Espacios de reforma para la infancia. Imaginando la
Colonia de Menores de Marcos Paz (Buenos Aires, comienzos del siglo XX)
Reform Spaces for
Children. Imagining Marcos Paz’s Children’s Colony (Buenos Aires, Early 20th
Century)
María Carolina Zapiola1, https://orcid.org/0000-0003-2662-8771
1Universidad Nacional de General Sarmiento, Argentina, czapiola@ungs.edu.ar
Resumen:
El objetivo de este artículo es explorar las
reflexiones de los funcionarios y profesionales argentinos preocupados por la
cuestión de la “minoridad” acerca de la trascendencia de la dimensión espacial
en los procesos de reeducación de los menores durante la primera década del
siglo XX. Con ese fin, analizamos el proyecto de creación de la Colonia de Menores
Varones de Marcos Paz, deteniéndonos en cómo fue imaginada en términos
espaciales y arquitectónicos. Ello nos permite concluir que los proyectos
argentinos de creación de instituciones para menores, inspirados en las
propuestas europeas decimonónicas, estuvieron atravesados por una reflexión
sistemática acerca de la trascendencia del espacio natural y del espacio
arquitectónico en la regeneración del desvío infantil y juvenil. Se trata de la
primera aproximación historiográfica que explora el penitenciarismo
dirigido a niños y jóvenes, y una de las pocas centrada en el rol de los
espacios en el diseño de las escuelas de reforma.
Palabras clave: espacio; menores; arquitectura;
campo; reforma.
Abstract:
The purpose of this article is
to explore the reflections
of Argentinean officials
and professionals concerned
with the issue of minority on the importance
of the spatial dimension in the reeducation of minors during the first
decade of the 20th century. To this end, we analyzed
the plans for the establishment of Marcos
Paz’ Male Minors’ Colony, focusing on how it
was conceived in spatial and architectural terms. We can infer
from this that the Argentinean
projects for the creation of institutions for minors, inspired by 19th-century European proposals, were shot through with
a systematic reflection on the importance
of natural and architectural space
in the reform of children and youth. This is the
first historiographical approach that explores penitentiary systems for children and young people, and one of the few
focused on the role of spaces in the design of reform
schools.
Key words: space; minors; architecture; countryside; reform.
Fecha de recepción: 29 de noviembre de 2016
Fecha de aceptación: 28 de junio de 2017
Llamamos… al establecimiento colonia de menores
varones,… aun cuando destinemos algunas de sus
secciones para los encausados y condenados [porque] los reformatorios son
instituciones equivocadas, incompletas, nocivas, contrarias á
la intención que sus nombres indican é inexactas en sus nombres mismos, si no
se los transforma en “educatorios”, quitándoles todo
indicio carcelario.
[…]
Hacemos campear... el carácter eminentemente pedagógico de la Colonia en todos
los preceptos propuestos: para los menores llevados ante la justicia, ella
realizará la prisión de puertas abiertas. Nos esforzamos en desterrar cuanto
pudiera recordar la prisión: nada de altos muros, ni rejas, ni gruesos barrotes
en las ventanas; sus construcciones tendrán aspecto alegre; estarán rodeadas de
plantas trepadoras, con patios circunscriptos por cercos verdegueantes,
con horizontes vastísimos; la perspectiva del campo por ende… Y en todas partes
profusión de aire, luz, verdura y flores
Meyer Arana (1906, pp. 4-8).
Con estas palabras el doctor Alberto Meyer
Arana, médico, miembro de la Comisión Directiva del Patronato de la Infancia
(fundado en la ciudad de Buenos Aires en 1892), director de su órgano de
difusión, la Revista de Higiene Infantil,
autor de numerosos artículos y libros y, por todo lo anterior, referente en las
políticas públicas internacionales de protección de la infancia, sintetizaba su
concepción acerca de cómo debía organizarse la primera colonia de reforma para
menores varones que estaba a punto de crearse en Argentina.[1]
Poco antes, el ministro de Justicia e Instrucción
Pública, Joaquín V. González, miembro del ala liberal reformista de la
oligarquía gobernante (Zimmerman, 1994), lo había
convocado para diseñar la institución, que se emplazaría en el pueblo de Marcos
Paz, ubicado a 50 km de la capital federal, al noroeste de la provincia de
Buenos Aires. Como resultado, Meyer Arana elaboró Colonias para menores (1906) obra en la que revisaba con
preciosismo las características de las principales instituciones de reforma
existentes en Europa y Estados Unidos y proponía un diseño para la Colonia
Agrícola Industrial de Menores Varones de Marcos Paz.
Para entonces se hallaba avanzado en
Argentina, al igual que en otros países de América Latina (Azaola
Garrido, 1990; Bailón Vazquez, 2012; Cabral dos
Santos, 2006; Castillo Troncoso 2006; Hecht, 2002; Speckman Guerra, 2005; Vianna,
2007), Europa (Davin, 1996; Forlivesi,
2005; Jablonka, 2006) y en Estados Unidos (Pisciotta, 1994; Platt, 1997), el
proceso de distinción entre los “niños” –menores de edad inscritos en el marco
de las relaciones familiares, la escuela o el trabajo según su posición social–
y los “menores” –niños y jóvenes que no encajaban en los roles que las elites
estaban definiendo como los adecuados para la infancia en el marco de creación
de un estado moderno–. Las características de sus hogares, sus estrategias de
supervivencia, sus formas de sociabilidad y entretenimiento, sus prácticas
sexuales, su relación intermitente con la escuela y su libre discurrir por las
calles hacían prever su caída en el delito (Aversa,
2006; Carli, 2002; Carreras, 2005; Ciafardo, 1990; Freidenraij,
2015; Ríos y Talak, 1999; Ruibal, 1993; Zapiola, 2007)[2].
Ante la amenaza que representaban, los
dispositivos tradicionales de tutela y punición, apoyados esencialmente en la
beneficencia, comenzaron a parecer insuficientes, además de inadecuados en
relación con las propuestas jurídicas y científicas internacionales en boga,
ancladas en el penitenciarismo y el positivismo. En
ese clima de ideas y sensaciones, funcionarios y profesionales se dieron a la
tarea de crear proyectos destinados a encauzar la conducta de los niños y los
jóvenes preocupantes, vertebrando sus propuestas en torno a dos demandas que se
verían prontamente satisfechas: el establecimiento de una Ley de Patronato de
Menores (sancionada en 1919) que permitiría al Estado convertirse en tutor de
los “menores material o moralmente abandonados” y/o “delincuentes” –lo cual
implicaba la pérdida de la patria potestad de sus progenitores– y la creación
de instituciones de reforma a las cuales enviarlos para garantizar su
conversión en hombres de bien (Zapiola, 2014).
Así, en 1898 se inauguró la primera
institución pública educativo-punitiva para niños y jóvenes de nuestro país, el
Asilo de Reforma de Menores Varones, en pleno centro de la ciudad de Buenos
Aires. Sin embargo, casi en seguida, los interpelados por la cuestión de la
minoridad –incluyendo a las mismas autoridades del Asilo– reclamaron su
traslado al campo, impulsando la inauguración de la Colonia de Marcos Paz. Sin
dudas, el Asilo ofrecía infranqueables obstáculos para el plan de regeneración
de la niñez “peligrosa y en peligro”: emplazado en un edificio preexistente oscuro,
inadecuado y estrecho, podía alojar una cantidad muy limitada de internos, no
permitía aplicar la separación de los menores de acuerdo con la etiología de su
desvío y casi no disponía de lugar para instalar talleres de trabajo (Zapiola, 2013).
Pero el interés por fundar una institución
en el campo iba más allá de las limitaciones del Asilo. En efecto, en este
artículo buscaremos demostrar que, durante la primera década del siglo XX, los
profesionales y funcionarios que irían convirtiéndose paulatinamente en
especialistas o expertos en infancia y minoridad (entre ellos algunos médicos,
pedagogos, directores de asilos, benefactores, jueces, defensores de menores,
legisladores) comenzaron a reflexionar en forma sistemática acerca de la
centralidad de la dimensión espacial en los procesos de reeducación de los
menores.[3] Lo hicieron inspirándose
en experiencias europeas y estadunidenses, por lo cual, en el primer apartado,
trazaremos un panorama de las mismas.[4] En el segundo,
exploraremos las particulares apropiaciones locales de esos modelos, para
detenernos, en el tercer apartado, en el análisis del primer diseño conceptual
de una escuela de reforma formulado en el país, es decir, en el proyecto para
la creación de la Colonia de Menores Varones de Marcos Paz, complementado por
el Reglamento de la institución.
Nuestro objetivo principal es analizar cómo fueron
imaginados los espacios naturales y arquitectónicos en los que habitarían los
menores, es decir, qué funciones se otorgaron al entorno natural y a la
arquitectura en el primer proyecto argentino de creación de una institución de
reforma. Intentaremos realizar, por lo mismo, un primer aporte acerca de lo que
significó el penitenciarismo aplicado a niños y
jóvenes en nuestro país, tema casi ausente en los campos de la historia de la
infancia y de la historia del delito y del castigo. Al respecto, defenderemos
la hipótesis de que, ya en el nivel conceptual, es decir, antes de su efectiva
apertura, las escuelas rurales de reforma argentinas estuvieron atravesadas por
contradicciones entre una utopía ruralista que apostaba a la regeneración de
los niños y jóvenes colocados en “cottages” a cargo
de “familias” por los efectos de la naturaleza y un modelo punitivo anclado en
el penitenciarismo.
Prisiones, reformatorios, colonias[5]
La instalación de la “delincuencia
juvenil” como un problema social constituyó el requisito para la creación de
instituciones de reforma para niños y jóvenes. En la Europa del siglo XVIII, la
creciente preocupación por las cuestiones de orden público y el ensalzamiento
de los valores ligados a la economía y al trabajo reforzaron las actitudes
represivas en relación con los vagos de todas las edades, propiciando la
aparición de los hospicios generales, gigantescos lugares de encierro que, en
el caso de Bicêtre o de la Salpêtrière,
por ejemplo, alojaban menores que a su salida solían ser deportados a las
nuevas colonias americanas (Bourquin, 2007). Pero fue
a partir de “la doble revolución”, con su correlato de transformaciones
sociales y políticas y de expresiones inauditas del descontento popular, cuando
ciertos niños y jóvenes comenzaron a ser percibidos con especificidad dentro
del universo de los seres inquietantes de las ciudades (Yvorel,
2005).
