Laura Adriana Hernández Martínez
Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa,
México
Departamento de Filosofía
Resumen: Este artículo aborda los dilemas que debe
enfrentar un biógrafo que es familiar del personaje histórico biografiado. Se
analiza este problema combinando el concepto de memoria colectiva de M. Halbwachs con la perspectiva dialógica de la biografía de
M. Bajtín, en el afán de resolver así la tensión entre memoria familiar y
discurso histórico. En virtud de que Paulino Martínez fue desaparecido cuando
desempeñaba el cargo de jefe de la delegación zapatista a la Convención de
Aguascalientes, este hecho traumático es estudiado desde la perspectiva de la postmemoria de M. Hirsch y el
interés del arte contemporáneo en la creación de una nueva historiografía que
permita sacar a la luz los discursos silenciados de los derrotados.
Palabras clave: biografía; postmemoria;
zapatismo; memoria familiar; heterotopía.
Abstract: This article explores the dilemmas
faced by biographers who are related to their
historical subjects. This problem is analyzed by
combining M. Halbwachs’ concept of collective memory
with M. Bajtín’s dialogic perspective on biography
and the goal of resolving the tension between family memoirs and historical
discourse. Since Paulino Martínez went missing while
serving as the Leader of the Zapatista Delegation at the Aguascalientes
Convention, this traumatic event has been studied
through M. Hirsch’s post-memory perspective and contemporary art’s interest in
creating a new historiography that sheds light on the silenced discourse of the
defeated.
Key words: biography;
post-memory; zapatismo; family
memoir, heterotopia.
Sólo tiene derecho a encender en el pasado la chispa de la esperanza aquel
historiador traspasado por la idea de que ni siquiera los muertos estarán a
salvo del enemigo, si este vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer.
Walter Benjamin
Este trabajo es, antes que nada, un intento por
perfilar algunas de las peculiaridades que presenta la biografía de un
personaje histórico, cuando es narrada por uno de sus descendientes. De tal
singularidad se desprenden dilemas éticos que debe resolver el autor y que
condicionan la forma que tendrá el relato de esa vida que se pretende
redondear, con la convicción de que merece ser contada. En este caso, el
personaje es mi bisabuelo: Paulino Martínez, jefe de la delegación zapatista a
la Convención de Aguascalientes que fue desaparecido en la ciudad de México la
noche del 13 de diciembre de 1914, por lo que podemos considerarlo un mártir
revolucionario. Sin embargo, la historia oficial de la revolución mexicana no
lo ha incluido en el panteón de los héroes y apenas aparece mencionado como un
periodista que fue precursor revolucionario y que pronunció un discurso
beligerante en Aguascalientes contra Carranza, a quien comparó con Madero, como
representantes de esa oligarquía que desde la caída de Díaz había impedido que
se cumplieran los ideales plasmados en los planes revolucionarios de San Luis y
de Ayala. Una afrenta al poder que Vasconcelos (1958) considera la causa de su
asesinato en La tormenta (p. 137).
Mi familia siempre mantuvo un estrecho vínculo con
José Vasconcelos, a quien consideraban uno de los pocos políticos que se había
preocupado por su bienestar y el reconocimiento público de su participación en
la revolución mexicana. Tanto fue así, que quien fuera su secretaria cuando
dirigía la Biblioteca Nacional fue mi madrina. Y es que Vasconcelos (1958)
regaló a mi bisabuelo palabras de enorme admiración, como las que dedicó a su
discurso en la Convención de Aguascalientes:
Don Paulino Martínez pronunció uno de los pocos discursos nobles,
valientes, libres, que en la asamblea se dijeron. Arremetió contra el régimen
militar que se infiltraba en la revolución… Entre todos los que en la
Convención hablaron, nadie representó mejor los intereses de México que don
Paulino Martínez y nadie puso atención a lo que dijo. Don Paulino, indio y ex
obrero y veterano de las luchas contra la opresión capitalista del porfirismo y, además, periodista, no asesino, era el
auténtico representante de la mayoría vejada. Los carranclano-pochistas,
los que más tarde serían gobernadores y presidentes por la gracia yankee, escucharon a Don Paulino con displicencia… Don
Paulino era un “pendejo” que se había enfrentado desde joven a Don Porfirio y
se había pasado la vida escapando de la cárcel… ¡Qué pendejo Don Paulino!... Pos a poco cree que la revolución se hizo para que sigamos
de pobres (pp. 118-119).
Como bisnieta de Paulino Martínez, tomé la
decisión de escribir su biografía como un compromiso que contraía
con mi familia de dar a conocer su vida y su terrible muerte, y que se
originaba del profundo afecto que tuve hacia mi abuelo materno, Arturo, el hijo
menor de Paulino Martínez y de Crescencia Garza. Él
fue quien, en mi infancia, en uno de esos paseos inolvidables a su lado, me
señaló visiblemente acongojado el lugar donde vivían cuando desapareció su
padre, en el callejón de Leandro Valle, a un costado de la iglesia de Santo
Domingo. No son ajenos a esa convicción de que había que denunciar el crimen,
los largos relatos de mi abuela paterna, Aurora, hermana mayor de Arturo, quien
me contó las grandes epopeyas revolucionarias, como la entrada de Madero a
México, salpicadas de detalles y anécdotas de la situación familiar, siempre
plagada de necesidades por la pobreza en la que siempre vivieron, amén de la
implacable persecución de la policía a la que estuvieron sometidos sin tregua.
Es evidente, entonces, que me une a mi personaje
un lazo afectivo, a pesar de no haberlo conocido, a través de sus hijos, mismo
que pondría en duda la objetividad de mi relato, desde el punto de vista de la
historia académica. Sin embargo, coincido con Ranciére
en que si la historia, como disciplina científica, es un acto de escritura que
consiste en configurar un régimen de verdad que se propone distanciarse de la
literatura, existen otras formas de escritura de la historia que no pretenden
superar esa condición literaria, sino que la consideran indispensable para
otorgar un espacio de expresión a la memoria colectiva (véase Hernández, 2014a,
pp. 289-298).
