10.18234/secuencia.v0i108.1739
Artículos
Los estudios de la comunicación
más allá de la disciplina
Communication Studies Beyond the
Discipline
Gabriel Barrón Pérez1 , 0000-0002-9266-305X
1Departamento de Letras, Universidad de Guadalajara, México, gabrielbarronp@gmail.com
Resumen:
En el marco de la frecuente preocupación que los
estudiosos de la comunicación manifiestan respecto del lugar disciplinar que
ocupan y de la relevancia que cobran los estudios socioculturales anclados en
diferentes expresiones y tecnologías comunicacionales, el objetivo de este
artículo es cuestionar teóricamente la disciplinarización de los estudios de la
comunicación. El autor sondea el contradictorio empleo de los conceptos de “campo”
y “mapa” como nociones que involucran la apertura disciplinar, examina las
disciplinas como un ejercicio acotado del pensamiento y propone una imagen
relacional, abierta y ontológica de la comunicación.
Palabras clave: estudios de la comunicación; disciplina; mapa; ilustración; espacio
relacional.
Abstract:
Within the framework of the
frequent concern expressed by communication scholars regarding the disciplinary
place they occupy and the relevance of sociocultural studies anchored in
various communication expressions and communication technologies, the objective
of this article is to theoretically question the discipline of communication
studies. The author probes the contradictory use of the concepts of “field” and
“map” as notions that involve disciplinary openness, examines disciplines as a
limited exercise of thought and proposes a relational, open, and ontological
image of communication.
Key words: communication studies; discipline; map;
illustration; relational space.
Recibido: 12 de abril de 2019 Aceptado: 8 de enero de
2020
Publicado: 21 de agosto de 2020
La estructuración e institucionalización del campo de
estudios de la comunicación es una preocupación constante entre aquellos
investigadores cuyas reflexiones se asumen o han sido asumidas como una
indagación al respecto. Los fundamentos teóricos acerca de la noción de “campo”
que formula Bourdieu (1976, 2012); el replanteamiento epistemológico de las
ciencias sociales postulado por Wallerstein (2004); la crítica al predominio de
una visión sistémica, funcional, mediática y acrítica de la comunicación de
Pasquali (2008); los análisis sobre la carencia de canon disciplinario
de la comunicación que elaboran Craig (1999), Vidales (2011), Fuentes (1998;
2003; 2010; 2011a; 2011b), Martín-Barbero (2010), Krippendorff (1994) o Peza
(2013), y las descripciones de los objetos, epistemologías o tensiones teóricas
al interior del campo que trazan Jensen (2012a, 2012b, 2012c), Moragas (2011),
Zallo (2011) y Piñuel-Raigada (2011) son precisamente reflexiones que expresan
la inquietud de la forma en que se construye, se valida y se insituye el
conocimiento producido por los estudios de la comunicación dentro de los marcos
generales de la ciencia y, más específicamente, de las ciencias sociales.
Esta serie de preocupaciones son indicadores de la
necesidad de reconocerse en un lugar del orbe científico, de la dificultad para
autorrepresentarse discursivamente y de una fuerte autocrítica que reluce en el
trasfondo: los estudios de la comunicación carecen de una personalidad
intelectual distintiva, clara y transmisible.
La radical importancia contemporánea de estudiar
comunicativamente procesos de subjetivación y de reproducción de
representaciones sociales y simbólicas ancladas en tecnologías digitales, la
menoscabada jerarquía intelectual con que los estudios y los estudiosos de la
comunicación enfrentan el reto, y la oportunidad de reorientar su pensamiento y
sus estrategias conceptuales en claves comunicativas, sociológicas, filosóficas
o éticas, son tres condiciones que ofrecen la coyuntura para cuestionar a los
estudios de la comunicación más allá de la restricción epistemológica y,
finalmente institucional, de “campo” o “disciplina”.
