http://orcid.org/0000-0003-2301-0749
Universidad de St
Andrews, Reino Unido
Resumen: El propósito de este ensayo es resaltar la
importancia de la biografía como método para hacer “una historia total”. Se
defienden los méritos de los estudios biográficos al hacerse hincapié en lo que
nos permiten descubrir en términos de historia pública y privada, política,
social, económica, jurídica, diplomática, militar y cultural. A partir de los
logros de una selección de biografías recientes que ha revolucionado la manera
en que la historiografía ha interpretado el siglo xix
mexicano, y una reflexión personal del autor basado en su propia experiencia
como biógrafo, se busca demostrar aquí cómo la biografía es un vehículo
particularmente versátil para revisar nuestro conocimiento del pasado. El
presente trabajo concluye con un llamado dirigido a la nueva generación de
académicos interesados en la historia del México decimonónico, para que se
ocupe de corregir la actual carencia de biografías, y nos ayude a entender
mejor, y de un modo del que sólo la biografía es capaz, el por qué y cómo de
numerosos eventos olvidados del siglo xix.
Palabras clave: biografía; historia total; México; siglo xix; Santa Anna.
Abstract: The purpose of this essay is to
highlight the importance of biography as a means to forging a “total history”.
It defends the merits of biographical studies by emphasizing what it allows us
to discover in terms of public, private, social, economic, legal, diplomatic,
military and cultural history. Based on the success of a selection of recent
biographies that have revolutionized the way the historiography has interpreted
19th century Mexico, together with a personal reflection by the author based on
his experience as a biographer, this article aims to show how biography can be
a particularly versatile vehicle for reviewing our knowledge of the past. This
article concludes with a call to the new generation of academics interested in
the history of 19th century history, urging them to make up for the current
lack of biographies, and help us better understand –in a way only a biography
can– the reasons behind the many forgotten events of the 19th century.
Key words: biography;
total history; Mexico, 19th
century; Santa Anna.
No deja de sorprender el número nutrido de
personajes históricos mexicanos que siguen sin haber sido estudiados. Esto se
evidencia en particular para el siglo xix. Baste
mencionar el hecho de que no existen todavía biografías de Mariano Paredes y Arrillaga (1797-1849), Mariano Arista (1802-1855), o Félix
Zuloaga (1813-1898), para mencionar a tan sólo tres militares que fungieron en
su debido momento de presidente de la república. Hasta que Catherine Andrews
(2001; 2008) trabajó a Anastasio Bustamante (1780-1853), no teníamos tampoco
una biografía del general que ejerció de presidente por más tiempo que ningún
otro durante la llamada época de Santa Anna (1821-1855), incluso más que el
mismísimo “seductor de la patria” (Serna, 1999) a quien algunos han presentado
como el único y solo representante del país y su época (González Pedrero, 1993;
2003). Es de hecho extraordinario que haya tan pocas biografías académicas de
los políticos, militares y eclesiásticos que desfilaron por los pasillos de
poder, fuera a nivel nacional o regional, desde el comienzo de la guerra de
Independencia en 1810 a la caída del régimen de Porfirio Díaz en 1911.1 Puestos a pensar en
la clase política, el reparto de militares, ministros, congresistas y
gobernadores todavía por ser biografiados es asombrosamente extenso.2
No es el objeto de este trabajo intentar explicar
el porqué de este auténtico agujero negro historiográfico, aunque las tres
razones que se aventuran a continuación pueden darnos alguna idea de cómo es
posible que existan tan pocos estudios biográficos para el siglo xix. Para empezar, está la mala reputación de la que
todavía goza la biografía como género en ciertos círculos académicos, tal y
como queda esbozado en el trabajo de Paul Garner en
el presente volumen, donde se alude a las “artes oscuras” de la disciplina, acusada
de ser “frívola” y “esencialmente subjetiva”. Luego está el hecho de que a
pesar de los agigantados pasos realizados por la historiografía en las últimas
tres décadas para rescatar todos esos años que Josefina Vázquez tildó, en su
debido momento, de “olvidados”, nos enfrentamos a un periodo que “continúa
siendo, en gran medida, un enigma” (Vázquez, 1989, p. 313). Como quedaba
claramente expresado en el balance que realizara François-Xavier Guerra de la
historiografía publicada sobre Iberoamérica entre 1945 y 1989, el siglo xix había quedado sencillamente olvidado (Fowler, 1996a; Guerra, 1989, pp. 593-631). Si a finales de
los años ochenta no había tan siquiera estudios sobre la primera república
central (1835-1846), o la república federal restaurada (1846-1853), no es de
extrañar que tampoco hubiera biografías de los
políticos que protagonizaron los eventos más destacados de estos años. Ya por último, también ha de reconocerse el impacto que ha
tenido esa “historiografía oficial de los liberales triunfadores –las fuerzas
del progreso–, para desacreditar a sus oponentes –las fuerzas de la reacción–”
(Vázquez, 1993, p. 622). Si bien los héroes liberales recibieron sus
correspondientes estudios hagiográficos, a los “malos de la película” o se les
ha relegado al olvido o se les han dedicado biografías sensacionalistas y
vilipendiadoras.3 Al decir de Enrique Krauze (1994):
Hidalgo, Morelos, Bravo, Guerrero, Juárez se hermanarían en el mismo cielo
con Madero, Villa, Zapata, Carranza, Obregón, Calles, Cárdenas. En el infierno
seguirían purgando su culpa eterna los “traidores”, los “vendepatrias”,
los “mochos”, los “cangrejos”, los “ilusos”, los “reaccionarios”, los “malos
mexicanos”: Iturbide, Alamán, Santa Anna, Miramón, Maximiliano de Habsburgo
[…], Porfirio Díaz (p. 328).
Por lo tanto, el propósito de este ensayo es ante
todo subrayar la importancia de la biografía como una metodología para
aproximarnos a la historia de México y hacer hincapié en lo que se puede
aprender a través de los estudios biográficos tomando como punto de partida,
por un lado, una selección de biografías recientes que ha revolucionado la
manera en que la historiografía ha interpretado el siglo xix
mexicano, y por otro, mi propia experiencia como biógrafo. Es con base en los
méritos de las biografías estudiadas y de lo que el proceso de biografiar me ha
permitido descubrir por mi cuenta, que se explora en las siguientes páginas
cómo la biografía es capaz de abordar temas y cuestiones de historia política,
de las ideas, social, económica, militar, jurídica, diplomática, cultural,
pública y privada. Una vez detallada la versatilidad del género biográfico el
presente ensayo culmina exhortando a la nueva generación de historiadores a que
se dedique a desarrollar lo que aquí se define como “una historia total” del
México decimonónico a través de estudios biográficos de los numerosos hombres y
mujeres olvidados cuyas acciones influyeron de forma notoria en el acontecer
histórico del país.
Para empezar, es importante tener claro qué es lo
que se entiende aquí por biografía y/o estudio biográfico. Aunque todos
tengamos una idea relativamente clara de lo que es, tal y como lo define el Diccionario de la Real Academia Española (2014, vers. elec.): “Historia de la vida de una persona”, o el Diccionario de uso del español de María Moliner (1977, p.
