Francie Chassen-López
http://orcid.org/0000-0001-5610-0201
Universidad de Kentucky, USA
Departamento de Historia
Resumen: La reciente “vuelta biográfica” ha proporcionado
una riqueza de nuevos temas y metodologías. Aquí se plantean dos preguntas: 1)
¿cuáles son los retos diferentes que enfrenta el biógrafo que desea investigar
y escribir la vida de una mujer comparados con el que escribe la biografía de
un hombre?, y 2) ¿cómo han influido los nuevos temas y métodos en las recientes
biografías de mujeres mexicanas? Para apreciar la influencia de esos, se
revisan algunas biografías recientes de las vidas de mujeres mexicanas,
incluyendo la que está escribiendo la autora del artículo. Se encuentra que han
influido de manera positiva en la búsqueda de fuentes, la narrativa, el
significado del contexto, y en el trato de los temas de género, subjetividad,
identidad, agencia y representación. Estas biografías apuntan a rescatar a las
mujeres olvidadas de la historia con tal de establecerlas como sujetos
históricos y, así, transformar la escritura de la historia en general.
Palabras clave: vuelta biográfica; biografías de
mexicanas; dimensión de género; subjetividad, narrativa y contexto.
Abstract: The recent “biographical turn” has
provided a wealth of new themes and methodologies. This article raises two
questions: 1) What are the different challenges faced
by biographers wishing to research and write about the life of a woman as
opposed to that of a man? and 2) How have the new
issues and methodologies influenced recent biographies of Mexican women? In
order to appreciate their influence, the article reviews recent biographies of
Mexican women, including the one being written by its
author. It concludes that they have had a positive influence on the search for
sources, narrative, the importance of context and the
treatment of issues such as gender, subjectivity, identity, agency and
representation. These biographies seek to recover women forgotten by history
and establish them as historical subjects, thereby generally transforming the writting of history.
Key words: biographical turn, biographies of Mexican women, gender, subjectivity, narrative and context.
Descrita como “la hijastra no querida de la
profesión” de historia (Nasaw, 2009, p. 573) y la
“cenicienta” de los estudios literarios (Benton,
2009, p. 1),1 la
biografía ha sido considerado un género inferior por los académicos. Falta
rigor, capacidad analítica y sofisticación; privilegia demasiado al individuo;
acerca demasiado a la microhistoria y es demasiado anecdótica. A pesar de todas
esas “fallas” (algunas bien fundadas), la biografía ha seguido floreciendo en
los países occidentales donde el público lector siempre ha demostrado una gran
preferencia para ellas por encima de los libros de historia. Pero
recientemente, según Barbara Caine
(2010), ocurrió “un cambio notable, … en cómo se
está viendo y comprendiendo la biografía históricamente” (p. 122). Al fin, la
biografía ha ganado un debido respecto dentro de la academia. Después de “‘la
vuelta lingüística’, ‘la vuelta cultural’, ‘la vuelta de espacio’ y hasta “la
vuelta al afecto’”, ahora llegó the biographical turn,
“la vuelta biográfica” (Caine, 2010, pp. 122-123; Dosse, 2007, pp. 21, 209-210, 427; Evans y Reynolds, 2012,
p. 1; Lässig, 2004, pp. 147- 153; Renders,
De Haan y Harmsma, 2017, p.
3). Influida por esas corrientes, la “nueva biografía” rompe con la biografía
tradicional y empírica y se enriquece gracias a una gran gama de nuevos temas y
métodos (Margadant, 2000, p. 1; Wagner-Martin, 1994).
En el siglo xix,
tanto el historiador inglés Thomas Carlyle como el
filósofo estadunidense Ralph Waldo Emerson, entre otros, creyeron que no había
más historia que las vidas de los hombres (Caine,
2010, pp. 11-13). La biografía victoriana, que celebraba la vida pública de los
hombres ilustres, sin parar en su vida privada, fue desinflada por Lytton Strachey en Eminent Victorians que sacó a la luz
las flaquezas de sus personajes (incluyendo la famosa enfermera Florence Nightingale). En la década de
1920, la escritora Virginia Woolf (1942, p. 190), como Strachey
miembro del grupo “Bloomsbury” de intelectuales
ingleses, propuso una “nueva biografía” que debía ahondar no sólo en lo público
sino también en la vida interior del sujeto, seguramente bajo la influencia de
la obra de Sigmund Freud (Caine, 2010, pp. 28, 38-40;
Dosse, 2007, pp. 31-36; Hamilton, 2007, pp. 111-117).
A partir de la década de 1930, con el auge del fascismo, y sobre todo después
de la segunda guerra mundial, hubo un rechazo a la historia como biografía de
los grandes hombres, así como a la historia política, y se dio un giro fuerte
hacia el estudio de la sociedad de masas. En la academia, prosperó el marxismo,
la demografía, geografía y mentalités
colectivas desarrolladas por la Escuela de los Annales francesa y la historia social inglesa.
Esas corrientes enfocaron las grandes colectividades y las fuerzas
socioeconómicas como móviles de la historia (Caine,
2010, pp. 19-20; Dosse, 2007, pp. 187-189; Margadant, 2000, p. 3). Según Nigel
Hamilton (2007), la segunda guerra mundial fue la guerra en que “los pueblos
lucharon por la democracia”, la sociedad de masas actuaba por encima de la
voluntad de individuos (pp. 187-195).
Pero luego, en las décadas de 1960 y 1970, el
ataque al estructuralismo, sus narrativas universales y su voz única, por las
teorías posmodernistas y posestructuralistas desató una revolución
epistemológica. Mientras que Foucault expuso cómo la “verdad” se construía a
través de discursos, otros revelaron el significado del mundo de los signos y
símbolos. Al revelar cómo funciona la construcción social y remarcar la
importancia del lenguaje y la identidad, los estudios culturales hicieron
tambalear el materialismo como base del conocimiento. Al mismo tiempo, iban
irrumpiendo en el escenario internacional un elenco formidable de nuevos
actores, exigiendo su espacio histórico: los habitantes de los países recién
independientes de África y Asia, los marginados de América Latina y las mujeres
en muchas partes. Con los movimientos de protesta social de la década de 1960
(la liberación de mujeres, la lucha por derechos civiles de los afroamericanos,
latinos, indígenas y gays), surgieron nuevas voces
hasta entonces suprimidas en Estados Unidos. Clamaron por escribir su propia
historia, que no sólo sería “incluida” sino también transformaría la escritura
misma de la historia. Así fue que se cambió el sujeto de la historia con el
reconocimiento de la pluralidad de voces, experiencias e identidades. En esa
democratización de la historia hizo un papel primordial el auge de la historia
social que buscó entender la sociedad desde abajo hacia arriba al mismo tiempo
que exigía el reconocimiento del papel de la vida cotidiana (Salvatore, 2004,
p. 188). La microhistoria, practicada por Carlo Ginzburg, y después los estudios de
Natalie Zemon Davis, mostraron cómo las vidas de
gente común y corriente podrían iluminar los procesos históricos.
La biografía de cualquier persona negra en Estados
Unidos, resaltó Nathan Huggins,
“conlleva un significado racial y social mucho mayor que la vida retratada”
(citado en Caine, 2010, p. 24). Al principio, los
temas de la trata de esclavos y el colonialismo habían sido marginalizados al
escribir la historia del capitalismo, que ponía énfasis en la expansión
europea. Esto suscitó una reacción fuerte entre algunos académicos quienes
después fundaron una nueva área de estudios conocido como el Black Atlantic, el “Atlántico
negro”, que, al principio, se centró en los procesos históricos grandes de las
migraciones, el comercio, la trata de esclavos y el colonialismo, sobre todo,
en términos cuantitativos. No obstante, aquí también se ha dado “la vuelta
biográfica” al sentir la ausencia de los individuos quienes había vivido en
carne propia esos procesos históricos. Según Joseph C. Miller (2014), es a
través de las biografías individuales que se logran rescatar en fuentes
sumamente fragmentarias, que se pueden vislumbrar las culturas transnacionales
e híbridas del Atlántico negro y percibir la diversidad de experiencias de
hombres, mujeres, niños y niñas, seres antes negados en la historia (pp.
