10.18234/secuencia.v0i108.1835
Dossier
El Museo de la Solidaridad de la
Unidad Popular al exilio (1971-1991).
Una experiencia transnacional en tiempo de guerra fría cultural
The Museum of Solidarity of the
Popular Unity in Exile (1971-1991). A Transnational Experience at a Time of Cultural Cold War
Élodie Lebeau1 *,
https://orcid.org/0000-0002-3350-9706
1 Université Toulouse 2 Jean Jaurès, épartement histoire de l’art et archéologie, elodie.lebeau2@gmail.com
Resumen:
Este artículo se propone presentar las redes
transnacionales de solidaridad que permitieron la creación del Museo de la
Solidaridad (1971-1973) durante la Unidad Popular y su desarrollo en el exilio
a través del Museo Internacional de la Resistencia Salvador Allende
(1975-1990), hasta su regreso a Chile en 1991. Analizando las interconexiones
entre redes políticas, artísticas e intelectuales, nos proponemos destacar el
papel central de las artes visuales en las manifestaciones de solidaridad con Chile
durante el gobierno de Salvador Allende y, luego, contra la dictadura del
general Pinochet. Enfocándose en los niveles locales, nacionales e
internacionales, esta contribución privilegia el diálogo entre varias escalas
geográficas y temporales y distintos enfoques disciplinarios. Se interesa a la
vez en los discursos y estrategias de los agentes y de las instituciones
participantes, incluso los de los artistas mediante el análisis de los
imaginarios que emergen de las obras.
Palabras clave: Museo de la Solidaridad; Unidad Popular (1970-1973); solidaridad
internacional; redes artísticas; América Latina.
Abstract:
This article seeks to present
the transnational solidarity networks that allowed the creation of the Museo de
la Solidaridad (1971-1973) during the Popular Unity
and its development in exile through Museo Internacional
de la Resistencia Salvador Allende (1975-1990) until its return to Chile in
1991. Analyzing the interconnections between political, artistic and
intellectual networks, we set out to highlight the central role of the visual
arts in the manifestations of solidarity with Chile during the government of
Salvador Allende and subsequently against the dictatorship of General Pinochet.
Focusing on the local, national, and international levels, this contribution
examines the dialogue between various geographical and time scales and
disciplinary approaches. At the same time, it explores the discourses and
strategies of the participating agents and institutions, including those of
artists through the analysis of the imaginaries that emerge from their works.
Key words: Museo de la Solidaridad;
Popular Unity (1970-1973); international solidarity; artistic networks; Latin
America.
Recibido: 3 de marzo de 2020 Aceptado: 13 de julio de
2020
Publicado: 4 de noviembre de 2020
INTRODUCCIÓN
En abril de 1971, mientras explotaba el caso Padilla en La
Habana, se organizó en Santiago de Chile un encuentro de intelectuales,
periodistas y artistas venidos del mundo entero para constatar los primeros
avances del gobierno socialista de Salvador Allende y promoverlos en sus países
de origen. De esta “Operación Verdad” surgió la idea de José María Moreno
Galván, crítico de arte español, de pedir a los artistas del mundo una obra
para apoyar simbólicamente al proceso político chileno (Zaldívar, 1991, pp.
12-13). Progresivamente, esta idea maduró y tomó una orientación más
institucional. Se formó un Comité Internacional de Solidaridad Artística con
Chile (CISAC), con personalidades relevantes de la
museología y la crítica de arte a nivel mundial, que se dedicó a solicitar su
obra a los artistas en varios países. El éxito rápido de la iniciativa llevó a Mário Pedrosa, crítico de arte brasilero exiliado en Chile
y director del CISAC, a concebir un museo de arte
moderno representativo del proceso revolucionario. Inaugurado parcialmente en
Santiago, el 17 de mayo de 1972, con las primeras donaciones (Miranda, 2013),
el Museo de la Solidaridad conoció varias peripecias a lo largo de su historia.
Del Chile socialista, al exilio, y hasta su retorno, presentaremos su odisea
que constituye una experiencia transnacional de solidaridad inédita mezclando
arte y política.
Nuestro estudio se inscribe en una renovación
epistemológica y metodológica de los estudios de la guerra fría que busca poner
de relieve su dimensión cultural y el papel de los países pertenecientes
entonces al “tercer mundo”. Esta historiografía reciente (McMahon,
2013; Westad, 2017), que rompe con la tradición
dicotómica dominante con respecto a este conflicto, nos ofreció herramientas
adecuadas para analizar la dimensión transnacional de este museo, poniendo el
enfoque sobre las redes múltiples y los fenómenos complejos inter y
extraestatales que van más allá de la historia de las relaciones
internacionales habituales. Como lo destaca el historiador Rafael Pedemonte
(2012), esta perspectiva interdisciplinaria nos lleva inevitablemente a
reactivar los “paradigmas ideológicos” (p. 138) que sustentaron los programas
culturales desarrollados por las dos grandes potencias a destinación de los
países del “Sur” como los que permitieron que surgieran discursos y prácticas
alternativos desde los países no alineados. Estos paradigmas son los que
guiaron los compromisos de los agentes que nos interesan en una época en que se
enfrentaban no dos, sino varios modelos y proyectos políticos, en la
encrucijada entre aspiraciones universales y preocupaciones nacionales,
regionales o locales. El estudio de los intercambios culturales es entonces
indispensable para aprehender la especificidad de este conflicto y analizar los
mecanismos de propaganda desarrollados por los diferentes agentes, a nivel
individual como institucional (Pedemonte, 2012, p. 139). Retomamos el concepto
de “Guerra Fría cultural” (Stonor Saunders, 2013)
para describir las estrategias sutiles de soft power
empleadas entonces en los medios culturales por organizaciones o Estados,
destinadas a promover ciertas visiones del mundo y a defender intereses
políticos y económicos particulares.
Esta dimensión político-cultural del conflicto (Shaw,
2001) ha llevado a los investigadores a interesarse, en esta ultima década, por los aportes artísticos de la solidaridad
internacional y, sobre todo, por los museos y exposiciones “en el exilio”,
objetos privilegiados para explorar las interacciones entre arte y política (Khouri y Salti, 2018).
Anteriormente, la solidaridad internacional había sido estudiada por
disciplinas como la historia, el derecho o la sociología (Devin, 2004; Stites Mor, 2013), dando poco o ningún espacio a la contribución
de los artistas y de los agentes culturales. De este modo, nuestro estudio
forma parte de una historiografía reciente de los
movimientos de solidaridad que ambiciona revelar la significativa contribución
de las artes, y principalmente de las artes visuales, en las manifestaciones de
solidaridad (Piškur, 2016).
