Fabienne Bradu
http://orcid.org/0000-0001-8653-5302
Universidad Nacional Autónoma de México, México
Instituto de Investigaciones Filológicas
Centro de Estudios Literarios
Resumen:Según Georges Steiner, no existe una teoría de la
biografía sino tan sólo una praxis, que es la mejor manera de pensar el género
y de realizarlo. Aquí repaso mi propia experiencia biográfica atendiendo tres
casos distintos: 1) la biografía de un personaje sin obra como es la vida de
Antonieta Rivas Mercado; 2) el retrato biográfico que exige otro tratamiento de
la información recabada y otra redacción, a través de mi libro Damas de corazón, y 3) la biografía cronología de un
poeta como Gonzalo Rojas, dotado de una extensa y rica obra de creación, en El volcán y el sosiego. Comento cada etapa, muestro las
dificultades que presenta cada variante del género y trato de reflexionar sobre
la biografía en general, pero siempre a partir de la experiencia propia.
Palabras clave: biografía; teoría; experiencia; siglos xx y xxi; México.
Abstract: According to Georges Steiner, there
is no theory of biography, only praxis, which is the best way to think about
the genre and engage in it. Below is a review of three
different cases drawn from my own experience in biography: 1) Biographies of
figures with no works, such as the life of Antonieta
Rivas Mercado; 2) Biographical portraits that require another way of dealing
with the information obtained and writing style, such as that found in my book Damas de corazón; 3) The chronological biography of a poet
such as Gonzalo Rojas, with his vast and rich creative oeuvre, exemplified in El volcán y el sosiego.
I comment on each stage, demonstrate the difficulties presented by each
variation of the genre and reflect on biographical writing in general, on the basis of my own experience.
Key words: biography; theory; experience, 20th Century,
21st Century; Mexico.
Tendría que comenzar poniendo en tela de juicio el
título que acabo de escribir. El adjetivo “literario” es ambiguo y, tal vez,
superfluo. Si pretendo calificar el producto final, diría que toda biografía es
–o debería ser– “literaria”, esto es, una obra de arte con una narrativa, un
ritmo y un estilo esmerados. Por lo tanto, hablar de “biografía literaria”
sería una redundancia. Sin embargo, no siempre los biógrafos están conscientes
de esta obligación. En particular los historiadores creen que su deber y
probidad intelectual se limitan a la exactitud de la reconstrucción. Recuerdo
un reclamo que, en este sentido, le hice a François Dosse
en un simposio sobre la biografía organizado por el ciesas en octubre de 2013, en la ciudad de
México. Le señalaba que los historiadores suelen jalar la cobija de la
biografía hacia su disciplina esgrimiendo la “cientificidad” de la historia,
como si los “literatos” no fuesen capaces de llevar a cabo una escrupulosa
investigación fáctica. A veces habría que pedir a los “científicos de la
historia” que aprendan a escribir con elegancia y corrección los resultados de
sus pesquisas. Por lo demás, el historiador francés Michel de Certeau puntualiza al respecto: “La historia no es
científica, si por científica entendemos el texto que explicita las reglas de
su producción. Es una mezcla, ciencia y ficción, cuyo relato no tiene más que
la apariencia del razonamiento, pero no por ello está menos circunscrito a
controles y posibilidades de falsificaciones” (Dosse,
2007, p. 40).
Si “la biografía literaria” se refiere a los
personajes biografiados: escritores en general, entonces podemos adelantar que,
en México, la tradición es escasa, parcial y relativamente reciente. En el
pasado no tan remoto, pesaba sobre la biografía una desconfianza o un franco
descrédito que se expresaba en términos de rechazo: al individualismo y la poca
cientificidad del género. Desde los años ochenta y noventa del siglo xx, las sospechas han ido despejándose e incluso diría
que la biografía goza de cierta boga entre los lectores actuales. François Dosse (2007) lo refrenda en una página de su libro El arte de la biografía:
El carácter híbrido del género biográfico, la dificultad para clasificarlo
en tal o cual disciplina organizada, la lucha entre tentaciones
contradictorias, como la vocación novelesca, la preocupación erudita, la
presentación de un discurso moral de la ejemplaridad, han hecho de él un
subgénero que durante mucho tiempo ha sido fuente de oprobio y ha padecido de
un déficit de reflexión (pp. 17-18).
Cuando en 1992 abrí en el posgrado de la Facultad
de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México un
seminario sobre “Biografía y autobiografía. Teoría y método”, no existía
ninguna materia que considerara el género como un objeto de estudio à part entière.
Acuden al seminario sobre todo estudiantes que dedican un capítulo de su tesis
de maestría o doctorado a la vida del escritor elegido, pero también alumnos de
distintas carreras humanísticas, simplemente atraídos por el temario. Antes que
despertar vocaciones, mi ambición consiste en formar lectores de biografías,
otra tradición tan escasa, parcial y reciente como su producción. Saber leer
una biografía es tan difícil –e imprescindible– como aprender a escribir una. A
la par de los documentos y los hechos –en lenguaje científico: “los datos
duros”–, importa apreciar la estructura del libro, su estilo, sus secretos o
sus trampas, sus omisiones y sus logros analíticos. Virginia Woolf (1976)
aseguraba que uno de los mayores desafíos de la biografía no reside en
recopilar los hechos sino en contar cómo estos hechos afectaron al personaje.
“Porque es muy difícil describir a un ser humano. Entonces, se dice: ‘Esto es
lo que sucedió’; pero sin decir a qué se parecía la persona a quien sucedieron”
(p. 81). En una carta a Tomás Segovia, Octavio Paz (2008) establece una
interesante distinción entre “lo pasado” y “el pasado”: “Tu pasado es lo que a
ti y sólo a ti te ha pasado […] Lo pasado son los incidentes, las formas que
adopta la ‘vida anterior’, ese pasado que nunca pasa, casi siempre oculto y que
sólo aparece en los días decisivos, para reordenar lo que somos y quienes
somos. Lo pasado es irrecuperable pero el pasado es lo que está siempre
presente” (p. 77).