14-34). Así fue que, en muchos campos de la historia, se dio la vuelta
biográfica después de una “larga penumbra” (Dosse,
2007, p. 205) en que había quedado “medio dormido”
(Margadant, 2000, p. 1) por cuatro décadas.
En cambio, hasta muy recientemente, la biografía
en México no había tenido tanto éxito como en otros países, a pesar de un
exaltado culto a los héroes nacionales. Tanto Hugh Hamill (1971, pp. 285-304), en una ponencia en la tercera
reunión de historiadores mexicanos y norteamericanos en 1969, como Enrique Krauze (1983), en un artículo en Vuelta,
lamentaron esta situación y acusaron a los biógrafos de ser meros polemistas.
Habiendo publicado el celebrado Caudillos culturales de la
revolución mexicana (1976), así como otras biografías, Krauze condenó la “penuria” del género en el país:
“Nuestros miles de biografías no son tales: son pro o contrabiografías.”
Él culpó a la cultura política mexicana y la falta de una “identidad
individual” por esta situación y luego lanzó una “invitación a la biografía” a
los colegas (Krauze, 1983, pp. 57-58; 2013, p. 12).
Él levantó su propio guante y siguió produciendo numerosos volúmenes, todos
centrados en hombres políticos. Tres décadas después, todavía imperaba la misma
pobreza biográfica según Mílada Bazant
(2010, p. 14; 2013a, pp. 20-21; 2015, p. 15), quien ahora destacó la gran falta
de biografías de mujeres. Por cierto, en su evaluación del quehacer biográfico,
aunque Hamill listó muchas biografías de mexicanos,
es curioso que no incluyó ni una biografía de una mujer (aunque sí había).2 Pero, hoy
en día, al fin se nota un creciente entusiasmo biográfico en el país. Por un
lado, los académicos aspiran a atraer el interés de un público más grande, y
por otro, pretenden, a través de la nueva biografía, revivir la escritura de la
historia (Quintanilla, 2013, p. 261; Suárez Argüello, 2013, p. 281).3 Ahora, ese
entusiasmo biográfico se alimenta del desarrollo boyante de la historia de la
mujer en México (Bazant, 2015, p. 15).
En Estados Unidos y Europa, la explosión
biográfica conllevó otra vuelta, una “vuelta metodológica y teórica”, tan
fecunda, según Hans Renders, Binne
de Haan y Jonne Harmsma (2017, pp. 3-4), que ha trascendido a varios otros
campos de investigación (Caine, 2010).4 En México,
también, se ha puesto a reflexionar sobre teoría y metodología, por ejemplo, el
libro electrónico de Enrique Krauze (2012), El arte de la biografía que reúne tres ensayos
publicados en la revista Vuelta, la compilación Biografías: modelos, métodos y enfoques, editada por Mílada Bazant (2013b) y el número
de Secuencia que tiene el lector en sus manos.
Inspirado por esta nueva fase de la investigación biográfica, el presente
ensayo revisa algunas biografías recientes de mujeres mexicanas para responder
a dos preguntas básicas: 1) ¿cuáles son los retos diferentes que enfrenta el
biógrafo o la biógrafa que desea investigar y escribir la vida de una mujer
comparados con el que escribe la biografía de un hombre?,5 y 2) ¿cómo
han influido los nuevos temas y métodos en las recientes biografías de mujeres
mexicanas?6
Hasta la década de 1970, la mayoría de las
biografías trató las vidas de hombres, sobre todo porque se centraban en su vida
pública, sus logros y sus hazañas. Las casas editoriales sólo publicaban
biografías de reinas o de mujeres notorias por escándalos sexuales; no se
interesaron en las vidas de desconocidas. En 1967, cuando la historiadora
estadunidense Gerda Lerner trató de publicar su
biografía colectiva de las hermanas Grimke,
luchadoras sureñas contra la esclavitud en Estados Unidos, su manuscrito fue
rechazado por 25 casas editoriales antes que Houghton Mifflin
lo aceptara (Caine, 2010, p. 44). Esto cambió a
partir de la década de 1970 en Estados Unidos, cuando despegó la producción de
libros de historia de la mujer. El compromiso primordial para las historiadoras
ha sido “descubrir y revelar las mujeres olvidadas e ignoradas del pasado con
el fin de cambiar la concepción misma de la historia que las ha relegado como
insignificantes” (Mann Trofimenkoff, 1985, p. 1). De
allí en adelante, se forjó “una conexión simbiótica” entre la biografía y la
historia de la mujer (Ware, 2010, p. 413).
Al cambiar el sujeto de la historia y el énfasis
sobre la vida pública, cambiaron las preguntas que planteaba la biógrafa. “La
originalidad de la historia de las mujeres –observó Ana Lida García (1998)–
está en el tipo de preguntas que formula. Son preguntas que hacen visibles a
las mujeres como sujetos históricos inmersos en una circunstancia particular
que las conforma, a la vez que ellas actúan sobre esta” (p. 200). Las
condiciones de vidas de las mujeres (y también de las minorías) diferían mucho
del hombre heterosexual (blanco), sujeto de la biografía tradicional. Para Blanche Wiesen Cook, reconocida
biógrafa de Eleanor Roosvelt,
fueron “las feministas [que] efectuaron una revolución en la biografía.
Planteamos preguntas diferentes, distinguimos otros problemas, buscamos
secretos y tomamos en serio cuestiones del deseo y la pasión” (citado en
Wagner-Martin, 1994, p. ix). Pero no solamente han
cambiado las preguntas sino también la metodología del biógrafo. En seguida, se
analizan algunos de los temas, preguntas, problemas y debates que confrontan a
la biógrafa con respecto a las fuentes, la narrativa, el contexto, la dimensión
del género, la identidad y la interseccionalidad, la
subjetividad y la representación.
El primer obstáculo que enfrenta la biógrafa de
una mujer, sobre todo si nació antes de mediados del siglo xx, es encontrar suficientes fuentes. Si la mujer ha
dejado un archivo personal o una autobiografía, mucho mejor, pero esto es la
excepción. La invisibilidad de la mujer en la historia y la falta de su voz
propia obstaculizan el trabajo de rescate de las huellas de su trayectoria. La
gran mayoría de historias, así como las mismas
fuentes documentales, fueron escritas por hombres y enfocaban la actividad
pública. Ellos no se fijaban en las mujeres, creyendo que las actividades
reproductivas no tenían valor histórico. Como lamentó Dee
Garrison (1992), “la escasez de la visión femenina
documentada distorsiona casi todas nuestras investigaciones históricas” (p. 72). Armado con nuevos interrogantes, resultó ser ineludible
releer las fuentes con lupa, entre líneas y a contrapelo, así como descubrir
nuevas fuentes, con tal de encontrar las huellas de las mujeres en la historia.
Por ejemplo, el personaje de “Adriana” en las
memorias de José Vasconcelos emergió como “la amante estereotípica en el
imaginario de la cultura literaria mexicana del siglo veinte”. Sin embargo,
como subrayó su biógrafa Gabriela Cano (2009), a nadie se le ocurrió preguntar:
¿quién era esa Adriana en la vida real?, ¿cuál era su verdadero nombre? Por
eso, la historiadora tituló a su libro, Se llamaba Elena
Arizmendi. Así fue que el público no sólo se enteró de su nombre sino
también de su vida activa como enfermera maderista durante la revolución y su militancia en favor de las mujeres hispanas en la
ciudad de Nueva York en la década de 1920 y algo de su versión de esa célebre
relación amorosa. Cano (2010) calificó su
investigación como una “búsqueda arqueológica” porque tuvo “que cavar hondo y
remover piedras para hallar los pocos datos disponibles, dispersos entre México
y Estados Unidos en archivos, bibliotecas, colecciones de periódicos y
revistas, muchas de ellas publicaciones marginales de difícil acceso” (p. 28).
