Escribir el viaje: de Montaigne à Le Clézio*
Writing up the Trip: From Montaigne to Le Clézio
Sylvain Venayre1
1Université Grenoble-Alpes, Francia, sylvain.venayre@univ-grenoble-alpes.fr
Resumen:
El texto se ocupa de mostrar cómo del siglo XVI a nuestros días, los itinerarios y el sentido del viaje –de la peregrinación, a los viajes de estudio y de ahí al Grand Tour, con más destinos, y de este a los de placer– han cambiado y con ellos también la escritura. El deseo de sentir y la expresión de los sentimientos de viaje propiciaron una nueva escritura que conllevó la presentación de nuevos códigos estéticos. El artículo refleja cómo hasta las primeras décadas del siglo XIX el relato científico de viajes se enorgullecía de la parquedad de sus enunciados y de su falta de estilo y cómo, desde finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, el viaje se convirtió en una provincia de la literatura en donde el tema de la impresión impone una nueva escritura. “Las impresiones dejaron de tener otra utilidad que no fueran ellas mismas. Se convirtieron en una finalidad, lo que el viajero había partido a buscar con el solo propósito de gozar de ellas.” Bajo el signo del romanticismo, los más grandes escritores se abocaron al género. En estas páginas se percibe la evolución del relato que va de la calidad de los objetos observados al estilo del observador, en donde la dimensión artística cobra una gran importancia.
Palabras clave: literatura; escritura de viaje; relatos; viajeros; aventuras.
Abstract:
The text shows how since the 16th century, the itineraries and meaning of the trip –from pilgrimages, to study trips and from there to the Grand Tour, with more destinations, and from the to latter to pleasure trips– have changed and therefore, the way they are written about. The desire to feel and express travel feelings led to a new form of writing involving the presentation of new aesthetic codes. The article reflects how until the first decades of the 19th century, the scientific travel story prided itself on the parsimony of its statements and its lack of style and how, in the late 18th and early 19th centuries, trips became the province of literature in which printing required a new form of writing. “Impressions ceased to have any other usefulness than themselves. They became an end in themselves, which travelers had started looking for with the sole purpose of enjoying them.” Under the sign of romanticism, the greatest writers devoted themselves to the genre. These pages show the evolution of the story from the quality of the objects observed to the style of the observer, where the artistic dimension acquires enormous importance.
Key words: literature; travel writing; stories; travelers; adventure.
Fecha de recepción: 11 de octubre de 2016
Fecha de aceptación: 16 de febrero de 2017
En 1553, Joachim du Bellay partía hacia Roma, donde serviría como secretario de un célebre primo de su padre, el cardenal Jean du Bellay. A la edad de 30 años, el autor de Défense et illustration de la langue française pertenecía a esta “pléyade” de poetas preocupados por crear obras maestras no sólo en latín, sino en francés. Su estancia romana fue más larga de lo que había previsto: más de cuatro años durante los cuales Joachim du Bellay se esforzó por transformar su experiencia en verso. De regreso en París, publicó un poemario en el que la preocupación por defender la lengua francesa acompañaba a la celebración de su país natal: Les regrets (Las añoranzas). Du Bellay murió a la edad de 38 años, en 1560. Pero su poemario le sobreviviría durante siglos, apoyado tanto en la calidad literaria de sus poemas como en su función política. En efecto, las instituciones escolares del Estado francés promoverían los textos de los Regrets, por lo menos tanto como estos habían celebrado a Francia y su lengua. Tan sólo en los dos siglos precedentes, son pocos los escolares que un día no se aprendieron de memoria el poema más conocido de Du Bellay:
Et puis est retourné, plein d’usage et raison,
Vivre entre ses parents le reste de son âge!
Quand reverrai-je, hélas, de mon petit village
Fumer la cheminée, et en quelle saison
Reverrai-je le clos de ma pauvre maison,
Qui m’est une province, et beaucoup davantage?
Plus me plaît le séjour qu’ont bâti mes aïeux,
Que des palais Romains le front audacieux,
Plus que le marbre dur me plaît l’ardoise fine:
Plus mon Loir gaulois, que le Tibre latin,
Plus mon petit Liré, que le mont Palatin,
Et plus que l’air marin la doulceur angevine.
(Feliz quien, como Ulises, tras bellas travesías,
o como el argonauta que apresó el vellocino,
vuelve, con la experiencia de un ilustre destino,
a vivir con los suyos el resto de sus días.
¿Cuándo, ¡ay!, volveré a ver las viejas chimeneas
y el humo de mi aldea? ¿Qué tiempo y qué camino
me llevarán de nuevo a mi hogar campesino
que es, más que mi heredad, todas mis alegrías?
