10.18234/secuencia.v0i104.1740
Dossier
Enfermedad, transgresión y subjetividad en el México contemporáneo
Presentación
Cristina Sacristán1, http://orcid.org/0000-0002-9587-7096
María Eugenia Chaoul2, http://orcid.org/0000-0002-9421-5023
1Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora,
México. csacristan@institutomora.edu.mx
2Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora,
México, mchaoul@institutomora.edu.mx
Una amplia discusión teórica sobre la construcción del
sujeto y la subjetividad ha ocupado el trabajo de sociólogos, antropólogos e
historiadores desde décadas atrás. El interés por rescatar, recuperar y darle
visibilidad al sujeto se presentó como una respuesta al armazón determinista
del estructuralismo marxista de los años setenta, como resultado de la
volatilización de las relaciones sociales con la globalización del capitalismo
en los últimos tiempos y en relación con la percepción, desde los movimientos
sociales, que las estructuras políticas y culturales parecían menos sólidas y
determinantes de lo que se suponía (Sewell, 2005, p.
59).
Desde la teoría social, el sujeto dejó de ser visto como
un engrane funcional de un sistema autorregulable
para adquirir el papel de agente. Específicamente, las teorías de la práctica
social destacaron el poder que tienen los seres humanos y su capacidad
transformadora dispuesta para intervenir en un conjunto dado de eventos y, de
alguna manera, alterarlos (Giddens, 1987; Scott,
2000). El sujeto actuante también se entendió como productor de significados
derivados de la interacción con otros actores y dentro de una estructura,
campo, habitus o
configuración (Ortner, 2006).
Los teóricos de la acción social vislumbraron un espacio
posible de “maniobra” en relación con las estructuras. Si bien entre ellos
difieren en el grado de autonomía otorgado, el sujeto se afirma como parte
constitutiva del cambio o de la permanencia. A veces la autonomía se
caracteriza, como en el caso de Giddens y Scott, por
una relación dialéctica, que toma en cuenta tanto la mediación institucional
como la capacidad de respuesta y la negociación o la resistencia del agente; en
otras, la capacidad de autonomía es menor pues las estructuras han sido interiorizadas
como plantea Bourdieu.
Frente a las categorías estáticas que presentaba el
marxismo estructuralista, los historiadores también llevaron a la mesa de
discusión la dinámica de la actuación de los sujetos históricos. E. P.
Thompson, por ejemplo, propuso que la experiencia estaba relacionada con las
respuestas mentales y emocionales de los grupos o del individuo frente a la
pluralidad de acontecimientos. Los cambios, o bien la duración de los procesos,
a partir de este enfoque, dan lugar a experiencias transformadoras en los
individuos, a la vez que detonan la actuación sobre la estructura existente
(Thompson, 1981).
La concepción de un actor que experimenta y es capaz de
tener influencia en el cambio o ser consciente de su subjetividad, fue fuertemente
criticada por Michel Foucault. El sujeto pasó a ser un actor disciplinado y
modelado a través del poder. La subjetivación quedó reducida al sometimiento a
partir de tecnologías disciplinarias y discursos normalizadores. El cuerpo se
entendió como otra extensión del biopoder y como un
objeto que podía ser manipulado y controlado. No obstante, en este callejón sin
salida, el propio Foucault abrió un espacio, en un segundo momento de su
trabajo, para explorar la subjetividad al tratar de entender cómo el sujeto
cuida de sí en diferentes contextos institucionales y los procedimientos o
técnicas del yo que utiliza para construir su identidad.
La incorporación de la cultura desde una visión fluida,
cambiante y globalizada ha llevado a un replanteamiento teórico en torno a la
experiencia y la formación de la subjetividad. Sin embargo, falta pensar y
repensar en muchos temas y líneas de análisis para abordar el proceso de
significación de nuestras vivencias personales y colectivas. La subjetividad de
los actores –tales como las formas en que asumen su experiencia, cómo se
reconocen a sí mismos y cómo forman sus decisiones; cómo dan significado a su
actuación y cómo interpretan sus identidades–, entre otros cuestionamientos, es
el tema que nos ocupa en este dossier y que se
analiza desde la enfermedad y la transgresión, tópicos que atañen a la salud
física, social y moral de las poblaciones, ya que trascienden el hecho
biológico y el meramente normativo por su impacto en aspectos como la
emergencia de saberes especializados, la creación de instituciones bajo una
decidida intervención del Estado, la configuración del lugar del experto o la
medicalización de conductas sociales. Ello ha conducido al estudio de las
regulaciones y las sanciones normativas, las acciones destinadas a prevenir y
combatir la enfermedad y el delito, y los procesos de profesionalización y
legitimación de aquellos conocimientos que, como la medicina, la criminología,
la psicología o la pedagogía, han pretendido normar desde una posición científica
a grandes colectivos. De igual modo, se han examinado los instrumentos de
control y disciplinamiento dirigidos a los individuos
y sus cuerpos, que comprenden instituciones, sistemas teóricos y prácticas
asistenciales encaminadas a la reducción o el aislamiento de los elementos
nocivos para la sociedad o transgresores de la norma (Armus,
2000).
