10.18234/secuencia.v0i105.1757
Artículos
Escribir una historia del imaginario (siglos XIX-XX)*
Writing a History of the Imaginary (19th-20th Centuries)
Dominique Kalifa1
1Universidad Paris 1 Panthéon-Sorbonne/Institut Universitaire de France, Francia, dominique.kalifa@univ-paris1.fr
Resumen:
Introducido en las ciencias sociales por los
psicoanalistas, los filósofos y antropólogos, el concepto de “imaginario
social” parece difícilmente compatible con el enfoque de la disciplina
histórica. Al examinar las pocas obras históricas, principalmente francesas y
angloamericanas, que han usado este concepto, y basándose en la propia obra del
autor, este artículo propone pistas para superar este obstáculo inicial. Y
pregunta por terminar sobre las posibles ganancias heurísticas que el uso de la
noción de imaginario social puede aportar a la historia.
Palabras clave: imaginario; historia; sociedad; representaciones; historicidad.
Abstract:
Introduced into social sciences by psychoanalysts, philosophers and anthropologists,
the concept of the “social imaginary” appears incompatible with the historical
approach. This article studies the few historical
works, mainly French and
Anglo-American, which have used this concept, and uses the author’s own
work to propose methods to overcome this initial obstacle.
It ultimately asks a question regarding the heuristic
gains, which, using the notion
of social imaginary, can contribute
to history.
Key words: imaginary; history; society; representations; historicity.
Fecha de recepción: 21 de noviembre de 2018 Fecha de
aprobación: 8 de enero de 2019
La honradez me obliga a una confesión preliminar: el
título de esta conferencia es muy imprudente. El objetivo (“escribir una
historia del imaginario”) aparece tan desmesurado y las formas de hacer tan
diversas que mido la ambición desproporcionada, incluso la presunción, de dicho
título. Detrás del voluntarismo y del optimismo excesivo de esa frase en
infinitivo se esconden en realidad muchas dudas e incertidumbres. Lejos de
dibujar un programa completo o una agenda ideal, mi propósito se limitará a un
objeto más modesto: el de un historiador –y la historia, soy consciente de
ello, no es la ciencia social mejor equipada para abordar un objeto de este
tipo–, de un historiador que ha estado trabajando desde hace más de 20 años
sobre estos temas. A partir de los objetos empíricos que fueron y siguen siendo
los míos, me contentaré, pues, con evocar las dificultades, los caminos y, a mi
juicio, las virtudes de lo que cada vez me inclino más a llamar la historia de
los imaginarios.
Digamos, de entrada, que las cosas no son del todo
sencillas para el historiador o la historiadora que ha decidido seguirle la
pista al imaginario. El objeto en sí parece muy escurridizo. ¿Qué es realmente
el imaginario? El concepto, complejo, a veces se refiere a un todo cuando
hablamos de imaginario colectivo, a veces a una de sus manifestaciones
históricas (el imaginario medieval, el imaginario occidental, etc.), pero a
veces sólo a uno de sus componentes (el imaginario político, el imaginario
criminal, el imaginario mediático, de la muerte, del terruño, etc.). De ahí la
dificultad suscitada por la polisemia del término. Las cosas se complican aún
más cuando se examina el estado de la reflexión crítica al respecto. Porque el
concepto ha sido principalmente objeto de trabajos que emanan de disciplinas
cuya relación con la historia es problemática: introducido por los
psicoanalistas, en primer lugar, Carl Gustav Jung (Colombo, 1993), ha dado
lugar a planteamientos sustanciales por parte de filósofos (Gaston
Bachelard, Jean-Paul Sartre, Cornelius Castoriadis), antropólogos (Gilbert Durand), investigadores
de literatura (Pierre Popovic). Volveré más adelante
sobre estos estudios cuyas perspectivas han sido decisivas, pero a veces
difícilmente compatibles con el enfoque histórico. Una tercera complicación
surge también muy rápido, vinculada con las sospechas que despierta la noción:
el imaginario ¿no es lo falso, lo ficticio, lo ilusorio? Datos que el
historiador, preocupado por la verdad y lo factual, no tiene vocación de
estudiar. Aquí se impone una distinción capital: el imaginario no es la
imaginación (de ahí las dificultades que hay en el idioma inglés quien usa más
frecuentemente imagination
que imaginary). Para
nosotros, historiadores, que trabajamos con huellas tangibles y con fuentes
claramente avaladas, el imaginario es una información muy material,
no algo impensado, se encarna en objetos muy concretos (libros, imágenes,
películas, canciones, testimonios) cuya elaboración, difusión y apropiación
social podemos reconstruir; objetos que podemos contar, cuantificar, cuyas
transformaciones, adaptaciones, readaptaciones, etc., podemos rastrear. Este
punto es esencial porque levanta el obstáculo de que la historia debe ocuparse
de hechos y no de ficciones o fantasías. Pero el
imaginario al que los historiadores le siguen la pista se compone de hechos que
pueden ser observados, analizados y medidos a través de fuentes reales y muy
materiales. Es una parte de la historia de las representaciones (término que,
también por su parte, se refiere a formas de expresión tangibles y materiales),
una parte de la historia cultural, moldeada por los soportes de transmisión,
modelada por la técnica y las posibilidades mediáticas.
