Artículos
10.18234/secuencia.v0i107.1562
Las relaciones cívico-militares en Argentina y Uruguay: una revisión
bibliográfica de sus tempranos devenires
(1900-1930)
Civic-Military Relations in Argentina and Uruguay: a Bibliographic
Review of their Early Days (1900-1930)
Analía Goldentul1*, https://orcid.org/0000-0003-0046-9987
1Universidad de Buenos Aires, Argentina, Grupo de Estudios de Sociología
Histórica de América, agoldentul@yahoo.com.ar
Resumen:
Este trabajo se propone realizar una revisión
bibliográfica sobre los cambios operados en la esfera de las relaciones
cívico-militares en Argentina y Uruguay durante las primeras tres décadas del
siglo XX. A través de una perspectiva histórica y
comparativa se revisan los factores explicativos que distintos historiadores y cientistas sociales privilegiaron para dar cuenta de las
condiciones de acumulación de poder de las fuerzas armadas, en un periodo en el
que estas atravesaron importantes cambios internos (doctrinarios y
organizacionales) y externos (referidos a las relaciones que mantuvieron con el
sistema político y la sociedad civil). La hipótesis que guía el análisis
sugiere que entre 1900 y 1930 las fuerzas armadas argentinas lograron
constituirse en un poder militar, mientras que en
Uruguay las mismas tendieron a ser relegadas de la escena política y social.
Palabras clave: relaciones cívico-militares; poder militar; ejércitos; Argentina;
Uruguay.
Abstract:
The aim of this paper is to
undertake a bibliographic review of changes in the sphere of civil-military
relations in Argentina and Uruguay during the first three decades of the 20th
century. A comparative, historical and perspective is used to revisit the
explanatory factors several historians and social scientists have used to
explain the conditions underlying the accumulation of power of the armed forces
during a period when they underwent significant internal (doctrinal and
organizational) and external changes (regarding the relations they maintained
with the political system and civil society). The hypothesis guiding the
analysis suggests that between 1900 and 1930, the Argentinean armed forces
became a military power whereas in Uruguay they
tended to be relegated from the political and social
scene.
Keywords: civic-military relations; military power; armies;
Argentina; Uruguay.
Recibido: 27 de octubre de 2017 Aceptado: 21 de mayo de
2018
Publicado: 5 de febrero de 2020
Introducción
El 6 de septiembre de 1930, un sector del ala nacionalista
del ejército encabezó el primer golpe de Estado en Argentina bajo el liderazgo
del teniente general José Félix Uriburu. Con ello se
inauguró lo que Sidicaro (2013) llamó “República
militar”: un largo periodo entre 1930 y 1983, signado por experiencias de poder
“originadas en golpes militares y clausuradas mediante iguales procedimientos”
(p. 1). Tres años más tarde, en 1933, tuvo lugar el primer quiebre
institucional en Uruguay. Este, sin embargo, no fue ejecutado por el ejército,
sino por la policía y los bomberos.
¿Qué factores contribuyen a explicar el hecho de que en
Argentina fue el ejército la fuerza que encabezó el primer golpe de Estado,
mientras que su homólogo uruguayo, en 1933, permaneció en los cuarteles? Esta
pregunta-problema nos invita a interrogarnos por los diferentes modos de acumulación
de poder militar en ambos países durante las primeras tres décadas del siglo XX. Partiendo de la distinción analítica que propone
Alain Rouquié (1981) entre actores militares que
gozan de poder y actores militares que, aglutinados institucional y corporativamente,
logran constituirse en un poder militar, se
sostiene a modo de hipótesis que las diferentes condiciones institucionales,
políticas e ideológicas de los ejércitos en Argentina y Uruguay entre 1900 y
1930 generaron dos fuerzas con capacidad de acción y decisión distintas.
Mientras en Argentina los militares lograron constituirse tempranamente en un poder militar, en Uruguay el ejército fue progresivamente
neutralizado como tal y desplazado de la escena política.
Desde la óptica de Huntington (1964), “los métodos de
organizar y aplicar la violencia en cualquier etapa de la historia están
íntimamente relacionados a todo el esquema cultural [social y económico] de la
sociedad” (p. 90). Es en virtud de ello que la constitución de los militares
argentinos y uruguayos como grupos sociales singulares, inmersos en
determinadas ecuaciones de poder, exige examinar el complejo entramado de
relaciones entre civiles y militares. En este sentido, recuperamos la
definición que elaboró Donadio (2003) sobre el concepto
de relaciones cívico-militares, entendiéndolo como
“la dinámica de la relación existente entre determinada sociedad, expresada (y
representada) en un Estado, y el instrumento militar del mismo”. Ello incluye,
agrega el autor, “a las alternativas del diseño y ejecución de la política de
seguridad y defensa como a la relación que el aparato militar del Estado
entabla con los representantes electos” (p. 1). Una visión crítica de este
concepto fue formulada por Soprano (2010), que señaló que los estudios que
utilizan esta categoría parten de una oposición taxativa entre militares y
civiles, entendiéndolos como polos diferenciados. En el marco de este artículo
reconocemos que, aunque la distinción entre militares y civiles puede ser
simplificadora, la misma resulta útil en términos analíticos y operativos. No obstante ello, y tomando nota de esta reflexión crítica,
intentaremos dar cuenta de específicas dinámicas de imbricación entre las
fuerzas armadas y la sociedad civil, haciendo hincapié en el impacto que
tuvieron los procesos sociales, políticos y económicos en las estructuras
orgánico-funcionales de las fuerzas armadas y, a la vez, en el desempeño
cumplido por estas en el desarrollo económico-social de los países en cuestión.
