

Una cuestión muy importante en este puesto de trabajo no sólo era “ser” conserje sino “parecer” (lo mismo puede decirse para otros puestos como los mozos, chefs, etc.). El uniforme permitía identificarlo –e identificarse– como tal, brindaba información sobre el trabajador que lo utilizaba.[31] Al estar en permanente contacto con los sectores más acomodados de la sociedad, los hoteles de lujo exigían que sus empleados contaran con una excelente presencia. Diariamente se controlaba desde la prolijidad en la barba de los trabajadores o de sus uñas, hasta el brillo de los zapatos, pasando por la limpieza y planchado del cuello de la camisa y demás detalles del uniforme. En los hoteles de mediana categoría, la buena presencia también era una cualidad altamente valorada aunque probablemente se regía con parámetros menos estrictos. En cambio, en aquellos hoteles pequeños manejados por los miembros de una familia o por pocos empleados, el uniforme no adquiría centralidad y hasta podía estar ausente. Los trabajadores que se desempeñaron en este último tipo de hotel prácticamente no refirieron a esta cuestión y, si lo hicieron, ocupó un lugar más bien menor en su relato.

Los manuales de hotelería también hacían referencia a la apariencia que debían presentar los trabajadores y trabajadoras. Si bien comenzaron a aparecer hacia la década de los setenta contribuyendo a una paulatina profesionalización de la actividad, los modelos de trabajador que prescribían eran construidos sobre algunos de los aspectos que caracterizaron a los trabajadores desde décadas anteriores. En ese sentido, según un manual editado a fines de los setenta en México y el que, según un entrevistado, circulaba en Argentina en los ochenta, para ser un buen empleado de recepción se requerían tres cualidades: educación, preparación y presentación (Báez Casillas, 1979). En otro texto del mismo autor, se daba una serie de recomendaciones para garantizar la buena presencia de los empleados. Debían bañarse diariamente antes de entrar al trabajo, no usar lociones o perfumes muy fuertes, presentarse al trabajo bien rasurados (afeitados), lavarse el pelo por lo menos dos veces por semana y, en caso de tener caspa, usar algún medicamento especial. Aunque no todos los hoteles permitían usar bigote, en caso de permitirlo debía usarse corto y prolijo. Asimismo debían lavarse los dientes diariamente y conservar buen aliento evitando los alimentos como ajo o cebolla y fumar. Además debían lucir el uniforme y prendas de vestir bien lavados y planchados, la corbata anudada (en el caso en que se usara) y los zapatos lustrados. Otro punto clave en la apariencia de los trabajadores era la postura ya que, según el manual, era uno de los aspectos que más llamaba la atención de los clientes. Para ello era importante, entre otras cosas, no sentarse en los escritorios, no apoyarse en las paredes y no colocar las manos dentro de los bolsillos ya que eran actitudes que causarían mala impresión (Báez Casillas, 1985a). Como puede observarse, el manual refería únicamente a trabajadores masculinos, asumiendo que sólo los hombres ocupaban esos puestos (véase imagen 1).

 

Imagen 1. Fuente: Conserjería Hotel Mendoza, Belgrano 2451, Mar del Plata. Sin fecha. Inv. 8001. Blog Fotos de Familia del Diario La Capital de Mar del Plata. Recuperado de http://www.lacapitalmdp.com/contenidos/fotosfamilia/fotos/8001

 

En esa fotografía aparecen retratados tres conserjes de un hotel de, aparentemente, mediana categoría. En ella se destaca la elegancia y la prolijidad que debía resaltar la figura masculina en el sector de la recepción. Los tres trabajadores aparecen con su cabello corto y muy bien peinado. El único que cuenta con bigote lo tiene prolijamente recortado. Todos presentan un uniforme muy similar que varía en el color de los chalecos y sacos. Además, la expresión facial y corporal de los trabajadores transmite seriedad al mismo tiempo que amabilidad, valores altamente destacados en el sector hotelero. Si comparamos esta imagen con las que aparecen después, observamos que quienes aparecen retratados son hombres adultos –en contraposición a los otros que son jóvenes–, lo que podría estar dando cuenta de la trayectoria de ascenso esperable en los puestos dentro del sector (véanse imágenes 2-4).

