10.18234/secuencia.v0i104.1612
Dossier
“Más apasionante que un drama de
psicoanálisis”: crimen, locura y subjetividad en El hombre
sin rostro (1950)*
“More Fascinating
than a Psychoanalytical
Drama”:
Crime, Insanity and Subjectivity in The Man without
a Face (1950)
José Antonio Maya
González1, https://orcid.org/0000-0001-9840-2179
1Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Xochimilco, México jomayago@gmail.com
Resumen:
El
objetivo del presente trabajo es analizar las ideas y percepciones de la
locura-criminal en la película El Hombre sin Rostro
(1950) y la recepción que tuvo en el medio letrado de mediados del siglo xx. Considero que la cinta es quizá una de las primeras
en examinar desde el discurso psicoanalítico, la compleja maraña de motivaciones
inconscientes del asesino. Una mirada a los discursos científicos,
intelectuales y cinematográficos de la época permitirá comprender la
circulación de los saberes freudianos en amplias esferas de la cultura
capitalina. Sostengo que la cinta de Bustillo promueve una explicación psicologista con la cual no sólo buscaba provocar intrigas,
sospechas y temores acerca de las profundidades anímicas del criminal, sino que
también pretendía insertar el psicoanálisis como un instrumento de indagación
sobre las motivaciones subjetivas del asesino.
Palabras clave: psicoanálisis; cine; locura;
subjetividad; asesino.
Abstract:
This study analyzes
the ideas and perceptions
of criminal insanity in the
film The Man without
a Face (1950), and its
reception among the educated classes
in the mid-20th century. I consider that the
film is perhaps one of the first
to examine the murderer’s complex tangle of subconscious motivations of the murderer from
psychoanalytical discourse.
A look at the scientific, intellectual and cinematographic discourses of the era highlights the circulation of Freudian knowledge in broad spheres of Mexico City culture. I
argue that Bustillo’s film promotes a psychological explanation through which he sought to evoke intrigue, suspicion and fear regarding the depths
of the criminal’s mood, but also
inserted psychoanalysis as
to tool to explore the murderer’s subjective motivations.
Key words: psychoanalysis;
cinema; insanity; subjectivity;
murderer.
Fecha
de recepción: 30 de abril de 2018 Fecha de aceptación: 31 de agosto de 2018
INTRODUCCIÓN
El 7 de julio de 1950, el diario El Universal anunció con bombo y platillo el “sensacional
estreno” de la película El hombre sin rostro,
escrita y dirigida por el reconocido jurista, cineasta y literato Juan Bustillo
Oro (1904-1988). Con el fin de ganar asistentes, el rotativo utilizó la
retórica sensacionalista de la nota roja como mecanismo de persuasión: “¿Quién
era el bestial asesino de las mujeres que aparecieron mutiladas en las calles
de México? ¿Era el hombre sin rostro? ¿Era un ser de carne y hueso?”.[1] La
cinta retrataba el caso de Juan Carlos Lozano, un policía fracasado, con doble
personalidad y obsesionado por capturar al despiadado asesino de mujeres que
asechaba por las noches en las calles de la ciudad. El doctor Eugenio Britel, amigo y colaborador de este en el departamento de
policía, descubrió el siniestro secreto que encubría el pasado familiar de su
colega. Sin saberlo, Lozano pretendía matar a su amada, Britel
lo descubrió y terminó por asesinarlo. La intriga sobre la identidad del
asesino sostenía la trama.
La historia contada en la película resultaba atractiva en el marco de un
México posrevolucionario, en el que los asesinos retratados por la nota roja
fascinaban a amplios sectores de la sociedad, ya que con frecuencia el público
solía festejar sus “hazañas” como un claro reflejo de la desconfianza que
sentían hacia el Estado (Piccato, 2015). En este
sentido, la propaganda sobre la misteriosa identidad del asesino de la gran
pantalla, menciona García Riera (1993, p. 212), generó todo tipo de
expectativas y fantasías entre los cinéfilos capitalinos, a tal punto que
muchos creyeron que se trataba de una película inspirada en los hórridos crímenes cometidos por el célebre multihomicida Gregorio Cárdenas Hernández.[2] Jorge
Ayala Blanco (1968) forjó esta idea al dejar entrever que la cinta que
protagonizó Arturo de Córdova mostraba que los asesinatos habían sido
ejecutados por “un maniático sexual a lo Goyo Cárdenas” (p. 165). Andrés Ríos
Molina (2010, p. 40) sostiene que los asesinatos de Cárdenas condicionaron la
trama debido a que Gregorio Oneto Barenque,
primer psiquiatra que lo examinó, asesoró al cineasta en la construcción de la
historia cinematográfica. Si bien es verdad que el ilustre psiquiatra fungió
como asesor para la realización de la cinta, fueron otras las razones que
produjeron el libreto. En su Vida
cinematográfica, Juan Bustillo Oro (1984) aclaró que la idea de El hombre sin rostro surgió en 1923, cuando por curiosidad asistió a
la cátedra de psicología que impartía el filósofo Samuel Ramos en el Generalito de la Escuela Nacional Preparatoria:
Lo
que nos explicó el maestro Ramos me agarró de tal manera que me di a ahondar en
el tema. Por años leí a Freud, a Jung y a Adler. Y me topé con un viejo libro,
la Psicopatía Sexual, de Krafft-Ebing.[3] En
este encontré un caso que, de modo indeciso, se me insinuó como un asunto para
una película. Pasó mucho tiempo. Y he aquí que de improviso brotó en mi mente
cinematográfica, con gran poder compulsivo, El
hombre sin rostro (p. 28).
Llama la atención que Bustillo usara un “caso clínico” como una estrategia
cinematográfica para posicionar una interpretación “psicoanalítica” del
comportamiento criminal, nutrida además por la fascinación que el también
director de la película Ahí está el detalle (1940)
sentía por la “escindida personalidad” del protagonista de la novela El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde (1886).
Aunque en la época del cine de oro mexicano se estrenaron varias películas de
contenido “criminal” que tenían la función de mostrar a los espectadores la
representación de los bajos fondos (marginación, prostitución, alcoholismo)
como explicación de los crímenes cometidos por hombres y mujeres (Fernández,
2007; Santillán, 2017a, pp. 389-408), El hombre sin rostro
es quizá una de las primeras en examinar la compleja maraña de
motivaciones inconscientes del asesino. En este sentido, Juan Bustillo Oro
formó parte de un amplio círculo de lectores de Freud, cuyas ideas se
difundieron en diversos espacios sociales, científicos y culturales gracias a
la labor propagandística que realizaron médicos, juristas, escritores y
artistas en el México de la primera mitad del siglo xx.[4]
En efecto, durante el proceso de reconstrucción nacional y la consolidación
de la vida institucional del país, el psicoanálisis alcanzaría cierta
notoriedad en la cultura mexicana; la represión sexual, el inconsciente, lo
patológico y la vida onírica se incorporaron a los debates públicos sobre la
identidad del “mexicano” (Capetillo, 2012; Reyna Chávez, 2010, p. 29; Velasco
García, 2014). Diversos estudios han mostrado (Maya, 2014, pp. 73-86; Ríos
Molina, 2006, pp. 224-236 y 2009a, pp. 27-50) que la novela “científica”
finisecular, el teatro de Rodolfo Usigli y películas
como Manicomio y La Loca, estrenadas en los años cincuenta del siglo xx, utilizaron conceptos psiquiátricos para perfilar a
los personajes y clasificar sus comportamientos como anormales de acuerdo con
los criterios que establecía la psiquiatría en boga. Pese a ello, poco sabemos
acerca de las relaciones entre psicoanálisis y cinematografía. Al respecto,
Julia Tuñón (2003) señala que la película de Bustillo tenía un afán didáctico
“en su explicación del psicoanálisis” (p. 43). Por otro lado, Fernando Fabio
Sánchez (2010, p. 65) sostiene que la teoría freudiana fue una herramienta
interpretativa utilizada por el director para revelar el misterio. La
importancia de estos trabajos radica en el análisis exhaustivo que ofrecen los
autores sobre el contenido del filme; sin embargo, considero que los aspectos
pedagógicos y la función del psicoanálisis en la obra de estudio permiten abrir
nuevas posibilidades de compresión histórica alrededor de la construcción
cinematográfica de la locura-criminal. En todo caso, los enunciados freudianos
estaban supeditados a la trama policial: el médico-detective que devela la
identidad del criminal.