Con base en un conjunto de insumos teóricos de corte
comunicacional, sociológico y filosófico, las siguientes páginas procuran dos
objetivos. Por un lado, exponer un conjunto de ideas que animen la discusión en
torno de la acotada imagen de los estudios de la comunicación respecto de los
importantes retos que enfrenta; por otro, cuestionar teóricamente la tensión
disciplinante que incorpora la noción de “campo” a partir de esbozar a la
comunicación como un espacio relacional de saberes.
De este modo, en el primer apartado se presenta el
contradictorio empleo de nociones como “mapa”, “cartografía” o “campo” a manera
de recursos conceptuales para examinar la disciplinariedad de las ciencias
sociales y la comunicación; en el segundo, se describen algunas implicaciones
oclusivas de lo disciplinar como resultado de la trama cartesiana ilustrada; en
el último apartado se explora la idea de meditar a la comunicación como un
espacio relacional del conocimiento.
UNA ESPECIALIDAD ABIERTA PERO CERRADA
El llamado a cuestionar los
paradigmas de las ciencias sociales (Ortiz, 1999; Wallerstein, 2004), a
replantear sus estatutos disciplinares (Vidales, 2011; Zallo, 2011), o a
examinar a la inter, multi, trans o posdisciplinariedad como modelos de trabajo
científico, en particular dentro de los estudios de la comunicación (Fuentes,
1998, 2002; Martín-Barbero, 2002; Reguillo, 2004), son variedades estructurales
que análogamente apuntan a la necesidad histórica de criticar, abrir y
desmantelar los objetos de estudio, marcos teóricos y supuestos epistémicos que
la modernidad ilustrada construyó para alimentar la cientificidad de la
reflexión sobre los fenómenos sociales durante el siglo XIX
y buena parte del XX. Si bien el conjunto de
autores y dimensiones estructurales distinguirían variantes de contenido en lo
que respecta a la necesidad de una revuelta contra la disciplinarización del
pensamiento, proyectan una notable correspondencia semántica en el ideal de
abrir aquello que se manifiesta como un núcleo cerrado de saberes. Es por este
ascendente que se dirige a la crítica o disolución de lo cerrado que resulta
contradictorio que se emplee como una apuesta contra la cerrazón otro grupo de
conceptos o ideales que refieren justo emplazamientos (“campo”, “marco”,
“lugar”) o metáforas (“cartografía”, “mapa”, “topografía”) que aluden no sólo
al espacio acotado y visual, sino al lugar que se ocupa dentro de las
coordenadas que visibiliza.1
Afincada en la lógica argumentativa de Wittgenstein,
Pitkin (1984) critica la ligereza con que en las ciencias sociales se sirven de
ciertas palabras (su trabajo analiza los términos “poder” y “legitimidad”) sin
el necesario arbitrio de la reflexividad teórica o semántica. Tal parece ser
con el conjunto de conceptos o imágenes recién señaladas.
Sirva como primer ejemplo la noción de “campo”. Aunque
los trabajos investigativos de Fuentes (1998), Vidales (2011), Jensen (2012a;
2012b), Moragas (2011) o Peza (2013) tiendan a referirla desde el orbe teórico
de Pierre Bourdieu (1976), específicamente como “campo científico” o “espacio
objetivo donde se encuentran comprometidas posiciones científicas” (p. 15), es
decir, como un campo de fuerzas relativamente independiente y aislado donde se
disputa el poder académico, esto no obsta un aspecto toral: esos mismos
ejercicios reflexivos no abordan por exclusión los aspectos institucionales
constitutivos del campo, sino antes aun los perfiles epistemológicos que los uncen;
esto es, un conjunto específico de saberes y procedimientos que les ofrece un
semblante científico. Siguiendo la línea semántica que ofrece la Real Academia
Española, el origen etimológico descrito por Varrón (1990, libro v, 6, 3) y la propia construcción de Bourdieu, “campo”
aparece como un espacio acotado que resguarda y preserva lo que ahí fructifica.