Bajo estos lineamientos, el objetivo de este artículo es
revisar la bibliografía ya existente sobre el tema, desde una lectura que se
enfoque en las principales condiciones sociohistóricas
que anidaron en la configuración de poderes militares distintos en Argentina y
Uruguay durante el periodo 1900-1930. Para ello, este artículo se organiza en
tres secciones. En el primer apartado se indagan las funciones institucionales
asignadas a los ejércitos dentro del proceso modernizador de comienzos de siglo
XX. El segundo, se detiene en los pactos de
dominación del yrigoyenismo y el batllismo,
y sus relaciones de afinidad o tensión con las orientaciones
político-económicas de las fuerzas armadas. En el último apartado nos
cuestionamos sobre las culturas organizacionales e influencias ideológicas de
ambos ejércitos, examinando el peso que tuvieron los modelos militares prusiano
y francés, como también la influencia del catolicismo en las filas del ejército
argentino.
La revisión de estas dimensiones nos permitirá discutir
dos interpretaciones arraigadas en cierto “sentido común académico” a la hora
de explicar las diferencias entre casos nacionales: por un lado, la tesis de
que en Uruguay el no intervencionismo del ejército se debió a su civilismo e
integración al sistema político, y por el otro, la idea de que en Argentina la
intervención de los militares en 1930 –y en los sucesivos golpes de Estado– fue
resultado, por el contrario, de su “cultura antidemocrática” y de su falta de
integración a la sociedad civil. A lo largo del artículo veremos, para ambos
casos, que tales argumentos deben ser matizados.
Por último, y a modo de advertencia al lector, siendo que
la armada y la fuerza aérea se encontraban débilmente constituidas a comienzos
del siglo XX, el foco en este artículo está puesto
en el ejército por ser esta la fuerza que hegemonizó la cuestión militar
durante este periodo.
Los ejércitos en el proceso de modernización liberal: entre la presencia y
la ausencia de funciones institucionales claras, definidas y visibles
Durante la segunda presidencia de
Julio A. Roca (1898-1904) la vocación insurgente de la naciente Unión Cívica
Radical contra un régimen elitista que restringía los canales de acceso al
poder, revitalizó dentro de la elite gobernante el proyecto de modernizar las
instituciones estatales. En 1902 se aplicó una reforma electoral que luego
terminó siendo anulada, a la vez que se intentó sancionar, sin éxito alguno, un
código de trabajo. El papel que tendría el ejército en este proceso de
modernización se perfiló inicialmente como incierto. Hacia fines del siglo XIX los militares argentinos no gozaban de un nivel
elevado de legitimidad (Rouquié, 1981), sea por su
arcaísmo o su escasa preparación técnica. Predominaba la debilidad
institucional y el “vaciamiento ideológico”, no existiendo grandes valores, ni
fuertes convicciones o creencias que guiasen la práctica militar (Rouquié, 1981).1
Aun así, la institución militar fue incorporada al proyecto modernizador como
instrumento clave. Afectado por la falta de reglamentación en los ascensos e
indefinición en las funciones, el ejército fue sometido a una estructura
centralizada de los mandos y a una división de tareas y de áreas de competencia
(Privitellio, 2010). En esta dirección, en 1900 se
creó la Escuela Superior de Guerra como un instituto de formación superior por
el que todos los oficiales tendrían que transitar. La propia institución reconoce
actualmente, con cierto orgullo en la narrativa, haber sido parte del proceso
de modernización que tuvo lugar a principios de siglo XX:
“La creación de la Escuela Superior de Guerra no constituyó un hecho aislado en
el acontecer histórico del país y del Ejército, sino que se inserta dentro del
proceso de avanzada transformación que tuvieron todas las instituciones
argentinas a principios del siglo XX.”2
Dentro del conjunto de iniciativas, la sanción en 1901 de
la Ley 4.031 de servicio militar obligatorio constituyó un hecho bisagra, un
verdadero parteaguas en la historia de las fuerzas armadas argentinas. Si bien
esta coyuntura estuvo atravesada por conflictos con Chile por la delimitación
de la frontera, el servicio militar obligatorio fue pensado
ante todo, como sugieren Lafferriere y Soprano
(2014), “como una herramienta de integración de la población en el proceso de
construcción del Estado y la sociedad nacional” (p. 19). Del vaciamiento
ideológico y la falta de funciones claramente establecidas, el ejército
argentino se convirtió en un actor clave y en un elemento de moralización,
patriotismo y construcción ciudadana. Ante la inmigración masiva y siendo pocos
los inmigrantes que habían asumido la “argentinidad” como identidad propia
(García Fanlo, 2010), la conscripción se propuso
contrarrestar el cosmopolitanismo y neutralizar “los
virus de disolución social que vinie[ran] del viejo mundo” (Rouquié,
1981, p. 84). Como dijera un profesor civil del Colegio Militar durante una
conferencia en 1901: “el oficial siente que la nación le confía la redención
del conscripto inculto, ignorante y perverso” (p. 84).3
Tal relevancia adquirió el ejército en lo que respecta a
la seguridad interna que, cabe recordar, la obligación de cumplir con el
servicio militar obligatorio se decretó con anterioridad a la promulgación de
la ley de sufragio universal. A decir de Roque Sáenz Peña, presidente de la
nación entre 1910 y 1914, “no bastaba crear el sufragio, sino que se necesitaba
crear y mover al sufragante” (citado en Ruiz Moreno,
2010, p. 243). En este marco, la creación del servicio militar obligatorio debe
ser interpretado en clave con la función educadora que le fue asignada al
ejército a principios de siglo XX: crear al
ciudadano para luego concederle el derecho a votar (Mallimaci,
2007). Además, lejos de aislarse, las tareas “civilizatorias” encomendadas al
ejército por los sucesivos gobiernos lo conectaron muy estrechamente con el
resto del universo social. En palabras de Privitellio
(2010): “Al circular por los cuarteles de todo el país, al recibir cada año a
una nutrida cantidad de jóvenes conscriptos y al interactuar con las sociedades
locales del interior, los oficiales aprenden a conocer muchas realidades y a
interactuar con ellas” (p. 212).