Faltando acceso a un archivo personal, la biógrafa
tiene que buscar por donde sea fuentes nuevas. Yo estoy terminando de escribir
una biografía de la comerciante tehuana decimonónica, Juana C. Romero, la
famosa Juana Cata, que supuestamente tuvo un amorío
con Porfirio Díaz cuando eran jóvenes. No he tenido acceso a un archivo
personal y he buscado fuentes primarias en archivos estatales (el Archivo de
Notarías de Oaxaca aportó ricos datos sobre sus empresas), universitarias y
hemerotecas, y en las narraciones de viajeros, informes al gobierno,
entrevistas, fotografías, mapas, pinturas, música, literatura y objetos
materiales. Por cierto, el estudio de la cultura material ha surgido como un
método innovador hoy en día en la biografía (Evans y Reynolds, 2012, p. 3). Así
es que con “un dedal, un anillo, un misal, una sombrilla, la pieza de un ajuar,
la túnica de una abuela, tesoros de graneros y de armarios; o bien imágenes,
[…] se esboza una arqueología femenina de la vida cotidiana” (Duby y Perrot citado en García,
1998, p. 213).
El estudio del chalet, una construcción al estilo
francés en medio de la arquitectura colonial de Tehuantepec, y sus posesiones y
muebles europeos, echan luz sobre las aspiraciones sociales y modernizadores de
Juana C. Romero, quien había nacido pobre de madre soltera. Empezó trabajando
como vendedora ambulante de cigarrillos en las calles de su ciudad y llegó a
ser la empresaria más rica de la región. Viajó por el país, Estados Unidos y
Europa, estableciendo redes económicas y sociales. Al indagar en la historia
del traje de la tehuana, se hizo evidente su gran influencia en su
transformación a fines del siglo xix al introducir
nuevas modas y detalles extranjeros, un tema que se trata abajo. Entonces,
rastrear la cultura material resultó ser una veta muy rica para entender su
carrera y su personaje (Chassen-López, 2008; 2014).
María Teresa Fernández Aceves (2014) realizó un
esfuerzo hercúleo de búsqueda de fuentes con tal de escribir Mujeres en el cambio social en el siglo xx mexicano. Quiso
entender “por qué, cómo y cuándo la participación de las mujeres se hizo más
evidente en espacios públicos de principios del siglo xx
en Guadalajara y México” y también “en otras partes del mundo como España y
Estados Unidos”. Las vidas de esas mujeres militantes, la española Belén de Sárraga, quien difundió el feminismo y el anticlericalismo
a través de México y otros países de América Latina, y de cuatro jaliscienses,
la maestra revolucionaria Atala Apodaca, la dirigente
sindical María Arcelia Díaz, la maestra y dirigente sindical Guadalupe Martínez
Villanueva y la política Guadalupe Urzúa Flores, le sirvieron para demostrar
cómo las mujeres participaron en la “creación de una cultura ‘moderna’” y
promovieron los cambios sociales, incluyendo los de género (Fernández Aceves,
2014, p. 1). Mientras que pudo construir la trayectoria de sus vidas públicas,
rescatando archivos olvidados en el camino, “fue casi imposible reconstruir la
infancia, la intimidad, la vida privada y la subjetividad de estas mujeres”.
Inclusive, en las entrevistas, les molestaban preguntas sobre su vida privada.
Siguieron el “patrón masculino” de resaltar lo público a costa de lo privado,
lo que frustró a la biógrafa en su intento de adentrarse en su vida interior.
Pero luego entre los documentos de Martínez, topó con un álbum titulado “Una
mujer, su destino” que su hermana Dolores había configurado con mucho cariño.
Por fortuna, ese hallazgo le ayudó a profundizar en la maduración del
pensamiento de Guadalupe “sobre la mujer, la clase obrera, la ciudadanía, el
sufragio femenino, la patria y la historia de México” (Fernández Aceves, 2013,
pp. 181-190). Para ella también, un objeto material permitió solventar una de
las muchas incógnitas que aquejaban a la biógrafa.
Así, la biógrafa de una mujer tiene que ser
emprendedora e imaginativa para encontrar sus fuentes. De todos modos, no puede
escapar de la contrariedad que representa lo fragmentario de los datos. ¿Cómo
llenar los huecos y las lagunas, a veces enormes de décadas enteras, en la vida
de la biografiada? “La biografía habita la difusa frontera entre la historia y
la literatura –dice Susana Quintanilla (2013)– pero su esencia está dentro de
la primera” (p. 266). Sin embargo, esta situación incierta suscita mucha
inquietud cuando se enfrenta a los espacios oscuros. Todos los biógrafos tenemos
que “suponer e inferir” en algún momento (Lee, 2009, p. 138): pero, ¿qué tan
lejos se puede estirar la imaginación de la biógrafa?
Al publicar The return
of Martín Guerre (1983), Natalie
Zemon Davis (1988) recibió una crítica feroz del
historiador “purista” Robert Finlay, quien prefería
dejar “vacíos sociales y culturales” antes que usar la imaginación para
especular e interpretar. Pero, el estudio de la vida campesina francesa en el
siglo xvi a fuerza se topa con muchas incógnitas.
Como buena historiadora, Zemon Davis “veía
complejidades y ambivalencias por doquier”, y entonces, ella declaró que
“aceptaría, hasta que encontrara algo mejor, un conocimiento conjetural y una
verdad posible” aunque su crítico “buscaba la verdad absoluta, sin
ambigüedades”. Para ella, escribir historia requiere especular con imaginación,
pero con base en el conocimiento histórico (Davis, 1988, pp. 572-574, 587-603).
Hoy en día es muy común retratar un paisaje con base en fotografías o relatos
de viajeros o reflexionar sobre los móviles de las acciones de un personaje.
Todos usamos los “ganchos biográficos” como parece, acaso,
tal vez, posible o probablemente, para advertir al lector que se trata de
una interpretación o especulación (Lee, 2005, p. 89). Virginia Woolf (1942)
también estuvo ambivalente respecto al binomio biografía/literatura, porque, a
diferencia de las ciencias naturales, los hechos de la historia cambian con el
descubrimiento de nuevas fuentes. Ella comparó al biógrafo con el “canario en
la mina, que pone a prueba la atmósfera, detectando falsedad, irrealidades y la
presencia de convenciones obsoletas. Su sentido de la verdad debe estar vivo y
a tientas… pero también debe estar preparado a admitir versiones
contradictorias” (p. 195).
Otra cosa es introducir la ficción; por ejemplo,
inventar un diálogo que no existió. No obstante, hoy en día la ficción ha
entrado de lleno al quehacer biográfico. Mílada Bazant (2013b) es tajante: “la biografía está incompleta,
desde mi punto de vista, sin una dosis de ficción” siempre y cuando la
escritora conozca muy bien el contexto.7
Ella describe tres tipos de relatos que usó en su biografía de Laura Méndez de
Cuenca: el verdadero, el verosímil (“que es verdadero en su contenido, pero no
en la historia real”) y la ficción. Siguiendo las reflexiones de Philip Lejeune sobre la autobiografía, ella cree que se debe hacer
“un pacto de verdad” para que la historia domine en la biografía. No sugiere
inventar hechos ni personajes, pero sí “una narrativa vívida, con algunas
pinceladas literarias y algunos pasajes de ficción”. Para Bazant,
“una biografía debe leerse como novela” (pp. 233-246).
Pues así se lee Antonieta,
la biografía de la vida de Antonieta Rivas Mercado de Fabienne
Bradu (1992). Fluye y capta el interés del lector
desde la primera página. Interesantemente, no fue proyecto de la autora, sino
que le fue encargado por el Fondo de Cultura Económica. Bradu,
quien es crítica literaria, hizo una investigación seria que se comprueba al
revisar la bibliografía secundaria y la lista de entrevistas. Sin embargo, la
biografía prescinde del aparato académico de notas al pie en el texto; así es
imposible saber cuándo lo escrito surge de la investigación. No se sabe si los
diálogos vienen de relatos de las entrevistas o de las memorias de Antonieta o
de la imaginación de la biógrafa, y uno sospecha que es la última. No obstante,
la biografía presenta un personaje complejo y creíble: conflictiva, arrogante,
desgarrada entre su formación tradicional y su deseo de ser libre, así como su
fin trágico. Como obra de arte, Antonieta es
encantadora, como historia, tendría mucho cuidado en citarla. Por mi parte,
especular e imaginar con base en la investigación histórica es plausible; pero
meter ficción compromete “ese pacto de verdad”.
