Artículos
Cuerpo-piel-lenguaje.
La sífilis en el campo de enunciación
de la dermatología clínica[*]
Body-Skin-Language. Syphilis
in the Field of Enunciation
of Clinical Dermatology
Hilderman Cardona Rodas1, https://orcid.org/0000-0002-6778-2102
1Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, Universidad de Medellín, Colombia,
hcardona@udem.edu.co
Resumen:
Este texto despliega una pregunta relativa al cuerpo, en
tanto lugar de representación médica, ligada a los efectos de la enfermedad
deformante sobre este en la segunda mitad del siglo XIX,
implementado como archivo a una serie documental colombiana y española. La
enfermedad hace ruido y cuando se deja escuchar permite ver las huellas sobre
el cuerpo en su escenario inquietante: la piel. Por ello, el texto pone de
manifiesto a los cuerpos parlantes que aúllan las experiencias intersubjetivas
de la enfermedad en la mediación entre médico y paciente, en la cual un
discurso sabio captura los síntomas del dolor desplegados en la piel del
enfermo, quien emerge y presta la voz de su experiencia subjetiva, soporte de
enunciación para las taxonomías dermatológicas de la clínica en la segunda
mitad del siglo XIX.
Palabras clave: cuerpo; piel; lenguaje; dermatología clínica; siglo XIX.
Abstract:
This text poses a question regarding the body
as a space of medical representation,
linked to the disease’s deforming effects on it
in the second half of the 19th century, as an archive in a Colombian-Spanish
documentary series. The disease produces a sound, which when listened
to, tells of the traces on the body’s
unsettling landscape: skin.
Thus the text reveals the
speaking bodies that howl about
the intersubjective experiences of the disease through the mediation between
doctor and patient, in which
a wise discourse captures the symptoms of the pain spread over the skin of the sufferer. The
latter emerges and lends a voice to their subjective experience as a platform for expression
for clinical dermatological taxonomies in the second half
of the 19th century.
Key words: skin; language; clinical
dermatology; 19th century.
Fecha de recepción: 20 de abril de 2018 Fecha de aceptación: 21 de noviembre de
2018
Introducción
Hay pliegues en todas partes: en las rocas, en los ríos,
en los bosques, en los organismos, en la cabeza o en el cerebro, en las almas o
en el pensamiento, en las llamadas obras plásticas… Pero eso no significa que
el pliegue sea universal. Me parece que fue C. Lévi-Strauss
quien señaló la necesidad de distinguir entre dos proposiciones: “sólo difieren
las semejanzas”, y “sólo las diferencias se parecen”. En el primer caso, lo
primero es la semejanza entre las dos cosas, y en el otro es la cosa misma la
que difiere, y difiere en principio de sí misma. Las líneas rectas se parecen,
pero los pliegues varían, difieren. No hay dos cosas que estén plegadas de la
misma manera, ni dos rocas, y no hay un pliegue regular en una misma cosa. Por
eso, aunque hay pliegues en todas partes, el pliegue no es universal. Es un
“diferencial”, un “diferenciante” (Deleuze, 1996, pp.
247-248).
Por medio de una relación diferencial y diferenciante
sobre el pliegue es posible emprender un elogio de la
patología de la piel, que, desde François Dagognet
(1993), hace parte de una propuesta filosófica, de antropología médica, de
historia de las ciencias y de los sistemas biomédicos moderados por lo que él
llama una dermociencia,
pues sentir y conocer se llevan a cabo en el campo de la membrana, en la piel,
en el punto de interface entre el adentro y el
afuera, dos mundo inseparables que se recubren y se implican. Por ello, Dagognet invita “a estar en contacto, ser impresionado (por
la presión sobre sí) pero no en ser alterado ni tampoco padecido, en suma, ser
sensible, frágil pero igualmente resistente. La epidermis tendrá que resolver
esta contradicción objetiva” (Dagognet, 1993, p. 17).
En este sentido, Michel Serres (1983) sugiere pensar
la vida como un trabajo de plegado:[1]
El conocimiento está replegado sobre sí como un cordaje,
como una proteína, o como un tejido, se invagina también y así se vuelve denso,
se llena de complexiones, se llena de información, si va hacia el saber. Va
hacia la deflación. La obra es recubrimiento de escamas o de hojas, cebolla o
alcachofa, feto, como una sucesión de automorfismos.
El análisis escama la cebolla, la destruye, deshace el corazón de su
complexión, diluye lo denso, desaprieta (p. 65).
Conocer a partir de las huellas dejadas por la enfermedad
en la piel, pone de manifiesto una preocupación por los espacios del
pensamiento donde el plegar es leer las superficies parlantes de la
profundidad. De esta forma, los documentos visuales y las descripciones
clínicas de las enfermedades de la piel que se recopilan en este artículo,
procedentes de archivos médicos colombianos y españoles de la segunda mitad del
siglo XIX, integran un corpus
explicativo de las experiencias corporales de la salud y la enfermedad, donde
la primera constituye un estado idealizado de armonía orgánica (Canguilhem, 1971; Goffman, 2010;
Le Blanc, 2010) y la segunda un ruido que conmueve lo
que el médico francés René Leriche (1879-1955)
planteaba como el silencio de los órganos, ya que
la enfermedad es un movimiento parásito que enturbia la circulación ordinaria
del organismo manifestándose en el quejido de los órganos. Por ello, Michel Serres (1980) afirma:
Volvamos al enfermo, olvidemos el discurso médico. La
enfermedad es un ruido. Nosotros decíamos una sombra. ¿Metáforas? No. ¿Ese
ruido, es el dolor que produce el quejido, es el miedo, la angustia o el
estrangulamiento que hacen aullar o delirar a los locos? Sí y no. La
enfermedad, cualquiera que sea, intercepta un funcionamiento, es un ruido que
enturbia los mensajes en los circuitos del organismo, parasita su circulación
ordinaria. Dudo de que se pueda dar una definición más general. Vale desde el
cáncer hasta la neurosis, desde el infarto del miocardio hasta la esclerosis
múltiple. Las interceptaciones pueden, en efecto, darse a lo largo de los
filamentos nerviosos de la circulación sanguínea, en los espacios sinápticos,
entre las membranas de células vecinas, sobre la cadena del código genético, y
así sucesivamente. La enfermedad en general es parásita. Y ese parásito
interviene en uno u otro nivel. No dudo de que el dolor y el grito, de que la
angustia y el aullido sean traducciones diversas de esos ruidos numerosos.
Seguramente, el lenguaje es otro de ellos, que asocia, en su fuente, las
vocalizaciones de placer inducidas por la silenciosa salud. La enfermedad es un
ruido parásito. Y el médico come de la traducción de ese ruido (p. 265).
Las caracterizaciones de las enfermedades de la piel y
sus iconografías constituyen, en el plano del gesto y la palabra (Leroi-Gourhan, 1971), operaciones discursivas que le dan
sustrato epistemológico al conocimiento médico en tensión problemática entre
salud y enfermedad. En este sentido, Georges Canguilhem
(1971) sostiene:
Por más que se conserve la confianza tranquilizante de la
teoría ontológica en la posibilidad de vencer por medios técnicos al mal, se
está muy lejos de creer que salud y enfermedad sean opuestos cuantitativos,
fuerzas en lucha. La necesidad de restablecer la continuidad, para conocer
mejor, es tal que en última instancia el concepto de enfermedad desaparecería.
La convicción de poder restaurar científicamente lo normal es tal que termina
por anular lo patológico. La enfermedad ya no es objeto de angustia para el
hombre sano, sino que se ha convertido en objeto de estudio para el teórico de
la salud. En lo patológico, edición en grandes caracteres, se descifra la
enseñanza de la salud, un poco como Platón buscaba en las instituciones del
Estado el equivalente agrandado y más fácilmente legible de las virtudes y de
los vicios del alma individual (p. 20).