Por otra parte, era indispensable llevar a cabo
una investigación documental rigurosa para crear un nuevo archivo. La familia
no contaba con nada, excepto un álbum de recortes que mi padre recuperó de la
casa de su madre, donde mi abuela había reunido una serie de textos sin fechar,
publicados en el periódico El Nacional por mi
abuelo paterno, el periodista magonista Teodoro
Hernández,1
donde se señalaba como autor material del crimen, a un tal Prócoro Dorantes que
trabajaba por entonces bajo las órdenes de Vito Alessio
Robles (jefe de la Policía de la ciudad) y que llegó a ser diputado del cuarto
distrito electoral del Estado de México en 1918.2
También contaba con dos libros que hizo mi abuela Aurora, donde se encontraban
muchos documentos y testimonios mimeografiados, que fueron sumamente útiles, a
pesar de una mala edición, que se debió a que fueron hechos por cuenta propia.
Fue así que desde 2008 me di a la tarea de
investigar la vida de mi bisabuelo en todos los archivos a mi alcance y
conseguí reunir un buen número de cartas, panfletos y hasta conocí ejemplares
de algunos periódicos de mi bisabuelo, recuperados por Carolina Villarroel,
coordinadora del proyecto “Recovering the US Hispanic Literary Heritage” de la
Universidad de Houston, quien por intermediación del muy estimado Antonio Saborit, me hizo llegar amablemente en microfilme. En esos
años de intensa búsqueda apareció un documento en el Archivo cehm Carso, que fue
fundamental para mi futuro trabajo: la declaración que mi bisabuela hiciera
siete años después de la desaparición de su marido, el 12 de abril de 1920,
ante el quinto juez de lo penal,3 cuando
Zapata ya había sido asesinado y Obregón estaba a punto de ser presidente, es
decir, cuando el zapatismo había sido completamente derrotado. Junto a la
declaración encontré también una carta de mi bisabuela, dirigida a Pablo
González el 13 de mayo del mismo año,4
pidiéndole apoyo económico para poner una imprenta y poder salir de su difícil
situación económica. Ahí anexaba la lista de las imprentas que le fueron
decomisadas a su marido; un dato que fue fundamental para poder entender mejor
los movimientos de mi bisabuelo y su familia en sus huidas, así como las
reclusiones en la cárcel, que no sólo sufrió mi bisabuelo, ya que su esposa y
dos de su hijas, Aurora y Clorinda, estuvieron recluidas en la cárcel de Belem
en la época de Huerta y ya antes, Aurora con su madre en la Penitenciaría, en
1909.
Soy de la opinión de que este documento no fue
relevante para ningún historiador porque podía considerarse como parte de un
asunto meramente familiar, puesto que la muerte de Paulino Martínez había sido
eliminada del relato oficial, amén de que Crescencia
Martínez era mujer y la revolución, como toda guerra, ha sido abordado como un
asunto de hombres.5
Es evidente que mi trabajo como biógrafa se asocia
en este caso con dos tipos de memoria: la familiar y la que construyó la
historia oficialista, las cuales entran en conflicto en tanto las versiones de
los hechos no coinciden. Ambas forman parte de la memoria social, aunque la
memoria familiar, a diferencia de la memoria histórica, sea una forma de la
memoria colectiva. Es necesario, entonces, que dedique algún espacio a aclarar
cómo entiendo esa diferencia entre la memoria familiar y el relato histórico,
para lo cual me apoyaré en el trabajo realizado por Maurice Halbwachs
(2004a) sobre la memoria colectiva. Con respecto a las formas de la escritura
del pasado, retomaré la concepción dialógica y polifónica del lenguaje de
Bajtín (1989), como una manera interesante de relacionar el carácter colectivo
del relato con la forma enunciativa que el filólogo ruso postula para la
biografía como género discursivo. Por otra parte, en esta perspectiva de la
historia como un espacio de diálogo colectivo entre el pasado y el presente, es
indispensable considerar al arte contemporáneo que se ha interesado por la
memoria y el trabajo de archivo, en tanto permite la emergencia de discursos de
resistencia que se producen en las intervenciones de los espacios urbanos,
cuando se busca con ello poner a circular los relatos de aquellos que están
ausentes del discurso histórico hegemónico. Para ello, me referiré al perfomance que yo misma realicé
en Leandro Valle, número 20, el 13 de diciembre de 2014, exactamente 100 años
después de la desaparición de mi bisabuelo, cuando en las calles se expresaba
un enorme descontento civil por la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.
Lo que me permite cuestionar sucesos ya lejanos, y
de los cuales no he sido testigo, proviene de una memoria familiar que mantiene
a lo largo de los años el recuerdo de un acontecimiento traumático, como lo es
la desaparición de un miembro de la familia. La historia también puede hacerlo,
pero la diferencia estriba en que esta busca una imagen única y total de los
acontecimientos que la inclina a interesarse: “sobre todo por las diferencias y
se abstrae de los parecidos, sin los cuales no habría memoria, ya que sólo nos
acordamos de los hechos cuyo rasgo común es que pertenecen a una misma
conciencia” (Halbwachs, 2004a, pp. 85-86).
Por el contrario, la memoria colectiva es múltiple
porque, en el caso de la memoria familiar, “debe abrazar en su campo ya no uno
sino diversos grupos, en donde la importancia, el aspecto y también las
relaciones mutuas cambian a cada momento” (Halbwachs,
2004b, p. 210). Esto se debe a que “el marco de la memoria familiar está
constituido de nociones, nociones de personas y nociones de hechos, singulares
e históricas en ese sentido, pero que tienen además todas las características
de pensamientos comunes de todo un grupo, e incluso de varios” (Halbwachs, 2004b, p. 210).
La memoria individual no puede sustraerse, de
acuerdo con Halbwachs, de la memoria colectiva,
puesto que los recuerdos aparecen cuando son evocados por otros y constituyen
puntos de referencia para la reconstrucción permanente del pasado desde el
presente. En consecuencia, la memoria familiar tendrá recuerdos propios (lo que
Halbwachs, 2004b, p. 201, denomina su “espíritu
propio”) que, aunque aluden a acontecimientos que han sido relevantes para esa
familia, también se relacionan con recuerdos de otros colectivos sociales. De
acuerdo con lo anterior, la desaparición de mi bisabuelo es un recuerdo de la
memoria de mi familia pero también forma parte de la memoria colectiva del
zapatismo y de aquellos que están interesados en escribir la historia de los
derrotados de la revolución y señalar la vigencia de sus ideales.6
La condición colectiva de la memoria establece un
diálogo entre la memoria individual del que recupera la historia de una vida
con las memorias familiares y de grupos de otro tipo: políticos o artísticos,
interesados en conseguir un relato polifónico que nos permita escuchar a los
muertos olvidados por la historia.