Por lo tanto, el objetivo del presente trabajo es analizar las ideas y
representaciones de la locura-criminal en El hombre sin
rostro y explorar la recepción que tuvo en el medio letrado de mediados
del siglo xx. Una mirada a los discursos
científicos, intelectuales y cinematográficos de la época permitirá comprender la
circulación de los saberes psicoanalíticos en amplias esferas de la cultura
capitalina.[5] Es
sabido que el cine representa una fuente indispensable para la historia
cultural en tanto que permite analizar las ideas y representaciones sociales,
así como los contextos en que emergen las películas (Peña, 2009, pp. 11-25;
Tuñón, 1998). Mi propuesta es un análisis histórico de las representaciones de
la locura-criminal, identificando analogías y diferencias respecto a las
explicaciones psiquiátricas y psicoanalíticas sobre esa figura transgresora que
surgieron durante la época. El lector no encontrará un estudio exhaustivo del
filme, por lo tanto, me limitaré a explorar tres elementos centrales: la
descripción de los protagonistas, la función de los enunciados freudianos y su
relación con el contexto cultural. Cabe aclarar que no pretendo realizar una
lectura “psicoanalítica” de la película, tampoco busco demostrar si los
conceptos se apegaban o no al campo freudiano propio de la primera mitad del
siglo xx. Mi intención
es más modesta: ilustrar sobre la función y el uso del psicoanálisis en el
filme y comprender sus relaciones con el contexto científico y cultural.
Sostengo que la cinta de Bustillo promueve una explicación “psicologista”
con la cual no sólo buscaba provocar intrigas, sospechas y temores en torno a
las profundidades anímicas del criminal, sino que también pretendía insertar el
psicoanálisis como un instrumento de indagación acerca de las motivaciones
subjetivas del asesino en la gran pantalla. Estudiar las representaciones de la
locura-criminal en El hombre sin rostro nos permitirá
conocer escenarios sociales y culturales más amplios de circulación de los
enunciados freudianos.
“EL ARCHIVO INTERIOR”: UN ASESINO
EN CASA
En medio de la niebla, un hombre observa con temor y curiosidad el paso de
un cortejo fúnebre. Una mujer se acerca para decirle que todas esas jóvenes han
muerto “en sus garras” y que otras más lo estarán “si tú no detienes al
asesino”. Otro caballero pasa con andar misterioso, la extraña dama le indica
que vaya por el responsable, y cuando por fin logra alcanzarlo, se percata que
“el asesino no tiene cara”. Así iniciaba El hombre sin
rostro. Juan Bustillo Oro decidió comenzar la película describiendo los
sueños del protagonista justamente para que el espectador tuviera pocos
indicios sobre la identidad del matador de mujeres.[6] Como
ya se dijo, el filme narraba la historia de Juan Carlos Lozano, un policía
frustrado en su intento por atrapar al asesino, inoperancia que desató
tensiones entre las autoridades encargadas de salvaguardar el orden de la
capital. El doctor Eugenio Britel, perito legista que
laboraba en el mismo departamento, lo convenció para que juntos resolvieran el
caso. Muy pronto, el facultativo se percató de que su colega no toleraba la
lujuria juvenil ni la sensación de fracaso, así que decidió intervenir para
ayudarlo a confrontar sus desilusiones mediante sesiones de corte
psicoanalítico. Al recostarlo en un sofá (que evoca el diván del
psicoanalista), Britel descubrió que Lozano estaba
atormentado por sueños en los que perseguía al criminal sin verle el rostro,
peor aún más, interpretó que los fracasos acumulados en su historia personal
así como los temores representados en la vida onírica, estaban asociados a la
relación que había tenido con su madre.[7]
Finalmente, los sueños inconfesables y los impulsos reprimidos fueron los
elementos simbólicos que le permitieron descubrir que el verdadero asesino era
su colega. El argumento se resolvió por la vía de la doble personalidad: de
día, Juan Carlos Lozano era un policía obsesionado con atrapar al homicida; de
noche, un despiadado asesino de mujeres.
La película aborda el vínculo entre el trastorno mental y la
locura-criminal al enfatizar con destreza el mundo interior del policía vuelto
homicida. Para el espectador, no se trataba de una película sobre un asesino
urbano en franca huida o del personaje marginal que mata por despecho; al
contrario, fue una de las primeras cintas que privilegió la exploración
melodramática de la subjetividad del criminal desde la relación
médico-paciente. Por otro lado, de manera reiterativa se muestra la tensión
entre los sueños y los deseos inconscientes que experimenta el protagonista; al
menos así lo observó Antonio Perucho en un artículo
publicado a pocos días de su estreno. A pesar de que los “temas
psicoanalíticos” escaseaban en la cinematografía del país, señaló el crítico de
cine, El hombre sin rostro era “una de las mejores
películas mexicanas de los últimos tiempos”. Enfatizó que el valor de la cinta
radicaba en el asunto psicopatológico que planteaba, en el cual “el médico ha
de acostar al enfermo en un sofá para someterlo a un interrogatorio […] y
hacerle contar sus sueños”.[8]
Efectivamente, en el México de la década de 1950 las representaciones fílmicas
del psicoanálisis no eran frecuentes; sin embargo, el pensamiento freudiano sí
lo era, ya que había tenido una calurosa aceptación en México entre la elite
científica capitalina, que lo utilizó para interpretar las motivaciones
inconscientes de una variedad de enfermos mentales e individuos transgresores.
Al respecto, cabe destacar que durante las primeras décadas del siglo xx la recepción del pensamiento freudiano se estableció
en un cruce de caminos: psicología, neurología y medicina legal. Muchos
psiquiatras, neurólogos y juristas ayudaron a diseminar las ideas sobre el
inconsciente, los sueños, la vida sexual reprimida. Las primeras referencias
aparecieron con las indagaciones de los médicos José Mesa Gutiérrez y Francisco
Miranda, quienes comenzaron a utilizar las teorías y los conceptos de Pierre
Janet y el psicoanálisis de Freud como tratamiento para ciertas enfermedades
mentales (Capetillo Hernández, 2008, p. 210). Estas investigaciones clínicas
mostraban varias rupturas respecto a la comprensión clínica de la
locura-criminal durante el porfiriato. Los médicos
interesados en las cuestiones mentales asociaban los fenómenos de la
criminalidad y la patología mental con la pobreza, la marginación, la falta de
educación moral, herencias congénitas malsanas y prácticas viciosas, como el
consumo de alcohol y estupefacientes (Maya González, 2015a, pp. 40-52; Ríos
Molina, 2009b; Urías, 2004, pp. 37-67). Con el cambio de siglo estas
concepciones fueron cediendo el terreno a otras percepciones más centradas en
el individuo. Entre 1934 y 1950, el pensamiento freudiano se consolidó en el
marco de la profesionalización de la psiquiatría y la emergencia de la higiene
mental, modelo de atención basado en la prevención de enfermedades mentales de
los sectores medios y populares. Los psiquiatras-higienistas procuraban
extirpar los vicios y fomentar en los hogares, escuelas, fábricas y prisiones
una estricta disciplina y amor al trabajo (Ríos Molina, 2016, pp. 55). Sin
embargo, con la llegada a México del psicoanalista alemán Erich Fromm a finales
de 1949, la perspectiva biológica-social sobre las psicopatías tuvo un renovado
impulso orientado a la exploración de la personalidad íntima del transgresor.
