10.18234/secuencia.v0i113.1889

Artículos

Entre cacos y cuicos.
Representaciones en la prensa
de la policía en Guadalajara (1879-1890)

Between Crooks and Cops:
Depictions of the Guadalajara Police in the Press (1879-1890)

 

Sebastián Porfirio Herrera Guevara1*, https://orcid.org/0000-0001-6029-4483

 

1Departamento de Ciencias Sociales y Jurídicas, Universidad de Guadalajara, México

sebastian.herrera@cucea.udg.mx

 

Resumen:

El presente artículo muestra un panorama profuso de las representaciones que aparecieron en la prensa tapatía sobre la policía urbana de Guadalajara. Se inicia con una reflexión de las representaciones sobre la creciente criminalidad en la ciudad y los aspectos socioeconómicos que la explicaban. Después se abordan las representaciones sobre los reclamos de la ineficiencia policial, su falta de integrantes suficientes y el desamparo en el que se encontraban los habitantes de la capital de Jalisco. El apartado siguiente se concentra en las representaciones vertidas sobre la estructura policial, las carencias en las condiciones de trabajo y la creciente petición para una renovación de fondo de la institución a través de un nuevo reglamento. Por último, se concluye con un apartado que aborda estas reflexiones a nivel individuo, tomando la cobertura cotidiana del accionar policial, desde la ineficacia, los abusos policiales y las contadas buenas acciones.

Palabras clave: policía; Guadalajara; prensa; representaciones; porfiriato.

Abstract:

This article provides an overview of the portrayal of the urban police of Guadalajara in the local press. It begins with a reflection on the depiction of rising crime rates in the city and the socioeconomic aspects that explained them. It then explores the claims of police inefficiency, their lack of numbers and the helplessness of inhabitants in the capital of Jalisco. The following section focuses on the descriptions of the police structure, the unsuitable working conditions, and the growing requests for a fundamental renovation of the institution through new regulations. The article concludes with a section that addresses these reflections at the individual level, including everyday coverage of police action, ranging from inefficiency and police abuse to isolated good deeds.

Keywords: police; Guadalajara; press; representations; porfiriato.

Recibido: 17 de agosto de 2020 Aceptado: 21 de abril de 2021
Publicado: 6 de mayo de 2022

INTRODUCCIÓN

El presente texto lleva a cabo un análisis de un muestreo profuso sobre las representaciones que aparecieron en la prensa tapatía sobre la policía urbana de Guadalajara. Se inserta dentro de una historiografía sobre la cuestión policial que, de acuerdo con Palma (2014, pp. 13-18), ha dado muestras de pujanza tanto en Europa como en Sudamérica. En términos generales, los estudios sobre el tema de la policía han virado desde las historias institucionales y jurídicas hasta las recientes que destacan perspectivas socioculturales. De este modo, se ha destacado la violencia de y hacia los agentes; la relación de estos con la sociedad; la vida en las comisarías; los boletines policiales; la organización policial; o bien las policías femeninas (véase, por ejemplo, Albornoz, 2015; Bailón, 2020; Caimari, 2012; Castañeda, 2015; Cárdenas, 2015; Palma, 2017).

El estudio del caso mexicano tiene un derrotero similar desde los textos de Vanderwood (1982) o Rohlfes (1983); el primero sobre la policía rural del régimen porfiriano y el segundo sobre esta institución en la capital del país. También se encuentra la seminal aportación de Santoni (1983) sobre la organización de la policía en la ciudad de México. En ese tenor, la mayoría de los textos recientes que se han publicado han privilegiado aspectos jurídicos, sociales y culturales como la organización policial, los sueldos, la estructura, o la semántica del concepto policía en el contexto de la capital del país (véase por ejemplo Gortari 2002; Piccato, 1995; Pulido, 2011, 2017, 2019; Speckman, 2002).

Por su parte, las contribuciones a partir del escenario jalisciense han abordado la temática desde la noción amplia de criminalidad, y desde la cual la policía ha desempeñado un papel central en los procesos de criminalización de los sectores populares (Anderson, 1986; Trujillo, 1999). Más recientemente se ha destacado la participación de gendarmes en el Jalisco rural señalando su relación con autoridades intermedias como los jefes políticos o representantes municipales (Isais, 2019).1 Por ende, este trabajo aporta elementos para comprender, desde una perspectiva novedosa, este tipo de representaciones en un ámbito temporal y espacial poco explorado por la historiografía.