Amo más el albergue de mis padres en Galia
que la frente orgullosa de un palacio latino,
más que los duros mármoles amo la piedra fina,
el dulce Loira galo más que el Tíber de Italia,
más mi pequeña aldea que el monte Palatino,
más que el aire marino la dulzura angevina.).[1]
Como ocurre con muchas glorias póstumas, la de Joachim du Bellay es extraña. Recordamos esta dulzura angevina con la que el poeta pretendía ilustrar su lengua y su país. Pero recordamos mejor el comienzo del poema que, muy por el contrario, parece anunciar ciertas ensoñaciones modernas. Feliz quien, como Ulises, tras bellas travesías: ¿Acaso se escucha el eco lejano de Du Bellay en Baudelaire, Mallarmé o Rimbaud? Es menos evidente de lo que parece. Del siglo XVI a nuestros días, la escritura de viaje ha cambiado mucho.
Ver y saber
Du Bellay no innova al elegir el viaje como tema de su poema. Testimonio de ello es la referencia a Ulises: junto con la guerra, el viaje es sin duda uno de los temas más antiguos de la literatura. De La odisea a Las historias de Herodoto, pasando por el Éxodo, los libros antiguos privilegian los relatos de viaje. De las novelas de caballería a Marco Polo, sucede lo mismo con los de la Edad Media. Ciertamente, no todos estos textos poseen el mismo registro, pero nada confundiría más que determinar el registro exacto de cada uno de ellos, pues la característica principal del relato de viajes en general consiste en difuminar la frontera entre la realidad y la ficción. Además, en la época de Du Bellay, un proverbio acababa de concluir la ya larga historia del relato de viajes al establecer esta verdad en apariencia irrefutable: “Es fácil mentir para quien viene de lejos.”
Tal constatación no impedía a los humanistas considerar el viaje como una manera fundamental de conocimiento. A su manera lo explicaba Du Bellay: el destino del viajero era el retorno, “lleno de costumbre y razón”, a su país natal. Las palomas de La Fontaine no dirán otra cosa un siglo más tarde. Sólo el retorno daba sentido al viaje, por la suma de conocimientos y experiencias que habían enriquecido al viajero. Se creía en la verdad profunda de otro adagio de la época: “Los viajes educan a la juventud.”
Bajo el nombre de artes apodemicae –o artes de viajero–, toda una literatura se planteó la misión de dictar las normas para viajar de manera provechosa. Erasmo, Justo Lipsio, Montaigne, celebraron las virtudes del viaje, prescribiendo la manera de adquirir el máximo de conocimientos en las estadías lejanas. No era fácil. ¿Acaso los viajes no podían provocar la dispersión del espíritu, acarrear la frivolidad, alejar al hombre de lo esencial? ¿No eran fuente de múltiples tentaciones susceptibles de alejar al viajero de sus objetivos iniciales, incluso de conducirlo al vicio? ¿Podíamos estar seguros de que se garantizaría una buena comprensión del sentido de los espectáculos observados? Para prevenir estas legítimas preocupaciones, los autores de los tratados apodémicos multiplicaban los consejos. A los jóvenes en vísperas de partir les recordaban que era necesario haber efectuado previamente numerosas lecturas y aprendido los idiomas del país que se disponían a visitar. No debían marchar solos, sino acompañados de un preceptor que les ayudaría a ampliar el sentido de sus observaciones. Había que viajar lentamente para ver bien. Finalmente, y por encima de todo, era necesario llevar un diario. Francis Bacon, Samuel Johnson, John Locke, Denis Diderot, Jean-Jacques Rousseau, Léopold Berchtold, Félicité de Genlis, entre tantos otros, repitieron incansablemente estos consejos, formulados por primera vez en la época del humanismo.
El imperativo de tomar notas, en particular, fue muy comentado. Los viajeros no sólo debían escribir cada noche lo que habían visto durante el día, sino también hacer anotaciones en el momento, cuando veían alguna cosa digna de notarse. Debían escribir con tinta, ya que la escritura a lápiz se borra con facilidad. Era necesario distinguir las tabletas, donde se anotaba al vuelo, caminando, aquello que se deseaba recordar, y el diario en el que en la noche se copiaba lo anotado en las tabletas. Podían incluso añadir al diario otro libro en el que se ordenaban, por temas, las reflexiones surgidas con ocasión del viaje. Debían distinguir cuidadosamente los hechos de las reflexiones, las cosas observadas de aquellas referidas por otros. Finalmente, debían hacer todo lo posible por no perder sus notas, las cuales eran a fin de cuentas la principal ganancia del viaje: no guardarlas nunca en el bolsillo, donde podían ser robadas; hacer dos copias cada noche y conservar un ejemplar en un lugar seguro; no confiárselas a otros. Para quien seguía escrupulosamente esos consejos, la escritura ocupaba entonces un tiempo considerable de la vida durante el viaje. Únicamente los voluminosos cuadernos de notas que encerraban la totalidad de los conocimientos adquiridos con ocasión del viaje eran la prueba del interés del desplazamiento y, paralelamente, del valor del viajero.
