10.18234/secuencia.v0i104.1709
Artículos
La vuelta por el siglo XIX.
Una historia del mundo a través de los objetos*
A Tour of the 19th Century.
A History of the World through Objects
Sylvain Venayre1
1Université
Grenoble-Alpes, Francia, sylvain.venayre@univ-grenoble-alpes.fr
Resumen:
La historia del mundo en el siglo XIX
supone un problema: ¿por qué constituiría este siglo un capítulo coherente?
Este trabajo responde a esa cuestión partiendo de la historia de los objetos.
Cada objeto ofrece un medio de entrada a la historia del mundo, a los fenómenos
de circulaciones y apropiaciones. Permite ver la cronología del establecimiento
de redes en el mundo en el siglo XIX, así como las
consecuencias, y también los límites de esta puesta en red. Saca a la luz los
procesos de dominación. Estas circulaciones de objetos no son sólo imperiales:
también dan testimonio de procesos de identidad en marcha, especialmente en la
escala de las naciones. En las formas de colección del yo que ilustran los objetos
reunidos en el magasin
del siglo XIX, la habitación y el mundo mantienen
una relación homotética, porque el mundo ha venido a la habitación como un
ensamblaje global de cosas importadas y almacenadas.
Palabras clave: decimonónico; mundialización; industrialización; comunicación; siglo
diecinueve; objeto.
Abstract:
The history of the world in the 19th century is a problem:
why would the 19th century be a coherent chapter? This paper answers this
question through the history of objects. Each object
offers a means of entering the history
of the world, the phenomena of circulations and appropriations. This makes it
possible to see the chronology of the establishment of networks in
the19th century world, as well as the consequences,
and limits of this networking. It brings the processes
of domination to light. These
circulations of objects are
not only imperial: they also provide
evidence of ongoing identity processes, especially on the
scale of nations. In the forms of collection
of the self-illustrated by the objects
gathered in 19th century magasins, the room
and the world maintain a homothetic relationship, because the world has come to the room as a global assembly of imported and stored things.
Key words: nineteenth-century; globalization;
industrialization; communication;
19th century; object.
Fecha de recepción: 11 de octubre de 2016 Fecha de
aceptación: 16 de febrero de 2017
¿Por qué el siglo XIX?
El proyecto de una Historia del mundo
en el siglo XIX supone de entrada un problema: ¿por qué constituiría el
siglo XIX un capítulo coherente en la historia del
mundo? Ciertamente el siglo es una unidad artificial, y los historiadores, en
lugar de someterse a ella ciegamente, pueden sacar partido del artificio. La Historia del mundo en el siglo XV, dirigida por Patrick Boucheron,
estaba fundada en esta evidencia. En lugar de usar el término “Renacimiento”,
que en el siglo XV no se refería más que a una pequeña parte del mundo (y aun más: a una pequeñísima parte de las elites sociales de
esa pequeña parte del mundo), Boucheron y sus
colaboradores habían elegido aislar un “siglo XV”
que, en la época en cuestión, no tenía ningún sentido para absolutamente nadie
en la superficie del globo. De esta forma, los autores de Historia
del mundo en el siglo XV no
esperaban privilegiar ningún punto de vista –y en particular ese punto de vista
de las elites europeas, del que Jack Goody recordó
hasta qué punto había orientado el discurso histórico mundial desde hacía
varios siglos.
Una Historia del mundo en el siglo XIX plantea, sin embargo, un problema muy
diferente. Fue precisamente en Europa donde, desde finales de la década de
1790, algunos autores se pusieron a hablar del “siglo XIX”
por venir. El apelativo se difundió ampliamente en los títulos de gran cantidad
de libros y aún más en periódicos, haciendo del “siglo XIX”
el primer “siglo” de la historia en ser nombrado por un número, en Europa y en
América, y después en muchas otras partes del mundo.
No obstante, esta designación del “siglo XIX” vino acompañada de todo un imaginario de ruptura y
modernidad. Al ser nombrado así, el “siglo XIX”
apareció efectivamente como una nueva era de la historia humana, una nueva era
pensada precisamente como el momento de una cierta adecuación del mundo a sí
mismo, partiendo de las consecuencias de las ideologías, la industrialización,
el progreso en los medios de transporte y de comunicación, el aumento de las
migraciones internacionales y, por supuesto, las diferentes formas modernas de
colonización.
Así pues, es muy tentador hacer del siglo XIX el siglo de la mundialización, o de la
globalización. Estos términos son ciertamente anacrónicos. Pero sabemos que en francés, el adjetivo mondial apareció en los años 1890 y ese
surgimiento podría considerarse la culminación de una historia comenzada con el
bautismo del “siglo XIX”, 100 años atrás. Así, en
tanto que cronónimo, el “siglo XIX”
sería la época que condujo a la llegada de la era mundial. Para los pesimistas,
el siglo XIX habría incluso preparado la oscura
gloria de esa era: la de la primera guerra llamada “mundial”, comenzada en ese
año 1914 que a menudo señala, en los manuales de historia, el fin de la época
designada como el “siglo XIX”. Las
representaciones que asocian de entrada al siglo XIX
con el mundo son extremadamente actuantes hoy en día. No es casualidad que dos
de los más célebres ensayos sobre la historia del mundo, los del británico
Christopher Bayly y el alemán Jürgen
Osterhammel, traten precisamente sobre el siglo XIX. Para un número cada vez más elevado de
historiadores, la historia del siglo XIX parece
tener que escribirse, más que cualquier otra historia, en la escala del mundo
entero.
