Infancia y cultura material: el caso de la elite de Santiago de Chile en el cambio del siglo XIX al siglo XX*

Childhood and Material Culture: The Case of the Elite in Santiago, Chile in the Transition from the 19th to the 20th Century

 

 

Solène Bergot, 1 https://orcid.org/0000-0003-2532-9147

 

1Universidad Andrés Bello, Chile, solene.bergot@unab.cl

 

Resumen:

Este artículo pretende adentrarse en la cultura material de la elite de Santiago en el cambio del siglo XIX al siglo XX, con el fin de entender cómo se vincula la esfera del imaginario sobre la infancia con su proyección más tangible, postulando que el entorno material de los niños permite dar cuenta de la construcción del concepto de infancia y de la configuración de prácticas que le son asociadas. En este sentido, las teorías relativas a la educación de los niños, así como las prácticas asociadas a esta crianza, modelan un entorno físico no sólo particular a este sector de la población, sino también en evolución a medida que el cuidado a los niños adquiere una nueva importancia y que se desarrolla una literatura sobre él, incluso con un matiz científico, entre otros desde los preceptos higiénicos.

 

Palabras clave: Chile; infancia; cultura material; higienismo; control social.

 

 

Abstract:

This article seeks to explore the material culture of Santiago’s elite in the transition from the 19th to the 20th century, in order to understand how the sphere of the imaginary concerning childhood is linked to its more tangible projection, positing that the material environment of children explains the construction of the concept of childhood and the shaping of the practices associated with it. In this respect, the theories related to the education of children, as well as the practices associated with this upbringing, shaped a physical environment not only specific to this sector of the population, but also in evolution insofar as raising children acquired a new importance and the literature on it developed, with scientific undertones, including hygienic precepts.

 

Key words: Chile; childhood; material culture; hygienism; social control.

 

Fecha de recepción: 1 de diciembre de 2016

Fecha de aceptación: 8 de agosto de 2017

 

 

Introducción

 

 

Está ya admitido a nivel historiográfico que el siglo XIX vio un cambio en el concepto de “infancia” y por ende del niño: de un “adulto chico”, pasó a representar una etapa particular de la vida humana, con características y necesidades propias. En esta nueva construcción de la infancia, o bien podríamos decir de “infancias” ya que ha sido subrayada la falta de homogeneidad del grupo infantil, cuyas condiciones de vida varían considerablemente según el espacio geográfico y el estrato socioeconómico (Brookshaw, 2009, p. 367; Manson y Renonciat, 2012), se empezó a idear un “espacio propiamente infantil”, cuya conformación responde a una serie de factores, entre los cuales podemos citar los demográficos (disminución de la tasa de mortalidad infantil y disminución de la tasa de fertilidad), emocionales (lazo más particular y duradero con cada niño), e incluso educacionales (mejoría en la educación femenina, en particular de las niñas de elite, que permite el mayor conocimiento de las teorías y cuidados relacionados con la infancia), biopolíticos (el niño como futuro ciudadano y como fuerza de trabajo) y económicos (conformación de la sociedad de consumo).

Planteada esta primicia general, este artículo pretende adentrarse en una faceta particular de la infancia, a saber, la cultura material de la elite de Santiago, con el fin de entender cómo se vincula la esfera del imaginario y de la representación sobre la infancia con su proyección más tangible (los objetos). En este sentido, postula que el entorno material de los niños permite dar cuenta de la construcción del concepto de infancia y de la configuración de prácticas que le son asociadas, tanto a nivel físico como educativo y emocional. Así, las teorías relativas a la crianza y educación de los niños modelan un entorno no sólo particular a este sector de la población, sino también en evolución a medida que el cuidado a los niños adquiere una nueva importancia y que se desarrolla una literatura sobre él con el cambio del siglo XIX al siglo XX, incluso con un matiz científico, entre otros desde los preceptos higiénicos.

Desde esta óptica, la presente propuesta se enfocará en analizar la conformación del espacio de vida de los niños, prestando especial atención a la organización de los espacios propios (habitación) y comunes (“nursery” o sala de juego), pero también a su entorno de esparcimiento y estudio (juegos y juguetes). Se enfoca por ende en una cultura material particular, ya que configura un espacio concebido por los adultos para lo que consideran necesario y apto para los niños, en particular desde un enfoque pedagógico, aunque estos espacios y los objetos que contienen no necesariamente son usados por los niños como lo proyectaron los adultos. Existe así una diferencia entre el objetivo perseguido, en término de control social, e incluso de disciplinamiento,[1] y el resultado obtenido, que a menudo puede trascenderse vía el recurso a la imaginación.