En este conflicto global donde los países y actores del
“tercer mundo” desempeñaron un papel central (Westad,
2007), el Chile de la Unidad Popular (1970-1973) se destacó por un aporte
político inédito y paradigmático encarnado en su vía
pacífica al socialismo que canalizó la última gran esperanza mientras
Cuba entraba en su fase de sovietización. La diplomacia multilateral, como la
apertura democrática promovida por el gobierno de Salvador Allende, ofrecía
posibilidades de desarrollo de contramodelos
culturales en los cuales podían encontrarse varios actores de diferentes
orígenes políticos y espaciales, desde los países socialistas de Europa del
Este hasta el nacionalismo mexicano, pasando por la socialdemocracia sueca. Los
estudios sobre el exilio chileno (Camacho Padilla, 2011; Montupil
Inaipil, 1993; Prognon,
2013b; Rojas Mira, 2013; Rojas Mira y Santoni, 2013;
Wright y Oñate Zúñiga, 2007), y más generalmente sobre la recepción de la
Unidad Popular en el exterior de Chile, pre y postgolpe
de Estado, vienen a desafiar las historias nacionales tradicionales enfocándose
sobre las relaciones y conexiones existentes entre esta experiencia política
global (Fermandois, 1985; Harmer
y Riquelme Segovia, 2014) y la especificidad de cada contexto nacional.
Sin embargo, hasta el momento, pocos trabajos se han
interesado en los aspectos culturales de la solidaridad con Chile (Norambuena,
2008; Prognon, 2013a) entendidos como estrategias de soft power. La perspectiva multinivel (Levi, 2018) y el
diálogo entre varios enfoques epistemológicos de la nueva historia del arte
(Barreiro López, 2019; Joyeux-Prunel, 2017), junto a
los de la historia de las ideas y de la historia de las relaciones
internacionales (Iriye, 1991) son herramientas
privilegiadas para analizar la compleja experiencia del Museo de la Solidaridad
desde su creación hasta hoy. Este método interdisciplinario permite enfocarse
en el papel decisivo de los actores como “intermediarios”, “go-betweens” (Saunier, 2013, p. 57), pero también
para analizar las intersecciones entre arte y política, en las relaciones
internacionales que marcaron la experiencia de la Unidad Popular (UP), en Chile y en el exilio.
¿Cuáles fueron los modelos, las redes de actores y los
discursos que favorecieron el desarrollo del Museo de la Solidaridad y sus
actividades tanto al interior como al exterior de Chile? A partir de un trabajo
que conjuga lecturas de obras de referencia, reunión de campos historiográficos
diversos, entrevistas con actores y escrutinio de archivos, nos interesaremos
por el significado de un museo transnacional en tiempos de guerra fría
cultural.
EL MUSEO DE LA SOLIDARIDAD (1971-1973).
UN CONTRA-MODELO CULTURAL TRANSNACIONAL
Como lo nota Joaquín Fermandois (1985, p. 15) en su libro Chile
y el mundo, 1970-1973, la historia de las relaciones internacionales ya
no puede ser exclusivamente sinónimo de historia diplomática. El caso del Museo
de la Solidaridad es, en este sentido, muy representativo de la importancia que
la cultura puede desempeñar en la diplomacia de un Estado (Sirinelli,
2004). Ahora presentaremos los desafíos de este museo y las condiciones
prácticas de su desarrollo en Chile durante la UP.
La emergencia de un proyecto de “museo de arte moderno y
experimental” en Chile interviene en un contexto artístico continental marcado
por la hegemonía del mercado estadunidense. En los años setenta, la División de
Artes visuales del Departamento de Asuntos Culturales de la Organización de los
Estados Americanos (OEA), era entonces para los
artistas un intermedio inevitable para calar en el mercado del arte
latinoamericano y tener una ventana abierta hacia la escena artística
occidental. Esta institución mediadora entre las inversiones estadunidenses en
América Latina y los artistas en la región apoyaba una política destinada a
luchar, a través de la promoción del expresionismo abstracto, contra el arte
comprometido y la influencia de la Escuela Mexicana de Pintura heredada del
muralismo de los años 1920 (Fox, 2016). De la misma manera que las actividades
del Congreso por la Libertad de la Cultura (1959-1969) eran financiadas por
parte de la CIA (Stonor
Saunders, 2013), los programas artísticos de la OEA
no dejaban ninguna duda en cuanto al rol de apalancamiento de la cultura en las
relaciones exteriores en tiempos de la guerra fría (Shaw, 2001). La “ciudadanía
hemisférica” defendida por el crítico de arte José Gómez Sicre, director del
Departamento de Artes Visuales de la OEA entre
1948 y 1976, promovía una comunidad afectiva transnacional posibilitada por la
privatización del sector de la cultura y opuesta al control directo de los
gobiernos en el arte.
En los años de post segunda guerra mundial, no existía todavía
una escena continental alternativa al modelo panamericano orientado a favorecer
la creación y movilidad de los artistas de América Latina. A partir de la
revolución cubana, varias instituciones se abocaron a explorar y definir la
identidad latinoamericana para favorecer, según las palabras de Miguel Rojas Mix, “una conciencia del destino común compartido entre los
pueblos (del) continente” (Macchiavello y Suárez, 2015, p. 175). Esto traía
consigo una nueva concepción de lo que debería ser el arte revolucionario,
frente a la implantación de procesos socialistas en la región. Así, no se
trataba solamente de oponerse al modelo estadunidense y a su escena y mercado
del arte, sino de crear nuevas infraestructuras cuyos pilares serían no
mercantiles, además de configurar un nuevo modelo de cooperación internacional
inscrito en una visión del mundo no capitalista. Contrariamente al modelo
mercantil y liberal desarrollado por Sicre, el gobierno cubano y la up chilena querían poner las políticas públicas al servicio
de la democratización de la creación y del acceso al arte (Unidad Popular,
1970, pp. 27-32). Cuando Salvador Allende fue elegido presidente de la
república, se restablecieron las relaciones diplomáticas entre los dos países y
Cuba pudo tener un aliado en el subcontinente (Harmer,
2011). Se generó entonces un “meridiano de la solidaridad” tanto político como
artístico (Macchiavello y Suárez, 2015, p. 177), facilitado por la apertura de
una vía aérea Santiago-La Habana.