A pesar de que la biografía como género literario
haya sido un tema discutido ampliamente por muchos pensadores destacados, creo
que las notas de Bajtín sobre el tema son de enorme interés para abordar el
problema que trato aquí, pues a diferencia de otras posiciones, más interesadas
en un “pacto de verdad” entre el autor y el lector, Bajtín pone el acento en la
importancia de la otredad en la biografía.
En toda biografía distinguimos al menos tres
entidades que entran en juego: un autor, un narrador y un personaje. Sin
embargo, biógrafo y biografiado son posiciones en el espacio discursivo del
relato que se nos presentan como voces que se articulan en esa totalidad que
constituye la narración, una vez que el narrador se funde como conciencia que
interpreta la forma de la conciencia del otro:
ellos son dos, pero entre ambos no existe una
oposición fundamental porque sus contextos valorativos son homogéneos, el
portador de la unidad de la vida que es el héroe y el portador de la unidad de
la forma que es el autor pertenecen a un mismo mundo valorativo […] Ambos, el
héroe y el autor, son otros y pertenecen a un mismo
mundo autorizado y valorativo de otros. En la
biografía no salimos fuera del mundo de los otros; tampoco la actividad
creadora del autor nos hace rebasar estos confines: toda esta actividad está
incluida en el ser de la otredad, es solidaria con el héroe en su pasividad
ingenua […] hay dos conciencias pero no dos posiciones
valorativas, dos hombres, pero no un yo y otro, sino dos otros (Bajtín, 1989, p. 144).
De acuerdo con esto, es en el acto de la escritura
biográfica –que es un acto consciente– cuando se consigue que la conciencia
propia (lo que Bajtín llama el yo-para-mí) se encuentre con la conciencia del
otro, puesto que la biografía, al igual que la autobiografía, son las formas
donde podemos compartir los valores de la vida y el arte que “son formas y
valores de la estética de la vida” (Bajtín, 1989,
p. 134).
Estos valores están ligados con las acciones que
conforman lo que Bajtín llama el momento heroico de la biografía, los cuales
dan un sentido de gesta a la vida del héroe, quien si
busca la gloria él mismo o su biógrafo busca dársela, de cualquier modo, es un
deseo que no se puede deslindar del afán de reconocimiento por parte de los
otros, en el marco de unos valores compartidos con ellos.
El segundo momento del valor biográfico es el
amor, que Bajtín (1989) considera como “el deseo de ser amado, la comprensión,
la visión y la constitución de una persona en una posible conciencia ajena y
amorosa” (p. 138). Con lo cual podríamos concluir que
si el valor heroico es, sobre todo, un reconocimiento social que te permite
pertenecer a una comunidad, el amoroso es el del encuentro con el otro: el de
la empatía. Finalmente, Bajtín (1989) habla del valor de la fabulación que
consiste en aceptar positivamente la vida del héroe y así imaginar el relato de
esa vida, darle forma (p. 139). Los tres valores se fusionan en el carácter de
la biografía como donación: “me es donada por otros y para otros, pero la poseo
ingenua y tranquilamente” (p. 147).
La otredad, desde esta perspectiva, nos conduce
necesariamente hacia una polifonía de voces que participan en la forma que se
le otorga a esa vida de acuerdo con los valores estéticos y éticos que
constituyen el cronotopo del relato. Bajtín (1989) caracteriza este género
discursivo (el de contar la vida de otros), como un género en el que los
enunciados se encadenan en un diálogo colectivo que identifica esa vida con el
sentido de la vida, por esa razón, si “La frontera entre el campo de visión y
el entorno en la biografía es inestable y no tiene importancia decisiva, el
momento de simpatía tiene una importancia máxima. Así es la biografía” (p.
147).
Varias cuestiones resultan relevantes de estas
ideas para la manera en que entiendo las particularidades de la biografía que
estoy elaborando. La primera tendría que ver con el hecho de que Bajtín otorga
un lugar importante a las emociones que se derivan de la decisión de ser
biógrafo de alguien y que no son sentimientos aislados de la circunstancia
práctica de darle forma al relato, puesto que se trata de valores de carácter
ético-estético que comparten el personaje y el autor, pero que, además, hacen
posible que puedan encontrarse dos conciencias que, a la manera de un discurso
interno, pueden dialogar como voces en el relato y compartir esos valores. De
ahí que la admiración y el amor sean la fuente de las corrientes que fluirán en
la escritura fabulística.
Y es, en ese sentido, que puedo imaginar a mi
bisabuelo como un hombre aguerrido, casi temerario, que admiró enormemente a su
padre, que era un chinaco, juarista, liberal y anticlerical, don Buenaventura
Martínez, a quien honró llamando a su primer periódico El
Chinaco y a otro La Voz de Juárez. Como su
padre muere siendo muy niño, su madre, doña Dolores González, sin medios
económicos para mantenerlo, decide meterlo al Seminario de Celaya, ciudad donde
había nacido un 22 de junio de 1860. Al morir su madre, en 1877, huye de ahí y
llega caminando con unos arrieros a la ciudad de México, en donde consigue
trabajo como organista de la catedral metropolitana. Ahí comenzará una vida de
persecución y penas que logra su unidad en la incansable convicción de que
había que destruir al gobierno y cambiarlo por otro que resolviera los graves
problemas de hambre e injusticia del país. Es por eso que decidí que el
carácter de gesta heroica se tradujera en una estructura de tres partes,
denominadas: primera rebelión, segunda rebelión y tercera rebelión.
Cada una de ellas representa un espacio de confrontación con el representante
del poder en turno: Porfirio Díaz, Francisco I. Madero y Venustiano Carranza.
