10.18234/secuencia.v0i112.1854

Artículos

Del comunismo a la subversión:
el enemigo interno en los reglamentos del Ejército Argentino (1964-1977)

From Communism to Subversion:
The Enemy Within in Argentine Army Regulations (1964-1977)

 

Ana Sofía Jemio1*, https://orcid.org/0000-0003-2216-8421

 

1Centro de Estudios sobre Genocidio, Universidad Tres de Febrero, Observatorio de Crímenes de Estado, Universidad de Buenos Aires, Argentina, ajemio@untref.edu.ar

 

Resumen: Este artículo analiza la figura del enemigo interno tal como la definió el Ejército Argentino en sus reglamentos de las décadas de los sesenta y setenta. El primer conjunto reglamentario –aprobado en los sesenta– fue el punto de llegada de una renovación doctrinaria que incorporó enseñanzas francesas y estadunidenses. Los documentos clave de esta etapa fueron reemplazados en los setenta, reformulando las enseñanzas previas y sistematizando la doctrina que regiría durante el genocidio argentino. Entre ambos cuerpos documentales se detectan rupturas y continuidades: existe un desplazamiento en la figura del enemigo interno –que pasa del comunismo a la subversión–, pero también una estructura común que habilita y legitima tanto la persecución de los llamados enemigos como el control y vigilancia del conjunto de la población. El artículo aporta al estudio de las doctrinas militares y, a través de ello, al estudio de las lógicas y las formas de la violencia estatal.

Palabras clave: Doctrina militar: enemigo interno; Argentina; contrainsurgencia; fuerzas armadas.

Abstract: This article analyzes the concept of the enemy within as defined by the Argentine Army regulations in the 1960s and 1970s. The first set of regulations, approved in the 1960s, was the point of arrival of a doctrinal renewal incorporating French and North American teachings. The key documents of this stage were replaced in the 1970s, when the previous teachings were reformulated and the doctrine that would be in force during the Argentine genocide was systematized. Breaks and continuities can be detected between these sets of documents. The concept of the enemy within, which shifted from communism to subversion, was eliminated, yet there was also a common structure that enabled and legitimized both the persecution of so-called enemies and the control and surveillance of the population. The article contributes to the study of military doctrines and thereby to the study of the logics and forms of state violence.

Keywords: military Doctrine: enemy within; Argentina; counterinsurgency; armed forces.

Recibido: 11 de mayo de 2020 Aceptado: 16 de julio de 2020
Publicado: 25 de enero de 2022

 

La represión a las disidencias es una función constante de los Estados-nación, pero sus formas, blancos, objetivos y medios se transforman a lo largo del tiempo, generalmente como producto de cambios en las formas más generales de ejercicio del poder.

Durante la década de 1950, en Argentina comenzaron a cambiar las formas de represión de las disidencias, inaugurando un ciclo de mediano plazo que culminó con el genocidio perpetrado en el país entre 1975 y 1983.1 El inicio de este ciclo estuvo vinculado a transformaciones más generales relacionadas a la crisis del modelo económico basado en la industrialización por sustitución de importaciones y al derrocamiento del gobierno peronista –fuerza política mayoritaria entre los sectores populares– con el consiguiente incremento de las luchas obreras. En este proceso político y económico se procesaron, a su vez, los impactos de la guerra fría en el continente americano. Signado por la proscripción de la fuerza política mayoritaria durante 18 años, la alternancia entre gobiernos constitucionales y dictaduras militares y la radicalización del conflicto social, este ciclo cerró con un genocidio que sentó las bases para una transformación duradera del modelo de acumulación de capital y la instauración de un nuevo pacto social que reconfiguró las formas sociales, políticas y culturales que habían existido hasta entonces.

Distintos trabajos han puesto el foco en los procesos represivos que se desarrollaron dentro de este contexto más general, identificando elementos característicos que se mantuvieron durante todo el periodo 1955-1983: el uso de medidas de excepción para responder a conflictos políticos y sociales, la militarización del orden interno, la asimilación entre seguridad interior y defensa nacional y la construcción de enemigos internos a eliminar (Eidelman, 2010; Franco, 2016; Ranalletti y Pontoriero, 2010; Scatizza, 2016).2

Los cambios en las formas del poder punitivo trajeron aparejadas transformaciones en el saber que organizaba esas maneras de hacer. Es decir, en los modos de entender, organizar y concebir la acción represiva. Las doctrinas militares formaban parte de esos saberes y, en particular, dos de ellas fueron una superficie de emergencia de esas transformaciones: la Doctrina de la Guerra Revolucionaria (dgr) y la Doctrina de la Seguridad Nacional (dsn).

Ambos cuerpos doctrinarios han sido ampliamente estudiados, atendiendo a distintas dimensiones. La dsn, por ejemplo, fue abordada como estrategia geopolítica de Estados Unidos hacia el continente americano y como modo de legitimar gobiernos autoritarios que perseguían a sus opositores. Este artículo indaga en otra dimensión: aquella que estudia a la dsn, pero sobre todo a la dgr, como un saber específico sobre la gestión de la violencia estatal.3 Es decir, como un arsenal de técnicas de coacción y coerción aprendidas, adaptadas y ejercidas por las fuerzas armadas y de seguridad de los distintos países americanos.

En ese marco, me propongo rastrear las formas en que el Ejército Argentino definió al enemigo interno: qué características le atribuye, en qué tipo de conflictos lo sitúa y qué consecuencias para la acción se derivan de estas definiciones. Para ello, estudio 19 reglamentos militares, aprobados entre 1964 y 1977, los cuales abordan los aspectos organizativos y operativos básicos de las doctrinas contrainsurgentes: conducción de las fuerzas, estrategia general, operaciones militares, de seguridad, psicológicas, de inteligencia y acción cívica.4

Este objeto de análisis se sitúa en la intersección de dos problemáticas más amplias: la primera está vinculada a las rupturas y continuidades dentro del ciclo represivo que se extiende entre 1955 y 1983. Junto con las tendencias que se mantienen en el mediano plazo, existe un salto cualitativo: a partir de 1975, la desaparición forzada de personas pasa a ser una política sistemática.

Este hiato también se detecta en los reglamentos analizados: entre 1974 y 1977, el Ejército Argentino reemplazó sus antiguos manuales y plasmó en los nuevos una doctrina –revisada y reformulada a partir de las experiencias previas– que preparaba a las fuerzas para esa nueva forma de violencia estatal fundada en campos de concentración y desapariciones forzadas. Por eso, este artículo no sólo analiza cómo el Ejército construyó a su enemigo interno, sino también qué continuidades y rupturas hubo en esa definición entre los años sesenta y setenta.

Además, esa transformación aporta elementos para pensar la compleja relación entre la difusión transnacional de una doctrina y sus apropiaciones locales. Producidas por dos potencias imperialistas, la dsn y la dgr fueron enseñadas a las fuerzas armadas latinoamericanas. Como todo proceso de aprendizaje, no se trató de una incorporación acrítica y pasiva: cada país fue incorporando, adaptando y reinterpretando esos saberes según sus propias tradiciones, historias, y según el contexto en que les tocaba actuar. Las variaciones registradas en los reglamentos militares que analizo muestran un proceso de reformulación de lo aprendido. Y –como lo demuestran diversos trabajos– la rueda siguió girando: la doctrina elaborada en la década de los setenta en Argentina sería enseñada luego en Centroamérica (Armony, 1999; Rostica, 2018; Sala, 2018).

El segundo nudo problemático radica en el carácter mismo de ese constructo al que llamamos “enemigo interno”.5 Algunas concepciones han visto en la creación de enemigos internos tan solo una “bella mentira” de las clases dominantes destinada a justificar el accionar represivo y legitimar prácticas aberrantes. Autores como López (1988) o Périès (2009a) han insistido en que los argumentos legitimadores no son elementos externos pensados a posteriori, sino que son parte constitutiva del modo en que los militares concibieron, planificaron, organizaron y describieron esas prácticas propias de su función profesional. Siguiendo esta última perspectiva, me propongo analizar cómo la figura del enemigo interno legitima, al mismo tiempo, la persecución de las disidencias y la vigilancia y control de las poblaciones.

Con estas preocupaciones como norte, la metodología que ha orientado este trabajo parte de considerar a los reglamentos como documentos-monumentos, esto es, como emergentes o resultantes de un conjunto de prácticas sociales que se producen en una determinada correlación de fuerzas (Foucault, 2008; Murillo, 2012). Por ello, en el primer apartado se establece el contexto de emergencia de estos reglamentos, concibiendo que los cambios en los saberes doctrinarios son productos de transformaciones en el ejercicio de la violencia estatal, las que remiten, a su vez, a distintos momentos y configuraciones de la lucha de clases. De esta periodización resulta la subdivisión del corpus de análisis en dos conjuntos reglamentarios.