Pero hablar así de historia del
imaginario o de historia de los imaginarios también
supone resolver un fuerte debate epistemológico. Deben mencionarse dos
dificultades que han limitado de manera importante el uso histórico de la
noción de imaginario. La primera está vinculada con la historia intelectual del
concepto. Además de que parece oponerse enteramente a lo “factual” o a la
“realidad”, por mucho tiempo considerados como los únicos objetos legítimos de
la historia, el imaginario fue introducido en las ciencias sociales y
humanidades por disciplinas que nunca han ocultado su rechazo hacia la
historia. Inicialmente impulsado por el psicoanálisis (Carl Gustav Jung, y
luego Jacques Lacan), posteriormente por la filosofía (Gaston
Bachelard), el concepto fue especialmente teorizado
por la antropología estructural. Estudiante de Gaston
Bachelard, Gilbert Durand (1960) publicó una obra
seminal, Las estructuras antropológicas del imaginario,
cuyo gran eco científico e internacional limitó en gran medida la incursión de
los historiadores en este campo. Recuérdese que, según Durand, el imaginario se
construye sobre un número muy limitado de esquemas, que llama arquetipos (toma
prestado el término de Jung), y que define como temas fijos, invariables,
universales y, por lo tanto, sobre todo ahistóricos.
Son “esquemas organizadores del espíritu”, mitemas,
arquetipos descritos como una “forma de representación mental” referida a un
tema universal, común a todas las culturas (el heroísmo y la construcción del
sí mismo, la fatalidad y la parte de sombra, el doble, etc.). Durand identifica
tres grandes regímenes, tres instancias fundadoras (lo heroico, lo místico y lo
sintético), cuyas combinaciones son múltiples, pero históricamente estables.
Mitos, cuentos o sueños constituyen en esta perspectiva soportes privilegiados
donde se expresan arquetipos e imaginario. Ninguna historia del imaginario es
posible desde esta perspectiva, siendo la historia misma sólo un imaginario
destinado a producir coherencia y verdades trascendentales.
Aunque el antropólogo modificó más tarde su constatación
y admitió la posibilidad de “cambios de sensibilidades”, su enfoque intimidó
aún más a los historiadores en la medida en que dio lugar a numerosos trabajos
antropológicos, literarios o mitocríticos. Los filósofos
que, de manera más tardía, se interesaron por esta cuestión desde otra
perspectiva (Castoriadis, 1975; Taylor, 2004), fueron
poco o tardíamente discutidos por los historiadores. La introducción del
concepto de imaginario se llevó a cabo, pues, en un contexto en el que la
disciplina histórica quedó fuertemente marginada y en el que incluso se
defendió la idea de una historia imposible de los imaginarios. Para un
antropólogo como Joël Thomas (1998), el imaginario se
presentaba como el dinamismo organizador entre diferentes instancias
fundadoras, con infinitas combinaciones.
Sabemos, sin embargo, que los historiadores han
reaccionado contra estos enfoques excesiva y exclusivamente estructuralistas.
Tras la obra de Fernand Braudel
y la idea de superposición de las temporalidades, lo que se ha llamado la “Nouvelle Histoire” (Nueva
Historia), desarrollada a partir de los años setenta, rechazó enérgicamente
este enfoque e insistió en las complejas temporalidades que afectan a las
sociedades. De hecho, los historiadores se interesaron significativamente por
dichas cuestiones en ese entonces, pero –y esta es la segunda dificultad– en
medio de una gran confusión léxica y conceptual. “La historia de los
imaginarios sociales ha sido practicada desde hace mucho tiempo bajo otras
denominaciones”, escribe con razón Alain Corbin
(2010). Pero el problema radica menos en el uso de otros términos o categorías
que en su indecisión. Si bien en la Encyclopédie de la Nouvelle Histoire
(Le Goff, Revel y Chartier, 1978) se describe el imaginario como uno de los
diez conceptos clave de la Escuela de los Annales, no se delimitan sus contornos.