Luego, desde los estudios de la comunicación, “campo” referiría a un
constitutivo ontológico cerrado de conocimiento y prácticas académicas de la
comunicación que choca con la evidencia de que no existe tal emplazamiento
(Piñuel-Raigada, 2011), muestra la aspiración disciplinaria en el empleo del
término y contraviene el sentido del llamado a la apertura de las ciencias.
Del mismo modo, las obras de Martín-Barbero (2002, 2010)
han puesto de relieve los constructos teóricos de “mapa” y “cartografía” como
un gesto literario que hace eco de Verne, Conrad, Saint-Exupéry, Stevenson o
Kipling quienes, a su vez, elaboraron exuberantes mitologías que correspondieron
literariamente a Magallanes, Cook o Amundsen. Es una bella idea incluso si se
descarta el supuesto de que estos personajes implícitamente entrevieron en la
aventura una forma moderna de conquistar el mundo y un derrotero espiritual que
impondría el orden “natural” sobre los destinos de los hombres, particularmente
si esos hombres son diferentes. Resulta, por ello, problemática la idea de
armonizar la aventura intelectual que este autor nos conmina a recorrer con el
espacio absolutamente otro –carente de sentido, de territorialidad, de
coordenadas– que implica el hecho de tener un mapa, así sea bizantino, en la
mano.
EL CONOCIMIENTO CLAUSURADO: LA DISCIPLINA
Edgar Morin (s. f.) recuerda que
la palabra “disciplina” en uno de sus orígenes designaba al pequeño látigo de
varias cuerdas con que en la antigüedad los clérigos se mortificaban. Queda en
esta imagen la reminiscencia de las implicaciones reformatorias que atraviesan
el aprendizaje y la adscripción a un campo disciplinado del saber. Así, aunque
en las ciencias “la organización disciplinaria fue instituida en el siglo XIX” (Morin, s. f., p. 9), tendría que remontarse la
búsqueda del sistema punitivo y metódico de estudio y aprendizaje, no sólo en
las celdas monacales, sino en el amplio espectro de las tecnologías del cuidado de sí que la obra de Foucault detalla (2001a,
2001b). En este orden de ideas, la inter, multi, trans o posdisciplinariedad
son convocadas –con diferentes alcances y enfoques– como una revuelta contra el
disciplinaje del pensamiento, la visión unidimensional de los objetos y la
inmutabilidad de las subjetividades.
Este conjunto de apuestas por la revolución del
pensamiento no logran sin embargo desprenderse de dos aspectos muy importantes
que prohijaron al sistema acotado de los saberes disciplinares. Uno es la trama
epistemológica de orden cartesiano “Sujeto-Objeto” (Agamben, 2004) que
Fried-Schnitman (1994) reconoce como meras construcciones sociales y que Colli2 ahonda hasta su disolución.
Otro es la reticencia a abandonar, por un lado, el constructo moderno y
humanista de Autor como lugar donde la cadena
histórica y dialéctica de saberes se sintetiza positivamente (Sloterdijk,
2006a); y, en sentido inverso, apelar la Auctoritas
como una estrategia simbólica para asegurarse un lugar en el campo académico
(Bourdieu, 1976) que se evidencia, por ejemplo, en los sistemas de citación
contemporáneos.
Aunque el rastreo de la razón positiva podría
retrotraerse hasta las utopías de Moro, fue Descartes quien dio forma y fondo
al proyecto ilustrado que forjó las disciplinas sociales del siglo XIX como sistemas cerrados de construcción y apropiación
de objetos científicos. Esto se debe a que el cogito cartesiano
se funda en una sustitución arbitraria de lo trascendental por lo lingüístico
y, dice Agamben (2004), “el pensamiento moderno se ha construido sobre esa
aceptación no declarada del sujeto del lenguaje como fundamento de la
experiencia y del conocimiento” (p. 63). Este presupuesto asume que el sujeto
antecede a la experiencia; claro está que este sujeto es trascendental y, por
tanto, literalmente, sin existencia o lugar en el mundo de los accidentes.