Ya habiendo publicado tres libros de historia,
Celia del Palacio (2013) resolvió el debate historia/ficción de otro modo
cuando se avocó a estudiar la vida de Leona Vicario. Aspiraba a aportar nuevos
datos e interpretaciones, llenar las grandes lagunas y hacer justicia a la vida
de aquella formidable mujer. Aunque sí logró encontrar nueva información y
hasta corregir algunos errores comunes (pp. 315-317), sobre todo le frustraban
tantas lagunas y la imposibilidad de desarrollar su vida interior. Quedaban
tantas preguntas sin contestar, entre ellas, por supuesto: “¿Cómo fue la
relación íntima entre Quintana Roo y Leona?” (p. 317). Sin poder responderlas,
optó por la ficción. Al escribir la novela Leona (2010),
aunque fincada en una investigación seria, dejó atrás la historia académica y
dio vuelo a su fecunda imaginación y habilidades literarias.
Hoy en día, el significado del contexto ha
cambiado; ya no es sencillamente el background,
el trasfondo de una vida, sino que desempeña un papel fundamental en la
biografía. Incluso, ahora hay biógrafas que optan por un personaje precisamente
porque su vida ilumina algún suceso o cambio histórico. Alice Kessler Harris (2009) aventura llamar a este acercamiento
la “antibiografía”. Ella es muy clara: escribió la
vida de la dramaturga Lillian Hellman
no tanto por ver “las tensiones y contradicciones internas que producen las
experiencias de un personaje” sino más bien para entender “lo que esas
experiencias nos pueden enseñar acerca del pasado”. Advierte que quiere see through a life, ver a
través de esa vida, para descubrir “algunas de las
fallas generalizadas de la cultura norteamericana del siglo xx”. Como Hellman era
izquierdista y estuvo en la lista negra macartista de
los escritores de Hollywood, Kessler Harris (2009)
usó su biografía para echar luz sobre “las tensiones que circunscribieron” las
políticas domésticas y extranjeras de su país (pp. 627-630).
Aunque algunos afirman que se debe buscar una
balanza entre el trasfondo y la vida del personaje, no siempre es posible ni es
la meta del autor. Como se sabe, hay muy pocos datos confiables sobre la vida
de Malintzin, o doña Marina, como la llamaron los
españoles. Una de las grandes injusticias de la historia mexicana es que su
papel como traductora de Cortés se volvió símbolo de la traición a la patria.
Aunque ya se reconoce que no existía entonces ninguna patria, ha quedado el
maldito concepto de malinchismo en la psique mexicana. Camilla Townsend (2006)
ha escrito una nueva biografía de Malintzin; con gran
empatía se fueron juntando los pocos datos existentes y enroscándolos en un
contexto profundo. Es un ejemplo genial de una biografía que privilegia el
contexto para desarrollar una vida sobre la cual existe poca información.
Townsend logra retratar a Malintzin y su entorno,
pero, además, viendo a través de su vida, reescribe la historia de la conquista
y apunta varios errores de los cronistas (incluso Bernal Díaz). Con la
documentación etnográfica existente, reconstruye su niñez, su hogar y su
vestuario y hasta sus posibles sentimientos en distintos momentos de su vida.
Townsend demuestra cómo Malintzin, inteligente y
dotada, estuvo consciente de su papel único en la empresa de Cortés y cómo se
aprovechó hábilmente de esto para mejorar su situación; por ejemplo, al buscar
un matrimonio con Juan Jaramillo (pp. 165-170). Townsend tituló la biografía, Malintzin’s choices (Las
decisiones de Malintzin) con tal de retar la
imagen común de indígena víctima y presentar al lector una mujer que, en muchos
casos aunque no todos, era capaz de tomar sus propias
decisiones.
Otra mujer decisiva fue Juana C. Romero. Además de
ser comerciante, también fue productora y refinadora de caña de azúcar y
aguardiente. A pesar de su éxito económico, nunca abandonó su ciudad para
mudarse a la capital estatal o nacional como hacían con frecuencia los ricos
provincianos. Invirtió buena parte de su fortuna en obras filantrópicas: en la
educación, en la salud pública, en embellecer los parques, en la música local y
en las obras de la iglesia. Al juntar tanto capital económico, social y
cultural, también buscó el poder político para controlar las políticas
municipales; así, para fines del siglo xix le
decían la cacica de Tehuantepec. Al desarrollar el contexto, me he dado cuenta
de que su vida estaba tan entrelazada con la de su ciudad que es imposible
separarlas. Así es que la historia de Tehuantepec, que empezó como contexto,
ahora se ha vuelto otro protagonista de la obra. Se ha comparado la biografía
con la microhistoria; a veces en su buen sentido, pero en otras no tanto, ya
que lo ven como obra limitada que sufre de miopía, semejante a la crítica de la
biografía tradicional. Pero justamente, tanto la buena biografía como la buena
microhistoria descubren y destacan lo que la macrohistoria,
las grandes narrativas, encubren. Al viajar por México, Estados Unidos y
Europa, Romero se volvió gran partidaria de la modernidad y su mayor objetivo
fue traerla a Tehuantepec, así como su amigo Porfirio Díaz en el país (Chassen-López, 2008). Tuvo bastante éxito, pero su gran
poder no le salvó de los múltiples obstáculos creados por hombres que resentían
una mujer poderosa. Así también, como parte del contexto, la biógrafa tiene que
contemplar la dimensión del género, cómo las restricciones y limitaciones
sociales impuestas a la mujer afectaban su vida.
En 1985, Susan Mann
inquirió: “¿Cómo cabe la vida de una mujer en el patrón del desarrollo lineal
cronológico tan común a la vida de un hombre: él desarrolló,
él logró, él declinó?” (p. 7). Carolyn Heilbrun (1988) notó lo mismo que las mujeres habían
“vivido afuera de los guiones ya establecidos” de las vidas de los hombres (pp.
39, 50); más bien la vida de una mujer fue “definida mejor por imposibilidades
que por oportunidades” (Barry, 1992, p. 31). Por consiguiente, si la vida de la
mujer “se moldeaba de manera distinta del hombre, entonces la narrativa tenía
que representar esas diferencias” (Ferres, 2002, p. 304). La biografía de un
hombre lista y evalúa sus logros mientras que se espera que la de una mujer los
explique: ¿cómo llegó a hacer lo que hizo dadas las restricciones impuestas
sobre ella por su familia y la sociedad? (Heilbrun,
1988, p. 25; Mann Trofimenkoff, 1985, p. 7). Las
editoras de The challenge of feminist
biography (1992) plantearon
una pregunta a sus colaboradoras: “¿Cómo cambia la naturaleza y la práctica de
la biografía cuando se cambia el género del sujeto biografiado?” La respuesta
de todas fue categórica: “cuando el sujeto es una mujer, la cuestión de género
vuelve al centro del análisis” (pp. 6-7). Así se ha ido reconociendo que el
género de una persona es “una dimensión inescapable de su ser” (Ferres, 2002,
p. 304).
Para valerse de la perspectiva de género, según
Laura Lee Downs (2010), es necesario “excavar los
significados precisos que han llevado la feminidad y la masculinidad en el
pasado para demostrar la evolución de esos significados a través del tiempo y
así revelar la naturaleza de esos conceptos como construcciones históricas en
nuestro mundo” (pp. 3, 22). Sin embargo, las biografías tradicionales raras
veces contemplaban la cuestión de género como un factor significante en las
vidas de sus personajes. Al centrarse en la vida pública, la biografía no ponía
mucha atención a su vida privada; sólo se incluyó información sobre un
matrimonio si era infeliz (Heilbrun, 1988, p. 86). No
se preocupaba de las relaciones de los biografiados con sus esposas, madres,
hijas, hermanas (y mucho menos en sus opiniones) o en la vida familiar
cotidiana. Reinaba el discurso de género basado en la ideología de esferas
separadas: el hombre en el espacio público y la mujer en lo doméstico.
Así, para escribir la vida de una mujer, resultó
imprescindible estudiar la vida privada, su papel en el hogar y la crianza de
los niños. Y, mientras más se exploraba la vida privada de las mujeres, más se
observaba la “constante interacción entre las esferas ‘privadas’ y ‘públicas’”.