 

Imagen 2. Fuente: Cadetes del Hotel Bristol. 1933. Inv. 4155. Blog Fotos de Familia del Diario La Capital de Mar del Plata. Recuperado de http://www.lacapitalmdp.com/contenidos/fotosfamilia/fotos/4155

Imagen 3. Fuente: Cadetes del Hotel Nogaró. C. 1930. Inv. 7481. Blog Fotos de Familia del Diario La Capital de Mar del Plata. Recuperado de http://www.lacapitalmdp.com/contenidos/fotosfamilia/fotos/7481

Imagen 4. Dibujo de un botones. Fuente: Hotelería y Turismo (1970).

 

A diferencia de la fotografía de los conserjes, en estas imágenes en las que aparecen representados cadetes observamos trabajadores jóvenes, que no superan los quince o 16 años. Si bien las fotografías corresponden a un periodo anterior al que abarca el presente artículo, al ponerlas en diálogo con otras fuentes podemos afirmar que, durante largas décadas el trabajo en estos puestos recayó sobre el mismo grupo etario. A pesar de la distancia temporal que existe entre las fotografías y el dibujo presente en el manual de hotelería, en las tres imágenes pueden observarse uniformes que guardan similitud: chaqueta en la que se destacan los botones, pantalón, zapatos o botas y algún tipo de gorra cubriendo la cabeza.

Dentro de la hotelería en general, y dentro de cada sector en particular, el uniforme permitía marcar las jerarquías y diferenciar el lugar que cada trabajador ocupaba dentro de ese mundo. El uniforme era un elemento simbólico que, además de facilitar el reconocimiento del puesto de trabajo y las tareas desarrolladas, producía un sentido de la posición que se ocupaba tanto para el trabajador mismo como para los otros, era un elemento de distinción y prestigio masculino tanto dentro del hotel como fuera (Bourdieu, 1988; Grignon y Passeron, 1991).

En ese sentido, un entrevistado al referir a sus comienzos como mensajero, en lugar de mencionar las tareas que debía realizar que, de alguna manera, definían al puesto de trabajo, dijo: “nosotros éramos mensajeros. Los mensajeros usábamos un pantalón verde con una rayita… una chaquetita blanca con botones dorados, guantes y teníamos que salir a hacer los mensajes así, no podíamos ir a cambiarnos para salir a la calle.”[32]

En una línea similar, otro entrevistado destacó que:

ser botones era… el uniforme lleno de botones. Yo me acuerdo que teníamos un uniforme que tenía 54 botones que había que lustrarlos con unas maderas que tenían una ranura y se lustraban con Brasso [marca de un conocido pulidor de metales]. El uniforme de botones había que tenerlo impecable […] todo lo demás era una cuestión con mucha disciplina del aspecto, de la forma de tratar a la gente.[33]

Es decir, para los mismos trabajadores el uniforme que utilizaban o la forma de arreglarse, era un medio para definirse como tales y, asimismo, marcar su posición. En los fragmentos citados los entrevistados se expresaron en un tono un tanto burlón, ridiculizando a través de su discurso su propia apariencia con dicha vestimenta. Como se observa en las imágenes anteriores, tanto las fotografías como el dibujo presentan las figuras de trabajadores jóvenes, luciendo su uniforme con una cantidad importante de botones. Para este puesto, el uniforme no era un aspecto menor. Además de convertirse en el símbolo de su puesto de trabajo, le otorgaba su denominación.