La creación de la Casa de las Américas en La Habana en el
primer año de la revolución, como las actividades del Instituto de Arte
Latinoamericano (IAL) en Chile durante el gobierno
de Salvador Allende, deben entenderse como dos polos generadores de un programa
cultural de proyección continental que dio inicio a nuevas formas de compromiso
artístico (Macchiavello y Suárez, 2015, p. 205). La Exposición de La Habana
(Bienal Chile-Cuba) organizada conjuntamente por el IAL
y la Casa de las Américas en julio de 1971, fue la ocasión de intercambiar
colecciones de obras entre los dos países. Las obras cubanas integraron el
Museo de la Solidaridad, mientras que las de Chile se incorporaron a la Galería
de Arte Latinoamericano de la Casa de las Américas. La declaración de Miguel
Rojas Mix y Adelaida de Juan (1971) en cuanto a la
significación de este evento resume perfectamente el otro modelo sociocultural
que defendían estos dos gobiernos de orientación revolucionaria, tanto para su
propio país como para el conjunto de América Latina:
Por primera vez en la historia de América Latina se unen
dos países para realizar una exposición en que se donan recíprocamente las
obras. […] Tiene, a nuestro juicio, una significación muy grande para el
proceso de desalineación del artista y para entender el aporte que él puede
hacer a la cultura latinoamericana. El artista que trabaja para el mercado
transforma su obra en un valor de cambio y trabaja para mantener el status de la burguesía capaz de adquirir estos bienes. En
cambio, aquí, el artista trabaja directamente para el pueblo; pues su obra esta destinada a incorporarse al acervo público de dos
países, ambos desposeídos de riqueza artística. Plantea asimismo este encuentro
otra realidad: la pobreza cultural latinoamericana debido a la falta de poder
adquisitivo que tienen todos nuestros países para obtener bienes culturales.
Sin duda, que ninguno de nosotros está en condiciones económicas de adquirir
una colección como sería necesario para formar un gran museo. Con acciones de
este tipo, en cambio, podemos comenzar en diversas partes de la América Latina
a concentrar obras y a utilizarlas como elementos formadores de la capacidad
artística de las masas (p. 187).
Esta declaración contiene una crítica marxista implícita
de la dependencia económica y cultural respecto a Estados Unidos, a la cual
opone una visión optimista del artista emancipado del mercado y comprometido
con las causas del pueblo. Todas estas iniciativas artísticas tienen que ser
entendidas entonces como focos de una lucha
multidimensional más amplia, socialista y tercermundista, que ambiciona
inclinar la balanza del poder a nivel global.
En tres años de gobierno, la UP
logró convertirse en un centro nodal de los movimientos de liberación nacional
y social del mundo. La atracción de su modelo venía primero de su carácter
inédito y democrático. Igualmente, cabe destacar que la experiencia chilena se
inscribía en un proceso de “transnacionalización” de la convivencia mundial (Fermandois, 1985, p. 71.), alimentada entre otros por
los encuentros tricontinentales (Bouamama, 2016; Malher, 2018;) y las redes de actores transatlánticas de
intelectuales y artistas militantes (Barreiro López, 2019). Interesarse en la
génesis del proyecto del Museo de la Solidaridad y su corta existencia entre
1971 y 1973 nos lleva a destacar tres niveles de análisis en las relaciones
exteriores de esta coalición política: uno diplomático, uno institucional y uno
vinculado al papel de los agentes independientes.
Primeramente, el Museo de la Solidaridad pudo
desarrollarse gracias a la diplomacia multilateral del gobierno de la UP. Como país del llamado “tercer mundo” y fuertemente
dependiente de la financiación exterior, el Chile de Allende se esforzó por
construir alianzas muy diversas destinadas a independizarse en el concierto
internacional de las naciones (Harmer, 2011). Sin
cerrarse a la cooperación con Estados Unidos, Chile desplegó un ejercicio diplomático
estratégico con el objetivo de cambiar el equilibrio de poder en la región. Los
historiadores Claudia Rojas Mira y Alessandro Santoni
(2013) destacan tres grandes polos de amistad política: la izquierda europea
plural, los países tercermundistas y los “compañeros” del bloque socialista.
En un contexto de conflicto mundial, y particularmente de
“guerra fría interamericana” (Harmer, 2011, p. 1),
las políticas de desarrollo regional socioeconómicas y culturales de Estados
Unidos hacia América Latina, implementadas a través de programas como la
Alianza para el Progreso, organismos como la Unión Panamericana (UPA) y fundaciones corporativistas (Ford o Rockefeller,
por ejemplo), fueron fuertemente criticadas por los movimientos nacionalistas, socialistas
y comunistas que veían en ellos instrumentos neocoloniales e imperialistas. La
Tercera Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD III), organizada en
Santiago de Chile del 13 de abril al 21 de mayo de 1972, es paradigmática de esta
condena internacional en contra de la dependencia de los países tercermundistas
hacia los países del “Norte”. El presidente de la república mexicana, Luis
Echeverría, pronunció un discurso donde llamaba a una batalla mundial por el
desarrollo y presentó un proyecto de “Carta de Derechos y Deberes Económicos de
los Estados” (Castaneda, 1974, p. 33). El documento se proponía combatir el
subdesarrollo injusto de los países del Tercer Mundo y promover un código
universal de cooperación entre los Estados que respetara la libre determinación
de los pueblos.
El Museo de la Solidaridad fue inaugurado durante este
encuentro internacional, el 17 de mayo de 1972. En una carta destinada a José
María Moreno Galván, Salvador Allende le indica que “sería muy significativo
que pudiéramos inaugurar su proyectado Museo de Arte Moderno en el curso de esa
Conferencia. Constituiría una demostración de solidaridad de los artistas
progresistas de todo el mundo hacia nuestro proceso político”1. Este hecho demuestra
que constituía un aspecto realmente primordial de la diplomacia cultural de la UP Además, los archivos revelan el papel central de las
embajadas en la colección de las obras del Museo en cada país y sus envíos a
Chile. Los funcionarios de las embajadas estaban muy al corriente del proyecto
y se presentaban como referentes privilegiados para guiar a los artistas o a
todas las personas que querían participar. En una carta a un destinatario
desconocido, Mário Pedrosa lo invita a contactar a
Raquel Bunster, esposa del embajador chileno en Londres –Álvaro Bunster– para
tener más informaciones,2 además de comentarle el
rol de Pablo Neruda, entonces embajador de Chile en Francia, en la visibilización de la iniciativa en Europa. Efectivamente,
en los Archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores de Chile se encuentran
documentos que dan fe de la energía que puso el poeta en la colección y envío
de las obras del comité francés3.