Así, a pesar de que los historiadores franceses han
participado bastante poco en la definición de la World history,
de la Global history, o
incluso en la historia “conectada” tan cara a Sanjay Subrahmanyam, es notable constatar que numerosos manuales
de historia franceses se presentan desde hace tiempo como Historias
del siglo XIX que
abarcan al mundo entero. Es el caso, por ejemplo, de ese best-seller de la
edición universitaria francesa que le debemos a Serge
Berstein y Pierre Milza, y
con el que desde hace 30 años se invita a los estudiantes que comienzan a
iniciar sus lecturas. Hay otros similares pero al
verlos de cerca nos podemos dar cuenta de que no son libros de historia del
mundo, sino más bien un ensamblaje de capítulos, cada uno de los cuales aborda
una región del mundo. En este género de libros, la parte más importante es la
de Europa, en la que se distinguen muy particularmente cada uno de los grandes
Estados de Europa occidental, comenzando por Gran Bretaña, Alemania, y, por
supuesto, Francia. En cuanto al resto del mundo, si bien Estados Unidos de
América, e incluso Japón están bien representados, no diríamos lo mismo de
América del Sur, tratada muy someramente, o de África, reducida por lo general
al papel de víctima del proceso de expansión colonial europea, por no mencionar
a Oceanía. Esos libros no se pueden considerar tentativas de escritura de la
historia del mundo. En ellos no existe ninguna voluntad de “provincializar
Europa”, retomando el título-programa del libro de Dipesh
Chakrabarty. Casi no hay más rupturas que las
impuestas por los acontecimientos políticos. Casi no se analiza la historia del
establecimiento de redes en el mundo durante el siglo XIX,
ni la historia, igualmente importante, de las resistencias e indiferencias con
respecto a esta creación de redes. En el fondo, esa clase de libros no nos
enseñan más sobre la historia del mundo en el siglo XIX
que los primeros manuales aparecidos sobre el tema desde el comienzo del siglo XX –o incluso el proyecto de la Histoire du XIXe siècle en el que trabajaba
Jules Michelet la víspera de su muerte.
Apertura del magasin
¿Cómo escribir una historia del
mundo en el siglo XIX que se adapte a los retos de
nuestra época –la cual inventó justamente las nociones de “mundialización” y de
“globalización”?–. Conviene, claro está, describir y
explicar los grandes movimientos que han terminado afectando al planeta en su
conjunto: industrialización y urbanización; expansiones religiosas y
coloniales; cambio radical de los transportes y las comunicaciones; aumento de
intercambios y migraciones; circulaciones aumentadas de las ideas, saberes y
formas, etc. Al hacerlo, no obstante, es necesario desconfiar del modelo
difusionista que, al repetir el discurso europeo del siglo XIX, condujo a pensar la historia del mundo como la
reacción a un impulso venido de Europa (o de Occidente) y como el punto de
partida de un movimiento de uniformización.
De la misma manera conviene conservar otras escalas que,
para algunos fenómenos, son tan pertinentes como la escala del mundo. Los
primeros subaltern studies mostraron que no se
podían analizar las rebeliones campesinas en la India en función de las ideologías
del progreso y la revolución que surgieron en Europa y en América a partir del
final del siglo XVIII, sino que esos movimientos
revolucionarios estaban a menudo fundados en representaciones del mundo que los
europeos podrían calificar como reaccionarias, una palabra que, en la India de
esa época, no habría tenido realmente ningún sentido. Pero tal como lo subraya Clément Thibaud en nuestro libro,
la invocación de creencias religiosas, del milenarismo o de figuras
paternalistas, así como el carácter local y limitado de las reivindicaciones,
no constituyen argumentos suficientes para rebatir toda la dimensión
revolucionaria de las rebeliones.
¿Cómo evitar, entonces, decretar arbitrariamente la
unidad cronológica del siglo XIX? ¿Cómo sustraerse
a la fuerza del modelo difusionista y tomar en cuenta las diferentes escalas
que permiten comprender la complejidad del proceso de mundialización –y también
de resistencia o indiferencia hacia ese proceso?–.
Existen varias formas de hacerlo. Una de ellas nos pareció la creación, en el
corazón mismo de nuestra Historia del mundo en el siglo XIX, de un magasin.
Como nos lo recuerda François-Xavier Fauvelle
en nuestro libro, la palabra misma es testimonio de la circulación en gran
escala. Magasin ingresó a
la lengua francesa en el siglo xiv por medio del
italiano magazzino,
tomado a su vez del árabe makhzin,
que significaba “depósito” o “despacho”, es decir, el lugar de un poder que es
a la vez el del almacenamiento de mercancías y el de la contabilidad e
inventario. En árabe marroquí moderno, la palabra designa el “Palacio”, en su
sentido físico y político. El inglés magazine,
tomado del francés, no conservó más que la acepción de depósito, almacenamiento
de armas o municiones (al que una acepción aún más restringida del francés
emplea para referirse, no a la armería, sino al cargador del revólver) antes de
extenderlo al almacenamiento de información (que otra acepción del francés
aplica para las reservas de un museo o de una biblioteca), y luego a su
difusión en forma de publicaciones periódicas. Mientras que esta nueva palabra,
magazine, ingresa al francés a finales del siglo XVIII, magasin
termina refiriéndose, en el despunte del siglo XIX,
a una “tienda”, no sin que una acepción hoy envejecida designe a una prensa ilustrada,
a la vez enciclopedia de las artes, almanaque y crónica de descubrimientos
científicos y viajes (Le Magasin
Pittoresque de Édouard
Charton se publica así sin interrupción de 1833 a
1915). En todas sus formas, la palabra expresa en consecuencia la dualidad de
un lugar que almacena y consigna, acomoda y muestra, presenta y registra.
¿Qué objetos podríamos encontrar en un “magasin del siglo XIX” así definido? ¿Cuáles nos parecerían hoy
característicos de la época? En la medida en que tengo el tiempo limitado,
quisiera concentrarme en dos de ellos para tratar de mostrarles, con la ayuda
de estos ejemplos precisos, cómo desviarnos a través de los objetos, sus usos,
las circulaciones que los afectaron, las significaciones que se les
atribuyeron, puede permitirnos describir de otra forma la historia del mundo.
El reloj
Consideremos el reloj, que Christophe Granger estudió
justamente para la Historia del mundo en el siglo XIX, de donde retomo la demostración en su
totalidad. A comienzos del siglo XIX, este objeto
tiene ya una larga carrera marítima, científica y militar. Su uso nace de la
búsqueda de la exactitud por parte de los intelectuales del siglo XVIII. El auge de la navegación científica exige, en
efecto, la minuciosa determinación de las longitudes en el mar. A partir de
1714, las autoridades inglesas dotan al país de un Board of longitudes,
destinado a estimular los estudios en la materia. En 1765, el relojero John
Harrison se las arregla para desarrollar un reloj para marinos con sólo dos
segundos de error después de 42 días de navegación. Después de 1830, los
relojes se imponen en las actividades ordinarias de los barcos mercantes.
En tierra, en las ciudades, la posesión de relojes con
mecanismos mucho más sencillos experimenta una implantación similar. En
Londres, a finales del siglo XVIII, el objeto
seduce a una clientela que supera en mucho a los únicos privilegiados por la
fortuna. Marqueses y condes, pero también maestros cerrajeros, comerciantes de
muebles o de pescado se encuentran entre la clientela de los relojeros. La
organización de un mercado tiene como consecuencia, en el umbral del siglo XIX, la circulación de relojes a precios más atractivos
y la popularización de su posesión. “Desde que tratamos a la relojería común
como manufactura –señala Chaptal en 1819– el precio
de los relojes y los péndulos ha bajado tanto que su uso se volvió general.”