379); “Narración de la vida de una persona”, no deja de haber distinciones que
merecen ser aclaradas. Es interesante, a modo de ejemplo, que los autores de
dos de los estudios biográficos a los que se aludirá más adelante, se toman la
molestia de advertir a los lectores que sus trabajos no son propiamente
biografías, aunque se centren en las carreras e ideas políticas de individuos
particulares. Brian Hamnett (1994) nos dice en el
prefacio de su estudio sobre Benito Juárez (1806-1872) que se trata de “un
estudio de Juárez y el poder político. No es una biografía, de las que ya
existen varias” (p. xi). Paul Garner
(2015) hace lo mismo en el prefacio de su libro sobre Porfirio Díaz
(1830-1915): “El propósito principal del libro no es una biografía clásica en
torno a la historia personal o de vida, sino una biografía política que
entrelaza tanto la carrera política como el estilo político de Porfirio Díaz
con el contexto histórico en el que se desarrollaba” (p. 15). Ambos trabajos
abordan la historia de sus biografiados en términos temáticos más que
estrictamente cronológicos, aun cuando ambos libros no dejan de estar
estructurados alrededor de la evolución política de Juárez y Díaz,
respectivamente. En el caso de Juárez se progresa
de las actividades políticas que realizó don Benito en Oaxaca en las décadas de
1830 y 1840 (capítulo 2), a su respuesta a la rebelión de La Noria (1871-1872)
(capítulo 10), pasando por su participación en la revolución de Ayutla
(1854-1855) (capítulo 3), en el gobierno de Ignacio Comonfort (1855-1857)
(capítulo 4), y sus propuestas durante el periodo de la reforma y el segundo
imperio (1855-1867) (capítulos 5-9). En el caso del Porfirio
Díaz de Garner, tras la discusión
historiográfica del capítulo primero, el libro sigue una estructura cronológica
en la que los capítulos 2, 3, 4 y 5 están enfocados sobre periodos particulares
(1855-1867, 1867-1876, 1876-1884, 1884-1911), dejando los capítulos 6, 7 y 8,
para centrarse en diferentes temas relevantes al periodo en el que don Porfirio
estuvo en el poder (política exterior, desarrollo económico y social, y el
porqué de la caída del régimen). Es cierto que ni un libro ni otro exploran las
vidas personales de sus personajes, las relaciones maritales, a modo de
ejemplo, entre don Benito y Margarita Maza, o de don Porfirio y Carmelita
Romero Rubio. Sin embargo, ambos libros, a través de un estudio de la evolución
política de individuos específicos, Juárez y Díaz, aportan una historia de sus
vidas que, aunque sea una historia predominantemente política y no personal o
íntima de ellas, sigue siendo biográfica al tratarse de las vidas de dichas
personas individuales.
Es por ello que desde la perspectiva del presente
ensayo, los estudios biográficos de Hamnett (1994) y Garner (2015), igual que las biografías políticas que han
escrito, por ejemplo, Lillian Briseño, Laura Solares
Robles y Laura Suárez de la Torre (1991) de Valentín Gómez Farías (1781-1858),
o Laura Solares Robles (1996) de Manuel Gómez Pedraza (1789-1851), aunque no
ofrezcan una narración de las vidas personales de sus figuras biografiadas,
caben perfectamente dentro de la clase de biografía que se defiende en este
ensayo. A fin de cuentas, como bien señala Hermione Lee (2009), aunque
pareciera fácil definir lo que es una biografía, se trata de un “género
inestable, mixto, cuyas reglas cambian continuamente” (p. 18). Es por ello que
en vez de limitar nuestra comprensión del estudio biográfico a un formato
particular, fuere el de las vidas ejemplares/héroes nacionales,4 el modelo “con
verrugas y todo”,5 el psicoanalítico,6 el popular y de los
famosos,7 o el político arriba
mencionado, propongo adoptar una definición libre, fluida, abierta y tolerante,
que no discrimina entre unas y otras, siempre y cuando los estudios tracen la
evolución de las personas estudiadas y nos ofrezcan una idea de los diferentes
momentos históricos por los que pasaron. Por lo tanto, mientras que no se
considera aquí un estudio como la clásica obra de Charles A. Hale (1972) sobre
José María Luis Mora como un estudio biográfico al centrarse exclusivamente en
las ideas del pensador liberal mexicano, sí cabrían según la definición aquí
propuesta, los estudios de Evelia Trejo y Melissa Boyd
sobre las ideas de Lorenzo de Zavala (1788-1836) y Mariano Otero (1817-1850),
respectivamente, al contener ambas secciones propiamente biográficas (Chapter 2. The Man. En Boyd, 2012, pp. 38-100;
Lorenzo de Zavala. Estampas de su vida. En Trejo
2001, pp. 35-118). Si hace falta matizar dicha definición un poco más, diría
que no considero aquí tampoco como estudios biográficos las biografías
noveladas, como por ejemplo las novelas que escribieron Enrique Serna (1999) y
Hesiquio Aguilar de la Parra (2010) sobre Santa Anna, por ser estas obras de
ficción en las que los autores se toman ciertas libertades relatando escenas y
diálogos imaginarios que no tuvieron lugar y que no están documentados en las
fuentes. Finalmente, tampoco incluyo aquí todas aquellas biografías publicadas
por historiadores aficionados o “de domingo” (a diferencia de historiadores
académicos y profesionales) cuyas obras no están fundamentadas en una
investigación rigurosa de los documentos primarios y que precisamente
contribuyen a la mala fama que padece el género. Estoy pensando en autores
como, por ejemplo, el abogado Emilio Arellano, que cándidamente reconoce en la
introducción de su “biografía histórica” reciente de Guillermo Prieto
(1818-1897), que habrá quienes “encontrarán infinitos errores u omisiones en el
presente esfuerzo” (Arellano, 2016, pp. 10 y 17). Los hay, efectivamente.
Como ya se puede entrever por las referencias a
las biografías políticas de Gómez Farías, Gómez
Pedraza, Zavala, Otero, Juárez y Díaz, una de las aportaciones más obvias que
puede ofrecer la biografía es ayudarnos a entender la complejidad de la
evolución política de México. Al explorar los cambios que pueda haber encarnado
tal o cual persona es posible apreciar tendencias y movimientos generales que
vistos a grandes rasgos y sin el beneficio de esa mirada individualizada pueden
resultar a veces difíciles de entender. Sin un estudio detallado del
comportamiento político de individuos particulares, con su correspondiente
lógica interna, justificaciones, ideas, asociaciones, temores y acciones, hay
eventos, por ende, que, sencillamente, nos pueden resultar si no
incomprensibles, al menos de problemática comprensión, y que podemos
malinterpretar fácilmente con base en vagas generalizaciones o prejuicios
heredados de la arriba mencionada historiografía oficialista.
Tomemos como ejemplo el estudio biográfico de
Timothy Anna de Agustín de Iturbide (1773-1824) durante el periodo de 1821 a
1823 (Anna, 1991).8 Como confesaba el
mismo Anna en el prefacio de la obra, al no haber estudiado los años que
sucedieron a la consumación de la independencia cuando escribió su libro
anterior sobre La caída del gobierno imperial en la ciudad
de México (Anna, 1981) supuso: “que Iturbide podía ser llamado el hombre
‘que privó de libertad al pueblo que emancipó del domino español’”, llegando a
describirlo “en términos igualmente burlones, como el hombre que ‘se pavoneó
por el escenario en el ridículo traje del emperador Agustín I’”, concluyendo
que “‘el propio Iturbide tomó el trono en 1822, dando fundamento cabal a la
acusación del virrey Apodaca de que estaba ávido de poder’ y que ‘si algo
ocasionó el fracaso fue la asunción de Iturbide al trono, y no el Plan de
Iguala en sí’”. Con admirable franqueza Anna (1991) reconocía todo seguido de
que lamentaba “haber hecho esos comentarios superficiales sobre un tema para el
que no había llevado a cabo investigaciones de manera independiente” (p. 9). Su
libro sobre El imperio de Iturbide venía a corregir
esa interpretación de Iturbide como un mero oportunista ambicioso desprovisto
de ideas políticas o buenas intenciones que había desertado de las filas
realistas en 1821 para encabezar el Ejército Trigarante
por ninguna otra razón que la de hacerse con el poder. Sin presentar una
hagiografía del libertador [“La meta del presente libro […] no es glorificar a
Iturbide” ( p. 11)], Anna se limitó a estudiar a Iturbide de un modo
equilibrado que resaltó tanto los logros como los errores del defensor del Plan
de Iguala con el objeto de “alcanzar un entendimiento más claro de las
complejas cuestiones que surgieron inmediatamente después de la emancipación
política de España, cuando México por primera vez volvió su atención al
problema de cómo organizarse a sí mismo como una entidad separada” (p. 11). El
resultado fue precisamente un estudio complejo en el que se pudieron apreciar
por primera vez y en detalle los problemas a los que se tuvo que enfrentar la
nueva clase política mexicana, y en la que aunque
Iturbide bien pudo pecar de egocéntrico, no es del todo correcto acusarle de
haber sido un tirano. Como queda esbozado en las páginas finales del libro, el
Iturbide de Anna (1991): “luchó por crear un Estado unificado y un aparato de
gobierno funcional. Su voluntad de restaurar el disuelto Congreso Constituyente
sugiere que empezaba a aprender la necesidad de conciliar, si bien su
dedicación al orden permaneció en un lugar preponderante e impuso límites a su
flexibilidad” (p. 253).