Imaginario, en muchas de esas obras, es usado como sinónimo o equivalente de
otras nociones ampliamente utilizadas por la antropología histórica de la
época: mentalidades, creencias, representaciones colectivas, representaciones
mentales, etc. Esto es lo que hace notar el sociólogo Patrice
Leblanc (1994) cuando estigmatiza un “concepto vago”.
Al imaginario parecen corresponderle las utopías y los sueños de regeneración
social, las memorias colectivas, los mitos y las religiones, las ideologías y
las representaciones colectivas. La famosa obra de Georges Duby
(1978), Tres órdenes o lo imaginario del feudalismo,
oscila entre el razonamiento del mito, muy influenciado por la obra de Georges Dumézil, y el de la ideología. “Pasamos de una historia de
las mentalidades a la historia del imaginario”, escribía François Hartog (1980) en su Espejo de Herodoto, pero la noción no es objeto de una mejor
clarificación. Otro medievalista, Jacques Le Goff
(1999), intentó entonces aclararla, tratando de distinguir el imaginario –que
veía como la parte creativa, poética, dinámica, del campo de la representación,
y no su parte reproducible– de lo simbólico y de lo ideológico. Pero la
expresión siguió siendo utilizada en una amplia indistinción, a semejanza de
“mentalidades”, a la cual parece en parte relevar, y sufre, por lo mismo, del
mismo descrédito. Con todo, muchos fueron los trabajos realizados desde esta perspectiva
por parte de los historiadores. Los más numerosos se referían a la noción de
imaginario social, sin ofrecer, sin embargo, una definición clara o
satisfactoria al respecto. Otras disciplinas como la literatura, sobre todo en
Quebec (Jean-Charles Falardeau, 1974; Pierre Popovic, 2008 y 2013; y más recientemente Alex Gagnon, 2017; y Anthony Glinoer,
2018), han propuesto reflexiones teóricas sobre dicha noción, pero sólo han
sido muy poco discutidas por los historiadores. Y el examen del pequeño número
de obras que se identifican con el imaginario social (Barrière,
1995; Cohen, 2010; Corbin, 1982; Laborie,
1988; Maza, 2004) muestra los usos bastante contrastantes de la noción.
Porque a la incertidumbre sobre la naturaleza del
imaginario se añaden aquellas incertidumbres relacionadas con la naturaleza de
lo “social”. ¿Qué significa realmente este calificativo de social aplicado al
imaginario? Podemos ver claramente el interés estratégico del término:
calificar el imaginario de social, es decir, de dinámico, de móvil, en relación
con contextos cambiantes y en evolución, es afirmar que uno se sitúa en el
campo de la historia, y no en el de una antropología estructural e inmóvil. La
añadidura del adjetivo social, por lo tanto, era un recordatorio de que nos
encontrábamos en el campo de lo colectivo, de la interacción de individuos y
grupos, en la producción viva de la historia. Pero detrás de esta afirmación de
principio se esconden al menos tres acepciones diferentes de lo “social”. La
más limitada, y también la más productiva, consiste en pensar el imaginario
social como las diferentes formas de concebir, describir o representar los
componentes del mundo social y sus diversas identidades. Este enfoque ha sido
bien resumido en la obra del filósofo e historiador polaco Bronislaw
Baczko (1984), quien define el imaginario social como
un sistema coherente, dinámico, de representaciones del mundo social, una
especie de repertorio de las figuras y de las identidades colectivas de las
cuales se dota cada sociedad en determinados momentos de su historia. En esta
perspectiva, los imaginarios sociales describen cómo las sociedades perciben
sus componentes –grupos, clases, categorías, naciones, supranaciones–,
jerarquizan sus divisiones, elaboran su futuro. Obras como las de Benedict Anderson (1983) sobre esas comunidades imaginadas
que constituyen las naciones, o aquellas dedicadas a las representaciones de
las categorías sociales (la burguesía francesa de Sarah Maza, 2004; la middle class victoriana de Dror Wharman, 1995; el pueblo de Patrick Joyce, 1991; o de
Deborah Cohen, 2010), se enmarcan en este enfoque. Este mundo social, por otra
parte, no siempre se reduce a categorías; puede encontrarse en el juego de
posiciones o relaciones, en los mecanismos de promoción o de declive social. Es
esta concepción del imaginario social la que Judith Lyon-Caen (2007) busca, por
ejemplo, en su análisis sobre la correspondencia de los lectores de Balzac y de
Sue. Las estrategias de descalificación, de
moralización o de inculcación social responden a este mismo planteamiento
historiográfico.
