10.18234/secuencia.v0i105.1757

Artículos

Escribir una historia del imaginario (siglos XIX-XX)*

Writing a History of the Imaginary (19th-20th Centuries)

 

Dominique Kalifa1

 

1Universidad Paris 1 Panthéon-Sorbonne/Institut Universitaire de France, Francia, dominique.kalifa@univ-paris1.fr

 

Resumen:

Introducido en las ciencias sociales por los psicoanalistas, los filósofos y antropólogos, el concepto de “imaginario social” parece difícilmente compatible con el enfoque de la disciplina histórica. Al examinar las pocas obras históricas, principalmente francesas y angloamericanas, que han usado este concepto, y basándose en la propia obra del autor, este artículo propone pistas para superar este obstáculo inicial. Y pregunta por terminar sobre las posibles ganancias heurísticas que el uso de la noción de imaginario social puede aportar a la historia.

Palabras clave: imaginario; historia; sociedad; representaciones; historicidad.

 

Abstract:

Introduced into social sciences by psychoanalysts, philosophers and anthropologists, the concept of the “social imaginaryappears incompatible with the historical approach. This article studies the few historical works, mainly French and Anglo-American, which have used this concept, and uses the author’s own work to propose methods to overcome this initial obstacle. It ultimately asks a question regarding the heuristic gains, which, using the notion of social imaginary, can contribute to history.

Key words: imaginary; history; society; representations; historicity.

 

Fecha de recepción: 21 de noviembre de 2018 Fecha de aprobación: 8 de enero de 2019

 

 

La honradez me obliga a una confesión preliminar: el título de esta conferencia es muy imprudente. El objetivo (“escribir una historia del imaginario”) aparece tan desmesurado y las formas de hacer tan diversas que mido la ambición desproporcionada, incluso la presunción, de dicho título. Detrás del voluntarismo y del optimismo excesivo de esa frase en infinitivo se esconden en realidad muchas dudas e incertidumbres. Lejos de dibujar un programa completo o una agenda ideal, mi propósito se limitará a un objeto más modesto: el de un historiador –y la historia, soy consciente de ello, no es la ciencia social mejor equipada para abordar un objeto de este tipo–, de un historiador que ha estado trabajando desde hace más de 20 años sobre estos temas. A partir de los objetos empíricos que fueron y siguen siendo los míos, me contentaré, pues, con evocar las dificultades, los caminos y, a mi juicio, las virtudes de lo que cada vez me inclino más a llamar la historia de los imaginarios.

Digamos, de entrada, que las cosas no son del todo sencillas para el historiador o la historiadora que ha decidido seguirle la pista al imaginario. El objeto en sí parece muy escurridizo. ¿Qué es realmente el imaginario? El concepto, complejo, a veces se refiere a un todo cuando hablamos de imaginario colectivo, a veces a una de sus manifestaciones históricas (el imaginario medieval, el imaginario occidental, etc.), pero a veces sólo a uno de sus componentes (el imaginario político, el imaginario criminal, el imaginario mediático, de la muerte, del terruño, etc.). De ahí la dificultad suscitada por la polisemia del término. Las cosas se complican aún más cuando se examina el estado de la reflexión crítica al respecto. Porque el concepto ha sido principalmente objeto de trabajos que emanan de disciplinas cuya relación con la historia es problemática: introducido por los psicoanalistas, en primer lugar, Carl Gustav Jung (Colombo, 1993), ha dado lugar a planteamientos sustanciales por parte de filósofos (Gaston Bachelard, Jean-Paul Sartre, Cornelius Castoriadis), antropólogos (Gilbert Durand), investigadores de literatura (Pierre Popovic). Volveré más adelante sobre estos estudios cuyas perspectivas han sido decisivas, pero a veces difícilmente compatibles con el enfoque histórico. Una tercera complicación surge también muy rápido, vinculada con las sospechas que despierta la noción: el imaginario ¿no es lo falso, lo ficticio, lo ilusorio? Datos que el historiador, preocupado por la verdad y lo factual, no tiene vocación de estudiar. Aquí se impone una distinción capital: el imaginario no es la imaginación (de ahí las dificultades que hay en el idioma inglés quien usa más frecuentemente imagination que imaginary). Para nosotros, historiadores, que trabajamos con huellas tangibles y con fuentes claramente avaladas, el imaginario es una información muy material, no algo impensado, se encarna en objetos muy concretos (libros, imágenes, películas, canciones, testimonios) cuya elaboración, difusión y apropiación social podemos reconstruir; objetos que podemos contar, cuantificar, cuyas transformaciones, adaptaciones, readaptaciones, etc., podemos rastrear. Este punto es esencial porque levanta el obstáculo de que la historia debe ocuparse de hechos y no de ficciones o fantasías. Pero el imaginario al que los historiadores le siguen la pista se compone de hechos que pueden ser observados, analizados y medidos a través de fuentes reales y muy materiales. Es una parte de la historia de las representaciones (término que, también por su parte, se refiere a formas de expresión tangibles y materiales), una parte de la historia cultural, moldeada por los soportes de transmisión, modelada por la técnica y las posibilidades mediáticas.