En este sentido, sostiene Ríos Molina (2016, p. 161), el psicoanálisis rompía
con el modelo degeneracionista decimonónico
–fundamentado en los procesos hereditarios, la pobreza y el consumo de alcohol–
ya que proporcionaba elementos conceptuales para indagar en las motivaciones
subjetivas que regían la conducta. Bajo este contexto, El
hombre sin rostro no sólo reflejaba el entusiasmo que despertaba el
pensamiento freudiano entre la psiquiatría estatal y diplomada, sino que
apostaba por la representación de un caso criminal a partir de la exploración
de los sueños, la relación materna y la represión de los impulsos de su
protagonista-homicida. Cabe entonces interrogarse, ¿cómo son descritos los
personajes y qué representaban?
En principio, Bustillo polarizó a cada uno de sus personajes destacando
cualidades y atributos sociales específicos, elementos visuales necesarios para
que el espectador identificara las posturas, las conductas y los
posicionamientos respecto de las intrigas sobre la verdadera identidad del
criminal. Por ejemplo, Eugenio Britel era descrito como
un galeno que formaba parte de la institución policiaca a quien seducía “los
abismos del alma humana”. Un personaje dedicado a reconstruir, mediante la
técnica de la asociación libre, las evidencias necesarias para atrapar al
homicida. En una prolongada escena, Eugenio Britel,
preocupado por los constantes miedos de Juan Carlos Lozano, decide recostarlo
en un diván:
jcl. Pregunta. eb. ¿Qué es lo primero que te
viene a la mente apenas te recuerdo el terror que sientes? jcl. El hombre sin rostro. eb. No, no te incorpores, reposa. ¿Quién es el
hombre sin rostro? jcl.
El asesino. eb. ¿Por qué
sin rostro? jcl. A causa
de mis sueños. eb. ¿Tus
sueños? Háblame de ellos. En los sueños, cuando reposa nuestra vigilancia, se
asoman nuestros secretos aunque no lo queramos, ¿qué
sueños son esos? jcl.
Sólo hay uno, hay uno que tengo frecuentemente como una obsesión. […] eb.
Juan Carlos, ¿tienes miedo de saber quién es el asesino? jcl. ¿Miedo? Al contrario, es lo que más deseo. eb. Bien, ahora dime, ¿sabes
quién es la mujer de ese sueño? jcl.
Es mi madre, es decir, no, no sé quién es.
Bustillo pretendía ilustrar a los espectadores que la vida onírica
encerraba una vasta simbología que sólo tenían sentido para el sujeto. En su
calidad de perito legista, el médico representaba un discurso con pretensión de
verdad, tal y como había sucedido con las actividades de diversos facultativos
que participaron en célebres procesos criminales dentro de los tribunales de
justicia, justo para legitimase como expertos durante el porfiriato
tardío y la España finisecular (Campos, 2012; Maya González, 2015b, pp.
129-148). En este sentido, El hombre sin rostro muestra
una continuidad histórica respecto a la función social del médico experto al
considerar que la medicina mental, y en particular el psicoanálisis, eran
discursos capaces de otorgar un conocimiento efectivo, científico y legítimo en
torno a la subjetividad de un sujeto anómalo. No era casualidad que esto
sucediera. Recordemos que, para la década de 1950, el psicoanálisis se había convertido
en un instrumento de interpretación de la personalidad. Menciono un ejemplo: en
los meses de junio y julio de ese mismo año, el psiquiatra José Quevedo publicó
un amplio ensayo sobre el significado psicológico de la producción de tres
pintores mexicanos: David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y Diego
Rivera. Su objetivo era “explicar e interpretar la discordancia que se había
establecido entre el valor de sus actividades artísticas y la calificación de
su personalidad como hombres”.[9] El
estudio del psiquiatra buscaba ilustrar a los profanos acerca de la importancia
del psicoanálisis como herramienta de interpretación de los símbolos de la
experiencia creativa; por lo tanto, creyó necesario examinar “el mecanismo y
los procesos íntimos del autor”. Quevedo concluyó que la pintura de Orozco
reflejaba una personalidad compleja debido al conflicto entre el yo y su
ambiente, razón por la cual “[la obra] habla del dolor y del fracaso, de
anhelos frustrados” que, según el autor, ataban el poder de su genio creador.
En cambio, señaló que la pintura de Rivera no representaba “síntesis simbólica”
alguna, ya que al muralista sólo le interesaba describir de manera “objetiva”
el mundo externo para consignar los hechos históricos.[10]
En definitiva, el trabajo del psiquiatra José Quevedo y la representación del
profesional experto en el filme de Bustillo mostraban a muchos lectores y
cinéfilos de la época que el pensamiento freudiano permitía adentrarse a la
subjetividad del sujeto y comprender el sentido de la experiencia íntima. Así,
en la película de Bustillo Oro la figura de Eugenio Britel
simbolizaba el saber especializado justamente porque se internaba en el
inconsciente de su criminal insospechado, como lo observaremos más adelante.
Ahora bien, Juan Calos Lozano era descrito como un personaje atormentado,
convaleciente y reflexivo que pertenecía a la esfera del poder estatal. En su
tarea como policía se conducía ensimismado pero comprometido con el recuerdo de
las víctimas. Se trataba de un investigador del departamento de policía que
representaba la ley, percepción fílmica que se dio en un contexto
posrevolucionario en el cual los gendarmes de oficio, y en general los cuerpos
de policía de la capital, no gozaban de muy buena reputación, ya que con
frecuencia solían establecer arreglos con locatarios y comerciantes, otras
veces abusaban de su autoridad e incluso llegaban a extorsionar mediante
métodos informales pero normalizados (Pulido, 2015, pp. 25-26). En esta línea,
aunque las percepciones sociales del policía mexicano no eran del todo
favorables, Bustillo representó a su policía como un personaje escindido que,
como gendarme, mostraba una decidida voluntad para resolver el caso, pero que,
como asesino, era cruel y sanguinario. Cabe destacar que, para abonar en la
condición melodramática de su protagonista, Bustillo decidió mostrarlo como un
ser atormentado por miedos y temores inconscientes que alimentaban sus
sentimientos de fracaso y la hostilidad hacia el criminal. En otra escena,
Lozano declaró al facultativo: “cada día estoy más perdido, muchas veces siento
que estoy volviéndome loco y que voy a caer en un abismo”. Recostado en el
diván, el policía relató un sueño en el que se encontraba caminando en casa,
cuando de pronto aparecieron unas “figuras inanimadas” sin sexo, aunque sugirió
que se trataba de mujeres “que podía comprar a precio muy bajo”. Caminó por la
oscuridad, hasta que se topó con una “puerta prohibida” por la que entró y
encontró “la prisión del monstruo”. Impactado por el gemido de la bestia,
“decidió darle la libertad, costara lo que costara”.