A esto se añadían los dibujos y croquis. Ya se tratara de las características de un traje local o una técnica de arquitectura, un paisaje notable o una escena de costumbres, el viajero debía ser capaz de bosquejar sus rasgos fundamentales. Sólo así podía esperar recordar perfectamente a su regreso los espectáculos que había observado y, tal vez, descubrir posteriormente un sentido que en el momento se le había escapado en parte. Durante mucho tiempo se consideró indispensable que los jóvenes estudiaran dibujo.
Esta preocupación por el conocimiento provocó que pronto surgiera toda una industria de producción de itinerarios. Los pedagogos que sucedieron a los humanistas lo entendieron: antes de partir, los viajeros debían leer cuidadosamente las descripciones de todos los objetos que iban a observar en el lugar. Eso explica el tamaño, a veces voluminoso, de estas guías. Siempre se podían recortar en el terreno los cuadernos que formaban los diferentes volúmenes con la finalidad de llevarlos en el paseo. Los viajes de estudio eran entonces viajes de verificación de conocimientos previamente adquiridos. El contacto físico con los objetos servía para precisar estos conocimientos y, gracias a la experiencia sensorial, facilitar su memorización.
Los autores de estas guías se inspiraron en un modelo anterior: el itinerario de peregrinación, que databa de finales de la Edad Media. En esta época, la práctica del viaje piadoso se había desarrollado considerablemente. Por los grandes caminos de la Europa cristiana y hasta Jerusalén, los peregrinos encarnaban, en efecto, la figura fundadora del hombre que viajaba por la tierra. La Iglesia se había dedicado a codificar este acto de penitencia por medio del cual se podía expresar ante Dios o ante sus distintos intercesores una petición, un arrepentimiento o un reconocimiento –o simplemente reconfortar la fe, incluso probar la verdad cristiana por medio del milagro–. Al mismo tiempo, al ser el viaje en sí mismo una oportunidad de múltiples pecados, y al poder endosarse la identidad peregrina los vagabundos sin escrúpulos, los eclesiásticos multiplicaron las recomendaciones para enmarcar estos desplazamientos. Así, los comentarios y los itinerarios constituyeron la primera literatura normativa sobre el viaje.
Fue este modelo el que evolucionó a partir del Renacimiento, bajo la influencia del nuevo imperativo del viaje de estudios. Durante los siglos XVII y XVIII dio pie a la forma del Grand Tour (la expresión aparece por primera vez en francés en 1670), este viaje de dos a tres años que los jóvenes aristócratas de Europa llevaban a cabo al terminar sus estudios y que durante mucho tiempo tuvo como culminación Italia, considerada como la madre de todas las artes. A finales del siglo XVIII, Léopold Berchtold proponía la siguiente variante:
Comenzar por Holanda; 4 ó 5 semanas bastan para verla bien. Dirigirse a Hanover, Berlín, Dresde, Praga y Viena; replegarse hacia Munich, Innsbruck y Milán; se debe hacer de manera que se llegue hacia la segunda mitad del otoño. Tomar enseguida el camino de Módena, Ancona, Loreto y Roma: tan sólo descansar ahí y dirigirse directamente a Nápoles. Partir de Nápoles lo bastante pronto para gozar los últimos ocho días del carnaval en Roma. Permanecer en esta antigua capital del mundo hasta las últimas fiestas de Pascua, incluidas. Retomar la gran ruta de Florencia, Boloña y Venecia, a donde es interesante llegar para la feria de la Ascensión. Encaminarse hacia Verona, Mantua, Piacenza, Génova, Turín. Pasar el resto del verano y el segundo otoño en Suiza y el invierno siguiente en Niza o Montpellier. Dedicar finalmente la primavera siguiente al examen de las principales ciudades de Francia, regresar a París, permanecer en ella de 4 a 5 semanas y retomar por Bruselas y Ostende las encantadoras riveras del Támesis. Recapitulando sobre este esbozo de viaje, bastan de 28 a 30 meses para llevarlo a cabo.
Por supuesto que había otros posibles itinerarios: el mismo Berchtold reconocía no haber seguido este. De cualquier manera, todos se centraban en Italia, el destino que proporcionaba la materia de la mayoría de guías de viaje durante el siglo XVIII. Como lo atestigua la más célebre de estas guías en la Francia de finales del antiguo régimen, la que Lalande publicó (en ocho volúmenes) en 1769, numerosas elites del continente habían adoptado la práctica británica en esta época.
El itinerario propuesto por Berchtold señala otra evolución del Grand Tour: la progresiva reevaluación del retorno por Suiza. Al comienzo, el ideal del viaje de estudios había sido el viaje urbano, una itinerancia de ciudad en ciudad en busca de obras de arte e historia. En la segunda mitad del siglo XVIII, este modelo se complicó con la novedad de la atención a los sitios naturales, comenzando por los Alpes suizos. La montaña había dejado frío a Montesquieu durante su paso por el Tirol en 1728. Ahora parecía desprender un encanto particular que los escritores, de Rousseau a Senancour, se dedicaron a celebrar.
