10.18234/secuencia.v0i112.1852
Artículos
De amores, pasiones y violencia
en el ejército, México siglo xix
Of Loves, Passions and Violence
in the Army, 19th Century Mexico
Claudia Ceja Andrade1*, https://orcid.org/0000-0002-3794-1803
1Facultad de Filosofía, Universidad Autónoma de Querétaro, México, claudia.ceja@uaq.mx
Resumen:
Este trabajo tiene como objetivo estudiar las relaciones
entre hombres y mujeres en el medio castrense mexicano durante el siglo xix, para reflexionar sobre las dinámicas de
convivencia, las tensiones y conflictos de género, así como las maneras en que
las autoridades militares actuaron e intervinieron, además de los significados
sociales que se tenían sobre las mujeres y los hombres de la tropa.
Palabras clave: mujeres; ejército; violencia; género; siglo xix.
Abstract:
This paper seeks to study the
relationships between men and women in the Mexican military environment during
the 19th century, to reflect on the dynamics of coexistence, gender tensions
and conflicts, as well as the ways the military authorities acted and
intervened in addition to the social meanings attached to people in the rank
and file.
Keywords: women; army; violence; gender; 19th century.
Recibido: 4 de mayo de 2020 Aceptado: 25 de enero de 2021
Publicado: 10 de febrero de 2022
INTRODUCCIÓN
Dos aspectos llamaron la atención de muchos de los
invasores [americanos]. En primer lugar, la presencia de tantas mujeres que
marchaban con los hombres: las soldaderas, esas que, al mismo tiempo, eran la
fuente de una gran parte del apoyo logístico a los soldados mexicanos y la
prueba de lo difícil que, en términos económicos, les resultaba a las mujeres
sobrevivir en México sin la participación de su pareja.
Peter Guardino (2018).
El propósito de este artículo es examinar la forma como
compartían la vida los hombres y las mujeres en el medio castrense mexicano a
partir de una muestra de expedientes judiciales del siglo xix; para ello se utilizaron 315 sumarios sobre
procesos criminales realizados a miembros del ejército entre 1821 y 1860. En
estos sólo se hallaron 174 filiaciones. Tomando los datos que arrojan dichas
hojas de filiación, se realizó un cálculo porcentual del número de solteros
(68%), casados (26%) y viudos (2%) y del 4% se desconoce su estado civil (Ceja,
2018). También se incluyen datos de otras fuentes que rebasan esa temporalidad,
con el fin de brindar mayores elementos para entender la forma de relacionarse
dentro y fuera de los cuarteles.
Cabe destacar las limitantes de estas fuentes para
mostrar dinámicas de vida o convivencia más allá de la violencia o la agresión
hacia las mujeres, puesto que muchos de los expedientes se abrieron por estas
razones. No obstante, a pesar de que la violencia de género estaba muy
extendida y aceptada en la época, libros, diarios, novelas y periódicos pueden
mostrar otros aspectos del mundo castrense mexicano y de la sociedad en su
conjunto durante dicho periodo. También podemos mencionar que este artículo se
inscribe en lo que sería la historia social y cultural de lo militar y la
guerra, al señalar aspectos peculiares y distintos (como la presencia femenina)
a diferencia de la historia más tradicional del ejército mexicano.1
Al iniciar el siglo xix,
México se vio envuelto en una serie de guerras de emancipación, luchas
intestinas, invasiones extranjeras, pronunciamientos cívico-militares y demás
problemas que duraron buena parte del periodo. En medio de este escenario
convulso, una de las instituciones que cobró gran importancia para los
gobiernos en turno fue el ejército, por lo que era indispensable contar con
compañías de soldados lo mejor preparados: hombres profesionales,
disciplinados, armados y bien suministrados de lo básico para entrar en acción
cuando se requiriera. Sin embargo, las condiciones en que vivían los soldados
en las filas del ejército estaban muy lejos de ser las ideales, lo que, al
parecer, permitió una suerte de excepcionalidades dentro del orden militar
como, por ejemplo, pasar por alto alguna infracción o delito de sus agremiados,
aminorar el castigo, o permitir la compañía de las mujeres en el ejército, como
lo veremos a lo largo de este trabajo.
PALIATIVOS PARA LA VIDA CASTRENSE: MATRIMONIOS, UNIONES
IRREGULARES Y AMANCEBAMIENTO
Quienes estaban al frente de la
institución castrense tenían que afrontar varias responsabilidades como la
logística, el aprovisionamiento de víveres, la distribución de recursos
económicos, etc., pero quizá el reto mayor era controlar a cientos de personas
que tenían a su cargo. Estos hombres, quienes en su mayoría estaban en la flor
de la vida, solteros y vigorosos, solían ser requeridos en el ejército; su
condición de jóvenes los hacía tener un espíritu inquieto y aventurero que
provocaba dolores de cabeza a sus superiores. Con uniforme y arma en mano,
estos jóvenes cometían excesos en lugares públicos, bebían, reñían, robaban y
cortejaban mujeres con quienes a veces se casaban o se juntaban. Estas
situaciones que, en ocasiones, sus jefes inmediatos no podían controlar o
dejaban pasar, se vivían como una realidad cotidiana, aun cuando existía una
abundante legislación que sancionaba tales comportamientos.
Por lo que toca a los contratos nupciales, desde la época
virreinal existió la preocupación por reglamentar esta práctica en el ejército
a través de la Real Pragmática de Matrimonios, emitida el 23 de marzo de 1776,
la cual pretendía controlar posibles nupcias entre españoles y mujeres
americanas de calidad inferior, preservando así la jerarquía y el orden social.2 De acuerdo con esta
disposición, si un oficial o un miembro de tropa (sargento, cabo o soldado)
quería casarse tenía que entregar el permiso monacal acompañado de una
evaluación hecha en Madrid y un “informe de calidad y circunstancias de la
mujer con dictamen reservado”, con el cual acreditaba su limpieza de sangre, su
conducta recogida, así como el desempeño honesto de sus padres, posesión de
bienes, la dote por parte de la mujer y renta del militar (Correa y Cáceres,
2012, p. 54).
Décadas más tarde, ya como nación independiente, la
documentación que se les solicitaba a los miembros del ejército para contraer
matrimonio mantenía básicamente la misma tónica que en la época virreinal, pues
se les pedía la fe de bautismo de ambos contrayentes, los consentimientos
paternos, además de la información legal de la conducta honesta y recogida de
la interesada (Ordenanza, 1833, t. i, p. 478).3
Ahora bien, en caso de que el militar no entregara la
documentación requerida y contrajera matrimonio sin la aprobación de la
institución sería sancionado. En la legislación claramente se señalaba que
aquellos oficiales, sargentos y demás individuos graduados de oficiales serían
depuestos de su empleo y privados del fuero. Asimismo, a los miembros de la
tropa de guardia de infantería se les penalizaría de la siguiente manera: el
sargento sería degradado a soldado sin tiempo preciso, el cabo serviría de
soldado por seis años, y el soldado, además de que estaría preso un mes, se
pondría como soldado último de la compañía sirviendo por seis años más (Ordenanza, 1833, pp. 342-343).4
Pero a pesar de las medidas punitivas los milicianos siguieron
uniéndose con sus parejas en vínculos “ilegales”; lo cual en cierto sentido era
por demás entendible, pues, como mencioné líneas arriba, muchos eran jóvenes
solteros que comenzaban su vida adulta en lugares desconocidos y en un ambiente
agreste como era el militar, por lo que parecía lógico que buscaran a personas
que sirvieran de apoyo afectivo, material y de servicios. Por lo tanto, frente
a estas necesidades, es posible que varios jóvenes hicieran todo el trámite
requerido para casarse; pero si, por algún motivo, el permiso no era concedido,
entonces se buscaban otros medios.
De tal suerte que estas uniones sin consentimiento
oficial –conforme lo señalado en la legislación castrense–, sin lugar a dudas,
estuvieron siempre presentes y fueron constantes, pero no fueron las únicas. El
amancebamiento fue otra de las prácticas socorridas por esta población, y por
lo que se puede observar, durante todo el periodo de estudio, pues era amplio
el porcentaje de soldados que cohabitaban por las noches o vivían con alguien
sin estar casados legalmente (García Peña, 2004, p. 648).5
Evidentemente la institución militar requería de jóvenes
preferentemente solteros; como se ve reflejado en la información que arrojan los
procesos judiciales y las hojas de filiación, en las cuales se da cuenta que
más de la mitad de los reclutas manifestaron estar solteros, mientras que sólo
una tercera parte de la población dijo estar casada. Sin embargo, estos datos
deben tomarse con precaución, pues debemos considerar que, aunque los jefes y
autoridades de los soldados llegaron a tener conocimiento de que estos vivían
con sus parejas sin estar casados, dicha condición no fue asentada en los
formularios. Ahora bien, esto también pudo deberse a la falta de actualización
de los archivos; puede ser que al momento de ser enlistados en las fuerzas
armadas lo hicieron en condición de solteros y después contrajeron nupcias.
La existencia de las relaciones fuera del matrimonio era
algo bastante común; unos lo decidían así porque no contaban con los recursos
económicos para casarse; otros porque no tenían el permiso de los padres o
tutores de la novia y preferían fugarse para obligar a la familia a dar el
consentimiento; algunos más no consideraban el matrimonio oficial (católico)
como una obligación, sino que optaban por apegarse a los usos y costumbres de
sus propias comunidades en donde había un ritual nupcial, pero sin avenirse a
la usanza cristiana, cuestión que fue mal vista por las autoridades (Guardino,
2018).