En sus memorias, Bustillo (1984) reconoció que Juan Carlos Lozano sufría
“esquizofrenia” y que por su condición mental cometía “inconscientemente los
crímenes” (p. 268). Sin embargo, sorprende que en la película nunca se
mencionara el diagnóstico. Lo que buscaba el filme era generar un efecto
estremecedor entre los espectadores, dirigiendo las sospechas a la exploración
de la subjetividad de un personaje que en sueños escenificaba experiencias traumáticas.
El monstruo representaba a esa bestia enjaulada que el propio Eugenio Britel, haciendo eco de Freud, reconocía como parte
constitutiva del sujeto moderno: “todos llevamos un demonio interior con el que
no queremos encararnos, hay muchas cosas de nosotros mismos que ignoramos, y
que por escondidas nos hacen más daño”. En definitiva, El
hombre sin rostro buscaba intrigar al público en torno a un policía
responsable vuelto homicida sanguinario, sujeto que al mismo tiempo
representaba la norma y la transgresión. Mediante este recurso cinematográfico,
el director buscó competir en el floreciente mercado cinematográfico de
contenido criminal y literatura policiaca que aparecieron durante los gobiernos
de Manuel Ávila Camacho y Miguel Alemán Valdez.[11]
Entre las décadas de 1940 y 1950, señala Martha Santillán (2017b, pp. 52,
53, 56), películas como La otra (1946), Víctimas del pecado (1951) y Cárcel
de mujeres (1951) exhibieron con crudeza
escenarios, dramas y episodios de violencia protagonizados por matadoras,
infanticidas y viudas de varios sectores sociales, mujeres doblemente
transgresoras tanto de los ideales femeninos como de las normas jurídicas.
Estas películas tenían el afán de moralizar en torno a los peligros que
representaba una diversidad de personajes femeninos sexualmente abiertos, en un
entorno generalmente desfavorable que las había llevado a cometer crímenes en
una época en la que México buscaba salvaguardar cierta moral religiosa y
afianzar la vida institucional de la nación con mecanismos legales. Muchas
películas procuraban mostrar a los criminales varones como víctimas del
infortunio, supeditados a pasiones incontrolables que los hacían actuar con
voluntad de malicia. Por ejemplo, en la película Paraíso
robado (1951), dirigida por Julio Bracho, Julio pretendía asesinar a
Marcela al considerar que lo había engañado con el doctor De la Vega, profesor
de criminología en la Escuela de Medicina. A partir de la figura del profesor
experto, la cinta ponía en circulación algunas de las principales ideas de la
antropología criminal encabezada por César Lombroso,[12] sobre
todo al considerar que el victimario se encontraba subyugado por una pasión
violenta: “ahora ya tengo valor para matarte, ahora sí siento que puedo hacerlo
fríamente, porque tengo una razón más fuerte de lo que yo mismo creí, ya no
seré un criminal por ocasión, sino un criminal por pasión” (Bracho, 1951).
Aunado a las representaciones fílmicas del criminal, la narrativa policiaca
también se convirtió en un género muy popular entre los lectores capitalinos
interesados en el fenómeno social de los asesinatos. Por ejemplo, Selecciones Policiacas y de Misterio, editada en 1946 por
Antonio Helú, y Aventuras y Misterio, de 1956,
fueron dos de las principales revistas especializadas en el tema que dieron
cabida a una diversidad de autores entre los que destacaron: Rodolfo Usigli, Rafael Bernal, María Elvira Bermúdez y Juan
Bustillo Oro (Piccato, 2014). Los escritores
policiacos consideraban que su deber era generar intrigas mediante multitud de
estrategias de suspenso, muchas de ellas apegadas a los modelos narrativos
estadunidenses.[13] Es
posible especular que la cinta de Bustillo buscaba competir en el mercado de
ficciones criminales de los años cincuenta, en un contexto de circulación y asimilación
cultural del discurso psicoanalítico en vías de profesionalizarse.[14]
Aunque la complejidad de la trama le impidió llegar a públicos más amplios,
como lo observaremos más adelante, considero que el argumento resultó novedoso
al retratar la historia de un policía enloquecido por inconfesables secretos de
familia. Cabe interrogarse, ¿qué ideas de la locura-criminal promovió la cinta?
“UN EXTRAÑO CASO DE
DESDOBLAMIENTO DE LA PERSONALIDAD”
En El hombre sin rostro la locura-criminal del
protagonista se representa como un acontecimiento inconsciente. Juan Carlos
Lozano estaba escindido entre dos personalidades: una consciente que buscaba
atrapar al criminal para hacer justicia (el policía) y otra inconsciente que
mutilaba con saña a sus víctimas (el criminal); procesos mentales suscitados en
el marco de una biografía familiar plagada de oscuros secretos y exigencias
vehementes. Juan Bustillo Oro era consciente de las potencialidades visuales
que podía lograr con la exploración cinematográfica de una relación confusa,
enigmática y ambivalente con los padres, lo que Freud teorizó en el complejo de
Edipo. Sin embargo, Julia Tuñón (2003, p. 44) ha señalado que la película
estadunidense White Heat (1949),
dirigida por Raoul Walsh, ya había abordado el tema
de la relación tormentosa con la madre, de manera que es posible que nuestro
filme respondiera a ciertas convenciones
cinematográficas del momento. En la escena del
diván, el policía le confesó al doctor Britel que la
responsable de sus miedos y del fracaso amoroso con Ana María, era su
progenitora. En su calidad de analista, el facultativo interpretó que el “deseo
de fracasar” había sido motivado por el temor a contrariar las exigencias de la
madre, lo que explicaba por qué abandonó sus estudios de medicina cuando era un
estudiante prometedor. En una escena que buscaba ilustrar a los espectadores
sobre la locura del policía, Eugenio Britel explicó a
Ana María lo siguiente:
eb. Juan Carlos padece un
grave mal de la mente, una especie de desdoblamiento de la personalidad. En él
hay dos personas distintas que obran cada uno por su lado: por una parte está el Juan Carlos consciente, inteligente y
abnegado, que lo sacrificó todo a los caprichos paternales; por otra, están los
instintos que él mismo sacrificó y están en violenta rebeldía. am. No le entiendo, doctor, le aseguro que no le
entiendo. eb. Toda
renunciación como todo exceso trae consigo su castigo. Cuando el hombre
estrangula el amor en el fondo de su corazón, suele desencadenar todas las
furias del infierno, se provoca entonces una especie de desequilibrio
espiritual, en el cual solo se puede sobrevivir buscándose un refugio; unos lo
encuentran en la bebida o en las drogas, otros en el suicidio, algunas más en
la locura.
Según lo expuesto en el filme, la representación de la locura-criminal
estaba anclada en una tormentosa biografía familiar en la cual el policía había
reprimido sus deseos de contraer matrimonio con Ana María, justo para no
contradecir los deseos de una madre mostrada como tiránica. La prohibición de
la boda, aunado a su incapacidad para emanciparse de la figura materna,
explicaba la personalidad escindida del policía y su inclinación al homicidio.
El argumento de la doble personalidad también apareció en Cuando
levanta la niebla (1952), cinta en donde Arturo de Córdova interpretó a
un personaje despojado y sin historia que usurpó la identidad de Alberto Rivero
para quedarse con los lujos, las comodidades y el amor de su hermana Silvia.