Las herramientas teórico-conceptuales con las que se abordan estos documentos son desarrolladas en el segundo apartado. El interés está en rastrear cómo se objetiva al llamado “enemigo interno”, lo que implica identificar no sólo las características que se le atribuyen, sino también las operaciones relacionales a través de las cuales se construye.

El tercer y cuarto apartados exponen los resultados del análisis documental, cuya estrategia ha consistido en la lectura sistemática de ambos cuerpos doctrinarios rastreando en ellos los distintos enunciados que refieren al “enemigo interno” e identificando la estrategia enunciativa que dibujan.

LOS REGLAMENTOS MILITARES
Y SU CONTEXTO DE EMERGENCIA

Los reglamentos militares forman parte de ese saber que se conoce como doctrina militar y que consiste en un conjunto de proposiciones teórico-prácticas que orientan la acción de hacer la guerra (Slatman, 2010). Las doctrinas tienen un carácter heterogéneo y disperso, y abordan cuestiones que exceden la dimensión técnica del enfrentamiento entre ejércitos. Los reglamentos son sólo una parte acotada de las doctrinas: cristalizan aquellos saberes sistematizados por la institución, que han logrado convertirse en orientaciones oficiales y obligatorias que el Ejército deberá seguir para su organización y acción en caso de conflicto (Jemio, 2015; López, 1985; Périès, 2009a, 2009b).6

Los 19 reglamentos aprobados entre 1964 y 1977 que constituyen el corpus de análisis de este artículo están enfocados fundamentalmente en regular operaciones del Ejército en casos de conflicto interno. En ellos se define qué tipos de conflictos puede haber, qué características tienen los enemigos en esos conflictos, qué debe hacer el Ejército para enfrentarlos y cómo debe organizarse para encarar esas acciones.

La historia de estos reglamentos comprende dos etapas: la emergencia e institucionalización de una nueva doctrina (1955-1970) y la reformulación práctica y teórica de la doctrina que culminará con la aprobación de los reglamentos que institucionalizan los saberes en el periodo del genocidio (1971-1977). En esta periodización quisiera mostrar que los reglamentos militares son el punto de llegada de un proceso de aprendizaje previo: representan el momento de sistematización de saberes teóricos y prácticos desarrollados en el tiempo.

Emergencia e institucionalización
de una nueva doctrina (1955-1970)

Con el derrocamiento del gobierno peronista en 1955 comienza un proceso de renovación doctrinaria en el Ejército: la institución abandona la Doctrina de la Defensa Nacional –elaborada en la etapa previa– y comienza a gestar nuevas orientaciones inspiradas en las enseñanzas del ejército francés.7

La nueva doctrina estaba definida por el alineamiento internacional con el campo “occidental” en el marco del desarrollo del armamento nuclear y la guerra fría; la estructuración de la principal hipótesis de conflicto en torno a la llamada guerra revolucionaria o subversiva y la existencia de un “enemigo interno”; y la consiguiente definición del papel de las Fuerzas Armadas como garantes de la seguridad interior. Junto con los desarrollos teóricos, hubo cambios normativos e institucionales que prepararon a la fuerza para actuar internamente en la persecución de disidentes.

El campo de aplicación de estas nuevas orientaciones fueron las masivas protestas desarrolladas por la clase obrera en el marco de la resistencia peronista. Con el Plan conintes de 1960 y 1961, el cual señalaba “la existencia de un plan subversivo de alcance nacional”, se pusieron en vigencia jurisdicciones militares bajo el sistema de zonas, subzonas y áreas de defensa,8 y se otorgó a las Fuerzas Armadas la potestad de coordinar la actividad represiva e implementar consejos de guerra.9

Entre 1962 y 1966 esta nueva forma de concebir la seguridad interna se materializó en cambios institucionales en el Ejército: se aprobaron dos hipótesis de guerra con eje en el enemigo interno, hubo modificaciones orgánicas para que las fuerzas estuvieran mejor dispuestas para la represión interna (Pontoriero, 2018, pp. 98-99) y se aprobó el principal reglamento de este periodo: el RC-2-1 Conducción para las fuerzas terrestres. En esta etapa se produjo un cierto desplazamiento de la doctrina francesa por la dsn, pero limitado a los aspectos tácticos (Mazzei, 2012, 2017).

La dictadura militar iniciada en 1966 terminaría de institucionalizar el viraje en materia represiva construyendo un verdadero andamiaje jurídico institucional que refleja las orientaciones de la dsn y la doctrina militar francesa. Entre los cambios más importantes está la aprobación de la Ley de Defensa Nacional 16.970, la cual habilitaba la intervención de las Fuerzas Armadas fronteras adentro en caso de “conmoción interior”.10 La intervención podía abarcar desde la represión hasta el establecimiento de un gobierno militar y la administración de justicia.

En este contexto el Ejército aprueba la mayoría de los reglamentos que conforman el primer cuerpo de manuales bajo análisis. La pieza central es el RC-8-2 Operaciones contra Fuerzas Irregulares en tres tomos, aprobado en 1968. Además, se aprueban reglamentos para cada una de las líneas estratégicas de acción que plantea esta doctrina: operaciones de combate o militares, operaciones de seguridad, operaciones de acción cívica, operaciones psicológicas e inteligencia. Este primer corpus está formado por trece reglamentos aprobados entre 1965 y 1971.11

Reformulación doctrinaria 1971-1977

Entre 1969 y 1973, bajo el gobierno de una dictadura militar, el país atravesó por un ciclo de ascenso de la conflictividad social. Las grandes movilizaciones de masas, protagonizadas fundamentalmente por los movimientos obrero y estudiantil, fueron el contexto en el que emergieron y tomaron fuerza organizaciones revolucionarias que optaron por la lucha armada. Estas movilizaciones sobrepasaron una y otra vez a las fuerzas de seguridad y se hizo cada vez más frecuente la intervención de las fuerzas armadas en la represión de las protestas.

Hacia 1971, cuando la legitimidad de la dictadura militar ya estaba seriamente afectada y crecía la influencia de las organizaciones revolucionarias, comienza un viraje en la política represiva que tuvo varias aristas. Se modificó el criterio de uso de las fuerzas armadas: en lugar de ser el último recurso para reprimir las movilizaciones populares, se convirtió en el primero con el supuesto objetivo de prevenir y disuadir desbordes (Lanusse, 1977). También cambió la forma de juzgar delitos considerados de naturaleza subversiva: se creó un tribunal especial para tal fin –la Cámara Federal en lo Penal de la Nación– (D’Antonio y Eidelman, 2016, 2018) y se habilitó a las Fuerzas Armadas para efectuar la prevención e investigación de los hechos (Pontoriero, 2015a).

Las Fuerzas Armadas emitieron sus propias normativas para esta nueva etapa: la Directiva 02/71 “Para el pasaje a la ofensiva en la lucha contra la subversión” –aprobada también en 1971– resolvía “atacar la subversión en las bases de su accionar” mediante la acción conjunta de las Fuerzas Armadas y de seguridad.12 Las operaciones –indicaban– debían desarrollarse en el máximo secreto.

A modo de hipótesis, este viraje puede pensarse como la adopción de una política represiva que, manteniendo como eje masivo la cárcel,13 incorporó una política cualitativa de exterminio que se expresa en la masacre de Trelew14 –donde la Armada Argentina ejecutó a 16 prisioneros políticos desarmados– y también en las 20 desapariciones y 59 asesinatos que se registran desde 1970 hasta el fin de la dictadura militar y el retorno del peronismo al poder en 1973 (Izaguirre, 2009).15

Después de 18 años de proscripción, el peronismo volvió al gobierno con Héctor Cámpora. Durante su mandato revirtió algunas de las políticas con las que contaba el Estado para reprimir al movimiento popular. Pero ese repliegue duró poco y no alteró, sino momentáneamente, las relaciones de fuerza al interior del Ejército.

Convencidos de que su hora iba a llegar, y a la espera de que los conflictos al interior del peronismo horadaran la legitimidad del gobierno, el Ejército procesó la experiencia represiva acumulada y extrajo conclusiones que plasmó en un nuevo cuerpo doctrinario.16 Los primeros indicios de esa renovación doctrinaria datan de 1974. El Plan general de publicaciones militares de 1974/1978 indicaba que los reglamentos previos habían llenado el vacío doctrinario que existía, pero no terminaban de responder a las necesidades y posibilidades del momento (Rostica, 2018, pp. 174-175). Para responder a esas nuevas necesidades, en 1974 se aprueba una versión en proyecto del reglamento RC-2-2 Las fuerzas terrestres en el teatro de operaciones.