La diferencia se antoja muy pertinente para
recoger lo que sucede durante la elaboración de una biografía: uno tiene que
reconstruir “lo pasado” para transformarlo en “el pasado” del personaje.
¿Cómo y dónde se aprende a escribir una biografía?
Por desgracia y en función de mi propia experiencia, refrendaría aquí lo que
les advierto a mis estudiantes al comienzo de cada semestre: no existe un
manual teórico que enseñe el arte de la biografía, como tampoco existen
recetarios para escribir una novela o un poema, pese a que algunos títulos
ofrezcan semejante fraude. El mejor aprendizaje es la lectura de biografías y
las experiencias narradas por los propios biógrafos. La primera fuente es
bastante amplia si se aceptan las ricas tradiciones sajonas y francesas, pero,
en cambio, la segunda es más limitada. Son pocos los biógrafos que han dejado
un testimonio relevante de sus dudas y dificultades durante el proceso de
investigación, o han sistematizado sus cavilaciones sobre el género. A mi
juicio, tres autores provenientes de horizontes y tiempos diversos han
reflexionado inteligentemente sobre su oficio de biógrafo: André Maurois (1935)
en Aspectos de la biografía; León Edel (1990) en Vidas ajenas, principia
biographica y François Dosse
(2007) en El arte de la biografía. Por supuesto,
abundan los artículos, académicos o no, acerca de aspectos particulares del
género, pero a menudo no añaden gran cosa a lo esencial que estos tres autores
han concentrado en los libros mencionados.
Un día de 1989 recibí del Fondo de Cultura
Económica la propuesta de escribir una biografía de Antonieta Rivas Mercado y
acepté el encargo sin tener la menor experiencia en el género. Sólo el
entusiasmo compensó mi irresponsabilidad o la del editor. Por fortuna, creo no
haber defraudado la confianza que la editorial depositó en mí, puesto que,
desde su publicación en 1991, el libro se reimprime con una regularidad que
todavía me sorprende. Me enfrentaba a la tarea de escribir la biografía de una
mujer cuyo principal trofeo en la memoria o el imaginario de México, era su suicidio,
en 1931, en la catedral de Notre-Dame de París. Su
fin espectacular y por lo demás inédito en los anales de la catedral, acabó por
borrar la empecinada construcción de una vida apasionada y adelantada a su
tiempo, que intenté resumir en un epígrafe de André Gide:
“Y si nuestra alma valió algo es porque ardió más fuertemente que otras.”
Antonieta Rivas Mercado era un mito arraigado en el imaginario de México, pero
pocos conocían su decisiva parte en la creación de una cultura moderna en el
país, trátese del teatro, de la música sinfónica o de la empresa editorial. Su
vida vanguardista constituye lo esencial de su huella en esta tierra; carece de
una obra escrita si exceptuamos un hatajo de cartas, unas intermitentes
cuartillas de diario, unas páginas cedidas a José Vasconcelos sobre la campaña
presidencial de 1929 y uno que otro apunte sobre temas culturales.
Ahora bien, ¿cómo estas vidas sin obra o, mejor
dicho, cómo la primacía de la vida sobre la obra modifica al
género biográfico? Aquí cobra un singular relieve la advertencia que
hiciera Lytton Strachey (1989) a principios del siglo
xx: “Es tan difícil escribir una buena vida como
vivirla” (p. 24). En efecto, aunque él lo pensara como una regla general a toda
biografía, una obediencia ineludible a la que, desgraciadamente, no se someten
todos los biógrafos modernos, el mandamiento se vuelve un imponderable cuando
se trata de reconstruir una vida sin la red salvadora de las obras que, por lo
general, le sirven al biógrafo para no dar pasos en falso, pisar la tierra
firme de lo real, aunque quiera convencernos de que allí está la vida cuando
probablemente habría que buscarla en otra parte.
En su introducción al método de Leonardo da Vinci,
ya Paul Valéry (1987) señalaba que semejantes manifestaciones tangibles de un
individuo, como una obra, sólo corresponden a la parte visible del iceberg que
es una vida y que, por ende, una biografía debería aspirar a mostrar la
monstruosidad inmersa que, como sabemos, es ocho veces más grande que la parte
visible. Así, según Valéry, la biografía significa “conjeturar la historia de
esta graduación de la complejidad” (p. 21). Una tarea titánica y similar a la
tentación de Gustave Flaubert de escribir una novela
sobre nada, donde las peripecias se adelgazaran hasta
tal punto que apenas sostendrían el relato. En pocas palabras, una especie de
telaraña cuyo dibujo final nacería de la sutileza y la luminosidad de los hilos
tramados por el biógrafo a partir de los aciertos y las errancias
del personaje. Pero, a semejanza de la araña que habita su líquida arquitectura
sin conocer los trazos de su perfección, nadie vive siendo, a un mismo tiempo,
actor y espectador de su propia vida. ¿Cómo no recordar las palabras finales de
Macbeth tratando de vislumbrar en qué consiste la vida: “Es
una historia contada por un idiota, una historia llena de ruido y de furia,
pero vacía de sentido”? Sólo la mirada retrospectiva del biógrafo podrá,
en el mejor de los casos, sugerir la forma de la telaraña. Así, una de las
mayores deslealtades hacia el biografiado no está en el artificio de la forma
restituida, ni en el insensato grado de veracidad de las informaciones, ni en
la cantidad de datos acumulados, sino, precisamente, en mal escribir una vida
bien vivida. Es el único escollo a sortear que depende de él, porque ningún
biógrafo está a salvo del error de documentación o de interpretación. Sólo los
personajes de novelas tienen la seguridad de revivir eternamente el mismo
destino en cada lectura: Emma Bovary siempre morirá
de la misma dosis de arsénico y Ana Karenina bajo el
acero del mismo tren. En este sentido, la ficción es mucho más segura que la
vida. La diferencia esencial entre un personaje de novela y una persona real,
asevera André Maurois (1935), reside en que el primero es creado por la
inteligencia de un hombre y se vuelve así accesible a la inteligencia de otro
hombre. Incluso en los casos aparentemente más misteriosos, el personaje de
novela tiene una relativa y humana simplicidad. Su complejidad es ordenada. Por
su parte, la autora de complejísimos personajes ficticios como Orlando o Mrs. Dalloway, sintetizaba el desafío de la biografía en la
lucha entre el “granito” del hecho y el “arco iris” de la ficción.