Pero hablar así de historia del imaginario o de historia de los imaginarios también supone resolver un fuerte debate epistemológico. Deben mencionarse dos dificultades que han limitado de manera importante el uso histórico de la noción de imaginario. La primera está vinculada con la historia intelectual del concepto. Además de que parece oponerse enteramente a lo “factual” o a la “realidad”, por mucho tiempo considerados como los únicos objetos legítimos de la historia, el imaginario fue introducido en las ciencias sociales y humanidades por disciplinas que nunca han ocultado su rechazo hacia la historia. Inicialmente impulsado por el psicoanálisis (Carl Gustav Jung, y luego Jacques Lacan), posteriormente por la filosofía (Gaston Bachelard), el concepto fue especialmente teorizado por la antropología estructural. Estudiante de Gaston Bachelard, Gilbert Durand (1960) publicó una obra seminal, Las estructuras antropológicas del imaginario, cuyo gran eco científico e internacional limitó en gran medida la incursión de los historiadores en este campo. Recuérdese que, según Durand, el imaginario se construye sobre un número muy limitado de esquemas, que llama arquetipos (toma prestado el término de Jung), y que define como temas fijos, invariables, universales y, por lo tanto, sobre todo ahistóricos. Son “esquemas organizadores del espíritu”, mitemas, arquetipos descritos como una “forma de representación mental” referida a un tema universal, común a todas las culturas (el heroísmo y la construcción del sí mismo, la fatalidad y la parte de sombra, el doble, etc.). Durand identifica tres grandes regímenes, tres instancias fundadoras (lo heroico, lo místico y lo sintético), cuyas combinaciones son múltiples, pero históricamente estables. Mitos, cuentos o sueños constituyen en esta perspectiva soportes privilegiados donde se expresan arquetipos e imaginario. Ninguna historia del imaginario es posible desde esta perspectiva, siendo la historia misma sólo un imaginario destinado a producir coherencia y verdades trascendentales.

Aunque el antropólogo modificó más tarde su constatación y admitió la posibilidad de “cambios de sensibilidades”, su enfoque intimidó aún más a los historiadores en la medida en que dio lugar a numerosos trabajos antropológicos, literarios o mitocríticos. Los filósofos que, de manera más tardía, se interesaron por esta cuestión desde otra perspectiva (Castoriadis, 1975; Taylor, 2004), fueron poco o tardíamente discutidos por los historiadores. La introducción del concepto de imaginario se llevó a cabo, pues, en un contexto en el que la disciplina histórica quedó fuertemente marginada y en el que incluso se defendió la idea de una historia imposible de los imaginarios. Para un antropólogo como Joël Thomas (1998), el imaginario se presentaba como el dinamismo organizador entre diferentes instancias fundadoras, con infinitas combinaciones.