Así, aunque los soldados llegaron a declarar en las
averiguaciones que hacían vida marital con sus mujeres sin estar casados, en
las hojas de filiación jamás se mencionó nada al respecto, y al momento que las
autoridades se enteraron de su transgresión tampoco sancionaron el hecho, tal y
como lo indicaba la legislación militar; lo cual obliga a pensar que quienes
expresaron vivir en amasiato, posiblemente fueron registrados como solteros,
dado que no existía esa condición como figura legal; de ahí que se puede pensar
que, posiblemente, esta práctica siempre estuvo presente. Por lo tanto, todo
parece indicar que el concubinato fue el tipo de relación que más predominó en
el sector militar, incluso por encima de las uniones irregulares.6
Ahora bien, si el concubinato y el casamiento (no
sancionado oficialmente por el párroco castrense) prosperaron en el ejército,
aun estando prohibidos, se debió a factores como la precariedad económica, los
impedimentos de la familia o de las autoridades para llevar a cabo el
matrimonio, o bien, por la dificultad de imponerse a las tradiciones de la
gente. En todo caso, se advierte que también hubo un cálculo de quienes estaban
al frente de la institución para permitirlo, pensando que mejorarían las
condiciones de los soldados –en guarnición y en campaña– con la presencia de
mujeres, a pesar de que también podían ser un factor de discordia.
El general Manuel Balbontín (1867) refería que “el abuso
de llevar mujeres a la campaña, tanto los jefes y oficiales como la tropa,
nació sin duda de la formación de las primeras fuerzas nacionales” (p. 92). Por
su parte, Émile de Kératry, un militar francés que estuvo en México durante el
segundo imperio, advirtió el hábito profundamente enraizado entre los miembros
de los distintos ejércitos de llevar a mujeres consigo; pero a diferencia del
general Manuel Balbontín –quien veía en la soldadera la representación viva del
desorden y la indisciplina– Kératry entendió que su incorporación atendía más a
la debilidad institucional que a las costumbres de la población, para él la
soldadera era “la intendencia militar, sin ella, el soldado mexicano, tal vez,
moriría de hambre”; pues estaban presentes en las filas de los ejércitos
conservadores, los liberales y en las guerrillas: “Por la tarde encienden las
mil cocinas del vivac, cantan, fuman; después se acuestan al aire libre
mezcladas con la soldadesca. En el combate, ellas conservan sus puestos en la
posta y marchan con un arrojo extraordinario.”7
Para finales del siglo xix, Heriberto Frías confirmaba lo
descrito por Kératry, y afirmaba: la vida de estas féminas transcurría entre el
bullicio de la soldadesca, la brutalidad de las órdenes, los gritos, el redoble
de tambores, los toques de diana, rancho y retreta. Vivían entre “chozas
formadas y la pólvora de los combates” llevando agua y tortillas después de la
batalla, “algunas rentaban cuartos que compartían con cuatro o cinco
compañeras. Por las mañanas lavaban las cacerolas, ponían la lumbre, “regañaban
al mocoso que se arrastra[ba] berreando” y, en un santiamén, “dejaban listo el
almuerzo (chimole, frijoles, carne de puerco en chile verde, etc.) para salir
corriendo al cuartel adonde llegaban jadeantes y sudorosas”.8
Existen numerosos testimonios sobre la falta de personal
para preparar la comida y hacer la limpieza. Los soldados terminaban
resolviendo el problema, ya sea pagando para que alguien les atendiera y
abasteciera de lo básico, o bien, buscando alguna mujer que quisiera hacer vida
junto a ellos y se ocupara de esas labores. Pudo suceder que los militares no
pensaran en aquellas uniones como definitivas, sino que se valieran de ellas
para facilitarse la vida en el ejército, y quizá muchos de ellos pudieran
cambiar de pareja, con la expectativa de mantener una relación más o menos
estable con la que mejor se acomodaran.
Así, el mundo militar también estaba predeterminado por
las condiciones sociales marcadas por el género: los soldados, como hombres,
requerían de la asistencia de mujeres para satisfacer sus necesidades y
cuidarlos en caso de enfermedad, garantizando la funcionalidad de aquellos
lugares como lo harían en cualquier otro hogar.
Los expedientes dan cuenta de que los soldados llevaron
consigo a sus parejas y demás familiares; mientras que aquellos que llegaban a
las compañías en calidad de solteros o viudos, al cabo de un tiempo establecían
relaciones con mujeres que conocían dentro o fuera del cuartel, proliferando
así el amasiato.9 Habría que preguntarse ¿qué
tanto influyeron estas uniones para ayudar a aliviar la escasez de provisiones
para la tropa y para disminuir el riesgo de deserción? y ¿qué tanto pudieron
variar estas circunstancias a lo largo del tiempo?10
Al menos para los años setenta y ochenta se pueden hallar
opiniones a favor y en contra en la prensa acerca de la utilidad de las
soldaderas para los hombres del ejército. Incluso los generales y jefes las
consideraban en sus tácticas militares para marchar en la vanguardia o la
retaguardia, y los médicos militares en campaña también se valían de ellas en
las cirugías (García Figueroa, 1874, p. 33). Existía una fuerte polarización
entre quienes estaban a favor de estas mujeres que acompañaban a los ejércitos
y las veían como “ángeles bajados del cielo”, por el empeño puesto para proveer
de lo necesario a sus parejas,11
y quienes reprobaban enfáticamente eso:
Háse dicho que […] las tales mujeres son hasta cierto
punto benéficas, puesto que ellas proporcionan al ejército en campaña, los
víveres necesarios a su subsistencia. Erróneas aseveraciones, si se comprende
que esas mujeres viciosas, sin capital y sin la autorización de vivanderas, han
robado y quitado a los pueblos y rancherías todo aquello con que se dicen auxiliar
al ejército en campaña. Bien sabido es que al acercarse a cualquier población
de indígenas algunas de nuestras fuerzas, la mayor parte de los habitantes,
cuando no todos, huyen a los montes llevándose consigo a sus animales, por
temor a la rapacidad de esas sierpes infernales que todo lo asuelan y arrasan
sin miramiento alguno, pues no estando sujetas a la disciplina militar
[¿cometen?] a veces a ciencia y paciencia de alguaciles, esa clase de
criminales depredaciones.12
Es factible considerar que la continua necesidad de
individuos para enviarlos a las filas del ejército, así como las circunstancias
deplorables que se vivían en las compañías, fueron los principales motivos para
que las autoridades no actuaran conforme a lo que dictaminaba la legislación en
materia de concubinatos o uniones irregulares. Sin embargo, ello además
permitió que los militares de todos los rangos aprovecharan dicha condición
para engañar o maltratar a las mujeres, valiéndose del fuero militar y de la
discrecionalidad de las autoridades al procesarlos, ya que a la institución le
convenía más tenerlos en activo que enviarlos a prisión o darlos de baja por
violentar o matar a sus esposas, amasias u amantes.
DE AFECTOS, AMORES, DESAMORES
Y OTROS PROBLEMAS EN EL EJÉRCITO
[…] en los climas cálidos parece ejercer el hombre mayor
tiranía sobre el sexo débil, y gusta de abandonarse a su cuidado, porque siente
la continua necesidad del amor y del halago, que debilita en su alma los
resortes de la energía.
Repertorio de Literatura y Variedades (1842).
Desde mediados del siglo xix se advierte una creciente preocupación por la
presencia de mujeres en el ejército. Los dramas protagonizados por los amores y
desamores de los reclutas hicieron eco en los procesos judiciales a raíz de sus
violentos desenlaces; mientras que la imagen de esas mujeres trascendió y se
fijó en la “opinión pública” creando un nuevo
concepto que hacía alusión a una nueva realidad femenina: las soldaderas. Las
opiniones en torno a ellas fueron diversas, pues había quién las consideraba un
mal necesario, pero hubo quien advirtió también que constituían la parte más
negativa de las fuerzas armadas.
En 1863 el señor Escobar publicó un artículo en el
periódico La Sociedad acerca de las soldaderas, en
el cual describe las nefastas consecuencias que había traído su presencia en el
ejército; pues si bien refiere que primero fueron unas cuantas esposas las que
acompañaban a sus hombres en campaña, después de la independencia:
[…] fue poco a poco introduciéndose el abuso de ser ya
crecido el número de mujeres que seguían a las tropas en sus marchas y en sus
acantonamientos; y más adelante, en la administración del sr. Arista [¿Mariano
Arista?], no sólo se permitió a esa clase de mujeres perdidas que siguiesen al
soldado, sino que aun entrasen a dormir a los cuarteles: circunstancia que puso
el colmo a este pernicioso y desmoralizador abuso.13
Como era de esperarse, con este crecido número de mujeres
en la vida de los militares, vino consigo otro problema que preocupaba cada vez
más a los mandos superiores y a los médicos militares: las enfermedades
venéreas, con las consecuentes pérdidas de efectivos útiles y vigorosos, además
de los gastos económicos que ello implicaba (Carrillo, 2010, p. 73).