Al respecto, Dominique Kalifa (2018) ha demostrado que la cobertura del fenómeno criminal en la esfera pública (en sus diferentes y variados soportes) constituyó una especie de “mundialización cultural” (p. 15), lo que revela que hay numerosos casos de capitales y urbes importantes que comenzaron a desviar su atención hacia la representación de lo considerado “anormal”. Lo anterior no significa simplificar la explicación en unos cuantos sitios de estudio, sino que exige explorar en una amplitud de escenarios urbanos para comprender las diferentes especificidades de un fenómeno tan amplio. De acuerdo con Marco León (2020), este abordaje permite comprender que se trata de estudiar el “producto de un conjunto de operaciones de atribución de significados que se dan en el cuerpo social, a partir de la asignación de roles que, en una época determinada, guían la actuación de los miembros de un determinado grupo humano” (p. 18).

La prensa en Guadalajara, durante las décadas iniciales e intermedias del siglo xix, abordó el tema de la criminalidad desde un punto de vista político y estructural. La fuerte actividad gavillera que se experimentó, principalmente en caminos y poblaciones del interior del estado de Jalisco, así como en las inmediaciones de la capital, se explicaba según estas publicaciones por la inestabilidad política y la debilidad económica que obligaban utilizar los exiguos recursos de seguridad en paliar los diversos y coyunturales alzamientos y pronunciamientos. Se criticaba a las administraciones y a los políticos en turno. De forma paralela, estos textos mostraban la ineficiente estructura de seguridad de la entidad, por ejemplo: los cuerpos de policía y seguridad eran pocos y mal preparados; las cárceles municipales y el presidio eran sitios inseguros y, por ende, había numerosas fugas; el empecinamiento de los jueces en seguir aplicando la legislación colonial, en lugar de la republicana (más severa), incitaba a los delincuentes, pues salían fácilmente y “coleccionaban” prisiones (Herrera, 2017, pp. 214-311).

Este modelo sobre la cobertura hacia la criminalidad cambió notablemente durante la temporalidad propuesta en este artículo, pues las representaciones mostradas en la prensa se concentraron en lo que sucedía en el ámbito urbano, dejando en segundo plano las actividades ocurridas en los sitios rurales. De este modo, surgieron numerosas notas sobre robos, asaltos y demás actividades criminales al interior de la Guadalajara de la época. En ese contexto, resulta notorio que en particular se señaló a una institución como la causante de la situación que se estaba experimentando: la policía. De ahí se refuerza la relevancia de la temporalidad, pues responde al cambio notorio en la forma que se abordó la situación por parte de la prensa.

El corpus documental presentado en este artículo se compone de los periódicos: El Cascabel, El Debate, Juan Panadero, La Conciencia Pública y Juan sin Miedo. Durante el porfiriato, la prensa de Guadalajara comenzó con ciertos elementos de modernización como: a) la ampliación de las temáticas y públicos, había periódicos educativos, literarios, científicos, católicos, también surgieron otros especializados para las clases productoras, ingenieros, niños o mujeres; b) la ampliación del número de páginas y tirajes, así como la incipiente adaptación (para ciertos casos de éxito) de una producción industrial, que permitió bajar los costos, y c) el inicio de publicación de imágenes en caricaturas o cierta publicidad.

En términos generales, la prensa siguió siendo predominantemente política y de opinión. En la época, sin duda, destacó Juan Panadero, órgano fundado por el presbítero Remigio Carrillo. Este periódico fue muy longevo, de 1871 a 1907, algo que lo diferenciaba de sus contemporáneos, pues la mayoría de las publicaciones tenían vigencias breves. A lo largo de sus diversas épocas y editores, siempre mantuvo su estilo satírico y oposicionista, fue contrario a diversos personajes y regímenes como, por ejemplo, Juárez, Lerdo o Vallarta. Juan B. Iguiniz (1955) destaca la popularidad que llegó a gozar (sus tirajes alcanzaron los miles de ejemplares, elemento también inaudito entre sus pares), lo cual se debió por un lado a su módico precio, pero también a su contenido crítico, pues era “el respiradero por donde se desahogaron [los] resentimientos, los descontentos de las administraciones y los oprimidos por sus injusticias” (t. i, p. 141).