Pablo Aldama era refinado, tocaba el piano y recitaba versos, pero también
estaba invadido por el rencor. En la escena inicial, el protagonista llegó a
una clínica neuropsiquiátrica para curarse de “un
mal” que desconoce, los facultativos reconocieron que sufría de “un trastorno
funcional de la personalidad” debido a la vida de “continuo fracaso”. Ana,
médico de la clínica, descubrió la doble vida de Pablo, y cuando pretendía
asesinar a Silvia, esta lo mató de un disparo. La diferencia respecto a nuestra
cinta, es que aquí se trata de un timador consciente que ha tomado la identidad
de otro individuo por ambición. Por tal motivo, la cinta sugiere como hipótesis
que el Lozano-homicida perpetraba los crímenes como un acto inconsciente de
venganza dirigida hacia su propia madre por haberle prohibido consagrar su amor.
En este sentido, la representación cinematográfica del loco-criminal-reprimido
que proponía el director, coincidía en lo general con algunas de las propuestas
de los penalistas mexicanos que durante el México posrevolucionario habían
incorporado el pensamiento freudiano para examinar las motivaciones
inconscientes del criminal.
En las décadas de 1930 y 1940, el psicoanálisis se había convertido en un
modelo teórico bastante útil en la administración de justicia de la capital,
porque ayudaba a comprender al moderno criminal del siglo xx (Ríos Molina, 2011, pp. 387-408). El célebre
penalista y abogado Raúl Carrancá y Trullijo, de quien se dice intercambió cartas con Freud
(Gallo, 2013, p. 220), examinó el caso de un hombre aficionado al box que
asesinó a su esposa por sospechar que lo había traicionado. En varias
“sesiones” descubrió que el asesino sufrió maltrato en la infancia, época en
que trabajó para ayudar a su mamá. A los 20 años se casó con una mujer a la que
consideraba “lujuriosa”, además de que solía tener pesadillas en las que “lo
iban a golpear, veía una cara desconocida” (Carrancá
y Trujillo, 1934, p. 130). El penalista concluyó que las amenazas sufridas en
la niñez, sus “entregas sexuales y ardientes” de juventud, la afición al box y
la sensación de traición, revelaban la “violencia egocéntrica” de sus oscuros
móviles (p. 131). Por su parte, los reconocidos penalistas Alfonso Quiróz Cuarón, José Gómez Robleda
y Benjamín Argüelles (1939) consideraron en un estudio estadístico que si bien
el medio físico ejercía una influencia, también existían mecanismos
inconscientes en los transgresores de la ley: “los delincuentes realizan actos
prohibidos penados por las leyes y es bien sabido que todos los hombres poseen
instintos reprimidos que los llevan a cometer, en
determinadas condiciones, actos destructivos y aún las más graves
manifestaciones antisociales” (p. 130).[15] De
esta manera, la conducta antisocial del “mexicano”, según lo explicó Gómez
Robleda (1948), era resultado de un “conflicto” inherente a la vida humana y
advirtió con pesadumbre que la causa de la criminalidad estaba alojada en “lo
más profundo de la personalidad individual y colectiva” (p. 67). El uso del
psicoanálisis como herramienta de exploración de la subjetividad criminal,
logró despertar intensos debates psiquiátricos alrededor del criminal más
famoso del momento: Gregorio “Goyo” Cárdenas.
Raúl González Enríquez y Jesús Siordia Gómez
encontraron que el Estrangulador de Tacuba había sido un niño enfermizo,
tartamudo y autista, engendrado por un padre borracho y una madre histérica.
Señalaron que tenía “manos feminoides” y el “pene pequeño”, razón por la cual,
su conducta esquizofrénica y psiconeurótica estaba
determinada por “complejos de inferioridad y sexuales”.[16] En la
misma dirección, José Quevedo y Leopoldo Salazar Viniegra enfatizaron que el
“Goyo” estaba loco y que necesitaba tratamiento psiquiátrico, no la cárcel;
consideraron que se trataba de un esquizofrénico que ejecutó los crímenes sin
ningún “criterio utilitario”.[17]
En este sentido, seguramente fue la atrocidad de los asesinos lo que preocupó a
la elite científica de la época. Por tal motivo, Alfonso Millán propuso que
médicos y juristas trabajaran de manera conjunta en la administración de
justicia, reconociendo en principio la importancia del “enfoque psicosomático”
en la constitución del “criminal mexicano”.[18]
Los asesinos no sólo inspiraban todo tipo de amenazas y temores sociales por
sus actos jurídicamente penables, también ejercían una extraña fascinación
entre los especialistas obcecados por conocer los abismos insondables del
inconsciente criminal. Inmerso en estas discusiones, Juan Bustillo Oro buscó
atrapar la atención de los espectadores con la representación de un caso
criminal que bien podía recordar al homicida más famoso del momento, explorando
desde la experiencia onírica y los secretos inconfesables de una personalidad
escindida, las profundidades anímicas del asesino inconsciente. El personaje de
Eugenio Britel lo explicó así: “Más bien diría yo que
está loco solo en ciertos momentos, pero él lo ignora, nada sabe el desdichado
de ese otro yo salvaje que lleva en lo más profundo de su propia consciencia, y
ese otro yo, es el que cuando se liberta en delirios que son conscientes para
Juan Carlos lo convierten en un […] asesino” (Bustillo, 1950). Tomando en
cuenta lo expuesto hasta aquí, cabe intentar dilucidar a qué público estaba
dirigida la película y la recepción que tuvo en el medio cinematográfico.
“UNA PELÍCULA ESCALOFRIANTE”
La cinta de Bustillo estaba dirigida a amplios sectores de la capital
interesados en el cine criminal y de suspenso. Los publicistas buscaban atraer
a todo tipo de cinéfilos mediante una estrategia basada en la inserción de
carteles en los principales diarios de mayor circulación, en los cuales el
lector podía leer lo siguiente: “El hombre sin rostro.
Una película escalofriante. Más intensa que una obra policiaca. Más apasionante
que un drama de psicoanálisis”.[19] El
estreno de la película se dio en un contexto de renovación de la industria cinematográfica
luego de un breve periodo de estancamiento. Sabemos que entre 1941 y 1945
aumentó la producción de películas de corte melodramático y nacionalista, al
tiempo que una nueva generación de directores y artistas destacó por sus
trabajos en la pantalla grande.[20]
Sin embargo, debido a la penetración del cine estadunidense, el auge de la
televisión, el desgaste de personajes reiterativos y sus fórmulas
melodramáticas, a finales de esa década la industria tuvo una severa crisis.
Para solventar el ausentismo en las salas, los productores de cine se enfocaron
en la búsqueda de públicos más amplios a partir de la exploración del suspenso
y el crimen.
En los primeros años de 1950, señala Álvaro Fernández Reyes (2007, p. 20),
la industria comenzó a producir una nueva cinematografía de contenido criminal
para un consumo más amplio, el cual se nutrió de la nota roja y el cine gánster
hollywoodense. Las películas de suspenso pretendían provocar estados
emocionales en los protagonistas y dotar a los espectadores de elementos
sentimentales propios del melodrama. Por lo tanto, el cine criminal y de
suspenso mexicano era resultado de convenciones estéticas aunque apegado a las
características locales del melodrama nacional.[21] Julia
Tuñón (2003, p. 43) considera a El hombre
sin rostro como una película representativa del film noir, género cinematográfico que surgió luego de la segunda guerra mundial,
que ubicaba sus preocupaciones en la modernidad de la vida urbana, en los
ambientes de pesadilla, la confusión del bien y el mal, la ley y la
transgresión. Pero aclara que la cinta no logró desprenderse del cine
institucional mexicano: el melodrama. Como hemos visto, la cinta de Bustillo
confrontaba a su protagonista con sus sueños, imágenes y símbolos de una
sufrida historia personal, elementos que revelaban la escinda personalidad y
mostraban al verdadero criminal. En este sentido, la cinta interpelaba al
espectador con el asombro, dado que el policía justiciero terminaba
convirtiéndose en el homicida sanguinario. Además, dejaba entrever que los
asesinos no sólo emergían de los territorios marginales de la ciudad o a las
afueras de una rupestre cantina, sino que podían estar ocultos en la apacible
normalidad de un sujeto citadino de los años cincuenta.