En 1857 el inspector del cuerpo médico militar propuso al
gobierno establecer un concurso dirigido a la comunidad científica, con el fin
de encontrar soluciones médicas a los padecimientos de la clase militar
–particularmente en tierra caliente –, así como proveer métodos preventivos y
terapéuticos para tratar la sífilis, puesto que constituía una de las
enfermedades incapacitantes más comunes entre los miembros del ejército
mexicano.14
En 1863, el inspector del cuerpo médico militar refería
que la sífilis era la tercera enfermedad en importancia (por detrás de la
fiebre tifoidea y la neumonía), a la cual consideraba “la reina en el ejército
en todos los climas y en todas las estaciones”, dado que la desarrollaba “su
pasión favorita”: las mujeres.15
En la década de 1870 el galeno Agustín García Figueroa
(1874) realizó un trabajo sobre la sífilis entre los soldados acuartelados en
la ciudad de México. A raíz de su investigación pudo observar que la población
estudiada presentaba tres características, en primer lugar, era, en su mayoría,
reclutada por leva; en segundo, provenían de varias partes del país, y tercero,
buena parte de ella era soltera (p. 36). Para este médico, el hecho de que los
soldados estuvieran varios años en un lugar de manera forzada, lejos de su
terruño y en plena soledad, tarde o temprano provocaba que buscaran
“instintivamente” una mujer que “los atendiera [y casi ningún] afecto [los
estrechaba, y era] hasta cierto punto natural”, toda vez que los unía más el
“espíritu de asociación que de amor”. Por lo que afirmaba que para ellos “la
fidelidad de su querida” no importaba (p. 36).
Por su parte, el cuerpo médico militar dio cuenta en el Periódico Militar que el Hospital de Instrucción de la
capital recibió a 141 enfermos de sífilis a principios de 1878, pero a lo largo
del año ingresaron 975 efectivos para ser atendidos. Al finalizar ese año se
registró que 989 fueron dados de alta y diez murieron. Mayo fue el mes en el
que se registró menos ingresos con 37, y la mayor afluencia fue en abril con
128 casos16 (véase gráfica 1).
Gráfica 1. Enfermos de sífilis atendidos en el Hospital
de Instrucción de la capital durante 1878
Fuente: Periódico Militar,
1879, pp. 5-7.
El doctor Francisco Martínez Calleja (1887) señalaba que
se habían recibido 7 246 enfermos venéreo-sifilíticos en el hospital militar de
1875 a 1880. Además, estimaba que el ejército estaba conformado por 40 000
hombres, por lo cual “casi un tercio ha sufrido estas enfermedades y si, por
otra parte, se piensa que estos individuos al reclutarse eran sanos, se llegará
a la terrible conclusión de que nuestro ejército devuelve, después de 5 años
una 3ª. parte de su efectivo enferma” (p. 65). Quizá por ello, en 1881 el
médico militar Francisco Montes de Oca calculaba que las enfermedades
venéreo-sifilíticas afectaban como mínimo a un tercio, y como máximo a dos
tercios de la población castrense, misma que se había atendido en el Hospital
Militar de Instrucción (Carrillo, 2010, p. 72). Así también, entre 1881 y 1885
los hospitales militares reportaron haber atendido a 12 886 infectados de
sífilis (Rodríguez, 1891, p. 197). Ana Ma. Carrillo (2010, p. 73) asegura
que únicamente el Hospital Militar de Instrucción atendió 1 095 casos durante
1893, lo que constituía casi un tercio de su población.
Si la unión entre ambos sexos estaba fincada más en
intereses personales (beneficios económicos, comodidad o privilegios que puede
otorgar una relación) que en un afecto genuino, no significaba que todos estos
hombres fueran indiferentes ante el comportamiento de sus parejas en turno;
pues dentro de la lógica patriarcal, la relación se establecía en términos de
respeto, obediencia y servicio de las mujeres hacia los varones. En ese
sentido, los registros judiciales muestran algo distinto a lo dicho por el
médico Agustín García, ya que la fidelidad tenía dos caras: la masculina y la
femenina, y dependiendo de quién la cometiera podía tener o no importancia.
Culturalmente hablando el adulterio masculino era
permitido; los hombres podían beber en exceso, acudir a prostíbulos, tener
amantes e hijos fuera del matrimonio, compartir el lecho y la vida familiar con
otras mujeres sin separarse de sus esposas (con o sin su consentimiento), y
aunque podía haber una sanción legal o moral ante esta clase de comportamientos
masculinos, tampoco significaban gran perjuicio hacia su persona. En cambio, el
adulterio femenino17 se vivía de diferente
manera; si ellas incurrían en tal conducta o levantaban la más mínima sospecha,
no era raro que fueran castigadas por sus compañeros, independientemente de que
sintieran o no afecto por ellas.
Afuera o adentro de los cuarteles, los soldados conocían
a mujeres con las que después harían vida marital; pero si por diversas
circunstancias (incompatibilidad de caracteres, malos entendidos, adulterio,
muerte, etc.) la relación llegaba a su término, generalmente ellas buscaban
rehacer su vida en pareja, pues estar solas era complicado (en especial si se
tenían hijos), e incluso solían vincularse con algún otro militar, ya que
difícilmente podían salirse del medio castrense.
Las mujeres que estaban relacionadas con la vida militar
eran mal vistas, porque además la mayoría pertenecían a las clases populares.
Muchas de ellas habían sido llevadas a la fuerza por su pareja o por algún
hombre que en alguna campaña las había robado de algún pueblo, las violaba y
hacía vida marital con ellas. En caso de muerte de los militares era difícil
que regresaran a sus casas, porque estaban alejadas de su lugar de origen, o
porque ello implicaba luchar contra el estigma, el escarnio público y la
marginación; por lo cual decidían quedarse a vivir al lado de la tropa con otro
hombre. Algunas nacieron y vivieron ahí toda su vida.
Algunas veces una de esas soldaderas llora cerca de un
cadáver ensangrentado, a tiempo que un regimiento pasa cerca de allí.
–Oiga
Doña, grita un soldado –¿qué tiene?
–Mataron
a este, contesta ella llorando y mostrando el cadáver.
–Déjelo
y véngase conmigo, dice el soldado.
Y
ella coloca en el suelo cuidadosamente la cabeza del muerto que tenía en su
regazo, se levanta y sigue al que la llama.18
Sin embargo, la vida y las rupturas de pareja no eran del
todo sencillas (en especial con hombres de “genio violento”, como más de uno se
describió), puesto que entrañaban tensiones en un contexto signado por una
asimetría de poder entre los sexos y que, por supuesto, en un ambiente de
hombres armados y empoderados por su oficio, fácilmente culminaban en
desgracias donde usualmente ellas eran las víctimas, lo cual también trastocaba
la vida militar.
Si los soldados u oficiales llegaban a enterarse de que
sus antiguas compañeras tenían un pretendiente o estaban “en relación” con
alguien, solían acosarlas o agredirlas, independientemente de si ellos eran
quienes las habían abandonado o si estaban con otra persona.19 En 1842 Rafaela Salazar se
encontraba presa y herida en la cárcel de la Acordada. Al interrogarla declaró:
[…] Que quien le rompió la cabeza fue un hombre que la
encontró por la plazuela de Jesús […] que este le habló y no habiéndole hecho
aprecio cuando sintió, ya le había roto la cabeza sin saber con qué ni por qué;
que no lo conoce ni sabe cómo se llama; que después que lo aprehendieron por el
auxilio que ella pidió porque no fuera a llegar su esposo [que era soldado] y
la encontrara golpeada, oyó decir que era sargento de Guanajuato, según dijeron
en la Prefectura, de donde lo mandaron preso y a ella también. Que [este
incidente] lo vieron varios que estaban presentes, pero que ella como no es de
la tierra no conoce a ninguno, y que el sargento cuando le dio estaba borracho.20
El sargento Longino Martínez testificó que ese día había
ido a beber aguardiente a una fonda con unos amigos encontrándose con Rafaela,
quien, según sus palabras, era una “mujer de mal vivir con quien había tenido
que ver hac[ía] tiempo”, y como lo insultó, él le respondió con una pedrada.21 Es posible que ambos hayan
tenido una relación tiempo atrás, de ser así, se puede entender el silencio de
Rafaela, pues reconocer una relación con otro militar –y de mayor rango– podía
dar pie a un conflicto con la pareja actual y más valía no mencionar nada. El
sargento además aceptó haberla golpeado, no sin antes mencionar que todo había
sido producto del aguardiente que le “trastornó la cabeza” culpando a Rafaela,
pues su sola presencia le “causó es[a] desgracia”. De la misma forma, y con el
afán de evitar el castigo, Longino arguyó que sería “muy sensible que un
soldado que ha servido mucho tiempo en la campaña de Texas y en otras varias,
hoy se vea perdido por este acontecimiento”. En la misma tesitura iba el
alegato de su defensor quien subrayó premeditadamente la tosquedad y rudeza del
sargento para minimizar lo acaecido con la mujer:
La poca educación civil y militar que ha recibido [el
sargento], demostrada a primera vista con su ingenua confesión hace conocer que
no tenía premeditación para cometer la falta en que incurrió, y prueba también
esto, la sencillez con que en ella expresa los motivos que lo hicieron
retirarse del destacamento […] su encuentro impensado con unos arrieros
paisanos suyos, acompañarlos a comer y embriagarse […] le ocasionó
involuntariamente la falta […] El otro delito es haber estropeado a una mujer [pero
ya está] enteramente buena.22
En la narrativa de estos sujetos se advierten los códigos
de clase y género.23 Sacar a la luz que el
sargento había ingresado como soldado, le sirvió al abogado para enfatizar el
origen popular de su defendido, e implícitamente su ignorancia, y justificar
todos sus actos: que Longino dejara la guardia del presidio de Santiago
Tlatelolco para irse con sus amigos, que se embriagara y se relacionara con
mujeres como Rafaela. Al parecer los alegatos del abogado tuvieron buen
resultado, pues su cliente finalmente fue condenado a cuatro años de obras
públicas por el delito de abandono de guardia y nada se comentó sobre la
agresión a la mujer.