Para dar cuenta de estos aspectos, el presente trabajo se basará en un amplio corpus de fuentes, desde lo que Egle Becchi llama un “sector organizado”, ya que la elite cuenta con una documentación rica y con menos lagunas que la de otros estratos de la sociedad (Becchi, 1998, p. 25).[2] En primer lugar, se referirá a las memorias dejadas por los miembros de la elite, que constituyen los testimonios más directos, aunque no necesariamente los más objetivos, sobre el entorno material de los niños de elite. En este sentido, los relatos sobre la infancia están mediados por un discurso a la vez normalizador y necesariamente feliz, a medida de que se instaló el tópico de la niñez como “época dorada”. En segundo lugar, ya entrando en el siglo XX, nos remitiremos a revistas que proponen artículos sobre los niños, su educación y la organización de su espacio, entre las que contamos con Familia (1910-1914), Pacifico Magazine (1913-1914) y La Revista Azul (1914), pero también la revista infantil El Peneca (1908-1910).[3] En tercer lugar, recurriremos a fotografías, las que nos mostrarán piezas de niños o retratos de estudio con juguetes. En último lugar, nos apoyaremos en la literatura ligada a la economía doméstica, como “arte” de la organización de la vida cotidiana en todas sus vertientes, a la par con los textos orientados a la puericultura, que muestran la conformación de un discurso sobre la niñez y sus cuidados desde un enfoque científico, y que repercuten sobre su entorno material. Estas fuentes, a la excepción parcial de las memorias, comparten la particularidad de mediar la voz de los niños, dificultando el rescate de la experiencia propia. Desde esta óptica, cabe destacar que este artículo mostrará, antes que todo, la propuesta de los adultos sobre el espacio y la cultura material de los niños, la que será cruzada, cuando sea posible, con los recuerdos sobre la niñez.

 

 

La teoría decimonónica aplicada al espacio infantil: higienismo, puericultura y pedagogía

 

 

Si bien existía en periodos anteriores la preocupación por el espacio infantil, su organización y sus cuidados, se modificó y aumentó en el último tercio del siglo XIX, de la mano de un fenómeno global, que es la “cientifización” de la sociedad y de los discursos que produce, en directa consonancia con la filosofía positivista operante en el siglo. Este aspecto, en confluencia con los adelantos médicos, permitió la conformación de dos disciplinas o corrientes fundamentales para la infancia: el higienismo y la puericultura. Por una parte, el higienismo, que nace a finales del siglo XVIII como resultado de la insalubridad en las ciudades preindustriales e industriales, se define como “la ciencia de la higiene” y se plantea desde la idea de que la higiene pública y personal era la mejor forma de combatir las enfermedades. Por otra parte, la puericultura se conformó a finales del siglo XIX y se pensó como una forma de “maternidad científica”, en la cual se aplicaban los principios del higienismo y los avances médicos para mejorar los cuidados a la mujer embarazada y al recién nacido (Zárate, 2007).

Siguiendo esta línea, se intentó, desde la iniciativa privada y las políticas públicas, mejorar la calidad del entorno físico y moral de la población chilena, de manera de disminuir el impacto de los focos infecciosos y de las enfermedades sociales (como el alcoholismo y la prostitución), con su correlato en la tasa de mortalidad y en la productividad. Como una de las formas de transmitir los preceptos higiénicos fue la educación, los niños también constituyeron un grupo de especial interés, siendo una de las medidas más emblemáticas la enseñanza obligatoria de la higiene en los colegios públicos a partir de 1872 (decreto número 223). Para implementar el decreto, se generaron varios manuales, entre los cuales podemos citar La higiene de la escuela de Ricardo Dávila (1884) y La hijiene i la escuela de Tomás Ríos (1888), los que se centraban en la situación geográfica y topográfica de la escuela, su infraestructura (mobiliario, por ejemplo), los hábitos higiénicos a enseñar, las enfermedades de mayor prevalencia entre los escolares y la enseñanza de la gimnasia. Si bien la medida tuvo un impacto limitado, en particular en la población a la cual apuntaba, se difundió en la elite a través de los manuales de higiene y de urbanidad, los que fueron centrales para la confección de una “juventud virtuosa”, en palabras del historiador Pablo Toro (2012).[4] Por último, orientados más particularmente a las mujeres, se puede contar con los manuales de puericultura, entre otros ejemplos el manual del doctor Luis Calvo Mackenna, Lo que deben saber las madres para criar bien a sus niños (1913) y los de “economía doméstica”. Estos últimos, que nacen en el siglo XVII en Europa, pero se multiplican a partir de la segunda mitad del siglo XIX,[5] vehiculan una visión de la mujer y de la esposa ideal, desde una perspectiva pedagógica y moralizadora, pero también pragmática, con una racionalización de las tareas domésticas. Varios estudios se han centrado en la construcción de una dueña de casa, empoderada en el espacio del hogar, pero siempre bajo el alero masculino (Chatenet, 2009). Su evolución en el siglo XIX permitiría al manual constituirse en un agente de la organización del saber propio de la mujer, que les permita gestionar su hogar en todos sus aspectos, desde su disposición y principios higiénicos, hasta un incipiente manejo financiero, tal como lo ha planteado María Repoussi (2003) para el caso griego. En el caso chileno, los manuales tienen un enfoque más parcial, ya que varios se condicen con una mera recopilación de recetas caseras, como es el caso, entre otros, del Manual de economía doméstica (1877) o de La dueña de casa: nuevo libro de cocina y economía doméstica (1903). A su vez, apoyaban la realización de cursos de “economía doméstica”, los que, por ejemplo, se impartían en el colegio del Sagrado Corazón, abierto en Chile en 1854 y que formaba las jóvenes de elite con un plan de estudio que incluía tanto conocimientos intelectuales como prácticos (Taille, 2012, pp. 226-240).