Sabemos, sin embargo, que los historiadores han reaccionado contra estos enfoques excesiva y exclusivamente estructuralistas. Tras la obra de Fernand Braudel y la idea de superposición de las temporalidades, lo que se ha llamado la “Nouvelle Histoire” (Nueva Historia), desarrollada a partir de los años setenta, rechazó enérgicamente este enfoque e insistió en las complejas temporalidades que afectan a las sociedades. De hecho, los historiadores se interesaron significativamente por dichas cuestiones en ese entonces, pero –y esta es la segunda dificultad– en medio de una gran confusión léxica y conceptual. “La historia de los imaginarios sociales ha sido practicada desde hace mucho tiempo bajo otras denominaciones”, escribe con razón Alain Corbin (2010). Pero el problema radica menos en el uso de otros términos o categorías que en su indecisión. Si bien en la Encyclopédie de la Nouvelle Histoire (Le Goff, Revel y Chartier, 1978) se describe el imaginario como uno de los diez conceptos clave de la Escuela de los Annales, no se delimitan sus contornos. Imaginario, en muchas de esas obras, es usado como sinónimo o equivalente de otras nociones ampliamente utilizadas por la antropología histórica de la época: mentalidades, creencias, representaciones colectivas, representaciones mentales, etc. Esto es lo que hace notar el sociólogo Patrice Leblanc (1994) cuando estigmatiza un “concepto vago”. Al imaginario parecen corresponderle las utopías y los sueños de regeneración social, las memorias colectivas, los mitos y las religiones, las ideologías y las representaciones colectivas. La famosa obra de Georges Duby (1978), Tres órdenes o lo imaginario del feudalismo, oscila entre el razonamiento del mito, muy influenciado por la obra de Georges Dumézil, y el de la ideología. “Pasamos de una historia de las mentalidades a la historia del imaginario”, escribía François Hartog (1980) en su Espejo de Herodoto, pero la noción no es objeto de una mejor clarificación. Otro medievalista, Jacques Le Goff (1999), intentó entonces aclararla, tratando de distinguir el imaginario –que veía como la parte creativa, poética, dinámica, del campo de la representación, y no su parte reproducible– de lo simbólico y de lo ideológico. Pero la expresión siguió siendo utilizada en una amplia indistinción, a semejanza de “mentalidades”, a la cual parece en parte relevar, y sufre, por lo mismo, del mismo descrédito. Con todo, muchos fueron los trabajos realizados desde esta perspectiva por parte de los historiadores. Los más numerosos se referían a la noción de imaginario social, sin ofrecer, sin embargo, una definición clara o satisfactoria al respecto. Otras disciplinas como la literatura, sobre todo en Quebec (Jean-Charles Falardeau, 1974; Pierre Popovic, 2008 y 2013; y más recientemente Alex Gagnon, 2017; y Anthony Glinoer, 2018), han propuesto reflexiones teóricas sobre dicha noción, pero sólo han sido muy poco discutidas por los historiadores. Y el examen del pequeño número de obras que se identifican con el imaginario social (Barrière, 1995; Cohen, 2010; Corbin, 1982; Laborie, 1988; Maza, 2004) muestra los usos bastante contrastantes de la noción.

Porque a la incertidumbre sobre la naturaleza del imaginario se añaden aquellas incertidumbres relacionadas con la naturaleza de lo “social”. ¿Qué significa realmente este calificativo de social aplicado al imaginario? Podemos ver claramente el interés estratégico del término: calificar el imaginario de social, es decir, de dinámico, de móvil, en relación con contextos cambiantes y en evolución, es afirmar que uno se sitúa en el campo de la historia, y no en el de una antropología estructural e inmóvil. La añadidura del adjetivo social, por lo tanto, era un recordatorio de que nos encontrábamos en el campo de lo colectivo, de la interacción de individuos y grupos, en la producción viva de la historia. Pero detrás de esta afirmación de principio se esconden al menos tres acepciones diferentes de lo “social”. La más limitada, y también la más productiva, consiste en pensar el imaginario social como las diferentes formas de concebir, describir o representar los componentes del mundo social y sus diversas identidades. Este enfoque ha sido bien resumido en la obra del filósofo e historiador polaco Bronislaw Baczko (1984), quien define el imaginario social como un sistema coherente, dinámico, de representaciones del mundo social, una especie de repertorio de las figuras y de las identidades colectivas de las cuales se dota cada sociedad en determinados momentos de su historia. En esta perspectiva, los imaginarios sociales describen cómo las sociedades perciben sus componentes –grupos, clases, categorías, naciones, supranaciones–, jerarquizan sus divisiones, elaboran su futuro. Obras como las de Benedict Anderson (1983) sobre esas comunidades imaginadas que constituyen las naciones, o aquellas dedicadas a las representaciones de las categorías sociales (la burguesía francesa de Sarah Maza, 2004; la middle class victoriana de Dror Wharman, 1995; el pueblo de Patrick Joyce, 1991; o de Deborah Cohen, 2010), se enmarcan en este enfoque. Este mundo social, por otra parte, no siempre se reduce a categorías; puede encontrarse en el juego de posiciones o relaciones, en los mecanismos de promoción o de declive social. Es esta concepción del imaginario social la que Judith Lyon-Caen (2007) busca, por ejemplo, en su análisis sobre la correspondencia de los lectores de Balzac y de Sue. Las estrategias de descalificación, de moralización o de inculcación social responden a este mismo planteamiento historiográfico.