En un tono similar se encontraba Juan sin Miedo, oposicionista al vallartismo con un tono también satírico, aunque de menor tiraje. Por su parte, La Conciencia Pública, El Debate y El Cascabel fueron órganos políticos que tuvieron una vida menos prolongada, pues tuvieron la misión de apoyar a ciertos candidatos en campañas determinadas, ello explica de entrada su carácter crítico hacia las administraciones en turno y, en específico, a la policía. Los dos primeros surgieron como apoyo para la candidatura del general Trinidad García, principalmente lo escribían estudiantes de jurisprudencia bajo la dirección de Cipriano Covarrubias (Iguiniz, 1955, t. i, p. 168). El tercero estuvo patrocinado por Francisco Tolentino (aspirante a la gubernatura del estado) y dirigido por Manuel Álvarez del Castillo (Iguiniz, 1955, t. ii, p. 180).

GUADALAJARA:
LA MODERNIZACIÓN Y LOS CONTRASTES

Hacia las últimas décadas del siglo xix, Guadalajara experimentó un crecimiento urbano destacado, debido principalmente a la inversión en infraestructura y capital. La importancia comercial de la urbe, con redes bien establecidas a nivel regional, nacional e internacional, generó un notable movimiento migratorio proveniente del ámbito rural. A partir de la instauración de gobiernos porfiristas inició un proceso de “embellecimiento y funcionalidad” para la ciudad, caracterizado por la ampliación de calles, alumbrado, líneas de tranvías y telegráficas, así como agua potable (Muriá y Peregrina, 2015, p. 339). No obstante, para los observadores de aquella realidad, como lo fueron los viajeros extranjeros, esta progresión no estuvo exenta de evidenciar las contradicciones propias del desarrollo. Por ejemplo, Valerio (2015) señala que los viajeros franceses mostraban la belleza de la ciudad, destacando principalmente sus edificaciones, plazas y caminos, al tiempo que registraban al “sucio populacho, la plaga de pulgas y chinches, y el polvo de tequesquite que dañaba los ojos” (p. 61).

De este modo, por un lado, se construyeron las colonias modernas: higiénicas, limpias y espaciosas, con una buena traza, calles amplias, bulevares y servicios; por el otro, se incrementaron los asentamientos en áreas marginales y arrabales, especialmente hacia el oriente de la ciudad. En estas zonas proliferaron las vecindades, la traza irregular, el hacinamiento y la carencia de servicios. La oscuridad, por ejemplo, fue un elemento que se denunció en la prensa como un acicate para la delincuencia. Aunque se puso énfasis en la promoción de un alumbrado que permitiera transitar por algunas vías y, en cierto sentido, tener mayor tranquilidad y seguridad, la problemática no se había regularizado para la época. Por ello, se incitaba a la autoridad a implementar un moderno sistema de iluminación para traer el “bien público” a la urbe.2

La capital, idealmente, debería ser el reflejo de la modernidad y el progreso que el régimen quería establecer; por lo tanto, la contraparte indeseable se mostraba como peligrosa, procaz y llena de vicios (como el alcoholismo y la prostitución) (Trujillo, 2003, pp. 20-231). Así, Guadalajara imbricaba los barrios populares, como San Juan de Dios, con las colonias de las clases medias y las grandes residencias con influencias de estilo francés. Estos contrastes en el desarrollo, evidentes para viajeros, observadores y cronistas, derivaron en una serie de reflexiones públicas acerca de las características esenciales de los sectores populares. Por ejemplo, en la opinión pública de la época se podía leer que en los márgenes de la ciudad habitaba “gente armada hasta los dientes, sin orden, ni disciplina y propensos al crimen y la violencia” (Anderson, 1986, p. 6).

Ante la irrupción en la esfera pública del “individuo peligroso”, la elite porfiriana procuró implementar una política de control social, lo anterior implicó prefigurar el accionar de la autoridad y justificar la criminalización de estos sectores. Para el caso tapatío, Anderson (1986, pp. 5-18) reconstruye al criminal prototípico que pobló la penitenciaría de Escobedo: era el hombre joven de clase baja, generalmente ligado a una actividad agrícola, aunque también relacionado con el comercio o la industria, y vinculado a delitos como robos, asaltos violentos, riñas, lesiones, homicidios, entre otros. Resultaba claro que, en términos prácticos, la pobreza se equiparaba con la criminalidad, pues esta era la que poblaba las cárceles. Trujillo (1999, pp. 64-100), por su parte, explora la categorización de gente de trueno, utilizada en la opinión pública de la época, como la otredad del individuo aceptable, lo cual en el fondo constituyó una disputa por el ordenamiento moral de la sociedad. Dicha querella sucedió a través de instrucciones, manuales, discursos, normatividades e instituciones, dando forma a un conglomerado social que estipulaba comportamientos, castigos, exclusiones y permisividades. Así, pertenecer a este grupo “implicaba ser o parecer delincuente y con ello disponer de una mala fama que lo hacía ver frente a la sociedad como asiduo cliente de garitas, cantinas, prostíbulos y barrios bajos” (Trujillo, 1999, p. 124).