Tal “descubrimiento” propició la fundación de
novedosas instituciones punitivas, entre ellas la de algunas famosas prisiones
destinadas a la detención de niños y jóvenes, como la Petite-Roquette
en París (1836) y Parkhurst en Inglaterra (1835).
Basadas en el régimen de aislamiento celular y el sometimiento a una feroz
disciplina, los niños, a partir de los seis o siete años y hasta los 20, tenían
por todo contacto humano el encuentro, algunos minutos al día, con el personal
de seguridad y, unos pocos minutos por semana, con el capellán (Pierre, 2005).
A los ojos de sus encumbrados promotores y diseñadores –entre los que se
destacaban figuras de la talla de Alexis de Tocqueville y Charles Lucas– los
menores condenados, procesados y puestos en corrección paterna lograrían, a
través de su inmersión en el aislamiento y el silencio, el recogimiento y la
contrición necesarios para su enmienda (Bourquin,
2007).
Sin embargo, durante las décadas de 1830 y
1840, filántropos y algunos funcionarios comenzaron a defender la idea de que
el joven delincuente era, ante todo, un niño, y como tal, debía ser educado en vez de castigado (Jablonka, 2005). Convencidos de que su aislamiento temporal
tenía que darse bajo modalidades distintas a las de la prisión, dieron vida a
las colonias agrícolas de reforma (Pierre, 2005). Su intención era sustraer a
los niños y jóvenes “desviados” de la corrupción de las ciudades y conducirlos,
por medio de su inserción en el mundo rural y de la adquisición de una
formación agrícola, hacia los principios fundamentales de las sociedades
primitivas: la salud, el orden, la moral y la economía. En esos nuevos
espacios, el silencio redentor de la prisión celular sería reemplazado por la
naturaleza redentora, que, en palabras de Auguste Demetz,
fundador de Mettray: “inspira el temor a Dios y la
sumisión a la autoridad” (Bourquin, 2007).
De las múltiples colonias fundadas al calor de
este impulso, dos se transformaron en iconos de la educación residencial
decimonónica: la Rauhe Haus
(Hamburgo, 1833) y Mettray (Tours, 1839), fundadas
respectivamente por el líder luterano Hinrich Wichern y por el juez y filántropo Auguste Demetz. Inspirada en su par alemana, Mettray
se constituyó en el establecimiento emblemático del movimiento de colonias
agrícolas y penitenciarias privadas. Su director buscaba lograr una acción
moralizadora profunda de los internos, para lo cual contaba con la localización
en el campo –espacio cuya principal virtud estaba dada por constituir lo
opuesto a la ciudad–, la terapéutica basada en el trabajo, la labor de un
personal joven, formado en una escuela preparatoria creada para tal efecto, y
la colaboración de los menores, cuyo corazón pretendía alcanzarse a través de
una mayor vigilancia y una disminución de los castigos (Dekker,
2005; Pierre, 2005).
Para mediados del siglo XIX, entonces, se
habían definido en Europa dos opciones punitivas para niños y jóvenes,
resumidas en la fórmula “celda versus tierra”, pero también se habían
desarrollado las críticas en torno a ambos modelos. Así, las prisiones para
niños fueron vilipendiadas por practicar un sistema de aislamiento cruel y por
no preparar a los internos para la vida en sociedad. A su vez, las colonias
fueron criticadas por la contradicción que existía entre la procedencia urbana
de sus pupilos y la educación agrícola a la que se los sometía, considerada
inútil, ya que al finalizar su detención volverían al ámbito urbano. Además, se
cuestionaba el desarrollo de colonias privadas por entender que el derecho de
punición correspondía únicamente al Estado y por desconfiar de los filántropos
“de viejo estilo”, simples soñadores y demasiado liberales (Pierre, 2005).
Para ese momento, el movimiento en pro de las
escuelas de reforma también tomó impulso en Estados Unidos. En efecto, con
posterioridad a la guerra civil (1861-1865), esa clase de instituciones se
instaló en el imaginario de los sectores dirigentes como el lugar privilegiado
para la reeducación de los niños y jóvenes desviados, pues los tradicionales
valores estadunidenses encarnados por el hombre de campo protestante se veían
amenazados por la conjunción de urbanización, industrialización e inmigración
masiva y por el incremento del crimen, la pobreza y la decadencia moral,
requiriendo una renovación de las instituciones represivas (Pisciotta,
1994; Schlossman, 1998).
A diferencia de lo que sucedió en Europa,
las prisiones para niños estadunidenses fueron usualmente inauguradas por los poderes
públicos en el ámbito urbano, pese a lo cual no fue extraño un cofinaciamiento público-privado, ni que el control de las
escuelas fuera ejercido por comités municipales de ciudadanos respetables.
Variopintos en su diseño arquitectónico y a los métodos disciplinarios,
educativos y religiosos que ensayaron para la rehabilitación de los jóvenes,
los reformatorios estadunidenses se nutrieron de los diseños y realizaciones
filantrópicas transatlánticas. Además, compartieron con ellas la amplitud de su
clientela, compuesta por un grupo heterogéneo de niños de las clases bajas, que
incluía a los condenados por la comisión de delitos, pero también a aquellos
cuya conducta incorregible permitía predecir futuros conflictos con la ley, y a
otros cuyas opciones estaban tan circunscriptas por la pobreza y por los malos
ejemplos que encarcelarlos constituía un “acto de caridad” necesario para
prevenir una vida de pobreza y crimen (Schlossman,
1998).
En ese marco, las escuelas de reforma se
expandieron por todo el país, salvo en el sur, rezagado en términos de
desarrollo institucional. Pero su veloz difusión no impidió que, para 1880, se
hubieran convertido en el blanco de las críticas de penólogos
y educadores. Entre sus aspectos negativos, se destacaba que ofrecían a los
padres la tentación de desligarse de la responsabilidad de criar a sus hijos,
que sometían a los jóvenes y relativamente inocentes reclusos a las influencias
educativas y los avances sexuales de los delincuentes de mayor edad, que
provocaban un estigma irrevocable sobre los internos que entorpecía su
reintegración en la sociedad y que trataban a los sujetos en masa y no
individualmente. Es decir que, por su
misma naturaleza, eran incapaces de preparar a los niños para la vida fuera
del establecimiento (Schlossman, 1998).
La crisis de las escuelas rurales europeas
tampoco se hizo esperar. Con la llegada del segundo imperio (1852-1870) el
Estado francés asumiría progresivamente el control del universo punitivo para
niños y jóvenes, y las colonias –multiplicadas en las décadas previas– entraron
en crisis luego de que sucesivas inspecciones revelaran las terribles
condiciones de vida de los colonos, la violencia de los métodos disciplinarios,
el estado de insalubridad de los establecimientos y su desorden administrativo,
todo lo cual condujo a su clausura o a “dejarlas morir” suspendiendo el envío
de detenidos, y por ende, de subsidios estatales. Por otro lado, las
concepciones referidas a la infancia estaban variando y condujeron, en el
pasaje entre los siglos XIX y XX, a la sanción de nuevas leyes que afirmaron la
protección de la infancia como principio y establecieron la educación primaria
universal, el patronato estatal de los menores huérfanos y abandonados, la
reglamentación del trabajo infantil y, para los transgresores de la ley, los
tribunales especiales para menores y la libertad vigilada en el seno familiar.
En ese contexto, las colonias dejaron de ser entendidas como estrategias
“familiares” de regeneración y pasaron a ser concebidas como espacios de abusos
y carencias (Bourquin, 2007; Chavaud,
2005; Pierre 2005).
En suma, para fines del siglo XIX se
habían instalado, a nivel internacional, dos modelos de escuela de reforma que,
opuestas a las prisiones para niños, aspiraban a la reeducación de la infancia
caracterizadas como “inocente y culpable”: el sistema congregate o de reformatorios,
que aceptaba la vida conjunta de amplios y heterogéneos grupos de niños en
grandes edificios, en general urbanos, así como arreglos laborales muy variados
que podían concretarse dentro o fuera de la institución, y el sistema cottage, que
proponía la convivencia de grupos reducidos de niños en pequeños “hogares” o en
colonias localizados en áreas rurales en los que habitarían y trabajarían bajo
la supervisión de una pareja subvencionada por el Estado, o de personal que
cumpliría las funciones parentales. Sin embargo, para esa fecha, ambas se
hallaban en crisis y eran objeto de virulentas críticas.
Las particulares apropiaciones
argentinas
El hecho de que el desarrollo y la entrada en
crisis de la colonia y del reformatorio fueron procesos simultáneos no podría deducirse de los discursos de los
funcionarios y profesionales argentinos, que presentaron sistemáticamente a las
colonias rurales como un relevo cronológico, pedagógico, organizativo y
humanitario con respecto a las perimidas escuelas de reforma urbanas:
Hoy son vetustos los asilos urbanos de pisos superpuestos, propensos á la formación de verdaderos hacinamientos que repudian las
teorías y la higiene condena, porque en ellos no siempre hay el aire necesario
ni es tan puro cual lo han menester los protegidos, de
pobreza física ingénita, como que son producto del conventillo, nacidos entre
la necesidad y las privaciones. El niño de precario desarrollo por miseria
orgánica reclama el ambiente sano del campo para sus obligadas convalecencias.
Allí aprenderá lo necesario para llevar, mañana, luces de civilización y
progreso á nuestros desiertos territorios nacionales
(Meyer Arana, 1906, pp. IV a VI).
¿A qué se debió esta particular lectura de
los desarrollos institucionales internacionales? La defensa de las elites
locales de la colonia rural nos remite a las particularidades que informaron
sus apropiaciones de las propuestas internacionales de tratamiento de menores.
En tal sentido, es innegable que los especialistas locales se incorporaron
tarde a un debate de décadas, cuya principal demostración, para comienzos del
siglo XX, era que tanto el congregate como el cottage system eran capaces de generar toda clase de abusos y
fracasos. Mas no se trata aquí de señalar la necesaria falta de linealidad
entre los derroteros extranjeros y los locales explicándola en función de
supuestos retrasos o falencias de esas apropiaciones, sino de explorar sus
razones y especificidades.