En Uruguay, las guerras civiles entre blancos y colorados
se prolongaron hasta 1904, haciendo del ejército un actor relevante. Una vez
finalizada la etapa de conflictos bélicos internos, el pequeño país también
comenzó a transitar un proceso de fuerte modernización institucional. De ser
uno los últimos países en superar la etapa de guerras civiles internas, fue uno
de los primeros en acometer una profunda reconfiguración de su sistema político
y estructura social bajo el mando del líder colorado José Batlle y Ordoñez.
Este proceso estuvo marcado, entre otros aspectos, por la transformación del
ejército al civilismo.
Mientras en Argentina el ejército fue un factor clave en
el proceso de modernización liberal, en Uruguay, como afirmó Casal (1994), “la
profesionalización del ejército no fue una condición previa a la modernización
económica del Uruguay, sino, por el contrario, consecuencia de ella” (p. 281).
Diversas miradas confluyeron sobre la cuestión militar en este periodo. Para Riz (1970), la institución militar se transformó desde
entonces en un actor eminentemente “apolítico”. Maronna
y Trochón (1988), en cambio, sostienen que los
estrechos lazos entre el ejército y el coloradismo hicieron de la fuerza un
“ejército colorado”, limitando la profesionalización de los militares. Desde la
óptica de Real de Azúa (1969), si bien el ejército
efectivamente se conformó bajo la hegemonía del Partido Colorado, ello no
retrasó la conformación de un cuerpo profesional, técnico y obediente de la
autoridad. Prueba de ello fue la creación de institutos y reglamentaciones
militares: a la aprobación del Código Militar penal en 1884, le siguió la
fundación del Colegio Militar (1885), y ya durante el siglo XX, la creación de la Escuela Naval (1907), el Hospital
Militar (1908), la Escuela de Tiro (1915), la Escuela de Aviación (1916) y la
Dirección de la Armada (1916).
Pese a la divergencia de miradas, existe relativo
consenso entre los autores respecto a la falta de una hipótesis de conflicto
que le otorgue al ejército uruguayo una función clara y establecida dentro del
nuevo orden político (Maronna y Trochón,
1988; Paternain, 2004). En una coyuntura signada por
la ausencia de conflictos bélicos internacionales, y en la que el devenir de
las fuerzas armadas se transformaba en un “problema universal” (Bañales, 1971), tuvo lugar una serie de debates políticos y
parlamentarios en torno a la implementación del servicio militar obligatorio.
En la mirada de Rouquié (1981), el “pacifismo” del
Partido Colorado pero, sobre todo, la negativa del
Partido Nacional a que grandes sectores de población rural hicieran el servicio
militar bajo las órdenes de instructores militares, en su mayoría colorados,
son factores que contribuyen a explicar la no obligatoriedad del servicio
militar en Uruguay. Maronna y Trochón
(1988), en cambio, desarrollaron una lectura cualitativamente distinta. Según
las autoras, el Partido Nacional militó a favor del carácter obligatorio, pues
veía en el servicio militar un medio para restar la influencia de los colorados
y “blanquear” el ejército, mientras que el batllismo
lo consideró una medida fútil en un país pequeño y sin conflictos exteriores.
Para documentar esta lectura anclada en la premisa de un ejército percibido por
el coloradismo como innecesario, las autoras citaron una intervención del
general de división Roberto Riverós, ministro de
Guerra colorado entre 1921 y 1923, quien a mediados de la segunda década del
siglo XX sostenía que: “Con el servicio militar
obligatorio el ciudadano ve en el ejército un factor de perturbación en su
vida, ve el organismo que le roba el descanso, que le trastorna su trabajo, que
lo llena de cargas impositivas, y ve en cada oficial y en cada jefe la
representación de la odiada tiranía disciplinaria.”4
En sintonía con esta perspectiva, según Bañales (1971), uno de los obstáculos principales a la hora
de promover el servicio militar obligatorio tuvo que ver con su escasa
necesidad en tanto factor moralizador y educador. Ya en aquella época la
educación resultaba accesible para una mayoría considerable de habitantes,
teniendo Uruguay el índice de analfabetismo más bajo de América Latina. De
acuerdo con esta lectura, la incertidumbre sobre el devenir de las fuerzas
armadas en el nuevo orden tenía su origen, menos en la ausencia de conflictos
bélicos internacionales, que en la falta de un papel claro dentro de la
sociedad uruguaya.
Más allá de esta diversidad de miradas, la ausencia del
servicio militar obligatorio en Uruguay marcó a fuego la constitución de las
fuerzas armadas, disminuyendo su capacidad de acercamiento a la población. Así,
durante el auge, desarrollo y crisis del batllismo,
los militares, aunque fundidos en el respeto al orden democrático y los valores
propios del liberalismo político, fueron gradualmente vaciados de funciones
“visibles, aceptables y efectivas”. A ello se le sumó una reforma estructural
dentro del ejército uruguayo implementada por Batlle, consistente en dispersar
los mandos y rotar a sus titulares a fin de evitar cualquier intento de golpe
de Estado. Ello contrastó con el fuerte verticalismo que siguió conservando el
ejército argentino.