Esta estructura rompe la sincronía de la historia oficial en la que estos tres
personajes no aparecen relacionados como representantes de la oligarquía. La primera
rebelión comienza poco tiempo después de que Paulino Martínez conoce a
militares opositores a Díaz, como Mariano Escobedo y Trinidad García de la
Cadena, y a periodistas lerdistas que lo introducen
en ese oficio. Debido a que su padre había sido un chinaco, es evidente que su
simpatía hacia ellos fue inmediata y decidió unirse a la lucha contra Díaz. Eso
explica que en 1888 ya tenga su imprenta por el rumbo de la Alameda y salga a
la luz El Chinaco. Ese mismo año se ve obligado a
huir a Laredo, quizá a causa de un discurso que pronunciara en el quiosco
morisco de la Alameda en contra de Porfirio Díaz en septiembre. Ya en Texas,
región conocida como el “corredor antiporfirista” por
la cantidad de periodistas exiliados, colabora en el periódico El Mundo que dirigía el doctor Ignacio Martínez, cabeza
de la primera revuelta contra Díaz en Laredo, en la que participa activamente
el recién llegado. Después de la muerte del doctor Martínez, el movimiento lo
encabezará Catarino Garza y el grupo guerrillero se conocerá con el nombre de
“Los pronunciados”. En esa época conoce a Crescencia
con quien se casa antes de ser arrestado y encerrado en la cárcel de San
Antonio en 1895, cuando Catarino Garza huye a Costa Rica.
Mi bisabuela pertenecía a una familia mexicana de
Laredo que había llegado desde Monterrey. Esa fue la razón de que mi bisabuelo
hubiera intentado toda su vida organizar una colonia en Chihuahua, aprovechando
la ley de terrenos baldíos que, ahora supongo, debió haber sido un propósito
que tenía que ver con un deseo de mi bisabuela y su familia.7
Una vez liberado, los Martínez empiezan a buscar
formas de sobrevivir bajo la vigilancia permanente de la policía fronteriza,
dirigida por Bernardo Reyes –gobernador de Nuevo León– en combinación con los rangers. Cambian de ciudad
frecuentemente y viven penosamente de hacer trabajos de impresión. En 1899 mi
bisabuelo dirige en San Diego, Texas, una escuela llamada Colegio Mejicano,8 y
poco después, a principios del siglo, Paulino Martínez ya forma parte del
Círculo Liberal Ponciano Arriaga, donde conoce a los Magón y otros anarquistas
con quienes traba amistad. Como relata Turner (1967, p. 178), apoya la huelga
de Río Blanco, lo que le cuesta tortura y encarcelamiento en Orizaba. Se une al
movimiento maderista y llega a ser secretario del Partido Antirreeleccionista,
al lado de Filomeno Mata y de José Vasconcelos. A Zapata lo conoce en 1909,
cuando acompaña al candidato maderista Patricio Leyva en su campaña por la
gubernatura de Morelos, y este le pide que sea asesor de los campesinos de Anenecuilco. Madero lo comisionará para publicar en Laredo,
Texas, El Monitor Democrático, así como comenzar a
organizar la entrada a México desde la frontera texana, una vez que Madero
llega hasta ahí, después de su encarcelamiento en San Luis Potosí. Paulino
Martínez participará también en la elaboración del Plan de San Luis del que,
como da testimonio Camilo Arriaga hijo, mi abuela Aurora dobló los pliegos para
ponerlos dentro de los periódicos y así comenzar la sublevación (Martínez,
1964, p. 38).
En la segunda rebelión se aborda la ruptura con
Madero por haber traicionado el Plan de San Luis, al imponer a Pino Suárez como
vicepresidente y no haber encaminado su gobierno a resolver los problemas
campesinos y obreros. En esta etapa define su adscripción al zapatismo y se
rompen definitivamente sus lazos de amistad con Ricardo Flores Magón, quien lo
acusa de traidor en Regeneración.9
La tercera gesta es la más breve en el tiempo,
pues se inicia con su exilio en La Habana, a causa del golpe de Victoriano
Huerta, y termina con su desaparición, que ocurre poco tiempo después de que
hubiera regresado a México, al llamado de Emiliano Zapata, quien lo nombra jefe
de la delegación zapatista a la Convención de Aguascalientes en la Convención
Zapatista de Cuernavaca en octubre de 1914.
La visión del personaje como un héroe puede
traducirse en la exigencia de un reconocimiento que puede ser de glorificación
o de denuncia. La diferencia estriba en que la gloria aísla al personaje de los
demás, mientras que la denuncia implica a la sociedad en un suceso personal.
Los mártires son honrados por el sacrificio que han hecho por todos, en cambio,
los triunfadores sobresalen y se distinguen de los demás. Tengo la completa
certeza de que lo que hago no tiene como meta el reconocimiento de las “hazañas”
de Paulino Martínez, sino dar a conocer la injusticia de su muerte. Un asunto
ético que debe resolverse en una forma estética, a través de una enunciación
que tenga una arquitectura en la que sea visible ese hecho en la imagen
completa de la historia con mayúscula. Se trata de entrar desde otra pregunta a
la verdad de lo sucedido, una que incorpora nuevas voces en el relato, en lugar
de meros personajes que son descritos. Una perspectiva que, sin duda, tiene que
ver con el amor, esto es, con la manera de entender la lealtad afectiva y
familiar en un sentido colectivo. Se busca que el narrador no se separe de lo
narrado y que, en el uso del archivo, como apunta Cristina Rivera Garza (2013,
p. 114), se rescaten, más que voces, autorías cuyo efecto sea la posibilidad de
vivir la memoria, traer el pasado al presente y convertir la fabulación en una
aventura llena de señales que van trazando una trayectoria de los sucesos
diferente a la de los relatos hegemónicos, caracterizados por el monologuismo.
La memoria familiar constituye, entonces, el marco
en el que se sostiene el relato, su autenticidad como verdad de un linaje,
quizá hasta secreto de una familia derrotada que encarnó la truncada
revolución. Sin embargo, deja de ser una historia privada cuando se transforma
en un relato de todos, y esa memoria familiar se incorpora a los relatos en
circulación sobre el pasado. Es muy interesante que Bajtín haya planteado que
el encuentro de las conciencias sólo se pudiera dar en una forma estética y que
esa misma idea sea la que emerja en la discusión contemporánea sobre la
relación entre archivo y arte. A ese aspecto de la memoria dedicaré la última
parte de este breve ensayo.