En Argentina, en el marco de la
cristalización de una cultura científica (Terán, 2000), los representantes de
las diversas disciplinas que se fueron definiendo, quienes muchas veces
ocuparon cargos públicos, comenzaron a insertarse en una red de circulación y
reformulación transnacional de saberes, debates, propuestas y realizaciones
(Ben Plotkin y Zimmermann,
2012; Neiburg y Ben Plotkin,
2004). En esa trama se fueron integrando los incipientes especialistas
interesados en la infancia y la minoridad por medio de viajes, presentaciones a
congresos internacionales, visitas de destacadas figuras extranjeras a las
nacientes o renovadas instituciones educativas y centros de investigación
locales y, quizás el factor más importante, a través de lecturas y producciones
escritas. En tal sentido, las revistas oficiales y académicas, como El Monitor de la Educación Común desde
la década de 1880, los Archivos de
Psiquiatría, Criminología y Ciencias Afines desde 1902, y los Archivos de
Pedagogía y Ciencias Afines desde 1906 constituyeron, junto con los libros,
algunos de los vehículos privilegiados a través de los cuales figuras como
Meyer Arana, Rodolfo Senet o Víctor Mercante, entre
otros, divulgaron las teorías científicas y los modelos institucionales
extranjeros ocupados de la infancia.[6]
De modo que los profesionales y
funcionarios argentinos interpelados por la cuestión de la minoridad empezaban
a disponer de una cuantiosa información referida a las escuelas de reforma, a
pesar de lo cual puede cuestionarse su conocimiento del desempeño cotidiano de
las instituciones emblemáticas de Occidente. Ello resulta comprensible si se
tiene en cuenta que las instituciones de mayor fama mundial lo fueron, en
parte, porque sus directores-fundadores llevaron adelante exitosas campañas de
propaganda, consistentes en editar y publicar favorables memorias anuales que
distribuían entre los más encumbrados representantes del mundo intelectual y
político y en los congresos internacionales, en contrarrestar con éxito las
denuncias por abusos y malos tratos que las pusieron bajo la lupa de la prensa
y las autoridades y en cultivar amplias redes de apoyo político y económico.
Así operó Demetz, y también lo hizo Zebulon Brockway, uno de los más
destacados penólogos estadunidenses, quien entre 1876
y 1900 dirigió el Reformatorio de Elmira, Nueva York, el segundo
establecimiento más sistemáticamente evocado por los expertos argentinos
después de Mettray.
Es muy posible, entonces, que los
profesionales y funcionarios argentinos no hayan podido atravesar la coraza
constituida por la imagen positiva que protegía a estas y a otras instituciones
de ser destituidas del podio de la vanguardia reeducativa. ¿Cómo acceder, de
hecho, a los dantescos informes presentados por la New York State
Board of Charity que, en
1893 y 1894, pusieron en entredicho cada aspecto del funcionamiento de la
vanagloriada Elmira y revelaron que se trataba de una cárcel infernal, si los
mismos fueron dejados sin efecto por el gobernador del Estado, repudiados por
el New York Times y publicados sólo
en diarios de segunda línea? (Pisciotta, 1994). Por
otra parte, si bien las campañas de prensa dirigidas contra las colonias
rurales en Francia comenzaron en la década de 1880, las que tuvieron en la mira
a Mettray –y condujeron a su cierre en 1937– se
desarrollaron recién a partir de 1909, a raíz del suicidio de un interno (Chauvaud, 2005; Pierre, 2005). De modo que el abrazo
argentino de la opción rural a comienzos de siglo no resultaba extemporáneo.
Con todo, el problema de la apropiación y
la recreación de ideas y realizaciones extranjeras no puede reducirse a
determinar cuánto sabían los especialistas y funcionarios locales de lo que
sucedía en otros países y cómo accedían a ese conocimiento, sino que impone
reflexionar acerca de cómo y para qué utilizaron ese saber. Un ejemplo puede
iluminar esta cuestión. Como ya mencionamos, Elmira fue, junto con Mettray, el establecimiento más invocado por los profesionales
y funcionarios argentinos como modelo a seguir. Tal elección, empero, resulta
incomprensible si se tiene en cuenta que el reformatorio neoyorquino no era una
colonia rural y que no estaba destinado a niños y jóvenes parangonables
a los menores, sino a los young offenders, es decir, a sujetos de entre 16 y 30 años
que hubieran delinquido por primera vez, a los que se buscaba separar de los
adultos que ya habían hecho una carrera en el delito. Ese establecimiento,
además, se regía por el sistema de encierro celular, por la regla del silencio
diurno, por una preponderancia aplastante del trabajo sobre la educación y,
desde 1888, año en el que quedó prohibido el trabajo de los internos por la
presión de industriales y sindicatos obreros, por el reemplazo del trabajo por
un rígido régimen militar, según el cual los presos pasaban entre cinco y ocho
horas diarias marchando y realizando maniobras militares (Pisciotta,
1994).
Se trataba de elementos denostados en su
totalidad por los profesionales y funcionarios argentinos. ¿Por qué, entonces,
tenían sus ojos puestos en Elmira? Es poco probable que desconocieran los
aspectos organizativos formales de la institución. No obstante, algunos de sus
rasgos los atraían sobremanera: en ella regían la sentencia por tiempo
indeterminado y el sistema de libertad condicional, sujetos a los designios de
la dirección y supervisados por un patronato de egresados, dos acariciadas
aspiraciones de los reformadores locales del sistema carcelario. Por otra
parte, en sus discursos nunca se hizo alusión a que la Colonia de Mettray fuera una institución privada y religiosa.
Funcionarios y profesionales coincidían en que, en nuestro país, las
instituciones destinadas a la reforma de menores varones serían controladas por
el Estado. La beneficencia, las órdenes religiosas y los particulares podrían
seguir ocupándose de los niños pequeños y de las niñas, pero no de sujetos
peligrosos que requerían un tratamiento científico para ser enmendados.[7]
En definitiva era
posible recortar, de un vasto universo de ideas y modelos, aquellos que, se
creía, eran más necesarios o más fáciles de adaptar a las idiosincrasias
nacionales. Pues, si las colonias agrícolas, como concepto y como instituciones
en funcionamiento, se hallaban en crisis en otras latitudes, o si en sus
orígenes habían surgido como iniciativa de filántropos cristianos
–circunstancias a las que nunca se hizo referencia en los discursos argentinos–
nada permitía suponer que, bien llevadas, no resultarían un éxito en las nuevas
repúblicas, donde los jóvenes Estados tenían todo por hacer. Tales expectativas
se colmarían de sentido en un clima de revalorización del campo que adquirió
relieves superlativos en el ámbito nacional.
Desde luego, el proceso argentino de
ensalzamiento intelectual del espacio rural y de instalación del tópico de la
ciudad como vicio no pueden desvincularse del derrotero de ambas ideas en
Europa y Estados Unidos durante los siglos XVIII y XIX (Schorske,
1987). Sin embargo, la formulación local de imágenes de lo rural y de lo urbano
hundió sus raíces en un vasto suelo de experiencias particulares, ajenas y,
muchas veces, opuestas, a las de la modernidad europea. De hecho, entre
nosotros, el campo no fue en un principio un espacio y un tiempo a los cuales
retornar, sino un desierto que requería una intervención militar y cultural,
pero sobre todo política, para convertirse en campo, como explica Fermín
Rodríguez:
“Desierto” es el nombre para una ausencia de política, una operación
discursiva con el poder de atrapar la imaginación al evocar, en negativo, la
plenitud ausente de un estado-nación por venir: donde había virtualmente un
desierto –multiplicidades salvajes sin orden ni medida, mundos posibles,
pueblos futuros– el Estado-nación debía advenir [...]
El desierto no sólo le proporciona a la
nación el soporte territorial necesario para trazar sus límites geográficos,
también le sirve para la figuración de un vacío, de una carencia… que la
constitución del estado vendría a reparar. Al cuerpo lleno de la tierra virgen,
en tanto unidad primitiva y salvaje de producción… le falta algo: un estado. El
Estado es entonces lo que le falta al desierto…: una unidad trascendente
superpuesta a la unidad inmanente de la tierra, sobrecodificando
las corrientes de capitales nacionales y extranjeros, volcando flujos humanos,
de herramientas y de enunciados sobre un extenso plano que previamente se había
encargado de vaciar (Rodríguez, 2010, pp. 15 y 397).
A finales del siglo XIX, varios elementos
se conjugaron para permitir la conversión simbólica y material de este desierto
en un suelo fértil para la colonización y para el cultivo. En ese proceso fue
decisiva la nueva política militar frente al “indio” encarada por el ministro
de Guerra –y futuro presidente– Julio A. Roca, que, imprimiendo un giro notable
en las estrategias que por décadas habían seguido los gobiernos nacionales y
porteños, basadas en diferentes formas de contacto y colaboración con los
“indios amigos”, puso a las comunidades indígenas pampeanas y patagónicas
frente al imposible dilema de la cautividad o la muerte, poniendo los
territorios que hasta entonces habían controlado a disposición de “la nación”
(Rodríguez, 2010; Mases, 2002).
Por su parte, las inmensas transformaciones
demográficas, económicas, culturales y sociales acaecidas en Buenos Aires y en
otras ciudades del litoral atlántico (Romero, 1994) impulsaron la reformulación
de la dicotomía decimonónica que enfrentaba la campaña bárbara con la ciudad
luz. En el pasaje entre dos siglos, toda una gama de violencias y amenazas,
generalmente nuevas, fueron relocalizadas en los bajos fondos del espacio
urbano (Caimari, 2004; Gayol,
2000). Paralelamente, un campo finalmente desprovisto de peligros fue
tornándose en un espacio moralizador y terapéutico en virtud de sus cualidades
intrínsecas, y convirtiéndose en la solución para enfrentar problemáticas tan
diversas –aunque interrelacionadas en las representaciones de las elites– como
la reforma de los delincuentes (especialmente los niños y jóvenes), el
fortalecimiento de los niños débiles (Di Liscia,
2005) o la provisión de un repertorio de imágenes “nacionales” capaces de
conjurar el caótico cosmopolitismo de las principales urbes argentinas (Prieto,
1988).
Las expresiones vertidas por los
impulsores de la Colonia de Marcos Paz constituyeron manifestaciones elocuentes
de estas variaciones de la sensibilidad en relación con el campo. El propio
Adolfo Vidal, enfático propagandista de los progresos que el Asilo de Reforma había
realizado bajo su dirección entre 1901 y 1903, desplegó grandes esfuerzos para
“arrancar este Establecimiento exótico de la Capital Federal y plantarlo en su
medio vital y fecundo del campo”, ya que según entendía:
con la tierra se relacionan en consorcio estrecho y armónico las ideas de
luz, calor, aire, agua, planta, animal, arma [sic], hogar, familia, sociedad,
patria, ciencia y Dios”, por lo que “curar el mal… á
todo ese elemento desviado por la ociosidad y el abandono paterno” [requería]…
abandonar el circuito estrecho de la Capital Federal, y buscar en el campo, el
trabajo amplio que ha de tener la virtud de purificar las costumbres y enjendrar en esos excluídos de la
sociedad, hábitos de trabajo y aptitudes para la lucha por la vida, con
provecho para el Estado.