Ya fuera por su condición de género, su origen social o
su situación económica, las mujeres vinculadas al sector militar padecían toda
suerte de abusos. Algo que llama la atención al revisar los expedientes
judiciales por violencia marital o doméstica –y que se observa también en el
caso de Longino y Rafaela– es que al abrirse un proceso, los fiscales ponían
más atención y sancionaban con mayor rigor las faltas militares, en comparación
con la lenidad que trataban las agresiones y la violencia hacia las mujeres, o
bien, si habían existido dos o más delitos (por ejemplo una transgresión
doméstica y una infracción vinculada a lo militar) se abría el expediente por
ambos casos, pero regularmente al infractor se le condenaba solamente por el
delito militar.24
En ese sentido, los hombres hacían uso pleno de su fuero
militar y de su condición de hombres, dirimiendo conflictos domésticos e
inmiscuyéndose en los asuntos no sólo de sus compañeras sentimentales, sino también
de sus madres, hermanas, hijas y de toda aquella mujer considerada de su
pertenencia.
Los procesos habitualmente dan cuenta de cómo los
militares exigían a otros cumplir con sus deberes, en espacios públicos o
privados, así como respetar a su familia, su honor, etc.,25 al tiempo que se observa
cómo el sentir y la opinión de las mujeres se dejaron de lado, a pesar de haber
sido partícipes directas o indirectas en los altercados.
Así, pues, independientemente del “espíritu de
asociación” o amor, la fidelidad y la obediencia de ellas importaban más en la
medida en que se ponía en riesgo el honor masculino.26
De ahí que en las averiguaciones aparecieran descripciones sobre discusiones o
peleas entre ellos, aunque, como lo he mencionado, las causas se abrían por
otras circunstancias.
Al respecto, mostraré dos ejemplos. En enero de 1843, el
soldado Sebastián Virgen fue golpeado por el centinela Pedro Reséndiz, empleado
en la guardia del palacio, porque en el patio principal estaba sentada la mujer
de Reséndiz, quien lo esperaba para darle de comer. Virgen, quien además estaba
ebrio, se acercó a ella poniéndole la mano en la cabeza, diciéndole “una
expresión amorosa”. Al ver esto, Reséndiz enfureció pues Virgen se acercó a su
mujer queriéndola “manosear”, por lo que le gritó que era un cabrón, dándole
dos cañonazos y preparando el arma para dispararle, mientras que Virgen
respondía que no sabía que “aquella mujer era suya”.27
Nuevamente, lo que hallamos en este desencuentro entre el soldado y el
centinela es la clara condición de propiedad y de subordinación que los hombres
ejercían sobre las mujeres, así como la necesidad de defender mediante el uso
de la fuerza física “esa pertenencia y ese derecho”.
El segundo caso fue la riña entre los sargentos Luis
Anaya y Victoriano Camacho por las heridas que el primero le infirió al segundo
la noche del 25 de marzo de 1843. El motivo era que Dolores Ballesteros para
esos momentos era pareja de Anaya y tiempo atrás había salido con Camacho, lo
que dio paso a que este buscara a Anaya para “reconvenirle por las relaciones
de amistad en que actualmente estaba con la expresada Ballesteros”.28 De este caso salta a la
vista que, durante todo el proceso, tanto el fiscal como los abogados jamás
llamaron a la mujer por su nombre, sino que se referían a ella como “la
Ballesteros”. La argumentación y la forma de exponer el caso parecía indicar
que su doble amasiato le restaba credibilidad y la convertía en la principal
culpable; Dolores estuvo en prisión nueve meses, al parecer, porque en medio
del conflicto tomó a Camacho del brazo impidiéndole defenderse.
Las ideas, creencias y prejuicios de jueces y fiscales
sobre el comportamiento de la tropa y de sus mujeres influían en los castigos
que imponían, así como en los resolutivos o sentencias que emitían.29
Jueces, médicos, periodistas y autoridades coincidían en
que la principal causa de la violencia entre los militares era por las mujeres;
pero también era cierto que en medio del conflicto, y cuando la situación así
lo ameritaba, no sólo sus parejas sino también sus madres, hermanas e hijas
eran solidarias con ellos. Es decir, a pesar de las relaciones desiguales y de
subordinación en que vivían, hombres y mujeres se necesitaban; todavía más en
plena vida castrense, creándose lazos que mostraban el papel colaborativo y de
apoyo entre ambos.
Las soldaderas proveían con aguardiente a sus hombres, en
ocasiones, se escabullían en los cuarteles para sacar las prendas de munición,
el armamento y las paradas de cartucho, para venderlas. Se convertían en
parejas y cómplices de ellos; se instalaban en las cercanías de los cuarteles y
se agolpaban en las puertas para saber de ellos, esperarlos a su salida o
abastecerlos de lo necesario.30
En 1873 el periódico El Foro
daba cuenta de la reclamación hecha por la mujer del soldado Arcadio Serrano en
el 2o. Distrito, quien pedía el amparo para este por los palos que el teniente
coronel López le había dado. Además, agregaba la nota: “Sabemos también que
ante el mismo juzgado han promovido amparo las mujeres de otros soldados que,
contra su voluntad y de leva, han sido puestos al
servicio militar; que por haber apelado a la justicia federal, se les priva de
hablar con sus familiares, se les acorta el prest y amenaza con mandarlos a
Yucatán o Isla de Caballos si no desisten de su petición de amparo.”31
Igualmente, las mujeres llegaron a apoyar a sus hombres o
familiares reclutas para desertar y huir de las fuerzas armadas. Una muestra es
la causa que se abrió el 6 de mayo de 1859 por la muerte del sargento Francisco
Martínez. La viuda Micaela Galván declaró que el sargento Justo Serrano había
citado a Martínez para que fuera al callejón de la Plazuela del Árbol, lugar
donde más tarde lo mataría.32
Cuando se llevó a cabo el proceso, el sargento Serrano se fugó con otro de sus
compañeros. Al hacer la averiguación se descubrió que Manuela Juárez y Juana
Olivares los habían ayudado a escapar, pues tenían acceso al cuartel y al
calabozo. La mujer del soldado Cleofás Soles confirmó estas versiones, porque
vivía enfrente y vio cuando los cuatro salieron corriendo del lugar.
Soldados, cabos, sargentos y algunas mujeres fueron
llamados a comparecer. Por sus declaraciones se advierte el apoyo, así como la
relación cercana que estas mujeres mantenían, no sólo con los prófugos, sino
también con el resto de los miembros, pues varios dijeron que conocían a las mujeres
que huyeron con los prófugos, pero no sabían sus nombres, señal de que
frecuentaban el cuartel.33
Con base en los casos estudiados podría decirse que, al
menos durante el periodo de estudio, estos hombres de armas siempre necesitaron
de ellas, y en caso de algún exceso o exabrupto, sabían que el fuero militar
constituía un gran amparo para disminuir o eximirse del castigo, por lo cual se
valieron de este de forma abierta o discrecional, pues cuando se veían
imputados en un proceso judicial, no tardaban en referir su condición de
militares o desertores. Por su parte, la opinión del médico García, quien
afirmó que estos sujetos no tuvieron el más “mínimo aprecio” por sus esposas o
concubinas, muestra claramente los esquemas sociales y prejuicios acerca de lo
que debía ser la feminidad, y los comportamientos aceptados o sancionados para
que las mujeres se hicieran querer por los hombres.
RELACIONES CERCANAS,
VIGILANTES Y VIOLENTAS
Ana Lidia García Peña (2006) ha
argumentado que, la gran concentración de poder que acumularon los miembros de
las fuerzas armadas durante el siglo xix
favoreció una suerte de militarización de la vida política y pública; lo que a
su vez trajo como resultado un incremento de los actos delictivos atribuidos a
este sector, en buena medida, porque el fuero militar y la actuación
discrecional de las autoridades (por la urgencia de hombres) fueron los
principales factores que favorecieron la impunidad.34
Al revisar los juicios promovidos contra militares por
agresiones o conflictos en los que estaban involucradas las mujeres, se puede
advertir que las sumarias por abuso sexual o violación a desconocidas eran
menos, en comparación con aquellos casos en donde existía un lazo familiar o un
vínculo afectivo con la agredida.35
Si la violencia a las mujeres desconocidas se denunció poco, quizá tenía que
ver con una impartición de justicia que, de antemano, se sabía inclinada a
favorecer a los miembros del ejército. También pudo ser que los protegían
porque a la institución le convenía más tener a sus soldados en campaña, que en
las cárceles. Ante tales circunstancias, varias mujeres prefirieron olvidar el agravio
a tener que enfrentarse a interrogatorios de los fiscales, la descalificación
pública, además de los reproches o agresiones de sus cónyuges y demás
familiares.36
En los casos por violencia en casa sucedió algo parecido.