La Ilustración francesa encontrará en la racionalidad
cartesiana y la sintética resolución newtoniana al orden físico del universo,
el modelo general de que la vida, la naturaleza y el mundo social son un
rompecabezas, que “nos hallamos entre los fragmentos dislocados de este
rompecabezas, y debe de haber un modo de poner estas piezas en su lugar”
(Berlin, 2000, p. 45). Ese modo fue la razón
positiva, su técnica fueron las disciplinas, y su metarrelato la Historia:
principio toral de esta forma de construir y resolver las ideas como un relato
unívoco del ser (Xirau, 1975) y como una lógica dialéctica que supedita
trascendentalmente el destino de los individuos.
Fue este tono ilustrado de la razón el que alimentó a las
ciencias sociales y puso el suelo fértil para el nacimiento y la
institucionalización de los estudios de la comunicación. Como resultado de
ello, tal como en las piezas de un rompecabezas, se establecieron fronteras,
marcos o campos teóricos y metodológicos que integran mediante parcelas de conocimiento
al orbe social que se asume como un conjunto lógico de piezas cuyas aristas
corresponden entre sí. No obstante, por lógico que parezca, este tipo de
racionalidad fue cuestionada por la propia historia que desdijo –en los campos
de exterminio nazi, la posmodernidad, la globalización o los actuales peligros
ecológicos– los proyectos utópicos que el pensamiento disciplinar simboliza. El
cuestionamiento se establece al menos en tres frentes que obligan a imaginar
una racionalidad allende las fronteras, marcos o mapas de autoidentificación
disciplinaria: la necesaria indeterminación de la lectura de la historia, de
los sujetos que experimentan su vida comunicativamente y del observador.
Entre las distintas descripciones de la posmodernidad
prevalece la idea de que los grandes horizontes de comprensión o metarrelatos
se han roto (Fehér, 1998; Harvey, 2004; Jameson, 1996); es decir, que el continuum temporal o dialéctica de los hechos sociales
del pasado se ha destruido y que se ha de reinterpretar su sentido, no en la
perspectiva de una lectura unívoca que explique lógica y causalmente nuestro
presente, sino tal como lo señala Peters (1999) en su interpretación de
Benjamin: “the mystical sources wifty dreaming but have shrewd relevance to
concrete concerns. The present becomes intelligible as it is alligned with a
past moment with wich it has a secret affinity” (p. 3). La historicidad es una
alternativa hermenéutica y constructivista del tiempo histórico que ahonda el
subsuelo tectónico de los hechos sociales para encontrar relaciones teóricas
que reconocen a los objetos de estudio en una tirantez temporal y ontológica
necesariamente incompletas: Si la disciplina narra el relato omnisciente de
fenómenos científicamente “puros”, se trataría de meditar una reflexividad que
relate la historia de un fenómeno que no acaba de terminar.
En segundo lugar, así como el cogito
cartesiano expropia la experiencia de los sujetos (Agamben, 2004), la
epistemología positiva que deriva en los marcos disciplinares tiende a desdibujar
su capacidad actante. Aunque la estructura ontológica heideggeriana del Dasein o la parole del modelo
lingüístico de Saussure ya poseen elementos que piensan a un sujeto capacitado
para comunicar electivamente y darse un lugar proyectivo y preposicional en las
tensiones estructurales, los estudios de la comunicación hubieron de esperar
hasta que las anteojeras ideológicas entraran en crisis para que se
naturalizara la evidencia de que el estudio de los hechos comunicativos
involucra a un conjunto multidimensional de saberes que pone en entredicho a
los acercamientos de corte disciplinar.