Aquí, todo está en contra de los fines que se buscan.
El edificio inadecuado, húmedo, medioeval, carcelario y mortificante.
El personal administrativo y docente, en su mayoría ocasional y sin
vocación, y por lo tanto, sin estímulos, sin hábitos,
sin carácter y sin fe.
Las familias de los recluidos en contacto domadario
[sic] con éstos, destruyendo con
perverso instinto toda tendencia de regeneración.
Los oficios que se les enseñan, agotados por la competencia de un emporio
que se cambia de manufacturero en fabril.
El medio ambiente saturado de alicientes, deletéreos, corruptores y
propicio á la cultura de los vicios que se les quiere
extirpar ó corregir.
Y ante todo, y sobre todo, la carencia de la tierra, cuyo cultivo bondadoso
ofrece al recluido su porvenir y su redención.[8]
Por su parte, Meyer Arana sintetizaba la fe de los
contemporáneos en las mutuas potencialidades redentoras del niño sobre el campo
y del campo sobre el niño:
Al huérfano recogido por la caridad [y a los niños de tutela pública,
pupilos de las Defensorías y salpicados por el delito], hay que substituirle[s]
el techo común de las grandes construcciones escolares, por el campo con sus
cielos azulados y darle el horizonte de las pampas incultas, pródigamente
generosas con quienes escarban sus entrañas; y las riquezas de los bosques
inexplorados; y los panoramas de los ríos y de los arroyos, compensadores de
las tareas emprendidas en las soledades del desierto […] Para él la conquista
del inmenso desconocido, allá lejos, donde la Patria necesita las avanzadas de
sus hijos... (Meyer Arana, 1906, pp. IV a VI).
En su mirada, el “inmenso desconocido” se
convertía en un espacio óptimo para la vida humana, “en una configuración de
nexos morales, afectivos e intelectuales que se presentaban como más dignos y
humanos” que los propios de su espacio opuesto, la ciudad (Sarlo,
2003, p. 33). En vista de esas cualidades regeneradoras, no es extraño que el
filántropo, que en sus discursos se refería de modo menos drástico, tajante,
frío e impersonal –es decir, de modo más amoroso– que sus contemporáneos
positivistas a los niños y jóvenes objeto de su interés, formulara la propuesta
más radical de extrañamiento de los menores de sus círculos de sociabilidad, al
sugerir su envío a recónditos territorios aún vacíos de población, de los
cuales se convertirían en habitantes permanentes luego de su reeducación.
Después de todo, gobernar era poblar el inmenso y “vacío” territorio de la nación
(Pérez, 2014).
Y si bien Marcos Paz no se hallaba en los
parajes remotos de la patria, sino en la benigna región pampeana, el pueblo en
cuyas afueras se decidió instalar la Colonia se encontraba a suficiente
distancia de la ciudad de Buenos Aires –50 kilómetros–, en términos geográficos
y de accesibilidad, y estaba tan poco desarrollado, como para poder cumplir la
función de desarraigo de los menores de sus redes de sociabilidad, sus vínculos
afectivos y sus hábitos, entendidos por científicos y benefactores como los
causantes de su desvío. Fundado oficialmente en 1878, el verdadero nacimiento
del partido se produjo en 1870, cuando el primer tren del ramal Merlo-Lobos,
perteneciente al Ferrocarril del Oeste, arribó a la flamante estación Coronel
Doctor Marcos Paz, que tomó su nombre del recientemente fallecido
vicepresidente (figura ligada a la localidad) y dio su denominación al pequeño
pueblo que comenzó a crecer a su alrededor y a transformarse de zona de
graserías y hornos de ladrillos en zona agrícola-ganadera. Con el tren
arribaron los primeros inmigrantes, que se asentaron con emprendimientos
hortícolas y ganaderos, sumándose a las estancias dedicadas al ganado vacuno, y
para el centenario habían adquirido gran importancia los tambos, en su mayoría propiedad
de inmigrantes vascos (Achucarro, 2009; Moliné de Berardoni, 1978).
Pese a estos significativos cambios, en
1900 El Argentino, órgano de prensa
de la región, afirmaba que las calles del pueblo resultaban intransitables de
día por el barro y de noche por la falta de luz. Tales deficiencias
persistieron hasta entrada la década de 1930, cuando se concretaron los
primeros proyectos de pavimentación de las calles, colocación de baldosas en
las veredas y construcción de una sala de primeros auxilios. Si los caminos en
el casco urbano de Marcos Paz eran muy malos, llegar hasta la institución,
ubicada a 16 kilómetros del pueblo, era una misión francamente difícil. El
traslado de los futuros internos y de los visitantes se efectuaba en carros que
partían desde el playón del Ferrocarril, y desde allí, de acuerdo al estado de
un camino surcado por tres intransitables pantanos, tardaban entre una hora y
media y dos horas y media en llegar, que se sumaban a las largas horas de viaje
desde Buenos Aires (Achucarro, 2009).[9]
Pero estas circunstancias no desalentaron
a sus impulsores. Al contrario, como había sucedido en la tradición europea, lo
fundamental, en su imaginario, era la localización rural de la Colonia, pues ella
permitiría per se alcanzar una serie de metas que en la capital resultaban
irrealizables. Para comenzar, ofrecía la posibilidad de aislar a los niños del
decadente ámbito urbano y, sobre todo, de sus familias, reputadas como las
principales responsables de todos los males que los afligían. Se suponía,
además, que las autoridades no habrían de padecer las limitaciones edilicias
que obstaculizaban el desarrollo de cualquier proyecto acabado de regeneración
en Buenos Aires, ya sea porque podría derivarse a las instituciones rurales la
cantidad de niños y jóvenes que se considerara necesario sin tener que
ajustarse a un límite inamovible de vacantes, ya porque en sus amplias
instalaciones podrían construirse toda clase de talleres. Por último, se creía
que la disponibilidad de espacio permitiría situar separadamente a los
distintos tipos de menores (huérfanos y abandonados, encausados y condenados),
paso indispensable para proceder a la ansiada especialización del castigo
(Meyer Arana, 1906).
Una prisión de puertas abiertas
Fuera de los círculos más comprometidos
con la creación de la Colonia, cuyos miembros solían extenderse en un abanico
de motivos, el resto de las voces oficiales tendió a apoyar el proyecto del
presidente de la nación, Julio A. Roca y su ministro del Interior, Joaquín V.
González, concentrándose en la urgencia de separar a los niños huérfanos y
abandonados de los menores delincuentes y encausados, con los que convivían en
las defensorías, las comisarías, los depósitos de encausados y el Asilo de
Menores. Esa fue la línea argumentativa que siguió el senador Salvador Maciá cuando lo presentó en la Cámara Alta, para lo cual se
valió de un informe elaborado por el director especialista inglés Mateo Embley.
En efecto, un tiempo antes, cuando se tomó
la decisión de organizar casas correccionales para menores, el entonces
ministro de Justicia Juan M. Fernández le encargó al ministro de Inglaterra que
buscara “un hombre de reputación, de práctica reconocida y recomendado por
todos los antecedentes para ponerlo al frente de los establecimientos que iban á crearse”, contratándose a Embley
como resultado.[10]
En su informe, Embley describía con tonos lúgubres la
situación de los menores encerrados en los asilos de la nación, entre los que
incluía el Asilo de Reforma. Se trataba de establecimientos en los que se
hallaban mezclados niños de siete y ocho años, “que no tienen más delito que no
tener padre ni madre y que no tienen en esos pretendidos asilos de corrección
de la Nación nada que hacer más que aprender vicios y malas costumbres que
puede presumirse los conocen ya; pero […] allí los perfeccionan”, con
“criminales de 16, 17 y 18 años”.[11] Apoyándose en estos
datos, harto denunciados y conocidos por los argentinos pero revestidos ahora,
al parecer, de una pátina de prestigio al ser esgrimidos por una figura de
calibre internacional, el senador Maciá exigió que se
dejara de sostener lo existente y se aprobara la fundación de la Colonia. Tras
unas pocas intervenciones, limitadas a inquirir acerca de la extensión y el
costo del terreno en el que se instaló la Colonia y a objetar el hecho de que
el poder ejecutivo nacional lo hubiera comprado sin autorización del Congreso,
el proyecto fue aprobado, siendo su tramitación aún más rápida en la Cámara de
Diputados.
De este modo quedaba sancionada la Ley
núm. 4522, que autorizaba al poder ejecutivo nacional a instalar una colonia
agrícola industrial de “menores varones” en la provincia de Buenos Aires. El
artículo 2º de su Reglamento establecería mayores precisiones sobre su
población, que estaría compuesta por los menores encausados y condenados de
diez años en adelante y por los mayores de ocho años remitidos por los jueces
en corrección paterna, por los enviados con arreglo al artículo 20º de la Ley
de Educación Común para hacer efectiva su asistencia a la escuela, por los
depositados por los defensores de menores, por los remitidos por la policía
“moral o materialmente abandonados”, por los huérfanos colocados por sus
tutores o guardadores y por los colocados por sus padres indigentes o
inhabilitados para alimentarlos o para educarlos con autorización del
Ministerio de Justicia e Instrucción Pública.[12]
Así, contradiciendo explícitamente los
planes de remitir a Marcos Paz sólo a los menores “no delincuentes”, la
heterogeneidad de la población se erigió en un elemento constitutivo de la
institución. Heterogeneidad que, no obstante, sería sistemáticamente horadada
por una sorda tendencia que homologaba a los niños y jóvenes en su condición de
menores institucionalizados. Mas, a los efectos prácticos, esa contradicción
estructural entre una institución destinada a captar una población dispar que
al mismo tiempo aspiraba a la especialización del tratamiento y del castigo
debía resolverse ¿cómo hacerlo? Siendo un hombre implicado en la “gestión” de
la infancia desde hacía tiempo, Meyer Arana encontró una manera de congeniar
aspiraciones tan discordantes. Así, fundiendo elementos de diversas
experiencias institucionales europeas, propuso organizar la Colonia según un
“sistema de familias” que permitiría la separación de distintos tipos de
menores en diferentes secciones, con lo que se dejaba “justificada la razón del
art. 2º [del Reglamento] que para algunos podría presentarse como almácigo
informe” (Meyer Arana, 1906, p. 22).