En 1975, el gobierno encabezado por la viuda de Juan Domingo Perón, Isabel Martínez, ordenó al Ejército iniciar en Tucumán –al norte de Argentina– una operación destinada a “aniquilar a los elementos subversivos”. Aquella operación marcó un punto de torsión en la política represiva: el destino principal para los disidentes dejó de ser la cárcel; secuestrados ilegal y clandestinamente fueron llevados masivamente a centros clandestinos de detención. Ello significó una serie de modificaciones operacionales, logísticas y organizativas en el Ejército y, en distintas medidas, en el resto de las agencias represivas estatales. La principal fue el desdoblamiento de sus estructuras habituales, para configurar esa faz clandestina por la que circularon la mayor parte de los detenidos desaparecidos (algunos de ellos fueron liberados y otros ejecutados clandestinamente y sus cuerpos ocultados). Esta operación militar fue el inicio del genocidio en Argentina y un gran laboratorio de ensayo de las políticas represivas que se extendieron al resto del país en octubre de 1975 y se amplificaron con la dictadura militar que comenzó en marzo de 1976 (Jemio, 2021).

Cuando ese operativo en Tucumán llevaba seis meses de implementación, ya estaban en pleno funcionamiento centros clandestinos de detención y habían sido desaparecidas decenas de personas; el Ejército aprobó con carácter de proyecto el reglamento RC-9-1 Operaciones contra elementos subversivos. Con ese documento instalaba la piedra angular de su renovación doctrinaria.

Entre 1975 y 1977 se terminaron de aprobar otros tres manuales que reemplazaron las versiones de los años sesenta y que componen el segundo cuerpo doctrinal que va a consolidar el “modelo represivo argentino”, un conjunto de saberes que no rompe radicalmente con las líneas doctrinarias precedentes, pero sí las renueva y actualiza en función de las transformaciones producidas en el contexto y la experiencia represiva acumulada. Este segundo cuerpo doctrinal reemplazó a todos los manuales de las áreas clave de intervención, a excepción del reglamento de operaciones psicológicas, el cual conservó su versión de 1968. El corpus de análisis reúne un total de seis reglamentos aprobados entre 1973 y 1977.

EL BINOMIO ENEMIGO/POBLACIÓN COMO CLAVE DE LECTURA

A. Ceyhan y G. Périès (2001) sostienen que la figura del enemigo interno es una construcción discursiva estructuralmente ambigua: se construye a través de metáforas o significantes que requieren una operación hermenéutica para definir quién o quiénes son esos enemigos. Esto tiene por función justificar un ejercicio discrecional del poder estatal de punir: son esas agencias estatales las que deberán obrar como intérpretes de esa ambigüedad. Este poder discrecional radica no sólo en la potestad de definir quién es ese enemigo y quién no, sino también, y fundamentalmente, en habilitar un poder positivo de vigilancia sobre el conjunto social.

Esta misma estructura se identifica en los reglamentos militares. Como en todo saber técnico, allí se prescriben prácticas (en este caso militares) en torno a un objeto, la guerra, que tiene intrínsecamente asociado otro “objeto”: el enemigo. La pregunta sobre qué y cómo es una guerra, quiénes son los enemigos y qué características tienen, qué es lo que esos enemigos amenazan y cómo lo hacen son inescindibles de las indicaciones sobre cómo actuar en esa guerra y qué hacer contra esos enemigos.

La construcción del objeto de la práctica técnica (el enemigo) no es exterior a estos discursos. En un solo y mismo movimiento se construye el objeto/problema que opera como causa de los procedimientos descritos y, por lo tanto, como su justificación práctica. Así, el conocimiento técnico tiene una forma especular: postula un problema que sirve de espejo y justificación a las soluciones que propone. Dicho de otro modo, los procedimientos son presentados como una consecuencia “evidente” y “necesaria” debido a la “naturaleza” del enemigo (Jemio, 2015).

Al mismo tiempo, como los reglamentos prescriben las funciones, atribuciones y valores del actor institucional cuya función específica es “hacer la guerra”, tales caracterizaciones interpelan a las Fuerzas Armadas como el actor idóneo para llevar adelante estas tareas.

De este modo, en una misma operación se construye: a) un conocimiento que enseña cómo proceder frente a un problema; b) un problema que funciona como forma de interpretar la realidad, y c) una posición de sujeto, aquel que sabe y es capaz de interpretar esa realidad y actuar en ella. La justificación práctica para los procedimientos dictados y la construcción del lugar de las Fuerzas Armadas es un efecto de conocimiento que se opera en el propio discurso técnico.

En el estudio de los reglamentos me detuve específicamente en el análisis de la forma de construir al enemigo, identificando que ambos cuerpos doctrinarios comparten esta forma estructuralmente ambigua de la que habla Ceyhan y Périès.

Esta figura emerge de una operación relacional que lo constituye como lo “otro” de la población. Al ser un enemigo opaco, que no se “reconoce” a primera vista, su sola existencia justifica una operación de “desciframiento”, identificación y búsqueda dentro de la población.

En esta construcción, la distancia física y conceptual entre enemigo y población es, a la vez, tajante y difusa. El enemigo no es ni puede ser parte de la población y es esta ajenidad radical la que habilita su aniquilamiento. La población aparece entonces como objeto a cuidar. Pero esta es, a la vez, el terreno, medio y objetivo en la estrategia y acción del enemigo. De su adhesión y participación dependen la supervivencia y el triunfo del enemigo. Por ello la población es también objeto de sospecha. La figura del enemigo se convierte, así, en una figura axial que articula la “necesidad” de operar sobre los cuerpos de los enemigos con la “necesidad” de operar sobre la población de modo no sólo coactivo sino también positivo.

Esta es la estructura común que se identifica en las formas de construcción del enemigo en los reglamentos de las décadas de los sesenta y setenta. Pero existen diferencias en los modos de construir la ambigüedad del enemigo y, en consecuencia, de concebir su articulación con la población.

EL COMUNISMO Y LOS MOVIMIENTOS DE INSURRECCIÓN. EL MODELO PREVENTIVO DE INTERVENCIÓN

El principal reglamento de la década de 1960 es el RC-8-2 Operaciones contra fuerzas irregulares (tres tomos), el cual caracteriza dos tipos de enemigos internos: el movimiento de insurrección y el movimiento comunista internacional.17 Estos tienen rasgos comunes –organizan fuerzas irregulares, actúan fronteras adentro y su estrategia consiste en la conquista de la población–, pero difieren en sus orígenes y objetivos.

El movimiento de insurrección, en principio, no tiene metas revolucionarias; emerge de la población y, aun cuando puedan recibir apoyo externo, su origen es nacional.18 El movimiento comunista, en cambio, desarrolla una guerra revolucionaria que no busca sólo derribar o resistir a un gobierno, sino transformar un sistema de raíz. Si bien actúa en territorio nacional y tiene promotores locales, su origen es atribuido al enfrentamiento global capitalismo/comunismo.

El movimiento de insurrección

Los reglamentos definen al movimiento de insurrección como el “esfuerzo organizado por parte de la población de un país para resistir al gobierno constituido o a una fuerza de ocupación [...] La guerra de guerrilla y la subversión serán el resultado del movimiento de insurrección” (Ejército Argentino, 1968, p. 3). El movimiento de insurrección alude a un tipo de enemigo dentro de un conflicto, mientras que guerrilla y subversión refieren a tácticas o formas de acción que se desarrollan cuando el movimiento de insurrección ha creado fuerzas irregulares. Estas fuerzas se componen por un elemento clandestino (auxiliar y/o subterráneo) encargado de las acciones subversivas y un elemento abierto que desarrolla tácticas guerrilleras19 (véase diagrama 1).

 

Diagrama 1. Estructura del “enemigo” concebido como fuerzas irregulares de un movimiento de insurrección

Fuente: elaboración propia.

 

El eje central de esta caracterización está puesto en los fines que persigue el sujeto político (resistir a un gobierno o fuerza de ocupación) antes que en los medios que utiliza para alcanzar su objetivo (guerrilla y subversión). Medios que, por otra parte, emplean distintos tipos de enemigos.20

Pero esta caracterización global convive con una serie de contorsiones argumentales que buscan encuadrar estas definiciones dentro de las restricciones normativas existentes. Es que, en un sentido estricto, sólo la guerrilla puede ser considerada un enemigo de carácter militar. El movimiento de insurrección no es más que el ejercicio del derecho a la protesta que todo pueblo tiene. Quienes realizan acciones de subversión incurren, a lo sumo, en actos ilegales y son, según los propios reglamentos, infractores a la ley. El único aspecto que merece una atención militar es la guerrilla.

Los reglamentos reconocen estas distinciones, pero apelan a estrategias enunciativas que las horadan una y otra vez. Así, abren la posibilidad de que cualquier esfuerzo organizado de la población para resistir a un gobierno constituido sea considerado parte del accionar enemigo. Veamos cómo producen este movimiento.

Según los reglamentos, un movimiento de insurrección se origina por un descontento de la población “real, imaginario o provocado”, generado por condiciones políticas, sociales, económicas, militares y psicológicas (Ejército Argentino, 1970, p. 2). Los términos “real, imaginario o provocado” introducen un principio implícito de distinción entre causas legítimas (reales) y aquellas que no lo son (imaginarias o provocadas), permitiendo atribuir estas últimas a acciones encubiertas del enemigo. La enumeración de posibles causas de descontento incluye, por ejemplo, “una conducción tirana, represiva, corrupta o ineficaz” (Ejército Argentino, 1970, p. 2), pero también “un sector impaciente de los desocupados con un cierto nivel de educación” (Ejército Argentino, 1970, p. 4, cursivas mías) que agrava los conflictos propios de la desocupación. Se va operando, así, una atribución diferencial de (i)legitimidad a los motivos de protesta.