El optimismo de Chaptal es
excesivo, pero muy ilustrativo de la conquista del público a la que se lanzan
los relojeros. En Inglaterra, los centros de producción más importantes
–Londres, Coventry, Liverpool– producen, en 1796, de
120 000 a 190 000 relojes, tantos que el gobierno emprende la instauración de
un impuesto por cada reloj que se posea. Los valles suizos engordan la
competencia. La producción se industrializa. Ciertas fábricas, como la de Elgin en Illinois, consiguen, al final del siglo, sacar 2
000 relojes al día.
Por su parte, la red de vendedores se densifica: ya que
ante todo dan muestra de coquetería, los relojes son vendidos en su mayor parte
por joyeros, modistas, merceros y perfumeros. Frente a la demanda popular, los
vendedores ambulantes y los prestamistas establecen, en la Inglaterra de 1810,
un circuito lucrativo de relojes de contrabando baratos. La fabricación de
relojes más rudimentarios contribuye también a hacer este objeto más accesible.
En 1860, el relojero Roskopf, un alemán nacionalizado
suizo, pone en circulación un reloj bautizado como Prolétaire, cuyo precio no rebasa el salario
semanal de un obrero.
Pero, esencialmente, habría que situar la carrera de los
relojes en el territorio entremezclado de la distinción y los nuevos
significados de la hora. Si los “relojes de leontina”, a menudo pequeños y
redondos, alojados en el bolsillo del saco, la chaqueta o el chaleco, y
amarrados por una cadena o una cinta, se convierten en un objeto familiar en
Europa y en América, lo que permite entender el lugar que les corresponde en
los modos de vida del siglo XIX es lo que se juega
a través de ellos. El auge del reloj es contemporáneo de lo que Norbert Elias llama la “temporación” de las actividades humanas, es decir la
costumbre de los hombres de marcar puntos de referencia temporales comunes para
aquello que hacen. Esta armonización se establece alrededor de 1840, un poco
antes en Inglaterra y en Francia, un poco más tarde en España o en Italia, en
el seno de la administración de correos y transporte.
La voluntad de sincronizar los viajes en tren es la que
impone la nueva preocupación por las horas y los minutos, más aún que los
envíos del correo. Pronto el arraigo de las localidades a los distintos husos
horarios aparece como un obstáculo para el funcionamiento de la red ferroviaria
que se desarrolla. Para facilitar los viajes, se adquiere la costumbre de
ajustar los relojes interiores de las estaciones a la hora de las capitales.
Poco a poco, la uniformización de la hora conquista los relojes públicos y somete
los relojes privados de los habitantes. Así, en 1835, en Londres, el astrónomo
en jefe del reino toma la costumbre de encargar a su joven comisionado que
recorra la ciudad con la ayuda de un cronómetro para dar la hora exacta, la
misma para todos, a los relojeros de la ciudad y así sincronizar todos los
relojes.
Ese mercado de la hora exacta, perpetuado hasta la
primera guerra mundial, trae consigo una doble metamorfosis. Los relojes no
sólo suscriben el nacimiento de un tiempo “artificial”, independiente del curso
del sol. Sobre todo marcan el advenimiento de una
nueva concepción del tiempo que, en el seno de las burguesías europeas, valora
la puntualidad, la intolerancia al retraso y a la contabilidad quisquillosa de
las horas. El reloj, para las amas de casa, es el instrumento de una
racionalización de la gestión del tiempo. Él acompaña a la costumbre de anotar,
en las agendas y libretas que proliferan después de 1830, cómo se emplean las
horas, repartidas y acomodadas.
Esta disciplina horaria inédita, cuyo medio y símbolo a
la vez lo constituye el reloj, impregna al conjunto de las sociedades
occidentales. El tiempo regulado de la hora se convierte en la unidad de la
organización y la vigilancia de las escuelas, las prisiones, los cuarteles, los
asilos y los talleres. E. P. Thompson pudo mostrar hasta qué punto el reloj
había contribuido a imponer, en las fábricas inglesas del siglo XIX, la nueva disciplina del trabajo industrial.
Acompañó e hizo posible la puesta en marcha de un trabajo que, orientado antes
hacia la tarea, en adelante adopta al tiempo y especialmente a la hora como la
medida de su organización y retribución. Pero, al mismo ritmo, el reloj cuya
posesión da el poder de vigilar el trabajo de los otros permite nuevos modos de
dominación de la mano de obra. “Aparte del patrón y su hijo –cuenta un obrero
inglés en 1827– nadie tenía reloj y no sabíamos qué hora era. Había un hombre
con un reloj. Este le fue confiscado y quedó bajo la vigilancia del patrón,
porque le había dicho la hora a sus colegas.”
La influencia de este tiempo programado es engañosa. Por
mucho tiempo, estuvo atrapada en una multitud de referencias temporales
distintas, más porosas, las del día y la noche, las fiestas y las estaciones.
Pero el reloj cumple su labor. Permite administrar el tiempo y administrar por el tiempo. Vuelve posible el sentido aumentado de la
precisión horaria. Signo de autoridad, privativo del patrón, el contramaestre,
el oficial o la institutriz, se encuentra también en el centro de un universo
de nuevas prácticas. El reloj de oro, ofrecido como regalo de comunión de los
padres o los amigos íntimos, ocupa su lugar en los ritos de la vida familiar.
Tiene también su función, como alhaja, en la formación del gusto por los
adornos. “El reloj, la tabaquera y el impertinente montado en oro –leemos en
1879– son las únicas joyas que debe permitirse un hombre educado.” En cuanto a
las mujeres, que únicamente usan el reloj de pulsera, se les invita a combinar
el objeto con la variedad de sus atuendos.
Cargado con todas esas propiedades, el reloj se impone en
el magasin del siglo XIX. Y es así como se mezcla con los encuentros entre
mundos que en ese entonces se multiplican. Los relatos de exploradores y
colonos abundan en descripciones del encuentro entre fascinado e impactado de
los pueblos extraeuropeos con el utensilio. Las
escenas suelen ser parecidas. Algunos, como el americano Audubon
al hacerse invitar entre los indios de Norteamérica en 1840, cuentan el poder
de seducción del objeto:
Extraje un bello reloj de mi pecho, diciéndole a la mujer
que se hacía tarde y estaba cansado. Al ver esa joya, cuya riqueza no se le
había escapado, pareció producir en su espíritu un efecto realmente eléctrico.