Para mí, el estudiar la carrera política de José
María Tornel y Mendívil
(1795-1853) (Fowler, 1994; 2000) me permitió de
manera semejante apreciar lo equivocado que era catalogar a los políticos santanistas de oportunistas cínicos, sin ideario alguno,
que apoyaron al caudillo veracruzano por la sencilla razón de hacerse con el
poder para enriquecerse y abusar de él. Mi tesis doctoral, siguiendo la misma
tónica que los estudios biográficos de Hamnett y Garner, se aproximó a la carrera política del perenne
ministro de Guerra de Santa Anna, desde un ángulo temático. De ahí que los
capítulos, sin seguir un orden estrictamente cronológico, se enfocaron en los
años insurgentes de Tornel, su relación con los yorkinos, su papel en el Congreso, su postura ante la
expulsión de los españoles, su experiencia como gobernador del Distrito
Federal, su visión de los Estados Unidos, su contribución como ministro de
Guerra las seis ocasiones que asumió el cargo, su aportación en las áreas de
educación y cultura y, por último, su relación con Santa Anna. Sería este
último capítulo de la tesis el que figuraría como un ensayo revisado en el
primer libro que coordiné sobre autoritarismo en América Latina (Fowler, 1996b). La revelación, al estudiar de cerca las
intervenciones políticas y escritos de este político dizque secundario, de que Tornel fue un político ilustrado y erudito que pasó de
apoyar las ideas radicales y federalistas de los yorkinos
capitalinos de la década de 1820, a defender una política centralista en la
siguiente década, todo para culminar abogando por la imposición de una
dictadura en la década de 1850, me permitió apreciar que su evolución (como la
de su generación) siguió una lógica intelectual inspirada por los golpes,
reveses, y fracasos constitucionales de las primeras décadas nacionales. Sería
a partir de mi estudio de Tornel que desarrollaría la
idea de que hubo un grupo de políticos santanistas
que defendió una serie de ideas que fueron cambiando con el tiempo conforme la
realidad política mexicana fue evolucionando de 1821 a 1855, pasando por
diversas etapas de esperanza (1821-1828), desencanto (1828-1835), decepción
(1835-1848) y desesperación (1848-1855) (Fowler,
1998a; 1998b).
Fue para resaltar, por un lado, la cronología de
su evolución política, junto con lo importante que fue su relación con Santa
Anna, por otro, y cómo sus cambios reflejaron, a su vez y hasta cierto punto,
los del caudillo veracruzano, que cuando finalmente me decidí a reescribir la
tesis doctoral para publicarla opté por replantear el libro como una biografía
convencional, empezando por su nacimiento en Orizaba y sus años formativos
(1795-1824), siguiendo su carrera a través de diferentes periodos (1824-1829,
1830-1840, 1841-1844, y 1845-1853) hasta culminar con su muerte por un ataque
de apoplejía el 11 de septiembre de 1853 (Fowler,
2000). Aun así, al no haber hallado documentos de índole personal, mi biografía
de Tornel, de modo paralelo a la escrita por María
del Carmen Vázquez Mantecón (1997), se centró sobre todo en la “vida pública” y
política del general orizabeño.
En el caso de Antonio López de Santa Anna
(1794-1876), al haberse perdido la gran mayoría de sus documentos privados tras
el incendio que provocaron las fuerzas estadunidenses al ocupar Manga de Clavo
a modo de venganza en 1847, también me vi precisado a escribir una biografía
predominantemente política (Fowler, 2007a). Sin
embargo, durante mi investigación sí fui capaz, de todas maneras, de dar con
datos personales que me permitieron entender mejor y de modo más íntimo
acciones que, si a primera vista, parecían totalmente contradictorias (y por lo
tanto prueba incontestable de la supuesta notoria inconsistencia y cínico
oportunismo del caudillo), eran, en realidad, perfectamente congruentes y
fáciles de explicar. Para mencionar tan sólo un ejemplo, por cuestión de
espacio, pensemos en la postura que adoptó Santa Anna ante las divisiones que
surgieron entre las logias masónicas escocesas y yorkinas
entre 1826 y 1828.
Sin un conocimiento de fondo de la vida tanto
personal como pública de Santa Anna, la impresión que podríamos tener de su
ambivalencia política ante la pugna entre los yorkinos
(de tendencias federalistas, progresistas, y antiespañolas) y sus enemigos los
escoceses (por lo general, más centralistas, tradicionalistas y menos
populistas que sus adversarios), es que el hacendado y militar jarocho no fue
ni una cosa ni otra, o fue tanto yorkino como
escocés, por ser la clase de político ambicioso y sin escrúpulos que siempre
apoya al más fuerte sin importar cambiar de bando si es preciso. Sin embargo,
cuando conocemos de cerca sus ideas, amistades, y vínculos tanto políticos como
personales, se hace de repente obvio por qué pudo Santa Anna apoyar un bando en
un contexto nacional mientras que se enfrentaba a otro a nivel regional. Por un
lado, sabiendo de las afinidades que compartía con su antiguo secretario y
amigo Tornel y el hecho de que este, desde la capital
y como diputado del Distrito Federal a partir de septiembre de 1826, se
convirtió en un yorkino exaltado, no es de extrañar
que simpatizara con los yorkinos. A fin de cuentas,
Santa Anna se había pronunciado a favor de la república en 1822 y de la
federación en 1823, intervenido en la capital junto con Vicente Guerrero para
defender al gobierno contra la intentona de José María Lobato de enero de 1824,
y, de nuevo junto con Guerrero, se movilizaría a Tulancingo en enero de 1828,
precisamente para batir las fuerzas pronunciadas de Nicolás Bravo vinculadas al
plan escocés de Manuel Montaño el 23 de diciembre de 1827.
Ahora bien, desde la perspectiva regional de
Veracruz, Santa Anna simpatizaba con el gobernador escocés Miguel Barragán (a
quien más adelante, en 1835, nombraría como su presidente interino). Prueba de
ello es que Santa Anna, a pesar de sus simpatías yorkinas
a nivel nacional, se enfrentó al líder yorkino de
Veracruz, José Antonio Rincón, cuando este se pronunció contra Barragán desde
la guarnición del puerto el 31 de julio de 1827. Es también significativo que
su hermano de afiliación escocesa, Manuel, y el mismo Barragán decidieron
esconderse en su hacienda de Manga de Clavo cuando se hizo obvio que había
fracasado el pronunciamiento de Montaño contra el cual Santa Anna se había
movilizado el mes anterior, pero que ellos habían secundado. De saber que Santa
Anna se lo habría impedido, es dudoso que se habrían refugiado allí. De todas
maneras, con Santa Anna ausente, serían aprehendidos en Manga de Clavo el 2 de
febrero de 1828 por las fuerzas del gobierno comandadas por el coronel Crisanto
Castro. Explicar el proceder de Santa Anna es fácil cuando se sabe, por un
lado, que estaba enemistado con los hermanos Manuel y José Antonio Rincón desde
antes de la época de la guerra de Independencia, que trabó una amistad cercana
con Vicente Guerrero por otro, y se reconoce que las relaciones personales
pueden influir en nuestras posiciones políticas, y que es posible defender
facciones diferentes a nivel nacional y regional sin ser necesariamente un
chaquetero.