Un enfoque más amplio consiste en concebir el imaginario social como la expresión de los deseos, las obsesiones, las fantasías, las ansiedades, los sueños, los miedos, los prejuicios, las creencias, en pocas palabras, la expresión de los sentimientos y de las sensibilidades colectivas de una sociedad en un momento dado. Dicho enfoque presume la existencia, problemática a mi parecer, de sensibilidades compartidas más allá de las distinciones de clase, género, raza, edad y, por lo tanto, la existencia de amplios fenómenos de sensibilidad colectiva. Así es, por ejemplo, cómo historiadores como Jean Delumeau (1978) Alain Corbin (1982, 1988) lo han utilizado; el primero para analizar los grandes temores que se apoderaron de Occidente a finales de la Edad Media; el segundo, para analizar la revolución de las sensibilidades olfativas o las transformaciones en la forma en que se veía la costa a finales del siglo XVIII y principios del XIX. El muy reciente Violette Nozière, de Anne-Emmanuelle Demartini (2017), se inscribe en esta misma perspectiva, aunque la autora propone considerarlo no a la luz de un vasto cambio colectivo de las sensibilidades sino de un microacontecimiento en el que a través de sus múltiples expresiones se cristalizan las principales obsesiones y frustraciones de una sociedad.

Un tercer enfoque, más estructural, consiste en considerar el imaginario social como el marco que instituye el orden, las referencias y las normas del mundo social. La obra de Cornelius Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad (1975), es aquí la referencia principal. Postulando que todas las sociedades se autoinstituyen (sin ningún referente ni sobredeterminante extrasocial), Castoriadis llama a este proceso “social-histórico” y considera que se constituye en un dispositivo imaginario, matriz de todas las representaciones sociales. El imaginario social se convierte en ese sistema de significados que estructura la relación de una sociedad con el mundo, incluso de una época, y a partir del cual ambas se dotan de instituciones. Para Castoriadis y sus numerosos exegetas (Erreguerena Albaitero, 2001, 2004; Cabrera, 2009; Cancino Pérez, 2011), el imaginario que instituye a la sociedad es su manera singular de vivir, percibir y proyectar todas las relaciones con el mundo, es el generador que guía todas las interacciones individuales, la matriz misma de todo proceso creativo. Este imaginario es social y dinámico (y por lo tanto, histórico), atañe tanto a las producciones como al marco y al propio proceso creativo. Rechazando los enfoques en términos de imaginario “de algo”, Castoriadis invita a pensar el imaginario como un proceso abierto, un trabajo constante de semiotización de la totalidad de un mundo social. Esta es también en parte la posición de Pierre Popovic (2008 y 2013) en su análisis de las figuras clave del siglo XIX, de Paulin Gagne a los Miserables de Victor Hugo. Desde una perspectiva complementaria, el filósofo canadiense Charles Taylor (2004) trató de comprender la naturaleza de la “modernidad” a través de las maneras de imaginar las existencias sociales, de las expectativas y de las prácticas que de ello se derivan desde el siglo XVII. Alex Gagnon (2017) va en la misma dirección y propone una definición sintética:

por “imaginario social” entenderé aquí el conjunto inestable de representaciones sociales por cuya mediación los individuos que componen una sociedad se representan lo que son y deberían ser los otros que se encuentran a su alrededor, las instituciones que los gobiernan, el mundo social en el que viven, su pasado, su presente, su futuro y, finalmente, el universo global, cósmico, en el que se inscriben (p. 43).

Ya nada escapa a este imaginario cuyos modos de apropiación social siguen siendo, sin embargo, inciertos.