Hubo que satisfacer su curiosidad mostrándosela enseguida. Saqué la cadena de
oro que la detenía en mi cuello y se lo presenté. Se quedó en éxtasis frente a
él, admiró su belleza, me preguntó cuánto costaba y pasó la cadena alrededor de
su enorme cuello, exclamando que la posesión de un tesoro así la haría muy
feliz.
Otros, médicos y oficiales, rivalizan al afirmar el
efecto mágico del reloj sobre los pueblos supuestamente primitivos, su
capacidad para despertar la fogosidad guerrera de las tribus africanas o, a la
manera de sir Baker en las guerras con el hijo del rey Kamrasi
en los confines del lago Victoria, para rescatar al aventurero occidental de
las garras de sus carceleros. La escena se convierte en un lugar común. De
hecho, el reloj autoriza la clasificación espontánea de los pueblos de la
tierra. Acompaña y orienta el encuentro con mundos donde, para el gusto de los
viajeros avezados en la magia del objeto, revela bruscamente su distancia con
respecto a lo que estos consideran la encarnación de la “civilización”. El
francés Louis Noir afirma así en 1872:
El negro tiene una pasión extraña por los relojes; el
reloj tiene algo misterioso que excita al punto más alto su curiosidad: lo toca
estremeciéndose, observa los engranajes con un terror cómico, se queda en
éxtasis ante las agujas. A veces se ve a 30 o 40 frente a las tiendas de
relojes, la mirada en la vitrina, el pecho jadeante, las manos juntas, y
siguiendo con ansiedad los movimientos del relojero, al que observan como a un
brujo.
Como utensilio del progreso e indicador de la cultura
occidental, a partir de 1870 el reloj se abre camino entre la buena sociedad
urbana y después entre la población de los territorios surgidos del dominio
imperial o, simplemente, de la influencia occidental. En Kenia, en India y en
la península arábiga de la década de 1880, “la demanda de relojes baratos es
considerable”, de ser ciertos los informes británicos. Durante mucho tiempo,
Beirut es el centro principal de aprovisionamiento. En 1902 importa más de
nueve toneladas de relojes ingleses. Damasco se vuelve también un centro activo
en la materia. Ahí no sólo se instalan los representantes de las principales
firmas relojeras suizas, sino que la ciudad ve multiplicarse a los fabricantes
locales de relojes, los sā’ātī.
Tal implantación no sólo procede de una apropiación de
las costumbres occidentales. Tiene mucho que ver con la inmensa empresa de
racionalización horaria a la cual se entregan, con motivo de la colonización,
los administradores reformistas y los intelectuales musulmanes. La exigencia de
exactitud en las vías ferroviarias, así como se manifiesta en Calcuta o Dar es Salaam, la nueva presencia de relojes en el espacio público
de El Cairo, Alejandría y Estambul, la puesta en circulación de un idioma del
tiempo que da lugar a la precupación por la precisión
y el intercambio ordinario de referencias horarias, así como los debates sobre
la reforma del calendario islámico y más aún sobre las horas de los rezos y las
fechas de ramadán obraron para aclimatar el uso del reloj en mayor medida que
la nueva disponibilidad de piezas de relojería.
La implantación del objeto en Japón es en parte similar.
La apertura del país al comercio internacional en 1853 libera la posibilidad de
un nuevo mercado. Hasta 1873, de todas maneras, este permanece en una estrechez
extrema. Son necesarios el abandono del sistema tradicional de división del
tiempo, la cultura de la exactitud que sostiene el desarrollo de las vías
ferroviarias, su difusión a través de las escuelas y las fábricas, pero también
la adopción en 1879 de una hora única en todo el país, transformaciones
operadas bajo el impulso de los ingenieros británicos, para volver útil y
necesario al reloj. La multiplicación de los negociantes, europeos y japoneses,
que importan 200 000 piezas en 1890, más el desarrollo en el lugar de
manufacturas de producción y la puesta en circulación de relojes económicos
permiten, en 1907, que un japonés entre diez posea el suyo.
Tal vez es en el movimiento que impone un poco por todas
partes el sistema de las horas nacionales y después el de la hora mundial en
1911, que se mide de mejor manera el triunfo del reloj. Lo importante no es que
Francia, en 1891, Alemania en 1893, Dinamarca en 1894 o España en 1900 adopten
una “hora legal” donde se aloja la nacionalización de los puntos de referencia
cotidianos, ni siquiera la discusión interminable, entre científica y política,
que preside la elección del meridiano universal, el de Greenwich. Lo importante
se encuentra en la preocupación común de señalar el tiempo del mundo, en la
certeza de que existe un tiempo común que viene a marcar el ritmo de las
actividades humanas en el conjunto del globo, del que el reloj se ha vuelto, en
todas partes, el signo portátil.
Ropa usada
Consideremos ahora otro tipo de
objeto, que toca categorías sociales claramente menos favorecidas que aquellas
que se benefician con la posesión de relojes: la ropa de segunda mano,
precisamente estudiada por Manuel Charpy para nuestra
Historia del mundo en el siglo XIX, y de la que tomo prestada igualmente toda
su demostración. Los europeos del siglo XIX le
ponen atención de manera súbita durante la epidemia de cólera que, partiendo
del Ganges en 1817, alcanza a Europa en 1832, tras haber pasado por el oriente
de África y Asia Menor, mientras que otra cepa se propaga por la vía de las
caravanas de peregrinos a La Meca. Entonces las miradas voltean hacia las
vestimentas que circulan por el mundo, en particular las ropas de segunda mano,
las que llaman fripes,
consideradas a partir de entonces como desperdicios cargados de miasmas. En
Francia, las autoridades prohíben desde 1831 la importación de “todos los
efectos de vestir viejos o incluso simplemente tolerados que constituyen el
comercio de trapería”. El vínculo entre epidemia y ropa vieja queda subrayado
por los relatos de los episodios de contagio: en 1819, ¿acaso los marinos
ingleses llegados de Calcuta no diezmaron a los habitantes de Isle de France
(hoy isla Mauricio) al venderles harapos? Las mismas inquietudes y las mismas
medidas para el cólera en la década de 1880. Mientras en París los médicos observan
una concentración de los decesos en el barrio del Temple, el mayor mercado
mundial de ropa usada, las prohibiciones a la importación de ropa de ocasión se
multiplican en toda Europa, de Austria-Hungría a Rumanía, pasando por el reino
de los Países Bajos. En 1889, las autoridades danesas establecen la lista de
países prohibidos para la importación de ropa usada en el reino: Marsella, los
puertos de Sicilia, Egipto, Tonkín y la Cochinchina, las Indias neerlandesas y
orientales, el Mar Rojo, Brasil, Cuba, Haití y Puerto Rico…
Aquellas medidas son en vano, pues la ropa en general
está desinfectada. Sin embargo, nos interesan en tanto dan testimonios del
carácter transnacional del comercio de la ropa usada. Nos equivocaríamos al
considerarlo como arcaico. En realidad está muy
estructurado y en gran escala. Su aprovisionamiento no es azaroso: los
ropavejeros, que emplean a veces a más de una decena de personas, compran en
masa a las administraciones, en particular a los ejércitos ingleses y franceses
que dan de baja centenares de miles de piezas, pero también al Correo, a los
pensionados, a las arquidiócesis, etc. A estos
uniformes, a menudo reteñidos y ajustados se añade el flujo de los “trapos
burgueses” recolectados por los ropavejeros y seleccionados en talleres y,
finalmente, después de 1850, los trajes defectuosos de la naciente confección
industrial.