Ahora bien, con el crecimiento demográfico del país,[22] la
industria cinematográfica encontró nuevos públicos de todos los sectores
sociales. Julia Tuñón (1998, p. 52) menciona que en 1934 se vendieron 53 000
000 de localidades en cines, teatros, plazas de toros, palenques, centros
deportivos y carpas, de las cuales 70.1% correspondía a los asistentes al cine.
Para 1947, de los 115 000 000 de localidades, 92.4% correspondía exclusivamente
a la pantalla grande. Cabe resaltar que para 1947, el costo promedio de una
entrada era de tres pesos, precio relativamente alto si se compara con el
salario mínimo que oscilaba entre los 1.65 y tres pesos (Fernández Reyes, 2007,
pp. 66-67). En suma, al iniciar la década de 1950, la asistencia a las salas
cinematográficas era una práctica rutinaria para los capitalinos. Sin embargo,
a pesar del incremento de asistentes a las salas, el interés por el cine de
contenido criminal y dadas las estrategias publicitarias para atraer
espectadores, El hombre sin rostro resultó un
rotundo fracaso para la taquilla, ya que tan sólo duró tres semanas en
cartelera (García Riera, 1993, p. 212). Varios motivos pueden explicar esto; en
primer lugar, cabe la posibilidad de que los espectadores se hayan sentido
defraudados por una película que no retrataba la vida del criminal más famoso
del momento, el “Goyo” Cárdenas, y que el desengaño se esparciera a oídos de
los capitalinos; en segundo término, también es posible que la complejidad de
la trama y la centralidad de los diálogos extensos fuera otro de los elementos que
desmoralizaron al público. Cualquiera de las posibilidades me parece verosímil.
Lo cierto es que las expectativas generadas no estuvieron acompañadas por una
desbordada asistencia.
En una entrevista concedida a Jaime Valdés para la revista Novedades, Bustillo reconoció
que su intención era llegar a públicos más amplios, “no sólo a aquellos que
tienen una preparación cultural o han hecho estudios psicológicos”.[23] El
director había asistido al cine Chapultepec para recoger algunas de las impresiones
y, según esto, encontró más espectadores horrorizados que entusiasmados por el
argumento: “Por algunos comentarios que cacé al vuelo, me hizo concluir que el
filme sobrecogía más que gustaba”. Bustillo (1984) estaba convencido que su
caso criminal había generado temor en los asistentes, hecho que varios años
después consideró como “una victoria” (p. 268). La crítica cinematográfica del
momento elogió la película tanto por su calidad estética como por su argumento.
A pocos días de su estreno diversas productoras nacionales como Producciones
Diana, Producciones Zacarías, Producciones Fernando Fuentes, Producciones Mier
y Brook, S. A., Películas Mexicanas S. A., Oro Films,
así como la Asociación de Productores y Distribuidores de Películas Mexicanas,
publicaron diversos
desplegados para felicitar a Juan Bustillo Oro por su obra cinematográfica a la
que catalogaron por unanimidad como una de las películas “más apasionantes de
los últimos años”.[24]
Varios críticos de cine señalaron que películas como El hombre sin rostro se había atrevido a contrariar al “cine de los
bajos fondos” y “mujerzuelas”, aportando “un poco de sanidad al cenagoso
ambiente que aquellas cintas estaban creando”.[25]
Destacaron que Bustillo abordara un caso clínico para adentrarse en “los dramas
del sexo, del complejo, del psicoanálisis y del crimen en un oscuro estado
mental”, para ahondar en una historia criminal que finalmente delegaba a los
espectadores la comprensión y/o elección entre un asesino inconsciente o un
matador sanguinario:
Acaso,
en el desarrollo temático, no se define exactamente
aunque bien se matiza en potencia al asesino crepuscular, mutilador de mujeres.
No hay la prueba precisa, óptica, completa del culpable. En un juego de doble
sospecha, sucesivamente conducido, no faltará el espectador que se quede
–puesto que se suicida o así permite presumirlo– con el aparente inocente como
verdadero criminal cuyo morboso experimento de conducir a un neurótico al
supuesto extremo de reconocer homicida múltiple y capaz de matar por
obnubilación […] Ganancia absoluta del espectador, de cualquier modo, puesto
que puede escoger asesino, un delincuente que más se acomode a sus deducciones.[26]
Infundado en elogios, el aludido Arturo Perucho
afirmó que el actor Arturo de Córdova había interpretado a un personaje
“esquizofrénico”,[27]
declaración que resultaba interesante porque, como lo mencioné, en la cinta
nunca se indica dicho diagnóstico. Aunque la esquizofrenia había sido una de
las enfermedades mentales más diagnosticadas en la práctica clínica en el
Manicomio General de la Castañeda,[28]
la clasificación de un personaje de ficción muestra la importancia que ya
entonces tenía para los escritores y cinéfilos de la época: recuperar los
lenguajes de la psiquiatría y el psicoanálisis como un instrumento de
interpretación de la cultura cinematográfica.
CONSIDERACIONES FINALES
El hombre sin rostro fue en su momento una
película que participó, junto con otros discursos médicos y jurídicos de la
época, en la exploración de un individuo anormal y transgresor, sobre todo en
un contexto de amplia circulación y articulación del pensamiento freudiano en
diversos espacios de la cultura científica de la capital. Además, Juan Bustillo
Oro abordó una historia criminal en un periodo de profundo interés social por
el fenómeno cultural de los asesinatos. El director construyó a su homicida
cinematográfico como un caso clínico en el cual examinó la subjetividad de su
protagonista desde la biografía familiar, los sueños y la represión sexual.
Bustillo perfiló la locura de un antihéroe perteneciente al sector público y
representante de la ley, escindido entre la voluntad de justicia y los deseos
inconscientes de venganza. Los enunciados freudianos permitieron al director
conectar con un público de espectadores a partir de emociones contradictorias
encarnadas por un personaje melodramático. Considero que la película establece
un diagnóstico estético sobre el comportamiento homicida.[29] Así,
la locura-criminal no se justificaba por el entorno social, las condiciones
materiales o el infortunio económico, tal y como muchas películas antes
mencionadas lo mostraban, por el contrario, la cinta ofrecía a los espectadores
una representación psicoanalítica de la cuestión criminal anclada a la
biografía familiar y el inconsciente. El director examinó la relación entre un
personaje patologizado por una sufrida historia
personal y su médico, que logró reelaborar la experiencia traumática a partir
de la interpretación de los sueños.