De este modo, los bajos fondos tapatíos estuvieron presentes en la opinión pública porfiriana como sitios donde se generaba la delincuencia y se reproducían las personas consideradas peligrosas. Las notas sobre criminalidad partían de la descripción de hechos notables para virar hacia la denuncia, generalmente vinculada a la ineficacia de la autoridad. En ese cúmulo de señalamientos, los policías aparecieron como individuos pauperizados que cargaron con los prejuicios relacionados a las clases populares (de las cuales provenían): considerados corruptos, holgazanes y mal preparados. Sin duda, para las reflexiones cotidianas de la prensa, las fallas del cuerpo policial constituían uno de los ejes para la propagación de la delincuencia en la ciudad.

¿DÓNDE ESTÁ LA POLICÍA?

La prensa porfiriana, como medio de enunciación de las ideas del régimen y en menor medida de sus críticos, se centró en términos generales en reflexionar sobre el progreso y la modernidad. La idea que permeaba era que el país pasaría de ser una sociedad eminentemente rural y atrasada a una urbana, industrial e higiénica. Un país acorde a los tiempos de una elite desprovista de tacto para lidiar con el creciente número de delincuentes y criminales que aparecían en las calles y abarrotaban las cárceles. Lo anterior, en términos de criminalidad y delincuencia, significó la propagación de una dicotomía que marcaría el discurso público: por un lado, se promovió la figura del ciudadano, vigilante de las leyes y el orden; por otro, estaba el transgresor de la ley (su contraposición ideológica) a quien se le achacaron todos los males y vicios posibles, a quien, por supuesto, habría que eliminar, reprimir o encerrar.

La cobertura de esa criminalidad evidenció los contrastes del progreso, pues se construyó un discurso moral que se dedicó a diferenciar a la sociedad porfiriana entre la “gente decente” y sus contrapartes peligrosas (Piccato, 1995, pp. 206-215). En estos diagnósticos se utilizaron argumentos estadísticos y criminológicos “al proponer métodos para cuantificar y evaluar el comportamiento de los delincuentes y desarrollar las bases para una ciencia del delito” (Castillo, 2003, p. 158). Sin embargo, también es posible vislumbrar los prejuicios de raza, clase y género que se vertían en la cobertura periodística sobre el crimen, pues se trataba de representaciones amplias, sin matices, que se vertían para mostrar los “males” y “vicios” del pueblo llano en conjunto.

La producción, circulación y tiraje de los periódicos en el porfiriato aumentó considerablemente respecto a las décadas previas. El bajo precio de estos órganos, así como la costumbre de llevar a cabo lecturas públicas y grupales, aumentaron el impacto que tenían los órganos de prensa en la población general (Aguilar, 2003, pp. 205-312; Palacio, 2006, pp. 39-58; Suárez, 2006, pp. 113-120). En ese tenor, tanto los periódicos oficiales como los llamados jocoserios, los religiosos y los políticos, se ocuparon de describir los hechos criminales que sucedían en la ciudad, así como de etiquetar y representar a sus perpetradores.

La prensa de la capital tapatía dio cuenta sistemáticamente de las acciones delictivas que sucedían en sus colonias, paseos y arrabales. Es importante señalar que esta noción de una “creciente criminalidad” se trata de una cuestión de enfoque; poco a poco, los órganos de prensa fueron ampliando sus textos sobre el tema, lo que daba la sensación de estar ante un fenómeno en incremento. En un primer momento, el tono de estas notas fue de carácter informativo y breve, textos que en una o dos columnas relataban robos, asaltos y otro tipo de actividades violentas. Este tipo de órganos todavía estaban lejos del sensacionalismo de la prensa roja capitalina, que vivió su esplendor hacia el final del régimen y las primeras décadas del siglo xx (en la cual la publicación de imágenes y crudas descripciones fueron su característica principal), véase Tuñón (2018, pp. 39-58).