 

 

El espacio doméstico de los niños: dormitorio, sala de juego, sala de estudio, patio

 

 

Si bien el espacio infantil apareció en Europa a mitad del siglo XVIII, en particular en las viviendas de los estratos en ascenso, fenómeno del cual da cuenta la literatura infantil,[6] no es hasta la década de 1870 que los planos empiezan a designar explícitamente los espacios asignados a los niños, en particular en las viviendas destinadas a las familias de la burguesía, en un intento de separarlos del espacio social (salón), del espacio íntimo (pieza conyugal) y de los espacios de servicio (Renonciat, 2014).

Un fenómeno similar ocurrió en Chile, cuando las familias de elite de Santiago iniciaron, hacia 1860, el tránsito de la casa con patio hacia el “palacio”, con una tipología similar a la del hotel particular, por lo que a finales del siglo XIX, la gran mayoría vivía en espacios renovados, de tipo “palacio” para las familias más preeminentes o de tipo casa de gran tamaño para las otras. En estas nuevas viviendas, la jerarquización de los espacios se daba por el lugar ocupado por cada miembro en la familia en el ámbito de la casa, por lo que la dueña de casa era la que tenía los mejores espacios, seguido por su esposo y luego por sus hijos. Estos disponían en general de una pieza para dormir y de un baño, que podían eventualmente compartir. Por ejemplo, Amalia y Rafael Errázuriz Urmeneta dormían en la misma pieza cuando eran muy niños, es decir, hacia 1865 (Errázuriz, 1925, p. 19). Sin embargo, cuando se mudaron al palacio Errázuriz, hacia 1875, los cuatro hermanos Errázuriz Urmeneta contaban cada uno con su “departamento y todas sus comodidades” (Errázuriz, 1925, p. 65). En este sentido, el aumento de la superficie de las casas de elite, no necesariamente promovió, pero sí permitió que cada niño contara cada vez más con su espacio propio, el que había que organizar y amueblar.

Las revistas de principios del siglo XX prestaron atención a los dormitorios infantiles, aunque, curiosamente, fueron las revistas adultas, y femeninas, como Familia, Pacifico Magazine y La Revista Azul, las que se enfocaron en ellos, y no una revista infantil como El Peneca, que no publicó ningún artículo directamente relacionado con los espacios infantiles en sus tres primeros años de vida (1908-1910). En este sentido, pudo haber existido una primera etapa de enseñanza masificada sobre la organización beneficiosa de estos espacios, dirigida a los adultos, y que eventualmente se traspasó luego a las revistas infantiles, ya más adelantado el siglo XX. A su vez, esta preocupación de los adultos da cuenta de su intento de regular el espacio infantil, ya que debía transmitir los principios que ellos consideraban correctos y apropiados para sus hijos. La pieza infantil se constituye así, desde su aparición, en un espacio pedagógico.

En esta óptica, las revistas Familia, Pacifico Magazine y La Revista Azul se enfocaron muy particularmente en el dormitorio de las niñas, entendiéndose como una “pieza de señorita”, ya que, a modo de comparación, las niñas en Francia adquirían un espacio propio después de la primera comunión, que se realizaba en general a los doce años, siendo que su atribución respondía a la preocupación por separar los sexos (Renonciat, 2014). Esta predilección puede explicarse por el hecho de que eran revistas femeninas, que vehiculaban un cierto ideal de la mujer y de su función en la sociedad. De esta forma, la regulación de la organización del dormitorio de niñas permite una reproducción de ciertos cánones asociados a la feminidad, es decir, normaliza o naturaliza una construcción social. Para analizar estas representaciones, se hace necesario estudiar los discursos y los objetos, prestando atención a la articulación de “sus dimensiones materiales y simbólicas en vista a los procesos interpretativos que suscitan en el transcurso de nuestras actividades cotidianas” (Garnier, 2012).

Los artículos ofrecían consejos sobre elegancia e higienismo, recomendando contar con un espacio organizado y “depurado”, siendo que lo “recargado” se aparentaba con el “mal gusto”, el que se visualizaba en particular en la colocación excesiva de retratos fotográficos en las paredes y estantes.[7] A su vez, enfatizaban en ciertas tonalidades en cuanto a papeles murales (blanco, crema, amarillo, rosado claro, azul combinado con blanco), y en ciertos materiales para las cortinas (cretona, tul, gasa) y los muebles (madera pintada de blanco, en eventual combinación con el caoba). En cuanto a la tipología de los muebles, debía incluir una cama (en general un catre), unos estantes, una cómoda, unas sillas y una “mesa de toilette”. Esta última, también llamada “tocador” o “peinador”, era un mueble exclusivamente femenino: llevaba obligatoriamente un espejo y contaba con una mesa sobre la cual se colocaban peinetas, cepillos y adornos (pinches, cintas, joyas…). La pieza se perfila así como un espacio privilegiado porque era individual, pero a su vez asociado a la obligación del orden y de la higiene personal, ya que las jóvenes se “entrenaban” como futuras dueñas de casa. A su vez, era un espacio de transmisión de la feminidad, en particular de la coquetería con las “mesas de toilette”, pero que no parece haberse usado como lugar de estudio, ya que no mencionan escritorios.