Sobre este principio de distinción entre causas legítimas e ilegítimas (aunque no legales e ilegales) se monta la operación que construye al enemigo como “lo otro” de la población. Esta operación no es sencilla porque las fuerzas irregulares tienen una cierta legitimidad de origen: emergen de la población movilizada. Son la “punta del iceberg” de un fenómeno cuyas causas más profundas remiten a los descontentos de la población.21 Esta operación puede seguirse en la siguiente descripción de un típico “accionar subversivo”:

Los grupos humanos seleccionados para ser arrastrados a actos de violencia (sindicatos, grupos estudiantiles, etc.) serán infiltrados de antemano por activistas y agitadores profesionales preparados al efecto. Ellos tendrán por misión crear el ambiente necesario que posibilite el desbordamiento oportuno de las normas de convivencia habituales, los que se logran mediante un paciente y detallado trabajo de infiltración de ideas y frases hechas, destinado a motivar a los indiferentes o a los pusilánimes. Una vez hecha carne la idea de la necesidad de salir a la calle y de alterar el orden público, será relativamente fácil producir disturbios civiles en el momento deseado y conducirlos según un plan preestablecido (Ejército Argentino, 1969b, pp. 4-5, cursivas mías).

                 […] para la preparación de una subversión urbana las futuras organizaciones subversivas deberán encontrarse infiltradas con anterioridad y los infiltrados deben estar en condiciones de conducir con eficiencia a los grupos que van a dirigir (encuadramiento), la preparación previa comprenderá los siguientes pasos: a) Transformación de los legítimos deseos de los sectores infiltrados a un lenguaje identificado con sus aspiraciones subversivas, b) Identificación o creación de un enemigo común, como ser: el régimen capitalista, la dictadura militar, las fuerzas armadas, el imperialismo foráneo, las fuerzas de seguridad, el clero, problemas raciales, etc., c) Preparación del público o públicos (estudiantes, partidos políticos, trabajadores, campesinos, etc.) mediante la aplicación del método de la acción compulsiva (Ejército Argentino, 1969b, p. 5, cursivas mías).

Como se observa en estos pasajes, la población se considera una “masa de maniobra” del enemigo. Este se infiltra y hace un trabajo ideológico por el cual los “legítimos deseos” de la población se transforman en un “lenguaje subversivo”, generando acciones cuando “la idea se hace carne”. Este discurso construye por contraposición dos sujetos diferenciados y cualificados: las organizaciones o personas “subversivas” con sus ilegítimos métodos y aspiraciones y la “población” o sectores de ella con sus legítimos reclamos, deseos o problemas.

Si existe este reconocimiento de una cierta legitimidad de origen, ¿a partir de qué momento o con qué criterios una fracción de ese movimiento de insurrección va a considerarse o instituirse como el enemigo? La respuesta es, por supuesto, ambigua.

Los reglamentos establecen que “Las fuerzas enemigas estarán integradas por todos los individuos o grupos humanos dispuestos a solucionar sus problemas por la vía ilegal” (Ejército Argentino, 1969b, p. 24).22 Pero esa frontera, en apariencia clara y delimitada (la legalidad de las acciones), es atravesada una y otra vez diluyendo los campos que delimita. Es que las fuerzas irregulares no utilizan sólo vías ilegales, sino también acciones legales, tales como huelgas, actividades políticas o protestas. Por eso toda manifestación de protesta legal puede ser atribuida a una acción motorizada por el enemigo que se ha infiltrado en la población.

Pero, además, una acción ilegal no convierte a su autor en un enemigo del Ejército. En efecto, el reglamento señala que las operaciones militares se limitarán a las fuerzas de guerrilla y sus miembros serán reconocidos por las leyes de la Convención de Ginebra. En cambio, los grupos clandestinos de insurrección constituyen un problema de “seguridad interna”: sus miembros son considerados delincuentes23 y su persecución es asunto de las fuerzas de seguridad.

Esta distinción, en apariencia clara, es relativizada por el propio documento: la represión militar24 contra miembros de los elementos clandestinos puede usarse como último recurso frente a una situación desbordada,25 pero también podrá ser el primero “cuando la situación señale, desde un comienzo como inoperantes otros tipos de acciones que no sean coercitivas” (Ejército Argentino, 1969b, p. 46).

En definitiva, los reglamentos hacen convivir: a) una definición conceptual que incluye al conjunto de las fuerzas irregulares como blanco de acción y que se construye con base en un criterio que habilita amplios márgenes de ambigüedad (la intención de solucionar los problemas por la vía ilegal); b) una distinción jurídico-militar entre “enemigos” (miembros de las fuerzas de guerrilla) y “delincuentes” (miembros de las organizaciones clandestinas), y c) una (in)distinción operativa por la cual aquellos considerados “delincuentes” pueden ser objeto de operaciones militares que, en principio, debían estar limitadas a la guerrilla.

Una primera consecuencia de estas definiciones es que el saber militar debe abarcar al conjunto del movimiento popular porque sólo así puede detectar aquellos “problemas militares”. Pero hay un paso más que habilita y legitima no sólo el “diagnóstico” sino la intervención del Ejército en cualquier conflicto interno, exista o no guerrilla. Según el reglamento, las fuerzas irregulares tienen etapas en su desarrollo. En un estadio incipiente o latente, el movimiento de insurrección puede no tener aún una expresión armada sino grupos clandestinos de insurrección (Ejército Argentino, 1970, p. 75). En este grado inicial de desarrollo del proceso, –sostienen–, las fuerzas irregulares pueden ser destruidas con los procedimientos normales previstos por la ley.

Pero en un segundo estadio, dicen los reglamentos, cuando el movimiento de insurrección ya ha organizado y consolidado fuerzas irregulares, los medios normales previstos por ley son insuficientes. Incluso la represión militar tendrá un alcance limitado: puede destruir la fuerza irregular pero el movimiento de insurrección volverá a formarla (Ejército Argentino, 1970). Cuanto más tarde se inicien las operaciones, más difícil será combatirlas, sostienen. En consecuencia, plantean que es deseable y necesario detectarlas y actuar contra ellas antes de que se organicen y desarrollen. ¿Cómo? Mediante acciones preventivas que requieren, de manera indispensable, “una inteligencia eficaz, particularmente en los campos político y social” (Ejército Argentino, 1969b, p. 21). Así, el clásico papel de la policía en el conflicto social queda convertido en tarea militar.

El carácter clandestino y oculto de la acción de las fuerzas irregulares sumado a esta suerte de “alerta temprano” posibilita teñir con un manto de sospecha y calificar como parte de las acciones del enemigo a cualquier proceso de organización popular, aun cuando utilicen vías legales y aun cuando no existan organizaciones armadas: puede ser el terreno en el que se estén desarrollando o en el que potencialmente puedan desarrollarse fuerzas irregulares.

Este modo de objetivar al enemigo produce simultáneamente un modo de subjetivación. En otras palabras, no sólo construye al “objeto” sobre el cual versan los procedimientos militares (el enemigo), sino también una posición de sujeto: aquel encargado de combatirlo. El militar es, por definición, el profesional preparado para eso. Pero, además, y debido al carácter ambiguo de este tipo particular de enemigo, se convierte en el único capaz de reconocer tempranamente el peligro en una “realidad opaca”, de diferenciar “la paja del trigo”, de distinguir al enemigo del “resto de la población” que se moviliza por “legítimos reclamos”.

He señalado que existe una operación relacional que hace del enemigo lo “otro” de la población y que esa operación se basa en una indeterminación estructural ¿Cómo funciona esta indeterminación? El enemigo emerge de la población y dirige su acción hacia ella: conquistarla es el centro de su estrategia. Pero la población aparece en una doble valencia. Como se reconoce una cierta legitimidad a las causas que llevan a la formación de movimientos de insurrección, la población aparece, por un lado, como un objeto a cuidar. En muchos casos, sus reclamos se califican como legítimos problemas a solucionar y, en consecuencia, se prescriben operaciones para mejorar la calidad de vida de la población, entre ellas, las llamadas operaciones de acción cívica.26 Por otro lado, como las fuerzas irregulares logran efectividad a través de su “identificación con la causa popular y su habilidad para ocultarse entre la población civil” (Ejército Argentino, 1970, p. 15), la población aparece, al mismo tiempo, como un objeto de sospecha que debe ser controlado y vigilado. Allí se prescriben las operaciones de control poblacional.