Santa Anna por ideología, vínculos de amistad,
experiencias compartidas, y hasta parentesco (Guerrero ejerció de padrino de la
primera hija de Santa Anna, Guadalupe, cuando esta fue bautizada en Xalapa el
22 de marzo de 1829), apoyaba a Guerrero y a los yorkinos
a nivel nacional.9 Sin embargo, aunque
no apoyó a los escoceses activamente a nivel local, no fue capaz de integrarse
a las filas de los yorkinos en el contexto de
Veracruz por estar estos liderados por sus enemigos de toda la vida, los
Rincón, y por ser amigo personal de Barragán. Prueba de la coherencia política
liberal del Santa Anna joven es que se pronunció a favor de Guerrero desde
Perote el 16 de septiembre de 1828 en contra de los resultados electorales que
favorecieron al general Manuel Gómez Pedraza, y que cuando se lanzó el
pronunciamiento de Xalapa del 4 de diciembre de 1829 en contra del gobierno de
Guerrero, ofreciéndose el liderazgo del levantamiento a Santa Anna y Anastasio
Bustamante, Santa Anna –que podría haberse hecho fácilmente con la presidencia
tras su aclamada victoria de Tampico sobre el ejército expedicionario español
de Isidro Barradas el 11 de septiembre de aquel año– permaneció leal a su
compadre, intentando frenar el movimiento que lo derrocó. Aunque no hay prueba
de que fuera la ejecución de Guerrero el 14 de febrero de 1831 lo que llevó a
Santa Anna a sublevarse contra el gobierno de Bustamante el 2 de enero de 1832,
no cabe duda de que su levantamiento contra la llamada “administración Alamán”
fue motivada tanto por razones ideológicas (Santa Anna era todavía un
federalista aguerrido de simpatías yorkinas) como
personales (para vengar la muerte de su amigo y compadre). Es precisamente
gracias a datos biográficos como que Guerrero y él fueron compadres, o que
Santa Anna se la tenía jurada a los hermanos Rincón desde cuando era un cadete
en Veracruz (si no de antes), que uno es capaz de apreciar la complejidad del
proceder político de las personas con su multiplicidad de afinidades,
asociaciones, intereses e ideas. Sin embargo, todavía más importante de lo que
la biografía puede lograr en términos de hacernos entender mejor las decisiones
y acciones de un individuo concreto (en este caso Santa Anna), es que nos
permite a su vez apreciar el cómo y porqué del comportamiento político de toda
una generación y los diferentes contextos cambiantes (en este caso nacional y
regional) a los que se tuvieron que enfrentar. Como bien dijera Josefina
Vázquez en su biografía de Santa Anna: “eran tiempos de transformaciones, en
donde los hombres debían responder a una realidad cambiante. Ellos no
observaban los acontecimientos como nosotros, los vivían, los sufrían y ante
todo no los entendían” (Vázquez, 1987, p. 13).
Igual que Santa Anna, muchos debieron ser los
políticos mexicanos que fueron capaces de distinguir entre las facciones,
fluidas todas ellas de por sí, a nivel nacional y regional. Es algo que nos
fuerza a reflexionar sobre el acontecer histórico teniendo en cuenta toda una
serie de variables que van más allá de lo que pudiera estar sucediendo en la
ciudad de México o desde la perspectiva del país en general. Dicho de otra
manera, la biografía sirve, a través del estudio de la vida del individuo, para
entender mejor el contexto general. No es de extrañar en este sentido que la
biografía que escribió Guy Thomson del “patriarca de
la sierra” poblana, Juan Francisco Lucas (1834-1917), lleve como título Patriotismo, política y liberalismo popular en el México del
siglo xix. El subtítulo Juan Francisco Lucas y la Sierra de Puebla delata que el
libro gira en torno a la experiencia de un individuo. Sin embargo, lo
importante no es lo que se pueda aprender o no de la vida de Lucas en sí
(aunque no deja de ser fascinante). Lo importante es lo que la vida de Lucas
nos enseña sobre el fenómeno del liberalismo popular y la política patriótica
del siglo xix (Thomson, 1999). El estudio de
Thomson ofrece una interpretación novedosa y compleja de cómo respondió la
población indígena de la sierra de Puebla a eventos como la guerra de Reforma
(1857-1861), la intervención francesa (1862-1867), la revolución de La Noria
(1871) y de Tuxtepec (1876) y la revolución mexicana (1910-1917), teniendo en
cuenta sus afinidades liberales y conservadoras a nivel local. Centrándose en
las creencias de diferentes comunidades y cacicazgos serranos, teniendo en
cuenta en particular las diferentes tendencias y trayectorias políticas de
Zacatlán, Tetela, Zacapoaxtla,
Xochiapulco y San Juan de los Llanos, Thomson llega a
demostrar cómo y hasta qué punto se popularizó el liberalismo entre los pueblos
indígenas poblanos, aun cuando habían sido, en cierto sentido, profundamente
tradicionalistas de antemano. La manera en que Lucas fue capaz de defender los
intereses de las comunidades indígenas –convirtiéndose en su patriarca y
campeón– mientras vino a apoyar al mismo tiempo los principios esenciales del
liberalismo reformista de la segunda mitad del siglo xix,
se convierte en un ejemplo claro de las maneras en que se llegaron a combinar
tradiciones indígenas con ideas liberales y, para lo que nos concierne a
nosotros, de cómo la biografía (en este caso la de Lucas) nos permite apreciar
fluctuaciones y síntesis políticas que, de otro modo, nos hubiera sido muy
difícil entender.
La biografía, en resumidas cuentas, representa por
lo tanto una manera de hacer historia política que
resalta la complejidad del periodo en cuestión, y que, a través del estudio del
individuo y su caso ultraespecífico, nos ayuda a
entender mucho mejor y de manera más sutil tendencias y patrones generales con
sus correspondientes capas múltiples de análisis e interpretación. Ante el
legado de una historia oficial caracterizada por su maniqueísmo,10
es interesante resaltar cómo la gran mayoría de biografías recientes ha tenido
como propósito adicional (es decir, además de explorar y explicar el enrevesado
y olvidado siglo xix mexicano) desmitificar a los
héroes patrios y entender a los llamados traidores, vendepatrias,
y tiranos de la llamada “reacción”.
La búsqueda de escribir biografías imparciales que
no recayeran en ese maniqueísmo que ha caracterizado gran parte de la
historiografía del México decimonónico ha sido particularmente evidente en
algunos de los mejores estudios biográficos de la últimas tres décadas. Para
mencionar tan sólo tres ejemplos obvios, están los ya mencionados trabajos de
Brian Hamnett y Paul Garner
y el de Carlos Herrejón Peredo (2014) sobre Miguel
Hidalgo (1753-1811). Para Hamnett (1994, p. xii) era importante centrarse más en el hombre y el
político hábil que en “la estatua de bronce o de piedra que se erige en tantos
pueblos mexicanos”. En el caso del Porfirio Díaz de
Paul Garner (2015, pp. 21-46) se trata de un estudio
que se declara ni antiporfirista, ni porfirista, ni neoporfirista. Lo importante para Garner
(2015) era “continuar con el proceso de reevaluación del régimen que fue objeto
de una persistente distorsión historiográfica y política durante la mayor parte
del siglo xix” (p. 17). De modo semejante
Carlos Herrejón Peredo (2014) comienza su biografía
del “Padre de la Patria” dejando claro y sin lugar a dudas su rechazo a los
“panegiristas incondicionales y patrioteros de ayer, [y los] iconoclastas y seudohistoriadores de hoy, mercaderes del morbo” con su
invitación “a un mejor entendimiento del biografiado, más allá del propósito de
mitificar o desmitificar” (p. 11). Está claro que si
se logra biografiar a todos los héroes y villanos del siglo xix de un modo objetivo, que no busque glorificar a los
unos y condenar a los otros, empezaremos a tener una idea mucho más acertada,
coherente, y justa del porqué y cómo de la evolución decimonónica del pueblo
mexicano.