Un ejemplo se puede ver con las piezas de las hermanas Anita y Edith Larraín del Campo, probablemente en casa de su abuelo Máximo del Campo (Santa Lucia 124, Santiago, 1910). En las fotografías, identificamos el papel mural, cada hermana teniendo un diseño diferente, los catres con su tela colgando, a la manera de un baldaquín de estilo imperio, los veladores, los estantes y según el ángulo de toma de la pieza, un tocador (Anita) y un ropero (Edith). Cabe señalar que, en este caso, los muebles son de madera oscura, quizás de caoba. Los estantes sirven para disponer las muñecas, con incluso una colgando de la lámpara. En el caso de Anita, el tocador corresponde a una cómoda con un espejo redondo, sobre la cual se dispusieron distintos frascos. Las paredes están ornadas con retratos de las niñas (retrato de primera comunión de Edith) y de sus familiares (padres), y con cuadros religiosos, que señalan la importancia del componente católico en la ornamentación, e incluso en la atribución del espacio mismo. Por último, a nivel de comodidades, podemos señalar las lámparas y los interruptores, que demuestran que la casa contaba con electricidad, además de una estufa eléctrica o a gas. Se trata, por ende, de un espacio relativamente normado, en la medida de que su organización y amueblamiento se condicen con las reglas fijadas en las revistas, el toque personal siendo dado por algunos detalles como el papel mural, los retratos y los cuadros. A su vez, es normativo, ya que establece una correlación entre ciertas categorías de objetos y la identidad socialmente construida del género.

Al lado de las piezas de los niños, se podía encontrar una sala de juego, o nursery, cuya existencia demostraba un buen nivel socioeconómico o una preocupación particular de los padres hacia sus hijos. Los preceptos higienistas recomendaban que sea grande y la más soleada y ventilada posible y es así como Amalia Errázuriz evoca una pieza “expuesta al sol de mediodía y con vista al huerto lleno de flores”, “alegremente decorada con papel claro y cortinas de muselina blanca” y amoblada con un piano (Errázuriz, 1925, p. 60). De la misma manera, Martina Barros recuerda que “teníamos una pieza llena de sol y de luz exclusivamente para que jugamos Manuel y yo” (Barros, 1942, pp. 35-36). Esta preocupación por la luz y la ventilación, básica en el higienismo, perduraba todavía en la década de 1910, con ejemplos de revistas que adoptan un tono más científico para referirse al espacio doméstico. Por ejemplo, en La Revista Azul, subtitulada “quincenario ilustrado del hogar y de la economía doméstica”, se encuentra un artículo de 1914 que recomienda la ventilación de las habitaciones, de día como de noche, de manera de hacer entrar un “aire puro que no contenga el gas carbónico […], como igualmente impurezas organizas e inorgánicas”. Entre estas “impurezas”, se señalaban los gérmenes que transmitían ciertas enfermedades contagiosas de mayor prevalencia en Chile (escarlatina, difteria, tuberculosis). Por último, el artículo hacía especial énfasis en los efectos de la mala ventilación en los niños, subrayando sus consecuencias físicas (palidez, dolor de cabeza, pérdida de apetito, mala digestión) e incluso mentales (predisposición a la enfermedad).[8]

La nursery podía ser un espacio informal: por ejemplo, Flora Yañez y su hermano se habían apoderado de una pieza que no había sido ocupada por falta de muebles, y en la cual podían dibujar sobre el papel pintado, recibir sus juguetes de Navidad y dejar libre curso a su imaginación, al punto que este espacio constituyó “una existencia irreal” (Yáñez, 1947, pp. 21-22). Pero en la mayoría de las casas de elite, se trataba de un espacio formal, es decir, armado especialmente para los niños. No obstante, cabe recalcar que, si bien los niños podían disponer en él sus juguetes y sus materiales de estudio, rara vez era un espacio donde los pequeños podían expresarse libremente: al contrario, estaba concebido como un lugar donde el niño aprendía a comportarse con los adultos para cuando estuviera en su presencia. En este sentido, era descrito por la revista Familia (1913) como “el pequeño mundo de los niños”, siendo un espacio donde podían jugar pero donde también se les empezaba “a formar el carácter con que [tenían] que luchar en la vida”.[9] De esta idea deriva, por ejemplo, la presencia de una sirvienta que vigilaba constantemente el comportamiento de Martina Barros y de su hermano, o la contratación de institutrices. A su vez, presuponía una preocupación por el entorno material, en primer lugar con la presencia de libros, por lo que el espacio infantil se perfila como un espacio de lectura, probablemente individual. Entre estos libros, se contaba con cuentos de hada, cuyos personajes podían incluso servir de decoración en las paredes o los cojines. De esta forma, se forma un lazo con el imaginario, incluso con lo mágico, pero también con lo pedagógico y lo moral, e incluso con una cuota de terrorífico, ya que de las situaciones descritas en los cuentos los niños van aprendiendo según su edad (Bettelheim, 1976). Cabe, sin embargo, recalcar que este lazo con la infancia mágica, en palabras de Eche Becchi, responde a “una serie de concepciones antropológicas y societarias no siempre manifiestas”, que conforman una representación del niño a la vez apartada e inserta en su contexto de producción (Becchi, 1998, p. 30). Para concluir, el artículo de 1913 recomendaba el uso de “colores suaves y bien armonizados” que “descansen los sentidos”, evitando de esta forma la sobreexcitación de los pequeños. Cuando los niños crecían y entraban paulatinamente en el mundo adulto, esta sala de juego se transformaba en salón, donde los jóvenes recibían sus amigos o podían dedicarse a actividades más tranquilas, como la costura, la lectura o los juegos de mesa.