Desde una dimensión histórica y antropológica, hablar de
salud o enfermedad no remite sólo a higiene o salubridad, sino también a
maneras de sentir, padecer y adaptarse a lo que una sociedad concibe como
norma, por tanto, como regla a seguir para cuerpos y conductas; es decir,
remite también a una política. La práctica médica se encuentra inmersa en este
reflujo de determinaciones, en la medida en que aquello que se desvía, lo
anormal, alcanza estatuto médico a partir de usos del lenguaje vinculados con
posiciones de semejanza (metáforas) y de contigüidad semántica (metonimia),
dando visibilidad y soporte enunciativo a la enfermedad[2] que
tiene sus evidencias en la piel y su representación en las formas del ver y del
decir de la medicina, la cual no se encuentra al margen de los marcos sociales
de vida desde donde emana una concepción de hombre normal.
Así, “toda mi vida se me presenta como un juego con la norma, ni completamente
adentro de ella ni completamente afuera” (Le Blanc,
2010, p. 13).
Este artículo estudia la representación del cuerpo
enfermo desde el registro de la dermatología clínica en la segunda mitad del
siglo XIX en Colombia y España. Aquí se sostiene
que la mirada dermatológica pone en obra una pendiente exteriorizada, es decir,
materiales de conocimiento médico suministrados por una lectura de la piel.
Retomando la consigna antropológica de Paul Valéry (1988), según la cual lo más profundo de lo humano es la piel, tanto las
descripciones clínicas como las puestas en escena en imágenes de enfermedades
de la piel permiten situarse en la epidermis convertida en lenguaje médico. En
este horizonte discursivo tiene lugar una ciencia general
del orden, que le da sustrato a una preocupación por clasificar y
distribuir en cuadros nosográficos organizados por
identidades y diferencias. Un conocimiento del Orden pone en juego una mathesis que dispone las
naturalezas simples por medio de una combinatoria algebraica, y una taxonomía que ordena las naturalezas complejas y las
sitúa en representaciones que soportan un sistema
de signos. Lo que es lo mismo, “los signos que el pensamiento mismo establece
constituyen algo así como un álgebra de las representaciones complejas; y a la
inversa, el álgebra es un método para proporcionar signos a las naturalezas
simples y para operar sobre estos signos” (Foucault, 2001a, p. 78). Con ello,
las relaciones de orden fundan un régimen de representaciones articuladas por
percepciones, deseos y pensamientos, que, en la práctica específica de la
historia natural, permitirá el entrecruzamiento de un sistema de los signos en
el cuadro de las identidades y diferencias en el contexto de la dermatología
clínica de la segunda mitad del siglo XIX. Se
leerá el orden de la naturaleza a partir de un conjunto de caracteres instaurados por un cálculo de las igualdades y
una génesis de las representaciones.
Las superficies patológicas o relieves perturbadores que
inquieta a la mirada médica ponen de manifiesto las complejas formas de lo que
se agita en el espesor de la membrana:
El muro que voy recorriendo termina en la arista
vertical, luego en la segunda, en el sentido del grosor, finalmente en la
tercera, en el mismo remate; siete u ocho molduras se dibujan en relieve; en
sus piedras se abre la ventana, con sus ángulos, sus arcos y sus goznes […]
oquedades, surcos, resaltes, bordes y ejes de todo tipo, son pliegues, bien
definidos por sólidos que les dan la forma en la que los percibimos o cuya
amplitud, a veces, permite que habitemos en su curvatura […] un volumen aparece
bajo un pliegue, como implicado por sus bordes. No volveré a habitar su casa
como antes […] ni el mundo, sus valles y sus montañas, ni las arrugas ni los
vientres de la piel (Serres, 1994, pp. 45-46).
En este despliegue entre cuerpo, lenguaje y
acontecimiento es posible examinar las proyecciones del discurso dermatológico
en el saber de la enfermedad en Colombia y España durante la segunda mitad del
siglo XIX. Veamos entonces cómo se pone de
manifiesto la construcción en el campo epistemológico de la medicina de las
enfermedades de la piel, teniendo como horizonte comprensivo un campo de
enunciación clínica de la sífilis.
La sífilis, un territorio de múltiples manifestaciones en la mirada
dermatológica
El concepto de sífilis es posible
rastrearlo retrospectivamente hasta finales del siglo XV
en lo que concierne a su caracterización como una entidad nosológica de
ocurrencia epidémica, crónica y de síntomas cutáneos circunscritos
habitualmente a los genitales. En esta medida, el médico alemán Juan Federico Fritze sostenía en su Compendio sobre
las enfermedades venéreas (1796) –traducido al toscano por Juan Bautista
Monteggia y de este al castellano por Antonio Lavedan– que
el veneno venéreo nunca nace por sí mismo en el cuerpo, o
por una espontánea corrupción de los humores; y así siempre deriva de contagio
comunicado de una persona a otra, esta infección no se comunica por medio del
aire, o por la vía del estómago a manera de varios otros miasmas; ni el veneno
es apto para infeccionar por otro medio, como las viruelas, la peste, etc., y
así siempre es preciso que toque inmediatamente y por algún espacio a alguna
parte del cuerpo, la cual esté cubierta de una delgada sobrecutis
[sic], o sin ella. Pertenece aun a las condiciones,
bajo las cuales sucede fácilmente la infección, que el veneno se aplique al
cuerpo con el vehículo de alguna materia fluida, y principalmente el muco puriforme [sic], o a lo menos que la parte tocada por él sea húmeda
en su superficie (p. 9).
Por su sintomatología, la sífilis se ha visto a partir de
una amalgama de diversas enfermedades (dermatológicas o constitucionales
generales), tales como lepra, sarna, tuberculosis de la piel, de los huesos y
de las glándulas, viruela, micosis de la piel, gonorrea, chancro blanco,
linfogranuloma inguinal o gota. Es así como la sífilis ofrece un ejemplo de una
enfermedad que en la historia ha cambiado en cuanto a su frecuencia y en cuanto
a la delimitación de sus manifestaciones clínicas. Las transformaciones que ha
experimentado en el nivel de su caracterización patológica en el transcurso de
los siglos, son de la siguiente manera:
Aparecida en Europa bajo su forma venérea a finales del
siglo XV, esta treponematosis
fue ante todo una enfermedad muy aguda. Tomó luego aspectos más crónicos,
manifestándose mediante estados patológicos variados y, gracias a los
tratamientos eficaces, deja al fin de ser una endemia masiva de ciertas
poblaciones, al mismo tiempo que resiste siempre bajo formas esporádicas (Grmek y Sournia, 1999, p. 29).
La sífilis es una enfermedad que cumple el cuadro
propuesto por Charles Nicolle (1866-1936) para el
estudio de las enfermedades desde una perspectiva histórica de evolución
permanente. Nicolle se preocupó por los contextos sociohistóricos y epidemiológicos donde emergen nuevas
enfermedades. La existencia de nuevas enfermedades es inevitable, dice, pero
nunca podrían ser localizadas en sus orígenes porque cuando se sabe la
presencia de esas enfermedades ya están formadas, son adultas. Y aparecerán como apareció Atenea, saliendo armada desde la
cabeza de Zeus. Las nuevas enfermedades se camuflan con los síntomas de
enfermedades existentes y sólo después podrán ser clasificadas como un nuevo
tipo patológico en el cuadro taxonómico de las enfermedades ya catalogadas.
Siguiendo este esquema epistemológico, las enfermedades manifiestan su destino
histórico: “hay algunas que ‘nacen’ a causa de la modificación de las
relaciones entre el hombre y los gérmenes, mediante la exposición del organismo
humano a factores físicos y químicos nuevos o mediante acontecimientos de orden
genético; otras ‘mueren’, por razones desconocidas o por la eliminación de las
causas materiales o sociales” (Grmek y Sournia, 1999, p. 30). Sin embargo, la desaparición de una
enfermedad no es posible determinarla con precisión, lo que hace necesario, como
dicen Grmek y Sournia,
hablar más bien de su emergencia o su declive que de su novedad o desaparición.