En Estados Unidos, la crítica de arte Dore Ashton, que se encargó de la
selección de los artistas estadunidenses, también tuvo que ponerse en contacto
con el embajador de Chile en Washington, Orlando Letelier, para gestionar los
trámites de las obras entre estos dos países.
En cuanto a la función de las instituciones nacionales
independientes del poder pero vinculadas a él en el sentido que acompañaban de
manera evidente al proceso socialista, hay que subrayar el papel central del
Instituto de Arte Latinoamericano (IAL), dirigido
por Miguel Rojas Mix, la Facultad de Artes de la
Universidad de Chile, cuyo decano era el pintor catalán José Balmes,
naturalizado chileno en 1947, y el Museo de Arte Contemporáneo, dirigido por
Guillermo Núñez (1971-1972) y luego Lautaro Labbé (1972-1973). El Museo de la
Solidaridad también aprovechó una amplia red institucional a nivel
internacional para desarrollarse. Dos ejemplos destacables son la Casa de las
Américas en La Habana, a través de Mariano Rodríguez, entonces subdirector de
esta institución, y el Instituto Nacional de Bellas Artes en México, por medio
de la figura de Fernando Gamboa (Garza y Vargas Santiago, 2016).
A niveles individuales, los agentes móviles también
generaron redes internacionales que favorecieron la recopilación de obras para
enriquecer las colecciones del museo. El Comité Internacional de Solidaridad
Artística con Chile (CISAC), creado en 1971 a
continuación de la “Operación Verdad” para poner en marcha el proyecto de
recolección de obras, estaba profundamente vinculado a las redes de la
Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA).
Entre otros, el crítico de arte brasilero Mário
Pedrosa, quien era vicepresidente de la AICA, fue
nombrado presidente del comité mientras que el crítico de arte italiano, Giulio
Carlo Argan,4 miembro del CISAC, era en ese momento presidente de la AICA (Yasky y Zaldívar, 2018,
pp. 300-301). Ayudado por los otros miembros del comité, Mário
Pedrosa se puso en contacto con muchas personalidades del mundo del arte global
para promover la iniciativa a nivel internacional. Los intercambios de cartas
ilustran la puesta en marcha de redes en la construcción de un proyecto museal
y la proximidad o la amistad existente entre los protagonistas.
El proyecto del Museo de la Solidaridad debe ser visto
como uno de los resultados en las artes del proyecto socialista y de la
diplomacia del gobierno de la Unidad Popular, pero también como un intento
institucional de generar redes artísticas alternativas a nivel continental y
transatlántico. Su estudio subraya la tensión existente entre las estructuras
transnacionales, la trayectoria individual de agentes heterogéneos (Barreiro
López, 2019, p. 26), así como las instituciones y las sucursales del poder
estatal.
UN MUSEO “EN EL EXILIO”.
EL MUSEO INTERNACIONAL DE LA RESISTENCIA SALVADOR ALLENDE (1975-1990)
El golpe de Estado provocó un
gran shock en la comunidad internacional (Compagnon y Moine, 2015). Las
redes precedentemente constituidas en solidaridad al gobierno de la Unidad
Popular no tardaron en ponerse al servicio de la acogida del exilio chileno y
de las denuncias de los crímenes de la Junta militar. Después de haber
intentado recuperar las obras de las manos del gobierno autoritario, sin éxito,
en 1975 se tomó la decisión de recrear el museo en el exilio, dándole un nuevo
nombre –Museo Internacional de la Resistencia Salvador Allende (MIRSA)–, para apoyar una campaña en las artes contra la
dictadura. La presencia multicontinental de este
museo nos invita a adoptar un análisis multinivel para comprender tanto los
contextos nacionales que acogieron a sus comités como la dimensión y las
implicaciones transnacionales de este museo (véase mapa 1).
Mapa 1. Implantación transnacional del Museo de la
Solidaridad en el exilio (1973-1991).
Fuente: Cartografía y DAO É. Lebeau,
QGIS 3.4, World Historical
Data Gis.
La acogida del MIRSA en una
decena de países del mundo, a través de simples exposiciones temporales o de la
creación de comités nacionales permanentes, más de dos años después del golpe
de Estado, se explica a su vez por la implantación global de la diáspora
chilena como por los contextos políticos y culturales favorables (Lebeau, 2018). Presente a la vez en América Latina, Europa
Occidental, Europa del Este, y hasta en África (Argelia), el MIRSA se apoyó para implantarse en las redes de
solidaridad preexistentes al exilio en los medios políticos, intelectuales y
artísticos. Esas redes se pusieron en marcha para gestionar de la mejor manera
posible la llegada de los flujos de chilenos refugiados en las embajadas y
consulados, y buscarles trabajo y vivienda, así como para promover las
iniciativas de la resistencia en el exterior.
El exilio trae igualmente una redefinición de las
prerrogativas del museo. Al añadir el nombre del presidente fallecido, el museo
se inscribe en la continuidad del proyecto democrático y socialista de Salvador
Allende, mientras se unía a la resistencia contra el régimen usurpador en el
exterior. Compuesto por un secretariado permanente dirigido por Miria Contreras, secretaria e íntima amiga del
“compañero-presidente”, su tarea era reunir obras de arte donadas por los
artistas solidarios con la resistencia chilena con el fin de organizar
exposiciones y “ser un instrumento político de agitación y propaganda”5.
La dimensión realmente inédita del MIRSA
fue su presencia transnacional que, luego, inspiró a otras iniciativas de
solidaridad como el proyecto de un museo de solidaridad para el pueblo
palestino (Khouri y Salti,
2018). El museo funcionó por medio de exposiciones itinerantes dentro de los
países o a veces transfronterizas. Por ejemplo, una parte de la colección
francesa fue expuesta en Berlín Oeste (Festival Horizonte ‘82, del 29 de mayo
al 20 de junio 1982) y en Luxemburgo, del 21 de marzo al 20 de mayo de 1986.
Como se puede notar en el mapa, algunas colecciones como las de Bulgaria, de
Mongolia o de la Unión Soviética fueron trasladadas a países –Cuba, en estos
casos– que pudieron gestionar el almacén y las exposiciones de las obras.
El MIRSA se aprovechó del
diálogo fructífero con otras realidades políticas y artísticas a niveles
nacionales. Esta dislocación geográfica trajo consigo una multiplicación de
prácticas en torno al museo, ya que los distintos comités se organizaron de un
modo independiente y sus formas de funcionamiento dependieron de la situación
local y nacional en la que se encontraban. Así, los recursos humanos,
financieros y materiales puestos a disposición del museo por partidos o
personalidades políticas, sindicatos o instituciones no pueden compararse de un
país a otro (Lebeau, 2018, pp. 226-229). Dada la
aparente autonomía de los comités, Carla Macchiavello (2017) favorece el
concepto de “Museos de la Resistencia”, ya usado por los protagonistas de la
época, que pone de relieve la diversidad que caracteriza a las colecciones, actores
o actividades de esta institución en el exilio (p. 28).