Esta tripartición es, sin embargo, más didáctica que intelectual, puesto que estas tres acepciones de lo social se entremezclan constantemente: pensar las representaciones de un grupo o de una categoría social –siguiendo lo propuesto por Baczko (1984)– requiere necesariamente de un análisis en términos de afectos y de sensibilidades, y lleva a análisis que tienen que ver con la comprensión del mundo social en su totalidad. En cualquier caso, es en este sentido como traté de considerar el imaginario social en el trabajo que le dediqué a los “bajos fondos” (Kalifa, 2013). Esta expresión, que en su sentido social apareció en Francia en 1840, y en la mayoría de las lenguas occidentales en la misma etapa (el español bajos fondos, el italiano bassi fondi, inmediatamente después sottomondo, el inglés underworld en 1869 y el alemán unterwelt en el mismo transcurso), tiene por objeto describir un mundo social: el de los pobres, vagabundos, criminales, prostitutas, etc., en un momento
–principios del siglo XIX– en el que las transformaciones económicas, urbanas, políticas y religiosas modificaban de manera profunda la mirada que se dirigía hacia los márgenes sociales. El universo de los bajos fondos era entonces descrito como el encuentro e imbricación de la miseria, el crimen y el vicio, cuya convergencia amenazaba los cimientos del orden social. Nos encontramos claramente, pues, ante a un “imaginario social”. No porque los pobres, los mendigos, las prostitutas, los criminales y las bandas organizadas no existan –todos sabemos que, desgraciadamente, existen–, sino porque es poco probable que se asemejen a las representaciones pintorescas y horrorizadas que de ellos ofrecen los relatos de los contemporáneos. Las intrigas, historias y descripciones que de estos emanan dibujan un fragmento del mundo social tanto como movilizan un universo sensible y sensorial y participan en la construcción del conjunto de lo social. Pero lo “social”, a menos que se le dote de una dimensión pansémica que debilitaría su significado, no agota, a mi parecer, las potencialidades del imaginario, del cual otras dos expresiones me parecen históricamente decisivas: primero, el tiempo; luego, el espacio.

En efecto, se le puede seguir la pista a una segunda forma de imaginario histórico, aquella que llamo el imaginario temporal, el cual ha nutrido el trabajo que he venido llevando a cabo estos últimos años sobre la noción de “belle époque” y que ha de ser continuado sobre la historia de otros tipos de cronónimos (o “nombres propios del tiempo”) de los siglos recientes. Sabemos que las sociedades dividen el tiempo para comprenderlo, es el principio clásico en la historia de la “periodización”. La operación es esencial para ordenar nuestra percepción y así organizar nuestro dominio del tiempo, pero dicha operación siempre procede de algo arbitrario, de un corte artificial, de un “golpe por la fuerza”, porque la naturaleza del tiempo reside precisamente en su “duración” (ese es todo el aporte de la filosofía de Bergson), la cual toda periodización hace desaparecer. Sabemos, pues, que las periodizaciones son construcciones “históricas”, que traen consigo imaginarios en gran medida controlados por los contextos (posteriores) que les dan forma. Pero la división del tiempo también va acompañada de designaciones o de denominaciones singulares. Estos nombres han sido objeto de estudios lingüísticos que han establecido numerosas categorías de “designadores” relacionados con acontecimientos (praxónimos, cronónimos, hemerónimos, topónimos inspirados por acontecimientos, etc.), esenciales también para ordenar nuestra comprensión del pasado (Kalifa, 2016). Poseen ese poder singular, escribe la lingüista Laura Calabrese (2010, p. 117), “de despertar la memoria de los hechos por la mera mención del nombre”. Pero estas denominaciones del tiempo, sobre todo cuando adoptan la forma de cronónimos (Renacimiento, Edad Media, Belle Époque, Années folles, entreguerras, Treinta Gloriosos, etc.) llevan consigo todo un imaginario, una teatralidad, incluso una “dramaturgia” que distorsionan la historicidad propia y, por lo tanto, el sentido. La elucidación de estos cronónimos, de sus contextos y sus modalidades de elaboración, de sus usos y sus funciones, se presenta, pues, como una indispensable operación histórica. Esto es particularmente importante para los periodos posteriores a la revolución francesa, marcados por la proliferación de los discursos o de las publicaciones sobre el tiempo y la historia. El número de cronónimos, sus usos y su circulación han aumentado, por lo tanto, significativamente. Ahora bien, la mayoría de estos términos siguen siendo utilizados de forma “natural”. Conocemos evidentemente la famosa expresión de Lord Acton en su cátedra inaugural de junio de 1895: “Study problem, not periods”, y la forma en la que, con razón, ha influido en la historiografía contemporánea. Pero sucede que en este caso, el periodo es precisamente el problema. Desentrañar un “imaginario temporal” (lo que intenté hacer con la Belle Époque) es comprender cómo las sociedades se ocupan, interpretan y a veces reinventan segmentos enteros de su pasado. La operación no es sencilla. Exige ocuparse de varias cosas simultáneamente, incluso de articular varias investigaciones entremezcladas: captar las múltiples vías por las cuales los contemporáneos percibieron, describieron, nombraron su tiempo, su conciencia de estar viviendo o no una etapa singular, en pocas palabras, su “historicidad”, en el sentido que el antropólogo Marshall Sahlins le da a este término: “modalidades de autoconciencia de una comunidad humana” (Hartog, 2003, p. 19); pero es también desentrañar las múltiples percepciones y usos que las sociedades y periodos posteriores (lo que incluye a la historiografía) hicieron de una época. Es con el conjunto, designaciones, rememoración y reinvenciones de un tiempo histórico, cómo la operación cobra sentido. Porque nunca ningún tiempo se detiene o permanece fijo, y mucho menos lineal. Entre el presente del historiador y el pasado de su búsqueda se inmiscuyen una multitud de otros tiempos, unos presentes y unos pasados de ayer que interfieren sobre su objeto. Tomarse en serio y desentrañar los cronónimos, así como las otras formas de representación de la historia, nos ayuda a considerar el pasado como lo que es: una realidad móvil, cambiante, “histórica”, trabajada por los hombres y las mujeres que la habitaron, pero también por las miradas, las lecturas y los desplazamientos a los que la han sometido las épocas posteriores. Los cronónimos nos invitan a pensar nuestra relación con el pasado en un entramado de interacciones, nos ayudan a comprender esa complejidad de temporalidades, ese “entretiempos” casi caleidoscópico que es constitutivo de la historia.