Las políticas de promoción de la carrera militar también
fueron diferentes en ambos países. En Argentina, el Estado intentó promover el
ingreso a carrera militar haciendo públicos los notorios beneficios económicos
que tal decisión traería al cadete y a su familia. En el programa oficial del
Colegio Militar 1916 se prometía que: “desde el momento de su incorporación,
los cadetes becados son sostenidos por el gobierno de la nación, quien provee
su alimentación, vestuario, equipo, libros y útiles de estudio, asistencia
médica, etc., sin que el cadete o su familia tengan necesidad de efectuar
ningún gasto”.5
En Uruguay, las exiguas condiciones de vida que ofrecía
el Colegio Militar, sumado al incipiente resplandor de las profesiones
liberales, hicieron de la carrera militar una decisión poco prometedora (Bañales, 1971). En este marco de debilitamiento del
ejército uruguayo, sostiene Paternain (2004), la
violencia ya no sería para los militares uruguayos “un objeto de
experimentación sino de evocación” (p. 91). “Esclerosamiento
institucional”, “formalización con pérdida de contenidos”, “conciencia del atraso
técnico y nominalidad”, “horizontes mortecinos” y “amargura” son algunas de las
palabras que utiliza Real de Azúa (1969) para
describir el estado del ejército en una época en que, de acuerdo con López Chirico (1985), la sociedad empezó a prescindir enteramente
de ellas. Retomando a Paternain (2004), “los tiempos
de paz en el Uruguay democrático fueron para las FF. AA. de marginalidad
vegetativa” (p. 91), experimentando, según Maronna
y Trochón (1988), un estado de “ocio” del cual
difícilmente pudieron salir.
La suspensión de los militares uruguayos como actor
relevante también se hizo patente en las tareas auxiliares que durante la
década de los veinte se les empezó a asignar, tales como “cumplir guardias en
hospitales, cárceles, bancos, reprimir el contrabando fronterizo o los
conflictos obreros […] construir obras públicas y hasta combatir plagas de
langostas” (Maronna y Trochón,
1988, p. 87). A su vez, se dio un peculiar proceso de transformación del
ejército en actor policial ante la necesidad de agentes de seguridad que
custodiasen las calles (Maronna y Trochón,
1988). Siendo que el trabajo de las fuerzas policiales era mejor remunerado –y por ende, más costoso–, convenía recurrir a las fuerzas
armadas para aminorar los gastos en seguridad. La policía fue adquiriendo mayor
importancia en la vida cotidiana de Uruguay y, por ende, allí fueron destinadas
mayores partidas presupuestarias. Incluso, algunos medios gráficos de la época
sacaron a relucir esta diferencia entre militares y policías comparando la
vestimenta entre ambas fuerzas de seguridad: “Un oficial (‘a quien la ropa le
llora’, es un pobre embolsado con más o menos arrugas) [difiere de] un policía
(‘a quien la ropa le sienta, lo hace elegante, le da porte marcial. Desde el
collarín hasta el pantalón todo es impecable’)” (Maronna
y Trochón, 1988, p. 88).
Las escasas fuentes y referencias bibliográficas sobre el
ejército uruguayo a comienzos de siglo XX también
parecen convalidar la tesitura de su desplazamiento o anulación como actor
histórico. A ello se refiere el ya citado Bañales
(1971) cuando sostiene que:
El aislamiento de los militares uruguayos de la vida
política y los centros de poder, mantenido hasta hace pocos años, constituye
una explicación nada desdeñable para la carencia casi total de estudios
contemporáneos sobre el papel de las Fuerzas Armadas del país […]. No es mera
casualidad que los análisis específicos de las Fuerzas Armadas del Uruguay
estén referidos al siglo pasado: dejó de escribirse de ellas cuando ellas
dejaron de escribir la historia del país (p. 277).
Pactos de dominación, ejércitos en (des)control
La pregunta por los diferentes
modos de acumulación de poder militar en Argentina y Uruguay durante las
primeras tres décadas del siglo XX también exige
considerar los proyectos de dominación política y económica que se
establecieron en el primer tercio de ese siglo. En Argentina, la promulgación
en 1912 de la Ley Sáenz Peña, de voto universal (masculino), secreto y
obligatorio,6 y la posterior asunción
a la presidencia del líder radical Hipólito Yrigoyen
(1916-1922), marcaron el comienzo de un nuevo tiempo político. La apertura de
canales de acceso a cargos políticos y burocráticos del Estado le puso fin a
una etapa signada por una angosta base social y el reclutamiento cerrado de
representantes con base en criterios de apellido, linaje, raza, tradición,
dinero, amistad, prestigio, familia y/o parentesco (Ansaldi,
1991). Para las clases acomodadas, Yrigoyen fue
percibido como un actor amenazante. Con distinta apariencia pero con similar
compostura, el líder radical se les aparecería como la reencarnación moderna
del “tirano” Juan Manuel de Rosas (Gálvez, 1951).7
Entre 1916 y 1922, a pesar de encontrarse el ejército
argentino en mejor posición que su homólogo uruguayo, empezó a salir a flote
una serie de demandas y presiones dentro de las filas castrenses hacia un
gobierno que, según ellos, los desestimaba y mantenía en un estado de
“decadencia” y “abandono” (Rouquié, 1981, p. 154).
Ciertos hechos fácticos, sin embargo, contrastan estas percepciones de
oficiales del ejército. Como bien señala Privitellio
(2010), si ya en 1912 el entonces presidente Sáenz Peña les había otorgado la
importante tarea de custodiar el proceso electoral, luego Yrigoyen
los convocó a participar en el orden sociopolítico de múltiples formas: como
agentes de represión en los acontecimientos de la Semana Trágica y la Patagonia
y, luego, al designar al general Mosconi como
director de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (ypf), la primera empresa estatal (creada en 1922)
dedicada a la exploración, explotación y distribución de petróleo. Las partidas
presupuestarias también fueron en aumento durante los años del primer gobierno
radical (Rouquié, 1981).