Si bien la contribución de la biografía a la
historia política ha quedado claramente expuesta en la sección anterior, lo
mismo podemos decir de su relación con la historia de las ideas. En el caso de
políticos o canónigos que dejaron plasmadas sus ideas en escritos varios –historias,
tratados políticos, ensayos críticos, editoriales, cartas pastorales,
manifiestos y panfletos varios– la biografía sirve para contextualizar el
desarrollo intelectual del biografiado en cuestión y analizar la evolución de
su pensamiento tanto en términos personales como generales. Dicho de otra
manera, las biografías arriba mencionadas de Díaz, Gómez Farías, Gómez Pedraza,
Juárez, Otero y Zavala, nos ayudan a entender los argumentos intelectuales que
manejaron para dar sentido al mundo en que vivían, tal y como lo entendían,
junto con las propuestas que formularon para afrontar las grandes cuestiones de
su época. Es más, nos ayudan a apreciar cuáles fueron las lecturas que
influyeron en su pensamiento junto con las experiencias empíricas que impactaron
en él, tanto personales como generacionales. De nuevo, al abordar la historia
de las ideas a través del prisma biográfico nos permite descubrir las sutilezas
del modo de pensar del individuo en cuestión y por extensión las de sus
contemporáneos.
Una biografía reciente que sirve de perfecto
ejemplo de lo que se arguye aquí es la que ha escrito Pablo Mijangos y González
(2015) sobre Clemente Munguía (1810-1868). Sin saberse mucho de la vida del que
fuera el primer arzobispo de Morelia, la idea general que se tenía de él es que
fue un clérigo reaccionario, intransigente y belicoso, que avivó las llamas de
la guerra civil de la Reforma (1857-1861) incitando a los conservadores a tomar
las armas por la religión, abiertamente negándose a acatar los decretos reformistas
anticlericales del gobierno constitucional. La biografía de Mijangos, sin
embargo, demuestra que es erróneo tildarlo de conservador. De hecho, hacia el
final de su vida, desencantado con la manera en que los conservadores
continuamente le exigieron a la Iglesia que les proveyera de fondos
eclesiásticos, y después de que el emperador Maximiliano se negara a revocar
las leyes liberales de la reforma (1855-1860), Munguía acabó aceptando el
decreto de Juárez de 1859 que separaba al Estado de la Iglesia, y llegó a
escribir al papa para pedirle que lo aprobara. Tan sólo este hallazgo evidencia
por qué, si vamos a entender el siglo xix
mexicano, y en este caso, la que fue la guerra más devastadora que padeció el
país entre la guerra de Independencia (1810-1821) y la revolución de 1910, más
incluso que la intervención estadunidense de 1846-1848, es esencial que
estudiemos las vidas e ideas de aquellos individuos que la historiografía ha
tachado, perezosamente, de reaccionarios, e intentemos comprender qué es lo que
de verdad creían y pensaban y por qué actuaron del modo que lo hicieron.11
Uno de los logros más importantes del trabajo de
Mijangos es que consigue extrapolar de las ideas y acciones de Munguía como
letrado y obispo una interpretación de la respuesta de la Iglesia católica a la
revolución liberal de la mitad del siglo que nos fuerza a replantearnos toda
una serie de suposiciones sobre la dicotomía ideológica liberal-conservadora
del México decimonónico. Desde la perspectiva de la época y a través de la
experiencia individual, intelectual, y de vida de Munguía, su llamado a la
Iglesia y sus feligreses de resistir y oponerse a las reformas liberales de la
década de 1850, deja de figurar como la reacción instintiva de un clérigo
intolerante ultrarreaccionario y beligerante. En vez,
se convierte en una respuesta razonada y desesperada de toda una generación de
mexicanos que se sintieron profundamente desencantados y alarmados por el
decline moral de la nación tras las tres décadas desastrosas que sucedieron el
logro de la independencia y que culminaron en la humillante derrota contra las
fuerzas invasoras estadunidenses en la guerra de 1846-1848.
La biografía de Mijangos (2015) ofrece un análisis
detallado de las ideas filosóficas de Munguía y cómo evolucionaron y se
radicalizaron en reacción al fracaso de todos y cada uno de los gobiernos del
México independiente en consolidar un sistema político y gobierno estable y
duradero. Al trazar los vaivenes del pensamiento jurídico, constitucional y
moral de Munguía, desde que fue un estudiante de jurisprudencia, primero, y
maestro después en el Seminario de Morelia en los años 1830-1840, hasta los
años en que ejerció de obispo, enfocándose en sus obras, sermones, cartas
pastorales y decretos, Mijangos hilvana un retrato intelectual de sus ideas y
de las de la Iglesia que es enriquecedoramente complejo, sutil, de múltiples
capas y matices. Con tal de mostrar cómo una biografía puede contribuir a la
historia de las ideas, resumo aquí lo que se desprende de la obra de Mijangos
sobre el pensamiento de Munguía. Para empezar no era
reaccionario. No estaba a favor de medidas dictatoriales. De hecho, apoyó el
establecimiento de un gobierno representativo republicano siempre y cuando se
cediera a la Iglesia el poder y el espacio necesarios para asegurarse de que la
política estuviera sujeta a claros principios morales y religiosos. Su defensa
de la doctrina de la Iglesia católica estuvo, por lo tanto, fundamentada en la
idea de que era la única garantía contra la tiranía y el decline moral y social
del país. Fue un defensor apasionado de la importancia de la educación, viendo
en un programa educacional sólido y moral, como el que desarrolló él mismo en
el Seminario de Morelia, el único antídoto efectivo contra todas esas pasiones
peligrosas que corrompen. En su modo de pensar, los miembros del clero eran los
“guardianes de la moralidad y la justicia” y “los garantes del patriotismo”
(Mijangos, 2015, p. 89). Igual que muchos de sus contemporáneos sus ideas se
endurecieron con el tiempo en reacción a la crónica inestabilidad del país.
Llegados a finales de los años 1840, Munguía se había convencido de que la
civilización cristiana estaba seriamente amenazada por las pasiones
revolucionarias a las que habían dado rienda suelta las revoluciones europeas
de 1848 y el contexto de decline moral del México de la posguerra. Su postura
en la década de 1850 fue el resultado de cuatro décadas de violencia política y
medidas anticlericales agresivas. Fue su defensa a ultranza de los derechos y
las libertades de la Iglesia católica que lo convirtieron en un enemigo obvio
de los liberales de la reforma. Sin embargo, según Mijangos, lo que
verdaderamente defendía Munguía era la autonomía de la Iglesia y una forma de
republicanismo/nacionalismo católico, y no la causa de los conservadores
propiamente. No se puede negar que Munguía inspiró a toda una generación de
curas a oponerse a las reformas liberales de la década de 1850, negándose a celebrar
la ratificación de la Constitución de 1857, boicoteando los juramentos de
obediencia a la Constitución, y desobedeciendo las leyes de las autoridades
liberales, contribuyendo a la discordia que condujo al estallido de la guerra
de Reforma en diciembre de 1857. Hasta cierto punto puede atribuirse el que el
clero acabara siendo expulsado del sistema político y perdiera gran parte de su
riqueza a la intransigencia combativa de Munguía. Sin embargo, esto no
necesariamente significa que fuera conservador. Paradójicamente, la creencia de
Munguía de que se debía reforzar la autoridad e independencia de la Iglesia, se
haría realidad gracias a las reformas liberales que separaron la Iglesia del
Estado y permitieron que la Iglesia pudiera conservar y disfrutar de su
autonomía.
El ejemplo de Munguía y la biografía de Mijangos
sirven aquí para resaltar cuatro puntos interrelacionados que sustentan la
defensa del género biográfico presentada aquí como medio de aproximarnos a la
historia de las ideas (y de hacer una “historia total”). La biografía de
hombres o mujeres de ideas: 1) nos permite analizar las ideas de las personas
individuales en profundidad; 2) al incorporar en el análisis de dichas ideas el
elemento de la vivencia y experiencia del individuo en cuestión, podemos
entender de modo holístico la evolución de la persona y su pensamiento a la vez
que fueron trascurriendo los años y cambió no sólo su contexto personal sino su
contexto histórico particular también (la biografía ofrece el mejor medio para
mostrar cómo cambiamos todos con el tiempo; cómo pudimos creer en tal o cual
idea a los 20 años, y en algo totalmente distinto a los 50 sin ser
necesariamente contradictorios o mancos de escrúpulos); 3) al tener en cuenta
que “ningún hombre es una isla”,12
y que el biografiado es parte de una generación/grupo/comunidad, dicho
análisis, inevitablemente, a través de la mirada personal, nos ayuda a entender
el modo de pensar del conjunto al que perteneció dicho individuo en el sentido
más amplio; 4) y por último, centrándonos exclusivamente en el contexto
historiográfico del malentendido y olvidado siglo xix
mexicano, la biografía de personajes pensantes como Munguía nos ayuda a
entender mejor la complejidad del periodo a la vez que se van dinamitando todas
esas generalizaciones simplistas y maniqueas heredadas de la historia oficial.