Este gusto por Suiza iba más allá de una simple extensión de la curiosidad. Los destinos del viaje de estudios se volvieron cada vez más numerosos a partir de finales del siglo XVIII. En 1787, la publicación del primer volumen del relato de viaje de Choiseul-Gouffier anunció así el redescubrimiento de Grecia que, redoblado pronto por la pasión egipcia (el viaje de Vivant Denon data de 1799), iba por su parte a lanzar la moda de los viajes a Oriente. Pero la expresión del deseo de montaña señalaba algo nuevo, una mutación fundamental en el orden de las sensibilidades. El gozo del paisaje no era ya solamente el de la belleza armoniosa del campo humanizado. Había algo más en juego, que se expresaba por medio de la invención de los códigos estéticos de lo sublime y lo pintoresco. Lo que a partir de entonces buscaban los viajeros, era el horror deseable suscitado por los cúmulos de rocas y nieves eternas –o la variedad de paisajes cambiantes en los caminos escarpados–. Ahora bien, estos nuevos gustos no descansaban ya solamente en la voluntad de aprender, sino en el deseo de sentir.
Esta mutación se tradujo en una nueva escritura de viajes. Ciertamente, a partir del siglo XVI los viajeros habían expresado en su correspondencia privada sus emociones particulares, las aventuras que habían podido ocurrirles. Montaigne da testimonio en su diario italiano de 1580-1581, igual que Racine en su viaje con dirección a Uzès en 1661 o Charles de Brosses en sus cartas de Italia de 1739. Pero estas anotaciones no estaban destinadas a la publicación. Cuando pasaban por la etapa de la edición, los viajeros de regreso en sus hogares mostraban relatos que privilegiaban la exposición estricta de los conocimientos. Como el de Lalande, estos relatos debían servir en principio como guías. El surgimiento del deseo de sentir, la definición de los códigos de lo sublime y lo pintoresco cambiarían esta situación. En el último cuarto del siglo XVIII, algunos autores terminaron de quebrar esta coraza que, bajo la autoridad de los humanistas, había estorbado la expresión de los sentimientos del viaje. Entre los primeros en hacerlo se encontró Rousseau; le sucedieron Sterne, Bernardin de Saint-Pierre, Dupaty, Goethe, Senancour. Sus logros autorizaron la publicación de diarios y correspondencias privadas de los siglos anteriores: no es casualidad que el diario de Montaigne o las cartas del presidente De Brosses fueran publicados durante las últimas décadas del siglo XVIII.
Hubo sin embargo un tipo de narración que continuó siendo hermético a esta expresión de los sentimientos: el viaje científico. Durante los siglos XVII y XVIII este se refería cada vez menos a Europa, ya que el deseo de saber se expandía hacia los márgenes del mundo conocido o en dirección de las regiones inexploradas del globo. Este tipo de viaje conoció un gran éxito, del cual es testimonio la moda de las colecciones de extractos. A mediados del siglo XVIII, la más célebre de esas colecciones era la monumental Histoire générale des voyages, que el abate Prévost había comenzado a traducir del inglés en 1746, antes de proseguir esta labor por su cuenta en los años siguientes. En 1780, La Harpe propuso un “compendio” (en 24 volúmenes), que tuvo una enorme difusión a la vuelta de los siglos XVIII y XIX. En teoría, aquellos relatos se limitaban a presentar a los lectores la exposición rigurosa de fenómenos desconocidos. Como seguía repitiendo La Harpe, no había lugar para la impresión personal. Por el contrario, el rechazo a la novela y la anécdota era precisamente la prueba de la dignidad científica.
Hasta las primeras décadas del siglo XIX, el relato científico de viajes se enorgullecía de la parquedad de sus enunciados y su falta de estilo. El relato de Bougainville fascinaba por ser supuestamente el informe exacto de la primera vuelta al mundo efectuada por un francés en 1771. Este había podido observar, especialmente en Tahití, espectáculos lo bastante insólitos para que no hubiera necesidad de añadirles nada. Tal era también el caso de las obras de a quien se consideraba entonces el mayor viajero de su época: Alejandro de Humboldt. Tampoco escapaba la alta montaña de esta influencia del modelo de la escritura científica. Quizá los paisajes de los Alpes excitaban cada vez más las imaginaciones sensibles, pero cuando se trataba de explicar la geología o el clima, el efecto literario debía quedar expulsado del relato: Saussure lo evoca cuando relata la primera ascensión al Mont Blanc. Tal vez esto queda menos claro en el caso del inventor de los Pirineos, Ramond de Carbonnières. Aun así, los viajeros más célebres a la vuelta de los siglos XVIII y XIX se dedicaron a crear un estilo en el que la ausencia de efectos parecía garantizar al lector la seriedad de las informaciones reportadas. Bougainville, Humboldt, Millin, Saussure, Volney, Young, se encontraron entre los autores más célebres de aquel momento de la historia del relato de viajes.