Por último, sustituyendo o complementando la nursery, los niños podían ocupar uno de los patios de la casa o el invernadero. Así lo cuenta Julio Subercaseaux en sus memorias, refiriéndose a una casa en la calle Agustinas esquina Ahumada, en la cual su familia se instaló en 1878: “bajando al jardín, nos encontrábamos con un patio cubierto para nuestros juegos”, el que “contenía una hermosa pila, un lago con sus puentes y cascadas, ideal para jugar con nuestros buques y estaba todo cubierto por un telón que se corría por las tardes en los días de calor” (Subercaseaux, 1976, pp. 44-45). Resultaría interesante preguntarse por este espacio interno, que compite con el espacio exterior (que sea la calle o el parque) como potencial espacio de juego. En esta óptica, se puede plantear, como lo hizo Sandra Lauderdale para el Río de Janeiro decimonónico, que la seguridad del hogar se oponía al peligro de la calle, siendo que pertenecer y actuar en uno o otro dibuja los contornos de “un mapa cultural a través del cual experiencias cotidianas y repetitivas pueden ser percibidas, entendidas, y contestadas” (Lauderdale, 1988, p. 15). Así, valdría la pena estudiar las formas de interacción de los niños con sus diversos espacios cotidianos en el periodo anterior a 1870, con el fin de ver si existió un repliegue hacia espacios más controlados por los adultos (como lo son la casa o el parque), con el posible objetivo de resguardar su seguridad o de promover la segregación social.

 

 

El entorno material: juguetes y juegos

 

 

El comportamiento de los niños no sólo se modelaba bajo los cuidados de los “agentes pedagógicos y escolares” (nurse, institutriz, preceptor, profesor…), sino también a través de una “pedagogía lúdica” que debía estimularlos desde “sus primeras demostraciones de inteligencia”.[10] En este sentido, los juguetes y juegos debían fomentar lo que Pascale Garnier llama “competencias infantiles”, desde un doble nivel de funcionamiento ya que “no sólo el objeto presupone algunas competencias del niño, sino que, al mismo tiempo, las instituye, contribuye a producirlas. A través de esta performatividad, el objeto ‘hace’ el niño, tan seguramente como el niño (se) hace con el objeto” (Garnier, 2012). Un claro ejemplo de este fenómeno lo constituye la muñeca, tal como lo analizaremos en adelante.

El estudio de este entorno ha sido estudiado de forma pionera por Philippe Ariès (1973) en su texto sobre el niño y la vida familiar en el antiguo régimen, en el cual mostraba cómo las instancias de juego y sus objetos constituían un espacio compartido entre los adultos y los niños, sin que se produzca una especialización, salvo en la primera infancia, por lo que se compartían actividades lúdicas tales como juegos de pelota, cuentos, bailes, fiestas, juegos de azar e incluso juguetes, como las muñecas. Sin embargo, advierte un fenómeno progresivo de infantilización del juego a partir del siglo XVIII, en una evolución que convierte los juegos tradicionales o antiguos, compartidos por toda la comunidad, en juegos infantiles y populares (Ariès, 1973, p. 133). Para la segunda mitad del siglo XIX, esta transición se había terminado, no sólo separando los estratos socio-económicos y los grupos etarios, sino otorgándoles nuevas funciones al juego/juguete.

Por ejemplo, en un artículo de La Revista Azul de 1914, se insistía en primer lugar sobre los beneficios de la crianza en armonía con la naturaleza, por lo que se recomendaban ciertos juegos como las cajas de construcción, las “cajas de arena” (en reemplazo de la playa), la plastilina e incluso, para los más chicos, una silla de mimbre tejida con cáñamos e hilos de colores que los niños debían desenredar. De esta forma, se pensaba fomentar la paciencia, la imaginación, la creatividad, pero sobre todo “la costumbre y el amor al trabajo verdadero”. Se desalentaba así el ocio, considerado como una práctica viciosa.

En un primer momento, los juguetes eran traídos de Europa, sea por un viaje, un encargo o por catálogo. Por ejemplo, hacia 1865-1870, Maximiano Errázuriz Valdivieso trajo de su viaje: para sus hijos, animales mecánicos (entre otros, “un pato que se lanzaba a correr”) y trenes, que divertían chicos y grandes, ya que uno de ellos “fue pronto a dar a las monjas del Carmen Alto para que las viejas religiosas, que nunca habían visto un tren, tuvieran en algún día de fiesta y de solaz, una hora de regocijo”; para su hija, una muñeca francesa y un servicio de vajilla “dorado y adornado de esmalte en caja de rico cuero y forrado de raso celeste” (Errázuriz, 1925, pp. 17-18). Luego, se empezó a organizar un comercio y una industria ligados a los juguetes, tal como se puede apreciar en diversos avisos de venta de juguetes a partir de la década de 1880, en las grandes tiendas y en tiendas especializadas (Rojas, 2010, pp. 24-25).[11]