Mayoritariamente, estos países fueron los que tenían
relaciones diplomáticas bastante fuertes con el gobierno de Salvador Allende.
En los países del Este, cabe destacar que las acciones solidarias con Chile
eran medidas y gestionadas por las autoridades del Estado (Preda, 2020). Si en
Francia, la organización era un poco improvisada, la burocracia de los Estados
bajo influencia soviética aseguraba una administración ordenada y un discurso
claro en torno a la recolección de obras y sus exposiciones. Las
investigaciones de Matul (2018) tienden a mostrar que las donaciones de los
artistas polacos no se pueden interpretar como un gesto espontáneo, sino como
una decisión de las autoridades polacas de colaborar con el MIRSA tras la visita de “la compañera” Miria Contreras a Polonia en abril 1977 (p. 213). En este
caso, el director del Museo Sztuki de Łódz, Ryszard Stanisławski,
actuó como intermedio entre el MIRSA, las
autoridades polacas –en particular el Ministro de Cultura y Arte– y los
artistas. Su tarea era solicitar la participación de los artistas y organizar
la exposición que se presentó en el Museo Sztuki
antes de ser mandado a Cuba donde fueron expuestas en la Galería Centro de Arte
Internacional de Ciudad de La Habana, en diciembre de 1978.
Cuando no se trataba de una proximidad ideológica o
estratégica con la UP al nivel gubernamental, la
acogida de los exiliados se explicó por la influencia de algunos partidos
políticos, comunistas, socialistas o socialdemócratas que habían accedido al
poder a nivel local y/o, además de tener los medios financieros suficientes,
eran mediáticamente visibles a nivel nacional. Los comités contaron entonces
con la ayuda de partidos políticos o grupos sindicales que, incluso más allá de
las actividades del museo, proporcionaron almacenes para preservar las obras o
contribuyeron a costear los gastos financieros necesarios para mover las obras,
incluido su traslado final a Chile. Por ejemplo, en Francia, una parte de la
colección del museo fue guardada, durante los años ochenta, en las bodegas de
un edificio municipal en Bondy, ciudad en los suburbios de París entonces
gobernada por un alcalde socialista, Claude Fuzier (Lebeau, 2016, pp. 48-50).
En general, las inauguraciones de estas exposiciones
fueron utilizadas como un teatro de representación para las personalidades
políticas nacionales. En Francia, François Mitterrand pronunció un discurso
donde se comprometió, si era elegido presidente de la república francesa, a
romper las relaciones diplomáticas con el Chile de Augusto Pinochet.6 Las exposiciones del MIRSA eran también entonces una ocasión para la
realización de encuentros políticos entre los representantes del gobierno de la
Unidad Popular en el exilio y sus aliados. En México, la inauguración de una
exposición del MIRSA en el Museo de Arte Moderno,
el 17 de junio de 1977, fue marcada por la presencia del nuevo presente de la
república, José López Portillo, y de personalidades chilenas en el exilio como
Hortensia Bussi, Isabel Allende, respectivamente
viuda e hija de Salvador Allende, y Luis Corvalán, secretario general del
Partido Comunista de Chile, recientemente liberado de las prisiones militares.
Sin embargo, las redes involucradas no eran solamente
partidistas. Los mundos de los artes también se comprometieron en las
actividades de la resistencia, reactivando las redes conformadas durante el
gobierno de la Unidad Popular a través del CISAC o
del IAL, principalmente. En el caso de los
artistas y trabajadores culturales, hay un ejemplo relevante de esta
resignificación de las redes de solidaridad transnacionales. En noviembre de
1973, algunos días después de haber recibido en el Museo de Artes Decorativas
de París una delegación de artistas chilenos exiliados, la sección francesa de
la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA)
publicó una declaración, donde pedía “la restitución a todos los donantes de
las obras mandadas al Museo de la Solidaridad”. Se mostraba preocupada por “la
situación de los artistas chilenos ya refugiados en Francia” o que llegaran
después, especificando que: “Necesitan subsidios y talleres para trabajar hasta
que puedan encontrar trabajo, becas, oficios de profesores. La AICA-Francia pide a todos sus miembros informar lo que
puedan hacer en su favor.”7
De igual forma, algunos comités del museo estuvieron
dirigidos por directores y/o conservadores de museos de arte. En estos casos,
se hizo una selección de obras con el fin de preservar sólo aquellas con un
interés plástico real. En el caso de Suecia, por ejemplo, el papel de figuras
prominentes del mundo del arte nacional, como Björn Springfelt,
Monica Nieckels y Sonja Martinson Uppman, fue crucial para crear una colección y organizar
exposiciones. Lo mismo sucedió en Colombia con el compromiso de Marta Traba,
directora del Museo de Arte Moderno de Bogotá; en México, con Fernando Gamboa,
director del Museo de Arte Moderno de México, y en Polonia, con Ryszard Stanisławski, director
del Museo Sztuki. En todos estos países, las obras
fueron seleccionadas y conservadas durante un periodo por instituciones oficiales
de arte.
Destacar el papel de las instituciones políticas
(partidos, sindicatos, embajadas, gobiernos, municipios), o de las estructuras
culturales (museos, galerías o centros culturales) no implica prescindir del
análisis de las redes de actores relacionados con ellas. Alrededor de 3 000
personas estuvieron vinculadas a las actividades del MIRSA,
excluyendo a los visitantes de las exposiciones.8
En este sentido, si enumeramos las personas movilizadas en el MIRSA en comparación al Museo de la Solidaridad, “la
solidaridad en la resistencia parecía ser un concepto aún más poderoso” como lo
comenta Carla Macchiavello (2020, p. 11). Inspirándose de los trabajos de
Howard Becker (2010), hemos destacados tres categorías de “mundos”
interdependientes que posibilitaron el desarrollo del museo en el exilio (véase
figura 1). Estas interrelaciones y cooperaciones entre mundos intelectuales, de
las artes y de la política invitan a aunar las categorías tradicionales de los
actores movilizados en las manifestaciones de solidaridad. Además, muchos actores
pertenecían a diferentes grupos a la vez o tenían relaciones familiares, de
proximidad y amistad con individuos de otras categorías. Si tomamos el ejemplo
de Miria Contreras, el “alma” del MIRSA (Le Parc, 2017, p. 77)
pertenecía a la vez al mundo de las artes como al mundo de la política. Ella
fue consecutivamente galerista, secretaria del gabinete presidencial de
Salvador Allende y empleada en el exilio de una compañía de aviación cubana (Havanatur) con sedes en París y La Habana. Ese cargo, como
su proximidad con el gobierno revolucionario cubano, le daba una cierta
libertad para viajar y cohesionar la gestión del MIRSA
a través del mundo.