Pero hay una tercera forma que me preocupa actualmente y que me parece que completa oportunamente los enfoques históricos del imaginario. Tiene que ver con el espacio y lo que calificaré de imaginarios espaciales. Porque el espacio, al igual que el tiempo o los componentes del mundo social, es objeto de apropiaciones individuales o colectivas que los dotan de un cierto número de caracteres, de atributos o de esperanzas que pueden marcar la identidad de esos lugares, nutrir sus memorias, influir en los gestos o los comportamientos de aquellos que los habitan o los recorren. El espacio, además, quizá más que el tiempo, señalaba Gaston Bachelard en La poética del espacio (1957), quien invitaba a todos a “erigir el catastro de sus campiñas perdidas”. Porque si es casi imposible pensar la duración abolida del tiempo bergsoniano, es posible, por el contrario, pensar un espacio ascendido a conservatorio de los “bellos fósiles” de la memoria. Al igual que con las otras formas de imaginarios, la dimensión performativa también es esencial aquí. Existen lugares simbólicos, lugares malditos, lugares de esperanza. El espacio, ya sea que se trate de la simple topografía, de los paisajes o de los edificios o inmuebles que allí son implantados, se encuentra penetrado de sentimientos, emociones, afectos, creencias que pueden controlar prácticas y actos. Esta identidad de los lugares era uno de los grandes retos del gran proyecto del historiador francés Pierre Nora (1984-1992), Los lugares de memoria,1 incluso si la noción de “lugares” incluía también en Nora lugares “ideales” (símbolos, lemas, acontecimientos, instituciones). Pero hay entradas en la obra relacionadas con lugares reales (por ejemplo, el Muro de los Federados, la Torre Eiffel, Alésia, Lascaux, etc., que él llama “haut-lieux” (“grandes lugares”). Esto coincide con la noción de topónimos relacionados con acontecimientos (por ejemplo, Chernóbil, Outreau o Auschwitz), los cuales circunscriben a un lugar determinado o emblemático toda una serie de acontecimientos que, sin embargo, van más allá de él. Toda la problemática contemporánea del patrimonio, tan importante desde los años 1980, se organiza también en torno al acometimiento histórico de los lugares. Pero lo que yo entiendo por imaginario espacial es más amplio. Postulo que algunos lugares se encuentran investidos de apropiaciones sociales (en el sentido de que producen interacciones sociales) que les otorgan significados fuertes e históricos (por lo tanto, cambiantes, inscritos en un movimiento diacrónico y susceptibles de un análisis histórico). Esto puede comprender interrogaciones muy clásicas –Francia, la tierra, la ciudad– o lugares mucho más específicos. Uno de los mejores ejemplos podría ser proporcionado por Alain Corbin (1988), que pone al descubierto la profunda transformación de un lugar, la costa, que pasó de una apreciación muy negativa a su progresiva apropiación como espacio recreativo de placer y de bienestar. Desde la misma perspectiva, Stéphanie Sauget (2009) dedica un libro ricamente ilustrado a las estaciones de tren parisinas, las cuales examina no por sí mismas, sino como laboratorios “en donde se inventan, se experimentan y se comparten percepciones (formas de ver, de escuchar, de sentir), nuevos usos” (del tiempo, por ejemplo, de los encuentros) y, por lo tanto, un nuevo imaginario que genera profundos cambios de carácter antropológico.