Un enfoque más amplio consiste en concebir el imaginario
social como la expresión de los deseos, las obsesiones, las fantasías, las
ansiedades, los sueños, los miedos, los prejuicios, las creencias, en pocas
palabras, la expresión de los sentimientos y de las sensibilidades colectivas
de una sociedad en un momento dado. Dicho enfoque presume la existencia,
problemática a mi parecer, de sensibilidades compartidas más allá de las
distinciones de clase, género, raza, edad y, por lo tanto, la existencia de
amplios fenómenos de sensibilidad colectiva. Así es, por ejemplo, cómo
historiadores como Jean Delumeau (1978) Alain Corbin (1982, 1988) lo han utilizado; el primero para
analizar los grandes temores que se apoderaron de Occidente a finales de la
Edad Media; el segundo, para analizar la revolución de las sensibilidades
olfativas o las transformaciones en la forma en que se veía la costa a finales
del siglo XVIII y principios del XIX. El muy reciente Violette Nozière,
de Anne-Emmanuelle Demartini
(2017), se inscribe en esta misma perspectiva, aunque la autora propone
considerarlo no a la luz de un vasto cambio colectivo de las sensibilidades
sino de un microacontecimiento en el que a través de
sus múltiples expresiones se cristalizan las principales obsesiones y
frustraciones de una sociedad.
Un tercer enfoque, más estructural, consiste en
considerar el imaginario social como el marco que instituye el orden, las
referencias y las normas del mundo social. La obra de Cornelius Castoriadis, La institución imaginaria
de la sociedad (1975), es aquí la referencia principal. Postulando que
todas las sociedades se autoinstituyen (sin ningún
referente ni sobredeterminante extrasocial),
Castoriadis llama a este proceso “social-histórico” y
considera que se constituye en un dispositivo imaginario, matriz de todas las
representaciones sociales. El imaginario social se convierte en ese sistema de
significados que estructura la relación de una sociedad con el mundo, incluso
de una época, y a partir del cual ambas se dotan de instituciones. Para Castoriadis y sus numerosos exegetas (Erreguerena
Albaitero, 2001, 2004; Cabrera, 2009; Cancino Pérez, 2011), el imaginario que instituye a la
sociedad es su manera singular de vivir, percibir y proyectar todas las
relaciones con el mundo, es el generador que guía todas las interacciones
individuales, la matriz misma de todo proceso creativo. Este imaginario es
social y dinámico (y por lo tanto, histórico), atañe
tanto a las producciones como al marco y al propio proceso creativo. Rechazando
los enfoques en términos de imaginario “de algo”, Castoriadis
invita a pensar el imaginario como un proceso abierto, un trabajo constante de semiotización de la totalidad de un mundo social. Esta es
también en parte la posición de Pierre Popovic (2008
y 2013) en su análisis de las figuras clave del siglo XIX,
de Paulin Gagne a los Miserables de Victor Hugo.
Desde una perspectiva complementaria, el filósofo canadiense Charles Taylor
(2004) trató de comprender la naturaleza de la “modernidad” a través de las
maneras de imaginar las existencias sociales, de las expectativas y de las
prácticas que de ello se derivan desde el siglo XVII.
Alex Gagnon (2017) va en la misma dirección y propone
una definición sintética:
por “imaginario social” entenderé aquí el conjunto
inestable de representaciones sociales por cuya mediación los individuos que
componen una sociedad se representan lo que son y deberían ser los otros que se encuentran a su alrededor,
las instituciones que los gobiernan, el mundo social en el que viven, su
pasado, su presente, su futuro y, finalmente, el universo global, cósmico, en
el que se inscriben (p. 43).
Ya nada escapa a este imaginario cuyos modos de
apropiación social siguen siendo, sin embargo, inciertos.