La vestimenta tenía un significado que trascendía el marco del hotel o el entorno familiar. Sentencias judiciales de la época dan muestra de la importancia que tenía el uniforme al momento de definir o identificar a un trabajador. En mayo de 1967, motivado por su despido, un empleado inició un juicio a la empresa hotelera en la que trabajaba desde diciembre de 1965. Para dirimir su categoría, en el marco del juicio, además de hacer referencia a las tareas que concretamente realizaba se analizó de qué manera iba vestido. Mientras el demandante sostenía ser conserje, los jueces determinaron su calidad de empleado administrativo tanto por las tareas que efectuaba (confección del libro de sueldos y jornales, el libro de caja, facturación y cobro de servicios), como por su uniforme: saco negro, camisa blanca, chaleco gris, corbata gris y pantalón de fantasía. Este traje, sostuvieron, era propio de un empleado administrativo. En el hotel en que se desempeñaba el trabajador, el uniforme de portero, ascensorista, conserje, etc., era con galones y gorra y con el nombre del hotel bordado. En cambio, el traje del empleado administrativo no tenía vivos ni leyenda.[34]

El puesto de telefonista era el único del sector que en los manuales contaba con recomendaciones estéticas pensadas en torno a la figura femenina y con imágenes de mujeres (véase imagen 5).

 

Imagen 5. Dibujo de una telefonista. Fuente: Hotelería y Turismo (1970).

 

 Además de señalar la necesidad de bañarse diariamente antes de entrar a realizar sus labores, usar ropas limpias, planchadas y bien hilvanadas, evitar el uso de fragancias fuertes, se destacaba la importancia de lavarse perfectamente la boca para evitar contagios al emplear el equipo de la operadora, evitar peinados extravagantes ya que dificultaban la colocación de los equipos y evitar, en lo posible, maquillajes exagerados.[35] En este puesto, además, había una especial preocupación por las posturas y hábitos producto de los problemas de salud que podría acarrear este trabajo.[36] Así, sugerían a las trabajadoras sentarse en forma erecta para evitar problemas en la columna vertebral por malas posturas y, debido a que la telefonista estaba largos periodos sentada, se recomendaba cruzar una pierna sobre la otra y alternarlas para ayudar a una postura correcta (Báez Casillas, 1985b).

La imagen de los trabajadores y trabajadoras era tan importante en este sector que los manuales, a pesar de reconocer la posibilidad de variantes según cada establecimiento hotelero, intentaban estandarizar tanto la figura que debían presentar los empleados como sus comportamientos en torno a determinadas nociones de elegancia, salud y bienestar. En algún sentido, se entendía que la apariencia física del trabajador exteriorizaba aspectos de su personalidad y del servicio que era capaz de ofrecer a los huéspedes.

En estos casos, la cuestión de la vestimenta era central porque visibilizaba también para los “otros” el lugar que se ocupaba en el hotel, en el mercado de trabajo y, en cierto sentido, en la sociedad. El uniforme operaba como un signo que expresaba sentidos en torno al trabajo y, en tanto, representaciones con cierta carga valorativa sobre quienes lo realizaban (Hall, 1997; Lurie, 1994; Saulquin, 2006, 2010). Así, la indumentaria se erigió como un factor importante para la formación de la identidad de cada trabajador. La “buena presencia” se convirtió en una marca de estatus social para los trabajadores de este sector particular del hotel ya que actuó como un elemento de diferenciación tanto al interior del hotel como de los sectores asalariados en general.

Tanto los manuales como los relatos presentes en entrevistas o sentencias judiciales dan cuenta de que los trabajadores “educaban” su cuerpo. Sus gestos, actitudes, los comportamientos eran construidos socialmente en el espacio laboral, producto de procesos de aprendizaje e imitación (Mauss, 1973). Como ha sostenido Graciela Queirolo, la “buena presencia” la portaban los(as) empleados(as), no los(as) obreros(as) o trabajadores(as) manuales, por lo tanto, constituyó un elemento que asignaba prestigio a los sectores asalariados que la lucían, colaborando, simbólicamente, con la movilidad social ascendente (Queirolo, 2014). Las formas de arreglar el cuerpo, los movimientos y comportamientos deseables de los trabajadores y trabajadoras fueron el resultado de interacciones sociales (Goffman, 2006) y fueron partícipes tanto en su formación como en la producción y reproducción de estereotipos y de subjetividades, inseparables de los modos de ser varón y mujer imperantes en las décadas centrales del siglo XX.