Por último, otro elemento que cuestiona al pensamiento
disciplinar es el lugar que ocupa el observador en la construcción del objeto
de estudio. Kant y Nietzsche criticaban desde el siglo XIX
el sistema epistémico de “verdad” emanado del modelo objetivo cartesiano que
hace corresponder al objeto con la idea. Citado por Glasersfeld, Foerster es
lapidario al respecto: “La objetividad es la ilusión de que las observaciones
pueden hacerse sin un observador” (Watzlawick y Krieg, 1989, p. 19).
Dentro del panorama de los estudios de la comunicación
hay que recordar que los trabajos de Peters y Pasquali representan un
distanciamiento respecto de los marcos o mapas disciplinares que cobijan la
autoidentifiación del campo. La forma en que Peters (1999) dispone la historia
de la comunicación en Speaking into the air
–rastreando el sentido ínsito de lo comunicacional en motivos históricos como
el eros platónico, la Biblia, el ángel medieval o
las posguerras del siglo XX– no es tanto para
fortalecer la disciplina dentro de una narativa causal cuanto para ensanchar
los límites disciplinares y mostrar rasgos de una multidimensionalidad teórica
desde donde se pueden estudiar los actos comunicativos. Más crítico de la
disciplina es Comprender la comunicación, obra
donde Pasquali (2008) denuncia y desmonta el carácter positivo, sistémico y
mediático que gobierna sobre los estudios de la comunicación; ello en vías de
proponer una Teoría General de las Comunicaciones, sostenida en el pensamiento
relacional de cuño kantiano, en la ética y en el diálogo como la forma de
comunicación por excelencia –en este caso contrario a Peters (1999), quien
postula a la diseminación como la forma comunicativa más justa.
LA COMUNICACIÓN COMO EL ESPACIO RELACIONAL DEL
CONOCIMIENTO
Se ha visto cómo a pesar de que
existe la conciencia acerca de la necesidad de abrir los escenarios
disciplinares de las ciencias sociales y los estudios de la comunicación,
pareciera que a través recursos lingüísticos (“campo”, “mapa”) o persistencias
epistemológicas (“sujeto-objeto”, “autor”, “auctoritas”)
el imaginario de lo clausurado aparece todavía en el ethos
de la investigación académica. Una pieza clave para imaginar un escenario
diferente de las prácticas investigativas y de la manera en que la comunicación
es pensada es retomar la analogía espacial para figurar su reflexión en los
espacios abiertos de una racionalidad no disciplinarizante. Esto supondría,
primero, el ejercicio de una razón sin campo ni mapas y, segundo, el bosquejo
del pensamiento comunicacional como el espacio relacional del conocimiento.
Ante el riesgo de que la reflexión
se convierta en un reflejo, ya no por la falta de
reflexividad en el ojo del observador, sino por la propia ficción del lenguaje
que hace pasar como “otro” lo que es propio –tal como parecería suceder en los
términos “campo” y “mapa”– en El pensamiento del afuera,
Foucault (2000) advierte la necesidad de reconvertir el lenguaje reflexivo:
“Hay que dirigirlo no ya hacia una confirmación interior –hacia una especie de
certidumbre central de la que no pudiera ser desalojado más– sino más bien
hacia un extremo en que necesite refutarse constantemente: que una vez que haya
alcanzado el límite de sí mismo, no vea surgir ya la positividad de lo que
contradice sino el vacío de lo que va a desaparecer”. (p. 24).
Esta reconversión imprime el sello de lo que finalmente
este artículo quiere explorar: la disciplinarización ha sustraído, incluso al
nivel discursivo, el propósito originario de la actividad intelectual: pensar
cobra fuerza y sentido en la meditación de lo impensado (Heidegger, 2005). Los
referentes acerca de la reflexión y el discurso sobre la experiencia del afuera
no aluden sólo un gesto posmoderno o posestructuralista aislado para destruir
la razón cartesiana, humanista o disciplinaria del siglo XX.