El arte sirve para limpiar los ojos
Karl Kraus
La desaparición de Paulino Martínez ocurre cuando
la Convención de Aguascalientes se ha trasladado a la ciudad de México, como
gobierno provisional, al mando de Eulalio Gutiérrez. En esos mismos días, se
decidía la conformación del gobierno provisional y, como señala su esposa,
Paulino Martínez había sido propuesto por Villa y Zapata para el cargo de
secretario de Gobernación;10
un puesto que, dos días después de su desaparición, tomaría Lucio Blanco, quien
era el candidato de Eulalio Gutiérrez y otros integrantes del gobierno
provisional. La versión oficial de la desaparición de Paulino Martínez quedó
plasmada en La tormenta de José Vasconcelos (1958),
para quien el autor del crimen fue el implacable Rodolfo Fierro, apodado “El
Carnicero”:
Pensando que el primer paso de una organización democrática era el
restablecimiento de las libertades municipales, Eulalio mandó un abogado de
confianza y lo mandó expedir. A veces el acuerdo era lúgubre, como cuando nos
llevaron la noticia de que la noche anterior había sido fusilado Paulino
Martínez. Su viuda llegó a poco rato y acusaba al mismo Eulalio de complicidad;
nadie sabía quién había ordenado la ejecución. Hasta que una mañana, Fierro en
persona, confesó a Eulalio que él había hecho fusilar al ilustre viejo […] por
gusto […] Más bien –pensé yo– porque no le perdonaban el discurso
de Aguascalientes en que el veterano revolucionario condenó a los bribones que
usaban la revolución para enriquecerse y asesinar (p. 137).
En su declaración, mi bisabuela relata cómo,
durante toda la noche de la desaparición, fue enviada por diversas personas,
cercanas al gobierno, a sitios diferentes donde se le aseguraba que estaba o
había estado su marido. Uno de los lugares a los que se dirigió fue al hotel en
que despachaba Eulalio Gutiérrez, donde le informaron que ya no estaba
hospedado ahí, pero no supieron decirle a qué lugar se había trasladado. Ella
no cuenta cómo lo supo al día siguiente, pero Vito Alessio-Robles
(1979) sí relata ese traslado, sin mencionar la desaparición de mi bisabuelo,
ni la fecha en que sucedió ese cambio de domicilio: “El general Gutiérrez, que
vivía en el Hotel Palacio, se cambió a una suntuosa residencia en el primer
tramo del Paseo de la Reforma, en la casa de uno de los Braniff,
que a la llegada de Don Venustiano había sido ocupada por el general Rafael Buelna” (p. 403).
Páginas adelante dará su versión del crimen, en la
que concluye que, a pesar de que se hicieron investigaciones, no se pudo saber
nada sobre el responsable, ni sobre el paradero del cuerpo:
En la noche del 13 de diciembre, cuando don Paulino terminaba de cenar, se
presentó en su casa un oficial. Le presentó una tarjeta del Gral. José Isabel
Robles, ministro de la Guerra. Le rogaba que para tratar un asunto muy urgente
se presentara inmediatamente en sus oficinas de la Secretaría a su cargo.
Martínez muy confiado acompañó al oficial. A la
puerta los esperaba un automóvil con otros dos oficiales. Pero en vez de
dirigirse a la Secretaría de Guerra lo condujeron, según pudo averiguarse
después, al cuartel de San Cosme, en donde fue asesinado el viejo periodista.
Eulalio Gutiérrez estaba furioso con asesinatos proditorios. Mandó practicar
investigaciones. Nunca se supo dónde había sido sepultado el cadáver. José
Isabel Robles negó haber enviado a esos oficiales y haberles dado una tarjeta
suya. Muchos supieron que había sido sepultado en el interior de dicho cuartel
(Alessio-Robles, 1979, p. 412).
Mi bisabuela relata, en cambio, que Alessio-Robles le dio la siguiente versión de los hechos:
fui como a las seis de la mañana a ver al Sr. Eulalio Gutiérrez al “Hotel
Palacio” donde me encontré con la sorpresa de que la misma noche que sacaron a
mi esposo cambió su domicilio a la Calzada de la Reforma número 25 (casa de Braniff). Fui a su nuevo domicilio habiéndome recibido
luego me dijo que regresara a las diez de la mañana que iba a mandar a llamar a
José Isabel Robles para ver cómo estaba ese asunto.
A las diez de la mañana como me dijo el Sr.
Gutiérrez me presenté acompañada de los Sres. Lic. Ángel Fernández de Córdova,
Luis Rangel Viveros, Samuel Fernández, la Sra. Vda. De Martínez Carrión, y mi
hijo Paulino Martínez. Estando allí vimos llegar a los Sres. José Isabel
Robles, Manuel Chao, Vito Alessio Robles y otros.
Una vez llegados estos, a puerta cerrada
comenzaron a deliberar sobre el asunto; de cuando en cuando abrían la puerta
del cuarto donde se encontraban, nos veían y volvían a cerrar. A invitación del
Sr. Ángel Fernández de Córdova nos fuimos a tomar una taza de café, la Sra.
Vda. De Martínez Carrión y yo. Cuando nosotros ya nos encontrábamos allí,
salieron todos de la junta y dijeron al señor Fernández que la noche del trece
de diciembre habían matado a mi esposo a espaldas de la fábrica “El Progreso” y
que ponían a la policía a nuestra disposición.
Dejé pasar el dolor que me había causado semejante
noticia, y al tercer día me presenté ante el Sr. Inspector de Policía, Ing.
Vito Alessio Robles; habiéndome preguntado que qué le
informaba sobre el asunto de mi esposo, le contesté que a eso iba, a que me
informara a lo que me contestó: “señora, a Don Paulino lo mataron en la fábrica
‘El Progreso’ a palos quemando después sus restos”.11
El encuentro de estos dos relatos fue lo que me
dio la pauta para abordar el crimen del bisabuelo como la puesta en escena de
las dos versiones de los hechos: una oficialista, que es la versión de
Vasconcelos y de Vito Alessio-Robles y la de mi
bisabuela, que se produjera 100 años después de la desaparición de mi
bisabuelo, en el número 20 de ese callejón, donde había sido el convento de
Santo Domingo y que, después de la Reforma, se convirtió en una vecindad que
acabó sus días en el terremoto del 85 para ser entregada en comodato unos años
después a Elba Esther Gordillo, con el fin de que se instalara ahí la
Biblioteca del snte. La
intervención en el sitio tomó la forma de un funeral sin cuerpo en memoria de
Paulino Martínez, pero también en la de mi bisabuela, quien había cruzado
tantas veces el umbral de la vecindad esa fatídica noche, y otras que siguieron
hasta que se convenció de que no le sería entregado nunca el cuerpo de su
marido. Eran los días en que el país se indignaba por la desaparición de los normalistas
de Ayotzinapa y el secretario de Gobernación, Jesús
Murillo Karam, presentaba la verdad histórica que
coincidía con la respuesta que le diera Vito Alessio
Robles (jefe de la policía) a Crescencia Garza cuando
exigió la entrega del cuerpo de su marido: “para qué lo quiere, si lo mataron a
palos y luego lo quemaron”. Mi bisabuelo se convertía así, en el primer
desaparecido posrevolucionario y con ello se trazaba un espacio histórico que
abarcaba 100 años de impunidad y necropolítica.