Consideraciones finales

El hotel era un espacio de trabajo compartido por hombres y mujeres. El ideal de complementariedad entre ambos, construida sobre el presupuesto de que existían tareas, espacios y ocupaciones diferenciadas para cada uno de ellos, organizó el trabajo dentro del hotel así como el arreglo corporal, movimiento, habilidades y despliegues de los(las) trabajadores(as). Más allá de la heterogeneidad que caracterizó al sector hotelero de la ciudad de Mar del Plata, el modelo ideal de trabajo en hotelería, le asignaba espacios y trabajos específicos a cada uno. La recepción y conserjería, particularmente, fue uno de los sectores en que se concentraban mayoritariamente hombres y, en tanto, construido en términos masculinos (independientemente de quién efectivamente realizara el trabajo).

En este artículo hemos intentado mostrar el carácter sesgado de la asociación entre servicios y mujeres, destacando la importancia que adquirían en este contexto los varones. Los puestos de mayor visibilidad y contacto con los clientes eran ocupados por hombres de las más variadas edades, de acuerdo con el cargo ocupado y a las tareas realizadas. En este artículo reconstruimos algunas de las formas en que se organizaba el trabajo, tratando de dar cuenta de la diversidad que caracterizaba a la hotelería marplatense. Focalizamos las tareas, los saberes y las habilidades implicadas y observamos cómo la masculinización del sector incidió en su jerarquización.

Los registros analizados dieron cuenta de ideas y sentidos comunes que atravesaban el trabajo en el sector de la recepción y conserjería y, en tanto, a sus trabajadores. Estos se erigieron como el recurso principal dentro de un proceso de trabajo en el que, en términos de un entrevistado, “se vendía atención y, además, una habitación bien equipada y servicios. Pero esos servicios [eran] brindados por gente”.[37] Como puede observarse, lo primero que se destaca en dicho fragmento es la cuestión de la atención al cliente y el papel que en él cumplían los trabajadores. El alojamiento y demás servicios ofrecidos por el hotel perdían su valor o carecían de sentido si quien los ofrecía no estaba a la altura de las circunstancias. De esta forma la cuestión de la presencia, la imagen, la simpatía, la amabilidad y el respeto se erigieron como cualidades centrales esperables de los trabajadores que se ocupaban en esta área de la hotelería y, al mismo tiempo, se constituyeron como símbolos de la jerarquía y prestigio masculino dentro de los sectores asalariados.

Lista de referencias

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Otras fuentes

Archivos

APSUTTHG   Archivo Privado Sindicato Unión de Trabajadores del Turismo, Hoteleros y Gastronómicos de la República Argentina, Mar del Plata-Argentina.

ATTN2                       Archivo del Tribunal de Trabajo Nº 2. Mar del Plata, Argentina.



* Una versión de este texto ha sido discutida en el marco del Taller de Tesis II del Doctorado en Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Nacional de Quilmes. Agradezco los comentarios y aportes allí recibidos y en especial a la lectura de Carolina Biernat, Jesús Jaramillo y Graciela Queirolo, de cuyas sugerencias este trabajo se vio altamente beneficiado. Asimismo, agradezco los comentarios y sugerencias de los(as) evaluadores(as) anónimos de Secuencia. Revista de Historia y Ciencias Sociales.

 

[1] Entrevista al señor Manuel realizada el 8 de marzo de 2016, por Débora Garazi, Mar del Plata, Argentina.