Aun así, la inclusión de las actividades delincuenciales se convirtió en una constante y, poco a poco, los órganos de la ciudad crearon una sección fija para la cobertura de este tipo de actos, como lo hizo El Cascabel, que sardónicamente tituló a su espacio: “No hay ladrones”. Para dar cuenta justamente de su accionar, este título también evidenciaba el discurso oficialista que pugnaba por asegurar la pacificación del territorio. Tiempo después el mismo periódico aseguraría que “todos los días se enriquece la crónica criminal con nuevos hechos que aumentan el horror que inspiran nuestras torpes autoridades”.3

Los delincuentes tenían un repertorio amplio de acciones, desde los robos nimios hasta los grandes y violentos asaltos. Sobre el primer punto hay una serie de descripciones de robos cotidianos, que se realizaban de manera inopinada y generalmente de noche; presa de estos asaltos son los individuos que solían aparecer por las noches, “como los ebrios o los amantes”. Al respecto, se detalla la historia del joven Pablo, quien mientras esperaba a que su amada saliera por la ventana, no se percató cuando dos ladrones lo tomaron por atrás, lo inmovilizaron, amarraron y lo despojaron de todas sus pertenencias, incluida su ropa. Desnudo y atado a la ventana de su amada, esta salió y se escandalizó por ver tremenda escena.4 Más allá de estas anécdotas que podrían considerarse jocosas, el órgano destaca la impunidad con que se desenvolvían los delincuentes en la ciudad, así como la inoperancia de la policía, ya que el joven Pablo fue encarcelado por caminar en la ciudad “sin otra cosa que un trapo” y los ladrones huyeron con completa libertad.

También se daba cuenta de hechos mucho más serios, en los cuales la violencia fue un elemento central dentro del accionar delictivo. La idea de fondo era destacar la impunidad con la que ladrones y delincuentes en general robaban y violentaban a la población sin ningún castigo para ellos. Por ejemplo, Juan Panadero llevó a cabo una cobertura que daba cuenta, en pequeñas notas, de los principales hechos delictivos ocurridos en la urbe como cuchilladas, riñas y heridas, escándalos, asaltos, suicidios, fugas, entre otros delitos, mostrando un horizonte poco alentador.5 En el mismo tenor, El Cascabel mencionaba: “aquí la anarquía es absoluta; el principio de autoridad no existe ni para aquellos que comen del presupuesto”, dicho desbordamiento del orden oficial provenía del alto índice de criminalidad, de la normalización de la ley fuga y los abusos de la policía.6

Particularmente los robos eran denunciados con especial ahínco por atacar uno de los pilares de la sociedad moderna: la propiedad privada. Las sustracciones en la ciudad se describían como constantes y sistemáticas, ya que los ladrones “pululaban”. Al respecto El Cascabel establecía: “estamos atacados de bandidofobia incurable y no podemos hacer otra cosa que deshagogar [sic] nuestro furor en el gobierno de Jalisco”.7 Un mes más tarde, el mismo órgano vertía el siguiente diagnóstico: “el asesinato, el robo, el plagio, la violación a todo derecho, el estupro, la embriaguez y el adulterio, el peculado, la ley-fuga, la propiedad destruida por la gavilla y por el ratero, la vida constantemente amenazada por el fusil del […] he aquí lo que es Jalisco”.8

Del mismo modo, en las notas era posible encontrar frases que detonaban sentido de indefensión: “se cree generalmente que en la actualidad Guadalajara es el centro de operaciones de una gavilla de rateros muy numerosa y muy audaz, y así lo prueban los frecuentes robos que se verifican en lugares por lo común más vigilados por la policía”.9 A este tipo de acciones se les llamaba robos audaces porque ocurrían “en lugares de la ciudad donde la vigilancia de la policía es más constante”, como aquellos que sucedían en sitios cercanos (a veces en la misma cuadra) de la Inspección General de Policía.10 La idea era destacar el desasosiego, pues ni siquiera en las cercanías de la institución destinada a garantizar la seguridad ciudadana se podía obtener tranquilidad.

En ese tenor, además de denunciar los altos niveles de criminalidad, la prensa procuraba hacer su parte mostrando los datos de ladrones y criminales, ayudando de esta manera en las pesquisas policiales: “por lo que pueda interesar a la policía allá van los datos que se me comunican acerca del autor del robo: Martín Avilés ha ejercido los oficios de barbero y dulcero y además es desertor del 2º Batallón de Artilleros del Ejército”.11 Igualmente, los robos llegaron a tal escala que “las autoridades usaron la prensa para publicar listas de artículos que habían sido robados y posteriormente recuperados” (Bastarrica, 2016, p. 58).