Figura 1. Sociología e interconexiones de los actores
movilizados en el museo en el exilio
Fuente: elaboración propia.
A pesar de la multiplicidad y variedad de las muestras de
solidaridad con Chile, y de los actores involucrados en ellas, todas se basaron
en un consenso mayoritario en torno a la denuncia de los crímenes de la Junta
militar chilena que fue favorecido y alimentado por la abundancia y la potencia
de las imágenes con respecto a ello.
IMAGINARIOS TRANSNACIONALES. SOPORTES VISUALES DE LA SOLIDARIDAD Y DE LA RESISTENCIA
Existe una desconfianza en cuanto
al uso del concepto “imaginario” que invita a repensar nuestra manera
exclusivamente racional de concebir la historia a través de la preeminencia
moderna del cogito cartesiano. Proponiendo una
historia social de los usos y representaciones, los trabajos de Roger Chartier
(1992) promovieron el concepto de “representación”, término ya en uso en la
época moderna, para dibujar un análisis cultural de las sociedades del antiguo
régimen. Esta noción permitió superar la aparente contradicción entre la
“objetividad de las estructuras” y la “subjetividad de las representaciones”
(p. 56). Aunque fiel a esta tradición historiográfica que plantea la necesidad
de estudiar las practicas y producciones culturales
en relación con las divisiones del mundo social, nos parece más adecuado el
concepto de “imaginario(s)” para estudiar las especificidades de los mundos sociales
de los años 1960 y 1970 pertenecientes a las esferas políticas de las “izquierdas”
a nivel internacional. Efectivamente, la noción de representaciones, si toma en
cuenta los legados de la filosofía fenomenológica de Gaston
Bachelard o Jean-Paul Sartre en los años 1930-1940, no hace caso de la
filosofía de Cornelius Castoriadis. Su visión ontológica del mundo y de la
creación, mediante su concepto de “imaginario colectivo”, plantea una relación
dialéctica entre el imaginario individual, como facultad humana psíquica
abstracta, y las representaciones colectivas construidas que determinan la
realidad social de una sociedad dada (Tomès, 2008,
pp. 64-65). Es esta combinación entre racionalidad e irracionalidad, análisis
materialista del mundo y aspiración utópica, la que puede dar más significado a
la experiencia vital colectiva e individual de los actores que estamos
estudiando, particularmente los que se sitúan en una perspectiva revolucionaria
y que dedicaron su vida a su compromiso político.
Para comprender estos imaginarios en sus complejidades y
no pensarlos únicamente de manera peyorativa como herramientas de propaganda,
cabe destacar sus contextos de producción y las mentalidades de los agentes que
las desarrollaron. Los regímenes de historicidad en los que se inscribieron los
movimientos o procesos revolucionarios del siglo XX,
defendían una relación dialéctica, en un sentido marxista, entre pasado y
futuro (Benjamin, 2013; Hartog, 2015; Traverso, 2016,
pp. 200-201). El presente de lucha se concebía como una etapa de una larga
tradición de rebeldía y experiencias revolucionarias que buscaba la justicia social,
lo que le concedía legitimidad hasta la “victoria final”. Los artistas
comprometidos con los combates internacionalistas se inscribieron y
participaron en la formación de imaginarios transnacionales y transhistóricos que servían a la difusión de los modelos
políticos.
La victoria de la revolución cubana fue fundamental en el
fortalecimiento de un sentimiento compartido de “comunidad imaginada”
latinoamericana (Anderson, 2006; González Alemán y Palieraki,
2013) y más ampliamente tercermundista. El gobierno cubano, el Estado, el
partido y las instituciones y actores artísticos y académicos orientados por
aquellos, se dedicaron desde entonces, a través de sus encuentros políticos y
culturales internacionales, a alimentar ese imaginario revolucionario
transnacional (Mahler, 2018) que se destaca particularmente en las producciones
de la OSPAAAL (Organización de Solidaridad de los
Pueblos de África, Asia y América Latina) destinadas a ser publicadas en las
revistas o los materiales militantes (afiches, folletos, etc.). La revista Tricontinental tenía una difusión masiva y global dentro
de los movimientos de liberación y era utilizada como una fuente de inspiración
para el desarrollo de lenguajes militantes, por ejemplo, por los colectivos de
artistas izquierdistas en Europa alrededor de 1968 (Dossin,
2018). Los progresos técnicos y tecnológicos favorecieron la
transnacionalización de las prácticas y de los modelos. Las artes visuales,
desde el cine contrainformacional –Miguel Littín, Patricio Guzmán– (Cristiá,
2019), hasta las fotografías de prensa, los grabados o los afiches,
desempeñaron un papel central en la difusión de estos discursos a nivel global
y particularmente en los países de Asia, África y América Latina. Además, la
movilidad de los artistas-militantes facilitó la circulación de estos
imaginarios.
Las obras recogidas en el exilio deben ser analizadas
entonces como “documentos históricos”, fuentes primarias, capaces de develar
informaciones porque muchas de ellas son los vehículos de los imaginarios sobre
el Chile de la Unidad Popular y la dictadura, pero también sobre otros
contextos político-históricos y geográficos que demuestran la circulación
transnacional de los modelos del internacionalismo.
Diversos temas se encuentran en los imaginarios de las
colecciones del Museo de la Solidaridad y el MIRSA.
La identidad latinoamericana, los héroes revolucionarios, el pueblo luchando,
el pueblo trabajador, son frecuentemente representados a través de símbolos y
estereotipos que favorecen un imaginario transnacional de la revolución, una
visión binaria de un mundo dividido entre imperialismo y antIImperialismo,
revolución y contrarrevolución. Así, el topos de la
revolución mundial conjugado con la urgencia de la lucha favorecieron representaciones
arquetípicas para facilitar la propagación de un lenguaje visual capaz de
adaptarse fácilmente mediante códigos propios a cada contexto de lucha.