 

[2] Entrevista al señor Adrián realizada el 26 de abril de 2016, por Débora Garazi, Mar del Plata, Argentina.

 

[3] Mar del Plata constituye la ciudad cabecera del partido de General Pueyrredón.

 

[4] Cecilia Allemandi (2017) ha mostrado que las tareas de los servidores domésticos, hasta principios del siglo XX, también se encontraban divididas y organizadas según el género de los trabajadores. Mientras las mujeres se desempeñaban como amas de leche, amas de llaves, costureras, lavanderas, niñeras, planchadoras, los hombres lo hacían generalmente como mucamos, valets, chefs, pinches, cocheros, porteros, jardineros.

 

[5] Para acceder a las experiencias de los trabajadores y trabajadoras apelamos a relatos de vida construidos a través de entrevistas de carácter abierto. Contamos con 25 entrevistas realizadas a personas vinculadas con el mundo de la hotelería durante el periodo analizado. Para contextualizar dichas experiencias hemos utilizado: Convenios Colectivos de Trabajo para la Industria Gastronómica y Hotelera Zona Atlántica, vigentes durante el periodo de estudio; sentencias judiciales dictadas por el Tribunal de Trabajo Nº 2 de la ciudad de Mar del Plata (consultamos todas las sentencias que se conservan en el archivo del tribunal dictadas entre 1958 y 1990); manuales de hotelería de la época que nos permitieron reconstruir la forma en que se concebían estos trabajos y a los trabajadores que los desarrollaban. Aunque algunos de ellos eran editados en el extranjero y no podemos establecer a ciencia cierta qué nivel de circulación tenían en el ámbito local, menos aún entre los trabajadores, las formas en que accedimos a ellos nos permiten sospechar que respondían a preocupaciones locales en torno a los modos de organizar el trabajo en el sector hotelero (algunos de ellos pertenecían a entrevistados y nos los facilitaron en el marco de las entrevistas y otros formaban parte del acervo de la Biblioteca Municipal “Leopoldo Marechal” del partido de General Pueyrredón); imágenes y fotografías de trabajadores del sector.

 

[6] Para una historia del desarrollo hotelero marplatense y su relación con el contexto político, económico y social, véase Pastoriza (2008); Pastoriza y Torre (1999).

 

[7] La riqueza y utilidad de la noción de género radica en su referencia a los aspectos relativos de las definiciones de feminidad y masculinidad y a las relaciones de poder que se generan en todos los ámbitos de la vida social (Scott, 1999).

 

[8] Una advertencia similar ha realizado Carolyn Steedman (2013) para el caso del servicio doméstico en la Inglaterra del siglo XVIII. La autora ha señalado los riesgos de prestar demasiada atención al rótulo que se daba a un sirviente (valet, cocinero, lacayo, sirviente, muchacho, empleada) como si este fuera algún tipo de guía sobre lo que realmente hacían en cuanto a trabajo se refiere.

 

[9] Entrevista al señor Claudio realizada el 29 de abril de 2016, por Débora Garazi, Mar del Plata, Argentina.

 

[10] Entrevista al señor Horacio realizada el 12 de mayo de 2016, por Débora Garazi, Mar del Plata, Argentina.

 

[11] Entrevista al señor Horacio, entrevista citada.

 

[12] Hotelería y turismo (1970).

 

[13] En Argentina el término cadete, además de referir a una categoría militar, es utilizada para referir a un hombre, en general joven, que tiene por oficio realizar gestiones de mensajería interna o externa de una empresa.

 

[14] En una línea similar, para el caso del trabajo doméstico no remunerado, algunos estudios feministas y de género han destacado que los hombres perciben y entienden su participación en dichas tareas en términos de “ayuda”, posicionando a este trabajo en un lugar de menor jerarquía y bajo responsabilidad de las mujeres (Borderías y Carrasco, 1994).

 

[15] Entrevista a la señora Graciela realizada el 9 de abril de 2015, por Débora Garazi, Mar del Plata, Argentina.