En este sentido, la crítica se dirigía a la autoridad, el diagnóstico se constreñía a evidenciar las carencias presupuestarias, políticas y morales de los gobernantes en turno. Si bien se indicaba la ineficiencia de los distintos niveles de la estructura de seguridad, el principal argumento se concentraba en el desempeño de la policía. Ante esto, Juan Panadero, por su parte, reflexionaba: “crímenes y más crímenes: he aquí lo que hace algún tiempo viene presenciando diariamente esta desventurada sociedad. [...] ¿Tienen la culpa de esa exacerbación del crimen, la negligencia y lo mal organizado de la policía?”.12

Como si fuera una causalidad inherente, las descripciones sobre los hechos delincuenciales venían acompañados de frases que señalaban el poco número de cuicos o argelinos (de esta manera designados en la prensa de la época), así como su ineficiencia para prevenir delitos o incluso apercibirse en las escenas delictivas. Se denunciaba que sólo salían a servicio dos o tres policías por cada cuartel, con lo cual no se podía poner en cintura a “tanto devoto de nuestra Señora de la Uña”.13 En otras ocasiones, se leía que cuando había hechos de sangre la policía permanecía “muy lejos del teatro del crimen, y el muerto, sin enterrar, como dice Cervantes”.14 En los casos de robo domiciliado y la consiguiente denuncia de las víctimas, este cuerpo se quedaba “con el aviso y los ladrones con el robo”.15

De esta manera, tenemos un primer panorama de hacia dónde viraba la reflexión de la opinión pública tapatía, el problema apuntaba principalmente hacia un cuerpo, en términos generales, bajo en números y mal constituido. En ese sentido, existió una serie numerosa de notas que indicaron los abusos, la poca preparación y la inoperancia de los cuicos y su relación con los delincuentes (también llamados en la prensa cacos o aves de rapiña). Lo anterior muestra la intención de generar un cambio a través de la denuncia, proponer una renovación de la estructura policial y sus reglamentos. Por supuesto, también incluía develar la ineptitud y apatía de los enemigos políticos, pero también resultaba imperativo mejorar, según la prensa, en términos civilizatorios, puesto que se pensaba que una sociedad avanzada debería tener una policía eficiente. Por lo tanto, para comprender esa extensa y poco halagüeña cobertura es necesario antes señalar el peso que tuvo la estructura y la conformación de la policía en su desempeño.

EL PROBLEMA DE LA ESTRUCTURA

Las atribuciones relacionadas a la policía fueron transformándose conforme el país transitó de un antiguo régimen hacia una etapa moderna. De acuerdo con Palma (2014, pp. 113-114), para comprender el desarrollo de la institución policial es necesario ponderarla en paralelo con el devenir del Estado moderno. Desde la concepción de antiguo régimen de policía, como actividad de buen gobierno, hasta la institucionalización de una policía de seguridad. Este proceso fue largo, difícil y con muchos contratiempos propios de la inestabilidad política latinoamericana durante la centuria decimonónica.

En el mismo orden de ideas, Hernández (2005) y Pulido (2011), la primera a través de un análisis semántico del concepto y el segundo por medio de los reglamentos, logran visualizar este mismo desarrollo: primero la policía tenía potestades de buen gobierno como la limpieza, el alumbramiento, la cortesía o la urbanidad; poco a poco, a lo largo del siglo xix, la policía comenzó a “mixificar sus significados”, pues la competencia de este cuerpo fue dirigiéndose hacia el orden, la vigilancia y la seguridad. Bajo esta lógica, “el fortalecimiento del Estado y la felicidad de sus habitantes se podrían alcanzar ordenando el espacio y controlando el delito” (Hernández, 2005, pp. 22-23).

Estudios sobre Jalisco dan muestra de un desarrollo similar en términos gruesos. En la época borbónica hubo bandos y normatividades que pretendían regular a través de la policía la higiene de las calles, los horarios del comercio o la regulación del consumo de bebidas alcohólicas, por mencionar algunos ejemplos (Delgadillo, 2010; Rodríguez, 2010). Poco a poco, como se verá más adelante en la prensa, se pondría énfasis en el combate a la criminalidad como atributo casi unívoco de la policía. Sobre lo dicho, es importante destacar que lo anterior no significó la sustitución de una serie de funciones sobre otras, el matiz residió en una convivencia de atribuciones que orilló a la adjetivación del término (por ejemplo, policía de seguridad o de comodidad y ornato) para dar claridad de su potestad específica. Por otro lado, los crecientes clamores por mayor seguridad y castigo se explicaban principalmente por el desarrollo propio de capitales en la ciudad y la necesidad de salvaguardar la propiedad privada burguesa.