Con este dossier esperamos
contribuir a recuperar a los sujetos que han sido y son objeto de tales
intervenciones desde la perspectiva de su propia subjetividad, experiencia
íntima que habría detonado con el correr del siglo xviii,
el cual produjo una conciencia individualista que se expresó en una
subjetividad cada vez más secularizada, una división entre la esfera pública y
la privada, y un conjunto de prácticas destinadas a la introspección como la
redacción de cartas, diarios o autobiografías, narrativas escritas desde el yo.
Ello abonó al cultivo de las ciencias de la mente y, sobre todo, del discurso
psicológico para comprender la experiencia humana. La irrupción del
psicoanálisis y, posteriormente, de todo tipo de técnicas de autoconocimiento,
contribuyeron aún más a condicionar la forma en que los individuos se veían a
sí mismos, se autocuidaban y se proyectaban frente a
los otros. Por ello, el estudio de la subjetividad no puede ser más pertinente,
tanto en su genealogía como en su despliegue actual (Novella,
2013).
De acuerdo con esta postura, el presente dossier de Secuencia reúne
cuatro artículos de reconocidos investigadores que acudieron al llamado de la
convocatoria para acercarse a la experiencia de la subjetividad en el mundo
contemporáneo desde una perspectiva histórica y sociológica. El dossier aborda de manera muy original las subjetividades
masculinas en contextos de violencia hacia las mujeres (Santillán Esqueda y
Maya González), pero también bajo condiciones de padecimientos incurables en
las primeras décadas del siglo xx como la sífilis
(García Peña), y se aproxima al mundo interior de un asesino con trastornos de
personalidad mediante el recurso del psicoanálisis, un método que descubre los
significados inconscientes de los actos (Maya González). Las subjetividades
femeninas también cobran presencia a través de las experiencias del parto por
cesárea no planeada (Márquez Murrieta) y del matrimonio convenido con fines no
reproductivos, que desemboca en un desarrollo profesional inesperado (García
Peña), y todo ello, en el marco de las políticas de salud, discursos de la
biomedicina y mandatos de género en el México contemporáneo, de la revolución a
nuestros días.
Desde la perspectiva de los procesos de salud-enfermedad,
en el artículo que nos presenta Ana Lidia García Peña se analiza la
construcción de la subjetividad a través de la vivencia de la sífilis como una
enfermedad crónica. Presenta, desde la noción de tecnologías del yo de Michel
Foucault y el paradigma estético de Félix Guattari,
un análisis de la subjetividad y sus formas de producción. En su texto nos
conduce frente a dos modos de subjetivación contrapuestos. Aquel que partió de
las estructuras de poder y que afianzaba la idea del cuerpo sifilítico como
causante del desorden social, y el que nace del propio Rafael Montes de Oca
que, como enfermo, reivindica su subjetividad a partir de una resignificación constante de su identidad y de sus
objetivos en la vida, desafiando los dictados de la salud pública de la época,
que prácticamente lo condenaban al ostracismo social.
García Peña explica cómo en medio de los cambios
políticos, incluida una revolución de por medio y el desarrollo consecuente de
una feroz campaña antisifilítica con tintes coactivos, el matrimonio de Rafael
Montes de Oca con María Ríos Cárdenas fue decisivo para ambos, pues los dos
construyeron una significación de su experiencia, con lo que la
esposa-enfermera se convirtió en una exitosa feminista de los años treinta y él
se transformó de un industrial a un comerciante, para finalmente convertirse en
artista, con lo que cumplió su más grande anhelo, al tiempo que enfrentó la
enfermedad que lo consumía en abierta confrontación con las políticas que veían
al sifilítico como un degenerado al que le estaba vedado el matrimonio. De esta
forma, la reflexividad, las experiencias y las identidades desarrolladas tanto
por el sifilítico como por su mujer, en un binomio particular, son trabajadas
como procesos de subjetivación dentro de un contexto de una fuerte presión
sanitaria y cambios en la cultura de género.