 

[16] Convenio Colectivo de Trabajo para la Industria Gastronómica y Hotelera, Zona Atlántica. Vigente entre el 1 de mayo de 1956 y el 30 de abril de 1958, consultado en revista HOPEBAR, Mar del Plata, diciembre de 1957. Los distintos CCT de las décadas correspondientes a nuestra investigación mantienen la misma reglamentación, actualizando únicamente los salarios de los trabajadores.

 

[17] El 4 de septiembre de 1945 la Secretaría de Trabajo y Previsión sancionó el derecho al denominado “laudo gastronómico”. Allí se establecía que, además de un salario fijo, los(las) trabajadores(as) recibirían un porcentaje de la ganancia de los establecimientos donde se desempeñaran. Al mismo tiempo se prohibía la percepción de propinas (lo cual nunca se efectivizó ya que era una práctica fuertemente arraigada en la sociedad. Al respecto véase Garazi (2016).

 

[18] Expediente 4519, 1968. Archivo del Tribunal de Trabajo N° 2 (en adelante ATTN2), Mar del Plata, Argentina.

 

[19] En hoteles categorías “Especial” se distribuía 24% de los ingresos; categoría “A”, 23%; categoría “B”, 21%; categorías “C” y “D”, 20%; y en Pensiones hasta doce habitaciones, 18 por ciento.

 

[20] La Ley 5.291 de 1907 sobre el trabajo de mujeres y niños prohibió emplear mujeres o menores de 16 años en trabajos nocturnos desde las 21 horas hasta las 6 horas del día siguiente. La Ley 11.317 de 1924, modificatoria de la anterior, mantuvo dicha prohibición. Allí se estableció que, exceptuando ciertos rubros (servicios de enfermería y domésticos y empresas de espectáculos nocturnos), no se podría ocupar a mujeres ni a menores de 18 años en trabajo nocturno, entendiéndose por tal el comprendido entre la hora 20 hasta las 7 del día siguiente en invierno y las 6 en verano.

 

[21] Recién en 1991 con la aprobación de la Ley 24.013 que en su artículo 26 derogó el art. 173 de la Ley de Contrato de Trabajo, se dio fin a esta prohibición.

 

[22] Diversas investigaciones han mostrado que las mujeres se han ocupado en empleos en los que su trabajo puede entenderse en términos de mediación o intermediación: dactilógrafas, telefonistas, cajeras, vendedoras de comercio, etc. El empleo en el sector terciario fue entendido como idóneo para las mujeres porque implicaba tareas que requerían las virtudes femeninas (sensibilidad, delicadeza) y, a diferencia del trabajo en las fábricas, no afectaban tanto a los cuerpos porque no las exponían ni a esfuerzos físicos ni a sustancias tóxicas. Véase Queirolo (2014).

 

[23] Convenio Colectivo de Trabajo para la Industria Gastronómica y Hotelera (CCT) 125/90. Archivo Privado Sindicato Unión de Trabajadores del Turismo, Hoteleros y Gastronómicos de la República Argentina (en adelante APSUTTHGra), Mar del Plata, Argentina.

 

[24] Entrevista al señor Juan realizada el 16 de julio de 2014, por Débora Garazi, Mar del Plata, Argentina.

 