Los trabajos de Lévinas (1997, 1999, 2000), Sloterdijk (2000, 2006a, 2006b),
Agamben (1995, 2004), Colli (2004, 2009), Bataille (1981, 2005), García Ponce
(2001) o, en el marco de los estudios de la comunicación, Pasquali (2008),
actualizan a manera de advertencia la centralidad positivista –ahora mutada en
la razón técnica o de fines (Heidegger, 2003, 2005)– como la pérdida del
sentido primario del pensamiento crítico:
De una novela es posible, en el límite, aceptar que la
historia que en ella debía contarse al cabo no se cuente; pero de una obra
crítica se suelen esperar en cambio resultados o, por lo menos, tesis que
demostrar y, como suele decirse, hipótesis de trabajo. Y sin embargo, cuando la
palabra hace su aparición en el vocabulario de la filosofía occidental, crítica
significa más bien indagación sobre los límites de la conciencia, es decir
sobre aquello que precisamente no es posible ni asentar ni asir (Agamben, 1995,
p. 9).
Los afanes epistemológicos ilustrados o deslices
lingüísticos disciplinarios en las ciencias humanas y sociales acotan la
potencia soberana, fantasmática3 y crítica del pensamiento
en aras de legitimar un conjunto de argumentos dentro de los espacios de las
convenciones de las instituciones científicas, de obtener un lugar en el mapa
del campo, de construirse –en el caso de los estudios de la comunicación– un
sistema identitario basado en pensamientos repensados que le han conferido una
imagen espectacular y banal alineada con la instrumentalidad de su conocimiento
(Fuentes, 2010). Imaginar a la comunicación, ya no como un campo de saberes
constitutivos, sino como la apertura de un espacio relacional del conocimiento,
recoge parte de estas inquietudes y explora la potencia impensada de su papel
central para articular comprensivamente las formas en que los procesos
informativos integran, tensan o desaparecen las formas simbólicas que
estructuran las relaciones humanas y el modo en que hermenéuticamente nos
hacemos un lugar en el mundo.
Considerado desde la lógica saussureana, el campo o
emplazamiento corresponde con el sistema gramatical de una langue que dota a los sujetos de un equipaje hermenéutico
necesario para interpretar el conjunto de referencias –simbólicas, culturales,
históricas, coyunturales– que los coloca interpretativamente frente al orbe de
los fenómenos y sus pares comunicativos comprendidos desde el lugar que ocupan
dentro del sistema; también invoca, como se observaba antes, una espacialidad
acotada. El espacio, por otro, guarda un sentido más genérico y abierto; es una
analogía de la parole o práctica electiva dentro
del sistema estructurado de relaciones que, al contrario del emplazamiento, no
está cerrado para que también aparezca la otredad: los otros sujetos
practicando interpretativamente la ajena forma de comprender su propia
espacialidad. En este orbe, la comunicación no aparece ante los ojos como un
cuerpo estudiado por sus condiciones físicas o químicas; tampoco lo hace como
el número, la ley o el dinero en la mirada simbólica. La comunicación se
concibe aquí como aquello que no es pero que hace que las cosas aparezcan
transmisiblemente ante y dentro de los demás. Por ello es el pasaje para que
los emplazamientos tengan lugar en los sujetos, para que estos participen
subjetivamente en aquellos y para que los sujetos mismos acontezcan
interpretativa y proyectivamente en el espacio abierto de las relaciones con
los otros.
La proyectividad propia de la comunicación humana y
social refiere la naturaleza hermenéutica y movimiento preposicional de la
existencia que estableció Heidegger (1971) en una analítica existenciaria del dasein. El plano donde acontecen el conjunto de
proyecciones o direcciones existenciales, decimos, es el espacio comunicativo
(Barrón, 2004). Del modo como fue descrito en las anteriores líneas, es
ciertamente un emplazamiento porque es restrictivo, ofrece sentido y podría
caracterizarse con la preposición desde, pues es
origen donde ocurren proyectivamente los hechos comunicativos.