En definitiva, esta construcción del enemigo legitima y justifica la articulación de prácticas de exclusión (que “separan” del cuerpo social a los considerados enemigos) con prácticas propias de los esquemas disciplinarios que toman a la población en su conjunto como blanco de control.

El enemigo comunista y la guerra revolucionaria

El tomo iii del RC-8-2 Operaciones contra fuerzas irregulares está dedicado a la guerra revolucionaria, conflicto al que define como un “tipo de guerra ideológica desarrollada por el comunismo internacional en los campos político, sicológico y militar para imponer la ideología marxista” (Ejército Argentino, 1969a, p. i). Al igual que el movimiento de insurrección, el comunismo internacional puede organizar fuerzas irregulares con similares funciones y tácticas: debilitar un gobierno establecido conquistando y agitando a la población. La diferencia es que sus acciones se subsumen bajo otro objetivo estratégico: imponer la ideología marxista a través de una transformación radical de la sociedad. Otra diferencia es que el enemigo comunista no tiene una génesis interna sino externa; no surge por insatisfacciones o malestares de la población, sino que es un elemento propiamente foráneo: se infiltra y aprovecha malestares existentes para desarrollarse, movilizando a la población en pos de su objetivo.

El reglamento comienza con una extensa definición y caracterización de este tipo de conflicto. Se trata de una guerra ideológica y revolucionaria que busca, mediante la conquista total del poder, “un cambio radical en todas las estructuras y hasta en la misma concepción de la vida” (Ejército Argentino, 1969a, p. 1). En esta guerra, el territorio físico tiene sólo un interés táctico: el objetivo principal son los hombres, sus cuerpos y mentes. La población es el terreno donde se libra esta lucha y el instrumento mediante el cual se desarrolla. Esto implica un cambio en las nociones de la guerra clásica: el aspecto estrictamente militar se vuelve un elemento subsidiario en un conflicto que es integral, actúa en todos los campos de la vida humana mediante “técnicas de subversión, combinando estrechamente acciones políticas, sociales, sicológicas, económicas y eventualmente acciones violentas y operaciones militares. Estas últimas serán solamente un medio para la conquista de la población” (Ejército Argentino, 1969a, p. 1).

Como el comunismo es un movimiento internacional que se desarrolla localmente, adapta sus formas de acción y procedimientos a las distintas realidades. Así, puede utilizar ideologías que no sean necesariamente las suyas y movimientos que no se autodefinan como comunistas: “la ausencia de elementos pertenecientes a la ideología comunista en la dirección de una insurrección no significará que la misma no participe en la guerra revolucionaria. Muchos movimientos revolucionarios llevados a cabo en un país son aprovechados por el comunismo para conquistar el poder al final” (Ejército Argentino, 1969a, p. 69).

El carácter adaptable y multiforme de sus acciones y su forma de operar secreta y progresiva permite al enemigo mimetizarse con la población dificultando su identificación. Finalmente, la guerra revolucionaria se define por ser permanente. Según el reglamento, para el comunista, “la ley de la vida es la lucha” y nunca dejará de pelear por su objetivo. Ante las derrotas que pueda sufrir, el enemigo se replegará para reorganizarse e iniciar de nuevo la batalla. Por ello, la guerra puede continuar aun cuando no existan enfrentamientos armados.27

Estas concepciones redefinen los parámetros propios de la guerra clásica. Las fronteras que dividen a los adversarios dejan de ser geográficas y pasan a ser ideológicas, desdibujándose toda diferencia entre beligerantes y población civil. Se diluyen las fronteras entre tiempos de paz y de guerra porque se desvincula la noción de guerra de la existencia de enfrentamientos armados. Esto comporta una tercera redefinición: se borran las distinciones entre los modos de protesta considerados legales y legítimos en un régimen democrático-burgués y las formas de acción propias de una guerra contra las cuales se debe actuar. De este modo, la guerra revolucionaria es difícil de identificar a primera vista porque no tiene límites claros en el tiempo de su desarrollo, en su campo de acción ni en sus métodos. Se construye, así, una noción de peligro ubicua y permanente que justifica el control de la población, en todo tiempo, lugar y ámbito de acción.

Tipos de ambigüedad en la construcción del enemigo

La figura del enemigo comunista es intrínsecamente ambigua, pero en un sentido diferente al analizado para las fuerzas irregulares del movimiento de insurrección. Hay una diferencia en la génesis de estos enemigos. En un caso, se trata de un “enemigo interior”, que emerge de las propias entrañas de la población. Como se le reconoce una cierta legitimidad de origen, se construye un criterio para separarlo, hacerlo “lo otro” de la población. Ese criterio es (con todas las ambigüedades mencionadas) la utilización de “vías ilegales”. El comunismo, en cambio, aparece como un “enemigo del interior”, siendo este interior “el Mundo Libre”. La exterioridad no refiere necesariamente a la “nacionalidad” del enemigo –el comunismo tiene expresiones locales– sino a la negación de su pertenencia a la nación, al mundo libre, por las ideas que profesa. No hace falta separar lo legítimo de lo ilegítimo: su origen y objetivo convierten al comunismo en lo otro.

Esto tiene consecuencias en las estrategias que se prescriben para combatirlo, formuladas con mayor dureza y sin ambages. Las acciones de las organizaciones clandestinas (llamadas aparato político-administrativo revolucionario) ya no son consideradas un problema de seguridad y policial, sino que entran directamente bajo la órbita de los asuntos militares.28 Participen o no de acciones armadas, utilicen o no medios “ilegales”, todos aquellos que formen parte de esas organizaciones son considerados parte del enemigo que debe ser eliminado.

Esta construcción del otro establece una posición relativa de la población diferente. Como el enemigo se considera un “agente exterior a ella”, la población se construye menos como un agente activo de movilización y más como un objeto pasivo, atacado e infiltrado por el enemigo. ¿Dónde radica entonces la ambigüedad de este enemigo? No tanto en lo que el enemigo “es”, sino en sus formas de acción. La ideología o identidad política comunista es relativamente clara. En cambio, su forma de actuar, su habilidad para mimetizarse con la población e incluso su estrategia de apoyar otros conflictos hacen difícil discernir cuándo se está en presencia del enemigo. Así, cualquier persona, grupo u organización disidente, aun cuando no se autorreconozca en la identidad política comunista ni se proponga metas revolucionarias, y aun cuando no utilice “medios ilegales” puede ser identificado como parte del enemigo o como parte de una guerra revolucionaria.

En este espacio de ambigüedad, la fuerza militar se erige como la autoridad capaz de detectar el peligro. El reglamento advierte, incluso, sobre errores frecuentes de apreciación de los gobiernos legales que llevan al fracaso a una guerra contrarrevolucionaria, entre los que figura confundir las expresiones de la guerra revolucionaria con insurrecciones tradicionales.

LA FIGURA DEL DELINCUENTE SUBVERSIVO. EL MODELO OFENSIVO DE INTERVENCIÓN

Los tres tomos del reglamento RC-8-2 Operaciones contra fuerzas irregulares fueron reemplazados en 1975 por el RC-9-1 Operaciones contra elementos subversivos. El gesto de reemplazar tres tomos por uno y dos tipos de conflicto (insurrección y guerra revolucionaria) por uno (subversión) habla de una mutación. La innovación no está en la palabra subversión, la cual ya se venía utilizando y cuya emergencia Périès (2013) remonta, incluso, a inicios del siglo xx. Tampoco consiste en una suma entre los dos enemigos ya descritos. Hay una emergencia que seguiré a través de tres líneas de continuidades y rupturas.

En primer lugar, se retoma la matriz propia de la guerra revolucionaria para caracterizar el conflicto: la subversión tiene un objetivo revolucionario y una estrategia integral. Sin embargo, estas nociones se desvinculan del concepto de guerra, que es explícitamente negado, y se desanclan de la identidad política “comunista”. La categoría subversión no se apoya en alguna identidad política preexistente, sino que es creada a partir de su definición y tiende a extender el registro de lo político hacia la moral. En segundo lugar, la distinción entre un tipo de enemigo que se propone metas revolucionarias y otro que se propone resistir a un gobierno establecido o fuerza de ocupación se diluye en el plano operativo, subsumiendo a ambos en una sola figura del enemigo. En tercer y último lugar, se retoma el papel activo otorgado a la población en el movimiento de insurrección y se redefine el problema de la adhesión de la población al movimiento de protesta, pasando de una concepción más conspirativa a una más sociológica.

La naturaleza del conflicto

Comenzaré citando en extenso la definición de subversión del reglamento RC-9-1:

[…] la acción clandestina o abierta, insidiosa o violenta que busca la alteración o la destrucción de los criterios morales y la forma de vida de un pueblo, con la finalidad de tomar el poder e imponer desde él una nueva forma basada en una escala de valores diferentes. Es una forma de reacción de esencia político-ideológica, dirigida a vulnerar el orden político-administrativo existente, que se apoya en la explotación de insatisfacciones e injusticias, reales o figuradas, de orden político, social o económico.