La Histoire des maisons hantées (Historia de casas embrujadas), que la misma historiadora publicó (Sauget, 2011), sigue el mismo enfoque: lugares que llevan consigo creencias, representaciones y prácticas, cuya profundidad era importante explorar. Algunos trabajos similares se han llevado a cabo sobre los cementerios, por ejemplo. Escribir la historia de los imaginarios espaciales no se reduce a reconstruir el desarrollo de los lugares (etapa esencial), ni a ofrecer sus usos sociales (esencial también), sino a intentar captar su identidad y, sobre todo, la manera en que esta puede afectar los sentimientos y los comportamientos en secuencias históricamente determinadas. Desentrañar el espíritu de los lugares, explorar su profundidad, su densidad, es intentar apreciar las formas de lo que Henri Lefevre llamaba el espacio vivido, es intentar entender el espectro de emociones, de afectos, de sensaciones que alimentan la experiencia sensorial y de la memoria de los lugares. “Nuestra existencia –escribe el geógrafo Michel Lussault (2007)–, en todo momento y de principio a fin, es enteramente espacial. Se compone día a día de las fracciones de espacio que organizamos para lograr nuestros fines, impone que organicemos esos diferentes espacios de vida en relación unos con otros, que los ajustemos en nuestras acciones prácticas”. Esta experiencia sensible de los lugares, estas relaciones que hombres y mujeres mantienen con los espacios que recorren, me parece que dibujan “regímenes de espacialidades”, “especies de espacios” donde convergen los recuerdos, los deseos, las expectativas o las frustraciones. De ello resulta lo que sugiero llamar imaginarios espaciales, profundamente moldeados por la historia de los individuos tanto como por la de los lugares, a veces también penetrados por significados intensos y en ocasiones perenes. En cierto modo, el enfoque pretende invertir las teorías de la medicina neohipocrática, muy persistentes durante la segunda mitad del siglo XVIII y en el siglo XIX. Como se recordará, dicha medicina, basada en la teoría de los humores (el equilibro de nuestros principales humores –sangre, bilis amarilla, flema, bilis negra– están determinados por los elementos –agua, aire, tierra, fuego– y, por lo tanto, por los lugares y las estaciones), invitaba a destacar los vínculos entre ciertos lugares y los temperamentos, los tipos, los comportamientos. Fue así como Balzac (1834) podía hablar, en su novela Ferragus de “calles asesinas”. De ahí la moda de las topografías médicas, que fueron muy numerosas en la primera mitad del siglo XIX: los lugares tienen “temperamentos” que atribuyen actividades y controlan tipos sociales. Lo que yo entiendo por imaginario espacial invierte en cierto modo la perspectiva porque son los individuos quienes, por los significados, la memoria o la identidad que le dan a los lugares, les confieren un “espíritu”. Pero este, una vez elaborado y si permanece activo (por lo tanto, en una secuencia histórica determinada), puede influir, en efecto, en los sentimientos y los comportamientos.