Señalar que en el imaginario de los
impulsores de Marcos Paz –en este caso, de su principal ideólogo– convivieron
modelos institucionales superpuestos contribuye a entender las dificultades
organizativas que, durante las dos décadas siguientes, serían características
de la Colonia (Zapiola, 2014). Y nos advierte sobre
la improcedencia de cualquier análisis que explique el devenir histórico de las
instituciones a partir de las distancias entre proyectos presuntamente acabados
y coherentes y praxis que, por diversos motivos, se alejan de los mismos. En
efecto, si se contrasta el plan formulado por Meyer Arana en Colonias para menores (1906) con su
plasmación en el Reglamento, puede apreciarse que en
esta instancia fundacional, es decir, antes
de la apertura del establecimiento y en
la pluma de su mismo autor, se plantearon expectativas organizativas
irreconciliables. Es que la traducción de un texto filosófico, científico,
pedagógico o político –y Colonia para menores
tenía un poco de todos ellos–, de un lenguaje argumentativo, descriptivo e
incluso ampuloso, al lenguaje burocrático asumido por un reglamento, que debe
ser lo más esquemático y “universalmente” comprensible para resultar operativo,
era acción llamada a desnaturalizar el proyecto original.
Como hemos visto, Meyer Arana argumentaba
que la protección y la moralización de la infancia en la Colonia de Marcos Paz
se lograrían gracias a la impresión de un sesgo pedagógico y “familiar” a la
nueva institución, a través del cual debía diferenciarse rotundamente de los
reformatorios. Ambos podrían garantizarse por medio de la implantación del
“sistema de familias”, cuyo funcionamiento en gran parte de las instituciones
europeas repasaba, aunque se detenía en la dinámica que había adquirido en “la
ponderada” colonia suiza de Bachtelen. Con una
población total que no excedía los 60 niños, las agrupaciones por sección nunca
contaban allí más de 20 menores, siendo admirables los resultados obtenidos:
Cada grupo tiene su departamento separado, con su dormitorio, toilette,
ropero y sala de trabajo, y está dirigido por un jefe que cuida el primero,
vigila el estudio, y sirve en el comedor á los
menores, con quienes come en la misma mesa. Para aproximarse á la realidad de la familia, se ponen juntos niños de
distintas edades, que vienen á ser los hermanos
mayores y menores del hogar común. Durante el día van á
sus clases y ocupaciones respectivas; los grandes con los grandes, los chicos á las de los pequeños, como los niños de una misma casa que
concurren á la escuela ordinaria, pero en seguida
toda la familia se halla reunida con su jefe durante las comidas, horas de
estudio y recreos que el tiempo obliga á pasar en
lugares cerrados. Con esta descripción, copiada de buena fuente, queda
bosquejada la organización interna propuesta para la Colonia. Es también el
programa de Mettray sin su criticada militarización
(Meyer Arana, 1906, pp. 8 a 12).
Para ilustrar sus objetivos, Meyer Arana se refería también
á las dos célebres escuelas fundadas por el Dr. Reddie
en Abbtosolmo y por su discípulo Badley
en el Sussex… [que] no se parecen á los grandes
edificios escolares, fríos y desnudos; son dos cotagges ingleses. Producen la
sensación de la vida real y no de una vida artificial; recuerdan el aspecto de
la casa paterna, no el de un cuartel, ni el de una prisión. La primera ojeada
exterior determina la impresión de una residencia agradable […]
La impresión persiste cuando se penetra en
el interior. He aquí el comedor de la escuela de Bedales:
es por completo una habitación de familia, alegre y confortable; los útiles
elegantes, la mesa cubierta con mantel; el mobiliario cuidado y artístico; un
piano, cuadros, estatuas, butacas, acreditan la doble preocupación de lo
agradable y lo útil […]
Pero [la idea del sistema de educación que
se debe seguir] será aún más viva, si se añade que los profesores y el director
de la Escuela, su mujer y sus hijos, hacen sus comidas con los alumnos, vida en
familia; si el niño no se ve así substraído á la vida
real, no se le transporta á un mundo aparte y por
completo artificioso; sólo pasa de un home á otro […]
Es tanto más oportuna esta reproducción,
cuanto que no hemos de omitir esfuerzo por dar al establecimiento de Marcos Paz
un carácter pedagógico por excelencia, de tal suerte que la escuela anule y
ahogue todo posible resabio de prisión común, sin pretender por esto, colocar á los hijos del delito en condiciones superiores á las de que goza el hijo honesto del obrero común.
Formemos ambiente al menor para enseñarle á vivir con honradez; pero no pretendamos respete los
manjares teniéndolo en ayunas; será un vano empeño superior á
su naturaleza (Meyer Arana, 1906, pp. 8-9).[13]
¿A qué obedecía semejante minuciosidad en
la descripción de los entornos en los que se desarrollaban las actividades de
los colonos de instituciones europeas? La propuesta de Meyer Arana ganaba en
autoridad cuantos más referentes extranjeros exitosos evocaba. Por otra parte,
su discurso tenía vocación pedagógica: debía hacer conocer a los principales
funcionarios de la nación un tipo de institución con la que no estaban
familiarizados y convencerlos de las ventajas que suponía implantarla en
territorio argentino. Pero su detenimiento en la descripción del ambiente
natural, la arquitectura y la vida cotidiana de las colonias estaba ligado a
una razón más profunda: su fe en las virtudes pedagógicas y terapéuticas de la
naturaleza y la arquitectura, su creencia de que la construcción de un placebo
de hogar requería estudiar cuidadosamente sus dimensiones espacial y material,
porque estas darían sustento, a su vez, a los lazos que pudieran tejerse entre
sus miembros.
En efecto, para él, la organización y el
uso de los espacios constituían elementos clave en el plan de “relevamiento
físico y moral” de los menores, y no un simple contexto en el cual este se
desarrollaría. Por ello insistía en que, en la instalación de la Colonia, no
podría apelarse a procedimientos improvisados, pues todo recurso “acomodaticio
y provisorio” adquiría luego un carácter definitivo y permanente, llegando a
“petrificarse en modo tal, que la realidad de la obra queda luego reducida á ridícula parodia de la iniciada” (Meyer Arana, 1906, p.
85). Para prevenir esa –profética– eventualidad, y confiando en que para la
“instalación material” de los principios que reglamentarían la institución se
convocaría a expertos, describió puntillosamente los espacios físicos en cuyos
marcos debían llevarse a cabo las actividades cotidianas de los menores.
Inspirándose en los modelos disponibles, delineó un establecimiento dividido en
pabellones, propuso que estos estuvieran reunidos en una especie de aldea o
pueblo rural y los inscribió en un entorno natural.
En vista de la relevancia que el médico
argentino otorgó al espacio en el cual se iba a aplicar el programa
reeducativo, no parece casual que su referente principal fuera Mettray, ya que la escuela de reforma francesa había sido
producto del esfuerzo imaginativo y conceptual conjunto de un magistrado, Auguste Demetz,
y un arquitecto, Abel Blouet.[14] Al igual que Meyer Arana,
los fundadores de la colonia gala habían confiado en los valores morales de la
arquitectura y en el impacto positivo que la misma podría tener sobre los
espíritus y los corazones de los colonos. En tanto se buscaba excluir al
encierro de su programa regenerativo, el diseño de su plano general no podía
inspirarse en el modelo de la prisión, y menos aún en el del panóptico,
prevaleciente en la arquitectura penitenciaria estadunidense y europea de la
época. Siguiendo entonces el ejemplo de la colonia hamburguesa de Horn, se adoptó el modelo de pabellones, que pasaron a
denominarse “casas”, dada la importancia de brindar a los colonos el
sentimiento de pertenecer a una familia, en tanto la colonia fue concebida como
un “pueblo” o ciudad en miniatura (Saunier, 2005).
La elección de un sistema constituido por
pabellones paralelos entre sí, y dispuestos en forma simétrica a ambos lados de
un eje que pasaba por una capilla, no sólo se hallaba inscrita en la larga
tradición utópica de la ciudad ideal, sino que fue sugerido también por la
naciente arquitectura hospitalaria. En efecto, Mettray
constituyó el primer ejemplo de “arquitectura neumática”, es decir, de
arquitectura que permitía que el aire circulara entre sus construcciones, y a
los ojos de los contemporáneos –en especial a los de Blouet
y sus colegas– su plano seguramente evocaba un hospital. Es por ello que la
colonia debe entenderse no sólo como una escuela, sino además como un espacio
de curación, en este caso, moral (Saunier, 2005).
Gran conocedor de esta y de otras experiencias
internacionales, y revelando una aguzada lucidez con respecto a los posibles
obstáculos para su remedo en Argentina, “donde no siempre se ha consultado lo
necesario en las construcciones especiales”, Meyer Arana afirmaba que, para la
instalación de la colonia de Marcos Paz, resultaba indispensable la preparación
de un plano de conjunto en el cual figuraran los edificios existentes y se
determinara la ubicación de los futuros. Debía considerarse que la colonia
recibiría menores “de distinta condición y procedencia, de situaciones
personales diversas cuando no encontradas (condenados, encausados, de simple
abandono moral ó material) que necesitan
instalaciones adecuadas”, que llegarían a un total de 1 000 o 1 500 (Meyer
Arana, 1906, pp. 86-87). Teniendo en cuenta ambas variables, estableció que,
con base en “cada categoría de menores”, se formarían secciones separadas e
independientes, de 50 alumnos como máximo cada una, lo que habilitaría a los
prefectos, sus encargados, a practicar los principios familiares.[15]
Salvo en el caso de las secciones de
ingreso, de condenados y de indisciplinados, que deberían situarse en los
extremos más alejados del predio, con límites claramente definidos y obstáculos
que las tornaran inaccesibles y evitaran las fugas, el resto de las secciones
podían ubicarse cerca de la Dirección, es decir, en el centro del predio. Cada
una se instalaría en un edificio sencillo pero elegante, y contaría con un gran
comedor para 70 personas (sumando los 50 colonos y el personal), muy amplio,
para que pudiera servir de sala de reunión en los días de lluvia y de sala de
lectura o biblioteca por la tarde y noche. El mismo comunicaría directamente
con la cocina, y esta, a su vez, tendría anexada una despensa, ambas
inaccesibles para los menores. Próxima al comedor se encontraría la sala de
baños y lavatorios, con acceso independiente del que tendría desde los
dormitorios, y un cuarto para desvestirse con desagüe en el centro, a fin de
que los colonos pudieran higienizarse al regresar de sus faenas sin tener que
pasar por los dormitorios (Meyer Arana, 1906, pp. 89 a 93).