Así, en los diferentes reglamentos, decretos y normatividades de policía en Jalisco es posible visualizar una amplia gama de acciones vinculadas a este cuerpo, pero también resulta plausible observar una creciente tendencia hacia la seguridad y la profesionalización. Lo anterior explica cómo en la legislación estatal el cuerpo de policía también experimentó numerosos intentos por mejorar y renovar sus condiciones, su aprovisionamiento y su organización.

Por ejemplo, hacia 1853, el gobernador Jesús López Portillo llevó a cabo el que, hasta ese momento, fue el intento más serio por reformar la policía en Jalisco, con una propuesta (abrevada del ejemplo de la policía francesa) que reorganizaba el cuerpo, establecía reglamentos, jerarquías, salarios, uniformes y armas. La idea era tener una corporación verdaderamente eficaz y moderna. Sin embargo, la intentona cayó en desgracia debido principalmente a que los enemigos políticos del bando conservador acusaron a esta policía de llevar a cabo espionaje; a la debilidad política del ejecutivo estatal; y al subsiguiente pronunciamiento que lo derrocaría (Herrera, 2017, pp. 187-188).

A partir de la década de 1870 se encuentra una tendencia a fortalecer la policía urbana. Una circular de 1872 establecía que en Guadalajara se había “reconcentrado […] mucha gente de mal vivir”, por lo que resultaba necesario reforzar el número de policías con la finalidad de combatir la delincuencia, pero también para evitar “que la prensa siga calumniando a la administración” (Colección, 1982, t. v, pp. 48-49).

Unos años después, en 1882, se publicó el Reglamento para la policía de la ciudad de Guadalajara. En su artículo primero establecía la preferencia que se tenía por las labores de seguridad sobre las de buen gobierno. Al respecto se leía lo siguiente: “Los objetos de la policía son: prevenir los delitos; averiguar y descubrir los que se hayan cometido; aprehender a los criminales, proteger a las personas y propiedades, tanto en el caso de accidentes fortuitos, como en el de daños intencionados, y de cuidar de la higiene del aseo público” (Colección, 1982, t. viii, serie 2, p. 260).

Para cumplir con sus obligaciones, este cuerpo sería supervisado por el jefe político y contaba con un inspector general (designado por el gobierno), quien tendría como inmediatos subordinados a inspectores y subinspectores, y estos, a su vez, a los agentes de policía (estos tres designados por el jefe político).

El inspector general llevaba un control administrativo del personal, de los sujetos aprehendidos (con toda la información vinculada), de los objetos recogidos y de los sujetos sospechosos. Daba parte en un informe del estado de la criminalidad en la urbe. Los inspectores y subinspectores, por su parte, estarían a cargo de los cuarteles designados, llevando y cumpliendo con su buena administración. Por último, los agentes darían rondas vigilando la tranquilidad de la zona, las casas, los edificios, así como las cantinas, hoteles y sitios de “mala nota”. En el siguiente párrafo se resumía su función primordial: “Siendo la prevención de los delitos el principal objeto de la policía, el agente pondrá toda su atención en hacerla eficaz, evitando las riñas cuando empiecen, obligando a los contrincantes a que se separen, y vigilando a los sospechosos para que no cometan robos, desórdenes ni otros atentados” (Colección, 1982, t. viii, serie 2, p. 271).

Resulta evidente que el énfasis se dirigía hacia las labores de seguridad. En ese sentido es que se muestra una primera serie de representaciones críticas sobre la prensa, dirigidas al problema organizacional y la necesidad por renovar el cuerpo. Al respecto, una nota de Juan sin Miedo remitía la “inaudita” inseguridad que reinaba en la capital: “nadie se atreve a salir fuera [sic] de su casa a una hora avanzada de la noche; y esto, naturalmente esparce el descontento de todas las clases sociales”.16

Conviene mencionar que este ha sido un tema recurrente en las reconstrucciones históricas sobre la policía. Por ejemplo, Santoni (1983, pp. 118-123), para su estudio de caso en la ciudad de México, destaca que los procesos de reclutamiento eran poco rigurosos por lo que se incorporaban a individuos con poca preparación y capacidad de servicio, personas consideradas marginales o campesinos que recibían salarios paupérrimos, incluso menciona que los gendarmes tenían que hacer un depósito para mantenerse en la corporación, también había constantes descuentos en los pagos, por lo que era raro que llegaran íntegros. Pulido (2017) coincide en lo esencial al destacar las malas condiciones laborales y los bajos sueldos de un grupo que no dudaba en considerar “socioeconómicamente indistinguible de los sectores populares” (p. 48).