Benedict Anderson (2006), citando los trabajos de Eric
Hobsbawm, ya resaltó la sustancia irremediablemente nacional de las
revoluciones o movimientos de liberación de carácter marxista (pp. 2-3). Lejos
de ser contradictorias, las tensiones existentes entre las reivindicaciones
nacionales y las aspiraciones transnacionales de estas agrupaciones se explican
por la voluntad de poner fin a la dependencia económica y cultural de los
países del “tercer mundo” por parte de Estados Unidos o de otras potenciales
coloniales o neocoloniales. El motivo de la correlación entre intereses
estadunidenses y regímenes autoritarios latinoamericanos se encuentra
frecuentemente en las colecciones. Ya en la caricatura de los inicios del siglo
XX, la metonimia del sombrero del Tío Sam sirvió
para denunciar la intervención de Estados Unidos en la guerra de Independencia
de Cuba contra España. Ese topos está todavía muy
presente al momento de mostrar los intereses mortíferos de esta potencia
extranjera en la región. Carlos Bernasconi, en su obra de 1976, pone ese
accesorio (el sombrero) sobre la cabeza de un espantapájaros, cuyos brazos
sostienen unos buitres caracterizados por los rostros de los dirigentes de la
Junta chilena, tales como se ven en las fotografías oficiales del régimen
(véase imagen 1).
Imagen 1. Carlos Bernasconi, Sin título, 1976 Grafito
sobre papel, 50 x 32.5 cm. Donación del artista al Museo Internacional de la
Resistencia Salvador Allende. Colección MSSA.
Archivo MSSA.
Algunas obras fueron creadas precisamente para condenar
el golpe de Estado y las violaciones orquestadas por la Junta militar en contra
de los derechos humanos. Muchas obras proponen una identificación clara del
“enemigo” contra el que hay que resistir. Ofrecen representaciones brutales de
fascismos y contrarrevoluciones que reflejan la violencia de sistemas dictatoriales
basados en la noción de “seguridad nacional” (Uruguay, Brasil, Bolivia, Chile,
Argentina), persiguiendo una política de terror a través de las desapariciones,
el internamiento y la tortura de enemigos políticos, y en las políticas imperialistas
de Estados Unidos en América Latina. Para condenar estos regímenes, los
artistas recurrieron con frecuencia a la iconografía de la muerte o de la
guerra para que su mensaje fuese más explicito. El
afiche producido por el catalán Josep Renau resume el imaginario macabro y
sangriento que rodeaba a la junta militar chilena, como su carácter
supuestamente antipatriótico (véase imagen 2).
Imagen 2. Josep Renau, Proyecto para
un afiche, 1978. Offset, 40.4 x 21.6 cm. Donación del artista al Museo
Internacional de la Resistencia Salvador Allende. Colección MSSA. Archivo MSSA.
Sin embargo, frente a esta violencia, las víctimas no son
siempre representadas como pasivas. La resistencia es un tema recurrente en las
obras que se encarna en tres tipologías: la resistencia personificada por
héroes, la resistencia anónima y la resistencia colectiva encarnada en
levantamientos de las masas. La figura de Salvador Allende, así como sus gafas,
fueron iconografías privilegiadas por los artistas. El retrato del presidente
difunto se encuentra en varias obras de la colección demostrando que la figura
de Allende se convirtió en una verdadera efigie transnacional de la resistencia
antifascista (véase imagen 3).
Imagen 3. Afiche de la exposición del MIRSA (15 de junio-15 de julio de 1977. Fundació Joan Miró, Barcelona). Archivo General de la Fundació Joan Miró, u. i. 135.
Al lado de un imaginario transnacional aparece un
imaginario transhistórico de la lucha contra el
“fascismo”. Entre otros factores, ver las imágenes mediáticas de los soldados
apuntando sus fusiles contra civiles desarmados, el bombardeo del palacio de La
Moneda, o la quema de libros, recordaron a las memorias colectivas europeas
oscuras páginas de la historia reciente que habían sido silenciadas durante
décadas, y favorecieron la adhesión en Europa de la opinión pública a favor de
la causa de los pueblos latinoamericanos y particularmente del pueblo chileno.
En esta coyuntura, los artistas, principalmente los que vivían en las dos
Europas, aprovecharon la historia reciente para hacer comparaciones entre, de
un lado, los eventos trágicos de los años 1930-1940 o las dictaduras del sur
que perduraron hasta la mitad de los años 1970 (Portugal, España, Grecia) y,
del otro lado, los regímenes “fascistas” latinoamericanos, usando signos
icónicos como la esvástica nazi, armas o cascos de soldados para alertar sobre la
situación dramática de los pueblos del Cono Sur y ampliar las acciones de
solidaridad. Un ejemplo elocuente es la obra Kultur, la destruction des livres au Chili (1973) de Joan Rabascall
(véase imagen 4). El artista catalán reutilizó una fotografía famosa donde
un militar chileno está quemando libros. La impresión de la palabra “KULTUR” en
alemán en la parte inferior de la tela se refiere implícitamente a los “autos
de fe” nazis.
Imagen 4. Joan Rabascall
(España, 1935). Kultur, la destruction des livres au Chili (Cultura,
la destrucción de libros en Chile), 1973. Emulsión fotográfica sobre tela, 120
× 120 cm. Donación del artista al Museo Internacional de la Solidaridad
Salvador Allende. Colección MSSA. Archivo MSSA.
Más que comparaciones fortuitas, algunos artistas se
identificaron enteramente con la lucha del pueblo chileno haciéndola suya. Para
ellos, no se trataba solamente de la lucha del pueblo chileno, sino de un
combate permanente por la liberación de la humanidad que trascendía las épocas
y las fronteras. “La identificación con la fe de las víctimas y/o con la causa
de los oponentes (proximidad ideológica) fue esencial para el establecimiento y
el fortalecimiento de la acción solidaria” (Christiaens,
Goddeeris y Rodríguez García, 2014, p. 14). La
declaración del artista español Tony Gallardo,
miembro del Partido Comunista de España, es particularmente reveladora de la
continuidad existente entre todas estas luchas en el tiempo:
He luchado contra el imperialismo en la tierra americana.
He sufrido en carne propia la represión. He entregado la parte más importante
de mi vida a la lucha contra el franquismo. Por eso siento como propia la lucha
del pueblo chileno por la libertad y me identifico con su dramática epopeya.
Dono esta obra como homenaje a Salvador Allende, que supo encarnar con su
sacrificio el ansia de emancipación de todos los pueblos de América sojuzgados
por el imperialismo.9
Estratégicamente, las campañas de solidaridad pasaban
entonces por la conformación de una cultura de la resistencia que tomaban
prestados los símbolos de varias épocas y geografías para generalizar la
denuncia, adaptarla a diferentes contextos de recepción y favorecer la
identificación.