Más que en la falta de asignación de funciones públicas,
para Rouquié, una de las claves que permiten
comprender la entonces confrontación entre el ejército y el partido gobernante
reside en el particular modelo económico. La Ley Sáenz Peña y el ascenso de Yrigoyen a la presidencia generaron un régimen político,
mas no una crisis de Estado (Ansaldi, 1991). Aunque
el radicalismo implementó un verdadero proceso de modernización en el campo
político, las bases económicas del modelo agroexportador permanecieron intactas
e incuestionadas. En este marco, el liberalismo económico comenzó a generar
fuertes rispideces dentro de algunos sectores del ejército que aspiraban a la
creación de industrias de guerra, con la meta de alcanzar cierta autonomía en
la defensa nacional. Las aspiraciones nacionalistas del ejército empezaron a
ser incongruentes con un gobierno que se ubicaba en las antípodas del
industrialismo. Para sanar esta incompatibilidad, el propio Yrigoyen
(1953) le aconsejó al ejército no adelantarse, sino estar a tono con las
circunstancias políticas y económicas del país: “El Poder Ejecutivo considera
que las instituciones armadas deben guardar armonía con el desenvolvimiento
natural y lógico del país y que su desarrollo ha de ser gradual, compatible con
las exigencias de su progreso” (p. 294).
En este sentido, el antagonismo de los militares con Yrigoyen puede ser pensado como un factor que también
contribuyó a la conformación de los militares argentinos en poder militar. Fue
precisamente en la década de los veinte que el ejército fue consolidando su
ideología industrialista a contracorriente de las concepciones económicas y
políticas sobre las que se afirmaba el gobierno radical. Como señaló Rouquié (1981): “Su conciencia industrialista, originada en
preocupaciones profesionales, esta[ba] adelantada en
relación a las concepciones económicas de los medios gubernamentales y de la
clase política que [creía] intangible la división internacional del trabajo,
fuente de la prosperidad de la Argentina moderna” (p. 154).
Con la llegada de Marcelo T. de Alvear a la presidencia
(1922-1928) tuvo lugar un interludio en el antagonismo con los militares.
Reconocido por sus aires diplomáticos y por un pasado familiar de glorias
militares, Alvear intentó forjar una relación de entendimiento con el ejército,
en un contexto de prosperidad económica y de bajo nivel de desempleo. Más
adelante, cuando las tensiones entre Alvear e Yrigoyen
recrudecieron, el electo presidente buscó apoyarse en el ejército para lograr
cierta independencia del viejo líder radical. Ya desde 1922, la actitud
benevolente de Alvear para con el ejército se tradujo en un considerable
incremento en la partida presupuestaria, destinado a salarios y al equipamiento
de armas, pese a que no existió ningún conflicto bélico que justificara tal
inversión. La industria militar también tuvo su despegue en este periodo. En
1927 se inauguró en la ciudad de Córdoba una fábrica militar de aviones, además
de otras construcciones aeronáuticas en distintos puntos del país. De esta
manera, siguiendo a Rouquié (1981), se asistió a una
singular paradoja como la de “un presidente liberal y cosmopolita, impregnado
por el credo librecambista de una clase y de su época, [que puso] en acción una
política nacionalista en ciertos terrenos en nombre de la defensa nacional” (p.
168).
Como bien sugiere el autor francés, para aquel entonces
los militares ya se conformaban como un poder autónomo. Alvear no controlaba al
ejército, sino que era “la institución militar la que le daba su apoyo al
presidente [a partir de] motivaciones esencialmente negativas: contra Yrigoyen y contra la subversión anarco-maximalista” (p.
171).
En el caso de Uruguay, resulta sugerente la mirada de Riz (1970) cuando sostiene que aquí la neutralización del
factor militar sólo fue posible porque el pacto de dominación que propuso
Batlle fue aceptado sin mayores reticencias. Son numerosos los autores (Bertino Sgarbi, 2005; Panizza, 1990; Zubillaga, 1994)
que describen el batllismo como una experiencia de
gobierno marcada por la presencia débil o ausencia de contradicciones sociales.
La avanzada legislación social y laboral marcó ciertamente una distancia con
Argentina donde la relación, la del gobierno radical, con los sectores populares
y obreros osciló entre la negociación y la represión.8
En Uruguay, el auge del modelo exportador resultó beneficioso para la mayoría
de los sectores políticos y económicos, no encontrando necesidad alguna de
organizar un sector opositor al gobierno. Como afirma Bañales
(1971), “ningún militar que a lo largo de esos años que se hubiera sentido
salvador de la patria, hubiera encontrado terreno fértil para desarrollar su
aventura” (p. 250). En los propios términos de Liliana de Riz
(1970): “Cuando la dominación fue hegemónica y la sociedad transitó sobre
planos consensuales, la ‘internalización de valores’ por parte de las FFAA
implicó también un proceso funcional: socializadas en el ‘civilismo’ y
politizadas en el ‘liberalismo’, las mismas no pudieron ser otra cosa que
democráticas y profesionales” (p. 423).
Maronna y Trochón (1988), en cambio, proponen otra
mirada que, lejos de anclarse en la pasividad del ejército, destaca las
divisiones partidarias y las múltiples presiones que los militares ejercieron
sobre el sistema político en las primeras décadas del siglo XX. Según las autoras, la casi paridad electoral entre
los partidos tradicionales convirtió a la presencia militar en un factor de
presión sobre ambos colores políticos. Es así que, en 1927, las filas coloradas
del ejército, temerosas de la fácil rotación del partido gobernante, ejercieron
amenazas indirectas sobre los senadores blancos, advirtiéndoles que
custodiarían con recelo la Cámara de Senadores. Tampoco faltaron las presiones
o –en los propios términos de los militares– las “recomendaciones” que le
hicieron llegar al presidente Batlle y a los ministros colorados sobre el
aumento, la partida presupuestaria, y el tan ansiado establecimiento del servicio
militar obligatorio. Dichas presiones, no obstante, no encontraron grandes
reacciones del poder político, siendo a menudo desestimadas por el coloradismo.