Esta tripartición es, sin embargo, más didáctica que
intelectual, puesto que estas tres acepciones de lo social se entremezclan
constantemente: pensar las representaciones de un grupo o de una categoría
social –siguiendo lo propuesto por Baczko (1984)–
requiere necesariamente de un análisis en términos de afectos y de
sensibilidades, y lleva a análisis que tienen que ver con la comprensión del
mundo social en su totalidad. En cualquier caso, es en este sentido como traté
de considerar el imaginario social en el trabajo que le dediqué a los “bajos
fondos” (Kalifa, 2013). Esta expresión, que en su
sentido social apareció en Francia en 1840, y en la mayoría de las lenguas
occidentales en la misma etapa (el español bajos fondos, el italiano bassi fondi, inmediatamente después sottomondo, el inglés underworld en 1869 y el alemán unterwelt en el mismo transcurso), tiene por
objeto describir un mundo social: el de los pobres, vagabundos, criminales,
prostitutas, etc., en un momento
–principios del siglo XIX– en el que las
transformaciones económicas, urbanas, políticas y religiosas modificaban de
manera profunda la mirada que se dirigía hacia los márgenes sociales. El
universo de los bajos fondos era entonces descrito como el encuentro e imbricación
de la miseria, el crimen y el vicio, cuya convergencia amenazaba los cimientos
del orden social. Nos encontramos claramente, pues, ante a un “imaginario
social”. No porque los pobres, los mendigos, las prostitutas, los criminales y
las bandas organizadas no existan –todos sabemos que, desgraciadamente,
existen–, sino porque es poco probable que se asemejen a las representaciones
pintorescas y horrorizadas que de ellos ofrecen los relatos de los
contemporáneos. Las intrigas, historias y descripciones que de estos emanan
dibujan un fragmento del mundo social tanto como movilizan un universo sensible
y sensorial y participan en la construcción del conjunto de lo social. Pero lo “social”, a menos que se le dote de una
dimensión pansémica que debilitaría su significado,
no agota, a mi parecer, las potencialidades del imaginario, del cual otras dos
expresiones me parecen históricamente decisivas: primero, el tiempo; luego, el
espacio.
En efecto, se le puede seguir la pista a una segunda
forma de imaginario histórico, aquella que llamo el imaginario
temporal, el cual ha nutrido el trabajo que he venido llevando a cabo
estos últimos años sobre la noción de “belle époque” y que ha de ser continuado
sobre la historia de otros tipos de cronónimos (o
“nombres propios del tiempo”) de los siglos recientes. Sabemos que las
sociedades dividen el tiempo para comprenderlo, es el principio clásico en la
historia de la “periodización”. La operación es esencial para ordenar nuestra
percepción y así organizar nuestro dominio del tiempo, pero dicha operación
siempre procede de algo arbitrario, de un corte artificial, de un “golpe por la
fuerza”, porque la naturaleza del tiempo reside precisamente en su “duración”
(ese es todo el aporte de la filosofía de Bergson), la cual toda periodización
hace desaparecer. Sabemos, pues, que las periodizaciones son construcciones
“históricas”, que traen consigo imaginarios en gran medida controlados por los
contextos (posteriores) que les dan forma. Pero la división del tiempo también
va acompañada de designaciones o de denominaciones singulares. Estos nombres
han sido objeto de estudios lingüísticos que han establecido numerosas
categorías de “designadores” relacionados con
acontecimientos (praxónimos, cronónimos,
hemerónimos, topónimos inspirados por
acontecimientos, etc.), esenciales también para ordenar nuestra comprensión del
pasado (Kalifa, 2016). Poseen ese poder singular,
escribe la lingüista Laura Calabrese (2010, p. 117),
“de despertar la memoria de los hechos por la mera mención del nombre”. Pero
estas denominaciones del tiempo, sobre todo cuando adoptan la forma de cronónimos (Renacimiento, Edad Media, Belle
Époque, Années folles, entreguerras, Treinta Gloriosos, etc.) llevan
consigo todo un imaginario, una teatralidad, incluso una “dramaturgia” que
distorsionan la historicidad propia y, por lo tanto, el sentido. La elucidación
de estos cronónimos, de sus contextos y sus
modalidades de elaboración, de sus usos y sus funciones, se presenta, pues,
como una indispensable operación histórica. Esto es particularmente importante
para los periodos posteriores a la revolución francesa, marcados por la
proliferación de los discursos o de las publicaciones sobre el tiempo y la
historia. El número de cronónimos, sus usos y su
circulación han aumentado, por lo tanto, significativamente. Ahora bien, la
mayoría de estos términos siguen siendo utilizados de forma “natural”.