EL RETORNO. CONCLUSIONES Y APERTURA
Con el fin de la dictadura, las
obras recolectadas en el exilio llegaron progresivamente a Chile para unirse a
las que habían sido confiscadas por el régimen militar en 1973 o robadas por
algunos dignatarios. La Fundación Salvador Allende, encabezada por Hortensia Bussi e Isabel Allende, respectivamente viuda e hija del
expresidente, pasó a ser la institución tutelar del nuevo Museo de la
Solidaridad Salvador Allende. El museo se inauguró en 1991 con gran pompa y
circunstancia a través de una exposición organizada en el Museo de Bellas Artes
a partir de los envíos de Francia, Suecia y España. De un museo itinerante pasó
a convertirse en un museo en sí, con una sede propia, primero en calle Victoria
Opazo, después en calle Herrera y, finalmente, en avenida República donde se
encuentra ubicado en la actualidad.
La odisea de este museo nos narra una historia del exilio
chileno que todavía queda por escribir en Chile (Toro, 2014). Si la inclusión
de la realidad del exilio y su complejidad en el relato histórico de la
dictadura militar lleva tiempo, el estudio del Museo Internacional de la
Resistencia Salvador Allende da a conocer varios aspectos de los compromisos,
las luchas y las producciones de la diáspora chilena, de sus diálogos con otras
realidades políticas y artísticas nacionales, así como de las redes
transnacionales que fomentó y que constituyeron luego los pilares de la
diplomacia de los regimenes de la Concertación
(Wright y Oñate Zúñiga, 2007). Más allá de una tradicional historia de las
elites políticas, nuestro enfoque valoriza la agencia de los intelectuales, de
los artistas y de los actores de los “mundos del arte” en la creación de redes
transnacionales y geografías alternativas (Barreiro López, 2019, p. 18),
conjuntamente a la de los agentes políticos –militantes, cuadros, dirigentes o
diplomáticos–, así como sus interrelaciones o interpenetraciones mutuas, en los
niveles locales, nacionales, regionales e internacionales.
Por lo tanto, si bien Chile aprovechó la ola
internacionalista de los años sesenta, el giro de la globalización neoliberal
en los ochenta tuvo un fuerte impacto ideológico en las elites exiliadas,
logrando deshacer progresivamente un modelo solidario y antifascista heredado
de los años treinta y, particularmente, de las Brigadas Internacionales.
Todavía falta interrogarse sobre las consecuencias del retorno de la diáspora
en la reconfiguración del paisaje político e institucional chileno. Como Ulises
volviendo a Ítaca, la realidad que acogió el nuevo Museo Salvador Allende era
diferente de la que dejó saliendo al exilio. Vladimir Jankélévitch
(1983) señala:
El viajero regresa a su punto de partida, ¡pero
entretanto ha envejecido! [...] Si hubiera sido un simple viaje en el espacio,
Ulises no se habría decepcionado; lo irremediable no es que el exiliado dejara
su tierra natal: lo irremediable es que el exiliado dejara su tierra natal hace
veinte años. Al exiliado le gustaría volver no sólo a su lugar de nacimiento
sino también al joven que fue cuando vivía allí. [...] Ahora Ulises es otro
Ulises, que encuentra otra Penélope... E Ítaca también es otra isla, en el
mismo lugar, pero no en la misma fecha; es una patria de otro tiempo
(Traducción mía, p. 300).
Esta tensión diacrónica entre los periodos de la Unidad
Popular, el exilio y de la transición hacia la democracia, convierten a este
museo en un electrón libre, a la vez inscrito en contextos nucleares
particulares y en un objeto suelto, ambivalente y evolutivo, con varios
proyectos que se suman, se complementan y se oponen en el tiempo y el espacio.
¿Qué hacer de esta coexistencia de memorias? ¿Cómo dar cuenta de esta
multiplicidad de relatos que se entrecruzan o se combaten? Los acontecimientos
actuales en Chile y las múltiples referencias a la experiencia de la Unidad
Popular muestran que todavía falta un largo camino por recorrer para poner fin
a los legados de la dictadura. Estas experiencias transnacionales que los
investigadores están ayudando a (re)descubrir podrían ofrecer fuentes de
inspiración para los combates presentes y futuros.
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Zaldívar, C. (ed.). (2017). El Museo
Internacional de la Resistencia Salvador Allende. Catálogo
razonado. Santiago de Chile: Museo de la Solidaridad Salvador Allende.
1 Carta del presidente de la República de Chile, Salvador Allende, a José
María Moreno Galván. 11 de agosto de 1971. Arch. MG
19 176422 CDB 176536. Biblioteca Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía,
Madrid.
2 Carta de Mário Pedrosa a destinatario
desconocido. S. f. [1972]. Fondo SOL.ADM. A010. s0017. Archivo Museo de la
Solidaridad Salvador Allende (en adelante MSSA),
Santiago de Chile.
3 Carta de Pablo Neruda, embajador de Chile, al señor ministro de Relaciones
Exteriores. 6 de abril de 1972. Fondo Países. Embajada de Francia. Oficios Ord.
T. II. No. 551/205. Archivo Histórico General de Chile (en adelante AHG), Santiago de Chile.
4 Luego, Giulio Carlo Argan fue elegido alcalde de
Roma, en la lista del Partido Comunista Italiano, en 1976.
5 Informe de Miria Contreras sobre el origen y
propósito del MIRSA. s. f. [1975]. Fondo RES.ADM. B010. Doc. a0002. MSSA,
Santiago de Chile.
6 Jean-Pierre Clerc. Au Festival Latino-américain de Nancy / M. Mitterrand : si le parti socialiste arrive au pouvoir
il rompra avec le Chili, Le Monde, 7 de
mayo de 1977.
7 Déclaration de l’Association française des
critiques d’art section française de l’association internationale des critiques d’art.
28 de noviembre de 1973. Opus International, núm.
48, enero de 1974.
8 Cifra aproximada actual de personas referenciadas en la base de datos de la
autora, incluyendo a los actores, los más activos, así como los intermedios
institucionales o los periodistas que escribieron sobre las exposiciones en la
prensa. Los artistas representan la categoría de actores la más exhaustiva, con
823 donantes al mínimo (Zaldívar, 2017, p. 124).
9 Ficha donación MIRSA de Tony Gallardo. 29 de junio de 1977. Fondo Colección. Serie
Donaciones. e0269. MSSA, Santiago de Chile.
* Doctoranda
en historia e historia del arte, Universidad Toulouse 2 Jean-Jaurès, Francia;
Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile; miembro científico
de la Casa de Velázquez, Madrid (2019-2020).