Juan Bustillo Oro apostó a la construcción cinematográfica de una
subjetividad escindida entre el deber moral y los apetitos incontrolables de
venganza. Que el misterio del homicida se resolviera por la vía del análisis
psicológico permite vislumbrar que los escritores y ciertos sectores letrados
estaban cada día más familiarizados con las concepciones del inconsciente, la
sexualidad, la represión y el complejo de Edipo. Los observadores
especializados tenían conocimiento de Freud, pero muy probablemente el
psicoanálisis no llegó a públicos más amplios como lo pretendía el director, no
sólo por el atrevimiento de la trama, sino sobre todo por la complejidad de la
teoría. En este sentido, el filme de Bustillo lograba posicionar el
psicoanálisis como un instrumento para el conocimiento de la subjetividad del asesino,
ya que ponía a disposición de los espectadores y cinéfilos de la capital
referentes esenciales para explicar las complejas motivaciones inconscientes de
un criminal atormentado por la figura materna. Una explicación bastante audaz
tomando en cuenta la valoración que el cine de oro había realizado en torno a
la madre sumisa, doliente y abnegada. Insisto, el psicoanálisis se articuló al
discurso cinematográfico no sólo para abonar en la construcción melodramática y
de suspenso de una historia policial, sino también para complejizar el mundo
interior del protagonista que mató sin saber y enloqueció sin querer.
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El Universal.
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Tiempo. Semanario de la Vida y la Verdad.
* Agradezco a los dictaminadores por sus lecturas y
atinadas sugerencias. También estoy en deuda con Martha Santillán, Mariana
Reyna y Martín Manzanares por haber leído los primeros borradores del texto y
orientarme teórica y metodológicamente.
[1] El
Universal, 7 de julio de 1950, p. 23.
[2] En los primeros años de
1940, el llamado Estrangulador de Tacuba asesinó a cuatro mujeres en las
inmediaciones de la ciudad de México. Médicos, escritores y periodistas
consagraron su imagen bajo el semblante de la perversión sexual, la locura y la
monstruosidad; percepciones sociales que sin duda despertaron fascinación entre
los capitalinos por tratarse del primer asesino serial en el México moderno del
siglo xx. Gregorio Cárdenas se volvió una
celebridad no sólo por haber escrito varios libros desde la cárcel de Lecumberri, sino por la gran ovación que recibió en la
Cámara de Diputados en 1976, al ser considerado como un ejemplo fehaciente de
que el sistema carcelario en México sí rehabilitaba (Vázquez, 2011, pp.
109-140; Meade, 2010, pp. 323-377).
[3] Es importante mencionar
que Richard von Krafft-Ebing, médico austriaco y
contemporáneo de Sigmund Freud, describió en su célebre Psychopathia Sexualis (1886) una multitud de casos clínicos sobre
personajes anormales, perversos e “invertidos” que, según Élisabth
Roudinesco (2010, pp. 96-97) incidieron en las
clasificaciones psiquiátricas desde finales del siglo xix
hasta las primeras décadas del xx.
[4] A finales de la década
de 1920, fueron diversos los espacios de recepción y apropiación de los
enunciados freudianos, ejemplo de ello son las reseñas de libros escritas por
Salvador Novo para El Universal Ilustrado (Gallo,
2013, p. 49). Otros canales de articulación se dieron en los ámbitos de la
psiquiatría y la criminología; Samuel Ramos, Guillermo Dávila, Raúl Enríquez y
Alfonso Millán, entre otros psiquiatras e higienistas vinculados a las
instituciones del Estado posrevolucionario, impartieron conferencias en torno a
la obra freudiana dentro y fuera de la Facultad de Medicina de la Universidad
Nacional (Velasco García, 2014, p. 198). Finalmente, diversas expresiones
artísticas estuvieron atentas a las discusiones sobre el psicoanálisis, basta
con recordar que, en 1943, la pintora Frida Kahlo realizó una interpretación
pictórica del libro Moisés y la religión monoteísta, obra que en cierto sentido contradecía las ideas
principales del psicoanalista vienés (Gallo, 2013, p. 99).
[5] Para comprender las
estrategias y mecanismos de circulación de saberes científicos, véase González
y Polh-Valero (2009, pp. 7-11), y Secord
(2004, pp. 654-672).
[6] El sueño como estrategia
de representación fílmica también aparece en la película La
devoradora (1946). Diana de Arellano (María Félix) desea casarse con el
viejo y adinerado don Adolfo, no obstante, Pablo Ortega está enamorado de ella
y al enterarse de la boda, se pega un tiro en el departamento de su amada. Esa
mañana, la joven y ambiciosa Diana le expresa a la sirvienta: “Tuve una
pesadilla horrible. Soñé que Pablito me daba un tiro aquí en el pecho cerca de
la garganta. ¡Ah caray! ¿Y te mataba? Fíjate qué raro, el que se moría era él.”
Lo interesante de la película es el trasfondo “psicoanalítico” del
comportamiento del personaje, ya que se puede entrever que la ambición, la
manipulación y el sueño premonitorio de la protagonista estaban relacionados
con la muerte del padre.
[7] Los historiadores
coinciden en que la invención del psicoanálisis ocurrió en 1895 con la
publicación de Estudios sobre la histeria. Freud
consideró que las verdaderas causas de los trastornos psíquicos en dicha
afección radicaban en los traumas reales ocurridos durante la infancia (Roudinesco, 2016, p. 85). Sin embargo, mediante el método
de la hipnosis descubrió que existía una disociación en el campo de la
consciencia; por ejemplo, reveló que muchos pensamientos no dichos o ciertas
ideas asociadas a la vida sexual de las mujeres de la aristocracia que
conformaban su clientela, solían ser olvidados o reprimidos por sus pacientes
(Freud, 2018, p. 156). Pronto se convenció que las neurosis no se originaban en
los actos detestables de los adultos, sino en las fantasías eróticas de los niños,
lo que le permitió vincular poco tiempo después el desarrollo de la sexualidad
infantil con el llamado complejo de Edipo. A partir de la publicación de La interpretación de los sueños en 1900, Freud dejó claro
que los seres humanos no eran dueños de sí mismos, y que los estados
inconscientes, la represión y la vida onírica tenían un contenido simbólico que
podía ser develado mediante la técnica de la asociación libre y la
interpretación de los sueños. La “cura por la palabra”, inventado por Josef Breuer y retomado por Freud, sería un método revolucionario
que permitiría descubrir los deseos inconscientes que permanecían ocultos para
el paciente (Porter, 2003, p. 182). Además, señaló
que los individuos libraban una lucha interna entre el deseo de recordar y la
necesidad de olvidar. El sujeto moderno de Freud experimentaba un conflicto
interno producto de las experiencias tempranas en la infancia; por un lado, el
aparato psíquico representaba un flujo incesante de energía (libido); por el
otro, la cultura canalizaba, limitaba o frustraba los impulsos humanos (Gay,
2010, p. 160).
[8] A. Perucho,
“Juan Bustillo Oro”, El Nacional, 9 de julio de 1950, p. 1.
[9] J. Quevedo,
“Psicoanálisis”, Mañana, 1
de julio de 1950, pp. 44-46.
[10] J. Quevedo,
“Psicoanálisis”, Mañana, 15
de julio de 1950, pp. 38-41.