Conocemos evidentemente la famosa expresión de Lord Acton
en su cátedra inaugural de junio de 1895: “Study problem,
not periods”, y la
forma en la que, con razón, ha influido en la historiografía contemporánea.
Pero sucede que en este caso, el periodo es
precisamente el problema. Desentrañar un “imaginario temporal” (lo que intenté
hacer con la Belle Époque) es comprender cómo las
sociedades se ocupan, interpretan y a veces reinventan segmentos enteros de su
pasado. La operación no es sencilla. Exige ocuparse de varias cosas
simultáneamente, incluso de articular varias investigaciones entremezcladas:
captar las múltiples vías por las cuales los contemporáneos percibieron,
describieron, nombraron su tiempo, su conciencia de estar viviendo o no una
etapa singular, en pocas palabras, su “historicidad”, en el sentido que el
antropólogo Marshall Sahlins le da a este término:
“modalidades de autoconciencia de una comunidad humana” (Hartog,
2003, p. 19); pero es también desentrañar las múltiples percepciones y usos que
las sociedades y periodos posteriores (lo que incluye a la historiografía)
hicieron de una época. Es con el conjunto, designaciones, rememoración y
reinvenciones de un tiempo histórico, cómo la operación cobra sentido. Porque
nunca ningún tiempo se detiene o permanece fijo, y mucho menos lineal. Entre el
presente del historiador y el pasado de su búsqueda se inmiscuyen una multitud
de otros tiempos, unos presentes y unos pasados de ayer que interfieren sobre su objeto.
Tomarse en serio y desentrañar los cronónimos, así
como las otras formas de representación de la historia, nos ayuda a considerar
el pasado como lo que es: una realidad móvil, cambiante, “histórica”, trabajada
por los hombres y las mujeres que la habitaron, pero también por las miradas,
las lecturas y los desplazamientos a los que la han sometido las épocas
posteriores. Los cronónimos nos invitan a pensar
nuestra relación con el pasado en un entramado de interacciones, nos ayudan a
comprender esa complejidad de temporalidades, ese “entretiempos” casi
caleidoscópico que es constitutivo de la historia.
Pero hay una tercera forma que me preocupa actualmente y
que me parece que completa oportunamente los enfoques históricos del
imaginario. Tiene que ver con el espacio y lo que calificaré de imaginarios espaciales. Porque el espacio, al igual que
el tiempo o los componentes del mundo social, es objeto de apropiaciones
individuales o colectivas que los dotan de un cierto número de caracteres, de
atributos o de esperanzas que pueden marcar la identidad de esos lugares,
nutrir sus memorias, influir en los gestos o los comportamientos de aquellos
que los habitan o los recorren. El espacio, además, quizá más que el tiempo,
señalaba Gaston Bachelard
en La poética del espacio (1957), quien invitaba a
todos a “erigir el catastro de sus campiñas perdidas”. Porque si es casi
imposible pensar la duración abolida del tiempo bergsoniano, es posible, por el
contrario, pensar un espacio ascendido a conservatorio de los “bellos fósiles”
de la memoria. Al igual que con las otras formas de imaginarios, la dimensión performativa también es esencial aquí. Existen lugares
simbólicos, lugares malditos, lugares de esperanza. El espacio, ya sea que se
trate de la simple topografía, de los paisajes o de los edificios o inmuebles
que allí son implantados, se encuentra penetrado de sentimientos, emociones,
afectos, creencias que pueden controlar prácticas y actos. Esta identidad de
los lugares era uno de los grandes retos del gran proyecto del historiador
francés Pierre Nora (1984-1992), Los lugares de memoria,1 incluso si la noción de “lugares” incluía también en Nora lugares
“ideales” (símbolos, lemas, acontecimientos, instituciones). Pero hay entradas
en la obra relacionadas con lugares reales (por ejemplo, el Muro de los
Federados, la Torre Eiffel, Alésia, Lascaux, etc., que él llama “haut-lieux”
(“grandes lugares”). Esto coincide con la noción de topónimos relacionados con
acontecimientos (por ejemplo, Chernóbil, Outreau o
Auschwitz), los cuales circunscriben a un lugar determinado o emblemático toda
una serie de acontecimientos que, sin embargo, van más allá de él. Toda la
problemática contemporánea del patrimonio, tan importante desde los años 1980,
se organiza también en torno al acometimiento histórico de los lugares. Pero lo
que yo entiendo por imaginario espacial es más amplio. Postulo que algunos
lugares se encuentran investidos de apropiaciones sociales (en el sentido de
que producen interacciones sociales) que les otorgan significados fuertes e
históricos (por lo tanto, cambiantes, inscritos en un movimiento diacrónico y susceptibles
de un análisis histórico). Esto puede comprender interrogaciones muy clásicas
–Francia, la tierra, la ciudad– o lugares mucho más específicos. Uno de los
mejores ejemplos podría ser proporcionado por Alain Corbin
(1988), que pone al descubierto la profunda transformación de un lugar, la
costa, que pasó de una apreciación muy negativa a su progresiva apropiación
como espacio recreativo de placer y de bienestar. Desde la misma perspectiva, Stéphanie Sauget (2009) dedica un
libro ricamente ilustrado a las estaciones de tren parisinas, las cuales
examina no por sí mismas, sino como laboratorios “en donde se inventan, se
experimentan y se comparten percepciones (formas de ver, de escuchar, de
sentir), nuevos usos” (del tiempo, por ejemplo, de los encuentros) y, por lo
tanto, un nuevo imaginario que genera profundos cambios de carácter
antropológico.