El mundo doméstico de la mujer, y de la familia, dejó de ser “irrelevante
históricamente” (Caine, 1994, pp. 250-251). Ganó su
debido lugar como tema de la biografía y la historia, y así contribuyó no sólo
a borrar la raya entre esos espacios sino también a la redefinición de la
relación entre lo público y lo privado. Consecuentemente, ahora muchas
biografías de los hombres ponen atención en la vida privada y cotidiana, así
también a sus relaciones con esposas y parientes femeninas8 (Caine, 2010, pp. 45, 107-109; Ferres, 2002, pp. 304-308; Ware, 2010, pp. 414, 422).
La biografía de Laura Méndez de Cuenca, de Mílada Bazant (2010), narra la vida
de quien fue la mejor poetisa y pedagoga de fines del siglo xix y principios de xx en
el país. Ese personaje tuvo una vida pública como pocas mujeres de la época,
llena de logros, pero también de oprobios y censuras por no conformar a las
convenciones sociales. La vida de esta valiente mujer tan diestramente
retratada por Bazant no deja lugar a dudas de lo
inseparable de lo público y lo privado; lo incomprensible que uno es sin el
otro. Los desencantos y tragedias de su vida amorosa, las dificultades de ser
madre sola y los graves problemas de salud de sus hijos se entrelazan con sus
ambiciones literarias y pedagógicas, así como sus viajes en el extranjero. La
unión de esos aspectos de la vida de Laura ejemplifica cabalmente la opinión de
Jean Strouse (1986), que la buena biografía “opera en
las intersecciones de las experiencias públicas y privadas” (p. 163).
Enfocar la vida privada y el mundo doméstico de la
mujer también resaltó cuán vitales son las relaciones entre mujeres y las redes
de apoyo que se construyen entre ellas: con sus parientes cercanas, sus
maestras, sus amistades, sus colegas. Fernández Aceves (2014) constata cómo las
conferencias de Belén de Sárraga inspiraban a las
mexicanas y cómo el liderazgo de María Arcelia Díaz fue modelo para su amiga
Guadalupe Martínez. La biógrafa agrupó a esas cinco mujeres con tal de delinear
las semejanzas y diferencias de su vida de militantes
así como descubrir las relaciones y redes de apoyo que facilitaron su incursión
en la esfera pública. De ese modo, se logra apreciar cómo iban abriendo la
esfera pública a las mujeres durante la revolución y en el periodo
posrevolucionario (pp. 1 y 136). Con tal de explicar “la reorganización de la
esfera pública para acomodar” la entrada de nuevos grupos y voces, Kay Ferres (2002) cita a la filósofa Maria Pia Lara, quien argumenta que “la biografía como la
autobiografía han sido fundamentales al proyecto feminista de transformar la
esfera pública” porque retan la ideología liberal que “separa la moralidad
privada y la justicia pública”. Las biografías de los nuevos actores que
revelan sus relaciones, sus solidaridades y sus deseos de justicia social
ayudan a transformar “nuestra comprensión de lo que puede ser la esfera
pública” (pp. 304-308, 317, 319). Pero no todos esos nuevos actores son iguales
y si algo ha aprendido el feminismo a través de los años es que no todas las
mujeres son iguales, y que la categoría de mujer no es única.
En su reseña de The challenge
of feminist biography, la
historiadora y biógrafa de la abolicionista negra Sojourner
Truth, Nell Irvin Painter (1997) refutó la conclusión de las editoras
respecto al género como categoría central. Ella remarcó que nada más habían
estudiado las vidas de mujeres blancas y que las similitudes que encontraron
entre ellas no necesariamente serían pertinentes para las mujeres de color,
para quienes en algunas situaciones pesaría mucho más la identidad de raza (pp.
154-156). En efecto, la nueva biografía se preocupa por considerar los diversos
aspectos que componen la identidad de una persona: el género es uno dentro de
un gran tejido de factores y no opera por sí solo. Se entrelaza con otros
varios aspectos de raza, etnicidad, clase social, edad, orientación sexual y
nacionalidad, entre otros, que se constituyen mutuamente en un proceso que
ahora los científicos sociales designan la interseccionalidad.9
El análisis de la intersección de los factores de
género, clase, etnicidad y nacionalidad nos ayuda a entender el proceso a
través del cual el traje de la tehuana emergió como icono del nacionalismo
cultural posrevolucionario en la década de 1920. Mientras que la china poblana
y el charro representaban al México mestizo, la tehuana llegó a simbolizar al
México indígena. Su figura adornó charolas, postales y calendarios mientras que
se veía en los bailes escolares y las carpas. Esa popularidad de la tehuana se
debe a la modernización del traje auspiciada por Juana C. Romero en las últimas
décadas del siglo xix. Para principios de ese
siglo, el traje indígena era sencillo, un huipil corto y una enagua de enredo
que llegaba a los tobillos. Para fines del siglo, debido a la difusión del
capitalismo y la sociedad de consumo en el istmo, se había transformado casi
por completo. Gracias a lo que aprendió en sus viajes en el extranjero, Romero
promovió nuevas modas, telas y detalles. Hábil comerciante y orgullosa de la
cultura istmeña, ella entendió que renovar el traje era buen negocio. Así como
Romero luchó por elevar su propia clase social, de vendedora identificada como
zapoteca pobre por llevar el huipil y enaguas (aunque fuera mestiza) a la
primera dama, árbitro social de Tehuantepec, vestida a la moda victoriana, ella
quiso enaltecer el traje, que usaba solamente para las celebradas velas
(grandes fiestas istmeñas). Pero esa modernización encarecía cada vez más el
costo del traje, al grado de que fue de difícil acceso para la mayoría de las
mujeres. Aunque combinaba la creatividad y destreza de las artesanas zapotecas,
el traje ya incluía amplias faldas con holanes de encaje importado, huipiles
bordados de terciopelo adornado con collares de encaje y el fleco de oro de
Austria. En fin, ya era un artefacto capitalista: se había desindianizado. Fue precisamente este proceso de
“blanqueamiento” que hizo el traje atractivo y aceptable para las elites y
clases medias mexicanas en el periodo posrevolucionario. Así, es imposible
trazar el desarrollo del traje de la tehuana como icono nacional sin tomar en
cuenta cómo se entrecruzaron los factores de género, clase, etnicidad y
nacionalidad en este ejemplo de modernización porfiriana (Chassen-López,
2014).
Igualmente, la importancia de analizar la
intersección entre género, raza y clase en la vida de una mujer se ilustra
nítidamente en la biografía, Dolores del Río: Beauty in light and shade,
de Linda Hall (2013). Como la primera mexicana estrella crossover
en Hollywood, la biógrafa la caracteriza como “un experimento social”.
Si bien “movió las líneas raciales y étnicas para las mujeres estrellas”, pagó
un alto precio emocional, y se enfermaba con frecuencia. El asunto de raza y
etnicidad para la hermosa Dolores contraponía varios factores: el racismo
estadunidense y la imagen negativa de los mexicanos en Hollywood, su
extraordinaria belleza y el hecho de que venía de familia rica con un estatus
social alto. Una vez en Hollywood, a partir de 1925, ella, así como su esposo
aristocrático Jaime Martínez del Río, enfatizaron su alta clase social, una y
otra vez, cuidando de escoger papeles para ella dignos de una “dama” de
sociedad. Se esforzaron, por lo menos en los primeros años, en presentarla como
blanca para evitar que se marcara con los estereotipos sexuales y exóticos
impuestos a las mujeres de color (Hall, 2013, pp. 12-17, 41, 102-103). Además,
la actriz se sometió a varias cirugías plásticas con tal de reducir la anchura
de su nariz, una práctica muy común entre las actrices en Hollywood (p. 58). La
biógrafa compara su éxito con el de Rodolfo Valentino, que alcanzó fama como el
arquetipo del latin lover (aunque era de
ascendencia italiana). Del Río “estableció un estándar de belleza particular
dentro de una medida compleja y multifacética de raza que incluyó etnicidad y
clase social, como una latina de clase alta”. Hall afirma, en oposición a la
opinión de Joanne Hershfield, que Del Río siempre fue
vista como blanca en Hollywood, e interpretó más papeles europeos que
latinoamericanos, aunque en papeles que acomodaban a su particular color de
piel. Esto fue la clave de su éxito en Estados Unidos, pero con el tiempo fue
más difícil escapar a los estereotipos raciales y terminó haciendo papeles de
indígenas o brasileñas sexy (pp. 103, 179-180). En
suma, hay que explorar la intersección de todos esos factores para comprender
su carrera estelar, y hasta sus crisis de nervios.