[11] Desde la década de 1920,
médicos, funcionarios, padres de familia y maestros habían considerado que el
cine criminal era perjudicial para la sociedad. Películas como La banda del automóvil gris (1919), El
tren fantasma (1926), El león de la sierra morena (1927)
o El puño de hierro (1927), provocaban temores
entre la elite gobernante que asociaba las faltas a la autoridad y los delitos
cometidos por niños con la influencia malsana que ejercían los periódicos y la
pantalla grande (Sosenski, 2006, p. 55). Años más
tarde, el penalista Francisco Valerio Rangel (1938) arremetió en contra de la
nota roja por convertir a los criminales en “ídolos del bajo pueblo”, además
exigió establecer una “estricta censura” de todas las películas con “argumento
inmoral y criminoso” (p. 209). Más allá de las incontables sanciones públicas y
actitudes condenatorias respecto a lo pernicioso que podía ser el cine de
contenido criminal, la petición no tuvo mayores repercusiones y la exploración cultural
de la temática siguió en aumento.
[12] La antropología criminal
nació en Italia en la segunda mitad del siglo xix
de la mano de César Lombroso. Centró su análisis en el organismo del individuo,
en la constitución fisiológica y en los estigmas físicos que revelaban las
tendencias criminosas, principalmente de los sectores populares. Según esto, la
organización biológica (asimetría en la cabeza, ojos pequeños, tono de piel,
etc.) podía ofrecer elementos de análisis para determinar a un criminal nato.
Estas ideas tuvieron una fuerte repercusión en el México de finales del siglo xix e inicios del xx (Speckman, 2002, pp. 93-114). Criminólogos, periodistas y
funcionarios públicos consideraban que la criminalidad, en las postrimerías del
siglo xx, era una de tantas “enfermedades
sociales” de los sectores populares, en donde reinaban los vicios y la
perdición (Piccato, 2010).
[13] Juan Bustillo Oro
publicó en Selecciones Policiacas y de Misterio (números
92 y 123) dos cuentos titulados: “Apuesta al
crimen” y “El asesino de gatos”, en los que mostraba su capacidad de escritor y
su destreza para generar intrigas. María Elvira Bermúdez (1955), en su
compilación de Los mejores cuentos policiacos mexicanos,
señaló que el escritor policiaco debía contar con un “buen acervo de
conocimientos especializados”, así como manejar nociones de “leyes y
procedimientos penales, medicina legal, toxicología y balística”. Con el fin de
mantener la curiosidad, insistió la autora, el escritor debía saber “confundir”
y “convencer” a sus lectores, porque estaba obligado a presentar una “prueba
legal de la hipótesis del detective” para que tuviera verosimilitud (p. 12).
[14] Recordemos que la
profesionalización del psicoanálisis inició con la fundación de la Asociación
Psicoanalítica Mexicana en 1956 bajo la modalidad de Asociación Civil,
precedente del Instituto Mexicano de Psicoanálisis inaugurado oficialmente en
1963. Sin embargo, cabe aclarar que desde 1950 varios médicos mexicanos fueron
a Argentina y Estados Unidos para formarse como psicoanalistas, y al regresar,
fueron cruciales en la fundación de la primera asociación antes mencionada
(Capetillo, 2012; Velasco, 2014).
[15] Incluso señalaron que,
si los ciudadanos no reconocían la disminución de la criminalidad, era porque
existía “un deseo inconsciente” de que no fuera así. Para argumentar su
posición, los autores sentenciaron que las personas no podían admitir un “hecho
comprobado” mediante la estadística debido a ciertas manifestaciones infantiles
inconscientes: “Si se piensa que fácilmente se establece una transferencia
hacia las autoridades, de los sentimientos que en determinada época de la
infancia los niños sienten por sus padres, el deseo subconsciente de la
colectividad porque aumente y sea pavorosa la criminalidad viene a recordar una
manifestación del complejo de Edipo, ya que no es otra cosa que la expresión
deformada del sentimiento de hostilidad en contra de las autoridades e
instituciones representativas de los padres” (Quiróz Cuarón et al., 1939, p. 130).
[16] González Enríquez y Siordia Gómez citado en Quiroz Cuarón
(1952, pp. 94). Es importante mencionar que el llamado “complejo de
inferioridad” fue acuñado por Alfred Adler, discípulo de Freud y luego
expulsado de la sociedad psicoanalítica que presidía el maestro. Era un
concepto que retomaron médicos, psiquiatras y filósofos en México para
justificar los sentimientos de inferioridad que supuestamente caracterizaban a
amplios sectores de mexicanos, sobre todo con un pasado indígena (Capetillo,
2012, p. 200).
[17] Quevedo y Salazar
Viniegra citado en Quiroz Cuarón (1952, pp. 103). Los
análisis y diagnósticos de los psiquiatras están reunidos en el libro de Quiroz
Cuarón (1952).
[18] A. Millán, “La medicina
legal y los problemas actuales de la justicia mexicana”, El
Universal, 22 de julio de 1950, pp. 10, 13.
[19] El
Universal, 10 de julio de 1950, p. 23.
[20] Entre los cineastas más
destacados estaban Emilio “el indio” Fernández y Julio Bracho, en tanto que
Cantinflas, Dolores del Río, María Félix y Arturo de Córdova, entre otros,
fueron actores reconocidos por sus papeles protagónicos (Aguilar, 2009, p.
193).
[21] Una de las principales
características del cine de suspenso mexicano es que enfrentaba al protagonista
a peligros que versan entre el crimen, la trama criminal y veta romántica,
razón por la cual buscaba interpelar al espectador con el “goce de la angustia”
y el “sentimentalismo”. A diferencia del cine negro estadunidense, menciona
Fernández, el cine de suspenso mexicano lleva “un mensaje apegado a las normas
sociales estereotipadas que no llegan […] a la ambigüedad moral que el cine
extranjero maneja” (Fernández Reyes, 2007, p. 103).
[22] En el Séptimo Censo General de Población levantado el 6 de
junio de 1950, se consignó que la población total del territorio nacional pasó
de 19 653 552 habitantes en 1940 a 25 791 017 en 1950, es decir, hubo un
aumento de 31.2% en una década. Tan sólo en el Distrito Federal se tenía
registro de 3 050 442 habitantes, de los cuales 1 632 101 eran mujeres y 1 418
341 varones (Séptimo,
1953, p. 26).
[23] J. Valdés, “Cómo le
nació a Juan Bustillo Oro la feliz idea de realizar la obra”, El hombre sin rostro. Novedades, 8 de julio de 1950, p. 7.
[24] El
Nacional, 14 de julio de 1950, p. 25. De
hecho, la cinta fue elegida para representar a México en el concurso a
celebrarse en Venecia ese mismo año.
[25] “Psicoanálisis”, Tiempo, 1950, p. 28.
[26] V. V. Film”, Mañana, núm. 15, julio de
1950, p. 65.
[27] A. Perucho,
“Juan Bustillo Oro”, El Nacional, 9 de julio de 1950, p. 1.
[28] La esquizofrenia era una
enfermedad mental caracterizada por una variabilidad de síntomas asociados a
trastornos afectivos, disociación de ideas, delirios religiosos y prácticas
sexuales anormales presentes en la juventud. La recepción de la demencia precoz
y la esquizofrenia en los discursos y prácticas clínicas en el nosocomio
durante 1910-1968 son estudiados por Ríos Molina (2017, pp. 71-122).
[29] Wolfgang Bongers (2006, p. 15) señala: “mientras que la medicina
como ciencia etiológica apunta al diagnóstico, a la terapia y a la cura de
enfermedades, la literatura y el arte son capaces de hacer diagnósticos estéticos” sobre
determinados padecimientos. Es posible considerar que las ficciones cinematográficas
operan como un second order observation, no sólo porque parten de una red de observaciones
médicas y culturales sobre los procedimientos clínicos, sino porque son capaces
de asumir posturas estéticas ante problemáticas relacionadas con la enfermedad mental.