Cultura organizacional, modelos e ideologías
La incidencia de los modelos
militares francés y prusiano en la configuración de distintas culturas
organizacionales dentro de las fuerzas armadas de Argentina y Uruguay, ha sido
motivo de debates y divergencias, sobre todo en relación con el caso argentino.
La cultura organizacional es, según Schein (2010),
“un modelo de creencias básicas compartidas, aprendidas por un grupo mientras
resolvía sus problemas de adaptación externa e integración interna, que ha
funcionado lo suficientemente bien para ser considerado válido y, por lo tanto,
para ser enseñado a los nuevos miembros como el camino correcto para percibir,
pensar y sentir en relación a esos problemas” (p. 18). De manera similar, para
Podestá (2012), la cultura organizacional remite al proceso mediante el cual
los miembros de una organización son socializados (a través de instituciones)
en un determinado modelo de creencias básicas, considerado como válido por el
conjunto.
Aunque escasean referencias sobre la configuración
ideológica del ejército uruguayo, diversos autores (Bañales,
1971; Casal, 1994; Moreno, 2011) han destacado la influencia que aquí tuvo el
militarismo francés, más proclive a infundir en las filas castrenses el respeto
a la ley desde una concepción fuertemente liberal y secular. Aunque ya desde la
primera mitad del siglo XIX Uruguay estrechó
relaciones con Francia,9 sería recién terminada
la primera guerra mundial cuando, de acuerdo con Bañales
(1971), la llegada de misiones militares francesas a Uruguay adquirió un
carácter sistemático. En palabras de un oficial uruguayo: “Nuestro ejército se
afrancesó. Hubo misiones francesas acá y oficiales nuestros que estudiaron en
Saint-Cyr. Los reglamentos tácticos de la época
fueron traducidos literalmente y por lo tanto quedaron plagados de galicismos.”10
En Argentina, la “cultura antidemocrática” de las fuerzas
armadas o su pretendido “aislacionismo” fueron a menudo atribuidos a la germanización del ejército.11
Desde fines del siglo XIX las filas del ejército
se profesionalizaron tomando como ejemplo el modelo alemán (Tato, 2012). Ello
generó fricciones y desencuentros con una clase dirigente que tenía vínculos
económicos con Gran Bretaña y que se sentía ligada culturalmente con Francia (Rouquié, 1981). La “germanofilia” o el fuerte peso del
modelo prusiano en las filas militares argentinas se nutrió de intercambios,
conexiones y redes que favorecieron dicha influencia. En la mirada de Rouquié (1981), mientras el ejército francés practicó un
celoso hermetismo que dificultó cualquier posibilidad de intercambio, los
alemanes abrieron “de par en par las puertas de su academia militar” (p. 93) y
se mostraron dispuestos a incorporar oficiales sudamericanos dentro de sus
filas. Así, desde el año 1900, algunos oficiales argentinos fueron enviados a
países europeos para tomar cursos de perfeccionamiento, aunque fue recién a
mediados de la primera década del siglo XX cuando
Alemania se convirtió en el único destino posible. De acuerdo al testimonio de
un alto mando del ejército que apareció en el Boletín
Militar de octubre de 1905, “ninguna autorización será otorgada para
seguir estudios en escuelas europeas o para servir en cuerpos de tropa que no
sean los del ejército alemán”.12
Sobre este punto cabe preguntarnos si la influencia del
modelo militar prusiano en las filas castrenses fue determinante en la
configuración del ejército argentino como poder o “partido militar” (Cavarozzi, 2006). En efecto, Rouquié
(1981) diagnosticó cierto aislacionismo del ejército argentino y atribuyó esa
tendencia a la admiración e influencia que sentían los militares argentinos por
la tradición militar alemana: “La admiración por la clase militar alemana y por
su carácter de colectividad cerrada, particularista y aislada en el interior de
la comunidad nacional esclarece un poco la imagen del oficial que pretendían
formar. Trasplantar el espíritu del Junker
a los márgenes del Río de la Plata parece ser en última instancia el ideal
supremo e inaccesible” (p. 99).
Sin embargo, alejado de argumentos reduccionistas, el
autor francés aclaró que si bien ciertos grados de
aislamiento del ejército argentino podían haber encontrado sus raíces en el
militarismo alemán, el modelo prusiano no fue ni lineal ni unívoco, pudiendo
“orientar direcciones opuestas e inspirar conductas antagónicas”. En sintonía
con ello, Podestá (2012) señaló que la cultura organizacional militar suele ser
“mucho más fragmentada y superficial de lo que normalmente suponemos” (p. 1).
De manera similar, la búsqueda en el modelo prusiano de
elementos ideológicos que hayan podido cimentar en la “cultura antidemocrática”
de un sector del ejército a partir de 1930 fue también objeto de
problematización por parte de Rouquié. En su mirada,
no fueron pocas las ocasiones en que militares alemanes de alto rango
manifestaron abierta y públicamente su adhesión a los valores de la democracia
liberal, siendo ilustrativa la declaración del general Wilhem
Von Heye, jefe del Estado Mayor del ejército alemán,
cuando en ocasión de su visita a Buenos Aires, en abril de 1929, afirmó que “el
Ejército no debía apartarse de su cometido constitucional” (Rouquié,
1981, p. 98).