El espacio, el tiempo, la sociedad: ¿no es precisamente al cruce, a la interacción de estos tres elementos que se produce lo que nos hemos acostumbrado a llamar Historia? Darse cuenta de la importancia de las representaciones entrecruzadas y dinámicas de estos tres componentes, ¿no es justamente darse los medios de escribir una historia “amplia”, preocupada, antes de todo, por comprender cómo las y los que nos precedieron percibieron, pensaron y le dieron sentido a su mundo? Unas últimas palabras para concluir: esta historia de los imaginarios por la que abogo no es, lo hemos visto, un enfoque radicalmente nuevo. Los objetos a los que les sigue la pista han encontrado a menudo refugio bajo otros nombres: las “representaciones colectivas” de la sociología durkheimiana, las “herramientas mentales” de Lucien Febvre, las “mentalidades” o las “sensibilidades colectivas” de la antropología histórica de los años 1970, los “sistemas de representaciones” manejados por la historiografía de Alain Corbin y varios de sus estudiantes. Podemos cuestionarnos quizá sobre la pertinencia o el interés de repensar la cuestión en términos de imaginario: ¿qué es lo que realmente nos permite entender mejor?, ¿qué puede, por lo tanto, aportar de más?, ¿qué beneficios metodológicos, epistemológicos o heurísticos puede ofrecer el uso del concepto de imaginario –social u otro– a los historiadores y a las ciencias sociales?

Tres me parecen decisivos. El primero se refiere a las jerarquías de larga data establecidas entre lo real, universo de las cosas serias, sólidas, tangibles y, por lo tanto, legítimas, y el mundo inconsecuente y fantasioso de las producciones imaginarias. Poner al descubierto las configuraciones imaginarias del tiempo, del espacio o de la sociedad, comprender sus modalidades de elaboración y de difusión, evaluar la manera en la que pueden controlar sentimientos, actos y comportamientos, es concebir lo real de forma más compleja, más exigente, es descender a lo más profundo de su elaboración, admitir que quizás nunca es más que una categoría de lo imaginario. El segundo gran beneficio de la noción me parece que radica en la extensión, incluso la liberación, del régimen de las fuentes que autoriza. Mucho más que la historia de las mentalidades o de las representaciones, la arqueología material de las producciones del espíritu a la cual invita toda historia de los imaginarios acaba con las rejillas estéticas, académicas, canónicas, levanta sobre todo el lastre que pesa sobre el régimen de las ficciones, ascendidas al mismo rango que cualquier otro tipo de fuentes legítimas Ya no se trata únicamente de “descripción densa” en la estela de Clifford Geertz (1973), sino de “fuente densa”, constituida por la imbricación sin límite de las huellas que nos llegan del pasado, sean cuales sean, digan lo que digan, y cuyo examen y peritaje son, en mi opinión, la única función propia de la historia. Sin negar la posibilidad de convergencias, de concreciones, de figuras ordenadoras o de imaginaciones constituyentes, insiste también en la dimensión plural de las manifestaciones del imaginario, productos de lógicas, de posiciones, de estrategias sociales que son también lugares y desafíos de poder. Pensar la historia en términos de imaginario hace que se cuestione, finalmente, la naturaleza misma del trabajo histórico, al que invita a cuidarse de todo triunfalismo, empezando por aquel, tan ilusorio, que proporciona el simple hecho de venir después. Inmerso en el seno de configuraciones móviles y en constante evolución, configuraciones de las cuales él mismo forma parte, el historiador o la historiadora pierde con ello esplendor y inmodestia, y es mejor así. Porque, sin renunciar a nada de su misión –mantenerse lo más cerca posible de los documentos que nos llegan del pasado, especificar su naturaleza, su construcción o sus intenciones, en otras palabras, decir la verdad sobre ello– toma conciencia de que su discurso también corresponde a un imaginario, el que cada sociedad, cada momento, a veces incluso cada individuo, pretende producir sobre el tiempo, el espacio y el mundo social que son suyos.

 

 

Lista de referencias

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* Una primera versión de este texto fue presentada en la Cátedra de Ciencias Sociales Emile Dukheim, Universidad de Guadalajara, el 8 de septiembre de 2018. Agradezco a Jorge Ramírez y Elisa Cárdenas por su invitación, a Verónica Vallejos Flores por su traducción del francés y a los participantes por sus observaciones durante la discusión.

1Una selección de textos fue publicada en Pierre Nora en les Lieux de mémoire, Montevideo, Ediciones Trilce, 2008, con una presentación de Jorge Rilla.