                 Por lo dicho, el accionar subversivo está dirigido fundamentalmente a la conciencia y moral del hombre, a fin de afectar los principios por los que este se rige, y reemplazarlos por otros, acordes con una filosofía diferente, generalmente más materialista. Esta acción de destrucción por un lado y construcción por otro define al hombre como al objeto fundamental de la subversión, especialmente a aquellos sobre los cuales la afectación tendrá una mayor trascendencia por su ubicación en la sociedad […].

                 El objetivo final de la subversión se ubica en la toma del poder, mediante la sustitución del gobierno establecido, para modificar la estructura social existente y su escala de acción abarca desde las iniciales que se confunden con el bandolerismo y la agitación política cuya represión es responsabilidad de las Fuerzas Policiales y de Seguridad, hasta la acción abierta que requiere el empleo de las Fuerzas Armadas.

                 La subversión no sólo encontrará incentivos en la ideología marxista, sino que podrá ser promovida por cualquier otro tipo de orientación política radicalizada, en cuyo caso puede no tener como propósito posterior a la conquista del poder, el cambio de la estructura social. Sin embargo, lo más frecuente ha resultado que cuando se da este último caso, ha sido aprovechado por aquella ideología para avanzar hacia sus objetivos (Ejército Argentino, 1975, p. 1).

Esta definición tiene varios elementos en común con los principios de la guerra revolucionaria: a) el carácter ideológico del conflicto; b) la búsqueda de una transformación radical de la sociedad mediante la conquista del poder; c) la definición del “hombre” como el objetivo de este conflicto; d) la identificación de insatisfacciones presentes o figuradas de la sociedad en las que se puede apoyar el movimiento; e) las formas de acción, que abarcan desde actividades de agitación política hasta expresiones militares abiertas, y f) la posibilidad de articulación con movimientos cuya meta final no sea la conquista total del poder.

Junto con estas continuidades hay algunos cambios. El más evidente es el reemplazo de “comunismo” por “subversión”. Esta palabra ya figuraba en los reglamentos de 1968. Pero mientras allí designaba una táctica del enemigo, un modo de acción, aquí define al enemigo. Otro cambio importante es el modo de concebir el vínculo entre el enemigo con metas revolucionarias y aquel con metas reformistas. El nuevo reglamento explicita que las orientaciones político-ideológicas que inspiran a la subversión exceden a la ideología marxista; incluyen “la participación y aun el predominio en ella, de orientaciones políticas de origen y calificación nacionales” (Ejército Argentino, 1975, p. i). Aquella diferencia entre el movimiento de insurrección como un “enemigo interior” y el comunismo como un “enemigo del interior” queda desdibujada y subsumida en la subversión, que incluye por igual a nacionales y foráneos.

¿Dónde radica la ambigüedad de la noción de subversión? En la guerra revolucionaria, radicaba en la “forma” de actuar del enemigo, en su capacidad para “mimetizarse” con la población, que habilitaba calificar como tal no sólo a las organizaciones políticas que se asumían como comunistas, sino también a aquellas así consideradas por las autoridades sin importar su autoidentificación. La ambigüedad del enemigo subversivo no radica en sus formas de acción, sino en su propio ser. La subversión no tiene anclaje en ninguna identidad política. Con profundas reminiscencias gramscianas, la definición de subversión remite a una noción de política ampliada que incluye aspectos del orden de la moral: “implica la ‘acción de subvertir’, y esto es trastornar, revolver, destruir, derribar (el orden), con sentido que hace más a lo moral” (Ejército Argentino, 1975, p. iv). La subversión no aspira a una sociedad comunista, sino a una basada en una “escala de valores diferentes”. Así, la figura del enemigo prescinde de cualquier corriente político-ideológica existente para su definición: se construye a partir de una concepción ampliada de la política que crea un grupo donde antes no existía. Dicho de otro modo, hay quienes se reconocen a sí mismos como comunistas, en cambio no hay quien aspire a formar el partido subversivo.

Además del término “comunismo”, el reglamento de 1975 también abandona el vocablo “guerra”. Señala explícitamente que no se debe asignar el carácter de guerra al conflicto e incluso establece qué palabras no se pueden utilizar, incluyendo una serie de expresiones que contienen el término guerra y guerrilla.29

Esto responde a una necesidad pragmática de evitar el reclamo de aplicación de la legislación internacional sobre la guerra, que implicaría una protección jurídica a los miembros de las fuerzas beligerantes que sean reconocidas como tales. Así lo expresa en su versión definitiva el reglamento RC-9-1:

Los individuos que participan en la subversión en ningún caso tendrán estado legal derivado del Derecho Internacional Público. Consecuentemente, no gozarán del derecho a ser tratados como prisioneros de guerra, sino que serán considerados como delincuentes y juzgados y condenados como tales, conforme a la legislación nacional (Ejército Argentino, 1977, p. 173).30

Pero más allá de esta finalidad práctica, hay una suerte de política del lenguaje que mueve el conflicto desde un registro político-militar hacia un registro policial/delincuencial. Esto implica, entre otras cuestiones, un desplazamiento del carácter colectivo y organizado del conflicto hacia un sentido individualizante, cuya expresión más clara es el reemplazo del término “fuerzas” por “elementos”.

Revolucionarios y reformistas

El movimiento de insurrección y la guerra revolucionaria diferían básicamente en sus objetivos: el primero se oponía a un gobierno, el segundo a un régimen. Uno quería reformas, el otro una revolución. Estas diferencias quedarán subsumidas bajo el paraguas común de la subversión.

El propio reglamento de 1975 abordará este tema en su introducción. Mediante apelaciones históricas, se ocupa de anular el relativo margen de legitimidad que los reglamentos de 1968 les habían concedido a los movimientos de insurrección. El argumento tiene un doble movimiento. Por un lado, anclan los movimientos de insurrección en las luchas de descolonización. Si allende los mares era legítimo resistir a una potencia extranjera que había ocupado el territorio, en estas orillas del Río de la Plata no había potencia colonizadora a la vista.31 Por otro lado, y apoyándose en un argumento más pragmático, considera que los movimientos de insurrección contribuyen –lo quieran a o no– a la acción de quienes se proponen metas revolucionarias y, por tanto, deben considerarse como parte del enemigo:

[…] en la esencia de ambos términos –insurrección y subversión– existe una diferencia apreciable, ya que, mientras el primero implica un alzamiento contra las autoridades que ejercen el poder (sea legal o de facto); el segundo lleva además implícito un trastocamiento del orden público, social, etc., cuyo ámbito de aplicación adquiere una dimensión mayor, que alcanza hasta el sentido de lo moral. En otras palabras, que un movimiento insurreccional busca afectar o producir modificaciones en el “ejercicio de la autoridad” siendo frecuentemente asociado con los de liberación colonial, mientras que un movimiento subversivo aspira a “modificaciones profundas en la estructura vigente”, para lo cual requiere la toma del poder total.

                 Esa diferente motivación inicial no impide o excluye que producido el primero o la realización de manifestaciones insurreccionales de diferente tipo, sean convenientemente aprovechados y utilizados para avanzar en los propósitos del segundo.

                 Lo señalado, que puede servir para calificar al enemigo por la conducción política superior, medir los riesgos y obrar en consecuencia; no debe influir sin embargo en la acción y operaciones a desarrollar por el Poder Militar cuando, en cumplimiento de alguna de sus funciones esenciales, es empeñado contra quienes amenazan la seguridad de la Nación, la Constitución y las Leyes, y dentro de ellas el orden y la paz interior; siendo en todos los casos similar. De allí que, a estos efectos, los conceptos de contrainsurrección y contrasubversión se consideren, en este reglamento, con alcance similar, englobándose y definiéndose como “el enemigo a considerar” (Ejército Argentino, 1975, p. iv).

El reglamento sobre guerra revolucionaria no excluía la posibilidad de que los movimientos insurreccionales fueran capitalizados por los enemigos comunistas, pero aun así se concebían como dos enemigos distintos. De hecho, se elabora un manual para cada uno de ellos. En este manual esa distinción se torna más difusa y se imbrica en una misma noción de enemigo, el “enemigo subversivo”.

El lugar de la población

En los conflictos descritos hasta aquí, el centro de gravedad de la estrategia del enemigo es la población. Pero el vínculo con ella es pensado de distintas maneras. Como ya he señalado, el movimiento de insurrección y las fuerzas irregulares que lo expresan emergen de la población, son expresión de sus necesidades y reclamos. El esfuerzo argumental en la definición de este enemigo apunta a deslindar aquello que es legítimo de aquello que no lo es y debe ser, por tanto, perseguido y reprimido. En la guerra revolucionaria, en cambio, la población aparece más como un objeto pasivo que es infiltrado y atacado por el accionar comunista. La subversión caracterizada en el reglamento de 1975 no es pura infiltración, no es sólo agente externo. En su definición se retoma ese papel protagónico de la población que caracterizaba al movimiento de insurrección: la subversión emerge y se desarrolla en la articulación de “ideologías foráneas” –la “subversión marxista-leninista”– con movimientos populares de carácter nacional cuyo origen se vincula a frustraciones o insatisfacciones sentidas por la población.