Alicia Márquez, por su parte, analiza cómo algunas
mujeres de clase media urbana construyen ciertas expectativas en relación con
el parto fisiológico y, en ocasiones, en rechazo a la cesárea. Dichas
expectativas, muchas veces influenciadas por los cursos psicoprofilácticos
y los discursos de expertos de la biomedicina, dan lugar a un curso de acción
que se ve interrumpido por una decisión tomada al término del embarazo, sobre
todo por razones de seguridad. Es así como la noción de riesgo y el miedo al
dolor afloran frente a los mandatos de la buena madre. En ocasiones, con
sentimientos encontrados, algunas mujeres optan por la cesárea y, desde ahí, se
ven obligadas a resignificar el sentido de su acción y sus vivencias.
En medio de este proceso, los discursos sobre el cuerpo
sano vs. la medicalización desempeñarán un papel
importante en la toma de decisiones y en la reflexividad de estas mujeres. En
la tensión que provocan los discursos normativos sobre lo que es la manera
“correcta” de vivir el embarazo y el parto, hay un espacio de subjetivación.
Rescatar las narrativas fue posible gracias a una
aproximación cualitativa que aborda los dilemas experimentados por media docena
de mujeres durante el proceso del embarazo y las decisiones que enfrentaron en
relación con el parto, o bien ante una inminente cesárea. Las entrevistas
pudieron realizarse mediante una página de Facebook sobre temas de maternidad,
desde donde se convocó a dar testimonio sobre la experiencia del parto, lo que
le permitió a Alicia Márquez entrar en contacto con quienes se sintieron
llamadas, seguir su reflexividad y dar cuenta de cómo pudieron procesar lo subjetivamente
vivido.
Desde la experiencia de la transgresión, el trabajo de
Martha Santillán Esqueda revela el peso de la subjetividad para entender los
procesos políticos y jurídicos que buscan transformar las relaciones sociales
en el encuentro con sujetos sobre quienes se pretende incidir, no siempre con
éxito. Así, mediante el análisis de dos casos de homicidio de mujeres que
perdieron la vida a manos de sus parejas, Santillán analiza la construcción de
la subjetividad masculina en el contexto del México posrevolucionario nacido de
la Constitución de 1917, marco normativo que dio lugar en los años treinta a
cambios jurídicos orientados a una significativa participación de las mujeres
dentro y fuera del espacio doméstico y, por tanto, a una mayor autoridad en el
plano familiar y en la definición de su propia vida.
La mayor autonomía que el texto constitucional estableció
para que las mujeres se desenvolvieran en el ámbito público, ejemplificada en
el derecho a trabajar e instruirse sin el consentimiento del padre o marido, o
en la libertad para administrar su patrimonio y educar a sus hijos, disminuyó
la dependencia de las mujeres respecto a los varones y con ello, abrió una
puerta para desafiar el sistema patriarcal. De igual manera, la decidida
intervención del Estado sobre las madres, a través de instituciones destinadas
a configurar familias sanas física y mentalmente con el apoyo de especialistas
(médicos, psiquiatras, pedagogos), brindó las herramientas para que, con la
legitimidad de la ciencia en la mano, transformaran el rol tradicional de
esposas sumisas. Pero este viejo modelo, ¿en verdad se estaba resquebrajando
desde la perspectiva masculina?
En efecto, estos cambios se encaminaron a disminuir el
control masculino sobre las mujeres. Así, el Código civil
de 1931 ya no consideró lícito el homicidio por causa de infidelidad o
en defensa del honor; y algunos penalistas sostuvieron, con el ánimo de
restringir la violencia de los varones hacia las mujeres, que el hombre podía
controlar sus impulsos, incluso ante la afrenta de verse engañado por la
esposa. Sin embargo, estas novedades de orden político y jurídico no
encontraron su correlato social, pues no lograron modificar las relaciones
entre los sexos sostenidas sobre las identidades de género; las estructuras
patriarcales siguieron legitimando la violencia masculina como parte del
derecho de los hombres sobre sus parejas para corregir conductas que
constituyeran una afrenta al honor o a la reputación, como el adulterio. No
obstante, la “rebeldía femenina” existió y fue vivida desde la masculinidad
herida, sostiene Santillán. Mediante el análisis de los discursos
psiquiátricos, criminológicos y penales, pero también de las concepciones
sociales, muestra cómo los sujetos dotaron de significado a los homicidios
cometidos, los justificaron como un deber dictado por el mandato de género, y
sostuvieron su derecho a matar a la mujer que, sin ningún reparo, les confesaba
su infidelidad. Pese a los cambios jurídicos, los procesos de subjetivación
anclados en la violencia contra las mujeres se mantuvieron inalterados. Sin
duda, una enseñanza para nuestros días.