Los menores dormirían en dos habitaciones
con capacidad para 25 camas cada uno, cuyas dimensiones se calcularían de modo
que permitiera la instalación de alacenas de 70 centímetros de ancho,
destinadas a guardar las ropas de los adjudicatarios de acuerdo con el
principio individualista. Resultaba necesario elevar la dignidad de los
“huéspedes” de Marcos Paz permitiendo que formaran conciencia de su “yo”. Para
ello era necesario que cada interno dispusiera de su propia cama y de sus
propias ropas, a diferencia de lo que sucedía en otras instituciones, en las
que el vestuario era común. Ello garantizaría un cuidado de las prendas y, por
este medio, un aprendizaje de lo que significaba la propiedad. Finalmente, los
dormitorios deberían orientarse de modo tal que recibieran los primeros rayos
de sol, y en sus extremos se dispondrían celdas, baños y servicios especiales
para el personal inferior del establecimiento (Meyer Arana, 1906, p. 94).[16]
Las instalaciones mencionadas,
“indispensables para los fines propuestos, dentro de una economía que evite
todo gasto superfluo”, serían complementadas por un molino, un lavadero y por
el departamento del prefecto, que constaría de un despacho, tres habitaciones
de familia, cuarto de baño, accesorios y pieza de servicio, y que sería “de
incomunicación insalvable” con el resto de la sección (Meyer Arana, 1906, p.
97). Representante del director, el prefecto habitaría en ella junto a su
familia, y ejercería la autoridad superior e inmediata sobre los menores y
empleados. A ellos les estaba confiada la mejora moral y material de “sus”
menores, respecto de los cuales debían desempeñarse “como buenos padres de
familia”, inculcarles sanos principios y enseñarles con el ejemplo,
estableciéndose en tal sentido que debían inspirar “la suficiente confianza
como para que los menores les tengan cierta familiaridad respetuosa, nacida en
su carácter de protectores decididos, siempre dispuestos á
acudir en su ayuda, á ampararlos y á velar por su porvenir”. Por otra parte, debían asegurar
que reinara la mayor higiene y orden en sus dependencias, llevar el registro de
“sus” menores, disponer de la buena preparación de los alimentos y de su
distribución, comer con los menores, “interrogarlos… en desempeño de su alta
misión tutelar”, imponer las penitencias por las faltas que denunciaran los
maestros, capataces y celadores y vigilar su ejecución, ordenar el cumplimiento
de los horarios, mantener la disciplina, “revistar á
sus menores en formación” por la mañana y por la tarde y acompañarlos a todos
los actos a los que concurrieran “en corporación”.[17]
Un pequeño jardín, bien delineado y
cuidado, serviría de marco a cada una de las secciones, llamadas a provocar el
cambio “físico y moral” de sus moradores. Esa transformación se fomentaría
también por medio de “máximas” y “simples inscripciones” que se colocarían en
las paredes del comedor y los dormitorios, tales como
“dios-patria-hogar-virtud-honradez-trabajo-perseverancia-ganarás el pan con el
sudor de tu frente-el trabajo dignifica…” (Meyer Arana, 1906, p. 76), práctica
característica en las instituciones afines de Occidente. Por otra parte, las
secciones estarían separadas por avenidas, de las cuales partirían calles que
conducirían a la escuela, la capilla y la sala de actos: “bien arboladas, con
plantaciones de naturaleza distinta, estas avenidas [darían] al núcleo central
de la colonia un aspecto atrayente, seductor y de bienestar. Como los edificios
serían distintos, porque ninguna razón justificaría la construcción de dos
iguales, pues la arquitectura es rica en estilos… semejará un rincón amable del
más amable de los pueblos veraniegos”. Por último, en el plano se debería
ubicar la enfermería –con una pequeña sala de aislamiento, sala de enfermos no
contagiosos y Botica–, la escuela, la capilla, la sala de actos, los talleres
industriales, las canchas de juego al aire libre, las piletas de natación,
cocheras y caballerizas, las secciones de avicultura, sericultura, apicultura y
selvicultura, la porqueriza, los tambos, las cremerías, los palomares, los
depósitos generales para los frutos e implementos usados en la agricultura
(rodados, herramientas), los bañaderos y galpones para los animales y la
carnicería (Meyer Arana, 1906, p. 91).
En la propuesta de Meyer Arana, las
dimensiones ética y estética resultaban inseparables: “el buen gusto contribuye
á elevar el espíritu y una instalación confortable
hace olvidar las miserias morales de la vida. Lo bello y lo bueno son distintas
manifestaciones de la verdad, y la verdad es el fin último de toda existencia
bien encaminada”. Por otra parte, si la Colonia lograba ser “un verdadero
pueblo lleno de variantes”, ello repercutiría en forma positiva sobre el
personal, que podría sacar el máximo provecho de sus instalaciones, debiendo
poner para ello sentimiento, acción, voluntad, constancia y hasta el mismo
corazón, en el cumplimiento de una elevada y honrosa tarea (Meyer Arana, 1906,
pp. 91 y 96).
Así, adelantándose a lo que, pocos años
después, sería característico de los discursos de los especialistas argentinos
en minoridad, los de Meyer Arana estaban ya, a comienzos de siglo, plagados de
metáforas domésticas. Ello se debía, sin duda, a su inscripción en una
tendencia transnacional según la cual, durante la segunda mitad del siglo XIX,
tanto los sostenedores del congregate como los del cottage system empezaron a servirse de imágenes
y de vocablos tales como “familia”, “hogar”, “amor” y “educación” para
describir sus metas y sus prácticas, y para presentar a las escuelas de reforma
por medio de una retórica coherente con los patrones sentimentales de su tiempo
(Schlossman, 1998, p. 332).[18] El hecho de que, en
Argentina, el sistema de reeducación de menores que propiciaban los impulsores
de la Colonia fuera insistentemente descrito y caracterizado por medio de
imágenes y metáforas familiares también se hallaba en relación con los
desarrollos legales y socioculturales locales referidos al proceso de
definición, reglamentación y ensalzamiento de un nuevo tipo de familia, que en
ese momento estaba siendo impulsado desde distintas instancias estatales y
profesionales (Nari, 2004).
Detengámonos, por ejemplo, en el análisis
de la figura del prefecto. Pueden trazarse algunos paralelos entre los deberes
y acciones que se esperaban de aquel funcionario –parangonables,
a su vez, a los del director– y los que atañían a los padres. En efecto, sus
funciones contemplaban las principales atribuciones otorgadas al pater familias en el Código Civil: la
autoridad en el hogar y el derecho de criar a los hijos, educarlos y satisfacer
sus necesidades de alimentos, vestidos y vivienda, que tenían como corolario la
obligación de los hijos de respetar y obedecer al padre, conductas
–¿sentimientos?– que también se esperaba que desarrollaran los menores hacia
los prefectos (Código Civil de la
República Argentina, 1923, lib. I, sec. II, tít. III). Asimismo, la
indicación de que el prefecto estaba llamado a despertar en sus menores
“suficiente confianza” y “cierta familiaridad respetuosa”, nacidas de su
carácter protector, parece evocar la figura paterna. Con todo, se trata de una
comparación difícil de realizar, ya que, como ha señalado Isabella
Cosse, en nuestro país, la centralidad de la figura
de la mujer para la comprensión de las dinámicas familiares ha relegado el
estudio de la paternidad, por lo cual lo que sabemos sobre las conductas y
formas de sensibilidad paternas de la etapa depende mucho más de los discursos
críticos de quienes, durante las décadas de 1950, 1960 y 1970, las estereotiparon
negativamente como estrategia para legitimar un nuevo modelo de paternidad, que
de trabajos sistemáticos de investigación (Cosse,
2010).
Con cautela entonces, podría aventurarse
que la imagen del padre puesta en valor en el cambio de siglo, severo pero
afectuoso y distante del denunciado “despotismo paterno colonial”, impregnó la
de todas las figuras masculinas encargadas de ayudarlo –o de suplirlo– en su
misión de educar y proteger a los niños y jóvenes, e incidió en la
caracterización del personal que llevaría adelante la experiencia de Marcos
Paz. Así, al igual que él, los maestros, los jueces, los funcionarios de
instituciones de menores y los pediatras varones se constituyeron como
personajes definidos por la posesión de la autoridad y requeridos de sentir
afecto por los niños y de expresarlo a través del cumplimiento de sus deberes
(proveer instrucción, alimento, vestimenta, salud, un futuro), más que por
medio de efusiones sentimentales, asociadas con la naturaleza femenina y las
funciones maternas (Nari, 2004).
Ahora bien, ¿cuánto del plan basado en un
“sistema de familias” propuesto en Colonias para menores quedaba en pie cuando
el mismo se plasmaba en términos reglamentarios? Poco o nada. Ante todo, porque
la figura materna, pieza maestra del nuevo modelo familiar y presencia
reclamada en forma explícita por Meyer Arana, permanecería ausente, o sería
marginal, en un entorno institucional esencialmente masculino. A lo sumo, el
prefecto viviría en cada sección acompañado por su familia “á
la que hará partícipe, en cuanto sea posible, de la obra de relevamiento que le
está confiada”,[19]
pero la presencia de las “madres artificiales” no estaba garantizada, ni se le
atribuían funciones específicas.
Pero había más: antes de arribar a ese
incierto placebo de hogar que sería su sección, el menor debía atravesar una
experiencia que, ahora sí, distaba por completo de cualquier modelo familiar.
Se trataba de su permanencia en la llamada Sección de Ingreso, estimada en dos
meses de duración, que serían empleados “en inculcar principios de moral en
“los reclusos”. Sujetos a la autoridad de un prefecto, los menores serían
ocupados con preferencia en ejercicios militares “con el propósito de
inculcarles hábitos de disciplina”, alojados individualmente en celdas
separadas y sometidos a un silencio “de rigor” en el refectorio. La clara
impronta penitenciaria que modelaba la Sección de Ingreso se maridaba con el
vocabulario y el estilo castrense presentes en otros apartados del Reglamento,
en los que se preveía, entre las obligaciones de los menores, “vestir el
uniforme reglamentario y presentarse aseados en todas las revistas” y “acatar
sin vacilaciones y dar cumplimiento sin dilación á
toda orden que emane de un superior”.[20] A todas luces, la
orientación hogareña y pedagógica que Meyer Arana buscaba imprimir a la
institución, y su explícito rechazo de la prisión, se diluían, en su propia
propuesta, al entrar en competencia con la imaginería y las tradiciones
penitenciarias y militares de reciente o actual constitución en el país.