Para la epidemiología del siglo XIX,
dentro del registro de una expectación epidérmica, la lepra, la tuberculosis y la sífilis,
enfermedades infecciosas crónicas, son paradigmáticas en el panorama de la
mirada médica. La primera porque, según Grmek (2002),
fue eliminada de la patocenosis (los diversos estados
mórbidos presentes en una población) de los países industrializados; la segunda
porque tomó un lugar dominante en el ámbito de la epidemiología, y la tercera
porque sufrió un cambio radical en su caracterización clínica y visualización
patológica. Tres patologías que constituirán tres metáforas vivas (Ricœur, 1980) de tensión constante en el campo de saber de
la clínica en la segunda mitad del siglo XIX. La
enfermedad cuando comporta transformaciones vistas como monstruosas
gira a una metáfora de lo repulsivo, desde la cual se asume lo anormal
en el seno de un orden de leyes y normas biológicas, médicas y jurídicas: cada
cosa en su lugar para salvaguardar la moral y el bien social; he aquí una
ambición científica y moral de los médicos colombianos y españoles de la
segunda mitad del siglo XIX proyectada en sus
descripciones y observaciones clínicas. Lo monstruoso, al hacer ruido,
“recuerda que toda sociedad fabrica un conjunto de peligros a los cuales
controla y devora en una obsesión por lo normal” (Cardona, 2012, p. 65). La
metáfora viva de la enfermedad deformante está presente en las manifestaciones
dermatológicas de la sífilis, las cuales tienen su materialidad discursiva en
la práctica discursiva de la clínica que aquí se analiza.
Según Grmek, una enfermedad
sólo existe en el contexto de una idea general de lo mórbido que otorga a todas
las posibles expresiones concretas una atmósfera discursiva de unidad. Con el
concepto de patocenosis se proyecta una reflexión
epistemológica de la enfermedad a partir de la cual, más que indicar la
existencia de enfermedades aisladas, se comprende “lo mórbido como sistema
dinámico donde la manifestación de una enfermedad depende de la presencia y
distribución del conjunto de enfermedades que le son contemporáneas y propias
de una población y un espacio determinado” (Bacarlett,
2004, p. 285).
El concepto de sífilis como enfermedad venérea emerge a
finales del siglo XV en un contexto de pensamiento
regulado por la astrología que contribuyó, como dice Ludwik
Fleck (1986), a darle el carácter de venérea en tanto
su differentia specifica. Esta relación astrológica fue construida
en los siguientes términos:
La conjunción de Saturno y Júpiter el 25 de noviembre de
1484, bajo el signo de Escorpión y en la Casa de Marte, fue causa del mal
venéreo (Lustseuche). El
buen Júpiter sucumbió ante los malignos planetas Saturno y Marte. El signo de
Escorpión, al que están sometidas las partes sexuales, explica por qué fueron
los genitales el primer punto afectado por las nuevas enfermedades (según I. Bloch, citado por Ludwik Fleck, 1986, p. 46).
La temporalidad coincide, siguiendo a Grmek,
con la emergencia de una enfermedad nueva a partir de la introducción de una
región a otra y por mutación de las treponemas en el siglo XVI. Los intercambios de microbios entre los Dos Mundos,
propiciado por el descubrimiento y conquista de América, permitió la
introducción en Europa de la sífilis venérea y la llegada a América de la
viruela y de un síndrome gripal mortal, que al diezmar la población americana
dio paso a una verdadera guerra biológica aliada de los conquistadores
europeos, sin que esto lo hubieran pretendido.
Pero, en una época de saber inscrita en una episteme de la semejanza, no sólo la astrología
contribuyó a formular la naturaleza venérea de la sífilis (morbus venereus);
otros dos factores ayudaron a su caracterización dermatológica: a) el saber terapéutico de los médicos empiristas de los
siglos XV y XVI,
quienes utilizaban el mercurio y comprendían sus efectos farmacológicos, tanto
en la sífilis como en la lepra y la sarna, y b) las
tensiones epistemológicas que generó su conceptualización patológica. En esta
dirección, el médico Juan Luciano Murrieta, profesor de clínica de la
Universidad de Madrid, sostenía en 1848 que la caracterización clínica de la
sífilis se ubicaba en el siglo XV:
Los primeros síntomas con que apareció en Europa la
sífilis fueron las erupciones venéreas; pues que los primeros autores que
escribieron de ella al fin del quinceno siglo, hacen mención de las pústulas
costrosas, húmedas y ulcerosas parecen indicar que en ese tiempo ya se conocían
muchas especies, las que confundidas con el sin número de formas diversas que
puede revestir la sífilis, atravesaron muchos siglos sin llamar casi la
atención, sino de tiempo en tiempo y muy ligeramente, a la mayor parte de
autores; pero al principio del siglo XIX las
erupciones venéreas fueron separadas y distinguidas con el nombre de sifílides;
y esta denominación comprendía todas las alteraciones de la piel producidas por
el virus venéreo, las que estaban agrupadas comúnmente, bien según sus
diferentes estados, bien según su forma accidental, sin tomar en consideración
los elementos primitivos, reuniendo variedades de todo tipo diferentes, y
admitiendo especies enteras, como la sifílide ulcerosa, sobre caracteres del
todo secundarios (la ulceración), que pueden ser consecuencia de diferentes
alteraciones (1848, pp. 264-264).
De esta forma, tres horizontes enunciativos se ponen en
juego, uno ético-místico del mal venéreo, otro empírico-terapéutico y otro
experimental-patológico de definición de la enfermedad. Un ejemplo claro de que
las condiciones histórico-culturales suponen una elección
epistemológica que fusiona diversas perspectivas o estilos articulados
por conceptos en mutua relación. “La historia enseña que pueden producirse
fuertes disputas sobre la definición de los conceptos. Esto demuestra en qué
poca medida a las convenciones posibles, iguales desde un punto de vista
lógico, se les otorga un valor similar, y esto independientemente de razones
utilitarias de cualquier tipo” (Fleck, 1986, p. 55).
En esta medida, la agrupación de las enfermedades venéreas bajo el concepto de
mal venéreo fue una conexión activa, dice Fleck, de fenómenos explicables histórica y culturalmente.
En cuanto a la definición de la sífilis como una entidad
nosológica patogénica y como una entidad etiológica diferenciada, se tienen
varias singularidades histórico-epistemológicas. El mecanismo de las
asociaciones patológicas se fundó en la teoría de las discrasias, de la mezcla
de los humores perniciosos y corruptos, en donde se formula la idea de la
sangre corrupta de los enfermos de sífilis (alteratio sanguinis,
decía Thomas Sydenham en el siglo XVII) como consecuencia de la mezcla de los humores. La
teoría de las discrasias tiene su importancia en la definición de la enfermedad
en el horizonte de comprensión de la dermatología del siglo XIX. En las Lecciones sobre
dermatología y nociones sobre sifilografía dadas por Enrique Slocker en la Facultad de Medicina de Valencia en 1890, se
definen las discrasias como
padecimientos generales en que la nutrición está
perturbada, originando alteraciones moleculares de carácter químico (siempre
por falta de adecuación entre la energía individual y las influencias
cósmicas), acompañadas de modificaciones de estructura. Las referidas
alteraciones se hallan sobre todo en el medio interno (sangre) y se producen
por infinitas causas. Las dermatosis que originan han sido en su mayoría
estudiadas; suelen ser agudas y a ellas pertenecen casi todas las erupciones pseudo-exantemáticas ya conocidas (Slocker,
1890, p. 290).
El énfasis en la sangre alterada por la presencia del virus sifilítico muestra en un contexto científico como
el de Slocker (finales del siglo XIX) la persistencia de un neohipocratismo
ligado a una medicina de los humores caracterizada por el control de los
efectos mórbidos de la materia orgánica, el temor al contagio por lo
maloliente, el proyecto de una taxonomía nosológica de las enfermedades, la
percepción de lo fétido como factor epidémico y la organización de un espacio
salubre que garantice la circulación de los elementos y las personas, además de
la emergencia de los sistemas químicos y mecánicos (los cuales permitieron la
constitución de una fisiopatología), el desplazamiento de la mirada médica a
realidades más objetivas, rechazando todo registro de especulación o campo de
hipótesis o de opinión, posibilitando el establecimiento de constituciones
médicas, entendidas como la reunión en un mismo estudio de las enfermedades,
vistas en tanto un todo ante las reacciones de la naturaleza o natura o fuerza medicatrix,
definida en sus notas explicativas por Joan Giné y Partagás en su novela científica Misterios
de la locura (1890) como una “supuesta fuerza, a la cual la escuela
vitalista atribuye la dirección de los movimientos curativos del organismo” (Giné y Partagás, 1890, p. 338).