En ese mercado dominan Londres y París, las dos capitales
de la moda. Los mercados tradicionales dejan su lugar para actividades
concentradas. En París, el Temple se convierte en un centro neurálgico, sobre
todo porque bajo el segundo imperio, la municipalidad manda construir un
mercado especializado que alberga a más de 1 500 ropavejeros, ofreciendo
2 000 lugares el nuevo mercado de 1865. En Londres, centenares de tiendas
se concentran en Pettitcoat Lane
y en la década de 1840, los comerciantes crean ahí el Old Clothes
Exchange que cuenta con 90 lugares grandes. Nueva York –alrededor de las
calles Baxter y Chatham–, Boston y Filadelfia son también centros donde se
vuelve a barajar la ropa usada de todo el mundo. París y Londres importan
prendas de segunda mano de toda Europa: durante el año de 1859, el Temple
compra 71 toneladas en el Reino de Cerdeña, 22 toneladas en Inglaterra, 19
toneladas en Bélgica, cinco toneladas en Argelia. Seleccionada y a veces
modificada, se reexporta. El Temple la reenvía a los ropavejeros de toda
Francia, en tiendas o ferias, de la Bretaña al Delfinado. El Old Clothes Exchange exporta al País de Gales, Escocia y sobre
todo Irlanda. De Nueva York salen las pacas hacia el oeste y el sur del país.
Las exportaciones son también internacionales. En Francia, las aduanas crean en
1834 la rúbrica “ropa vieja o sufragada”. Para el Temple, los países europeos
absorben 60% de las exportaciones, es decir 1 200 toneladas a finales de la
década de 1860, de las cuales la mayor parte va hacia la Zollverein
(187 t), el Reino de Cerdeña (163 t), Bélgica (116 t), Suiza (104 t).
Muy a menudo, y desde la década de 1820, esta ropa usada
compactada en pacas cúbicas de 130 kg cruza los límites de Europa. Un
contemporáneo señala en 1855 que las tiendas del Temple “envían los sobrantes
de sus guardarropas al Congo, Senegal o las Indias Occidentales, donde hacen
las delicias de los reyes negros y los petimetres de Santo Domingo o Barbados”.
En realidad, exportan ante todo a Rusia, Estados Unidos, las Antillas y las
jóvenes naciones sudamericanas que visten a sus nuevos ejércitos con uniformes
reformados –más de 800 toneladas de uniformes en 1859 van hacia las Antillas y
Brasil. En la década de 1860, Alexis de Gabriao
observa en la joven república de Ecuador “soldados indígenas a quienes les
encasquetaron viejos uniformes de la artillería francesa” y Brasil contabiliza
entonces sus importaciones de ropa usada, a tal punto son importantes, en 3 900
000 francos, tanto como las de calzado. Estos uniformes, modificados, se
compran también para la población civil tanto europea como indígena.
África del Norte y las costas africanas aparecen como
nuevos mercados en la década de 1830, especialmente Argelia que, con 156
toneladas importadas en 1860, se convierte en un espacio de tránsito hacia el
Magreb y el África subsahariana, al limitar las autoridades metropolitanas el
comercio de uniformes por miedo a los desvíos. En las costas africanas, la ropa
usada europea está por todas partes, de Saint-Louis de Senegal a la Bahía Delagoa, pasando por Libreville.
Estos circuitos internacionales se desarrollan con mucha
mayor facilidad en tanto que retoman y conectan circuitos preexistentes. Es,
por una parte, la trama de las ferias, mercados y tiendas de ropa usada de Lima
a Pekín, pasando por Túnez. Son, por otra parte, las redes de exportación de
confecciones que existían desde el siglo XVII. La
confección naciente en París, Londres y Nueva York se desarrolla exportando sus
modelos rezagados a final de temporada hacia el hemisferio sur, en contraestación, en particular hacia América del Sur, lo que
evita liquidarlos en Europa. También son masivas las exportaciones hacia las
Indias y las costas occidentales de África donde, se felicita el confeccionista
Lémann en 1857, “hasta los salvajes buscan nuestra
ropa”. Zonas de exportación de prendas de ocasión y confeccionadas se confunden
entonces, a tal punto se parecen a los ojos de los consumidores. La ampliación
de este comercio a escala mundial es acelerada por la semiconfección,
que permite a los fabricantes alemanes mandar a cortar sus piezas en
Inglaterra, donde la mano de obra es más barata, antes de que sean ensambladas
a la medida de los clientes por todo el mundo. Esta ropa en piezas separadas
paga muy pocos impuestos en las aduanas, al igual que la ropa usada, asimilada
al comercio de los desechos industriales.
Si bien Londres y París dominan este mercado, conviene
subrayar que gran cantidad de circuitos se les escapan. Es el caso, por
ejemplo, de Tartaria donde, señala el Padre Huc en
1845 ante los puestos de ropavejeros, “no se experimenta la menor repugnancia
por servirse de la ropa de otros”, en ese caso chinos. Lo mismo en Manchuria
donde, en la década de 1870, enormes pacas de ropas de segunda mano chinas
circulan a través del mar amarillo entre China y Corea, o con los ropavejeros
del zoco de Túnez que venden sobre todo albornoces, haiks
y feces de ocasión.