Esta concepción articula las formas de pensar a la población en el movimiento de insurrección y la guerra revolucionaria y le quita la mirada conspirativa. La vinculación entre enemigo y población no es concebida ya en términos de “infiltración” o “manipulación”, sino como un proceso social, no controlado por individuos. Así, el reglamento sostiene:

La subversión no es un fenómeno que pueda ser producido o neutralizado a voluntad por un conductor o grupo audaz, sino que cuando el proceso evoluciona, se prepara y estalla, es movido por fuerzas y favorecido por circunstancias que desbordan el campo de la voluntad humana. Se trata entonces de descubrir y corregir las fallas, erradicando las causas que dan fundamento a la inclinación de la población en contra del orden legal (Ejército Argentino, 1975, pp. 3-4, cursivas mías).

El problema de la subversión no radica en individuos sino en procesos. No es una cuestión de voluntades sino de actitudes: la inclinación de la población en contra del orden legal responde a causas profundas. Es un problema de necesidad, de conciencia y de acción. Para que la subversión pueda desarrollarse debe “explotar las frustraciones o insatisfacciones nacionales o sectoriales”. Puede trabajarlas todo lo que quiera. Pero sólo tendrá éxito si las frustraciones o insatisfacciones se transforman en motor para la acción. Para ello, los grupos deben reconocer “conscientemente un bien como deseable” y tener “conciencia, al mismo tiempo, que el bien deseado no podrá ser alcanzado en las condiciones políticas sociales o económicas vigentes, o sea en el orden legal existente. Solo así puede aparecer una frustración o insatisfacción explotable políticamente por la subversión” (Ejército Argentino, 1975, pp. 15-16).

En este modo de concebir el fenómeno de la subversión, los movimientos populares pierden el matiz de “población atacada” para convertirse en organización activa que busca o favorece el desarrollo de la subversión. En consecuencia, la acción que se prescribe adquiere un nuevo tono. Ya no se trata tan sólo de “cuidar” y “vigilar” a la población para sustraerla de las influencias del enemigo, sino, sobre todo, de transformarla, de modificar las causas que generan esa inclinación contra el orden legal.

Modificar actitudes y conciencias, modificar el reconocimiento de una necesidad y el motor para la acción que genera requiere mucho más que perseguir individuos. El límite entre enemigo y población construido discursivamente en los otros reglamentos se vuelve aún más difuso al punto que las operaciones contra elementos subversivos “deben hacerse sobre la población misma” (Ejército Argentino, 1975, p. 62).

A MODO DE CIERRE

El análisis presentado ha permitido detectar continuidades y rupturas en las formas de construcción del enemigo interno en los reglamentos del Ejército Argentino. Las continuidades no refieren a la permanencia de idénticas definiciones y cursos de acción, sino a la persistencia de una estructura común que está en la base de las definiciones del enemigo de los dos cuerpos doctrinales analizados. En esta estructura común, el criterio que instituye al enemigo como lo otro de la población presenta variados niveles de ambigüedad. La potestad para incluir a un otro concreto como parte de ese grupo queda del lado de quien ejerce la función clasificatoria, es decir, del lado de las agencias punitivas del Estado. Esta forma de definir al enemigo posibilita leer en clave militar todo tipo de conflicto que se desarrolla en la sociedad.

Otro elemento en común es que la concepción del enemigo nunca se reduce a las expresiones armadas de los movimientos populares. En todos los casos se advierte que la reducción del conflicto a sus expresiones armadas constituye un factor que lleva al fracaso de las operaciones. Son consideradas parte del enemigo toda organización, grupo o persona que de manera consciente o no, contribuyan al desarrollo del accionar “enemigo”. Nuevamente, serán las agencias encargadas de identificar y clasificar a ese enemigo las que tendrán la potestad de definir qué conductas contribuyen a ese desarrollo.

Las continuidades analizadas permiten filiar los saberes teóricos y prácticos que fueron condición de posibilidad de la implementación de un genocidio en un proceso de formación histórica de largo plazo. La incorporación de estas concepciones en el Ejército Argentino forma parte de un proceso de internacionalización de saberes y técnicas desarrollados por las Fuerzas Armadas del periodo de la guerra fría. Sin embargo, las rupturas que se han detectado en los modos de construcción del enemigo entre ambos cuerpos doctrinales dan cuenta de que estos procesos de internacionalización no consisten en la adopción pasiva de doctrinas elaboradas por potencias extranjeras, sino que suponen un proceso de reformulación de esos saberes en función del contexto sociohistórico local y la experiencia adquirida por las Fuerzas Armadas en la persecución y represión del movimiento popular.

Las similitudes estructurales entre la configuración del enemigo interno en los años sesenta y los setenta no implica encontrar una temprana génesis o un punto de origen a la política de aniquilamiento sistemático. El desarrollo del genocidio no tuvo como causa (aunque sí como condición de posibilidad) la construcción de un enemigo interno y ni siquiera la vigencia de la dsn. Esta Doctrina tuvo vigencia en toda América Latina y no por ello hubo genocidios en todo el continente. Estas continuidades de al menos dos décadas hablan más bien de la eficacia de las ideologías contrainsurgentes o contrarrevolucionarias como un modo de ejercicio de dominación. Y las transformaciones doctrinarias que se producen en la década de los setenta indican que la implementación de un genocidio requiere un sustento ideológico y una serie de saberes que, si bien tienen un largo proceso histórico de formación, al mismo tiempo inauguran algo nuevo.

En el fondo, esto tiene que ver con una concepción acerca del cambio que supone la puesta en marcha del proceso de exterminio masivo. Si es indispensable encontrar las líneas de continuidad histórica que permiten explicar cómo y por qué se llega a ese momento, no menos necesario es marcar qué es lo que inaugura o qué configuración novedosa supone ese momento histórico en relación con el periodo previo.

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1                             Existe un debate sobre la pertinencia del concepto genocidio para explicar los crímenes de Estado cometidos en Argentina durante la década de los setenta. Estas discusiones se desarrollan en el ámbito judicial (Feierstein y Silveyra, 2020), y también en las ciencias sociales. Dentro de este último campo, retomo el concepto tal como fue formulado por su creador Rafael Lemkin (2009) y reformulado por Daniel Feierstein (2007) para situar la violencia estatal y el exterminio como parte de una estrategia más amplia de dominación. Porque la esencia del genocidio no está necesariamente en las muertes que produce, sino en lo que se propone con ellas: transformar y someter a quienes quedan vivos. Para los argumentos que critican la pertinencia del término genocidio para el caso argentino, véase Alonso (2013); Franco (2018); Hilb (2015); Vezzetti (2015). Considero como comienzo del genocidio la campaña militar conocida como Operativo Independencia, que se desarrolló en el norte del país, en la provincia de Tucumán, desde febrero de 1975, porque fue allí donde se implementó por primera vez en el país una política sistemática de desaparición forzada de personas a través de un entramado de campos de concentración (Jemio, 2021).

2                             Esta periodización no desconoce las líneas de continuidad que existen con periodos previos y posteriores; pondera, en cambio, una rearticulación de esos elementos en formas particulares de ejercer, organizar y representar la violencia estatal contra las disidencias, sobredeterminada por el contexto global de la guerra fría. Autores como Gabriel Périès (2013) relativizan la novedad de esta articulación y enfatizan, en cambio, los elementos de continuidad.

3                             Estados Unidos y algunos países de América Latina, entre ellos Argentina, aprendieron estas técnicas directamente de sus creadores: los militares franceses. Estos desarrollaron, perfeccionaron y sistematizaron la dgr en su tarea de acabar con los movimientos de liberación en Indochina y Argelia. Luego se encargaron de internacionalizarla (Oliveira-Cézar, 2003; Périès y Servenay, 2011; Robin, 2005).

4                             Algunos de estos reglamentos fueron entregados por los perpetradores en los procesos judiciales iniciados con el retorno democrático en 1983. Otros fueron desclasificados en la primera década del 2000. En ningún registro consta la serie completa de los reglamentos existentes, por ello no sabemos qué porcentaje del total representan.

5                             La construcción de un enemigo interno no es potestad ni tarea exclusiva del Ejército, ni siquiera del conjunto de las agencias del poder punitivo de Estado. Interviene también el poder legislativo, el cual sanciona leyes persecutorias, la prensa y otras trincheras de la sociedad civil, donde se construye un consenso social que marca a determinados grupos como enemigos. En fin, esta construcción es el resultado de un conjunto heterogéneo de prácticas producidas por una multiplicidad de sujetos sociales. Por eso, el análisis de las doctrinas contrarrevolucionarias o contrainsurgentes no remite a la totalidad del fenómeno ideológico por el cual se construye a ese otro negativo, sino a una superficie de emergencia de ese fenómeno.