También vale destacar la diferencia entre la
biografía y la vertiente emergente de la historiografía que se llama la
“historia de la vida privada”. Se trata de hacer entrar en el arte de la
biografía este soplo de vida, de libertad irreductible a toda obra, que a esta
corriente de la historiografía no le importa recoger, porque más bien persigue
cifrar en los detalles de la reconstrucción el retrato de una época. Pero
Lytton Strachey (1989) también había advertido desde
el nacimiento de la biografía moderna que “los seres humanos son demasiado
importantes para tratarlos como meros síntomas del pasado” (p. 24). Aunque
algunos lo vean como una defensa de un individualismo desenfrenado, hay que
entender que el objeto y el objetivo de la biografía son distintos de los de la
historia.
Ahora, del lado de la literatura, estos últimos
años han registrado el auge de otra categoría neobiográfica
llamada “la novela verdadera”, inspirada de la tradición francesa de “le roman vrai”. Su peculiaridad
consiste en narrar la vida de un personaje real liberándose de la obligación de
la exactitud en la reconstrucción e introducirse en la vida interior del
personaje, cosa que prohíbe la biografía. Esta nueva modalidad, más literaria
que histórica, puede cubrir la totalidad de una vida, pero, por lo general,
suele centrarse en un tramo de vida, un episodio crucial o una relación con
otro personaje histórico. En estos casos, lo que se espera es una propuesta muy
personal y parcial del escritor, lejana y libre de la supuesta objetividad del
biógrafo. Sin embargo, se antoja que semejante subgénero o híbrido entre la
antigua novela histórica y la biografía a secas, responde a una falta de
imaginación de los novelistas actuales para crear personajes inéditos. También
el fenómeno coincide con otro, no menos sospechoso que la falta de imaginación,
que definiría como la devaluación de la verdad en nuestras sociedades
contemporáneas. Aunque sepamos que no existe la Verdad con mayúscula y prefijo
absoluto, es lamentable que se renuncie a indagar la más probable verdad de
unos hechos o de una vida, so pretexto que todas las variantes y variaciones
son válidas. A causa de esta tendencia o deriva o desidia, se corre el riesgo
de abonar y así justificar cualquier cosa sobre una persona que existió
realmente. Hemos entrado en la era de las “fake news” y de la “postverdad”, y
quizá falte poco para que se instaure una “Historia de la difamación”, mucho
más cruel que la borgiana infamia y totalmente impune como cualquier suerte de
corrupción. Desde mucho antes del náufrago actual, André Maurois (1935) definía
la biografía como “la investigación valiente de la verdad” y recomendaba al
biógrafo: “Se ha de ir a la verdad con todo el alma,
es decir, con toda nuestra atención, con todo nuestro respeto, con toda nuestra
inteligencia, pero también con todas nuestras facultades de la intuición
artística que podamos poseer” (p. 32).
Guillermo Cabrera Infante (1998) recuerda que los
orígenes de la biografía se arraigan en la libre circulación de relatos que hoy
reduciríamos a la categoría de “chismes”, pero que la retórica ha vuelto a bautizar,
con decencia, como “anécdotas”. El cubano las califica, con su acostumbrada
gracia, como “la proustvalía” de la historia. En las
vidas sin obra, la perplejidad del biógrafo es aún mayor que la que describe
Virginia Woolf (1976) cuando se disponía a escribir la vida de su amigo Roger Fry: “¿Cómo puede uno hacer una vida partiendo de seis
cajas de cartón llenas de cuentas de sastres, cartas de amor y viejas tarjetas
postales?” (p. 79). Cuando no existe el asidero de una obra o, cuando la vida
rebasa con creces las escasas huellas abandonadas a la caprichosa posteridad,
la documentación del biógrafo reside en esta “proustvalía”
asistida de una parafernalia de testimonios directos o indirectos que
constituyen, a un tiempo, la “máscara” del personaje y la única carne con que
revestir al esqueleto de papel. Si bien en todos los casos del género, la
anécdota es la carne, los músculos y, sobre todo, el nervio que animará al
biografiado a vivir una segunda vida, el biógrafo de vidas sin obra se
enfrentará con la ardua tarea que León Edel define
como descifrar el dibujo de la alfombra y aprehender lo que se esconde debajo
de la alfombra. ¿Cómo entonces pretender a un máximo de rigor cuando el dibujo
de la alfombra está trazado por los turbios hilos de la “proustvalía”?
En un libro posterior, Damas
de corazón (1995), dedicado a cinco mujeres mexicanas cuya vida fue su
mejor obra, aventuraba el siguiente diagnóstico: Cuando publiqué la biografía
de Antonieta Rivas Mercado (Bradu, 1991), comentarios
de los lectores me hicieron tomar conciencia de un hecho: había completado una
trilogía que, en México, se cifra en tres nombres: Frida, Tina y Antonieta. Es
la trilogía de las grandes trágicas que habitan el imaginario mexicano en lo
que se refiere al siglo xx y a sus mujeres.