La escritura de la historia de Paulino Martínez
entraba en una crisis que me obligaba a abandonar la idea de un relato
confinado al trabajo de archivo que sólo presentara los resultados documentales
de la indagación. Era necesario conformar un nuevo archivo que confrontara esa
historia oficial –la de Vasconcelos y Alessio Robles–
que, además, daba diferentes versiones del crimen, con el relato de Crescencia. El performance
constituiría, entonces, la creación de otro archivo, a partir de una ponencia
que presenté sobre el crimen de mi bisabuelo, en el congreso que organizó la enah para celebrar el
centenario de la Convención de Aguascalientes, ponencia que ya escribí con esa
forma de careo, entre la versión oficial y lo que mi bisabuela había declarado
en la policía. En la primera parte de la obra sólo había dos personajes: el
asesino y Crescencia, que tenían soliloquios
dialogados en los que se confrontaban dos maneras de ver lo mismo. La segunda
parte era el funeral sin cuerpo, en donde yo traté de imaginarme el duelo de mi
bisabuela como esa viuda desconsolada que ha perdido a su marido sin poder
recuperar su cuerpo. Y aunque esto lo viví como una misión que había cumplido,
y cuyo origen fue la imagen de mi abuelo acongojado en la plaza de Santo
Domingo, lo que había hecho representaba un primer resultado de una tarea de
investigación documental y teórica sobre la manera de narrar esa historia
familiar que mostraba proyecciones inéditas sobre la historia de la revolución
mexicana.
Sin embargo, un performance
no es un relato escrito –aunque hubiera un texto–, es una acción que tiene el
propósito de incidir en la memoria colectiva a partir de una intervención del
espacio urbano –una apropiación del espacio– que abre la posibilidad de
representar un acontecimiento que sucedió ahí y que nadie conoce. Esto es, se
trataba de un intento por abrir una grieta en el discurso hegemónico, al
intervenir un espacio de la ciudad México que, como en gran parte del Centro
Histórico, es un lugar donde duermen indigentes y ocurren asaltos por la noche.
Este nuevo uso del archivo en una intervención
urbana, aunque sólo se centró en la desaparición, era la culminación de una
larga batalla contra el poder que él y su esposa vivieron juntos y por la cual
pasaron penurias inimaginables, fueron perseguidos sin tregua por la policía y
encarcelados varias veces. Sin embargo, se mantuvieron leales uno al otro hasta
el final, y a la muerte de mi bisabuelo, toda la familia se incorporó
activamente a la lucha zapatista, en la clandestinidad. El crimen era también
la culminación de todas las derrotas y, por eso, mi propuesta era la de
producir un espacio de resistencia que diera lugar a una nueva forma de narrar
la historia, en el convencimiento de que vivíamos en ese mismo “instante de
peligro” que Benjamin (1977, p. 118) concebía como
aquel en que estábamos obligados a la “recordación” del pasado, es decir, uno
en que había que pensar el tiempo con el corazón para percibirlo y sentirlo
como nuestro tiempo y así transformar nuestro presente.
Existen múltiples maneras en que se pueden
producir estas nuevas narraciones que dan voz a los vencidos de la historia,
pero quizá sea útil considerar que el trabajo que yo he realizado se sitúa
dentro de la postmemoria.
Un concepto acuñado por Marianne Hirsch (2012) para
referirse a la memoria que es construida, no por los testigos vivenciales de un
acontecimiento histórico, sino por los de la siguiente generación; en mi caso,
dos generaciones después. Gibbons (2007, pp. 73-75)
señala que, al igual que la contrahistoria y la contramemoria, la postmemoria
es un tipo de memoria social que se distingue por recuperar lo que ha sido
reprimido por aquellos que sufrieron la opresión y que fueron incapaces de
expresar esa experiencia traumática. Una condición que le permite al narrador
ser crítico y tener capacidad para buscar nuevas formas de contarlo. El artista
sería entonces un segundo testigo y quien crea la postmemoria.
Por su parte, Ernst van Alphen
(2009) es quien ha hablado del surgimiento de una nueva historiografía en el
arte contemporáneo, que toma como modelo a la memoria, por su forma no lineal e
imaginativa, en la que los recuerdos significativos pueden ser activados en el
presente. Esa es la razón de que ese pasado se actualice de forma permanente en
el presente de la memoria y sea tan afín al arte, puesto que “el arte no
representa lo que ya sucedió, sino que establece las condiciones para
relacionarse con lo sucedido” (Jill Benett, apud,
Van Alphen, 2009, p. 46)
No cabe duda de que el pensador que ha inspirado
esta tendencia es Walter Benjamin (1977), quien, en
sus famosas Tesis sobre la filosofía de la historia,
dejó trazada la ruta estética para una nueva manera de escribir y hacer la
historia, como una acción política cuyo tiempo está abierto y no discurre
linealmente, sino mediante la libre disposición de las imágenes. Emerge de ahí
la figura de un nuevo artífice de la historia, que es capaz de imaginar nuevas
narrativas, a contracorriente de las dominantes, una actitud que se condensa en
la noción del artista como historiador. Consideraré, entonces, esta figura del
artista-historiador como un elemento clave para comprender cómo un espacio de
memoria se convierte en un discurso de resistencia cuando un hecho histórico se
enuncia bajo la forma de un juego de lenguaje inédito dentro del orden
discursivo de la historiografía hegemónica. Es decir, cuando la historia se
convierte en arte.