La “vuelta cultural” se ha hecho sentir,
consciente o inconscientemente, en el quehacer biográfico. Aunque uno no se
identifica con esas teorías ni con el mismo feminismo, hoy en día es casi de
rigor citar al posestructuralista Joan Scott cuando se escribe la biografía de
una mujer. Las biografías influidas por esas corrientes ya no presentan vidas
coherentes o lineales; ahora se habla de la identidad múltiple, cambiante e
inestable, self-fashioning, la autofabricación, y la performatividad, que privilegia
la actuación (performance) porque se cree que no se
puede alcanzar esa “vida interior” que buscaba Woolf (Caine,
2010, pp. 97-98; Mann, 2009, p. 637; Margadant, 2000,
pp. 7-10, 22-23). Ya no hay un ser propio: no es más que una construcción
social y “la subjetividad no existe” afuera de los regímenes discursivos. En
fuerte desacuerdo, Barbara Taylor (2009) destaca que
es precisamente la biografía la que “al enfocar las complejidades de una vida
individual revela las deficiencias de este acercamiento cultural”. Ella insiste
en “una lente biográfica que vea hacia adentro, así como hacia fuera, que
enfoque los elementos constitutivos de la subjetividad humana, así como sus determinantes
externos” (pp. 642-651).10
La subjetividad es tema vivo entre las biografías
aquí examinadas; todas anhelan penetrar en la vida interior de sus personajes.
Estarían de acuerdo con la opinión de Taylor así como
con la posición de David Nasaw (2009) de que “El
historiador como biógrafo procede desde la premisa de que los individuos se
sitúan en, pero no están presos de, las estructuras sociales y los regímenes
discursivos” (p. 577). Mientras que se reconoce la importancia de analizar los
discursos, sobre todo las ideologías de género, todavía se tiene fe en la
experiencia, en la agencia y en la posibilidad de adentrarse en la
subjetividad. Esta se define, según Chris Weedon,
“como el pensamiento y las emociones conscientes e inconscientes del individuo,
su sentido de sí mismo y los modos en que ella entiende su relación en el
mundo”. Al biógrafo le toca indagar cómo se “informa y moldea esa subjetividad”
(citado en Damousi, 1995, p. 37). Para Bazant (2013b), la biógrafa debe meterse “bajo la piel del
biografiado: para entender las facetas de su personalidad (el temperamento con
el cual nació y el carácter que se fue formando)” (p. 236). Gracias a una gran
riqueza de fuentes que acumuló sobre Laura Méndez de Cuenca, la biógrafa logra
transmitir el “carácter complejo, intransigente, inflexible, duro, depresivo y,
sobre todo, sensible al contexto social que le tocó vivir” (p. 243). Bazant (2010) traza en contrapunteo sus logros como poetisa
y pedagoga y su “vida llena de asperezas” (p. 199) entretejiendo lo privado y
lo público para captar su subjetividad.
La biografía del pintor Pepe Zúñiga, de Mary Kay Vaughan (2015), es un tour de force por su trato de
la subjetividad y, por eso, aunque se trata de la vida de un hombre, hacemos la
excepción para comentarla aquí. La meta original de la historiadora fue
introducirse en la subjetividad de los jóvenes en la década de 1960: “la
formación afectiva y cognitiva que los condujo a rebelarse en contra del
autoritarismo, la corrupción […] y la sociedad”. Con una gran riqueza de
fuentes primarias (entrevistas con Pepe, su familia y sus amistades) y
secundarias, pinta un bello retrato de cómo un joven alcanza la mayoría de
edad, educacional, emocional, afectiva y artística en la década de 1950.
Paralelamente, alumbra los procesos históricos de una sociedad en transición
que habían sido anteriormente “marginalmente examinados o descartados por el macroanálisis”. Estos, íntimamente relacionados, son: la
movilización estatal y privada, tanto mexicana como transnacional, “a favor del
bienestar y el desarrollo de los niños”; el “florecimiento del mundo de la
diversión”, sobre todo, los medios masivos de comunicación; “la domesticación
de la masculinidad violenta”; y la formación de un público joven y crítico de
las estructuras sociales y políticas, un “contrapúblico”
(Vaughan, 2013, pp. 55-64; 2015, pp. 4-5). Para cada
uno de esos temas, se construye el contexto local de la ciudad de México, así
como el nacional: cómo vivía Pepe esos procesos, cómo los asimilaba o los
negociaba. Muchos elementos se van entrelazando para construir esa
subjetividad, por ejemplo, las relaciones y los conflictos familiares, las
relaciones con los maestros y los amigos y el impacto del cine de la época en
su sensibilidad. Vaughan emplea la cultura material
con tal de ilustrar la creciente domesticación de la masculinidad de los
Zúñiga: el abuelo enarboló el cuchillo del peleonero, el padre las tijeras del
sastre y el hijo el pincel del pintor (Vaughan, 2015,
p. 17). La biografía logra no sólo explorar la subjetividad de un hombre, sino
también la de una nueva generación, que, moldeada por las políticas
progresistas del Estado, las diversiones y los medios masivos de comunicación,
forma un nuevo público que democratizará la esfera pública.
Pero si uno no tiene esa riqueza de fuentes, ni
siquiera una autobiografía, un diario o algunos escritos del personaje, ¿cómo
puede aventurarse a decir algo de su vida interior? Es necesario reconocer lo
limitado de las fuentes que uno tiene, como dijo Robin
Collingwood (1969) del método histórico, hay que
“entrar al juego con las piezas que uno tiene” (p. 518). Entonces, es
conveniente seguir el consejo de Virginia Woolf (1942) de buscar “el hecho
creativo, el hecho fértil; el hecho que sugiere y engendra” (p. 197),11 que tal
vez sirva como clave para adentrarse en la subjetividad. Lamentablemente, no
tengo fuentes que den acceso a los pensamientos de Juana Cata, solamente tres
cartas muy formales de peticiones que escribió al presidente Díaz. Sin embargo,
dentro de la investigación surgió un hecho que ha resultado bastante fértil.
Apenas inicié el estudio cuando logré, a través de
una amiga, una entrevista con la sobrina bisnieta de Juana C. Romero, doña
Juanita Moreno Romero, quien todavía vivía en el chalet. Doña Juanita era una
elegante señora mayor de pelo blanco, quien enseñaba inglés a los niños
tehuanos, y se consideraba de la elite de la ciudad. En la entrevista, ella me
aseguró que los padres de Juana Cata se llamaron María Clara Josefa Romero y
José Inés Romero. Cuando comenté sobre lo raro de que ambos tuvieran el mismo
apellido, ella respondió que ese apellido era muy común en el barrio de
Jalisco, donde su pariente nació. Ingenuamente, publiqué este dato en mi primer
artículo sobre Juana Cata, que apareció en la revista Acervos
(Chassen, 1998, pp. 10-16). Pero pronto descubrí que
mi pregunta no había sido tan ingenua cuando en otra entrevista Rosa Sosa Mimiaga, conocedora de las genealogías locales, me informó
que esto era imposible porque José Inés había nacido cinco años después de
Juana Cata. Luego, el cronista de la ciudad, César Rojas Pétriz,
muy generosamente me facilitó una fotocopia de la página del libro de bautizos
donde el registro del cura dice textualmente “bautice solemnemente a Juana
Catarina ladina de tres días hija de padres no conocidos” (Chassen-López,
2013, pp. 156-157). Allí estaba el hecho fértil, su nacimiento ilegítimo, el
secreto familiar que doña Juanita quiso ocultar con la invención de un padre
para su tía abuela. Por cierto, hasta la fecha no se sabe quién fue el padre de
Juana Cata, aunque María Clara Josefa sí fue su madre. Este dato, su nacimiento
ilegítimo, explica en parte algunas de sus acciones posteriores, sobre todo su
gran anhelo de ganar la respetabilidad y destacar en la sociedad tehuana.