Mientras escribía Antonieta estaba yo tan
obsesionada con el personaje –a quien me liga, además, la clase de amistad
vicaria que se teje entre biógrafo y biografiado–, que apenas reparé en la
dimensión mítica del tríptico final. ¿Había traicionado el propósito que
animaba mi biografía: despojar a Antonieta de los velos del mito para vestirla
con ropajes más verdaderos? No lo creo. Sin embargo, algo escapaba de mi
control o de mi voluntad de investigadora, y no pude impedir que quienes tuvieron
el libro en sus manos hicieran su propia lectura del personaje. Antonieta
recobró así su envergadura mítica, pese a mi empeño por perseguir la verdad de
su vida (Bradu, 1995, p. 9).
En otros términos, poco pude contra la poderosa
inercia del mito y sus máscaras, por más que intenté revelar la vivacidad y el
descalabro que sucedían debajo de la alfombra. México es un país sensible a las
derrotas y se complace con el culto a las águilas caídas. Ahora, a la
distancia, percibo la fuerza del mito que se propulsa desde la muerte hacia la
vida, hacia el presente y todos nosotros. El suicidio de Antonieta Rivas
Mercado nos interpela como el enigma central de su vida, porque un suicidio
forma parte de la vida y todavía no pertenece a la muerte: sólo le abre la puerta,
acaso aquella “puerta estrecha” de André Gide. Se
dice que morir es un acto solitario, pero el suicida es aquel que camina solo
hacia la muerte, con la conciencia y el deseo de que la muerte sea el único
norte al cabo de sus pasos. Un suicida muere doblemente solo.
En una polémica pública con una psicoanalista (no
recuerdo de qué escuela), aventuré que la superioridad de la literatura sobre
el psicoanálisis se debía a la ambición de escribir lo que es imposible
atestiguar. Lo mismo podría afirmarse de la filosofía, cuya limitación queda
resumida en esta observación de Albert Camus: “Nunca vi a nadie morir por el
argumento ontológico.” No hay testigo para el suicidio; nadie puede atestiguar
lo que sucede en el momento de jalar el gatillo. Por eso, escogí describir el
estruendo de la detonación en el viaje de Antonieta hacia el silencio y sólo
sugerir, desde la distancia, su cuerpo deslizándose sobre la madera de una
banca de Notre-Dame. Este segundo en que ella apretó
el gatillo de la pistola, seguirá siendo para mí su acto más insondable.
Imaginar ese instante fue como parpadear cuando se pretende fijar la mirada en
una escena o una persona con recrudecida atención. Y así, sólo atiné a narrar:
La detonación atronó en el silencio mortecino del mediodía. El cuerpo de
Antonieta, arrebato por el impacto, comenzó a deslizarse sobre la madera
bruñida. El estruendo del pistoletazo rebotaba del presbiterio al rosetón y de
regreso, entre bóvedas y vitrales, trepando por las nervaduras, cayendo a las lozas, metiéndose a las capillas laterales y convirtiendo
la cúpula en un descomunal tambor de piedras trepidantes.
El cuerpo que mostraba su corazón despedazado a
los ojos de Dios cayó, con un golpe de silencio, en el centro de esa telaraña
de ecos.
Después, muy lentamente, sus hilos sonoros se
fueron callando y, por fin, se volvieron a quedar en paz (Bradu,
2014, p. 229).
Cuando escribí esta biografía, tenía yo un lustro
más que Antonieta en el momento de su suicidio y así, mi relación con ella se
parecía a la que llevan las hermanas: una mezcla de complicidad y discordias.
Ahora, podría ser la madre de esta mujer prematuramente inmolada. Recuerdo el
asombro de Albert Camus en El primer hombre cuando,
al leer la lápida de su padre, advierte que ahora ha rebasado la edad de su
progenitor, también tempranamente desaparecido en un campo de batalla. No sé si
los juegos del tiempo que subvierten la cronología de los muertos y de los
vivos sean relevantes, pero, sin duda, algo sucede con los trastrocamientos que
se cumplen a nuestras espaldas o, como diría Javier Marías, en la “negra
espalda del tiempo”. Lo cierto es que la relectura de mi biografía me planteó
una interrogante: ¿escribiría hoy la misma biografía?
Mi respuesta inmediata es NO, pero me temo que
daría la misma para cada uno de mis libros. No se trata exactamente de
arrepentimiento sino más bien de la ilusión de poder perfeccionar lo hecho.
(Tal vez también sea el síntoma de un comportamiento obsesivo y compulsivo,
como suele ser el talante de muchos biógrafos.) Pero, entonces, surge otra
pregunta tan contundente como la negativa anterior: ¿quién ha cambiado:
Antonieta o yo? Y, en su caso, ¿qué ha cambiado? Aparentemente, la disyuntiva
es un sinsentido porque los muertos no pueden cambiar. No obstante, hay que
reconocerlo, los biografiados son los muertos más maleables y manoseables. Se
antoja que la primera pregunta alude a la relación secreta y compleja entre
biógrafo y biografiado, acerca de la cual, hasta ahora, en vano me han
interrogado. León Edel (1990) advierte con sabiduría:
Lo que no comprenden [los biógrafos] –es sumamente difícil hacerlo– es que,
mientras están ejecutando su tarea, su inconsciente o psique responde de más
maneras que las que conocen a sus percepciones sensibles de su héroe o heroína,
ese sujeto que ha demostrado ser tan atractivo (o a veces tan odioso) que está
dispuesto a dedicar algunos años a su intento de ponerlo por escrito (p. 56).
La segunda remite a los
documentos que van apareciendo o reapareciendo después de que se pone el punto
final a una biografía, y modifican, completan o precisan la reconstrucción
lograda. En rigor, el punto final es una expresión abusiva, meramente retórica,
en el género de la biografía. Cae el punto en la página con el último aliento
del personaje, mientras en la mente del biógrafo el signo se multiplica hasta
formar unos puntos suspensivos que constituyen el verdadero inicio del relato:
aquel que harán los lectores de la biografía. En lo sucesivo, el escritor de
vidas vivirá con el desasosiego de haber clausurado un relato susceptible de
crecer indefinidamente con descubrimientos documentales, pinceladas
correctoras, hipótesis nuevas, mientras los lectores seguirán creyendo,
erróneamente, que él ya lo sabe todo acerca de la vida del biografiado. En
verdad, ni siquiera la muerte tiene el poder de cancelar y de clausurar.