Aunque las esposas, amasias o amantes tampoco denunciaban lo que Heriberto
Frías definía como los “bofetones e ingratitudes de su viejo”, y dado que el
trato era cotidiano y de mayor confianza, las “incomodidades domésticas” –como
acostumbraban a llamar a esta clase de agresiones– era tan comunes que se
tendía a restarles importancia; pero al cabo de un tiempo, muchas de estas
relaciones se volvían demasiado violentas, por lo cual eran ventiladas en los
juzgados militares.
Por su parte, faroles, comerciantes y transeúntes daban
aviso a las autoridades sobre mujeres inconscientes o sin vida en callejones o
vecindades de la ciudad, víctimas de sus compañeros. Y, evidentemente, si estas
conductas sucedían en el ámbito público, en el doméstico eran todavía más
comunes. Durante el día o la noche se escuchaban ruidos, gritos, llantos y
golpes en las habitaciones y casas, por lo que vecinos o familiares no dudaban
en llamar a las patrullas de seguridad para calmar los ánimos.
Una vez que llegaban al lugar, los miembros de la policía
o los vigilantes pedían informes, quedando en calidad de detenidos los
agresores, víctimas y hasta los “mirones”. Delante del alcalde u otra
autoridad, algunos testigos sugerían tímidamente que estos hombres no sólo les daban
una mala vida a sus cónyuges, sino que también amedrentaban a los vecinos
escudándose en sus insignias,37
razón por la cual varios preferían no denunciar y evitar problemas, ya fuera
porque eran sus familiares, vecinos o trabajaban para ellos, y si eran llamados
por las autoridades como testigos, preferían faltar a las audiencias,
ocultándose o cambiándose de domicilio.
En la investigación que se le practicó al teniente
Mariano Zapata por golpear a su esposa, Rosa Castro, se advierten las ideas que
él tenía sobre la infidelidad, así como el tipo de relaciones que seguramente
estableció en su cotidianidad. El teniente le dio “infinitos cintarazos” a Rosa
por haber ido a planchar un chaleco a casa de su hermana, a pesar de que se lo
tenía prohibido, pues prefería verla “en un congal que en casa de sus
parientes, esto lo hacía con el objeto de que no les contase la mala vida”.38 Las agresiones en este
matrimonio trascendieron la esfera privada, ya que no era la primera vez que
sucedía; el cirujano Miguel Uribe atendió a Rosa por lo menos tres veces. Y los
golpes que recibió la noche del 3 de febrero de 1823 fueron en presencia del
asistente del teniente, Abundio Calderon, y otras dos mujeres de la vecindad.
La joven narró al fiscal los maltratos que recibía de Zapata:
Que en otra ocasión yendo para Zitácuaro la tomó por el
pelo y la colgó en la cabeza de la suya yendo a caballo habiéndola arrastrado
gran trecho, otra vez la colgó de un árbol azotándola hasta acabarle tres varas
en el cuerpo, que otra ocasión casi le arranca la punta de la nariz de una
mordida como lo acredita la cicatriz que se le ve, que de resultas de los
muchos golpes que ha sufrido se ha contraído uno al corazón que cuando la
acomete la priva de sus sentidos y entonces su marido se sube encima y le patea
el estómago […] cuyos hechos constaban en el proceso […podrá declararlo la]
criada que tuvo […] que hallándose enferma sin tener quien la asistiera
condolido su padre de su miseria le mandó a su casa a su hermana, niña doncella
a quien su esposo quiso forzar […] reservándose más cosas.39
El ejercicio de la violencia era resultado del orden
patriarcal el cual permitía a los hombres “reprender” a sus mujeres cuando se
creía que ellas se habían apartado de los cánones socialmente establecidos –y
su voluntad por controlarlas–, lo que sucedía en toda la sociedad del México
decimonónico. El maltrato era aceptado como correctivo cuando no era excesivo;
es decir, estaba aprobado mientras no trascendiera el ámbito privado, y también
porque existía una normativa que lo amparaba.40
De cualquier manera, la violencia perpetrada por los militares hacia sus
mujeres llegó a incomodar a algunos; por ejemplo, el asistente del teniente
Mariano Zapata declaró todo lo que llegó a ver en las noches en que se quedaba
a dormir en la casa del oficial comentando con asombro como:
las paredes de su casa estaban manchadas de sangre […]
movido de compasión en ver a la expresada con su niño en cueros sin más cama
que un petate […] levantándose muy de mañana a recoger la manta y la mochila
temeroso que su teniente la viera y le pagase, que varias ocasiones tuvo que
darle su sueldo para el gasto de tres reales diarios a cuatro […] más su
expresado teniente no podía alcanzarle para todo lo que pedía le diese de comer
pues quería de almorzar chocolate, pan con mantequilla y torta de huevos, por
lo que el día que el gasto no le alcanzaba, le pegaba de patadas y manazos
tomándola por el pelo y arrastrándola por la sala diciéndole que era una puta
arrastrada que se mudara de su casa pues se le hacía pesado el estarla
manteniendo.41
Aunque la esposa del teniente decidió exponer una a una
las agresiones de que era víctima, ella estaba convencida que el maltrato era
por una “amistad ilícita” que su esposo llevaba con una mujer llamada
Guadalupe. Así, delante de fiscales o jueces, los perpetradores solían
justificar sus agresiones e infidelidades tanto por el temperamento violento
que los caracterizaba, como por la debilidad de su sexo; mientras que ellas
aceptaban que la infidelidad de sus hombres era producto de su naturaleza
débil, por lo cual identificaban a sus amantes como las verdaderas culpables de
su mal proceder, llamándolas “cócoras” o “putas”, porque andaban “muy santas
con sus maridos después de que han andado tanto tiempo en picardías”.
Las explicaciones que las mujeres exponían en sus
declaraciones acerca de los exabruptos y “acaloramientos” de sus parejas no
deben entenderse como meras justificaciones, sino como discursos producidos
dentro de un sistema y una cultura patriarcal en la que ellas y sus parejas
estaban insertas. La violencia conyugal hacia las mujeres estuvo ampliamente
difundida en la sociedad decimonónica mexicana, por lo cual trascendía el
ámbito exclusivamente militar (García Peña, 2006). En otras palabras, a pesar
de que en las narrativas hombres y mujeres eran diferentes, correspondían al
mismo entramado ideológico donde se entrelazaban y correspondían, al ser
objetos de la misma cultura que subyacía alrededor de ambos.
La entrada y salida de hombres y mujeres a los cuarteles
generó una compleja red de vínculos de todo tipo. Estas cercanías entre el
cuartel y la casa daban pie a que se diluyeran los límites entre un espacio y
otro, favoreciendo todo tipo de relaciones de carácter formal e informal en
ambos; las mujeres solían estar siempre presentes ofreciendo toda clase de
servicios y apoyos, como vender o preparar alimentos, curar enfermos, lavar
ropa, llevar comida a la cárcel o al cuartel, etc., lo cual provocaba la
molestia y la ira de sus parejas, quienes no toleraban estas ni otras
situaciones, porque daban paso a que anduvieran en la calle todo el tiempo,
platicaran con extraños, salieran sin permiso, llegaran tarde al almuerzo, etc.42 Lo anterior levantaba las
sospechas de aquellos celosos compañeros dando lugar a “excesos de frenesí” y
“calentamientos de cabeza”, pues al sentirse “ultrajados por la persona a quien
reputaban su mujer”, terminaban golpeándolas o privándolas de la vida.43
Ante estas circunstancias, y dada la cercanía entre el
cuartel y la casa, así como el trato cotidiano entre sus habitantes y los
militares, hubo ocasiones en las que vecinos, soldados y ayudantes de los
oficiales no mencionaron nada sobre estas “incomodidades” por miedo a
represalias. En ese sentido, el abuso de autoridad de los hombres y la
indefensión en que vivían estas mujeres frente a una justicia militar –la cual
sólo miraba por el bienestar de sus agremiados y la institución– formaban parte
de la violencia estructural que vivían, no sólo ellas, sino también familiares
y personas cercanas a los militares.
Por último, quisiera referir el caso de Luz Flores. Si
bien la exposición de los hechos es amplia, me parece que este proceso nos
ofrece un ejemplo de las características que he señalado a lo largo de este
artículo: la vida cotidiana de estas mujeres en el ejército, sus relaciones y
los vínculos que creaban, el abuso de poder, así como la desprotección legal de
estas ante una justicia que actuaba de manera discrecional y, en la mayoría de
los casos, a favor de los militares.
El proceso se promovió el 3 de enero de 1839 cuando Luz,
joven de 16 años, se escapó de su casa y dos mujeres –Santos Rodríguez y
Soledad Vega– la ocultaron. Sin embargo, el sumario llevó más tiempo de lo
previsto, pues Luz declaró que, si se había ido de su casa, fue porque su
padrastro, el sargento Amado Flores, abusaba de ella desde los siete años y, en
ocasiones, la golpeaba.44
La joven tenía una relación sentimental con Agustín
Torres, joven de catorce años y tambor de la misma compañía a la que pertenecía
su padrastro. La chica confesó que hacía dos semanas mantuvo una “amistad
ilícita” con él, y que este la había exhortado a que “se largara del lado de su
padre, manifestándole que le pondría su cuarto y la mantendría con su socorro”.