Pero por lo general estos comercios entremezclaban mundos
diferentes. Eso es lo que observa desde 1806 John Barrow en Lima, a donde la
ropa usada llega con los balleneros que vienen del Cabo de Buena Esperanza. Un
siglo después, en Bukoba, sobre las riveras del lago
Victoria, los ropavejeros-mayoristas de Berlín intercambian ropa usada por
pieles con detallistas indios que a su vez se los venden a vendedores
ambulantes swahilis y a la población. Al mismo tiempo, en Estambul, mayoristas
franceses aprovisionan a los ropavejeros armenios que enseguida se internan en
los campos de Anatolia.
Esta historia es también la de una dominación política,
económica y cultural sobre los cuerpos. El trueque de prendas viejas contra
productos locales, incluso esclavos, es práctica corriente desde el siglo XVIII, desde las Indias orientales hasta las costas de
África oriental y occidental. Misioneros y colonos distribuyen ropa usada,
tanto para seducir como para someter los cuerpos, convirtiéndose estas ropas en
banderas plantadas en los territorios conquistados. El arzobispo, autor de À l’assaut des pays
nègres (1884) le quita a esto el misterio
cuando manda a comprar “trajes de senadores o de ministros” en el Temple, para
atraerse la buena voluntad del rey Mtésa en Uganda,
estrategia que ya había experimentado en una misión en América del Norte, al
distribuir a los jefes convertidos trajes suizos de parroquia. Esta sumisión se
vuelve a menudo más violenta aún por la imposición del uso de ropas occidentales
por parte de las autoridades religiosas y políticas, no sólo a los soldados
sino también al personal administrativo y doméstico. Imaginamos entonces que
visten los trapos de sus amos: en realidad se visten de ropa usada.
Si bien se felicitan de la civilización de estos cuerpos
ganados al pudor, a lo largo de los relatos de viaje se burlan de esos
“salvajes” civiles y soldados que no dominan ni las buenas maneras ni los
códigos de la vestimenta como si fueran reyes. En África, una descripción
parecida se convierte en un lugar común. El relato de Stanley, reproducido sin
parar, trata de los atuendos estrafalarios de los jefes locales a lo largo del
río Congo, como ese jefe en Vivi que portaba “una
librea azul de criado, un gorro frigio en tejido multicolor y un calzón de tono
chillón”.
En una primera época, estos juegos con los códigos de la
vestimenta no preocupan ni a las administraciones, ni a los exploradores, pues
los jefes cargados de oropeles como jefes de opereta parecen estar adaptándose
torpemente a la civilización europea. Pero notamos una difusión de estas
prácticas entre la población. Domeny de Rienzi señala desde 1836: “Antes, los tahitianos estaban
desnudos o casi desnudos; hoy están celosos de nuestros trajes e incluso de
nuestras botas y nuestros sombreros […]. Es verdad que los misioneros,
queriendo extirpar el tatuaje y volverlos cada vez más tributarios del comercio
inglés, les recomendaron vivamente cubrirse el cuerpo. […] Las tiendas del
Temple o del mercado de Saint Jacques se transportaron a Tahití.”
Tanto en Oceanía como en África, el consumo de ropa usada
por los civiles es antiguo pero su difusión lo vuelve visible a partir de la
década de 1880. Stanley sueña mercados en África para la “ropa de ocasión
europea, tal como se lleva en White-Chapel”,
señalando que ha “encontrado por millares niños negros del África que no se
sienten en falta si utilizan los trajes viejos de los pálidos niños europeos,
sino que por el contrario, hacen muchos esfuerzos para
reunir con qué comprar estos trajes”. El rey vestido de manera ridícula provoca
risa, pero los criados y los pequeños comerciantes que se visten elegantemente
molestan cada vez más.
La práctica, difícil de controlar, se vuelve incluso
inquietante, a tal punto que cuestiona el sistema colonial. El teniente belga
De Witte lo señala en 1913:
Los indígenas de la región de Brazzaville se visten
demasiado y, el domingo, aquellos que poseen varios pantalones, varios gabanes,
se ponen estas ropas unas encima de las otras, para desplegar sus riquezas.
Muchos se jactan de seguir la moda parisina y, sabedores de que antes los
europeos bromeaban sobre la pasión de los negros por los sombreros de copa, tan
poco apropiados para el clima tropical y a veces como complemento cómico de un
traje más que somero, la mayoría de ellos ha renunciado a usarlos y hoy
enarbolan elegantes panamás.
Pronto este vuelco de las jerarquías de la elegancia se
ve como peligroso. Las administraciones coloniales se ponen a vigilar los usos
de la ropa de segunda mano, independientemente de que ciertas oposiciones al
colonialismo pasen por el rechazo a la vestimenta occidental –con el movimiento
swadeshi en la India, por ejemplo– o por una elegancia subversiva
en el Congo. Relaciones de dominación, rechazo a las jerarquías y
aculturaciones complejas: la ropa usada se encuentra durante el siglo XIX muy en el corazón de la mundialización vestimentaria
y de sus implicaciones políticas, sociales y culturales.
Otra historia del mundo
Un magasin del siglo XIX contendría muchos otros objetos, además de relojes y
ropa usada. En nuestro libro hemos almacenado y mostrado carbón, caucho y
marfil, opio, fusiles y quinina, biblias y libros islámicos, corsés y té,
archivos y mapas, sillones, bibelots y espejos, daguerrotipos y estampas,
alambre de púas e incluso tatuajes y animales. Cada uno de estos objetos ofrece
un medio de entrada original a la historia del mundo, gracias al estudio de
estos fenómenos de circulaciones y apropiaciones que renuevan útilmente, hoy en
día, la gran división que la historiografía, especialmente la francesa, había
establecido hace 40 años entre el orden de las prácticas y el de las
representaciones. Si se emprende desde ese punto de vista, la historia de los
objetos está llena de enseñanzas. Para concluir esta conferencia, escogeré
cuatro de ellas.
En primer lugar, la historia de los objetos permite ver
perfectamente la cronología del establecimiento de redes en el mundo en el
siglo XIX, así como las consecuencias, pero
también los límites, de esta puesta en red. Es verdad en lo tocante a la
circulación de los relojes y la ropa usada. Pero también es verdad en relación
con numerosos objetos. De haber tenido tiempo, habría podido mostrar cómo la
historia del corsé nos conduce de la invención de nuevas normas para el cuerpo
de las mujeres occidentales, hasta esta gran pesca de ballena por todos los
océanos del mundo, cuyo carácter viril celebró Melville.