No siempre pueden disociarse las dos preguntas que
formulé, y voy a ilustrarlo con un ejemplo en apariencia irrelevante. Hace
relativamente poco conocí la única película que subsiste, donde se ve a
Antonieta Rivas Mercado actuar su mejor papel. Como la vida, dura un parpadeo.
La trama coincide extrañamente con un tramo de su vida, y el título de la
película podría ser: “Una tarde dominical en el campo”. Antonieta viste un
largo suéter claro que cae sobre una falda recta, acentuando así su elástica
esbeltez, y la primera toma la muestra sentada junto a otros personajes sobre
una tapia o una especie de balaustrada que cercaría una terraza de piedra. Al
poco llega un automóvil, forzosamente gris en esos años del cine mudo, y los
mismos personajes lo reciben a orillas del camino. Hay que mirar muy
atentamente las imágenes sincopadas para ubicar a Antonieta entre otras jóvenes
de su edad, acaso primas, hermanas o amigas. Antonieta se ríe e intenta taparse
la boca con una mano. Ignoro a quién pertenece el automóvil y qué despierta la
risa de Antonieta. Acaso alguien la interpela, le cuenta un chiste, o será que
ella misma ha preparado una broma para el huésped que está llegando en el
automóvil y no se aguanta la espera de su reacción. A no ser que la cámara
enfocándola sea el único motivo de su retozar nervioso. Al menos, esto es lo
que vagamente recuerdo de esos segundos de celuloide, pero lo que no he
olvidado y vuelvo a ver con nitidez, es la risa de Antonieta.
Por primera vez tuve ante mis ojos a una Antonieta
en movimiento e iba a decir en carne y hueso para referirme a la inusitada
corporalidad que así cobró la mujer por unos segundos. Para los biógrafos que,
como yo, tienen que reconstruir la vida de un personaje carente de movilidad,
de voz, de gestos en gerundio y que, al contrario, quedó cautivo de la rigidez
mortuoria de los documentos, semejante espectáculo produce un escalofrío tan estremecedor
como sería la aparición de su fantasma. Se recrudece la realidad de la persona
o, mejor dicho, se desvanece la torpeza del personaje resurrecto mediante la
puesta en palabras de una existencia. Toda la diferencia entre la vida y una
biografía cabe en el trecho que separa los vocablos persona y personaje. Pero
lo más asombroso de la brevísima actuación de Antonieta está en la risa que no
puede reprimir ni ocultar. No solamente nunca había visto una fotografía de
Antonieta riéndose sino que, debo confesarlo, tampoco
la había imaginado con esa risa que descubre una hilera de dientes tan largos
como escuetos eran sus labios. Dientes de marmota hambrienta y ambiciosa. Con
casuística liviandad, en ese momento me pregunté si Antonieta no se reía (al
menos en las fotografías) porque no le gustaba enseñar sus dientes o porque
nunca tenía motivos suficientes para reírse como su suicidio parecería
refrendarlo. La ausencia de una risa o de una franca sonrisa en su rostro, ¿era
cuestión de vanidad o de destino? La estrambótica pregunta atestigua las
obturaciones mentales de un biógrafo: es capaz de averiguar los actos y los
sentimientos más íntimos de su personaje, pero resulta incapaz de conjeturar su
risa. ¿Cómo pude no imaginarme la risa de Antonieta? Pero, ¿cómo se imagina una
risa?
En el transcurso de la investigación sobre
Antonieta Rivas Mercado, oí mencionar a otras mujeres mexicanas, narrar otras
vidas selladas por la risa que despiertan la rebeldía y la libertad, y que
precisamente no había sabido imaginar en la reconstrucción del trágico
descalabro de Antonieta. Confieso que me irritaba la fácil asimilación entre
destinos particulares y cierta imagen de la mujer mexicana, sufrida y trágica,
que obnubila a nacionales y a extranjeros. Los tiempos han cambiado y la mujer
mexicana tiende cada vez más a desmentir el estereotipo de la sumisión y de la
resignación en el sufrimiento. Pero no se trataba únicamente de una evolución
histórica y social: también en épocas pasadas existieron mujeres que no
encajaban en el esquema tradicional. Recogí y escogí la vida de cinco mujeres,
cuya mayor creación había sido su indomabilidad. Cada una, en distintas épocas,
fue un polo en la vida cultural del país por el imán de su belleza, la gracia
de sus palabras, la transgresión que significaba su estilo de vida, porque las
animaba una casi nata curiosidad y una apuesta fundamental por la libertad.
Todas vivieron de cara a la sociedad, sin otro heroísmo que el de asumir el
precio de la libertad. Así, hay caídas, tropiezos o repliegues en la difícil
conquista de su independencia, pero casi nunca aflora la amargura o el
remordimiento. En este sentido, sus vidas fueron risueñas, ligeras y asoleadas,
no exentas, sin embargo, de dolor y de complicaciones.
Damas de corazón (1995) es un conjunto de retratos
biográficos, que no alcanzan la dimensión y la profundidad de la biografía
clásica, pero no dejan de entrañar sus propias dificultades genéricas. Exigen
casi una investigación tan demorada y detallada que la que sustenta la biografía,
pero su éxito o su gracia descansa más aún en el estilo narrativo. El retrato
biográfico no es tan respetuoso del tiempo como la biografía: lo acelera, lo
detiene o lo desdeña en función del personaje que debe iluminarse mediante tan
sólo algunas pinceladas de tiempo. Admiro la tradición francesa y española en
la práctica de este subgénero, en particular a Ramón Gómez de la Serna (1988)
con sus Retratos de España. No tendré la soberbia
de pretender haberlo igualado, pero debo reconocer que él me provocó la
tentación de ensayar esta variante de la biografía, algo bastarda, a caballo
entre la historia testimonial y la literatura.