La Histoire des maisons hantées
(Historia de casas embrujadas), que la misma
historiadora publicó (Sauget, 2011), sigue el mismo
enfoque: lugares que llevan consigo creencias, representaciones y prácticas,
cuya profundidad era importante explorar. Algunos trabajos similares se han
llevado a cabo sobre los cementerios, por ejemplo. Escribir la historia de los
imaginarios espaciales no se reduce a reconstruir el desarrollo de los lugares
(etapa esencial), ni a ofrecer sus usos sociales (esencial también), sino a
intentar captar su identidad y, sobre todo, la manera en que esta puede afectar
los sentimientos y los comportamientos en secuencias históricamente determinadas.
Desentrañar el espíritu de los lugares, explorar su
profundidad, su densidad, es intentar apreciar las formas de lo que Henri Lefevre llamaba el espacio vivido, es intentar entender el
espectro de emociones, de afectos, de sensaciones que alimentan la experiencia
sensorial y de la memoria de los lugares. “Nuestra existencia –escribe el
geógrafo Michel Lussault (2007)–, en todo momento y
de principio a fin, es enteramente espacial. Se compone día a día de las
fracciones de espacio que organizamos para lograr nuestros fines, impone que
organicemos esos diferentes espacios de vida en relación unos con otros, que
los ajustemos en nuestras acciones prácticas”. Esta experiencia sensible de los
lugares, estas relaciones que hombres y mujeres mantienen con los espacios que
recorren, me parece que dibujan “regímenes de espacialidades”, “especies de
espacios” donde convergen los recuerdos, los deseos, las expectativas o las
frustraciones. De ello resulta lo que sugiero llamar imaginarios espaciales,
profundamente moldeados por la historia de los individuos tanto como por la de
los lugares, a veces también penetrados por significados intensos y en
ocasiones perenes. En cierto modo, el enfoque pretende invertir las teorías de
la medicina neohipocrática, muy persistentes durante
la segunda mitad del siglo XVIII y en el siglo XIX. Como se recordará, dicha medicina, basada en la
teoría de los humores (el equilibro de nuestros principales humores –sangre,
bilis amarilla, flema, bilis negra– están determinados por los elementos –agua,
aire, tierra, fuego– y, por lo tanto, por los lugares y las estaciones),
invitaba a destacar los vínculos entre ciertos lugares y los temperamentos, los
tipos, los comportamientos. Fue así como Balzac (1834) podía hablar, en su
novela Ferragus de
“calles asesinas”. De ahí la moda de las topografías médicas, que fueron muy
numerosas en la primera mitad del siglo XIX: los
lugares tienen “temperamentos” que atribuyen actividades y controlan tipos
sociales. Lo que yo entiendo por imaginario espacial invierte en cierto modo la
perspectiva porque son los individuos quienes, por los significados, la memoria
o la identidad que le dan a los lugares, les confieren un “espíritu”. Pero
este, una vez elaborado y si permanece activo (por lo tanto, en una secuencia
histórica determinada), puede influir, en efecto, en los sentimientos y los
comportamientos.