El peso de estas últimas también quedaba
de manifiesto por el tipo de tratamiento burocrático del que serían objeto los
menores al ingresar a Marcos Paz, que replicaba el implementado en las
comisarías y prisiones para identificar a otros “sujetos peligrosos”. Como ha
demostrado Mercedes García Ferrari, a partir de las últimas décadas del siglo XIX,
al calor de dramáticas transformaciones demográficas y sociales que
multiplicaban diariamente las caras desconocidas que habitaban los espacios
urbanos, se tornó central para el Estado argentino desplegar estrategias de
identificación de las personas, que en principio se dirigieron a delincuentes y
transgresores, reales o presuntos. A tal efecto se recurrió, entre otras
innovaciones, a técnicas orientadas a individualizar a los sujetos y al diseño
de sistemas de clasificación y archivo que permitieran relacionar a las
personas con los registros en papel conservados en los repositorios estatales
(García Ferrari, 2010).
En ese marco, la Sección de Ingreso de la
Colonia, “destinada á la investigación prolija y
completa de su persona [la del menor] y de la de sus padres, para efectuar su
inventario físico, intelectual y moral antes de disponerse su incorporación á la sección que se le designe”, fue concebida como un
espacio en el que se desplegaría la batería de técnicas disponibles para la
identificación y la clasificación de los sospechosos y delincuentes. En la
misma se formaría un expediente de cada menor en el que quedarían agregados,
“en cuanto sea posible”, una serie de significativos elementos: la orden de
ingreso o testimonio de la sentencia otorgado por la autoridad de la que
provenía y los antecedentes del menor que poseyera dicha autoridad; documentos
relativos a su persona; el resultado de un examen médico “prolijamente
efectuado”; observaciones antropométricas con la ficha de su configuración
craneana tomada con el conformador; impresiones dactiloscópicas; dos
fotografías faciales tomadas de frente y de perfil “y una general ó local en los casos de sujetos anormales”; inscripciones podográficas; el resultado “del examen de su estado moral”
y de sus sentimientos religiosos; el examen intelectual con el agregado de una
plana caligráfica en el caso de los que supieran escribir; el resultado de las
“observaciones diurnas y nocturnas” efectuadas durante el tiempo que el menor
permaneciera en la Sección de Ingreso; el certificado de defunción del padre,
de la madre o de ambos y, por último, los “antecedentes hereditarios
debidamente comprobados” y el “estado moral y material de la familia, con
especificaciones de todos los detalles que figurarán en la planilla especial”.
En este expediente se irían agregando, además, todas las referencias
importantes sobre la vida del menor en la Colonia (distinciones, penitencias,
aplicación trimestral en los talleres y las clases, “mejoras operadas en su
carácter y tendencias y aspiraciones que se le hubieran notado”) y, a su
egreso, la constancia del resultado de la acción de patronato intentada y
ejercida sobre el mismo.[21]
Durante los primeros años de
funcionamiento de la Colonia, en un contexto de performance deficitaria de
todas sus secciones, no se pudieron llevar adelante semejantes evaluaciones de
los internos. Sin embargo, la propuesta de hacerlo es en sí misma sugerente,
pues supone que quienes la formularon (Meyer Arana, el ministro Joaquín V.
González que aprobó el plan y el Reglamento) tenían en mente un modelo
institucional que preveía la implementación de las técnicas destinadas a la
identificación de sujetos peligrosos al trazar estrategias educativas para los
menores.
No es posible, ni ha sido nuestra meta, comparar
la totalidad de las previsiones y propuestas formuladas en Colonias para menores (1906) por Meyer Arana con las disposiciones
de su Reglamento. Lo que nos ha interesado, en cambio, es señalar las tensiones
que atravesaron el modelo institucional constituido por las colonias agrícolas
de reforma; inconsistencias presentes en la propia teoría, o derivadas de la
traducción de un gran plan de un lenguaje más complejo –el de su fundamentación
científico-filosófica– a otro más sencillo y operativo –en este caso, un
reglamento institucional.
¿Por qué explorar este tipo de
contradicciones? Porque ellas incidieron en las definiciones de la minoridad,
en las características que asumieron las políticas públicas para menores y en
los resultados que podían esperarse de las mismas. En efecto, la pretensión de
hacer congeniar en un único modelo un proyecto de reeducación de los menores
basado en su inserción en los marcos de familias sustitutas dedicadas a la
agricultura –es decir, en su conversión en “niños” en el marco de familias
“normales”– con el hecho de que, por una parte, esas “familias” estarían
compuestas por agentes estatales remunerados –en su mayoría, o en su totalidad,
varones– que desempeñarían principalmente funciones disciplinarias, y de que,
por otra parte, los “hogares” serían secciones dentro de una institución de
encierro, difícilmente podía materializarse. De un lado se hallaba una utopía
ruralista; del otro, una intención punitiva anclada en el penitenciarismo.
Cuando llegó la hora de poner a prueba este heterogéneo conglomerado de ideas y
aspiraciones, y surgió una legión de obstáculos para hacerlo (como sucedió
durante los primeros 20 años de vida de la Colonia), la segunda tendencia sería
más fácil de concretar que la primera, en tanto existían precedentes y
experiencias contemporáneas que podían imitarse (Zapiola,
2014).
El impulso punitivo se impondría, además,
porque, incluso los abanderados de las políticas más vanguardistas para
menores, partían de una estigmatización extrema de los niños objeto de su
atención, que ningún rapto de paternalismo de los que solían colarse en sus
textos lograba opacar. En tal sentido, son significativos los términos en los
que Meyer Arana explicaba por qué los menores llegados a Marcos Paz debían
pasar un tiempo en una Sección Especial de Ingreso. Analizando los desafíos que
postulaba su “regeneración”, encontraba que los recién llegados arribaban con
una carga que podía poner en riesgo el proceso de “relevamiento” en curso de
los demás asilados:
el asilado ingresa con hábitos y tendencias asimiladas en su abandono
prematuro, y en esas condiciones debe ser puesto junto á
menores ya iniciados en la vida moral de pupilaje. Ese contacto ofrece
dificultades: el último huésped puede renovar, con sencillas conversaciones,
recuerdos quizá adormecidos. Un noviciado ó periodo
de observación, tiene así explicada su conveniencia: antes de incorporar á un menor, debe
efectuarse su desinfección moral.
[...] Tenemos para nosotros por
enfermos morales á todos los pequeños asilados,
cualquiera sea su origen. Y como las afecciones de la voluntad, del
carácter, de las tendencias, de los hábitos mal dirigidos, de las pasiones
violentas y rastreras que señalan faltas de ideales levantados y de horizontes
en la vida, sin afectos, aspiraciones, ni fines, en opinión universal de los
entendidos son siempre virulentas, habrá de evitarse todo contacto inmediato é iniciarse la profilaxis consiguiente: primero se
efectuará la antropometría moral del enfermo y se buscará su medida física para
incorporársele después al grueso de los menores (Meyer Arana, 1906, pp. 12-15,
cursivas mías).
La condena de todo lo implicado en la
subjetividad y en el medio social de origen de los niños y jóvenes
caracterizados como menores era absoluta. Un programa reeducativo anclado en el
contacto profundo con la naturaleza y enmarcado en un “hogar” cuidadosamente
diseñado en términos arquitectónicos y organizativos, ofrecería sustento
material y espiritual a los nuevos seres en los que debían ser transformados.
Consideraciones finales
En el cambio de siglo, la inexistencia de
espacios en donde colocar a la creciente cantidad de niños y jóvenes que
quedaban a disposición de los defensores de menores, figuras que fungían como
articuladores del entramado público-privado de asistencia y punición de los
menores de edad “huérfanos”, “abandonados”, “vagos”, “viciosos” y
“delincuentes”, presionó en favor del diseño y apertura de las primeras
escuelas de reforma para menores. El influjo teórico del positivismo y el penitenciarismo resultó esencial en ese proceso (Zapiola, 2013).
Sin embargo, poco se sabe acerca de qué
significó el penitenciarismo aplicado a la reforma y
el castigo de los niños y los jóvenes. Este artículo es un primer aporte para
explicarlo. Para ello presentamos, en forma esquemática, la historia de las
instituciones de menores en las naciones que resultaron modélicas para las
elites argentinas, y analizamos los motivos que condujeron a los incipientes
expertos en minoridad a abrazar la opción educativo-punitiva representada por
las colonias rurales siendo que, como establecimos, no era la única disponible
y se hallaba en crisis. Luego, nos detuvimos en el proyecto de creación de la
Colonia de Menores de Marcos Paz, inquiriendo en los modos en que fue proyectada
espacial y arquitectónicamente y dando cuenta de cómo, ya en las formulaciones
conceptuales inaugurales de la institución, se fueron plasmando contradicciones
llamadas a repercutir en su funcionamiento cotidiano.
La indagación, basada en el análisis de textos
escritos –ya que no existen fotografías, planos, ni otras fuentes iconográficas
anteriores a la década de 1920– nos permitió ponderar la importancia acordada a
la dimensión espacial en los programas de reforma de menores. En efecto, para
los impulsores argentinos del cottage system, el “campo” no era un mero contexto en donde
emplazar los establecimientos reeducativos, ni las “casas” que constituirían
cada “sección” simples lugares para dormir o comer. Por el contrario, figuras
como Meyer Arana y el ministro González adjudicaron al ambiente natural y a la
arquitectura funciones terapéuticas cruciales para la reeducación moral de los
niños y jóvenes desviados, adelantándose a lo que 20 años más tarde sería común
entre los expertos en minoridad: las colonias rurales permitirían su desapego
de las sociabilidades urbanas erradas, y prometían transformarlos, por las
propias virtudes de la naturaleza y por el tipo de vínculos que los “colonos”
tejerían en sus nuevos “hogares”, en hombres de bien.[22]
En términos más amplios, esta exploración
refrenda la hipótesis general, que hemos sostenido a lo largo de nuestra
investigación de doctorado, de que, en sus formulaciones modernas, la niñez y
la infancia inscribieron e inscriben la posibilidad de ser imaginadas,
interpeladas, gestionadas y vividas en la existencia de seres de corta edad, en
las representaciones y discursos que las tienen como objeto pero, sobre todo,
en el recorrido de ciertos espacios y decursos institucionales prefigurados
socialmente, entre los cuales el pasaje por la escuela ha sido y sigue siendo
el más trascendente. En este marco, dotar a la minoridad de entidad y de
especificidad con respecto a la infancia “normal” requirió de un proceso de ideación
y de creación de espacios particulares por los cuales los menores debían
transitar, destacándose entre ellos la institución de reforma (Zapiola, 2014).