Roland Barthes condensaba aún
más el retrato biográfico hasta el punto de imaginar unos “biografemas”
elaborados a partir de los pequeños detalles que pueden, por sí solos, pintar
por entero a un individuo, un poco al estilo de Marcel Schwob
(1980) en sus Vidas imaginarias. Así expresaba Barthes su secreto deseo de posteridad: “Si yo fuera
escritor, y estuviera muerto, ¡cómo me gustaría que mi vida se redujera, con la
ayuda de un biógrafo amistoso y desenvuelto, a ciertos detalles, ciertos
gustos, ciertas inflexiones, digamos ‘biografemas’,
cuya distinción y movilidad pueden viajar fuera de cualquier destino” (Dosse, 2007, p. 307). André Breton (2000), acaso pensando
en las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, expresaba el mismo deseo:
Me gustaría que la crítica así se limitase a sabias incursiones en el
dominio que más considera prohibido y que es, fuera de la obra, el campo donde
la persona del autor se expresa con cabal independencia, a veces con gran
singularidad, a través de los pequeños hechos de la vida cotidiana […] ¡Cuánto
me gustaría poseer de cada hombre a quien admiro un documento privado del valor
de [una] anécdota! (pp. 24-25).
En las memorias de José Vasconcelos descubrí a
Consuelo Sunsín bajo el seudónimo de Charito que, más
que una identidad, encubría el misterio de un destino peculiar: originaria de
un pueblito de El Salvador, acabó convertida en condesa de Saint-Exupéry, después de emprender inesperados periplos y
perturbar a más de un corazón de escritor. María Asúnsolo
era para mí un nombre indisociable de la pintura mexicana contemporánea. Cuando
visité la sala del Museo Nacional de Arte que lleva su nombre y reúne los
retratos que le hicieron casi todos los miembros de la escuela moderna, me
pregunté por qué ella había inspirado semejante obsesión en los pintores
mexicanos de varias generaciones. Posteriormente, tuve la suerte de conocerla y
de comprender que su belleza no había sido el único motivo de la asombrosa
colección pictórica. La conocí en casa de la tercera retratada: Ninfa Santos,
con quien me ligó una entrañable amistad hasta el día de su muerte, en julio de
1990. A lo largo de varios años visité a Ninfa Santos con asiduidad y regocijo;
me fue contando su vida que revivía en cada confidencia gracias a su prodigiosa
memoria y su talento narrativo. Muchas veces me sentí depositaria de historias
y secretos, porque Ninfa Santos tenía el genio de la amistad y le hacía creer a
cada uno de sus numerosos amigos que el relato de su vida le era destinado. Machila Armida no vivía muy lejos de la casa de Ninfa
Santos en Coyoacán, y su nombre resonaba en las conversaciones de sobremesa,
ligado a episodios y a otros nombres de muy diversa índole. Lo que más me
incitó a indagar su vida fue la expresión de alegría que convocaba la sola
mención de su nombre y la remembranza de su carácter. Quiero decir que en el
transcurso de la investigación me divertí como pocas veces lo permite la tarea
del biógrafo y que, al terminar la redacción del capítulo, sentí que me
despedía de una amiga a quien hubiera querido conocer. Lupe Marín no necesita
presentación: su figura se despliega en los muros públicos de México. Sin
embargo, poco se sabía de la totalidad del personaje. Su nieta me dijo un día
que era complicado aprehenderla porque había sido una mujer sencilla, elemental
como los colores primarios, de una sola pieza, a la medida de su personalidad
volcánica y de su deseo de ser “la única”. Acepté el reto de recrear la
complicada sencillez de Lupe Marín, que oscila entre la mujer terrenal y la
diosa de un misterioso culto.
Una de las mayores dificultades con la que tuve
que lidiar en Damas de corazón, residió en mostrar
la vida íntima de estas mujeres libres y adelantadas. Por supuesto, es un brete
que se plantea en toda biografía: ¿hasta dónde es preciso ahondar y detallar la
parte íntima de una vida para, a un tiempo, decir la verdad –¡toda la verdad!–, y respetar el reducto más privado de un ser
humano? La vida sexual es uno de los aspectos más trillados y compartidos por
la humanidad y, por lo tanto, poco susceptible de trazar la singularidad del
personaje. Prima sobre ella los sentimientos, sean estos apasionados, tibios o
francamente gélidos. Por lo demás, no suele haber testigos de estos momentos de
privacidad, que luego narrarían lo sucedido a un biógrafo “voyeur”. El
amarillismo es una tentación a evitar y otra plaga en el decálogo moral de la
biografía.
*
A raíz de Antonieta Rivas Mercado
y Damas de corazón, recibí a continuación varias
propuestas para escribir las biografías de otras mujeres mexicanas. La
tentación se ofrecía como una promesa de éxitos editoriales, pero advertí un
peligro al cabo de semejante camino: corría yo el riesgo de convertirme en una
maquiladora de biografías femeninas. Si bien no había escogido a la primera
protagonista, me preciaba de poder elegir mis futuras obsesiones. Por lo demás,
después de la suma de biografías femeninas que tenían en mi haber, me pregunté
si sería más lioso o igualmente espinoso escribir la biografía de un hombre. En
efecto, porque el biógrafo echa mano de sus propias emociones o reflexiones
para comprender las de su personaje, se me antojaba aventurado abismarme en una
cabeza masculina y pretender cautivar sus resortes íntimos. A priori, no tengo
prejuicios en cuanto a la diferencia de sexo entre el biógrafo y el biografiado
–he leído excelentes biografías marcadas por esta discordancia genérica–, y más
bien dudaba de mi propia capacidad para compenetrarme con un talante masculino.