6                             La elaboración de la doctrina militar del Ejército Argentino y, por lo tanto, la redacción de los reglamentos, estaba a cargo de la Jefatura III de Operaciones del Estado Mayor General del Ejército.

7                             Para un análisis de las influencias del ejército francés en el desarrollo doctrinario argentino, véase Amaral (1998); López (1985); Mazzei (2002); Oliveira-Cézar (2005); Périès (2009a); Robin (2005).

8                             Decreto 2628, 13 de marzo de 1960 (Ministerio de Defensa, 2010, p. 77). Este decreto se apoyó en la Ley de Organización de la Nación para Tiempos de Guerra, aprobada en 1948, la cual autorizaba la participación de las Fuerzas Armadas en la represión interna y la división territorial en zonas militares (Périès, 2009a, p. 393).

9                             Para más información sobre el Plan conintes, consultar el Archivo Nacional de la Memoria (2014); Damín (2010); Périès (2004); Pontoriero (2015b).

10                           Como explica Périès (2009a, p. 394), la Ley de Defensa 13.234 de 1948 ya habilitaba “la adopción de medidas preventivas en tiempos de paz, llamadas ‘de defensa nacional’, entre las cuales las más importantes son sin duda la sumisión de los civiles a las jurisdicciones militares (art. 36)”.

11                           El corpus incluye dos reglamentos aprobados en 1971, año en el que se inicia la reformulación doctrinaria que describiré en el siguiente apartado. Los incluyo aquí porque aún no dan cuenta del proceso de renovación doctrinaria que para 1971 recién daba sus primeros pasos. Como vengo sosteniendo, los reglamentos no son el punto de partida de las doctrinas y prácticas contrarrevolucionarias, sino un punto de llegada de un proceso iniciado mucho antes.

12                           La directiva, aprobada el 14 de junio de 1971, se encuentra disponible en Robert A. Potash Papers (FS020) Special Collections and University Archives, University of Massachusetts Amherst Libraries. En línea: http://credo.library.umass.edu/cgi-bin/pdf.cgi?id=scua:mufs020-s01-b002-f005-i004

13                           Según las fuentes que se consulten, entre el 1 de junio de 1971 y el 25 de mayo de 1973, la Cámara Federal en lo Penal de la Nación inició 8 927 causas y dictó 283 sentencias condenatorias (véase Juicio a las Juntas Militares, causa 13/84, 9 de diciembre de 1985, p. 51. Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal) o dictó 600 sentencias, y ordenó la detención de 1 452 personas hasta mayo de 1972 (D’Antonio y Eidelman, 2016, pp. 84-85).

14                           En un sentido análogo al que aquí se considera, Duhalde señaló que la masacre de Trelew es la prueba más palpable de que la metodología del terrorismo de Estado estaba asumida antes del golpe militar de 1976 (Duhalde, 1999, p. 67).

15                           Los datos del Programa Registro Unificado de Víctimas del Terrorismo de Estado de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación (Ministerio de Justicia y Derechos Humanos) publicados en 2015 indican 18 desaparecidos y 53 asesinados para el periodo 1970-1973.

16                           No afirmo aquí la existencia de una línea monolítica dentro del Ejército, institución atravesada por intensas disputas y cuyas facciones tejían distintas alianzas políticas. Aludo, en cambio, a la dirección estratégica que toma el proceso (Marín, 2007).

17                           El movimiento de insurrección es caracterizado en los reglamentos RC-8-2 Operaciones contra fuerzas irregulares, tomos i y ii (Operaciones de guerrilla y contraguerrilla) y RC-8-3 Operaciones contra la subversión urbana. El tomo iii del reglamento RC-8-2 caracteriza la guerra revolucionaria contra el comunismo internacional.

18                           El reglamento no lo explicita, pero esta concepción del conflicto y el enemigo remite a la noción de guerra subversiva planteada por la doctrina francesa que, en un principio, se distinguía de la guerra revolucionaria. Para un análisis de estas diferencias y su interpretación en los medios castrenses de Argentina, véase Mazzei (2002, pp. 117-123).

19                           La subversión “Comprende las acciones de los grupos de insurrección clandestinos destinados a reducir el potencial militar, económico, sicológico o político del enemigo mediante actividades destinadas a agitar a la población contra un gobierno establecido o contra una fuerza de ocupación” (Ejército Argentino, 1969c, p. 375).

20                           En efecto, la definición reglamentaria de “fuerzas irregulares” es sumamente amplia: “es utilizado en sentido general para referirse a todos los tipos de fuerzas y operaciones no convencionales. Incluirá a todo el personal, organizaciones y procedimientos de las guerrillas, fuerzas insurgentes, subversivas, de resistencia, terroristas, revolucionarias y similares” (Ejército Argentino, 1976, p. 258).

21                           “En términos generales, las fuerzas irregulares, en sí, serán un resultado y no la causa del problema” (Ejército Argentino, 1976, p. 263).

22                           Cabe destacar que el criterio que convierte a alguien en enemigo no es el ejercicio efectivo de una vía ilegal, sino la intención de utilizarla, abriendo así las puertas a las acciones preventivas sobre sujetos, antes que estos cometan los supuestos hechos delictivos: “Las fuerzas legales, a través de los organismos especializados, deberán ejercer una estrecha vigilancia sobre los elementos subversivos y simpatizantes. En el caso de una inminente alteración del orden público, el arresto anticipado de esos jefes y de los activistas contribuirá enormemente a desarticular las acciones del enemigo” (Ejército Argentino, 1969b, p. 92).

23                           “El activista, el perturbador del orden, etc., no será considerado prisionero de guerra y, por tal motivo, no tendrá derecho al tratamiento estipulado en las convenciones internacionales. El enemigo interno que provoque el quebrantamiento del orden legal será considerado un delincuente común y sus delitos estarán encuadrados en las leyes civiles y/o militares vigentes” (Ejército Argentino, 1969b, p. 93).

24                           La represión militar tiene por objetivo “restablecer el control y el orden dentro de una zona determinada, eliminando los elementos que hayan provocado la conmoción interior y que no hayan podido ser persuadidos por otros medios de la conveniencia de retornar a la normalidad” (Ejército Argentino, 1969b, p. 45).

25                           “La represión militar deberá constituir el último recurso cuando las otras operaciones [...] no hayan logrado el fin propuesto” (Ejército Argentino, 1969b, pp. 45-46).

26                           Para ampliar sobre este tipo de operaciones, véase Divinzenso (2017); Jemio (2021); Lvovich y Rodríguez, 2011).

27                           “Cuando no hay operaciones militares ni disturbios políticos y se lanza la idea de coexistencia pacífica, la lucha permanece. Se trata sólo de un cambio táctico en el desarrollo de la guerra” (Ejército Argentino, 1969a, p. 2).

28                           “A pesar de su aparente carácter policial, la lucha contra las organizaciones revolucionarias que existan dentro de la población será una acción militar” (Ejército Argentino, 1969a, p. 76).

29                           En su introducción, el reglamento indica qué términos asociados a la guerra y la guerrilla deben dejar de usarse y con qué palabras deben ser reemplazados. Por ejemplo, la palabra guerrillas debe ser reemplazada por bandas de delincuentes subversivos armados; fuerzas de la subversión por elementos subversivos; guerrillero prisionero por delincuente capturado; y los términos insurrección, extremismo, irregulares, guerra revolucionaria, guerra ideológica y guerra de guerrillas por la expresión subversión.

30                           Esto aplicaba para los miembros de la “subversión clandestina y abierta”, es decir, para integrantes de organizaciones políticas y para combatientes. Para estos últimos “no existirá la denominación de guerrilla ni guerrillero” (Ejército Argentino, 1977, p. 173).

31                           “La diferencia fundamental de aquellos casos (Indochina, Argelia, Vietnam, etc.) y el propio radica en que en ellos se desarrollaba una lucha de pueblos que se rebelaban contra la dominación de una potencia extranjera, ejercida de hecho, como en los dos primeros o a través de un gobierno títere, como en el último; de donde asumía la condición de una insurrección anticolonialista. La causa esgrimida en esos casos es la ‘liberación’ del pueblo, entendiéndose por tal al rompimiento de los vínculos políticos con la metrópoli colonial, proceso a veces largo, muy cruento y hasta inhumano, pero al que no puede dejar de valorarse en su razón de ser. En nuestro caso, la subversión no puede invocar esa razón sin falsedad” (Ejército Argentino, 1977, p. ii). Un poco más adelante sostiene: “Al no existir la motivación de la ‘liberación colonial’ [...] la subversión solo podrá explotar o apoyarse en disconformidades locales, figuradas o reales, estas últimas promovidas por una negligencia o equívoca acción de gobierno o de las Fuerzas Legales” (Ejército Argentino, 1977, p. ii).

*                             Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Estudia las formas de la violencia estatal durante el genocidio en Argentina, en particular, al momento de su inicio en la campaña militar conocida como Operativo Independencia.