Inevitablemente, cuando pensamos en un individuo
estamos forzados a pensar también en su contexto social. Michael Costeloe (1993, pp. 16-18) intentó describir a un hombre de
bien arquetípico combinando datos biográficos de diversas figuras públicas
criollas del México independiente, de clase privilegiada, que estudiaron en
colegios como el de San Ildefonso, ejercieron de abogados, frecuentaron los
casinos y el teatro en su tiempo de ocio, y apoyaron las actividades
filantrópicas de la Compañía Lancasteriana, entre otros detalles semejantes,
para darnos una idea de quiénes y cómo eran los mexicanos citadinos que
formaron ese grupo de “gente decente” que compuso la clase política del México
de la república central (1835-1846) y cuál era su entorno social. Es obvio que
las biografías están más que bien situadas para ayudarnos precisamente a
acceder a cómo debió ser vivir el día a día dentro de lo que fuera la capa
social, étnica, y cultural del biografiado.
Al investigar la vida de una persona la necesidad
misma de contestar preguntas sobre su vida personal nos fuerza a investigar una
infinidad de aspectos sociales que pertenecen a la historia de la vida
cotidiana. A continuación incluyo algunas de las interrogantes obvias, con sus
preguntas sucedáneas o consecuentes y que atañen la historia social, para
demostrar la simbiosis metodológica que existe entre la biografía y la historia
social, entre investigar a un individuo e investigar la sociedad de la época, a
saber: cómo fue su entorno familiar (y si fue común al de los mexicanos de esa
clase particular y de aquella ciudad), cómo fue su relación con sus padres (y
cuál era el modo acostumbrado de que se relacionaran padres e hijos en la
época), cómo con sus hermanos, a qué colegios fue y cómo eran (qué materias se
daban entonces y de qué manera), cómo fueron sus amigos de infancia y cómo se
conocieron (y a qué jugaban los niños), qué acostumbraba comer (y qué solían
comer los mexicanos de aquel entonces, y dónde compraban los ingredientes, y
cuánto costaban), cuáles eran sus pasatiempos (y los de sus contemporáneos),
qué ropa llevaba (y cuáles eran las modas del día), en qué momento se unió al
ejército o empezó a trabajar (y cómo de habitual fue su progreso en las filas
militares o en el bufete de abogados de turno), cómo se interesó en la
política, qué papel tuvo la masonería en determinar sus primeras actividades
políticas (y cómo eran las reuniones de las logias), en qué consistía su
devoción católica, qué leía (y qué leían sus colegas, y quién publicaba los
libros y cómo, y cómo llegaban los libros del extranjero), a qué periódicos
estaba suscrito (y quiénes más lo leían y por qué, y cómo circulaba la prensa
entonces y de qué manera), cómo conoció a su esposa y se casó (y por qué, y
cuán habitual era que los jóvenes se casaran por amor, por necesidad, o por
razones socioeconómicas, y cómo era una boda típica en la década de 1830),
cuándo tuvo su primera amante (si es que la tuvo, y por qué, y cuán habitual
era el adulterio). La lista podría seguir ad infinitum.
La mayoría de biografías publicadas hasta la fecha
sobre el México del siglo xix, al ser biografías
políticas, como se ha visto hasta ahora, no se han adentrado en detalle en la
vida cotidiana de los biografiados y, por lo tanto, no han desarrollado de modo
consistente la clase de aproximación a la historia social que aquí se propone.
Es evidente que no siempre están las fuentes requeridas para permitirnos
explorar cómo era el entorno social en el que se movieron nuestros personajes,
cómo cambió con el tiempo a la vez que cambiaron ellos, y qué impacto tuvo en
determinar su comportamiento (y el de aquellos contemporáneos suyos que
pertenecieron al mismo grupo social, pueblo o partido político). No siempre hay
cartas personales o diarios en los archivos que nos den acceso a la clase de
información que nos haría falta para ofrecer una visión verdaderamente completa
del biografiado en la que no sólo se pudieran analizar sus acciones políticas y
la evolución de sus ideas, sino también la sociedad a la que perteneció desde
una perspectiva personal y específica.
Sin embargo, en todas las biografías mencionadas
hasta aquí, hay pistas que reflejan aunque de manera
somera aspectos de historia social. En la biografía de Hidalgo de Herrejón Peredo, a modo de ejemplo, hay un capítulo (“En
Dolores: las cuentas”) en el que se puede apreciar cómo se presentaban las
cuentas de una parroquia, lo que podía costar arreglar una pared y parte del
cimborrio de una iglesia (509 pesos y siete reales), y puestos a explorar las
actividades financieras de Hidalgo (recaudando diezmos, pagando deudas y
préstamos), apreciar las horas que dedicaban los curas párrocos a resolver un
sinfín de problemas pecuniarios (Herrejón Peredo,
2014, pp. 149-156).
En el transcurso de investigar a Tornel, al haber sido presidente de la Compañía
Lancasteriana, me encontré estudiando cómo eran las escuelas de primeras letras
en el México independiente, lo que me llevó a publicar un estudio aparte sobre
el impacto educativo que tuvo (Fowler, 1996c). Con
Santa Anna, me sucedió algo parecido al investigar sus relaciones matrimoniales
y extramatrimoniales. De nuevo, más allá de lo que incluí en mi biografía de
Santa Anna, escribí un ensayo de índole sociológico sobre las esposas del
caudillo, llegando a mostrar cómo tanto Inés de la Paz García como Dolores Tosta, dentro de su contexto, tuvieron vidas relativamente
emancipadas, lo que de por sí me hizo revisar mi impresión inicial de la
opresión que pudieron padecer las mujeres dentro de la institución del
matrimonio en el siglo xix (Fowler,
2005). De modo parejo, al estudiar a Santa Anna y las múltiples maneras en que fue
celebrado cuando estuvo en el poder, me encontré explorando en términos
sociales (y antropológicos) las fiestas que fueron organizadas en su honor en
su ciudad natal de Xalapa y el impacto que tuvieron en el imaginario de la
población que participó en ellas (Fowler, 2002). Ya
como último ejemplo, con base en lo que había llegado a descubrir de Santa
Anna, pude contribuir con un trabajo sobre sus placeres y pesares en el volumen
que coordinaron Pilar Gonzalbo Aizpuru y Verónica
Zárate Toscano de historia social sobre los Gozos y
sufrimientos en la historia de México. Entre sus placeres incluí las
peleas de gallos (Fowler, 2007b), un tema que aunque
figura en la biografía, quizá pudiera haber sido explorado con más detalle.13
Lo que se desprende de estas páginas es que la
biografía tiene el potencial no sólo para contribuir de manera relevante y
significativa a la historia política y a la historia de las ideas; también
puede servir para ahondar nuestra comprensión de la historia social. Como se
podrá apreciar en la siguiente y penúltima sección de este ensayo, la
versatilidad del estudio biográfico abarca, en realidad, todas las posibles
aproximaciones históricas: la económica, la militar, la jurídica, la diplomática,
y la cultural. La biografía ofrece al historiador la oportunidad de hacer una
“historia total”.