Era una duda y una curiosidad que en un momento pretendí averiguar con una
biografía del autor de Pedro Páramo, pero las pocas
simpatías que me demuestra la Fundación Rulfo me disuadieron de ir a tocar la puerta
de sus archivos. Hasta que Gonzalo Rojas irrumpió en mi horizonte intelectual y
afectivo.
León Edel plantea otra
pregunta crucial que ahora viene al caso recordar: “¿Quién escoge a quién?”,
tomando como ejemplos a Goethe y Eckermann, o a Boswell
y Johnson, que fueron contemporáneos entre sí. Añade que la pregunta sigue
teniendo pertinencia en el caso de personajes muertos. Para elucidarla, el
biógrafo (o el lector de biografías) debe preguntarse qué rasgos del carácter o
de la vida de un personaje encuentran suficientes ecos en la vida del biógrafo
para dedicarle años de trabajo y desvelos. En otras palabras, discernir la
afinidad invisible entre el biógrafo y el biografiado. Toute proportion
gardée, no es soberbia mía declarar que, poco
después de conocerlo, sentí que Gonzalo Rojas me indujo a volverme su biógrafa,
incluso si el proyecto aparentemente provino de mi iniciativa. Ahora, con el
beneficio de la distancia pero sin poder comprobarlo,
diría que no hice sino someterme a un designio del poeta chileno. Desde la
primera conferencia que di sobre su obra poética, en Concepción de Chile, en
octubre de 1998, Gonzalo Rojas me dijo: “Siento que no es la única, ni la
última vez que te ocuparás de mi obra.” El vaticinio me sonó más a presunción
suya que a intención mía. Sin embargo, cuando terminé la edición de su obra y
la escritura de su biografía, recordé la frase vaticinadora y, entre
estupefacta y divertida, no pude dejar de sonreírme en mis adentros. O bien,
toda esta especulación no es sino una fantasía mía, una suerte de autoengaño
destinado a crearme una falsa legitimidad intelectual, con la que a muchos
biógrafos les gusta adornarse para dormir tranquilamente después de concluida
la hazaña.
Aunque Freud era capaz de inventar todo tipo de
ardid para disuadir a cualquier eventual biógrafo suyo, no dejó de advertir
algunos riesgos verdaderos del género. Entre ellos, me importa citar este en
particular: “Frecuentemente lo eligieron [al biografiado] como tema de estudio
porque le tenían en seguida un afecto especial, sentimientos personales. Se
entregan entonces a un trabajo de idealización que se esfuerza por inscribir al
gran hombre en la serie de sus modelos infantiles, por ejemplo, hacer revivir
en él la representación infantil del padre” (Dosse,
2007, p. 332).
Debo confesar que Gonzalo Rojas encarnaba para mí
al padre ideal que no tuve: era un poeta sabio que me enseñaba muchas cosas
sobre la literatura y la vida, y que además era cordial, divertido, atento a la
manera de pensar de los jóvenes. Por lo tanto, el riesgo de idealización
señalado por Freud me concierne muy particularmente. Mi salvación fue que
comencé a escribir su biografía después de su muerte en abril de 2011. Así,
algunos aspectos de su carácter que desconocía y fueron apareciendo hacia el
final de la investigación, rectificaron por sí solos mis excesos de
idealización. Me refiero sobre todo a su trato con las mujeres a quien amó y a
veces maltrató en su existencia. En este caso, mi cercanía con el poeta en los
últimos años de su vida, si bien me ayudó en el conocimiento de su pensamiento
y su cotidianidad, enturbió la distancia necesaria entre el biógrafo y su
personaje con afectos mezclados de reprobaciones y admiración.
Unos días, durante nuestras conversaciones,
Gonzalo Rojas abría irrestrictamente la llave de sus recuerdos y otras,
recubría algunos episodios de su vida con el velo del mito que iba inventando
en el momento. En Otras sílabas sobre Gonzalo Rojas
(Bradu, 2002) una suerte de anticipo a la biografía
que vino después, reproduje un cuento armado por él sobre su salida de la RDA
al cabo de su primer exilio. Sólo hasta después de su muerte, supe por su hijo
Rodrigo Tomás que también pasó el exilio en la RDA, cómo había sido exactamente
la partida de su padre. Huelga precisar que la versión aderezada por la
imaginación del poeta era mucho más atractiva que la realidad desde un punto de
vista narrativo. Con el tiempo y la investigación, llegué a discernir las
mitificaciones de Gonzalo Rojas y también a estar cierta de que el único ámbito
en el que no mentía era la poesía. En realidad, además de comprobar que las
condiciones de cada biografía difieren, cabe añadir que ninguna es preferible
sobre otra. Se gana por un lado y se pierde siempre por otro, casi en la misma
proporción.
La biografía de Gonzalo Rojas que me proponía
escribir, se presentaba como el casi exacto revés de mi experiencia anterior:
el personaje era un hombre que había dejado una obra poética considerable; su
longevidad contrastaba con las tres décadas de vida de la mexicana; abundaba la
documentación sobre él y su creación, entre otras disparidades. Chile era un
terreno mal conocido para mí en materia de historia política, social y
cultural. Tuve que investigar mucho más a fondo que en mis biografías
anteriores, el contexto en que se inscribía el destino particular de mi
personaje. El resultado, como luego se comentó en Chile, es que la biografía
ofrece, tal un suplemento, una reconstrucción de la historia cultural del país
durante casi todo el siglo xx, poco frecuente en
otras publicaciones nacionales. En otros términos, a veces las carencias de un
autor se vuelven unas ventajas accesorias para los lectores.