Esta revolución estética es una respuesta a lo que
Joan Gibbons (2007) llama el “síndrome de la falsa
memoria”, que si bien, como concepto, tiene su origen en el psicoanálisis
freudiano, se refiere aquí al engaño en que hemos vivido sobre nuestro pasado y
que terminó cuando “las narrativas tradicionales patriarcales, imperialistas y
colonialistas fueron transformadas e impugnadas en la segunda mitad del siglo xx por marginar grupos y sociedades” (p. 4). Dos
ejemplos sobresalientes de este tipo de crítica son las obras de Edward Said y
Michael Foucault que dieron paso a la necesaria vinculación de la historia con
la cultura y que, añade Gibbons (2007): “se
manifiesta claramente en el reclamo reciente por recuperar historias perdidas o marginadas en el arte contemporáneo” (p. 5).
Para el curador y teórico de arte francés, Nicolas Borriaud, el arte lleva
la batuta en el derrumbe del historicismo como consecuencia de su capacidad
para conectar niveles de realidad que están separados en el capitalismo, debido
a la reificación de las relaciones humanas que siempre están mediadas por
objetos. Una característica que Guy Debord (1967) atribuía a lo que él llamó la sociedad del
espectáculo (en donde la representación de la realidad sustituye a la realidad)
y que, en su opinión, también había derrotado al arte. Borriaud
(2002) impugna a Debord, porque le parece que el
papel del arte actual consiste, precisamente, en producir espacios donde se
consiga el contacto entre las personas, aprovechando al máximo su condición
esencialmente dialógica. A este nuevo arte lo denomina “relacional” (p. 14) y
lo concibe como típicamente urbano; en virtud de que “El arte es el lugar que
produce una sociabilidad específica que parte de los estados de encuentro que
produce la ciudad” (p. 16). El espacio urbano permite la aparición de un
“intersticio social”, en el sentido en que Marx usaba este concepto; esto es,
como una grieta que se abre en el sistema capitalista cuando aparecen las
relaciones que son posibles, más allá de aquellas que actúan de manera
dominante.
Puesto que el arte está ligado a una forma,
debiéramos considerar entonces, dice Borriaud (2002),
que esa estructura de relaciones internas desborda su materialidad y se
convierte en un principio relacionante, debido a que ahora “Producir una forma es inventar posibles encuentros;
recibir una forma es crear las condiciones para un intercambio (como regresar
un servicio en un juego de tenis)” (p. 23).
Este intersticio tiene una condición liminal, en
el sentido que le daba a este término el antropólogo Víctor Turner (1988),
debido a que la relación dialógica que destaca Borriaud
en el arte contemporáneo sería imposible si las fronteras entre lo público y lo
privado, así como entre lo recordado y lo olvidado, no se diluyeran para evitar
la repetición y en su lugar dar paso a la rememoración reflexiva.
Por su parte, Gibbons
considera que esta liminalidad debe verse a la luz de
la filosofía de Henri Bergson (2007), para quien “el recuerdo representa el
punto de intersección entre el espíritu y la materia” (p. 28); y el arte ha
sido capaz de darle el locus indispensable para
conseguir que la rememoración tenga un carácter comunitario, tal y como lo
plantearon en su momento Pierre Nora y Marcel Proust (Gibbons,
2007, p. 6).
Desde esta perspectiva, la historia, la política y
el arte formarían una unidad en el arte contemporáneo que, de acuerdo con
Jacques Ranciére (1993), se asentaría en un fondo
común que les otorga su cualidad de ser prácticas que producen ficciones y que,
no por ello, deben ser mentiras; esto es: “Escribir la historia y escribir
historias conciernen al mismo sistema de verdad” (p. 61). La relación de estas
ficciones con el poder se da a través de lo que Ranciére
llama el “régimen de lo sensible”, que instituye la legitimación de lo que es
visible y lo que es decible, es decir, de lo que se puede narrar para hacerlo
visible. En este sentido, si el arte “hace visible lo que se piensa” es porque
lo hace inteligible, a través de una forma que determina la manera en que hemos
de sentir y percibir el mundo. Las formas son sistemas que ocurren en el
espacio y en el tiempo y se apropian del espacio y el tiempo para determinar lo
decible y lo visible y establecer los lugares que cada quien ocupa. Esto es lo
que Ranciére entiende por política. Y en virtud de
que la distribución de los lugares es precisamente la ficción y esta es el
meollo de la historia (porque separa la ficción de la falsedad), podríamos
hablar entonces de una racionalidad de la ficción que se expresa en una forma
que hace inteligibles los fenómenos históricos. Siguiendo a Aristóteles, Ranciére (2014) considera que fingir no es engañar sino
proponer estructuras inteligibles. Debido a que “lo real debe ser ficcionalizado para ser pensado” (p. 61).
La dimensión política de esta nueva estética
produce una redistribución de los lenguajes y, como consecuencia, el borramiento de las fronteras entre las prácticas artísticas
que, a su vez, redistribuyen las maneras de hacer y sus relaciones con las
maneras de ser, con el único propósito de destruir la mentira de la normalidad.
Por eso, dice Rancière (2014), “Las ficciones del
arte y la política son […] heterotopías [en el
sentido de Foucault], más que utopías” (p. 64) que funcionan como
contra-espacios: lugares ambiguos (intersticios) donde se puedan imaginar
formas de vida diferentes, experiencias distintas a aquellas en que transcurre
la vida cotidiana.
La intervención que yo realicé guarda semejanzas
con otros trabajos que se llevaron a cabo para celebrar el centenario de la
revolución mexicana. Uno que llamó especialmente mi atención fue la exposición:
Espectografías. Memoria e historia, realizada en 2010 en el muac, en la que se buscaba
sacar a la luz aquello que estaba oculto en las narraciones oficiales. En el
texto de Ana María Martínez de la Escalera, incluido en el catálogo de la
exposición, se aclara que una “memoria espectral” es aquella que se enfrenta a
esa falsa memoria (podríamos decir ahora con Ranciére:
esa ficción que sí es mentira) materializada en la conmemoración
monumentalizada. La autora considera que esta memoria espectral es un discurso
crítico, en el sentido foucaultiano, que se
fundamenta en un saber de la gente que ha sido excluido por los saberes
instituidos como poseedores de la verdad. Estos
discursos, por su marginalidad y por defender solamente una
verdad, suelen estar relacionados con pequeñas comunidades que se enfrentan a
la verdad instituida. Su carácter crítico se deriva de que sacan a la luz esos
discursos sedimentados por los archivos y permiten que se opongan a aquellos
que han sido puestos en circulación para fijar y circular un sentido del
pasado. Los discursos que surgen de estos saberes excluidos, en su opinión,
deben considerarse como políticos porque, al manifestarse, son el germen de la
polémica y la resistencia al poder, que es el modo en que pueden modificarse
esas fuerzas y esas relaciones de poder.