En contraposición a aquellos autores que buscaron
explicaciones causales en el modelo prusiano, Privitellio
(2010) reconoció en la gradual injerencia del catolicismo sobre las filas del
ejército argentino, un sustento ideológico clave de los golpistas de 1930. En
las primeras dos décadas del siglo XX primó entre
los militares el respeto hacia las instituciones, enseñándose en el Colegio
Militar la materia de instrucción cívica (p. 214). De acuerdo con Badaró (2009), en esta época fue hegemónica “una definición
del militar y del Ejército que privilegió sus dimensiones prácticas y
corporales antes que sus atributos morales” (p. 62). Ello, sin embargo, comenzó
a modificarse con la cada vez mayor gravitación del integralismo
católico y antidemocrático en los aparatos institucionales del Estado (Zanatta, 1996). Mientras la mayoría de los trabajos (Badaró, 2009; Potash, 1983; Zanatta, 1996) ha situado este acercamiento entre el
ejército y la Iglesia católica al inicio de la década de los treinta, Privitellio (2010) identificó ya a mediados de la década de
los veinte el ingreso del mito de la “nación católica” en las filas castrenses.
Desde entonces, según el autor, el catolicismo comenzó a ser pensado por
algunos sectores militares como “la única y verdadera ideología nacional” (Badaró, 2009, p. 66). En esta dirección, la llegada de
monseñor Copello a la dirección del vicariato
castrense, en 1927, dejó una marca indeleble en la formación de los oficiales
argentinos, ofreciéndoles “una visión a tono con los preceptos de la Iglesia
preconciliar profundamente refractaria del mundo liberal y democrático:
integrista, corporativa, furiosamente nacionalista, antisemita, autoritaria,
antidemocrática y antiparlamentaria” (Privitellio,
2010, p. 215). Esta ideología se reforzó en las décadas siguientes cuando los
militares, a más de exigir el bautismo como requisito para el ingreso del
Colegio Militar, empezaron a considerarse los “curas laicos de la patria” (Loveman, 1999, citado en Badaró,
2009, p. 75).
De este modo, si los militares argentinos ya cumplían una
vigilancia moral de la sociedad a través del servicio militar obligatorio y de
otras funciones públicas, el catolicismo vino a cristianizar y radicalizar los
deberes morales del ejército. En este sentido, más
allá de la impronta que dejaron los modelos militares prusiano y francés en los
ejércitos del Río de la Plata, la creciente presencia del catolicismo como
religión y, fundamentalmente, como doctrina ideológica, comenzó a perfilarse a
mediados de la década de los veinte como otro rasgo fuertemente distintivo del
ejército argentino frente a su par uruguayo.
En resumen
En 1930, en un contexto de crisis
económica mundial y de agotamiento del modelo agroexportador, los sectores
económicos dominantes de Argentina, incapaces de traducir su poder económico en
poder político (Ansaldi y Giordano, 2012), apoyaron
el quiebre institucional que motorizó un sector dominante del ejército bajo el
liderazgo del teniente general Félix Uriburu. En el
caso de Uruguay el escenario fue distinto. Aquí, la burguesía no tuvo la
necesidad de recurrir al ejército para que tutele el sistema social, ya que la
movilización de las fuerzas policiales se mostró como la vía más segura para
acceder al poder por fuera de los mecanismos republicanos (Riz,
1970, p. 426). Incluso es menester señalar que luego de haberse consumado el
golpe de Estado, el que fuera presidente de facto entre 1933 y 1938, Luis
Gabriel Terra, prosiguió con la política de neutralización del ejército.
Los golpes de Estado de 1930 y 1933, en Argentina y
Uruguay, respectivamente, pusieron de manifiesto la existencia de ejércitos con
diferencias sustanciales entre sí respecto de la capacidad de gravitar como
factores de poder en la escena política. En la bibliografía revisada, los
autores explicaron tales diferencias desde argumentos donde el hincapié estaba
puesto en distintos factores de orden institucional, político, económico o
ideológico. A menudo, el intervencionismo militar argentino tendió a ser
explicado por la orientación aislacionista del ejército. El propio Rouquié (1981, p. 99), en varios de sus argumentos,
reprodujo esta lectura: “Los oficiales argentinos tienen el sentimiento de ser
una elite, pero también […] una elite independiente. Aislamiento de la sociedad
global, cohesión y prestigio del grupo imponen un cierto encierro altanero en la
vida militar.” Sin embargo, como se ha repasado en este artículo, la
conformación de los militares argentinos en tanto poder
militar anidó, entre 1900 y 1930, en la asignación de funciones claras y
visibles del ejército en el espacio social en un contexto de modernización
liberal. Los civiles alimentaron y favorecieron, no la aislación, sino la
autonomía castrense. El establecimiento del servicio militar obligatorio
funcionó, en este marco, como uno de los primeros conectores del ejército con
la sociedad civil.
La hipótesis del creciente aislamiento de los militares
argentinos durante la sucesión de gobiernos radicales tampoco parece
sostenerse, más si recordamos que el propio Yrigoyen
asignó a las fuerzas armadas funciones importantes como ser custodios del sufragio
electoral, del orden social y de ciertas áreas estratégicas de la economía.
Como prueba evidente de su integración a la sociedad, el ejército tampoco se
mantuvo ajeno al faccionalismo político, ya que las divisiones del ecosistema
político tuvieron eco en su interior. Cabe
recordar, por ejemplo, que la política de ascensos que promovió Yrigoyen para reconocer a aquellos militares que habían
participado en las revoluciones radicales alimentó las divisiones entre
oficiales afines al radicalismo y aquellos que, amparados en las banderas de la
“autonomía” y el “profesionalismo”, se opusieron tajantemente a cualquier
iniciativa del gobierno.