Por su parte, Agustín narró que la había conocido en el cuartel cuando iba a
dejarle los alimentos al sargento, e “inspirándole cariño la comenzó a seguir
con el objeto de tener amores con ella”. Intentaron ser discretos para no
levantar sospechas entre los miembros de la compañía, él la esperaba en la
calle cuando Luz iba a dejar la comida a su tío, quien trabajaba en la
panadería de la Mariscala.45
Agustín escondió a Luz en casa de su compañero, el tambor
Gabriel Santos, quien vivía en el callejón de las Cueritas, pero su esposa,
Santos Rodríguez, no quería que Gabriel se metiera en problemas con el
sargento, razón por la cual la sacó de su casa y la llevó a “depositar” con la
portera Soledad Vega. Al parecer, los jefes del tambor fueron quienes delataron
a los jóvenes, avisándole al sargento dónde estaba su hijastra.46
Sin duda, para vivir en cualquier comunidad es
indispensable conocer y contar con parientes, vecinos y amistades que
constituyan redes de apoyo en todo momento. Con todo, los lazos y afectos que
se crean entre sus miembros pueden convertirse en pesados lastres, una vez que
se vuelven ojos escudriñadores de acciones y comportamientos ajenos. De ahí que
el anonimato que ofrecen las grandes urbes contemporáneas hace una gran
diferencia; sin embargo, en el siglo xix,
la ciudad de México figuraba como una ciudad donde todo se sabía y todos se
conocían, más aún, si pertenecían a ciertos gremios o sectores, como lo era el
ejército, en donde se compartía no sólo el oficio, sino también el día a día.
Noticias, rumores y toda clase de chismes corrían como pólvora generando una
vigilancia casi omnipresente, la cual a su vez era aprovechada por sus
superiores y jefes para controlar a sus subalternos, sus familiares y a sus
mujeres.
Si Agustín tuvo la confianza de llevar a Luz a casa de
Gabriel fue porque tenía una “amistad muy estrecha” con él, probablemente
cultivada en el batallón. Estos vínculos eran muy significativos pues creaban
una solidaridad de cuerpo, compadrazgos, uniones matrimoniales, etc., al tiempo
que servían para enfrentar o darle vuelta al poder de los mandos superiores.
Sin embargo, no debemos olvidar que, así como los soldados establecían
relaciones afectivas con otros compañeros, sus jefes más inmediatos también lo
hacían, y en ciertos casos, tal como lo demuestra esta sumaria, no sólo se
valían de las relaciones y las amistades que hacían en el cuartel, sino que
también hacían uso del poder que tenían.
El sargento Amado Flores explicó que antes de ser
relevado “ya tenía noticia de que su hija esta[ba] en poder del tambor”, pues
se lo habían dicho los sargentos José María García y Buenaventura Corona. Amado
fue a buscarla sin resultado alguno. Al regresar al cuartel, Flores se encontró
con el sargento Mariano Méndez, quien le advirtió que no lo hicieran “guaje”
pues “su hija se hallaba en poder de [la] casera [de Gabriel]”. Según su
testimonio, “por efecto de la casualidad fue a la casa número dos del callejón
de Cueritas donde estaba oculta la citada muchacha”, dándole aviso al sargento
Flores para “[calmarle] la aflicción y […] por un deber de la estrecha amistad
que ha tenido con él”.47
Al ver que todos sus esfuerzos habían sido fallidos, y
dar cuenta del gran poder que su ofensor poseía, Luz, en pleno careo con su
padrastro, negó los cargos, argumentando que había mentido por miedo a que este
la castigara por haber escapado, y todo lo redujo a que había tenido un “exceso
de acaloramiento”. De lo que sucedió con esta joven no se sabe más, lo cierto
es que, como ella, muchas mujeres difícilmente pudieron escapar de esta
dinámica militar y familiar por demás violenta, y terminaron pasando de la
autoridad del padre-sargento a la del esposo-soldado.
CONCLUSIÓN
Aunque “los hombres de bien” de
la época vieron a estas mujeres y sus circunstancias con cierto desdén,
advirtiendo que “tan extraños elementos” eran un “nocivo abuso”48 para el ejército, no cabe
duda que fueron importantes para los militares. Esta elite masculina dejó de
ver a las mujeres de los soldados como “el sexo débil […] amable y tiernamente
considerado aun entre los más bárbaros”,49
para ser un mal necesario que suministraba provisiones y otros servicios útiles
a los miembros de las fuerzas armadas.
Existen numerosos testimonios que dan cuenta de la
presencia de estas féminas en las instalaciones de los regimientos citadinos,
cohabitando por las noches para satisfacer las necesidades elementales; a veces
lo hicieron en espacios reducidos e insalubres, destinados a un número
determinado de efectivos; e incluso, por las noches, esta cifra se veía
triplicada con su presencia, además de la de niños y perros (Domingo y Barrera,
1880, pp. 38-40).
Las mujeres impregnaron aquel mundo castrense desatando
numerosos sentimientos y opiniones por la forma como podían alterar o favorecer
con su presencia aquel rudo mundo marcado por las armas y la violencia. En
marcha con el ejército o acantonadas junto a sus instalaciones, acompañaron a
sus hombres y vivieron la violencia de ellos, los celos, arrebatos y palizas
como muestras de su dominio o posesión. Estableciendo aquellas relaciones de
pareja dentro de una lógica patriarcal y compartiendo todo esto con las demás
personas que se hallaban en torno al mundo militar: niños, hijas, hijastras,
hermanas, madres y los subordinados.
Vistas como un mal necesario, su presencia fue creciendo
hasta volverse un problema mayúsculo, al tiempo que adquirieron su propia personalidad,
pues no importó si fueron las esposas, las amasias fugaces o las concubinas,
todas pasaron a ser las soldaderas cuando se unían
a los ejércitos para acompañar a sus hombres. Durante
el segundo imperio trató de regularse su presencia y sus servicios,
condicionando sus ingresos a quienes demostraran ser las esposas, pero sin
mucho éxito.
Los médicos y algunos altos mandos se manifestaron sobre
lo perjudicial de su presencia desde muy temprana época. Pero quizá los
conflictos bélicos impidieron que pudieran ser erradicadas de los cuarteles,
porque cumplían una importante función logística y de apoyo. En la década de
los sesenta, hubo algunos mandos medios que impidieron la estadía de las
mujeres para evitar que contagiaran a sus escuadrones, puesto que los reportes
de los galenos ya las señalan directamente como un mal sanitario. Es posible
que, en la época porfiriana, cuando médicos y científicos adquirieron
preponderancia en la gestión gubernamental, comenzaron a aplicarse cambios
radicales (por ejemplo inspecciones médicas de forma sistemática) para
controlarlas y desterrarlas de los cuarteles, pues ya se veía el gran perjuicio
económico y sanitario que ellas ocasionaban a la institución; destierro que
además fue avanzando a la par de la profesionalización del ejército. De hecho,
las soldaderas fueron responsabilizadas por extender los
males venéreos entre las tropas, lo cual generaba gran intranquilidad entre los
médicos militares. Y durante años fue difícil someterlas a todas a la revisión
de los controles sanitarios, con el fin de erradicar la sífilis entre los
militares (Carrillo, 2010, pp. 72-74).
Seducidas, engañadas, forzadas, robadas o enamoradas,
todas ellas fueron enganchadas a un mundo masculino con su propia lógica.
Imposibilitadas para volver a sus hogares y poblados de origen, prefirieron
quedarse y aprendieron a sobrevivir sirviendo a sus hombres y criando a sus
hijos. Pero cuando la violencia de sus parejas las llevó ante las salas de los
tribunales, vieron demeritar o ignorar muchas de sus quejas, para dar pie a la
razón patriarcal, la conveniencia política, o el honor masculino, y, sobre
todo, a la necesaria conservación de los efectivos militares por la importancia
del ejército.
De la tolerancia institucional a la normalización, regularización
y los intentos por su erradicación, al final, ellas serían parte del mundo de
las armas. Vicente Riva Palacio50
nos ilustra su evolución: primero llegaban como mujeres tímidas y vergonzosas,
sin establecer grandes relaciones con las demás mujeres de la tropa, sin
conocer grados, ni insignias, cuando el “amor” por lo ajeno no se había
arraigado en su corazón. Después de seis meses ya formaban parte del
regimiento, de la compañía o de la escuadra; ya eran consideradas “veteranas”;
hablaban con el vocabulario de su hombre y al general lo llamaban “mi general”,
al coronel de su cuerpo “mi coronel”, así también decían “mi mayor”, “mi
teniente”, etc. A la mujer del tambor le llamaban la “mayora”, a la del sargento,
la “sargenta”. “En cambio soldados, oficiales y jefes llaman a todas las
mujeres de su tropa ‘las viejasʼ”.
Todas se proveían de víveres para el camino asaltando los
gallineros. Cuando las tropas estaban formadas y listas para emprender la
marcha, las soldaderas se hallaban atareadas previendo los suministros. Si el
calor y el hambre azotaban a los soldados en marcha, ellas asistían con agua y
comida, ayudaban a cargar el fusil para aliviar su cansancio. También veían al
oficial que desfallecía de hambre o de sed, al soldado que no tenía quién lo
auxiliara, al enfermo que estaba montado en un burro. Y cuando comenzaba la
batalla, se escabullían entre balas y cañonazos para llevar agua, auxiliar a
sus hombres, asistir a un herido, desvestir a los muertos.