Los juguetes, material de primera importancia en la concepción de la educación del siglo XIX, se dividían por género y debían servir a la socialización y al desarrollo de los niños, enseñándoles, entre otros aspectos, el papel que le correspondería en su vida adulta. De esta forma, los juguetes destinados a los niños (soldados de plomo, armas a escala reducida, trenes, barcos…) debían acostumbrarlos a su papel de guerrero o de empresario/ingeniero. Esta vertiente se puede percibir en el retrato de Alfredo Santa Cruz de 1899 (véase imagen 1), donde el niño se presenta vestido con uniforme, al lado de un caballo de madera y con un fusil miniatura en las manos. A su vez, hacia 1895, Carmen Morla Lynch recuerda a su hermano Carlos “vestido de oficial azul, un casco de plumas blancas y una espada dorada que le colgaba del cinturón” (Díaz, 2016, p. 260). De esta forma, se construía la asociación hombre/guerrero, que más tarde se podía traducir en una asociación ciudadano/soldado. Cabe recalcar que la diferencia entre los géneros a través de la vestimenta, diaria o de disfraz, no operaba en los primeros años ya que tanto niños como niñas usaban vestidos en su primera infancia. La transición operaba entre los cinco y los siete años, es decir, concomitante con el ingreso al sistema escolar formal, cuando los niños empezaban a usar pantalones cortos. La ocasión era solemne, ya que simbolizaba el pasaje de una educación casi exclusivamente femenina a un cuidado más dirigido por los hombres, por lo que se podía inmortalizar en un retrato fotográfico en estudio, como fue el caso para Maximiano Errázuriz Valdés que en 1895 fue fotografiado con su flamante traje marinero.

 

Imagen 1. Retrato de Alfredo Santa Cruz, 1899.

Museo Histórico Nacional.

 

A su vez, los juguetes de las niñas (muñeca, casa de muñeca, vajilla) tenían por objetivo confortarlas en el espacio doméstico y acostumbrarlas a su futura función de esposa y madre. Verdadera dama en miniatura, la muñeca recibida por Amalia Errázuriz era lujosa, con un “cuerpo (…) de badana y color carne”, una “cara de porcelana blanca y rosada”, unos “ojos de cristal celeste” y un “cabello rubio verdadero” (Errázuriz, 1925, p. 18). Llamada Pelagia, en honor a la tía de Amalia, Pelagia Errázuriz Valdivieso, por el parecido de sus trenzas, la muñeca venía con un ajuar completo en una maleta, que incluía ropa interior en encaje de Valencienne, vestidos de muselina, seda y lana, sombreros, accesorios para peinarlas y joyas.[12] Como se trataba sin embargo de un objeto de lujo más que de un verdadero juguete, se ordenó muy luego en su maleta y Amalia no pudo jugar con ella más que en ciertas ocasiones, lo que permitió la perennidad del objeto (Errázuriz, 1925, pp. 17-19).[13] En una fotografía de circa 1905, que retrata una de las hijas del poeta y dramaturgo Manuel Magallanes Moure (1878-1924), se puede apreciar un ejemplo de este tipo de muñeca, con su vestido, sus inglesas con tocado de pluma y su abanico (véase imagen 2). Incluso algunas tenían un mecanismo que les permitían hablar, como la que le fue regalada a Carmen Lynch en 1891, que podía decir papá y mamá (Díaz, 2016, p. 72).

 

Imagen 2. Retrato de Amalia o Mireya Magallanes Villa, c. 1905.

Museo Histórico Nacional.

 

En cuanto a las muñecas de la hija de Amalia, Blanca Subercaseaux, esta las consideraba como el receptáculo “en que ponen las niñitas del mundo entero los íntimos despertares de su instinto maternal” (Subercaseaux, 1964, p. 28). Pero también fueron el blanco de sus hermanos, que “se encarnizaban […] con esos simulacros de porcelana y de paja, ojos de vidrio y pelo de estopa” (Subercaseaux, 1964, p. 28), a tal punto que usaban su muñeca favorita como proyectil, lanzándola desde el tercer piso de la casa. La dimensión maternal y formativa de la muñeca era claramente percibida por las niñas, tal como lo atestigua una colaboración publicada en El Peneca, bajo el título de “Mi muñeca”. En él, la pequeña Lucita de la I. S. contaba el bautizo de su muñeca Milagros y subrayaba que, siendo ya más grande, se encargaba de coser la ropa de Milagros ya que “es preciso que todas [todas las niñas] aprendamos los deberes de una dueña de casa”. Concluía, con su propia voz o bajo la dirección de alguien más, pero muy acertadamente, que “la muñeca es nuestro primer estudio de sociedad”.[14] Por último, la muñeca, como juguete de predilección de las niñas, podía acompañarla en la muerte. Por ejemplo, Nicolasa Morla Lynch deseaba ser enterrada con su muñeca, lo que no fue cumplido cuando murió en 1894 a la edad de 10 años (Díaz, 2016, p. 184).