El carácter polémico de los discursos en
resistencia produce contrahistorias y contramemorias, pues cuando los documentos históricos de
archivo se convierten en objetos estéticos y se sitúan en otros soportes y en
otros órdenes, constituyen una contrahistoria que
narra la historia oculta y sedimentada (la de los muertos y desaparecidos que
no existen en la historia). La nueva historiografía sólo puede aparecer cuando
es socializada y se convierte en un trabajo de memoria que se enfrenta a la
memoria monumental de las instituciones. La contramemoria
es, por ello, el fruto de una comunidad que rememora y no celebra: “Son actos
de resistencia que se refieren a una memoria popular opuesta a una memoria
institucionalizada o hegemónica” (Gibbons, 2007, p.
59).
La resistencia, sin embargo, no debe entenderse
como un contrapoder, en virtud de que es una acción y no un resultado. El poder
es el que reacciona ante las acciones de la resistencia que es propositiva y
produce nuevas formas de vida posibles (intersticios). Esa es la diferencia
entre una estética urbana, como acción política de resistencia, y las formas
anteriores de lucha contra el poder, que sí eran contrapoderes puesto que, como
señala atinadamente Judith Revel (2009), estaban
condenados a generar otras formas de poder que a la larga podían ser formas
incluso más autoritarias que las que habían destruido. La única alternativa
ante esta situación, indica Revel, sería hacer más
honda la “asimetría resistencial”, ya que es ahí
donde se sitúa la especificidad de lo político (p. 59) La
diferencia entre el poder y la libertad está en que mientras esta es primigenia
e inventiva, es una acción; el poder es genitivo, gestor y parasitario. Así
podría concluirse con ella que “La apuesta de la resistencia deviene, por
tanto, en cómo afianzar esa creatividad para ahondar la disimetría con el
poder” (Revel, 2009, p. 60).
El discurso de resistencia es por tanto una acción
política que tiene como eje la creación de espacios de memoria común que rompen
la disposición de los lugares y los lenguajes hegemónicos para narrar el
sentido del tiempo, como nuestro tiempo. Al poner el acento en la diferencia no
se crea una nueva narración sino la posibilidad de que las diferentes historias
ocupen un lugar común que funciona como un intersticio que, en su liminalidad, es el terreno propicio para que pueda germinar
la libertad de ocupar cualquier sitio y no el que nos ha sido asignado por el
poder. Es en ese lugar donde puedo encontrarme con mi bisabuelo en una unidad
de conciencia que me revela mi historia con los otros, a través de su historia.
Es probable que vaya por buen camino, aunque todavía queden muchos enigmas por
resolver, pues qué otra cosa podría impulsarme a realizar esta tarea si no es
este tan humano deseo de dialogar.
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1 Teodoro Hernández fue un periodista
anarquista que colaboró en el periódico de Paulino Martínez: La Voz de Juárez, y que dirigió su propio periódico antiporfirista en Veracruz: La Voz de
Lerdo. Estuvo encarcelado desde 1905 hasta la caída de Díaz y fue un
activo magonista que aparece en la lista de los revisores
del Plan Liberal. Durante muchos años, él y su esposa Aurora intentaron que
Prócoro Dorantes y Vito Alessio-Robles fueran
castigados por el crimen de Paulino Martínez, sin obtener ningún resultado.
2 Legislatura XXVIII, Año I, Periodo
Ordinario, Fecha 19180821. Número de Diario 3.
3 LXVIII-1.21.2914.1. Archivo del Centro de
Estudios de Historia de México Carso (Archivo cehm Carso), México.
4 LXVIII-1.21.2920.1. Archivo cehm Carso, México.
5 Sobre este tema es destacable la novela de
la historiadora y escritora Cristina Rivera Garza (1999).
6 El grupo de teatro campesino de Morelos
marchó en diciembre de 2014, como lo hicieran Zapata y sus generales en
diciembre de 1914 para entrar a la ciudad de México, al lado de Villa, después
del encuentro que tuvieron en Xochimilco el 6 de diciembre, donde mi bisabuelo
dio un hermoso discurso. Esta marcha, que no pudo entrar a la ciudad, por el
control policiaco desplegado a partir de las protestas por la desaparición de
los estudiantes de Ayotzinapa, fue recuperada por
José Ramón Pedroza en el documental Los jinetes del tiempo,
estrenado en 2017. Se trata de un bello ejemplo de la memoria oral que han
conservado, a lo largo de más de un siglo, los descendientes de aquellos
zapatistas. Asimismo, es necesario hacer referencia al enorme trabajo que ha
realizado el destacado historiador del zapatismo, Francisco Pineda, por aclarar
la muerte de Paulino Martínez.
7 En dos textos se refiere mi bisabuelo a su
pretensión de establecer una colonia de texanos mexicanos en México. El primero
es una carta dirigida a Bernardo Reyes, con fecha del 9 de febrero de 1899.
DLI-28.5481.1. Archivo cehm
Carso, México; y el segundo es su panfleto Causas de la
revolución en México y cómo efectuar la paz, impreso por Hourcade, Crews & Co. en La
Habana el 6 de enero de 1914, incluido en mi compilación de textos, Hernández
(2014b).
8 Este dato lo obtuve a partir de las cartas
que envió a Bernardo Reyes, las cuales estaban escritas en papel membretado de
dicho colegio. DLI-28.5481.1. Archivo cehm
Carso, México.
9 Agradezco profundamente a Jacinto Barrera
las conversaciones que tuvimos sobre este pleito, así como que me encauzara a
investigar la importancia de las colonias en esa época, pues Flores Magón acusa
a Paulino Martínez de robar dinero a la gente con el pretexto de incorporarlos
a su proyecto. Regeneración, abril de 1911, en
línea http://archivorebelde.org/
10 Declaración de Crescencia
Garza. LXVIII-1.21.2914.1. Archivo cehm
Carso, México.
11 Declaración de Crescencia
Garza. LXVIII-1.21.2914.1. Archivo cehm
Carso, México.