La soldadera se quedaba siempre en la misma condición; si
salía herida o enferma en una campaña y llegaba moribunda a un poblado con el
batallón, a la mañana siguiente no llegaba al cuartel. Si dejaba algún
huérfano, este se quedaba a cargo de las demás soldaderas. Las tropas se
alejaban y nadie volvía a pensar en aquella mujer ignorada, “conjunto
inexplicable de heroicas virtudes y de vicios repugnantes”.51
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1 Hay una amplia y nutrida bibliografía e historiografía desarrollada por
notables estudiosos del ejército mexicano, como José Antonio Serrano, Juan
Ortiz Escamilla, Conrado Hernández, Rodrigo Moreno Gutiérrez, Manuel Chust
Calero, entre otros, pero sólo Peter Guardino (2018), en La
marcha fúnebre, señaló la importancia de la
presencia femenina en las filas de los ejércitos mexicanos durante la guerra de
1846-1848.
2 Una vez consumada la independencia, la legislación militar no fue
modificada y prácticamente el ejército mexicano siguió normándose con ella
durante buena parte del siglo xix. Ana Lidia García
Peña (2006) refiere que a lo largo de los siglos xviii
y xix hubo una serie de cambios sociales que dieron paso
a un fortalecimiento del dominio masculino en la vida familiar; pues tanto la
Real Pragmática de 1776 como la Real Cédula de 1803 dieron más autoridad al
marido para administrar las correcciones domésticas y maritales; es decir, los
problemas domésticos se restringían y se arreglaban en el ámbito privado.
3 Las ordenanzas de 1842 y 1852 siguieron retomando la legislación española,
véase: “quedará despojado del fuero militar el que cometiere delito de robo o
amancebamiento dentro de la corte, y el que delinquiere en cualquier parte
contra la administración y recaudación de mis rentas” en “Casos y delitos en
que no vale el fuero militar”. En Ordenanza (1842,
t. ii, p. 135); Ordenanza
(1852, t. iii, p. 108).
4 Estas disposiciones se extrajeron tal cual de la orden de 18 de marzo de
1777 y de la Real orden de 31 de octubre de 1781. Algunos otros castigos que
aparecen en la Ordenanza de 1833 son “Casamiento
sin la concurrencia de los párrocos castrenses” y “Casamiento obligado por
palabra de esponsales” y, prácticamente, el castigo para oficiales era
deponerlos de su puesto, mientras que los soldados debían servir ocho años en
su compañía (Ordenanza, 1833, p. 343).
5 De acuerdo con García Peña (2004), en términos jurídicos, el amasiato o
concubinato era la relación entre un hombre y una mujer solteros; en cambio,
por adulterio usualmente se entendía la relación ilegal entre un hombre casado
y una mujer soltera. Fuera de los márgenes legales las relaciones
extramaritales de un hombre casado eran nombrados como amancebamiento,
concubinato, barraganería, amasiato, queridato, contubernio, arreglo o lío. A
la mujer que vivía con un hombre casado se le conocía como amante, amasia,
amiga, querida, barragana, etc. (p. 648). Lo que pude observar en los procesos
militares es que tanto fiscales, jueces y militares se referían a estas
relaciones por el nombre de amasiato, independientemente de que los hombres
estuvieran casados o no, y a las mujeres las llamaban amasias o queridas.
6 Entiéndase que nos referimos a aquellos realizados por otro párroco que no
fuera el castrense, o aquellos consumados bajo las costumbres de sus pueblos.
7 “La soldadera. Recuerdos de una campaña”, fragmentos traducidos del libro de
E. Keratry (1868). La contre guérrilla française au
Mexique: souvenirs des terres chaudes / par le Comp. E. de Keratry.
París: A. Lacroix, Verboeckhoven & Ca., El Nacional,
3 y 10 de abril de 1887.
8 Heriberto Frías, “Realidades del pueblo. La soldadera”, El Demócrata, 10 de diciembre de 1895. En épocas tardías
la novela Tropa vieja, del general Urquizo (1943),
relata los milagros que estas hacían con el poco dinero que los soldados les
daban.
9 No en balde los soldados mantenían sus propias estrategias para tener
alimento diario. Carmen Gómez (1992, pp. 163-164) ofrece algunos ejemplos al
respecto: cuando Alejandro O’Reilly visitó Puerto Rico en 1765, dio cuenta de
que los soldados vivían con mulatas a quienes entregaban el prest para que les
hiciesen de comer, y que este ejemplo lo estaban siguiendo en otras compañías.
Algunos otros inspectores identificaron que varios soldados vivían amancebados
con mujeres empleadas en otros oficios, y compartían con ellas la comida pues
les salía más barato. Por tanto, para que no se deteriorara más la disciplina
se autorizó a los soldados casados a comer en sus casas cuando estuvieran
libres de servicio.
10 La urgencia de hombres para el servicio hizo que las sanciones no se
aplicaran a quienes vivían en concubinato o en matrimonios ilegales. Carmen
Gómez (1992) advierte que en la Cartagena del siglo xviii
se negociaba dicha condición otorgando licencia de matrimonio bajo el entendido
de que la mujer perdería los derechos al montepío militar, dejándola
desprotegida a la muerte de su cónyuge, lo cual le redituaba a la institución
toda vez que ya no tenía que invertir un monto mensual en ellas (Correa y
Cáceres, 2012, p. 57).
11 “Charla de los domingos”, El Monitor Republicano,
8 de septiembre de 1872.
12 Sr. Escobar, “Las soldaderas”, La Sociedad. Periódico
Político y Literario, 13 de septiembre de 1863, p. 2.
13 Sr. Escobar, “Las soldaderas”, La Sociedad. Periódico
Político y Literario, 13 de septiembre de 1863, p. 2.
14 “Cuestiones científicas”, Diario de Avisos,
1857, p. 3. Al menos hasta 1867 parece que el tratamiento aplicado en los casos
de sífilis se circunscribía a cauterizar las heridas.
15 “Informe del cuerpo médico militar al Ministerio de Guerra y Marina”, El Siglo Diecinueve, 1863, p. 3.
16 Periódico
Militar, 1879, pp. 5-7.
17 Controlar la sexualidad femenina era un imperativo de los sistemas de
parentesco; resguardar los comportamientos que giraban en torno a la
procreación y el comportamiento sexual de las mujeres servía para salvaguardar
el linaje y la descendencia masculina. En consecuencia, menciona Ana Lidia
García Peña (2006), “el adulterio femenino se convirtió en una gran afrenta
contra los intereses de la sociedad patriarcal, que se encargó de condenarlo y
castigarlo con dureza”.
18 Vicente Riva Palacio, “La soldadera”, México y sus
Costumbres, 31 octubre de 1872, p. 2.
19 Véase el proceso del soldado Juan Morato, quien encontró en la calle a una
mujer “con la que había tratado unas cuantas veces […] y como esta lo había
engañado, luego que la conoció”, delante del Alcalde y la tropa, la golpeó.
Arrestada en el Principal, Juan se quedó a esperar que saliera. Indiferente
Virreinal, caja 1706, exp. 23. Archivo General de la Nación (en adelante agn), México.
20 Sumaria averiguación contra el sargento 2º de la 5ª compañía del batallón
de Celaya, Longino Martínez, acusado de haber abandonado la guardia del
presidio de Santiago Tlatelolco y de una herida que causó a Rafaela Salazar,
1842. Archivo de Guerra, vol. 116, exp. 1372. agn,
México.
21 Sumaria averiguación contra el sargento 2º de la 5ª compañía del batallón
de Celaya, Longino Martínez, acusado de haber abandonado la guardia del
presidio de Santiago Tlatelolco y de una herida que causó a Rafaela Salazar,
1842. Archivo de Guerra, vol. 116, exp. 1372. agn,
México.
22 Sumaria averiguación contra el sargento 2º de la 5ª compañía del batallón
de Celaya, Longino Martínez, acusado de haber abandonado la guardia del
presidio de Santiago Tlatelolco y de una herida que causó a Rafaela Salazar,
1842. Archivo de Guerra, vol. 116, exp. 1372. agn,
México.
23 Julia Tuñón (2008) sostiene que las asignaciones simbólicas para la
construcción del género se definen a partir del contexto y la cultura; asimismo
serán nutridas por las opiniones, las necesidades y expectativas, en este caso,
que los hombres tenían de las mujeres.
24 Sumaria contra Feliciano Castro, sargento 2º de la compañía de granaderos
acusado de haber inutilizado de un brazo, el 15 de junio, a Ana María Zavala y
haber faltado a la subordinación al oficial de guardia de Prevención D. José
María Ricoy de su misma compañía el 17 de enero de 1829. Archivo de Guerra,
vol. 372, fs. 101-163. agn, México. Ella mencionó que la
golpeó sin motivo pues “no estaba ebrio”. Asimismo, él dijo “que como a las
siete de la noche llegó a su casa y la sacó a pasear y como tenía celos de
ella, al llegar a una plazuela […] inmediata a la pulquería de Juan Carbonero
[le dio de palos]”. El fiscal realizó su dictamen a partir del acto de
insubordinación y nada mencionó sobre la agresión.