Como se aprecia, la presencia de la teoría de los humores
para explicar el asiento de la enfermedad es reiterativa.[3] Esta
teoría, en los siglos XVIII y XIX, pone en juego una correspondencia isomórfica entre el orden del cosmos y el equilibrio del
organismo expresado en un poder natural de corrección de los desórdenes; he
aquí la vix medicatris naturae.
Elementos como el aire, el agua y los lugares, son centrales en la medicina
humoral, donde la influencia de las estaciones climáticas, los vientos, el sol,
el régimen alimentario, el modo de vida y las costumbres de los habitantes de
una localidad son decisivos para la ocurrencia de enfermedades. En este espacio
discursivo que reactualiza el saber hipocrático o galénico de los dos tipos de pneuma de una teoría de los
humores: el pneuma zotikon o pneuma vital, transmitido
a todos los órganos del cuerpo por la sangre arterial desde la parte izquierda
del corazón, este pneuma es el agente activo de la respiración y de la
combustión, el principio de la vida; el pneuma psychikon
o spiritus animalis, el cual llena el
corazón y sus lóbulos, pero no es el alma sino el producto del flujo de la
sangre que llega al cerebro. Todos estos son alimentados por las venas y las
arterias: las venas transportan el alimento, y las arterias, el espíritu vital.
En esta explicación, el aire puede llegar al cerebro por las cavidades nasales,
órgano independiente del corazón, las arterias y los pulmones. Así, una
fisiología del cuerpo humano integra cuatro elementos y una doble cualidad,
cada uno relacionado con cuatro humores: lo cálido, lo húmedo, lo frío y lo
seco se ponen en función en todos los ámbitos de la física y de la fisiología.
En el cuadro 1 podemos ver cómo funcionan estos elementos y humores.
Cuadro 1. Teoría de los humores hipocráticos
Norte |
||||||
FRÍO |
Agua |
HÚMEDO |
||||
Invierno |
||||||
Flema |
||||||
Flemático |
||||||
Oeste |
Tierra |
Elemento |
Aire |
Este |
||
Otoño |
Estación |
Primavera |
||||
Bilis
negra |
Humor |
Sangre |
||||
Melancólico |
Temperamento |
Sanguíneo |
||||
SECO |
Fuego |
CÁLIDO |
||||
Verano |
||||||
Bilis
amarilla |
||||||
Colérico |
||||||
Sur |
Fuente: elaboración propia.
Teniendo en cuenta los puntos anteriores para explicar
una enfermedad como la sífilis, se buscará lo específico, lo común en la sangre
corrupta, ya que la erupción sifilítica se considerará como el intento de la naturaleza de manifestarse en un
afuera, buscar una salida para expulsar la sustancia patógena, a través
de la piel, para purificar o suavizar
la sangre. Con ello, emerge la teoría de la sangre
sifilítica que traerá consigo las investigaciones biológico-químicas de
la sangre de los sifilíticos para establecer diagnósticos que apoyaban la
constitucionalidad o contagiosidad de la enfermedad. En esta dirección podría
ubicarse la definición de sífilis de Maximino Teijeiro,
catedrático de la clínica médica de la Universidad de Santiago, en 1880: “es
una enfermedad eminentemente contagiosa, de curso crónico (uno a tres años) y
que consiste en una infección de la sangre, ocasionada por la introducción en
nuestra economía de pus o de sangre de un sifilítico, y que se manifiesta por
una o muchas erupciones, ya papulosas, ya en forma de placas mucosas
principalmente” (Teijeiro, 1880, pp. 31-32).
Será con la reacción de Wassermann,[4] a
comienzos del siglo XX, que se establecerán nuevas
fronteras en la formación del concepto de sífilis, en cuanto a sus estadios
secundario y terciario, particularmente sobre la tabes dorsal y la parálisis
progresiva. Con esta reacción se definirá la
sífilis hereditaria y la sífilis latente, se refutará las conexiones de la
sífilis con otras enfermedades como tisis, raquitismo o lupus, se impulsará
igualmente el desarrollo de una nueva disciplina llamada serología,
y repercutirá sobre el concepto etiológico de esta enfermedad
venérea. Es así como M. Henri Leloir (1855-1896), de la Facultad de
Medicina de Lille, sostenía en sus “Lecciones acerca de la sífilis dada en el
hospital de San Salvador”, [5]recurriendo
a una tautología, que:
El virus sifilítico es uno; este es un hecho demostrado
de una manera indudable. No hay diversos virus sifilíticos, como no hay muchos
virus variolosos, vaciníferos [sic],
ni muermosos, etc. El virus sifilítico inoculado a un individuo sano reproduce
siempre una enfermedad idéntica a la que ha suministrado los productos que han
servido para la inoculación. La sífilis da lugar siempre y únicamente a la
sífilis (Leloir, 1885, p. 159).
La serología se relaciona con el principio de la
vacunación que para finales del siglo XIX originó
el tratamiento profiláctico y terapéutico llamado seroterapia, consistente en
la utilización de suero modificado por el contacto con un agente infeccioso
para ser inyectado en un paciente y provocar en él la inmunidad pasiva y la
curación. En este registro, la emergencia de la inmunología encuentra su
estatuto de cientificidad, al incorporar la relación de tipo pasteuriano entre
organismo vacunado y virus en la relación más general entre anticuerpo y
antígeno (véase Fantini, 1999). Entre los médicos
colombianos y españoles de finales del siglo XIX
era recurrente la aplicación del uso de la seroterapia para el tratamiento de
enfermedades como la tuberculosis, la sífilis y la lepra. Así, la experimentación
de este tratamiento para la lepra, una enfermedad de desarrollo lento, se
aprecia en la tesis de medicina y cirugía, presentada a la Facultad de Medicina
y Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de Colombia por Julio Martín
Restrepo (1896) llamada Estudio sobre la lepra y su
tratamiento por la seroterapia.
Un punto importante a resaltar es el que se relaciona con
el imaginario médico del virus, que vuelve a la escena con los estudios de la
serología. La medicina admite sus objetos de conocimiento a partir de un
régimen de visibilidad y enunciabilidad que le dan
sustrato a lo que se configura como ciencia en una época. Este es el caso del
denominado virus sifilítico visto como agente
patógeno de la enfermedad venérea. Se recuerdan las investigaciones del médico
escocés John Hunter (1728-1793), maestro de Edward Jenner
(1749-1823), quien se inoculó pus gonocóccico
para llegar a la falsa conclusión de que blenorragia y sífilis eran una misma
enfermedad (Laín Entralgo, 1963); por ello el
conocido chancro duro o de Hunter, que es la úlcera que constituye la lesión
primaria de la sífilis. Hunter fue quien le dio sustrato epistemológico en el
saber médico a la noción virus sifilítico. Antonio Prart y Bosch afirmaba en 1861 que el virus
sifilítico era una
substancia desconocida en su esencia, reconocible empero
por sus efectos. El pus de un chancro no se distingue del común ni por sus
propiedades físicas, ni por sus cualidades químicas, ni por sus caracteres
microscópicos; diferenciase tan sólo por el modo como obra sobre el organismo.
No es extraño por lo mismo que la escuela fisiológica negase su existencia a
pesar de la gran confusión que esto debía necesariamente introducir en la
patogenia de la sífilis (Prart y Bosch, 1861 p. 21).