Es restrictivo porque limita a las proyecciones
comunicativas dentro de una determinada frontera hermenéutica que los impulsa:
incluso en el mundo de las mediaciones virtuales un mensaje se encuentra
constreñido a un conjunto particular de rasgos idiomáticos desde donde es emitido y comprendido. La segunda
característica deriva justo de la anterior restricción, dado que al delimitarse
lingüística, social, cultural o temporalmente la infinitud hermenéutica, los
fenómenos son sensibles de cobrar sentido y los sujetos
–en su capacidad de construir las interpretaciones de los fenómenos– un lugar
identitario en el mapa de las estructuraciones.
No obstante, estas necesarias condiciones estructurantes
propias del “campo” de la comunicación, el espacio de la práctica comunicativa
es donde los sujetos se transforman en direcciones existenciales: dimensión
abierta donde el acto de producir socialmente sentido es liberado. El espacio
relacional en el que finalmente tiene lugar el encuentro de las distintas y
multidimensionales direcciones de existencia. Si el “campo” es el “desde”, el
“espacio relacional” es el “hacia”: el mundo de los otros que pone en juego el
carácter ético y ontológico (Lévinas, 1997, 1999, 2000) de las manifestaciones
humanas y sociales. La condición comunicativa del modo de acontecer lo humano
es también una condición ontológica pues existir es colocarse
interpretativamente en el abierto plexo del mundo (Heidegger, 1971); de ahí que
la comunicación también ha de pensarse allende las fronteras restrictivas de lo
dado, pues ella misma implica una indagación crítica sobre
aquello que precisamente no es posible ni asentar ni asir; es decir, el
rostro del otro al que la comunicación le confiere un asilo interpretativo.
Para concluir, y a manera de síntesis, en este artículo
se han mostrado particularmente tres ideas en torno del estudio de la
comunicación, en tanto disciplina:
1. Frente a los llamados a cuestionar y abrir los marcos
teóricos y supuestos epistémicos heredados por la modernidad ilustrada, el
empleo de la noción de “campo” entre los estudios de la comunicación es
contradictoria debido a que el propio término refiere un constitutivo cerrado
de conocimiento.
2. Hay horizontes de conocimiento que cuestionan y
critican a los modelos epistémicos e históricos de la noción de “disciplina” y
del pensamiento que la configura. En los estudios de la comunicación son
ejemplares los casos de Peters (1999) y de Pasquali (2008).
3. Un modo de imaginar una racionalidad sin campo y no
disciplinarizante dentro de los estudios de la comunicación, es pensar a la
comunicación como la apertura de un espacio relacional del conocimiento.
Bien se ha
dicho en múltiples sitios que “comunicación” es un concepto polisémico, de
difícil comprensión y confusa construcción teórica. Ello significa una cosa:
está viva y todavía no se ha documentado apropiadamente su paso por la historia
de las ideas. Que esta vitalidad caótica no sea un pretexto para abandonar los
riesgos de su meditación y la responsabilidad histórica de asumirla como el
instrumento inefable con el que el orbe social vive en los sujetos y, todavía
más importante, con el que los individuos irrumpen e interrumpen el mundo.
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1 Sirvan los títulos referidos en la bibliografía como un ejemplo de esta
afirmación.
2 En Filosofía de la expresión (2004), el
filósofo italiano G. Colli propone un complejo entramado de tensiones donde el
“mundo de las cosas no sería más que una concatenación, una estructura
cognoscitiva” (p. 40), de modo que “el conocimiento existe, pero no hay un
portador del conocimiento” (p. 43): las representaciones contienen al sujeto,
pero no son creadas por él.
3 El propio Agamben (1995, 2004) describe la importancia epistémica que tuvo
–desde los griegos hasta el mundo medieval– la capacidad de elaborar phantamas o imágenes que aseguraban la posesión de la
experiencia cognitiva. La modernidad expulsó a la imaginación como herramienta
científica y expropió a la experiencia en forma de experimentación. De ahí que,
por ejemplo, el científico moderno no experimente su objeto, pero sí pueda
experimentar con él.