Si los militares se hallaban fuertemente integrados como
factor de moralización dentro de la sociedad argentina, la mayor injerencia del
catolicismo dentro de las filas del ejército a mediados de la década de los
veinte reforzó esta función moralizadora, invistiendo a las fuerzas armadas de
una superioridad moral y de una tarea mesiánica: salvar la nación católica ante
la decadencia de una sociedad civil, sumida en oprobios y bajezas. Fue entonces
el nacionalismo católico, antes que la supuesta cultura “antidemocrática” y
“aislacionista” del modelo prusiano, uno de los elementos de trasfondo que
operaron en el golpe militar de 1930.
Así como en Argentina el intervencionismo militar no
puede ampararse en la hipótesis de un presunto aislamiento del ejército frente
a la sociedad civil, en Uruguay la escasa gravitación de los militares en el
sistema político, en general, y en el golpe de Estado de 1933, en particular,
tampoco debiera comprenderse a partir de su “integración” plena a la sociedad o
de su “natural” inclinación al civilismo. Sobre este aspecto, el aporte de Riz (1970) resulta sugerente, en tanto describe un sistema
político en el cual los militares uruguayos, más que estar integrados a la vida
política nacional, tendieron a ser relegados de esta. Los trabajos de Bañales (1971) y de Real de Azúa
(1969) parecen insertarse en esta línea: el ejército uruguayo no gozó de
funciones institucionales claras, visibles y reconocidas socialmente, todo cual
retrasó su conformación como poder militar.
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1 Dice Rouquié (1981, p. 77): “A pesar de la
reputación de bravura indomable y de abnegación que los escritores militares de
la época atribuyeron a los ‘heroicos soldados de la frontera’, resistentes y
sobrios, los argentinos no estaban muy orgullosos de su ejército.”
2 Véase página Web de la Escuela Superior de Guerra en
http://www.escuelasuperiordeguerra.iese.edu.ar/resena.php
3 Ciertamente, la novedad que supuso la noción de “enemigo interno” en las
décadas de los sesenta y setenta, en el marco de la Doctrina de Seguridad
Nacional, debiera ser matizada si consideramos que ya en esta etapa de
profesionalización de las fuerzas armadas la encomienda de construir la nación
sumado a la ausencia de conflictos bélicos con otros países, fueron todas
condiciones que incentivaron, especialmente en Argentina, una estructura y una
doctrina militar orientadas a la tarea de organizar, disciplinar y controlar
las relaciones sociales al interior de la comunidad nacional. Aunque todavía
escasean estudios sobre la configuración del enemigo interno desde una
perspectiva de larga duración, podemos sugerir que en esta época la noción de
“enemigo interno” pareciera ser un criterio que opera en forma latente o bien,
que se expresa a nivel pragmático pero no doctrinario.
En la práctica militar el inmigrante es un enemigo que forma parte de la
comunidad nacional y al que hay que educarlo para que vaya perdiendo su
peligrosidad. Más adelante, en las décadas de los sesenta y setenta, la
Doctrina de Seguridad Nacional vendría a aportar el sustento doctrinal sobre el
cual se refuerza y radicaliza la noción de “enemigo interno”. Del enemigo
inmigrante se pasa al enemigo marxista que, por su ideología y convicciones
“apátridas”, termina siendo considerado tan extranjero como los inmigrantes de
principios de siglo XX, con la cualitativa diferencia
que ahora la tarea no era educarlo, sino eliminarlo.
4 Instrucción Militar Obligatoria, Comisión de Estudios Militares del Centro
Militar y Naval, Montevideo, 1924, p. 20, citado en Maronna
y Trochón (1998, p. 91).
5 Programa y condiciones de ingreso en el Colegio Militar, año 1916, Archivo cmn. Citado en Badaró (2009, p. 63).
6 Es menester aclarar que antes de la Ley Sáenz Peña el voto era público y
voluntario. A partir de 1912 el voto fue secreto, universal y obligatorio para
todos los hombres mayores de 18 años, argentinos o naturalizados. Recién en
1947 se promulgaría el voto femenino.
7 De acuerdo con Gálvez (1951), “Un diario acusa a Yrigoyen
de sufrir una crisis aguda de petulancia y engreimiento a la manera de Rosas o
de ‘estar en plena inconciencia, ajeno a sus responsabilidades’” (p. 225).
8 El poder ejecutivo arbitró en determinados conflictos tratando de llegar a
soluciones en un intento de captar el voto obrero (estableciendo convenios
colectivos de trabajo, prohibiendo los desalojos, controlando los precios de
los alquileres, etc.). Sin embargo, las preeminencias de los intereses ligados
al mercado externo, sumado a la crisis de posguerra, explican la dura represión
ocurrida durante la Semana Trágica (1919) y la Patagonia (1921).
9 Uruguay quedó tempraneramente involucrado en la contienda entre Francia y
el entonces gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, por el bloqueo al
puerto de Buenos Aires entre 1938 y 1940. En palabras de Moreno (2011), los
cercanos vínculos con Francia hicieron de Montevideo un “bastión antirrosista”.
10 Testimonio de Juan José López Silveira, citado en Bañales
(1971, p. 256).
11 Como bien sostiene Rouquié (1981), este proceso
de germanización de las fuerzas armadas se aplica en particular al ejército, ya
que la marina suele seguir la tradición británica por la magnitud de su flota.
12 “Instrucciones para el envío de oficiales a cuerpos de tropa en Alemania”, Boletín Militar, 18 de octubre de 1905, primera parte.
Citado en Rouquié (1981, p. 95).
* Licenciada
en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y becaria doctoral por el CONICET. Principales líneas de investigación:
agrupaciones de extrema derecha en Argentina, tratamiento jurídico de los
“crímenes de Estado” y reconfiguraciones político-institucionales de las
fuerzas armadas.