Los juguetes no sólo se adaptaban al género, sino también a la edad del niño. De este modo, los más chicos tenían juguetes de trapo y pelotas, a veces caballitos, mientras los más grandes se entretenían con caballos a báscula o animales con ruedas que podían arrastrar, aros, bolos, para luego evolucionar hacia juguetes más complejos, a montar o mecánicos.[15]

Algunas fotografías (imágenes 3, 4 y 5) dejan ver ejemplos de juguetes, como el caballo de madera que sostiene Blanca Subercaseaux en sus manos, o el pequeño bote que se encuentra sobre una mesa a su lado. Otro ejemplo es el rompecabezas de cubos de madera, cada cara correspondiendo a una imagen, con el cual posa Margarita Errázuriz en 1901 (tuvo un accidente en el pensionado donde se encontraba con sus hermanas, lo que explica el brazo en bandolera y el vendaje en la cabeza). Estos juegos de interior y solitarios se oponían a los juegos de exterior y grupales, que desarrollaban la sociabilidad de los niños. Es el caso de las rondas, como se aprecia en una fotografía tomada en la hacienda de Panquehue en 1901, donde los primos Errázuriz Valdés y Errázuriz Vergara compartían una ronda, independiente de su género y de su edad.

 

Imagen 3. Blanca Subercaseaux Errázuriz o Blanca Errázuriz Vergara, c. 1890.

Archivos familiares.

 

Imagen 4. Margarita Errázuriz Valdés, 1901.

Archivos familiares.

 

Imagen 5. Ronda en Panquehue, abril de 1900.

Archivos familiares.

 

Imagen 6. Los Errázuriz Valdés, Roma, 1908.

 Archivos familiares.

 

Durante la adolescencia, los niños continuaban jugando con sus hermanos(as) menores. Por ejemplo, cuando los Subercaseaux Errázuriz se reinstalan en Chile en 1903, los niños seguían compartiendo actividades lúdicas, a pesar de tener un rango etario entre 3 y 23 años, que sea jugando con bolos, con canicas (con las cuales jugaban con su madre), incluso remar sobre el lago u organizar combates navales o ecuestres bajo la dirección de su hermano mayor, Pedro (Subercaseaux, 1964, pp. 160-162) (véase imagen 6). Poco a poco, incorporaban juegos más tranquilos, los de mesa, tales como las damas, el ajedrez e incluso los naipes, particularmente el póker al cual jugaban los Errázuriz Valdés en Italia. Con estas actividades se acababa la transición desde la infancia hacia la edad adulta ya que las generaciones se unían en una misma instancia de sociabilidad.

 

 

Reflexiones finales

 

 

El análisis del entorno material de los niños nos permitió tener un primer acercamiento al imaginario sobre la infancia de elite en el cambio del siglo XIX al siglo XX en Chile, prestando especial atención a las prácticas que derivan de las teorías relativas a educación y a la diferenciación de género. En este sentido, la organización del espacio y los objetos que lo amueblan dan cuenta de la aplicación de los principios higienistas y de la voluntad de los adultos de imponer a los niños roles sociales asociados a su género (niño-guerrero-emprendedor/niña-madre-esposa).

Sin embargo, más allá del aspecto “científico”, en el sentido de la racionalización y optimización de la educación a través de los objetos, se abren otras líneas de investigación que deben venir a complementar y complejizar los resultados de este artículo. Entre ellas, se puede en un primer lugar reflexionar sobre el hecho de que la construcción de este entorno material de la infancia de elite parece acompañarse (o anteceder) una salida de la calle: es decir, se empieza a jugar al interior de la casa, y ya no al exterior (calle). Interesante sería explicar este fenómeno, que tiene como primer correlato una mayor segregación entre los niños de diferentes sectores socioeconómicos y el desarrollo de un nuevo tipo de sociabilidad infantil. En segundo lugar, se podría analizar la producción de los artefactos y su adecuación al niño. De esta forma, se podría reflexionar sobre sus circuitos de abastecimiento: ¿se importaban? ¿cuándo se empezaron a distribuir y a producir en Chile? A su vez, se podría pensar en su adaptación al mundo infantil: ¿cuándo se empezó a producir o importar muebles adaptados al niño, en su tipología (cuna, moisés, pulpitos…) o en sus medidas (por ejemplo, en qué momento la silla se vuelve una silla de niño)? En tercer y último lugar, resulta interesante pensar en la inserción de este entorno material particular en la sociedad de consumo que se instaló en el último tercio del siglo XIX, en particular desde dos grandes interrogantes: cómo se insertó la figura del niño y de sus necesidades en esta sociedad y en qué momento el niño se volvió un consumidor.

Estas preguntas son sólo una muestra de los campos de investigación ligados a la cultura material que quedan por recorrer para el caso chileno. Se trata sin duda de una línea que permitirá pensar algunas de las características de nuestra sociedad moderna, en particular el lugar ocupado y los discursos generados sobre la infancia, desde el avenimiento del “siglo del niño” que fue el siglo XX.

 

 

Lista de referencias

 

 

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Otras fuentes

 

 

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Familia, Santiago, 1910-1914.

 

La Revista Azul, Santiago, 1914.

 

Pacífico Magazine, Santiago, 1913-1914.