[25] Allí se estableció que el jefe de recepción estaba a cargo de la dirección de todo el personal de recepción y portería. Su responsabilidad era tomar reservas de habitaciones, llevar el control de habitaciones vacías y en uso, recibir a los huéspedes y asignarles alojamiento, mantener informado a otros sectores del establecimiento sobre el movimiento de huéspedes y efectuar la facturación. El recepcionista tenía funciones similares a aquel, excepto aquellas tareas vinculadas a la dirección del personal del sector; asimismo se establecía que debía actuar bajo la supervisión del jefe de recepción o del principal. El conserje colaboraba con el recepcionista y lo sustituía cuando era necesario. Era encargado de la correspondencia, pequeñas encomiendas y encargos especiales de los pasajeros. Era depositario responsable de las llaves de las habitaciones; además llevaba el Registro de Pasajeros y era responsable de todas las tareas del área. Era de su incumbencia la dirección del personal de portería, debiendo procurar que el mismo cumpliera diligentemente sus funciones específicas. El portero estaba a cargo de la puerta del establecimiento, siendo su obligación colaborar en forma directa con los recepcionistas y/o conserjes. En los establecimientos de categorías “C” y “D” era el encargado de todos los trabajos de portería y/o recepción. Auxiliar de portería era todo aquel personal que dependiera del jefe de recepción, recepcionista, conserje principal, conserje o portero, según la categoría del establecimiento. Dicho personal, sin perjuicio de los trabajos específicos que se le encargaran, debía cumplir indistintamente cualquiera de las tareas asignadas que correspondieran al sector. Entre ellos se encontraban bagajista (transportaba los equipajes de los pasajeros), ascensorista (empleado que manejaba los ascensores y, en ausencia del bajagista, debía llevar los equipajes de los pasajeros hasta sus habitaciones), mensajero (llevaba todos los mensajes del establecimiento y de los pasajeros), portero de coche y/o garajista (estacionaba los vehículos en la playa de estacionamiento), cadete (colaboraba en portería con todo el personal de la misma), guardarropista (encargado del guardarropas), jefe de telefonista (encargado del sector en aquellos establecimientos que lo estimaran necesario para un mejor servicio) y telefonista (operaba los conmutadores telefónicos, telex o telefax, para servir necesidades de los clientes y del establecimiento; solicitaba las llamadas de larga distancia y las registraba, al igual que las urbanas a efectos de su facturación).

 

[26] CCT 125/90. APSUTTHGra, Mar del Plata, Argentina.

 

[27] Entrevista al señor Manuel realizada el 8 de marzo de 2016, por Débora Garazi, Mar del Plata, Argentina.

 

[28] Entrevista al señor Claudio, entrevista citada.

 

[29] Entrevista al señor Claudio, entrevista citada.

 

[30] Exp. 795, 1959. ATTN2, Mar del Plata, Argentina.

 

[31] Ava Baron y Eileen Boris (2007) han sostenido que el cuerpo es una categoría útil para la historia de la clase trabajadora a través de la exploración de cómo los cuerpos están constituidos por y constituyen el lugar de trabajo, a la vez que este expresa y crea determinadas relaciones de clase, raza y género. Específicamente, la cuestión de los uniformes de trabajo y sus sentidos sociales ha sido analizada para diferentes profesiones en los que el mismo adquiría centralidad en la identidad de los trabajadores y trabajadoras. Véase, entre otros Badaró (2006); Calandrón (2014); Caldo (2013); Dussel (2000); León Roman (2006); Pedetta (2014); Ramacciotti y Valobra (2010).

 

[32] Entrevista al señor Pedro realizada el 16 de mayo de 2016, por Débora Garazi, Mar del Plata, Argentina.

 

[33] Entrevista al señor Claudio, entrevista citada.

 

[34] Expediente 6498, 1969. Archivo del Tribunal de Trabajo Nº 2, Mar del Plata, Argentina.

 

[35] La cuestión del maquillaje de las trabajadoras ha sido analizado por Paula Bontempo y Graciela Queirolo (2012).

 

[36] La salud e higiene de los trabajadores y trabajadoras ha sido un eje muy importante dentro de la producción historiográfica local. Véase, entre otros (Armus, 2007; Biernat & Ramacciotti, 2013; Lobato, 2004, 2007; Nari, 2004; Ramacciotti, 2011; Recalde, 1997).

 

[37] Entrevista al señor Edgardo realizada el 7 de octubre de 2016, por Débora Garazi, Mar del Plata, Argentina.