Cuando uno se dedica a escribir la biografía de
una mujer, hay que estar alerta a cómo las normas, las convenciones sociales y
las restricciones, que no pesan tanto sobre los hombres, han afectado su vida y
cómo ella las ha negociado (Mann Trofimenkoff, 1985,
p. 6). Según Hermione Lee (2009), la tarea de la biógrafa es “seguir la senda
de la historia y limpiarla de la basura que se ha acumulado por medio de los
chismes y rumores, usando evidencia escrita a comprobar un punto, echando mano
de cualquier fuente de información que se pueda conseguir, para construir una
‘representación’ del personaje”. Ella notó que, con su constante repetición, “las falsedades ganan peso y cuajan en la versión
aceptada de una vida” (p. 7). Al
escribir la biografía de Jane Austen, Lee (2005) se
encontró no sólo con una imagen muy positiva impuesta y vigilada por la familia
sino también con la versión aceptada de la crítica literaria de una escritora
gentil y nostálgica acorde con las convenciones sociales de la época. Así Lee
iba a contracorriente en su empeño de construir una versión más realista de Austen (pp. 65-78). Igualmente, Stacy
Schiff (2010) se quejó de que “Para restaurar la
historia de Cleopatra no sólo se trata de salvar los pocos hechos que existen
sino también desconchar los mitos incrustados y la propaganda antediluviana”.
Lamentablemente, “en la ausencia de hechos, el mito se precipita, la kudzu
[maleza] de la historia” (pp. 7-8).
Gran parte de esa maleza son las representaciones
de las mujeres presentadas por medio de los estereotipos y mitos. Al escribir
la vida de Elena Arizmendi, Gabriela Cano (2010) confesó que lo más difícil no
fue “la recopilación de datos” muy dispersos y fragmentados, sino “superar las
preconcepciones propias y ajenas respecto de los valores canónicos de la
cultura…” (pp. 28-29). Una vez que Adriana/Elena abandonó a Vasconcelos, él la
transformó de “bella” en el sempiterno estereotipo de la mujer traicionera, la
“víbora” que le dejó su “veneno”. Se quejó de que era el “monstruo, mitad
pulpo, mitad serpiente, enroscado en mi corazón”. Asoma aquí el frecuente trato
dicotómico de la mujer como ángel o prostituta, sin voz ni derecho ni vida
propia. La representación de las mujeres como “demonios, serpientes o sirenas”,
explica Cano, es “una expresión de la virulenta misoginia que invadió las
diversas manifestaciones de la cultura occidental de fines del siglo xix”. Así, ella opina que “las representaciones
literarias de Adriana, aunque moldeadas por el despecho amoroso, no son
particularmente misóginas, sino que forman parte de una manera de construir lo
femenino” (Cano, 2010, pp. 22-23, 120-125).
Siguiendo a Joan Scott (1986),12 Joanne Meyerowitz (2008) nos animó a desenmascarar cómo opera el
lenguaje para “construir y sostener las jerarquías políticas y sociales”, no
sólo de género sino también de “raza, clase, región, política, nación e
imperio” (p. 1349). El poder de definir, de representar, sobre todo a través de
estereotipos y dicotomías, es un arma fundamental de la dominación y allí se
descubre cómo se construyen las relaciones desiguales de poder. Al analizar “la
trampa del estereotipo”, Linda Wagner-Martin (1994) recalca que cada papel que
desempeña una mujer en la sociedad, viene “completo con su propio juego de
estereotipos” (p. 21). A la biógrafa le toca descifrar ese
lenguaje de género porque transmite “mensajes muy poderosos” que definen “el
comportamiento aceptable e inaceptable, apropiado e inapropiado, natural y
antinatural” (Chassen-López, 2013, p. 169).
Atala Apodaca, atea y anticlerical feroz, defensora de
la mujer, tuvo una impresionante carrera política revolucionaria, sobre todo
durante el constitucionalismo, incluso dando conferencias por el país. Atacada
sin piedad por las organizaciones católicas jaliscienses, guardó como tesoro
secreto su vida privada precisamente para no proporcionar armas a sus enemigos.
No importaba; Fernández Aceves (2014) abre su estudio de Apodaca con una
estrofa de un corrido conservador: Viene también doña Atala, con el rebozo al revés. Esa galleta catrina, que
blasfema por los pies (p. 131). El equivalente de andar en público es
ser prostituta, “galleta” constitucionalista. Nunca faltan las acusaciones
sexuales con tal de destrozar la reputación de una mujer.
Es irresistible la combinación de sexo y poder,
resalta Schiff (2010): “incendia la imaginación
histórica”. Es lo más común atribuir el éxito de una mujer a su belleza y
sexualidad que a su cerebro: “Lo personal inevitablemente mata lo político, y
lo erótico mata todo”. Esta es la moraleja para la mujer poderosa:
“Recordaremos que Cleopatra se acostó con Julio César y Marco Antonio por
muchísimo tiempo, mientras que rápidamente olvidamos lo que ella logró por
haberlo hecho, el sostenimiento de un vasto, rico y densamente poblado imperio
en su ocaso turbulento” (pp. 320-323). Dolores del Río, como mexicana de clase
alta en Hollywood, trató conscientemente de evitar papeles de mujeres sexy y
exóticos con tal de establecer una imagen de dama decente en sus películas. Sin
embargo, con el correr del tiempo, terminó más y más sexualizada
por Hollywood. Si acaso se menciona a Juana Catarina Romero en los libros de
historia, o en una biografía de Porfirio Díaz, es por su relación supuestamente
sexual con Díaz. No importa que no existan pruebas de esta relación.13 Con
frecuencia se representa a la joven Juana Cata como una bella y exótica
zapoteca que cautivó al joven militar. Esta caracterización trivializa el hecho
de que ella arriesgó su vida como espía liberal en la guerra de los Tres Años
al mando del capitán Díaz, al mismo tiempo que remite al estereotipo de la
indígena primitiva y seductora sexual. Además, pone en juego otros estereotipos
de la istmeña, supuesta matriarca y hechicera, experta en la magia negra; así,
corre el rumor de que Juana Cata era bruja también. A fuerza se tiene que
buscar el origen de su poder, sexual o sobrenatural, porque el poder por
naturaleza es masculino y una mujer con poder es antinatural (Chassen-López, 2013, pp. 162-163).
Consecuentemente, al investigar la vida de una
mujer tan poderosa como Juana C. Romero, he tenido que estar atenta a las
distintas maneras en que ha sido representada. Rara vez la recuerda como una
mujer independiente, capaz y emprendedora, y casi siempre se atribuye su poder
a un hombre, en particular a Díaz. Como se anotó arriba, la biógrafa tiene que
“explicar” cómo una mujer llegó a hacer lo que hizo dentro de una sociedad
patriarcal. No sorprende, entonces, que las representaciones de Juana Cata se
ajusten a la dicotomía ángel del hogar/prostituta. Marie-Françoise Chanfrault-Duchet (1991) aconseja al investigador dilucidar
los “estribillos” y “frases clave”, los elementos sociosimbólicos,
tales como la buena o la mala madre, la esposa diligente, la
femme fatale, la prostituta, etc., que crean “el sistema de significados
que gobierna la historia” de la vida de una mujer (pp. 79-82).
Al revisar las fuentes, encontré cuatro
representaciones repetidas con frecuencia que hacen juego con cierto
estereotipo de la mujer. Las dos primeras, por cierto, más populares, acomodan
sus actividades a una conducta correcta y aceptable para la mujer, mientras que
las otras dos señalan una conducta reprobable e inaceptable, según las
ideologías reinantes de género. Así es que los admiradores de Juana Cata la
retratan, primero, como una joven enamorada del capitán Díaz (hasta el gran
amor de su vida), y luego como la buena madre/gran benefactora, quien cuida su
pueblo con sus obras filantrópicas. Sus detractores la pintan, primero, como
una femme fatale, una lasciva y manipuladora
bruja/prostituta, la “concubina del cuartel de Porfirio Díaz” (como la
describió un informe carrancista), y después, una despótica y avara matriarca
vieja, que llevaba un libro negro de enemigos y los enviaba como esclavos a
Valle Nacional. Al analizar esos estribillos y estereotipos, se revela cómo
sirven para programar a la gente a aceptar la dominación masculina como algo
natural y necesario, y el poder femenino como algo antinatural y peligroso.