* Una primera versión de este artículo se presentó en las Primeras Jornadas de Historia de la Infancia, que se realizaron entre el 17 y el 19 de mayo de 2016, en Santiago de Chile. Agradezco los comentarios de los asistentes, que me ayudaron a profundizar en ciertos aspectos del presente trabajo.

[1] Sobre la diferencia entre los conceptos de “disciplinamiento” y de “control social”, se puede consultar la introducción al libro de Undurraga y Gaune (2014), que presenta un recorrido historiográfico y una sólida discusión bibliográfica tanto para Europa como para América, y en particular Chile.

[2] Entenderemos por elite, el “sector social que, ya fuera por su capacidad económica, por su estatus, por su influencia en la vida política o por las funciones públicas que pudiera desempeñar, constituye un estrato que participa de una situación de privilegio en un marco geográfico determinado” (Ponce y Arrigo, 2008). En el caso específico de Chile, nos referiremos a “elite” y no a “elites” ya que este grupo se caracterizó por concentrar varios tipos de “privilegio”: económico, político, social y simbólico. A su vez, podemos equiparar a la elite chilena con la elite de Santiago, ya que no existieron elites regionales que pudieron contrabalancearla. Hasta 1920, este grupo se caracterizó por un universo reducido de apellidos que provenían tanto de la colonia como de familias extranjeras enriquecidas durante la primera mitad del siglo XIX. Siguiendo a María Rosaria Stabili (2003), debían además contar con antepasados que habían actuado en favor de la independencia nacional, y poseer tierras cultivables, como hacienda o fundo.

[3] La publicación de revistas estaba todavía limitada en las dos primeras décadas del siglo XX en Chile. Después de las pioneras Sucesos (1902) y Zig-Zag (1905), dedicadas a las actualidades, la oferta se amplió al ámbito doméstico y la sociabilidad (Familia, Pacifico Magazine y La Revista Azul), la infancia (El Peneca), el deporte (El Sport, El Sport Ilustrado, La Semana Sportiva, Sport y Actualidades), y luego, el cine a partir de 1915 (Chile Cinematográfico, Cine Gaceta, La Semana Cinematográfica). Por ende, si bien existía, para la década de 1910, una gama de intereses plasmados en revistas, estas no contaban con mucha variedad por rumbo. Para efecto de este artículo, revisamos las tres principales revistas que apuntaban a un público femenino de elite y la única revista infantil del periodo, aclarando que para las tres primeras, son las de mayor difusión (tirajes y ventas). Para una introducción sobre las revistas chilenas del período, se puede consultar los trabajos de Ossandon y Santa Cruz (2001; 2005), entre otros.

[4] Por “juventud virtuosa”, Pablo Toro entiende la construcción de un concepto moderno de “juventud”, que se asociaba en gran parte con un proyecto modernizador y ciudadano. Este discurso normativo se puede rastrear, entre otros, en los manuales de urbanidad que circulaban en el sistema educacional, los que apuntaban a modelar las conductas públicas y privadas.

[5] En el catálogo de la Biblioteca Nacional, se registran seis manuales y enciclopedias entre 1850 y 1899, además de seis otros entre 1903 y 1914, todos editados en Chile.

[6] Michel Manson (2014), en su artículo sobre la pieza infantil en Francia entre 1780 y 1880, muestra que la literatura recuperó este espacio antes de que apareciera formalmente en los planos de las viviendas, en particular con la autora infantil Sofia Rostopchina, condesa de Ségur, en su obra desarrollada durante el segundo imperio.

[7] “Peinadores para niñas”, Familia, núm. 16, abril de 1911, p. 30; “Amueblados para niñas”, Familia, núm. 25, enero de 1912, p. 10; “Dormitorio para niñas”, Familia, núm. 31, julio de 1912, p. 15.

[8] “El niño y su trabajo”, La Revista Azul, núm. 2, diciembre de 1914, p. 51.

[9] “Una nursery alegre”, Familia, núm. 48, diciembre de 1913, p. 13.

[10] El niño y su trabajo”, La Revista Azul, núm. 2, diciembre de 1914, p. 51.

[11] En Chile, queda por hacer la historia del consumo asociado al niño y la de la transformación del niño en consumidor. Sin embargo, las revistas de principios del siglo XX ya dan cuenta de la integración del niño a la publicidad, no sólo como argumento de venta, sino como segmento. Por ejemplo, en la revista El Peneca, se publica en diciembre de 1908 un aviso de Navidad de la tienda “El Niño Elegante”, donde los protagonistas y el público al que se apunta son los niños. El Peneca, núm. 4, 14 de diciembre de 1908.

[12] Sobre las muñecas, véase Histoire de la Poupée, exposición presentada en el Museo Roybet-Fould, Courbevoie, 1973-1974 y Barbara Spadaccini-Day, “La poupée de mode, miroir d’une époque”, en Sous l’Empire des Crinolines, exposición presentada en el Musée Galliera, Paris, noviembre de 2008-abril de 2009, pp. 70-75.

[13] Esta misma idea es expresada por la princesa Marie Bonaparte, citada por Egle Becchi (1998, p. 171).

[14] El Peneca, núm. 16, 8 de marzo de 1909.

[15] Sobre los juguetes en Chile, véase Jorge Rojas (2006, pp. 348-388).