También habría podido mostrar cómo la historia de la bicicleta nos conduce
desde las primeras carreras organizadas por los diarios en la Europa de la
década de 1870 hasta el “escándalo de las manos cortadas” en el Congo de la
década de 1900, cuando se vio que la demanda de caucho para fabricar
especialmente los neumáticos de las bicicletas impuso el establecimiento de un
muy pesado aparato de coerción en la cuenca del Congo con el fin de aumentar
los rendimientos del cultivo de los árboles de caucho.
Ya que, y es la segunda enseñanza de esta historia, el
estudio de los objetos saca a la luz los procesos de dominación que acompañaron
en el siglo XIX, la puesta en red del mundo. El
caucho no es más que un ejemplo, obtenido de la historia de las materias
primas. El carbón podría constituir un segundo ejemplo, por otra parte paradójico ya que se trata aquí menos de la
depredación de mundos lejanos que de la escenificación de la superioridad
europea. En Londres, en 1851, la presencia de un enorme bloque de carbón de 24
toneladas a la entrada de la exposición universal, junto a la estatua de
Ricardo Corazón de León, significaba en efecto que Gran Bretaña había sido
elegida por la Providencia: ¿por qué habría dado Dios tantas minas de carbón a
los ingleses y tan fácilmente utilizables si no era para permitirles dominar el
mundo?
Muchas otras circulaciones se pueden interpretar aquí.
Las del opio, organizadas por las compañías británicas entre India y China,
tuvieron grandes consecuencias. Desde el punto de vista político, fueron las
dos guerras llamadas “del opio”, gracias a las cuales los europeos y los
estadunidenses se establecieron en China. Pero hubo otros aspectos, a menudo
desapercibidos: en Shanghái, los fumaderos de opio fueron los primeros
edificios iluminados con electricidad. Podemos seguir de la misma manera la
historia de la quinina o la del fusil, dos objetos que desempeñaron un papel
esencial en el proceso de colonización europeo del siglo XIX.
Podemos analizar igualmente las circulaciones de los libros religiosos, trátese
de la Biblia a partir de la adhesión de los protestantes a la empresa de los
misioneros a finales del siglo XVIII, o de los
libros islámicos. El estudio de las circulaciones de los libros islámicos es
además particularmente interesante: nos damos cuenta de que se trata
esencialmente de poesía, de derecho musulmán o devoción sufí –y muy rara vez de
Coranes–. Para la inmensa mayoría de los musulmanes
en esa época, por lo demás analfabetas, el Corán en tanto que objeto no era más
que un prontuario para apoyar los textos aprendidos de memoria y casi siempre
acompañados de glosas y comentarios. Para decirlo como Catherine Mayeur-Jaouen, el Corán era menos un objeto que una
salmodia. Hacer de él un objeto sería incluso plantar en el siglo XIX un imaginario wahhabita
contemporáneo anacrónico. Ciertamente el mundo del siglo XIX
no se puede reducir a una suma de objetos.
Uno de los objetos que manifiesta mejor los procesos de
dominación imperiales en el siglo XIX es tal vez
el marfil, que ocasionó los grandes exterminios de elefantes, sobre todo en
África del este. Se necesitaba para fabricar otros objetos, todos también
característicos del siglo: bolas de billar, mangos elaborados para los
cuchillos, bellos peines –y, sobre todo, teclas de piano, en una época en que
la práctica musical centrada en el piano participaba en la redefinición de la
feminidad angloamericana–. Imaginemos que la producción de pianos pasó de 2 000
por año a comienzos del siglo XIX a 500 000 por
año al final del siglo –y que eso alcanzó a muchos otros lugares aparte de
Londres, París o Viena: en 1880, la enseñanza del piano se había vuelto
obligatoria en las escuelas normales de Japón–. Aquello tuvo grandes
consecuencias. En África austral, por ejemplo, aun cuando la región no fue
nunca un productor importante, el comercio del marfil fue decisivo en la
génesis del reino zulu. La penetración de los
comerciantes de marfil europeos en la región de Phongolo-Mzimkhulu
condujo en efecto a transformar la organización social y política de las
jefaturas, las cuales reunían entonces bandas de jóvenes para cazar los
elefantes y controlar las rutas comerciales. Estas bandas se estructuraron
progresivamente como ejércitos, los cuales constituyeron la estructura de las
grandes entidades políticas de la región, comenzando por el Estado zulu del célebre Shaka.
En África del este, de donde
provenía la mayor parte del marfil, fue aún peor. La importancia de las compras
de marfil condujo a multiplicar el comercio de armas de fuego de contrabando (a
medida que los fusiles se perfeccionaban en Europa y América, los antiguos
modelos eran revendidos en África y Asia). Esto condujo también a aumentar el
tráfico de esclavos: eran además los mismos circuitos los que organizaban el
comercio de marfil y el de esclavos. La despotización
de las sociedades africanas está ligada así al comercio del marfil, el cual
proporcionó al mismo tiempo, junto con la ideología antiesclavista, una
justificación moral a la colonización europea. Para decirlo como Henri Médard, quien ha trabajado sobre esta cuestión para nuestro
libro, el gusto burgués por el piano, acompañado del enriquecimiento y el
aumento del tamaño de las clases acomodadas en la Europa del siglo XIX, condujo en el África al surgimiento de una economía
de la depredación caracterizada por la difusión de las armas de fuego y el
comercio de trata, que liga de manera indisociable marfil y esclavitud. Abrió
la vía a la conquista colonial de sociedades africanas debilitadas, fracturadas
por sus tiranos locales. Para decirlo de otra manera, el gusto europeo por
Beethoven y Brahms fue una de las vías que condujo a la colonización.
Estas circulaciones de objetos –y esta es la tercera enseñanza
que podemos obtener de esta historia–, no son sólo circulaciones imperiales:
también dan testimonio de procesos de identidad en marcha durante el siglo XIX, especialmente en la escala de las naciones. La
historia del té constituye una ilustración perfecta de ella, pues el comercio
del té con India y después con China condujo de manera progresiva a los
ingleses a hacer del té una bebida nacional, acompañada de todo un conjunto de
nuevos rituales, entre ellos el five o’clock tea (donde volvemos a
encontrar la importancia del reloj), que aparece en la década de 1840. Tal vez este toca al principio a la aristocracia: se dice que el five o’clock tea habría sido inventado por la duquesa de
Bedford. Pero la práctica se extendió rápidamente a las clases medias y
populares, tanto por imitación de la aristocracia como por la preocupación
moral de luchar contra la supuesta intemperancia de las clases populares del
reino.