Empezando por la historia económica, en los casos
de personajes que participaron activamente en la vida económica del México
decimonónico, fuera como hacendados, hombres de negocios, empresarios, cónsules
o ministros de Hacienda, es inevitable que la biografía servirá de nuevo para
contextualizar el desarrollo de las iniciativas y actividades económicas y
comerciales del biografiado en cuestión y analizar, al mismo tiempo y de modo
empírico, la evolución del desarrollo económico de México tanto con base en
condicionamientos, ambiciones y preferencias personales como en tendencias
macroeconómicas generales. Aunque todavía están por escribirse las biografías
de la gran mayoría de los ministros de Hacienda del siglo xix mexicano, a modo de ejemplo, sí tenemos las
biografías de Michael Costeloe y Paul Garner de dos empresarios británicos que influyeron en la
economía mexicana, William Bullock (1773-1849) y Weetman Pearson (1856-1927), respectivamente (Costeloe, 2008; Garner, 2013). En
el caso de la biografía de Pearson, más allá de la historia personal del
empresario inglés, Garner nos fuerza a replantearnos
nuestra comprensión de la naturaleza del imperio informal británico, al lograr
demostrar convincentemente que quienes se beneficiaron de sus actividades
económicas fueron tanto el mismo Pearson como el México porfiriano, en otras
palabras: salieron ganando Pearson, su red clientelar, y el Estado, la
sociedad, y la economía mexicanos en términos de inyecciones directas de
capital y beneficios indirectos o spill-over gains (ganancias de derrame). Garner llega, de hecho, gracias a su enfoque biográfico, a
la conclusión de que para comprender a Pearson y su imperio empresarial, es
esencial verlo como un agente del desarrollo nacional mexicano y no como
representante del imperio británico.
Yo, por mi parte, encontré que no me quedó más
remedio que analizar las diferentes políticas económicas que fueron
desarrolladas bajo el liderazgo de Santa Anna al trabajar los seis gobiernos
sobre los que presidió, sin haber sido él ministro de Hacienda o un economista
inspirado. Si nos fijamos tan sólo en las reformas que llevó a cabo su ministro
de Hacienda, Ignacio Trigueros, entre 1841 y 1844, es posible apreciar el modo
en que se intentó adoptar una política mixta en la que dependiendo de la región
o el área económica se implementaron medidas proteccionistas y librecambistas
simultáneamente, mientras que se logró, al mismo tiempo, recaudar más impuestos
que en ningún otro gobierno hasta ese momento (Fowler,
2007a, pp. 221-222). En resumidas cuentas, si el biografiado participó en
negocios o tuvo un papel determinante en el desarrollo de la economía, es obvio
que su biografía contribuirá a mejorar nuestro entendimiento de la historia
económica. Incluso si no lo fue y se obtienen datos de cómo se ganó la vida
(arrendando ranchos y haciendas, invirtiendo en las minas, beneficiándose del
contrabando), o superó tal o cual crisis (imponiendo préstamos forzosos,
negociando con la Iglesia), habrá elementos de la biografía, por mínimos o
secundarios que sean, que revertirán en una mejor comprensión de la historia
económica del país.
Sucede igual con las biografías de los militares:
al estudiarlos inevitablemente habrá que explorar cuestiones de historia
militar (doctrina, logística, armamento, reclutamiento, estrategia, táctica,
tecnología, liderazgo). Mientras que una biografía como la de Catherine Andrews
(2008, pp. 316-322) de Anastasio Bustamante gira alrededor de su carrera
política, no deja de haber pasajes propios de la historia militar, a modo de
ejemplo, cuando analiza la campaña que lideró contra Paredes y Arrillaga y el padre Celedonio Domeco
Jarauta durante la rebelión de la Sierra Gorda en
1848. Tanto en mi biografía de Tornel como de Santa
Anna, fue inevitable trabajar cuestiones de historia militar, desde las
reformas que implementó Tornel como ministro de
Guerra (incluyendo el programa de educación militar que puso en práctica) (Fowler, 2000, pp. 146-149), a las estratagemas que adoptó
Santa Anna en sus diversas campañas (Fowler, 2007a).
Como se debe estar haciendo obvio, lo que se
desprende aquí de cómo la biografía es capaz de entrar en diálogo con la
historia política, de las ideas, social, económica y militar, lo mismo puede
decirse para la historia jurídica, la diplomática, y la cultural. Para no
repetirme o agotar a los lectores, baste constatar que si la biografía de un
abogado o legislador (por ej. Otero) tendrá, por necesidad, que abordar temas
de derecho constitucional (por ej. la ley de amparo); la de un diplomático (por
ej. Juan Nepomuceno Almonte) tendrá que hacer lo propio para cuestiones de
historia diplomática (por ej. la firma de tratados como el de Mon-Almonte de 1859); y la de un político novelista (por
ej. Manuel Payno) tendrá que tocar temas pertinentes
al mundo literario y por lo tanto cultural de la época. La conclusión es que la
biografía es un género increíblemente versátil y multifacético, capaz, más allá
de narrar la historia de una persona, de contribuir de forma significativa al
estudio de la historia política, de ideas, social, económica, militar,
jurídica, diplomática, y cultural. Es más, y aquí va el reto a la nueva
generación de historiadores, la biografía, al poder contribuir a todas las
disciplinas históricas, puede, idealmente y en teoría, acercarnos a una
“historia total”, es decir: una historia que abarca todas las historias en un
solo estudio.
Fue el jugador y luego entrenador de fútbol
holandés Johan Cruyff (1947-2016), primero en el Ajax y luego en el Barcelona
F. C., quien concibió y desarrolló la idea del “fútbol total”. Es una propuesta
que parte de la idea de que todos los jugadores deben ser capaces de jugar en
cualquier posición si hace falta. A modo de ejemplo, un defensa, según la
teoría del “fútbol total”, debe poder atacar y meter goles del mismo modo que
un delantero debe poder volver atrás y defender con confianza. El equipo ha de
convertirse en un organismo versátil que, sin importar las posiciones de los
jugadores al principio del encuentro, pueda, dependiendo de cómo vaya el
partido, adoptar una auténtica pluralidad de estrategias ofensivas y
defensivas, al ser todos capaces de jugar en cualquier posición y en cualquier
parte de la cancha. Para lograr tal fin, y ya de entrenador, Cruyff (2016, pp.
50-53) hacía que sus jugadores jugaran en diferentes posiciones durante los
entrenamientos, incluso, de vez en cuando, poniendo a los porteros titulares y
suplentes de delanteros y viceversa.
Si se me puede permitir utilizar una analogía
futbolística, es mi parecer, con base en lo defendido en este ensayo, que la
biografía nos brinda, más que cualquier otro género histórico, con la
oportunidad de aplicar la teoría de Cruyff al estudio de la historia, y hacer,
por lo tanto, una historia total. El biógrafo ideal será aquel que, como los
jugadores de Cruyff, pueda estar igual de cómodo tratando temas tanto de
historia política como de historia jurídica, de historia social como de
historia diplomática, de historia económica como de historia militar, y de
historia cultural como de historia cotidiana. La biografía idónea será aquella que,
a través del estudio de un individuo, tratando tanto su vida pública como
privada, pueda ofrecer una interpretación de la época del biografiado que
aborde todas las cuestiones suscitadas por su vida. El resultado será, como
argüía R. J. Salvucci, al reseñar la maravillosa
biografía que escribió Jan Bazant
(1985) sobre Antonio Haro y Tamariz (1811-1869), una historia que, aunque se
centre en las vivencias de un individuo, es capaz de proveernos con “una
metáfora para la política mexicana de mitad del siglo xix”
(Salvucci, 1993, p. 108).
Por todo esto, se hace sobradamente evidente que
la biografía, como género, tiene el potencial para ofrecer una visión holística
del pasado; una visión tanto particular como general que nos puede ayudar a
entender mucho mejor el acontecer histórico. Teniendo en cuenta las lagunas que
persisten en nuestra comprensión del olvidado siglo xix
mexicano y el hecho de que hay tantas figuras históricas esperando todavía a
ser biografiadas por primera vez, o biografiadas de nuevo incluyendo los
avances historiográficos de las últimas tres décadas, es obvio que la nueva
generación de historiadores tiene la obligación de darse a la tarea de corregir
estas deficiencias. Es por ello que concluyo este trabajo con un llamado a la
nueva generación de historiadores del siglo xix
mexicano para que se dedique a hacer una historia total a través de estudios
biográficos que nos permitan comprender ya de una vez, en detalle y a fondo,
todos esos acontecimientos que seguimos sin comprender del todo, desde que
estalló la guerra de la Independencia en 1810 hasta que dio inicio la
revolución mexicana cien años después.