El espacio, el tiempo, la
sociedad: ¿no es precisamente al cruce, a la interacción de estos tres
elementos que se produce lo que nos hemos acostumbrado a llamar Historia? Darse
cuenta de la importancia de las representaciones entrecruzadas y dinámicas de
estos tres componentes, ¿no es justamente darse los medios de escribir una
historia “amplia”, preocupada, antes de todo, por comprender cómo las y los que
nos precedieron percibieron, pensaron y le dieron sentido a su mundo? Unas
últimas palabras para concluir: esta historia de los imaginarios por la que
abogo no es, lo hemos visto, un enfoque radicalmente nuevo. Los objetos a los
que les sigue la pista han encontrado a menudo refugio bajo otros nombres: las
“representaciones colectivas” de la sociología durkheimiana,
las “herramientas mentales” de Lucien Febvre, las “mentalidades” o las “sensibilidades
colectivas” de la antropología histórica de los años 1970, los “sistemas de
representaciones” manejados por la historiografía de Alain Corbin
y varios de sus estudiantes. Podemos cuestionarnos quizá sobre la pertinencia o
el interés de repensar la cuestión en términos de imaginario: ¿qué es lo que
realmente nos permite entender mejor?, ¿qué puede, por lo tanto, aportar de
más?, ¿qué beneficios metodológicos, epistemológicos o heurísticos puede
ofrecer el uso del concepto de imaginario –social u otro– a los historiadores y
a las ciencias sociales?
Tres me parecen decisivos. El primero se refiere a las
jerarquías de larga data establecidas entre lo real, universo de las cosas
serias, sólidas, tangibles y, por lo tanto, legítimas, y el mundo inconsecuente
y fantasioso de las producciones imaginarias. Poner al descubierto las
configuraciones imaginarias del tiempo, del espacio o de la sociedad,
comprender sus modalidades de elaboración y de difusión, evaluar la manera en
la que pueden controlar sentimientos, actos y comportamientos, es concebir lo
real de forma más compleja, más exigente, es descender a lo más profundo de su
elaboración, admitir que quizás nunca es más que una categoría de lo
imaginario. El segundo gran beneficio de la noción me parece que radica en la
extensión, incluso la liberación, del régimen de las fuentes que autoriza.
Mucho más que la historia de las mentalidades o de las representaciones, la
arqueología material de las producciones del espíritu a la cual invita toda
historia de los imaginarios acaba con las rejillas estéticas, académicas,
canónicas, levanta sobre todo el lastre que pesa sobre el régimen de las
ficciones, ascendidas al mismo rango que cualquier otro tipo de fuentes
legítimas Ya no se trata únicamente de “descripción densa” en la estela de Clifford Geertz (1973), sino de
“fuente densa”, constituida por la imbricación sin límite de las huellas que
nos llegan del pasado, sean cuales sean, digan lo que digan, y cuyo examen y
peritaje son, en mi opinión, la única función propia de la historia. Sin negar
la posibilidad de convergencias, de concreciones, de figuras ordenadoras o de
imaginaciones constituyentes, insiste también en la dimensión plural de las
manifestaciones del imaginario, productos de lógicas, de posiciones, de
estrategias sociales que son también lugares y desafíos de poder. Pensar la
historia en términos de imaginario hace que se cuestione, finalmente, la
naturaleza misma del trabajo histórico, al que invita a cuidarse de todo
triunfalismo, empezando por aquel, tan ilusorio, que proporciona el simple hecho
de venir después. Inmerso en el seno de
configuraciones móviles y en constante evolución, configuraciones de las cuales
él mismo forma parte, el historiador o la historiadora pierde con ello
esplendor y inmodestia, y es mejor así. Porque, sin
renunciar a nada de su misión –mantenerse lo más cerca posible de los
documentos que nos llegan del pasado, especificar su naturaleza, su
construcción o sus intenciones, en otras palabras, decir la
verdad sobre ello– toma conciencia de que su discurso también corresponde
a un imaginario, el que cada sociedad, cada momento, a veces incluso cada
individuo, pretende producir sobre el tiempo, el espacio y el mundo social que
son suyos.
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* Una primera versión de este texto fue presentada en la
Cátedra de Ciencias Sociales Emile Dukheim,
Universidad de Guadalajara, el 8 de septiembre de 2018. Agradezco a Jorge
Ramírez y Elisa Cárdenas por su invitación, a Verónica Vallejos Flores por su
traducción del francés y a los participantes por sus observaciones durante la
discusión.
1Una selección de textos fue publicada en Pierre Nora
en les Lieux de mémoire,
Montevideo, Ediciones Trilce, 2008, con una
presentación de Jorge Rilla.