En este mismo sentido, José González Olivares, en un
artículo llamado “Estudios clínicos sobre la sífilis”, publicado en El Siglo Médico (Boletín de Medicina y Gaceta Médica)
editada en Madrid en 1856, ya caracterizaba a la blenorragia como una
inflamación de las mucosas de los “órganos de la generación del hombre y de la
mujer”, caracterizada por la formación de moco-pus y que tiene como causas en
el hombre el vicio reumático, escrofuloso y herpético, el abuso de cerveza y de
sidra, la “demasiada longitud del miembro viril”, el agrandamiento de meato
urinario, el “abuso de la venus”, la suciedad, el celibato, la masturbación, el
sexo femenino, entre otras, los cuales unidos a la presencia del pus virulento, virus sifilítico,
son el terreno ideal para la presencia de la blenorragia, que sería una
inflamación catarral simple de los genitales producto “después de un coito
impuro”.
Con la apertura de este nuevo registro de
experimentación, se puede apreciar cómo la historia de un campo de saber se
constituye por una serie de tensiones problemáticas que le dan sustrato a la
formación de un concepto,[6] como es
el caso del concepto de sífilis,[7] en el
que la atribución del agente de la enfermedad ha
tenido varias formulaciones: las ideas del espíritu simbólico-místico y del gusano como causantes de ella; la idea del tóxico y del contagium vivum; y el lugar de la bacteria Spirochaeta pallida identificada en 1905 por el zoólogo Fritz Schaudinn (1871-1906) y el dermatólogo Erich Hoffmann (1868-1959) como agente causal. Sobre esta última
formulación, un terreno de inestabilidades epistemológicas se pone en juego,
pues la sola presencia de un agente no quiere decir necesariamente el estar enfermo.
Así, Fleck insiste: “Puede afirmarse hoy [1935]
bastante impunemente que el ‘agente causal’ es meramente un síntoma –y, desde
luego, no el más importante– entre los muchos que causan una enfermedad. Su
sola presencia no es suficiente, ya que, a causa de la ubicuidad de muchos
microbios, puede darse su presencia sin que tenga lugar en el huésped la
enfermedad” (Fleck, 1986, p. 62).
Una crítica al reduccionismo
bacteriológico se encuentra en este párrafo, precisamente apoyada por
los contenidos de saber de la inmunología y con ella de la serología, que le
dio un registro de enunciabilidad a la reacción de Wassermann. Hasta la misma estructura biológica de la Spirochaeta pallida ofrece dificultades
para su diferenciación microbiológica, ya que es similar a otras espiroquetas como cuniculi,
pallidula o dentium,
lo cual demuestra el alto grado de variabilidad de las bacterias que no permite
su clasificación precisa por especies. Este dilema es reportado por el médico
colombiano Antonio J. González (1905) en su tesis sobre sífilis, cuando
sostiene que
hoy el mundo científico está por aceptar como agente de
la sífilis, el microorganismo descubierto por F. Schaudinn
y Hoffman. En sus investigaciones microscópicas acerca de la sífilis, Schaudinn notó la presencia de verdaderas espiroquetas no
solamente en la superficie de las pápulas y chanchos, sino también en el
espesor mismo de los tejidos; pero como microorganismos análogos habían sido
señalados en diferentes afecciones de los órganos genitales y aún en el esmegma prepucial [sic] como lo manifestaron los trabajos de Alvarez y Tavel, los autores
alemanes no quisieron emitir sus opiniones al principio. No tardaron en
convencerse después que en sus preparaciones existían dos especies distintas de
estos microorganismos: el uno más grueso, que toma una coloración más
pronunciada, al cual designan con el nombre de Espiroqueta
refringens; y el otro, más delicado y
difícilmente colorable, al cual dieron el nombre de Espiroqueta pálida (p. 16).
Los planteamientos de González revelan lo vertiginoso de
la investigación científica a finales del siglo XIX
y comienzos del XX y su incidencia en la práctica
médica, ya que la publicación de la tesis de González está a la par de los
trabajos bacteriológicos de Schaudinn y Hoffman sobre
la Spirochaeta pallida, lo cual deja ver una
circulación eficaz del conocimiento científico entre las comunidades médicas en
Europa y en América. Esto se aprecia, además de las tesis de medicina, en las
revistas científicas de la época en la sesión de correspondencia.[8]
Sin embargo, epistemológicamente no se puede hablar de
que la sífilis se defina sólo por la Spirochaeta
pallida, pues, como dice Fleck, la idea del agente causal de la sífilis es removido
por la incertidumbre del concepto de especie biológica, un campo que es
constantemente cuestionado por los descubrimientos de la patología, la
microbiología y de la epidemiología.
Este tipo de precisión etiológica, en el registro de la epistemiología médica, se aprecia en la definición de la
sífilis que ofrece Antonio J. González en su tesis presentada en la Facultad de
Medicina y Cirugía de Medellín en 1905. Allí sostiene, recurriendo al
dermatólogo francés Jean-Alfred Fournier (1832-1914),
que la sífilis “es una enfermedad específica, de carácter infeccioso y
exclusivamente propia de la especie humana, introducida en el organismo por el
contagio o por la herencia, esencialmente intermitente en sus manifestaciones y
constituida por una innumerable serie de síntomas o de lesiones que pueden bajo
formas muy variadas interesar todos los sistemas de la economía” (González,
1905, p. 10).
Estas citas muestran que el devenir histórico del concepto
de sífilis es un campo de enunciación permanente o en apertura a explicaciones
etiológicas. Por ello, Ludwik Fleck
sostenía en 1936 que,
El desarrollo del concepto de sífilis como enfermedad
específica no está, por tanto, concluido y es imposible que lo estuviera, pues
participa en todos los descubrimientos de la patológica, microbiología y de la
epidemiología. En el curso del tiempo el carácter del concepto se transformó
desde el místico hasta el etiológico, pasando por el empírico y el patológico,
con lo que no sólo adquirió un gran enriquecimiento de detalles
sino que perdió también muchos aspectos concretos de las teorías anteriores.
Así, enseñamos y aprendemos hoy muy poco o nada sobre la dependencia de la
sífilis del clima, de las estaciones y de la constitución general de los
enfermos, mientras en los escritos antiguos podían verse muchas observaciones
sobre estos puntos. Por otra parte, con la transformación del concepto de
sífilis surgieron muchos problemas y nuevos campos de saber. Lo único seguro es
que nada está definitivamente cerrado (Fleck, 1986,
p. 66).
A pesar de todo, con la caracterización bacteriológica de
la espiroqueta, los trabajos de August von Wassermann sobre su diagnóstico serológico, el tratamiento
por mercurio y sales de bismuto, la sintetización
quimioterapéutica del Salvarsán[9] en 1909
por Paul Ehrlich (1854-1915) y Sahachiro
Hata (1873-1938) y la administración de la
penicilina, hicieron que la sífilis retrocediera de la patocenosis
de los países occidentales. Sin embargo, como afirman Grmek
y Sournia (1999), cuando “las enfermedades
sexualmente trasmisibles parecían pertenecer al pasado, bruscamente la
emergencia del sida las vuelve a poner al orden
del día” (p. 15).