De manera sorprendente, fue en ese marco donde el relato de viajes femenino logró conquistar su primera legitimidad. Por más que el estudio y el conocimiento se consideraran asunto de hombres, las mujeres no viajaban menos. Ellas también realizaban escrupulosamente las anotaciones que se recomendaban desde el siglo XVI. Y también llevaban correspondencia. Pero, al contrario de los hombres, su actividad editorial debía encasillarse en los libros para la juventud. Al ser antes que nada madres y esposas, a las mujeres se les reconocía una forma paradójica de supremacía en la instrucción de la niñez. Sus aptitudes para el estudio y la producción de conocimientos eran casi siempre despreciadas, incluso negadas. Algunos naufragios podían hacer de ellas testigos privilegiados, pero eran casos excepcionales. Aun así, pronto hubo un género que les quedó reservado: el de la visita al harem. Este se impuso luego de la publicación póstuma, en 1763, de la correspondencia de lady Montagu. Sus descripciones de un lugar cerrado, prohibido para los hombres, contribuyeron a legitimar, en este caso preciso, la publicación de narraciones femeninas. A mediados del siglo XIX, Valérie de Gasparin se inscribiría aún en esta lógica. Durante mucho tiempo, el harem y los baños fueron objetos privilegiados de los libros de viajeras.
Sentir y gozar
Tal como lo atestiguan los diarios de viaje de Mérimée, Michelet, Tocqueville, Flora Tristan o Emile Zola, publicados por otra parte a título póstumo en su mayoría, el género del viaje de estudios se perpetuó a todo lo largo del siglo XIX. En el siglo siguiente, fue incluso renovado por las formas de investigación, ya se tratara de exploración (Alexandra David-Néel, Michel Vieuchange), de reportaje (Albert Londres, Joseph Kessel) o de etnografía (Michel Leiris, Claude Lévi-Strauss). Pero estas continuidades no son sino aparentes. Vieuchange seguiría menos los pasos de René Caillié que los de Rimbaud; Kessel duplicaba sus reportajes por medio de novelas; Leiris y Lévi-Strauss escribirían libros cuyos modelos eran tanto literarios como científicos. Era difícil hacerlo de otro modo: desde finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, el viaje se había convertido en una provincia de la literatura.
Nada lo muestra mejor que las transformaciones por las que pasó, en esa época, el tema de la impresión. Ciertamente ni Humboldt ni Saussure desdeñaban las impresiones; pero esto era porque, según la filosofía sensualista entonces dominante, estas constituían el origen de las ideas. Desde el punto de vista de estos científicos, todo conocimiento comenzaba por una sensación y era sólo en ese sentido que el viajero en busca de conocimientos debía anotar las impresiones que le sobrevenían. Rousseau, Dupaty, Bernardin de Saint-Pierre, Sterne, Goethe cambiaron todo aquello. De manera progresiva, las impresiones dejaron de tener otra utilidad que no fueran ellas mismas. Se convirtieron en una finalidad, lo que el viajero había partido a buscar con el solo propósito de gozar de ellas. En el orden literario, triunfaron en 1835 con las Impressions de voyage en Suisse de Alexandre Dumas y, sobre todo, los Souvenirs, impressions, pensées et paysages pendant un voyage en Orient de Alphonse de Lamartine.
Este nuevo auge del tema de la impresión marca la entrada del relato de viajes a la literatura. Bajo el signo del romanticismo, los más grandes escritores se avocaron al género. Chateaubriand, Nodier, Lamartine, Dumas, Hugo, Nerval, Gautier, Quinet, publicaron célebres relatos de viaje. Con Germaine de Staël, Frances Trollope, George Sand, las mujeres se hicieron de un lugar en él. Algunos se convirtieron incluso en especialistas del género: Ampère, Saint-Marc Girardin, Custine, Marmier. A la vuelta de los siglos XIX y XX, la gloria póstuma de los relatos de Stendhal, el triunfo de Pierre Loti, los logros de Taine, James, Jerome K. Jerome o Maupassant confirmaron aquello de lo que nadie dudaba ya: el relato de viajes se había convertido en un género noble. De Ella Maillart a Nicolas Bouvier, algunos continuarían haciendo de él su especialidad.
Sin duda nada prueba mejor esta evolución que la aparición de las primeras antologías de relatos de viaje. En este ámbito, la iniciativa corresponde tal vez a Théophile Gautier, que publicó desde 1852, bajo el título Caprices et zigzags, una recopilación de breves relatos de viaje ya publicados en los folletines de distintos periódicos. Sin cambiarles una palabra a estos textos, su sola publicación en un volumen relegaba a segundo plano no sólo su hipotético interés de actualidad, sino también la singularidad de los objetos descritos por el autor. Gautier afirmaba de manera implícita que a partir de entonces sólo contaba el estilo del escritor. Era este el que daba su unidad a la recopilación, a pesar de la gran diversidad de objetivos del libro. A continuación se publicaron antologías que agrupaban extractos de relatos de viaje de diferentes autores. Por otra parte, la presente obra es a su vez el resultado de esta evolución, a través de la cual el interés de un relato de viaje no se mide ya por la calidad de los objetos observados, sino por el estilo del observador.