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1 Como punto de referencia y a forma de ejemplo, valga la pena comparar el
número de biografías que existe para los generales estadunidenses y mexicanos
que lucharon en la guerra de México-EEUU (1846-48). En orden alfabético hay
biografías para doce de los 23 generales estadunidenses que participaron en la
contienda: William S. Harney (Adams, 1983); Stephen
W. Kearny (Clark, 1961); Joseph Lane (Kelly, 1942);
Franklin Pierce (Nichols, 1993); Gideon
J. Pillow (Hughes, Jr. y Stonesifer,
Jr., 1993); Sterling Price (Shalhope,
1971; Castel, 1968); John A. Quitman
(May, 1985); Winfield Scott
(Johnson, 1998; Elliot, 1937); Zachary
Taylor (Bauer, 1985; Dyer, 1946; Hamilton, 1941);
David E. Twiggs (Heidler,
1988); John E. Wool (Hinton,
1960); y William J. Worth (Wallace, 1953). En cambio y
a modo de contraste seguimos sin biografías de por lo menos 17 generales
mexicanos que lucharon en la guerra: Lino José Alcorta, Juan Nepomuceno
Almonte, Pedro de Ampudia, Pedro María Anaya, Mariano
Arista, Valentín Canalizo, Antonio Gaona, Pedro García Conde, Vicente Filisola, Manuel María Lombardini,
José Manuel Micheltorena, Ignacio Mora y Villamil,
Mariano Paredes y Arrillaga, Manuel Rincón, Mariano
Salas, Gabriel Valencia y José Urrea.
2 Al no poder ofrecer una lista exhaustiva de políticos que no han sido
estudiados debidamente, me limitaré por cuestión de espacio, y a modo de
ejemplo, a enumerar tan sólo aquellos políticos y militares que tuvieron un
papel decisivo en la guerra de Tres Años o de Reforma (1857-1861) y que siguen
sin haber sido biografiados: Miguel Cástulo de Alatriste, Marcelino Cobos, Juan
José Baz, José María Blancarte, Miguel Blanco, Severo del Castillo, Manuel
Doblado, Francisco García Casanova, Manuel María de Echeagaray,
Epitacio Huerta, Tomás Moreno, Mariano Moret, Pedro Ogazón, José de la
Parra, Anastasio Parrodi, José Ignacio Pavón, Manuel
Robles Pezuela, Antonio Rojas, Anastasio Trejo,
Adrián Woll, Juan Zuazua, y Féliz
Zuloaga.
3 Por mencionar tan sólo un ejemplo de una biografía relativamente reciente
que continúa perpetuando ciertas leyendas negras en torno a “traidores” y
“tiranos” como Iturbide y Santa Anna, véase Blanco Moreno (1991).
4 Me refiero aquí a las consideradas primeras biografías de la Antigua Grecia
y Roma con sus lecciones aleccionadoras escritas por autores como Jenofonte,
Teofrasto, Cornelio Nepote, Tucídides, Tácito,
Salustiano, y Plutarco, y que luego evolucionaron en las hagiografías y vidas
de santos de los siguientes 16 siglos, para acabar convirtiéndose en las
biografías de héroes nacionales que formaron parte de las historias patrias de
los siglos xix y xx.
Véanse Aaron (1978); Backscheider
(1999); Hamilton (2007); Whittemore (1983).
5 La expresión “con verrugas y todo” está atribuida al revolucionario inglés
Oliver Cromwell (1599-1658), quien al ser retratado por el pintor sir Peter Lely, le exigió que le retratara tal y como era, “con
verrugas y todo”. Sería con esta idea en mente –de que la biografía ha de
mostrar tanto los defectos como las virtudes del biografiado– que las
biografías a partir del siglo xviii, y como lo
defendió el pensador inglés Samuel Johnson en un ensayo de 1750 (On biography. The Rambler,
13 de octubre 1750, núm. 60); véase también Lonsdale
(2006), empezarían a buscar una manera más “objetiva” de reflejar las vidas de
los biografiados. Véanse también Daghlian (1988); Cockshut (1974); Stauffer (1941).
6 Me refiero aquí a la ola de biografías psicoanalíticas que empezaron a
publicarse en el siglo xx, influenciadas por las
teorías de Sigmund Freud, quien en su biografía de Leonardo da Vinci,
interpretó la obra del artista según sus ideas sobre la neurosis, la
homosexualidad y la represión sexual (Freud, 2008). A forma de ejemplo, la
biografía del joven Martín Lutero de Erik Erikson interpretó sus acciones según
la idea de que sufría de un complejo de Edipo (Erikson, 1958). Véase también Novarr (1986).
7 Me refiero aquí a las biografías de artistas de cine, cantantes,
deportistas, etc., que se encuentran entre los libros más vendidos en la
actualidad, por ejemplo, Messi de Guillem Balagué
(2014).
8 Igual que en el caso de los trabajos de Hamnett
(1994) y Garner (2015) arriba mencionados, el libro
de Anna (1991) tampoco es una biografía convencional, personal o íntima. Sin
embargo, no deja de ser un estudio sobre los eventos que acontecieron desde el
final de la guerra de Independencia a la caída del primer imperio (1821-1823), que al enfocarse en ellos desde la perspectiva de Iturbide,
nos ofrece un estudio biográfico (político) en el sentido amplio que se
defiende en el presente artículo.
9 Si se me permite una digresión personal, escribiendo desde mi despacho con
vistas del claustro de St Salvator’s
de la Universidad de St Andrews, una mañana gris de
junio a pocos días de las elecciones generales del Reino Unido, yo puedo apoyar
al partido laborista británico a nivel nacional, pero ponderar sobre si es
mejor votar tácticamente por el Partido Democrático Liberal o el Partido
Nacionalista Escocés (todo con tal de que no ganen los conservadores), al
tenerse por seguro que los laboristas no pueden ganar el escaño de North East
Fife. Votar por los liberales o los nacionalistas escoceses siendo laborista,
bien pudiera parecer una contradicción desde lejos. Sin embargo, cuando se
conoce el contexto local/regional, es posible entender mi manera de proceder. Y
como el mío, el de tantos laboristas ubicados en ciertas zonas de Escocia.
10 Como dijera Krauze (1994), se trata de
“maniqueísmo [que] muestra que México no ha logrado reconciliarse con su
pasado: por eso vive en la mentira o, mejor dicho, en la verdad a medias” (p.
21).
11 Con sólo pensar en los pleitos que caracterizaron las relaciones de los
militares más destacados del ejército conservador durante la guerra de Reforma,
es obvio que tener biografías de todos ellos nos permitiría entender mejor qué
defendían y por qué hubo tantas divisiones internas en su bando. Baste recordar
que los generales Echeagaray y Robles Pezuela se volvieron contra el presidente Zuloaga en
diciembre de 1858; que, aunque Miramón lo defendió contra ellos y lo devolvió
al poder en enero de 1859, lo reemplazó él mismo como presidente “interino” el
2 de febrero, acabando por arrestarlo en mayo de 1860, a la vez que también
hizo arrestar al “Tigre de Tacubaya”, Leonardo Márquez, en Guadalajara en
noviembre de 1859. En todas estas, no sabemos con certeza tampoco cuál fue la
relación de Tomás Me-
jía, que acabaría fusilado junto a Maximiliano y Miramón en el cerro de las
Campanas en 1867, con Miramón o Márquez. Como va quedando sobradamente
evidente, nos hacen falta biografías de todos estos personajes históricos.
12 Me refiero aquí a la Meditación xvii del libro
Devotions upon emergent
occasions de John Donne
(1624), en el que dice aquello de que: “No man is an
island entire of itself; every man
is a piece of the continent, a part of the main
(Ningún hombre es una isla aislada; todo hombre es parte del continente, parte
del todo)” (The Oxford anthology, 1973, vol.
1, p. 1057), dando a entender que estamos todos ligados unos a otros, y lo que
sufren unos, lo sufrimos todos.
13 Para Eduardo Flores Clair no le di la atención merecida ya que Santa Anna
“usaba las peleas de gallos como un arma política de manera permanente y que en
ella reflejaba buena parte de su personalidad” (Flores Clair, 2014, p. 73, n.
39).