Finalmente, José Antonio Maya González nos lleva a
explorar el comportamiento criminal bajo otro ángulo, ya no desde la defensa
que se prepara y razona para ser elevada al juez, sino ante un caso clínico
donde las motivaciones inconscientes anidan junto a los deseos más profundos
para arribar a una explicación psicológica del móvil del crimen. En ese México,
que abandonaba las teorías degeneracionistas y eugenésicas
que atribuían el comportamiento criminal a una fatal herencia, al alcoholismo o
a la pobreza, y se adhería a las de corte psicológico y, en general, al vasto
campo de la cultura (Ríos Molina, 2016), la película El
hombre sin rostro (1950) de Juan Bustillo Oro, es analizada como un
ejemplo del cine que buscó llegar al público interesado en el enigmático mundo
de la locura criminal y de los sujetos peligrosos. Mostrar los móviles ocultos
que podían arrastrar a un individuo a cometer un homicidio y dar cuenta del
valor del psicoanálisis como una herramienta para descubrir ese mundo interior,
encapsulado entre deseos reprimidos y sueños extraños, constituyen el propósito
del cineasta que nos introduce en la subjetividad de un asesino serial de
mujeres.
A través de las pesadillas que lo atormentan, un policía
se remonta a las relaciones con su madre y, sin saberlo, va develando a su
compañero de oficina, el perito legista que en el filme hace las veces de
“médico-detective” y que lo recuesta en un sofá, su doble personalidad y los
motivos que lo conducen cada noche a transmutarse en un psicópata sanguinario,
aunque de día, como buen gendarme, se obstina infructuosamente en dar con el
asesino sin rostro de sus sueños, que es él mismo. Tal conducta –oculta en una
experiencia traumática– sólo se explica según el perito, por una relación
materna sobrecargada de exigencias hacia el hijo, que provoca la emergencia del
“deseo de fracasar”, presente en su vida amorosa (incapaz de concretar un
matrimonio) y profesional (incapaz de atrapar al asesino) y todo ello, para no
contrariar a la madre.
Así, el psicoanálisis, partícipe en ese momento de las
discusiones intelectuales sobre “lo mexicano”, se muestra como una herramienta
útil para la investigación criminológica, y el lenguaje cinematográfico como un
medio para divulgar a un público amplio nociones básicas del campo
psiquiátrico, que había incorporado el psicoanálisis a sus filas, en este caso,
las tormentosas relaciones de una madre con su hijo como motor del crimen. Este
propósito apenas se logró porque El hombre sin rostro
estuvo muy poco tiempo en cartelera, pero queda como un esfuerzo muy importante
por explicar la cuestión criminal desde la historia personal y la represión
sexual, subjetividad develada gracias al recurso del método psicoanalítico que,
a más de uno, dejó sobrecogido, como lo reportó la prensa en su momento.
El desarrollo del campo que recupera a los sujetos que
han sido y son objeto tanto de las intervenciones institucionales como de los
discursos sobre la salud, la enfermedad y la transgresión requiere mayor
exploración. Hace falta descubrir a los actores desde su propia historia y
desde la perspectiva de la subjetividad como una dimensión fundamental de la
experiencia humana. La experiencia que constituye al sujeto, que le permite dar
sentido a su relación con el mundo y consigo mismo. Esperamos que este dossier abra nuevos interrogantes y sea una invitación
para continuar examinando esta temática desde diferentes perspectivas
analíticas.
Lista de referencias
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Thompson, E. P. (1981). Miseria de
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Ortner, S. B. (2006). Anthropology
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Ríos Molina, A. (2016). Cómo
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Sewell, W. H, jr. (2005). Logics of history. Social theory and social transformation.
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Scott, J. (2000). Los dominados y el
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