Esta evolución fue, sin embargo, complicada. A muchos, el relato literario de viaje les pareció un desvío, tanto del relato de viaje científico como de la literatura. Por otro lado, grandes escritores se negaron a involucrarse en él, no sólo al no escribir ningún relato de este tipo, como Balzac, sino, de manera aún más significativa, renunciando a publicar las notas que habían tomado en sus viajes como fue, en particular, el caso de Flaubert. Con la fogosidad que se le conoce, Barbey d’Aurevilly exponía así todas las razones por las cuales un artista debía despreciar los relatos de viaje. ¿Acaso no estaban estos construidos sin plan, sin unidad? ¿Sus autores no pretendían escribir sobre los lugares en sí mismos, sin preocuparse exageradamente por el estilo, sin que obrara la imaginación? ¿No eran, en consecuencia, todo lo contrario de una obra de arte? Además, añadía Barbey, estos relatos no poseían ni siquiera el mérito de la originalidad, cuando los avances de los medios de locomoción habían puesto los viajes al alcance de todos.
Ahora bien, precisamente era este último argumento el que justificaba, a los ojos de los amantes del género, la dimensión artística del relato de viaje. El propio Barbey no podía sino reconocerlo: “el viaje, por sí mismo, es poca cosa, apenas vale por el viajero que lo narra y sabe imprimirle esta personalidad a la que nada reemplaza cuando el autor no se la imprime”. Ciertamente, el impulsivo crítico sacaba la conclusión de que los mejores relatos de viaje significaban solamente que su autor –en este caso Custine– hubiera producido grandes obras si no hubiera desperdiciado su genio por los caminos. Esto no significa que su demostración no pasara por una distinción entre los relatos de viaje que merecían ser leídos y los que no lo merecían. Y que esta distinción no se basaba ya en lo que el viajero había visto, sino en la manera en que lo había descrito.
Aun a su pesar, Barbey reconocía entonces la existencia de relatos de viaje dignos de pertenecer al mundo del arte. En efecto, por más vigorosa que fuera su crítica, no decía nada que no hubieran dicho los escritores célebres que, desde Chateaubriand, publicaban relatos de viaje, aquello a lo que el Itinéraire de Paris à Jérusalem había abierto el camino. Al proclamar su negativa a limitarse a describir el espectáculo de las cosas vistas, afirmando que lo esencial residía en la expresión de sus sentimientos y sus aventuras, Chateaubriand había contribuido a definir el contorno de una nueva figura del viajero. Nombraba esta figura a la vuelta de una frase: había hecho “el viaje de un poeta”.
De hecho, Chateaubriand partió a Oriente como poeta, con la finalidad de “buscar imágenes” para escribir Les martyrs. Después de él, muchos otros viajaron de la misma manera para encontrar, en la contemplación del espectáculo del mundo, la inspiración necesaria a su obra. Salammbô es testimonio de que el propio Flaubert, si bien no publicó un relato de viajes, supo sacar partido de sus impresiones consignadas en el Oriente. El viaje tenía lugar en nombre de las musas inspiradoras. Víctor Hugo hablaba a este propósito de la musa pedestris. Los escritores reiteraban el imperativo de la marcha a pie, heredada de las artes apodémicas, pero hacían de ella ahora, en una celebración rousseauísta del paseo, la condición esencial de la inspiración. La creación poética se había convertido en el horizonte verdadero del viaje: siguió siéndolo de Baudelaire a Saint-John Perse, pasando por Rimbaud, Segalen, Cendrars, Claudel, Larbaud o Michaux.
La originalidad de Chateaubriand consistía en haber escrito, bajo la influencia de la “musa pedestre”, no sólo Les martyrs, sino también el Itinéraire de Paris à Jérusalem, es decir, un relato de viajes que pronto se consideró como una obra literaria en su totalidad. En realidad, el “poeta” de viaje no era tanto un versificador como un autor capaz de decir algo distinto al común de los viajeros sobre el espectáculo del mundo. Los escritores que se entregaban al género del relato de viajes utilizaron entonces todos los recursos de su arte, multiplicando conforme a su talento las digresiones, las reflexiones filosóficas o los trazos humorísticos. Para ellos lo esencial era distinguirse de quienes, al viajar, se limitaban a observar. A comienzos del siglo XX, la última paradoja de Blaise Cendrars –“cuando se viaja habría que cerrar los ojos”– no hacía sino inscribirse en una tradición secular a partir de entonces, a través de la cual los escritores se negaron a quedar reducidos al placer de ver que, en teoría, justificaba el viaje de los turistas.