Lo específico de nuestro país es que,
desde comienzos del siglo XX y por varias décadas, la institución de reforma
rural se erigió en el modelo ideal de establecimiento para menores. Y si bien
durante sus primeros 20 años de existencia la Colonia de Menores de Marcos Paz
se desenvolvió como un compendio de carencias, abusos e ineficiencias, a
sideral distancia del plan trazado por Meyer Arana, a lo largo de esos años la
propuesta institucional de Meyer Arana se fue imponiendo, hasta constituirse en
el corazón de la reforma estructural a la que fue sometida la Colonia
–rebautizada como Colonia Hogar Ricardo Gutiérrez en 1924– y en el motor para
la creación de establecimientos similares en la provincia de Buenos Aires a
partir de los años veinte (Zapiola, 2015b).[23]
La pervivencia de la utopía pedagógica
ruralista, y del otorgamiento de capacidades regenerativas al espacio rural,
aún puede entreverse en la profusión de “granjas” terapéuticas y/o punitivas,
privadas o públicas, destinadas a “albergar” a jóvenes y adultos procesados o
condenados por la comisión de delitos, o a jóvenes con problemas de adicción a
las drogas. Todavía hoy, las colonias y las granjas se presentan evocando la
apuesta antiinstitucional que les dio vida. Nacidas
con base en el rechazo de otro tipo de establecimiento denostado (el reformatorio,
la prisión) siguen prometiendo constituirse en un espacio ideal de regeneración
contrapuesto al deletéreo espacio urbano. Siguen apostando a ser el imposible
oxímoron soñado por Meyer Arana: una prisión de puertas abiertas.
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[1] Entre sus obras, Por el niño pobre (1904), La caridad en
Buenos Aires (1911), Alrededor de los huérfanos (1923).
[2]
En el entendimiento de que se trata
de categorías socioculturales, en adelante prescindiremos del entrecomillado al
utilizar los vocablos “menor”, “niño” y afines con el propósito de agilizar la
lectura.
[3] Recién a partir de la década de 1920 podría hablarse
con mayor precisión del nacimiento de una burocracia experta en cuestiones de
minoridad. Desde luego, muchas de las figuras que podrían integrarse en este
perfil eran, a la vez, profesionales y funcionarios.
[4] Aunque en otros países de Latinoamérica se estaban
produciendo desarrollos institucionales y legales que buscaban responder a la
cuestión de la minoridad (paro los casos mexicano y brasileño véase, por
ejemplo, Azaola Garrido, 1990; Bailón Vásquez, 2012;
Cabral dos Santos, 2006; Castillo Troncoso, 2006; Speckman
Guerra, 2005; Vianna, 2007), durante la etapa de
cristalización de la categoría menor y del trazado de las primeras políticas
para menores, es decir, entre 1880 y 1920, los profesionales, benefactores y
funcionarios argentinos no aludieron jamás a ellos (Zapiola,
2014). Por ello, y en pos de los intereses de este artículo, nos limitaremos a
explorar el abanico de experiencias en las que los argentinos efectivamente
abrevaron, destacándose entre sus influjos la colonia francesa de Mettray y el reformatorio neoyorquino de Elmira.
[5]
Para un desarrollo extendido de este
apartado, véase Zapiola (2015a).
[6]
Víctor Mercante (1870-1934) egresó
de la Escuela Normal del Paraná y trabajó como Director General de Escuelas en
San Juan, donde en 1891 creó el primer laboratorio de psicofisiología
experimental. Se desempeñó luego como director de la Escuela Normal de Mercedes
(Buenos Aires) y dirigió la Sección Pedagógica de la Facultad de Ciencias
Jurídicas de la Plata entre 1906 y 1914, que constituyó la base para el
establecimiento de la Facultad de Ciencias de la Educación, de la cual fue
decano. Asimismo, dirigió los Archivos de Pedagogía y Ciencias Afines y los
Archivos de Ciencias de la Educación y se desempeñó como inspector general de
enseñanza secundaria (Santillán, 1959). Rodolfo Senet
(1872-1938), quien dio forma de disciplina a la psicología infantil en nuestro
país, egresó de la Escuela Normal de Profesores de Buenos Aires, fue secretario
y profesor de la Escuela Normal de Mercedes, ocupó distintos cargos directivos
en escuelas normales y fue nombrado Director de Instrucción Pública por el
Ministro de Justicia e Instrucción Pública Saavedra Lamas en la década de 1910
(Carli, 2002).
[7] Para las estrategias público-privadas de amparo y
corrección de mujeres menores, véase Caimari (2007), Feidenraij (2012), Guy (2001).
[8] Asilo de Reforma. Memorias del Ministerio de
Justicia, Culto e Instrucción Pública (1901), pp. 81 y 82. Nos ha sido
imposible recabar información sobre Adolfo Vidal. Sólo sabemos que este médico
se desempeñó como director del asilo en el periodo señalado, imprimiendo un
giro positivista en la organización y los objetivos de la institución (Zapiola, 2013).
[9]
Hoy en día sigue siendo difícil
acceder desde la ciudad de Buenos Aires hasta la actual Colonia Hogar Ricardo
Gutiérrez. Una vez que se llega al pueblo de Marcos Paz, el camino de 16 km que
conduce hasta la institución no está asfaltado, está rodeado de descampado y
punteado por grandes basurales, y el servicio de transporte público hacia la
misma es de baja frecuencia.
[10]
Comunicaciones oficiales. Diario de
Sesiones de la Cámara de Diputados. Año 1904. (1904, t. I, sesión del 6 de
septiembre de 1904).
[11]
Comunicaciones oficiales. Diario de
Sesiones de la Cámara de Diputados. Año 1904. (1904, t. I, sesión del 6 de
septiembre de 1904, p. 430).
[12] Reglamento de la Colonia de Menores Varones establecida
en Marcos Paz, provincia de Buenos Aires, por decreto del poder ejecutivo
nacional del 28 de junio de 1905. En Jorge y Meyer Arana (1908).
[13] Nótese cómo el tema de las condiciones adecuadas de
encarcelamiento se complica por el principio de “less
eligibility”. Idea que databa del siglo XIX, suponía
que las condiciones de los presos no debían ser preferibles ni más confortables
que las de los miembros peor situados de la comunidad que no habían sido
condenados por un crimen. Caso contrario, estas supondrían un incentivo
positivo para los ciudadanos más pobres para delinquir y mejorar sus
condiciones (Scholssman, 1998).
[14]
Es de destacar que en el proceso de
creación de la colonia no se registra la presencia de arquitectos. La posición
de los médicos también fue central en el proceso de diseño de edificios
escolares acordes a los objetivos del proyecto nacional de creación de un
sistema de instrucción pública, en el cual figuras como el médico higienista
Francisco Súnico ocuparon un lugar central (Barbieri,
2014),
[15]
Reglamento de la Colonia de Menores
Varones establecida en Marcos Paz, provincia de Buenos Aires, por decreto del
poder ejecutivo nacional del 28 de junio de 1905. Cap. i, Del Establecimiento,
art. 5º, p. 375; y cap. xvi, De los prefectos, art. 81º. En Jorge y Meyer Arana
(1908).
[16] Meyer Arana llegaba a describir los materiales y formatos
con los que deberían construirse los pisos, las celosías de las ventanas o
dónde debía haber mangueras para garantizar la higiene. Por motivos de espacio,
se han privilegiado otros aspectos más relevantes para este análisis.
[17]
En las secciones de encausados y
condenados los prefectos se hallarían auxiliados por subprefectos, responsables
inmediatos de la seguridad y jefes de los celadores. Reglamento de la Colonia
de Menores Varones establecida en Marcos Paz, provincia de Buenos Aires, por
decreto del poder ejecutivo nacional del 28 de junio de 1905, cap. xvi, “De los
prefectos”, arts. 83º y 85º. En Jorge y Meyer Arana (1908).
[18]
En el original, aparece la palabra “nuture”, que en español puede ser traducida como “crianza”,
“educación” y “alimentación” (en el sentido de nutrición). Optamos por la
acepción “educación” en tanto es, de las tres, la palabra más reiterada entre
los especialistas argentinos.
[19] Reglamento de la Colonia de Menores Varones establecida
en Marcos Paz, provincia de Buenos Aires, por decreto del poder ejecutivo
nacional del 28 de junio de 1905, cap. xvi, “De los prefectos”, arts. 81º, 82º
y 83º. En Jorge y Meyer Arana (1908).
[20]
Reglamento de la Colonia de Menores
Varones establecida en Marcos Paz, provincia de Buenos Aires, por decreto del
poder ejecutivo nacional del 28 de junio de 1905, cap. ii, “Del Ingreso de los
menores”, art. 15º, p. 377 y cap. iii, “Obligaciones de los menores”, art. 18º,
incs. 3º y 6º, p. 378. En Jorge y Meyer Arana (1908).
[21]
Reglamento de la Colonia de Menores
Varones establecida en Marcos Paz, provincia de Buenos Aires, por decreto del
poder ejecutivo nacional del 28 de junio de 1905, cap. ii, “Del Ingreso de los
menores”, art. 11º, pp. 375-376; art. 12º, p. 376. En Jorge y Meyer Arana (1908).
[22]
Del mismo modo, los médicos y
pedagogos vinculados al sistema de instrucción pública en construcción
asignaron un lugar esencial a la arquitectura escolar y a los espacios verdes
en la formación moral, física e intelectual de los alumnos (Pineau,
2014). Llamativamente, los textos de Meyer Arana no retoman ninguna de las
propuestas generadas en ese ámbito por las máximas figuras del higienismo escolar. Quizá sea este un síntoma, junto a
tantos otros, de la progresiva escisión simbólica entre el universo de la
escuela común y el de las escuelas de reforma. Profundizar en su historia desde
el punto de vista espacial, arquitectónico y material requerirá trazar diálogos
con dos campos de estudios incipientes en Argentina: la historia de la
arquitectura penitenciaria (García Basalo y Mithieux, 2017) y la historia del proceso de escolarización
desde una dimensión estética (Pineau, 2014).
[23] En otros países de América Latina también comenzaron a
fundarse instituciones de reforma urbanas y rurales desde fines del siglo XIX,
pero, al parecer, no hubo una predilección intelectual hegemónica tan marcada
por el cottage system. Al
menos esto puede deducirse a partir de Azaola
Garrido, 1990; Bailón Vazquez, 2012; Cabral dos
Santos, 2006; Vianna, 2007.