A la caracterización de la sífilis como una enfermedad
venérea se unirán, en el siglo XIX, el alcoholismo
y la tuberculosis en un cuadro patológico asociado, en el imaginario colectivo de los
países occidentales, a la degeneración y declive del hombre
moderno. De esta manera, se perseguirá a la prostitución, sindicada de la propagación del mal
gálico, con el fin de controlar los efectos degenerativos de la sífilis
en la sociedad. “Las administraciones de la mayoría de los Estados se
movilizan: se promulga leyes que facilita la lucha contra las enfermedades
sexualmente transmisibles, se defiende la información del público sobre los
medios de prevención, se abren dispensarios y se asegura la gratuidad de los
cuidados” (Grmek y Sournia,
1999, p. 15). La sífilis implicará entonces, tanto en el ámbito político como
en el médico, un juicio moral relacionado con la transgresión sexual y con la
prostitución.[10]
Las condiciones de vida de las prostitutas se medicalizarán a partir del ejercicio de la mirada médica y
jurídica decimonónica, desde donde se estigmatizan sus taras
físicas y morales. En
este sentido, hablar de medicalización hace referencia a los procesos mediante
los cuales problemas no médicos son tratados como si lo fueran, para justificar
en términos policiales un fenómeno visto como enfermedad, desviación o
trastorno en el orden social. Así, se medicaliza la
condición humana estigmatizando y judicializando comportamientos o sentimientos
asimilados como desagradables, perniciosos o anormales vinculados
indefectiblemente al hecho social de ser persona (véase Chodoff,
2002). Según Michel Foucault (1990), la medicalización concierne al hecho de
que la existencia, la conducta, el comportamiento y el cuerpo humano se
incorporan a una red de relaciones capitalista emergente desde el siglo XVIII, donde la medicina determina el funcionamiento del
cuerpo normal según una biopolítica de la población,
en la que aparece una medicina social. De esta forma, Foucault (1990) llega a
sostener que
con el capitalismo no se pasó de una medicina colectiva a
una medicina privada, sino precisamente lo contrario; el capitalismo, que se
desenvuelve a fines del siglo XVIII y comienzos
del XIX, socializó un primer objeto, que fue el
cuerpo, en función de la fuerza productiva, de la fuerza laboral. El control de
la sociedad sobre los individuos no se opera simplemente por la conciencia o
por la ideología sino que se ejerce en el cuerpo, con
el cuerpo. Para la sociedad capitalista lo importante era lo biológico, lo
somático, lo corporal antes que nada. El cuerpo es una
realidad biopolítica; la medicina es una estrategia biopolítica (p. 125).
La medicalización médica y jurídica de la sífilis
propició que los riesgos vinculados primero a la miseria de la prostitución
condujeron a la formación de la noción de grupo de riesgo,
en el que, como sugiere François Delaporte (2002),
“la enfermedad bascula una concepción que es a la vez social y moral, por medio
de la cual se convierte en el punto culminante de un proceso de degradación”
(p. 100). En este orden del discurso se modula la posición de Alexandre Parent du Châtelet (1790-1836),
para quien la sífilis constituye un problema que golpea a la juventud y amenaza
degenerar a las generaciones futuras, debilitándola para la procreación e
imposibilitándola para cualquier actividad social y vital. De allí la serie de
medidas de salubridad pública
para proteger a los inocentes que este médico
francés proponía:
Sus estragos [de la sífilis] no tienen interrupción. Esta
enfermedad ataca preferentemente esta parte de la población que, por su edad,
hace la fuerza así como la riqueza de los Estados. La
sífilis debilita esta población en el momento mismo de su existencia en que,
por las leyes de la naturaleza, se encuentra en estado de procrear seres
vigorosos. Y si dicha enfermedad no vuelve estéril esta población, los
desafortunados procreados con su estigma forman una raza bastarda, impropia
tanto para las funciones civiles como para el servicio militar, convirtiéndose,
en definitiva, en un peso para la sociedad. Finalmente, la inocencia y la
virtud más puras, no están protegidas en nuestras sociedades de dichos ataques.
Cuántas nodrizas, cuántas esposas virtuosas, cuántos niños en estado de
amamantamiento son, de año en año, cruelmente atacados por esta enfermedad.[11]
Sífilis y prostitución representarán un mismo problema
para la medicina de la primera mitad del siglo XIX,
momento en el que emerge la vigilancia sanitaria de las prostitutas según un
proceso de medicalización de los cuerpos sifilíticos. Con el conjunto de
medidas que se ejercen sobre las horizontales (como
las llamaba Cesare Lombroso desde su perspectiva de la antropología criminal),
la prevención ya no sólo se dispone bajo los muros de un establecimiento, sino
que se extiende a toda la sociedad, por medio de una vigilancia constante en
todo lugar en el contexto urbano.[12] “Para lograr esto, es necesario recibir apoyo de las
instancias de control, multiplicar los medios de vigilancia, los puestos de
registro y los lugares de control sanitario. En resumen, se hace necesario
asegurar la visibilidad del medio de la prostitución” (Delaporte,
2002, p. 101). La casa de tolerancia tendrá aquí toda su función
panóptica, pues allí se concentrará el mal
en un solo punto haciéndose transparente. La dama
de la casa, vigilante y reguladora de las conductas, asegurará el estado
sanitario, la decencia y la limpieza de las muchachas inscritas en ese lugar,
así como la puesta en marcha de dispensarios donde los médicos examinarían los
cuerpos de las prostitutas y la posible presencia de la sífilis.
En este sentido, Antonio Prats Bosch, en su texto La prostitución y la sífilis, publicado en Barcelona en
1861, sostenía que una de las plagas más temibles de la “mísera humanidad” eran
las “enfermedades sifilíticas” transmitidas por el virus
sifilítico que degrada, afea y descompone el cuerpo del desdichado
contagiado. Por ello –según este médico– el compromiso moral de la medicina de
enfrentarse a las enfermedades sifilíticas, lo que constituye una aplicación medicalizadora y biopolítica
sobre el cuerpo social, es decir, la población. Para Prats Bosch (1861):
No son pocos por desgracia los matrimonios que gozando ayer una tranquilidad completa, se han
convertido en un centro de disgustos y sinsabores desde que la sífilis ha
arrojado en medio de ellos la tea de la discordia. La casta esposa manchada con
un virus que sólo debía ser patrimonio de la prostitución, comprende la
infidelidad de su marido al mirarse cubierta de una dolencia que aja su
hermosura y amenaza al tierno ser que lleva en sus entrañas. El disgusto y la
antipatía reemplazan al amor que poco a profesado a su consorte, y desechos ya
los lazos con que entrambos estaban unidos, estalla una guerra doméstica que
sólo termina por el divorcio y el consiguiente descuido de la educación moral y
religiosa de los hijos (p. 10).
Según este autor, para que una enfermedad sifilítica se
propague de una persona a otra sería indispensable que “uno de ellos tenga una
cantidad mayor o menor de pus específico y lo traslade al individuo sano” (p.
11); con ello, aseguraba que la ocurrencia del contagio se debía a dos
condiciones: por un lado, la existencia del virus sifilítico, y por otro, su
inoculación, la cual se llevaba a cabo por “cópula impura” ligada a la
prostitución. Así, para Prats Bosch, era preciso, siguiendo los planteamientos
de Parent-Duchâtelet, rectificar las costumbres de la
sociedad que ha caído en el vicio venéreo a través
de una férrea educación moral, reconociendo igualmente la desgracia
de muchas mujeres que por el libertinaje, el lujo, la
mezcla de sexos en las fábricas, la miseria y el abandono de la sociedad del
siglo XIX cayeron en la prostitución. He aquí la
importancia de la existencia de casas de tolerancia y dispensarios para
controlar la propagación de la sífilis y el desarrollo de la vigilancia regular
y sanitaria de las prostitutas a través de registros de
sanidad o certificados de higiene corporal
de las mujeres que ejercían esta profesión, realizados por médicos en tres
lugares diferentes:
a) Visitas a
las prostitutas del dispensario, realizando una inspección de sus cuerpos,
valiéndose para ello del ascenso a los peldaños de una silla para medir el
umbral del dolor soportado por ellas: “Esta ligera elevación de los peldaños
tiene su objetivo; existen algunas afecciones, particularmente las que tienen
que ver con bubones inguinales, que dificultan la subida de un peldaño y que
producen dolores violentos cada vez que se deba levantar el pie, aun a una
ligera distancia del suelo.”[13]
b) En las casas
de tolerancia las directoras del embellecimiento asignan un lugar para que el
médico diagnostique el estado de los cuerpos de las prostitutas, y si se
encontrara presencia de una afección contagiosa, se las envía al dispensario
para su reclusión y después son transferidas al hospital para ser tratadas de
su venérea.
c) En el
depósito de la prefectura de policía, las mujeres que representen un posible
peligro de propagación venérea son internadas, con el objeto de establecer un
control sanitario de las prostitutas clandestinas.