Otro objeto manifiesta muy bien igualmente, en otro lugar
del mundo, la historia de las construcciones identitarias:
el fez. Es este sombrero de fieltro rojo, más o menos
suave y a menudo adornado de una borla de seda oscura. Combinado con uniformes
a la europea, fue progresivamente impuesto a los hombres de Estado del Imperio
Otomano por toda una serie de recomendaciones, decretos y leyes suntuarias: en
Estambul en 1796, y después en 1829, en Túnez a partir de 1831, etc. A partir
de la década de 1820, se convirtió en el emblema de la reforma de los ejércitos
otomanos, reforma por excelencia que a su vez condicionó la reorganización de
la fiscalidad, la administración y por lo tanto de un cierto orden social.
Ahora bien, así como lo establece muy bien M’hamed Oualdi, que dedica a este objeto un artículo en nuestro
libro, el fez es reinventado como símbolo de una
identidad imperial islámica precisamente en el momento en que su producción es
cada vez menos controlada por los manufactureros otomanos y de manera creciente
por manufactureros europeos –en este caso italianos, franceses y sobre todo
austriacos, siendo gran parte de esta producción pura y simple falsificación de
las marcas tunecinas–. La razón es por supuesto la industrialización de Europa
y su inserción en una economía cada vez más global, de la cual es testimonio
también el hecho de que a finales del siglo XIX, la lana que sirve para la fabricación de los feces europeos no viene ya de España sino de Australia.
Las primeras décadas del siglo XX
vieron desaparecer progresivamente la significación que el fez
había adquirido a comienzos del siglo XIX, al
distanciarse algunos de ese símbolo del poder imperial, a pesar de que los
poderes coloniales, que buscaban neutralizar la antigua fuerza simbólica del fez, buscaron folclorizarlo. Aun
cuando ciertos líderes nacionalistas lo movilizaron en el marco de la lucha por
la independencia, desde Marruecos hasta las Indias, el fez
dejó de representar los mismos valores que antes. Este ejemplo nos permite
también comprender cómo la historia de los objetos permite a veces resolver el
problema de la cronología, por el que comencé. Si para el mundo otomano el
siglo XIX fue el siglo del fez,
entonces comenzó en las décadas de 1780-1790 para extenderse hasta las de
1910-1930 –e incluso, en ciertos lugares, hasta los años de 1950.
La cuarta enseñanza que podemos obtener de una historia
global de los objetos en el siglo XIX me servirá
de conclusión. En nuestro libro, François-Xavier Fauvelle
señala que es sorprendente la multiplicidad de formas de colección del yo que
ilustran los objetos reunidos en el “magasin del siglo XIX”. La estampa,
el daguerrotipo, el bibelot, el sillón, nos hablan menos del mundo que de
nosotros. El daguerrotipo sirvió de entrada a una empresa de duplicación de la
apariencia física del individuo. La edad de oro del bibelot, del que es testimonio
la invención de la estantería con vitrina en la década de 1830, significó en
principio la puesta en escena del coleccionista, ese individuo cuya sola acción
dio sentido al conjunto de objetos reunidos. Para decirlo como François-Xavier Fauvelle, hay algo perturbador en esta reunión –turbación
que es necesario interrogar por lo que revela de la relación con el yo y el
mundo en la que reconocemos un aire de familia con nuestro presente–. No es el
deslumbramiento del gabinete de curiosidades, colección de muestras traídas
para dar fe de la diversidad de la creación. Es la disponibilidad de la cosa
para su utilización; todo, en el magasin del siglo XIX es consumible
o tiene por lo menos un destino; todo es ahí, como lo dice más precisamente la
lengua inglesa, una “comodidad”. Opio, quinina, sofá, reloj, fotografía,
bibelot, ropa: todos esos objetos expresan una relación con el mundo que se
dice en términos de ergonomía, es decir, de acomodo dialéctico de la materia
“en sí” y de la conciencia de sí.
Serge Gruzinski decía que el siglo XVI se planteó por primera vez la pregunta “¿Qué hora es
allí?”, aprehendiendo así la totalidad del mundo y la contemporaneidad de sus
partes. Por su parte, François-Xavier Fauvelle
subraya que los hombres y las mujeres del siglo XIX
experimentaban otra cosa, del orden de las sensibilidades. En 1794, el viajero
de Xavier de Maistre daba la vuelta a su habitación
en 42 días. En 1872, el de Jules Verne efectuaba la vuelta al mundo en 80 días,
es decir, apenas menos del doble –y en 1900 unos periodistas batieron el record
de Philéas Fogg, por cuenta
de sus respectivos periódicos, efectuando la vuelta al mundo en 63 días. La
comparación del Voyage autour de ma
chambre de Xavier de Maistre con el Le tour du monde en quatre-vingts jours de
Jules Verne es menos insólita de lo que se podría pensar. La habitación y el
mundo mantienen una relación homotética. No sólo porque el mundo ha venido a la
habitación como un ensamblaje “global” de cosas importadas y almacenadas, sino
porque estos dos espacios se han convertido en los ámbitos por excelencia de la
consumación del yo, ese héroe verdadero que se construye y se ilustra tanto en
la aventura solitaria de la introspección como en la de la exploración, que
requiere columnas de cargadores y turbinas de vapor, es decir, explotación de
mano de obra –esta “condición negra” (para retomar la expresión de Achille Mbembe) que se ha
convertido en el orden del mundo– y artefactos. No que la habitación y el mundo
no se perciban aquí sino bajo la especie del interior burgués del mundo
occidental y de los imperios coloniales, escribe François-Xavier Fauvelle, sino que finalmente todo ello supone la copresencia, si se quiere “utilitarista”, del material de
origen y del bien manufacturado vendido en tiendas, del trabajador forzado del
Congo y el comprador de París o de Filadelfia, que separa una cadena de
operaciones y de transportes cuya descripción e interpretación deben ser el
primer tema de los historiadores que, hoy en día, quieren hacer la historia del
mundo.
* Conferencia dictada en el Instituto Mora, Ciudad de México, 17 de agosto de
2016. Permítanme, antes que nada, agradecer muy cariñosamente a los
organizadores de esta conferencia, en primer lugar, a Laura Suárez de la Torre
por su invitación, y decirles cuán contento y orgulloso estoy de tomar la
palabra aquí, en el Instituto Mora. Mi intervención estará dedicada a un
proyecto sobre el que trabajo desde hace cinco años. Dicho proyecto es una historia
del mundo en el siglo XIX, que dirijo junto con el
historiador Pierre Singaravélou y será publicada el
año próximo en las ediciones Fayard. Reúne a 90
historiadores, en su mayoría franceses. Una buena parte de esta conferencia
proviene de los análisis de algunos de ellos en este libro.