25 Un ejemplo es el de un soldado del Batallón de Inválidos quien golpeó en la
calle a su yerno Marcelino y a su amigo, quien era soldado porque aquel tenía
problemas conyugales con su hija. Juan José Álvarez, soldado del Batallón de
Inválidos, por herir al artillero, José María Ortiz de la 5ª compañía de la 1ª
brigada de artillería permanente, así como también al paisano Marcelino
Labrada, la tarde de junio de 1837. Archivo de Guerra, vol. 4, exp. 37. Archivo
de Guerra, México; Averiguación sumaria sobre las heridas inferidas a Mónica
González por el soldado del 1er. batallón activo, Juan Rodríguez. Archivo de
Guerra, vol. 14, exp. 111. agn, México. Juan
llevaba a dormir a su casa a su compañero el soldado Fernando Villa. Una noche,
Juan golpeó a su cuñada Mónica porque, según él, tenía amoríos con Villa.
26 Véase la “incomodidad doméstica” entre un teniente y su esposa, quien, por
no tener el ponche a tiempo, discutieron. Él declaró que: “por tener el genio
violento y no pegarle a su esposa se hirió él mismo” con un puñal que estaba
encima del bracero, diciéndole: “para que no te dé yo más guerra, y se acaban
los disgustos y todo”. Averiguación sumaria sobre la herida que se infirió el
teniente del 2º batallón activo de México, D. Agustín Márquez. 1835. Archivo de
Guerra, vol. 30, exp. 246. agn, México.
27 Causa formada contra Sebastián Virgen, soldado de la 1ª compañía del
batallón activo de granaderos de la guardia de los supremos poderes, acusado de
haberle faltado a un centinela y haber herido a un soldado el 7 de enero de
1843. Archivo de Guerra, vol. 195, exp. 1971. agn,
México. No se tomó declaración de la mujer.
28 Toca a la causa instruida al sargento del 3er regimiento de infantería Luis
Anaya por haber herido alevosamente al de su misma clase Victoriano Camacho.
Archivo de Guerra, vol. 210, exp. 2133. agn,
México. El Consejo de Guerra sentenció a Anaya a diez años de presidio, pero la
Comandancia General de México se inconformó. Se desconoce si se cumplió con la
sentencia del Consejo.
29 Había un consenso generalizado que veía con malos ojos a las mujeres de los
soldados y muchos compartían las ideas manifestadas por el médico militar
Agustín García Figueroa (1874): “La mujer, bajo en la forma en que se le halla
en los cuarteles, no tiene de mujer más que el sexo; es el aspecto más
repugnante en que se puede encontrar a la mujer degradada; bajo esta forma
pierde su prestigio a los ojos del hombre, y si éste, está condenado a no tener
relaciones más que con esta clase de mujeres, se halla eminentemente
predispuesto a los vicios contra-natura”.
30 En 1874 una soldadera llamada Máxima Robles apuñaló al capitán 1º de
Distrito, José María García, cuando este impidió que introdujera a las cuadras
de las tropas, las tripas con aguardiente que llevaba ocultas. La Voz de México. Diario Político, Religioso, Científico y
Literario de la “Sociedad Católica”, 16 de agosto de 1874, p. 2.
31 El
Foro. Periódico de Jurisprudencia y de Legislación, 19 de diciembre de 1873, p. 612.
32 Toca a la causa instruida al sargento 2º del batallón de ingenieros Justo
Serrano por homicidio. Archivo de Guerra, vol. 390, exp. 4092. agn, México. Se intentó confrontar la declaración de
Micaela con la del cabo Mazo, pero había “desaparecido”. El sargento Martínez
murió horas después. Estaba ebrio y no quiso delatar a Serrano.
33 Toca a la causa instruida al sargento 2º del batallón de ingenieros Justo
Serrano por homicidio. Archivo de Guerra, vol. 390, exp. 4092. agn, México. Para adentrarse en las relaciones de
colaboración, resistencia y poder entre mujeres y hombres, véase Stern (1999).
34 Para el caso específico sobre la violencia perpetrada por militares hacia
sus esposas, véase García Peña (2006, cap. 2, pp. 59-86).
35 De modo tal que las formas de relacionarse durante esta época eran bastante
parecidas a las del periodo virreinal; pues como bien demostró Steve J. Stern,
los ataques sexuales, a diferencia de lo que siempre se había pensado, eran
cometidos por gente cercana: familiares o conocidos, y no propiamente por
extraños (Stern, 1999).
36 Sumaria averiguación sobre el robo cometido a María Josefa Juárez por unos
soldados de infantería de la guarnición, 1837. Archivo de Guerra, vol. 4, exp.
39. agn, México.
37 Véase el caso de Guadalupe, quien tuvo una discusión con su vecina,
Gertrudis Flores, esposa del capitán, José Reyes, quien, por dicho conflicto,
la lastimó cortándole el brazo. Sumaria al capitán agregado al regimiento
número 11, don José Reyes, en averiguación de la herida inferida a doña
Guadalupe Alejarzado, 1825. Archivo de Guerra, vol. 180, exp. 1840. agn, México. Él y Gertrudis compartían casa con otro
capitán y su esposa.
38 Averiguación de las heridas que el teniente de la 4ª compañía del batallón
y regimiento dicho don Mariano Zapata perpetró a su esposa doña Rosa Castro la
noche del 3 de febrero de 1823. Archivo de Guerra, vol. 186, exp. 1870. agn, México.
39 Averiguación de las heridas que el teniente de la 4ª compañía del batallón
y regimiento dicho don Mariano Zapata perpetró a su esposa doña Rosa Castro la
noche del 3 de febrero de 1823. Archivo de Guerra, vol. 186, exp. 1870. agn, México.
40 Ana Lidia García Peña (2006, p. 69) explica que la sevicia podía definirse
de dos maneras en la legislación colonial: 1. Grave y atroz. 2. Continua. En
cambio, la ley del matrimonio civil de 1859 suprimió el maltrato continuo,
dejándose sólo la violencia grave o atroz, lo que en términos jurídicos
significó un retroceso para las mujeres.
41 Averiguación de las heridas que el teniente de la 4ª compañía del batallón
y regimiento dicho don Mariano Zapata perpetró a su esposa doña Rosa Castro la
noche del 3 de febrero de 1823. Archivo de Guerra, vol. 186, exp. 1870. agn, México.
42 Brígida Hernández fue golpeada por su esposo porque le tenía “prevenido
[que] no fuese a la cárcel de la Acordada a llevarle a su compadre Bruno Brito
comida o almuerzo en razón de que estaba sospechoso de ellos, estas
incomodidades las ha tenido en repetidas ocasiones”; en Sumaria mandada
instruir al soldado de la 1ª compañía del expresado cuerpo, José María Valverde
por cierta herida que le infirieron. 30 de agosto 1842. Archivo de Guerra, vol.
195, exp. 1963. agn, México.
43 Sumaria averiguación formada al soldado de la 1ª compañía, Crescencio
Hernández, por las heridas que infirió en la persona de Marcelina Chavarría.
Archivo de Guerra, vol. 140, exp. 1536. agn,
México. La hirió porque le molestó que no saliera cuando le chifló.
44 Causa instruida contra el sargento 1º supernumerario de la 3ª compañía,
Amado Flores, acusado de incesto en la persona de Luz Flores. Archivo de
Guerra, vol. 32, exp. 261. agn, México. El abuso
fue reconocido por dos matronas quienes examinaron a Luz.
45 Todo parece indicar que la precaución que tomaron sirvió de poco pues,
según el sargento Amado, “la mayor parte de los individuos del cuerpo han visto
que su referida hija buscaba al tambor en cuanta parte entraba de servicio”; en
Causa instruida contra el sargento 1º supernumerario de la 3a. compañía, Amado
Flores, acusado de incesto en la persona de Luz Flores. Archivo de Guerra, vol.
32, exp. 261. agn, México.
46 El sargento, José María García, mencionó que Luz “se largó del lado del
poder con el tambor Torres, lo cual todos los individuos del cuerpo lo saben
porque ambos se paseaban con el mayor descaro”. Otro sargento, Buenaventura
Corona, dijo también que la había visto en la Villa de Guadalupe con el tambor
Torres “paseándose públicamente, como lo vieron muchos otros del cuerpo, en
Causa instruida contra el sargento 1º supernumerario de la 3ª compañía, Amado
Flores, acusado de incesto en la persona de Luz Flores. Archivo de Guerra, vol.
32, exp. 261. agn, México.
47 Mariano conocía a la familia desde hacía muchos años ya que había vivido
con ellos un tiempo; testificó a favor de Amado pues nunca le observó “mala
conducta”. Al parecer, ambos comenzaron su carrera militar desde jóvenes y
juntos anduvieron por Puebla, Veracruz y la ciudad de México. Causa instruida
contra el sargento 1º supernumerario de la 3ª compañía, Amado Flores, acusado
de incesto en la persona de Luz Flores. Archivo de Guerra, vol. 32, exp. 261. agn, México.
48 Frases del general Manuel Balbontín.
49 Portada, El Mosquito Mexicano, 3 de junio de
1836.
50 Vicente Riva Palacio, “La soldadera”, México y sus
Costumbres, 31 octubre de 1872, p. 2.
51 Vicente Riva Palacio, “La soldadera”, México y sus
costumbres, 31 octubre de 1872, p. 2.
* Líneas
de investigación: historia social y cultural de las fuerzas armadas en México,
siglo xix; representaciones y prácticas
sociales de las mujeres en los ejércitos mexicanos, siglos xix y xx; prácticas de
resistencia y negociación de los sectores marginales.