La vigilancia y la obligación de las visitas médicas a
las prostitutas tendrían su eficacia, según los médicos del siglo XIX, en tanto medidas policiacas para detener la
propagación de las enfermedades venéreas. Con ello, una concepción de lo normal
a lo patológico pasa por una consideración de los grupos de riesgo que pone en
tensión a la medicina en el orden de la desviación y de lo patológico. “Del
hombre modelo, respetuoso de la higiene, a la miseria primera de las epidemias
se pasa, desde entonces, por los grupos sociales que, por su tipo de vida, son
condenados” (Delaporte, 2002, p. 105). La medicina
del siglo XIX tendrá que ver más con un proyecto
de normalidad que con el de salud o curación. Este proyecto de normalidad de la
medicina del siglo XIX hace pensar en el ensayo de
Georges Canguilhem, “¿Es posible una pedagogía de la
curación?”, (2004), donde se reflexiona la relación entre médico y enfermo en
el acontecimiento de la curación que en última instancia no ha importado a la
práctica médica (lo que sí se le pide al curandero ligado a la eficacia
simbólica de la magia), ya que ve en ella un elemento de subjetividad, mientras
que, desde un aparente punto de vista objetivo, la curación es vista por la
medicina “en el eje de un tratamiento validado por el recuento estadístico de
sus resultados” (Canguilhem, 2004, p. 69). Así, si
para el enfermo la curación es lo que aspira de la medicina, para el médico lo
que le debe el enfermo a la medicina es el tratamiento que pudo llegar, sin ser
su pretensión, a la curación. Leibniz ya sostenía en 1710 en sus Ensayos de Teodicea que
no me sorprende que los hombres estén enfermos alguna
vez, pero me asombra que lo estén tan poco, y que no lo estén siempre; y además
esto debe hacernos apreciar el artificio divino del mecanismo de los animales,
de los que el autor hizo máquinas tan endebles y sujetas a la corrupción y sin
embargo tan capaces de mantenerse; pues quien nos cura es la naturaleza, antes
que la medicina (cita de Canguilhem, 2004, pp.
74-75).
Con el tránsito del siglo XIX
al XX, “la imagen del médico hábil y atento de
quien los enfermos singulares esperan su curación va siendo ocultada, poco a
poco, por la de un agente ejecutor de las consignas de un aparato de Estado
encargado de velar por el respeto del derecho a la salud reivindicado por cada
ciudadano, como respuesta a los deberes que la colectividad declara asumir por
el bien de todos” (Canguilhem, 2004, p. 79).
Por ello la medicalización y moralización del cuerpo de
la prostituta. Este proyecto de normalidad tiene sus resonancias en una
concepción de la delincuencia que pretende ser tratada y separada según los
márgenes de la legalidad. Sobre este punto, Michel Foucault (1998) sostiene que
precisamente la delincuencia, expresada en la corporalidad de la prostituta,
constituye un ilegalismo subordinado, pues todas las vigilancias que ella implica
garantizarán su docilidad: “La delincuencia, ilegalismo
sometido, es un agente para los ilegalismos de los
grupos dominantes” (p. 284). Los sistemas de control de la prostitución lo evidencian:
los controles de policía y de sanidad sobre las
prostitutas, su paso regular por la prisión, la organización en gran escala de
las mancebías, la jerarquía puntual que se mantenía en el medio de la
prostitución, su encuadramiento por los delincuentes-confidente; todo esto
permitía canalizar y recuperar por una serie entera de intermediarios los
enormes provechos sobre un placer sexual que una moralización cotidiana cada
vez más insistente condena a una semiclandestinidad y volvía naturalmente costoso
(Foucault, 1998, p. 285).
Un puritanismo interesado, dice Foucault, ha sido
cómplice del medio delincuente, en la formación de un precio del placer, de un
provecho de la sexualidad reprimida y su recuperación “un agente fiscal ilícito
sobre prácticas ilegales”.
De esta manera, la sífilis se erige a la categoría de
amenaza social, vinculada por las campañas de prevención al problema de la
degeneración de la raza. “El punto álgido no era el tratamiento de las
enfermedades venéreas, para lo cual habría bastado las campañas de prevención,
el diagnóstico temprano y la terapéutica adecuada, sino su propagación,
sinónimo de prostitución” (Pedraza, 1999, p. 143). Al medicalizar
y moralizar el cuerpo de la prostituta se intentará reglamentar la
prostitución, tanto para frenar las enfermedades venéreas como para
salvaguardar la moral pública; sin embargo, para los higienistas el papel de la
prostituta seguirá siendo el de válvula para evacuar el
exceso seminal que acumula la sociedad (véase Corbin,
1991). Así, se la estigmatiza y se impulsa su actividad en un juego de doble
moral sexual, imponiendo el certificado médico prenupcial y la educación
sexual.
Conclusiones
El lenguaje de la piel se pone al
descubierto en las superficies parlantes del cuerpo enfermo, donde confluyen el
tacto y la mirada. He aquí dos dimensiones del cuerpo sensible que confluyen en
este artículo: el enlace entre la mirada y el tacto en la dermatología clínica
que se conjuga en la experiencia corporal de lo mórbido. Por ello, las
superficies corporales de la enfermedad ponen en juego una piel historiada de
aquello que puede ser comprendido como patológico, además de hacer visible y
decible una experiencia del rostro ante la enfermedad. Esto se pone de
manifiesto en las revelaciones abstraídas por la
dermatología clínica de una enfermedad como la sífilis, en las que la
configuración de la máscara queda impresa en el
papel o identidad social de la noción de persona enferma. Lo que se percibe en
la caracterización y descripción de casos clínicos es un teatro social
personificado por una ontología corporal en los márgenes de lo que puede ser
comprendido en el plano del lenguaje como normal o patológico. Toda una máquina abstracta de rostridad
(pregonada por Deleuze y Guattari,
2004) del estado patológico en los dispositivos de saber médico del ver y del
decir, presentes en las expresiones de las emociones y en las estéticas del
asombro y del reconocimiento de lo otro en la persona-máscara del enfermo. Así,
la enfermedad es un campo de inmanencias de las emociones, los miedos, las
repugnancias, los estados de ánimo y los trastornos, que tiene su coreografía
en la piel y su revelación en los rostros retratado por la dermatología clínica
en Colombia y España en la segunda mitad del siglo XIX.
Para concluir en el pliegue de un retorno reflexivo
evoquemos al poeta francés Charles Baudelaire (1821-1867), cubierto, ya para
1860, por las lesiones cutáneas de la sífilis que padecía desde los 25 años.
Los intensos dolores los intentaba mitigar con el consumo de opio (láudano) y
hachís, experimentando su primera parálisis en 1865 y una grave afasia junto
con una hemiplejía del lado derecho de su cuerpo un año después; muere
posteriormente en 1867 recordando, quizá, el poema que dedicó a Sarah, su
amante apasionada, que él nombraba como La Louchette (La Bizca) y que publicó en su libro Las flores del mal (2011):
Une nuit que j’étais près d›une
affreuse Juive,
Comme au long d’un cadavre un cadavre étendu,
Je me pris à songer près de ce corps vendu
À la triste beauté dont mon désir
se prive.
[Durante una noche junto a una horrible judía,
como un cadáver tendido, pensaba
al lado de aquel cuerpo vendido,
en esta triste belleza de la cual mi deseo se priva.]
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la sífilis. (Tesis de la Facultad de Ciencias Naturales y Medicina de
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[*] Este artículo es resultado de la investigación de mi tesis doctoral
titulada “Iconografías médicas. Dermatología clínica en Colombia y España
durante la segunda mitad del siglo XIX”,
presentada a la Universitat Rovira i Virgili (Tarragona-España) en 2016, trabajo doctoral que
tuvo la distinción de Cum Laude.
[1] Partiendo de la relación entre vida, trabajo y
plegamiento, se propone una reflexión sobre las enfermedades de la piel en el
horizonte discursivo de la dermatología clínica, donde opera un análisis de las
superficies patológicas que permite acceder a los desórdenes de las
profundidades.
[2] Sobre un lenguaje de la enfermedad ligado a espacios enunciativos que
inscriben posiciones de semejanza (metáforas) y de contigüidad semántica
(metonimia), relaciones entre significados y significantes en la red del saber
médico, consúltese Cardona (2012).