Así, las actividades de Juana Cata son domesticadas o distorsionadas con tal de
mantener las jerarquías de género (Chassen-López,
2013).
En su estudio sobre el mito de Juárez, Charles Weeks (2005) calificó al mito como “un espejo maravilloso
de las tensiones políticas y sociales de una sociedad” (p. 11). Aquí se ve cómo
las representaciones de mujeres independientes y activas en espacios públicos,
como las que se han mencionado acá, reflejan las ansiedades y temores de una
sociedad en transición a la modernidad. Un reto mayor para biografiar a una
mujer, nos recuerda Linda Wagner-Martin (1994), es cómo tratar a la mujer
ambiciosa, cómo hacerla “comprensible” y no “monstruosa” porque rechaza las
convenciones de su sociedad, inclusive las expectativas del lector (pp. 19-21).
Ella escribió la biografía de la poetisa Sylvia Plath,
cuyo suicidio fue ferozmente condenado porque así abandonó a sus hijos
pequeños. Frustrada por el doble estándar, Wagner-Martin preguntó: ¿cuándo se
ha juzgado a un hombre por la manera en que trata a sus hijos? (p. 26). Con
razón, las mujeres políticas estudiadas por Fernández Aceves se preocupaban por
su honor y querían mantener su vida privada sellada herméticamente. Por ende,
la biógrafa tiene que destacar cómo funciona el doble estándar en la vida de la
biografiada y cómo esta lo negociaba.
Gracias a la vuelta biográfica y sus metodologías
y temas innovadores, ya no se considera a la biografía ni hijastra ni
cenicienta de la profesión histórica. Al fin, ha ganado un lugar respetado y
apreciado tanto en la sociedad como en la academia. Al enarbolar “la agencia
individual y la experiencia humana como herramienta metodológica”, se reconoce
que la nueva biografía proporciona un medio eficaz para poner a prueba y en
perspectiva “las grandes narrativas de estructuras, instituciones y
abstracciones” (Renders, De Haan
y Harmsma, 2017, p. 10). Por eso, muchos
historiadores e historiadoras, con deseos de sacudir y revivir su disciplina,
recientemente se han vuelto biógrafos. Nigel Hamilton
(2017) caracteriza este cambio en “la intención” del biógrafo y su “voluntad de
desafiar los mitos establecidos” como un “correctivo” necesario para atacar a
los problemas y errores de la investigación histórica (pp. 15-16, 27).
Las biógrafas comentadas en este ensayo claramente
se ubican dentro de esa vena “correctiva”; buscan rescatar a las mujeres
olvidadas, ignoradas y/o difamadas en obras anteriores. Con la historia de la
mujer en México en pleno desarrollo, aquel impulso “simbiótico” de producir
biografías de mujeres para poblar y humanizar esa historia se ha hecho sentir
en el país. Afortunadamente, las biógrafas ya tienen la gran ventaja de poder
aprovecharse de las enseñanzas de la nueva biografía. Están ya planteando
nuevas preguntas y explorando nuevos temas, fuentes y métodos, al mismo tiempo
que están retando concepciones y representaciones erróneas, distorsionadas y
anquilosadas.
Al demostrar la intersección entre la vida pública
y la vida privada para cualquier persona (tanto para Laura Méndez de Cuenca
como para Pepe Zúñiga), se derrumba esa separación artificial establecida por
ideologías de género al servicio del estatu quo. Al ver cómo las mujeres se sobreponen o no a las
restricciones que les impone su sociedad, y cómo se construyen mutuamente las
ideas de feminidad y masculinidad, se comprende la importancia del género como
dimensión fundamental en la vida humana. Además, para ahondar en la
subjetividad del biografiado, es necesario explorar cómo se entretejen diversos
factores sociales, género, clase social, raza, etnicidad, y nacionalidad, entre
otros, en la identidad del sujeto. Al dar al contexto una mayor importancia en
la construcción de una vida, se enriquece no solamente aquella vida sino
también su significado dentro de los procesos históricos más grandes. Asimismo,
la problemática de las lagunas y los huecos que deja la investigación ha
despertado un vivo debate sobre la cuestión de la narrativa. Todos esos avances
en la concepción misma de cómo se acerca a la biografía de una mujer han
servido para avivar su escritura.
Entonces, la biografía que trata de la mujer
mexicana hoy en día muestra una capacidad analítica y una sofisticación
admirables. La realización de investigaciones profundas, que utilizan una
diversidad de fuentes, la preocupación por nuevos temas y el uso de nuevos
métodos han permitido a las autoras citadas zanjar algunos de los retos y
obstáculos particulares que enfrenta la biógrafa de una mujer. Consecuentemente,
estas nuevas biografías están restableciendo a la mujer mexicana como sujeto y
agente histórico, en aras de animar una transformación de cómo se escribe la
historia mexicana.
Alpern, S., Antler, J., Perry,
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1 En los estudios literarios, según Benton (2009), mientras que la cenicienta es la biografía,
la crítica, la hermana mayor, desdeñó su existencia como “la falacia
biográfica” y la teoría, la hermana menor, intentó asesinarla cuando anunció
“la muerte del autor” (p. 1).
2 Además, sólo mencionó a dos autoras: una
biografía de Santa Anna de Carmen Flores y Estelle
Fisher quien había publicado una biografía de Abad y Queipo
y un artículo sobre la vida de Miguel Ramos Arizpe. Extrañamente, Hamill (1971, pp. 286-292) caracterizó a esta autora como
la “ubicua” aunque sólo listó dos obras suyas y no hizo otro comentario
personal sobre ningún otro autor citado.
3 Simone Lässig
(2004, p. 1509) cita a Stefan Zahlmann, quien también
señaló que la biografía ha sido “un estímulo importante para una redefinición
de la historiografía moderna” en Alemania.
4 Mientras que es indudable que estas
corrientes intelectuales, así como el activismo sociopolítico han sido
fundamentales, también hay que reconocer el énfasis que el neoliberalismo ha
puesto en el individualismo.
5 Esta fue una de las preguntas planteadas
por las editoras de The challenge of feminist
biography: Writing the lives of modern
american women (Alpern, Antler, Perry y Scobie, 1992).
6 Me refiero aleatoriamente a “biógrafas” y
“biógrafos” como cualquiera que puede escribir la biografía de una mujer.
7 Ella afirma que el uso de la ficción se
emplea en la mayoría de biografías en Francia ahora. También en Estados Unidos:
la autora Susan Mann (2007) insertó pasajes ficticios
en The talented women
of the Zhang family.
8 Consecuentemente, aparecieron biografías
de Emma Darwin, Jenny Marx y Martha Freud, que demostraron que tenían vidas más
allá de ser esposas de hombre ilustres. Además, algunas biografías tuvieron un
impacto sensible sobre las opiniones de algunos hombres, como, por ejemplo, las
revelaciones sobre la relación sexual de Thomas Jefferson con su esclava Sally Hemmings (a quien nunca dio su libertad) (Caine, 2010, pp. 108-110)
9 Aunque no fue la primera en reconocer esta
interrelación, parece que Kimberlé Williams Crenshaw (1991) fue la primera en utilizar el término y
analizar su funcionamiento.
10 Taylor (2009) termina esa última frase diciendo
“necesitamos volvernos estudiantes del alma –en su sentido original de la
psicología– así como analistas del contexto y convenciones sociales” (p. 651).
Lo del alma me parece ya algo exagerado, pero lo incluyo aquí para respetar el
argumento de Taylor.
11 También se puede traducir como “dato creativo,
dato fértil”. En sus brillantes reflexiones sobre la biografía literaria, Paula
Backscheider (2004) desarrolla más el concepto del
“hecho fértil” (pp. 87-89).
12 Joan Scott (1986) explicó cómo el poder “se
articula” sobre el campo de género y que los “conceptos de poder, aunque se
construyan por medio del género, no siempre se tratan literalmente del género
mismo […] el género se involucra en la misma concepción y construcción del
poder mismo” (pp. 1067-1070).
13 Lo que es cierto es que perduró la amistad entre
ellos por toda la vida: ella todavía le mandaba felicitaciones en su cumpleaños
en 1912, cuando él estaba en el exilio, y él respondía agradeciéndole (Chassen-López, 2008, p. 401).