En eso consistió por otra parte el éxito del Voyage autour de ma chambre de Xavier de Maistre. Publicado confidencialmente en 1794, ese pequeño libro se erigió progresivamente como obra fundadora, ilustración notable de la idea según la cual el interés artístico de un relato de viaje dependía menos de la realidad del espacio recorrido que del solo talento del escritor. El Voyage autour de ma chambre es, de todas maneras, un caso límite. En general, los escritores daban prueba de su talento al consignar con todo el arte necesario las sensaciones recibidas por las cosas vistas y escuchadas durante su viaje. Hugo exponía así lo que era el viaje de un poeta, emprendido siguiendo la estela de Chateaubriand: “El viajero ha caminado todo el día, amasando, recibiendo o recolectando ideas, quimeras, incidentes, sensaciones, visiones, fábulas, razonamientos, realidades, recuerdos”, explicaba; “llega la noche, entra a un alberge y mientras la cena se apresta, pide una pluma, tinta y papel, se acoda en el ángulo de una mesa y escribe. Cada letra suya es el saco donde vacía la cosecha que su espíritu logró en el día.” Unos años más tarde, los Goncourt resumieron esta figura en una fórmula sarcástica: “¡Durante mucho tiempo pensé que el hombre de letras era eso! Un hombre de viaje que escribe en una mesa de albergue bebiendo champaña.”
Semejante concepción del viaje se correspondía con la promoción literaria de la descripción de la naturaleza, emprendida desde finales del siglo XVIII bajo los auspicios de Rousseau y Bernardin de Saint-Pierre. Los viajeros de las épocas anteriores sin duda se complacían al contemplar el espectáculo de la naturaleza. No era que los escritores del cambio entre los siglos XVIII y XIX pensaran que la literatura de la época clásica había sido insensible a los encantos del paisaje. Para decirlo como Bernardin de Saint-Pierre, “el arte de expresar la naturaleza es tan nuevo, que ni siquiera se han inventado las palabras para él”.
En estas condiciones, el mejor autor de relatos de viaje era el más capaz de transcribir, por medio de palabras, la verdad de la sensación provocada por un paisaje o una escena. Bien podían decir los escritores junto con Lamartine que el relato debía ser “la mirada escrita”, o con Gautier que el autor debía ser “daguerrotipo literario”, con Flaubert que hacía falta “ser un ojo, sencillamente”; de todas maneras, recordaban con vigor que la transformación del paisaje en literatura implicaba el dominio de un arte particularmente difícil. Sin duda Lamartine fue el más preciso en su definición del género nuevo del relato literario de viajes:
De todos los libros por hacer, el más difícil, en mi opinión, es una traducción. Ahora bien, viajar es traducir; traducir para los ojos, el pensamiento, el alma del lector los lugares, los colores, las impresiones, los sentimientos que la naturaleza o los monumentos humanos provocan en el viajero. Es necesario a la vez saber observar, sentir y expresar; ¿y cómo expresar? No con líneas y colores, como el pintor, cosa fácil y simple; no con sonidos, como el músico, sino con palabras, con ideas que no encierran ni sonidos, ni líneas, ni colores.
No todos los escritores del viaje fueron pintores, como Fromentin o Max Jacob, o críticos de arte como Gautier. Todos estaban sin embargo persuadidos de la verdad de esta analogía entre la escritura de viajes y la pintura. Esta constatación bastaría por sí misma para legitimar la existencia de este libro. ¿Cómo no querer relacionar la evolución del relato de viaje con la de la pintura, si a tal grado es cierto que, desde finales del siglo XVIII por lo menos, la restitución de la experiencia del viaje fue influida por los modelos pictóricos? Desde el viaje de Goethe, condicionado por su gusto por los grabados italianos, al de Butor, sometido a las imágenes norteamericanas de Jackson Pollock, el asunto parece evidente. Baudelaire lo escribió al principio del Voyage :
Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,
L’univers est égal à son vaste appétit.
(Para el niño, enamorado de mapas y de estampas,
el universo es igual a su vasto apetito)
Partir y retornar
Y aun así, en la escritura de viaje la escritura no lo es todo. Los autores de relatos de viaje que buscaban afirmar su singularidad como artistas lo hicieron también celebrando las prácticas originales del viaje. Desde alrededor de 1830, estigmatizaron bajo el nombre de “turistas” a los viajeros incapaces de dar muestra de su imaginación. De Töpffer a Morand, pasando por Taine, Loti, Segalen o Le voyage de M. Perrichon, denunciaron aquello que George Sand llamaba la “verdadera calamidad de nuestra generación, que juró desnaturalizar con su presencia la fisionomía de todas las comarcas del globo y encarcelar todos los goces de los paseadores contemplativos”, es decir los turistas. Rechazaban la idea de que el viaje pudiera tener un solo objetivo, comenzando por esas vulgares “curiosidades” que desde entonces los guías turísticos señalarían a golpe de asteriscos. Repetían que sus desplazamientos no tenían otra finalidad que ellos mismos –“como si el viaje no fuera en sí mismo un fin”, dijo Gautier, retomado enseguida por Stevenson. Aseguraban viajar de una manera exactamente contraria a aquella que se suponía de turistas. Al evocar “ese famoso trayecto de Mayence a Colonia que casi todos los tourists hacen en catorce horas durante las largas jornadas de verano, Hugo se enorgullecía de haberlo hecho por su parte en sentido inverso y en un mes. No había mejor modo de hacer entender que el sentido del viaje del artista, al igual que su ritmo, era completamente diferente al del turista.