[3] Sobre este orden de problemas de historia y epistemología
médica, véanse Alzate (2007); Cardona (2017); Corbin (2002); Foucault (2001a, 2001b); Jacquart
y Thomasset (1989); López (1985); Márquez (2005) y Vigarello (1991, 2006).
[4] Debida al bacteriólogo alemán August Paul von Wassermann (1866-1925), quien la introdujo en 1906 para el
diagnóstico de la sífilis utilizando una extracción alcohólica a partir de
tejidos sifilíticos llamada reacción de fijación por complemento o reacción de Wassermann.
[5] Las lecciones sobre la sífilis de M. H. Leloir (1885) fueron publicadas
originalmente en la revista Le Progrès
Médical: Journal de Medicine, de Chirurgie et Pharmacie
(París) en un apartado llamado Clínica de las enfermedades
cutáneas y sifilíticas en los números 13(27), pp. 1-4; 13(29), pp.
34-36; 13(38), pp. 113-115; 13(38), pp. 211-213; 13(41), pp. 268-270; 13(43),
pp. 309-312; 13(49), pp. 473-475, y 13(59), pp. 499-509. La versión en francés
fue publicada en español en la Revista Especial de
Oftalmología, Dermatología, Sifilografía y Afecciones Urinarias en los
números 91 (pp. 153-164); 94 (pp. 295-307) y 96 (pp. 377-388) de 1885. Esta
revista publicada en Madrid circuló entre la comunidad médica a finales del
siglo XIX.
[6] Para este orden de problemas en la formación epistemológica de un concepto,
véase Canguilhem (1999). Canguilhem
demuestra en este libro que todo problema epistemológico conduce siempre a un
problema histórico, ya que si un concepto es una
palabra más, su definición supone un devenir histórico que permite su formación
como concepto.
[7] El libro colectivo El miedo a morir. Endemias,
epidemias y pandemias en México: análisis de larga duración, compilado
por América Molina del Villar, Lourdes Márquez Morfín
y Claudia Patricia Pardo Hernández (2013), ofrece un panorama de una historia
de la sífilis desde el paradigma de la larga duración, involucrando una serie
de investigaciones recientes para comprender las retóricas de la enfermedad en
cuanto al origen de las epidemias, similitudes y diferencias entre ellas, su
evolución, concepciones médicas y modos de prevención, control de la enfermedad
y mecanismos para evitar la propagación y contagio, entre otras.
[8] En Colombia entre las revistas que circulaban estaban Revista
Médica de Bogotá; Anales de la Academia de Medicina; Boletín de Medicina; Repertorio de
Medicina y Cirugía; Boletín de Medicina del Cauca; Gaceta Médica de Cartagena; Revista
de Higiene; Boletín Clínico; Revista de la Instrucción Pública de Colombia; Anales de la Instrucción Pública de Colombia; en España
figuraban Revista Especial de Oftalmología, Dermatología, Sifilografía y
Afecciones Urinarias; Revista de Medicina y Cirugía
Prácticas; Anales de la Real Academia de Medicina; Anuario de Medicina y Cirugía Práctica; Boletín del Instituto de Medicina de Valencia; El Criterio Médico; La Crónica
Médica; Gaceta Médica Catalana; Memorias Real Academia de Medicina;
Revista de Ciencias Médicas; Revista de Medicina y
Cirugía Práctica; El Siglo Médico; Revista Española de Sifilografía y Dermatología. Sobre
la práctica médica colombiana y su relación con el paradigma biomédico de la
segunda mitad del siglo XIX, se puede consultar el
tomo viii de la Historia
social de la ciencia en Colombia de Néstor Miranda Canal, Emilio Quevedo
y Mario Hernández (1993); de igual forma, sobre la relación entre sociedad,
ciencia y medicina en Europa puede consultarse el libro Medicina
social. Estudios y testimonios históricos, selección de textos de Erna Lesky (1984) con traducción
al castellano e introducción de José María Lopez
Piñero.
[9] El salvarsán o 606, llamado así por Paul Ehrlich
por el ser el fruto de 606 experimentos, y el neosalvarsán (1909) fueron los
dos primeros quimioterápicos específicos para una
enfermedad infecciosa: la sífilis. Fueron reemplazados por la penicilina en los
años cuarenta y cincuenta.
[10] Este panorama científico, médico y social se aprecia en la documentación
médica colombiana y española en la segunda mitad el siglo XIX y comienzos del XX. Esta documentación muestran las redes de conocimiento médico
en permanente actualización a ambos lados del océano Atlántico. En Colombia figuran
Lecciones sobre enfermedades de la piel, de Nicolás
Osorio (1885); Lesiones que pueden simular el chancro
sifilítico. Diagnóstico diferencial, de Ricardo Amaya Arias (1890); Blenorragia y reumatismo blenorrágico, de Pedro A. Faciolince (1892); Antioquia y la
sífilis, de Vicente Duque (1898); La blenorragia en
el hombre y su tratamiento, de Eduardo Duque (1901); Profilaxis de las enfermedades venéreas, de Florencio Alvarez M. (1903); La sífilis
infantil. Su evolución y profilaxis, de
Francisco Javier Cajiao (1904); Sífilis,
de Antonio González (1905); Contribución al tratamiento de
la sífilis, de Guillermo Wills Piedrahita
(1906); “El peligro venéreo (consejos a mis hijos, cuando sean núbiles)”, de
Emilio Robledo (1907); “La sífilis en Antioquia”, de Gustavo Uribe Escobar
(1918). En España figuran La prostitución y la sífilis.
Ensayo acerca las causas de la propagación de las enfermedades sifilíticas y
los medios de oponerse a ella, de Antonio Prats y Bosch (1861); Tratado teórico-práctico de las enfermedades venéreas y
sifilíticas, de Juan Vicente y Hedo (1865a); Tratado
de las enfermedades herpéticas externas e internas y de las sifilíticas.
Clasificación de todas las afecciones cutáneas, de
Juan Vicente y Hedo (1865b); De la sífilis hereditaria infantil, de Luis Tejeto y Malo (1873); Breves reflexiones sobre la sífilis, de Maximino Teijero (1880); La sífilis y sus
teorías, de Bernardo Herrero Ochoa (1880); Lecciones
sobre enfermedades herpéticas dadas en el Hospital de San Juan de Dios en el
año 1880, de José Eugenio Olavide (1881); Patogenia de la sífilis, de José Francos Rodríguez
(1884); Del herpetismo y de las enfermedades que deben
considerarse de naturaleza herpética, de José Eugenio Olavide (1884); La sífilis como una de
las causas de la degeneración de la raza humana, de
José Viñeta-Bellaserra (1884); La
sífilis como hecho social punible y como una de las causas de la degeneración
dela raza humana, de José Viñeta-Bellaserra (1886); El chancro
infectante de los genitales, en la meretriz, en sus relaciones con la etiología
sifilítica, de Prudencio Sereñara y Partagás (1889).
[11] A. Parent du Châtelet, La
Prostitution à París au XIX siècle, présenté et annoté par A. Corbin, París, 1981, p. 179, cita de François
Delaporte, 2002, p. 100. El libro emblemático de Parent-Duchâtelet es De la Prostitution dans la ville de París, considérée sous le
rapport de l’hygiène publique, de la morale et de l’administration,
publicado en París tiempo después de su muerte en 1857.
[12] Sobre la apropiación de las medidas sanitarias
en tanto un dispositivo de control de la prostitución en Antioquia a finales
del siglo XIX y comienzos del XX, véase Montoya Santamaría (1998). Sobre el control
higiénico y moral de la prostitución en España a finales del siglo XIX puede consultarse a Castejón Bolea (1991), y sobre
la relación entre prostitución y sociedad en España se encuentra el dossier de
textos publicados bajo el título Prostitución y sociedad
en España. Siglos XIX y XX en el Bulletin d’Histoire Contemporeine de L’Espagne del CNRS,
núm. 25, junio de 1997.
[13] A. Parent-Duchâtelet, cita de François Delaporte (2002,
p. 103).