La cercanía para con el poeta contrastaba con la
lejanía que me separaba de su país, de los archivos, de las bibliotecas y de
los testigos directos e indirectos. Cada viaje a Chile suponía unos
malabarismos para conseguir licencias, apoyos y toda una suerte de estratagemas
para investigar in situ. El gobierno chileno, a
través de sus instituciones culturales, se mostró invariablemente indiferente a
mis solicitudes de apoyo. En cambio, la Universidad Nacional Autónoma de
México, en cuyo Instituto de Investigaciones Filológicas trabajo, siempre
intentó facilitarme los desplazamientos y las estancias de investigación en la
medida de sus posibilidades presupuestarias, cada año más menguadas. En más de
una ocasión tuve que financiarme a mí misma viajes y alojamientos. Quizá esto
se considere una cuestión aledaña en estas cavilaciones sobre el género, pero
estas son las condiciones prácticas del biógrafo y no dejan de influir en el
resultado. Sólo una vez en mi vida escuché con embeleso y envidia el relato de
la vida ideal de un biógrafo. En un viaje a México, Annie
Cohen-Solal me contó cómo había sido contactada por
el editor André Schiffrin para escribir la primera biografía de Jean-Paul
Sartre después de su muerte. André Schriffin le
ofrecía: anticipos, viajes, tiempo, encuentros con testigos claves, sus propios
archivos y recuerdos, en pocas palabras, las condiciones de las que nadie
dispone para investigar y escribir una biografía. El beneficio de semejantes
condiciones queda a disposición del lector en Sartre
(1905-1980), Gallimard, 1985, una de las
dieciséis traducciones del libro inicialmente publicado en inglés, en Nueva
York.
Curiosamente, al problema de la distancia
geográfica se sumaba para mí la distancia cultural y lingüística entre Chile y
México. De hecho, El volcán y el sosiego iría a
publicarse simultáneamente en los dos países, pero ¿para qué público lector
debía yo escribir? Algunas referencias políticas o culturales me parecían
obvias para Chile y a lo mejor desconocidas en México. Determinados vocablos no
son comunes a ambos países por más que se supone que comparten el mismo idioma.
Parecen asuntos de detalles, pero sobre todo el primer punto se me planteaba
con cierta frecuencia, como de todas maneras se le plantea al biógrafo en cualquier caso. ¿Hasta dónde es su obligación
informar al lector del contexto en que se inserta la vida del personaje? Las
notas de pie de página a menudo se convierten en una tabla de salvación para
resarcir las eventuales lagunas de un hipotético lector. Sin embargo, resulta
difícil determinar a priori semejantes lagunas y si bien, por lo general, un
biógrafo puede suponer que se dirige a un público más o menos culto, no siempre
es el caso.
Otro tipo de sorpresas reserva la recepción de una
biografía en distintos contextos, para el caso, en Chile y en México. En el
país sureño, la tradición biográfica es todavía más escasa que en México y
hasta diría, casi inexistente. Se han publicado biografías de sesgo claramente
histórico, biografías intelectuales o retratos parciales de figuras literarias,
pero pocas, muy pocas biografías con todas las de la ley, que suponen una
imbricación entre vida personal o privada y vida pública o creativa del
personaje. Como muchos otros poetas, Gonzalo Rojas escribía poemas a partir de
circunstancias concretas de vida, lo cual imposibilita la separación entre el
ámbito privado y el creador. Sin embargo, algunos críticos se asombraron de ver
las dos vertientes reunidas en un solo libro y así, yo me di cuenta de que la
práctica no era usual en Chile. Quizá más aún que México, Chile teme la
exhibición de la vida privada, aunque el “chisme” o la “copucha” sea uno de los
deportes favoritos de sus habitantes. Pero resulta incongruente pretender
mostrar cómo una obra surge de circunstancias de vida sin aludir a ellas, como
tampoco se entendería la alquimia que se produce entre vida y poesía si no se
conociera el punto de partida y el de llegada.
La longevidad del poeta y la relevancia de su obra
me llevaron a redactar un manuscrito de desmesurada dimensión: más de mil
páginas que, según yo, apenas daban un pálido y parcial reflejo de lo que pudo
haber sido la vida de Gonzalo Rojas. La editorial me pidió reducir el
manuscrito a 700 páginas, de tal manera que la biografía impresa no rebasara
las 500. Esta reducción fue quizá la etapa más difícil y cruel de la aventura.
Separar la paja del grano significó suprimir muchos de los “adornos” literarios
debidos a mi pluma, o sea, según yo, las partes más “logradas” de la redacción.
Fue un ejercicio inmejorable para castigar el ego, reflexionar sobre lo
esencial y pergeñar una sobriedad sin desmérito del ritmo narrativo. Suele
pensarse que lo más difícil en la biografía es la recopilación de documentos y
testimonios, pero también lo es la selección del material a incluir, en el
entendido de que es imposible narrar la totalidad de una vida. André Maurois
(1935) afirma al respecto: “La biografía no consiste en decir todo lo que se
sabe, pues entonces cualquier libro sería tan largo como una vida, sino en
tener en cuenta lo que se sabe y escoger lo esencial” (p. 64).
Para terminar, quisiera añadir que todavía no veo
con suficiente distancia la biografía de Gonzalo Rojas para elaborar un
diagnóstico más detallado de la experiencia que apenas concluyó hace tres meses
con la publicación del libro. Se necesita que pasen los años para que el
biógrafo se dé cuenta de las trampas que sorteó y las otras en las que cayó,
tal vez a pesar suyo. Sin embargo, me gustaría citar las palabras de Mark Schorer, el biógrafo de Sinclair Lewis, a quien menciona
León Edel (1990) en su estudio mencionado. Reconozco
en la confesión de Mark Schorer mucho de mi propia
experiencia:
Mi larga conversación con Sinclair Lewis me enseñó mucho. Al ir aprendiendo
acerca de él con toda su obstinada deficiencia en el conocimiento de sí mismo,
creo que gané en conocimiento de mí mismo. No soy un hombre mejor, sin duda,
por haber escrito su vida, pero pienso que soy más sabio. Sólo puedo esperar
que mi gratitud hacia él por esto aliviará un poco la responsabilidad de la
vida con que lo he agobiado (p. 61).
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