Era muy difícil para los escritores escapar a este reflejo. El propio Flaubert, a menudo tan sagaz, escribe de manera muy banal en su Dictionnaire des idées reçues: “Viaje: se debe hacer rápidamente.” En realidad, al interior del pequeño mundo de los escritores, el lugar común era más que el viaje debiera hacerse lentamente y sin finalidad precisa, ampliando hacia espacios cada vez más vastos los recorridos ennoblecedores de los vagabundeos urbanos. Por lo demás, el estilo reflejaba con entusiasmo esta ideología del viaje. Con el surgimiento de la literatura de viajes, los relatos se daban como paseos, zigzags, vagabundeos, deambulaciones inciertas que celebraban el alejamiento y la discontinuidad.
Desde este punto de vista, los medios de transporte modernos constituían más bien obstáculos. Ciertamente eran invenciones fascinantes. El ferrocarril, los grandes paquebotes, los aviones dejaron estupefactos a autores tan distintos como Victor Hugo, Jules Verne o Antoine de Saint-Exupéry. Pero una vez pasada la fascinación suscitada por su aparición, se consideraban medios desafortunados de nivelación del mundo. Larbaud o Morand podían gozar de las primeras clases de los trenes de lujo o de los paquebotes –y Cocteau divertirse reproduciendo en la década de 1930 el viaje de Phileas Fogg–. A los ojos de muchos, la cuadriculación del planeta por medios de locomoción cada vez más rápidos y seguros tenía como consecuencia que desapareciera una de las mayores alegrías del viaje: lo imprevisto.
De Chateaubriand a Gautier, los escritores románticos se encontraron entre los primeros que deploraron este sentimiento de abolición de las distancias y uniformización del mundo. No podían despreciar la existencia, a lo lejos, de espacios poco frecuentados, incluso totalmente desconocidos. Gobineau, Fromentin, Léonie d’Aunet, Jane Dieulafoy, Stevenson podían regresar de Persia, del Sahara, del Spitzberg o de los mares del Sur con relatos sorprendentes en los que la preocupación por la literatura se mezclaba con la realidad de espectáculos desconocidos. Era posible imaginar existencias novelescas fundadas en el deseo de ver los confines del globo: el Ismaël de Melville es un ejemplo elocuente, al igual que L’homme qui voulait être roi de Kipling o, en el orden de la parodia, el Tartarin de Daudet. Pero todo ello cambió en el paso del siglo XIX al XX, cuando, bajo el efecto del final de las grandes exploraciones y conquistas coloniales, el mundo pareció cerrado definitivamente –“catastrado”, para decirlo como Nizan–. Michaux escribió en 1929: “la tierra ha sido enjuagada de su exotismo”. Del Des Esseintes de Huysmans al Bardamu de Céline, pasando por Segalen, Proust y Morand, nunca se produjeron tantas teorías sobre el viaje como en ese momento. La nostalgia de la inmensidad del mundo adquirió entonces una forma original: la del deseo de aventura que, de ahora en adelante, cuanto más vivamente expresado, sería más vivamente contrariado. Conrad, London Jünger, Saint-Exupéry, Malraux abandonaron a Jules Verne a su deseo de conocimiento. El relato de aventuras se transformó en una búsqueda del viaje y el peligro, tanto más desesperada en cuanto que el mundo parecía más pequeño y seguro.
Esta crisis de la representación, abierta a la vuelta de los siglos XIX y XX, ha condicionado hasta nuestros días la escritura de viajes. Algunos encontraron un refugio en el estudio, ya se trate de la etnografía en el caso de Claude Lévi-Strauss o de la historia literaria en el de Claudio Magris. Bajo el efecto de las mutaciones del arte contemporáneo, otros siguieron las vías de la experimentación formal, como Michel Butor o Georges Pérec. Algunos se rebelaron, es verdad, pero la gesta rimbaldiana de Jack Kerouac quedó rápidamente enmarcada en las estructuras de un turismo apenas renovado por la figura del “mochilero”. El surgimiento de la figura mediática del “escritor-viajero” bajo los auspicios del viejo Nicolas Bouvier no cambió gran cosa. Los autores más serios dan la impresión de desconfiar de un género que, para haber brillado durante dos siglos, parecía estar en vías de agotamiento. Sin duda no es casualidad que un escritor fascinado por la diversidad del mundo como J.-M. G. Le Clézio no haya publicado casi ningún relato de viaje.
* Conferencia dictada en la Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, 18 de agosto de 2016.
[1] Reproduzco la traducción del poema realizado por el colombiano Andrés Holguín en 1945. Una disertación sobre las traducciones al español de este poema se encuentra en el artículo “Du Bellay en castellano” de Teodoro Sáez Hermosilla disponible en el sitio Dialnet. Elegí la traducción de Holguín por ser la que permite comprender el poema en un sentido literal [N. del T.].