Las representaciones de la prensa sobre la policía tapatía mostraban a los reclutados como los cuicos, los miembros de grupos menos favorecidos, ya que debido al tono ofensivo de la cobertura estos individuos eran mostrados como cernícalos sociales. Sin duda, el término cuico era un adjetivo despectivo, lleno de una connotación clasista e infamante.17 En una nota de Juan Panadero se describía al cuico como proveniente de las clases bajas, ignorante y poco preparado: “¿Quiénes son los cuicos sino individuos sin instrucción ninguna y sin conciencia ni grande ni chica de la misión que tienen a su cargo?” La incorporación a estas actividades, pese a las malas condiciones, bien podía pensarse como un refugio dentro de una situación poco favorable económicamente. En ese sentido, en la misma nota se hacía una crítica al proceso de reclutamiento, pues sólo entraban “aquellos desesperados que no encuentran acomodo en ninguna otra parte, que saben o no quieren trabajar. Para nuestro pueblo, decir cuico es lo mismo que decir desdichado.”18 En el mismo tono despectivo aseguraban que “aquí, con perdón sea dicho y sin ofender a nadie, se baja de los cerros con tambora a los indios de los pueblos, para que de ronden [sic] y porrazo vengan a ser policías”.19

Sobre las malas condiciones laborales, desde 1872 el gobernador Vallarta instruía a los ayuntamientos a cubrir por su cuenta los gastos de sus respectivas policías (Colección, 1982, t. v, pp. 87-89). Esto hacía aún más difícil tener una institución suficiente en número, estable en sus elementos y bien proveída de uniformes y armas, pues el presupuesto en la mayoría de esas poblaciones era mínimo. Lo anterior, tampoco eximía a la policía tapatía, pues hacia los años finales de la década mencionada, Juan Panadero informaba que los llamados argelinos no recibían su sueldo, por lo que amenazaban con estallar una huelga.20 Unos años después, en 1885, se anunciaba que se reduciría el sueldo de los policías debido a su ineficiencia: “porque pitan poco en las noches”.21 Dos años después, en sentido inverso, el Ayuntamiento de Guadalajara solicitaba un préstamo para evitar la reducción programada de 15% del salario de los policías;22 no obstante, meses después, se anunció que el costo de los uniformes se les descontaría de su sueldo, regresando la cantidad cuando estos dejaran la institución.23

El tema de las malas condiciones laborales se puede resumir en un editorial publicado por El Cascabel. En este texto, se hacía una descripción sombría y lastimera del cuerpo policial tapatío de la siguiente forma:

Doscientos hombres poco más o menos, que ganan un miserable y poco seguro jornal; que tienen que pisar con sus pies descalzos el frío empedrado y que dejan penetrar a través de sus andrajos el aire helado de la media noche; que no cuentan más que con un mal fusil para perseguir a los malhechores, expuestos a parecer siempre bajo los tiros de los bien armados bandidos que infestan la multitud de calles que están a su cuidado: eso es la policía en Guadalajara.24

De este modo, se ubica una serie de notas relativas a criticar la estructura policial y no al agente de a pie como tal, este se mostraba entonces como una víctima que entraba en una corporación endeble económicamente y atrasada reglamentariamente: “la policía a pesar de ser poca y mal pagada [...] está muy lista y al tanto de lo que pasa”.25 Según este razonamiento, la mala paga, los uniformes viejos y desgastados, así como la falta de parque (rifles inservibles o en mal estado) desincentivaban el sentido del deber en los agentes. Después de una jornada, “la mayor parte [terminaban] rendidos por un tiempo tan largo de permanecer en pie, se duermen a las primeras horas de la madrugada, dejando que los ladrones hagan su agosto”.26

La solución ante este diagnóstico aciago se encontraba en la completa renovación del cuerpo policial. Estas solicitudes públicas se hicieron más evidentes a partir de la segunda mitad de la década de 1880. En primer lugar, se posicionaba a Guadalajara como una “ciudad primitiva” en términos de su policía, pues esta se encontraba muy atrasada respecto a otros avances tecnológicos (y por ende considerados modernos) con que ya contaba la ciudad: el ferrocarril, la luz eléctrica o las colonias higiénicas, por mencionar algunos.27 En un editorial de Juan Panadero se equiparaba a la policía como “uno de los más grandes elementos constitutivos de la cultura de un pueblo”. Esta, en su acepción moderna, debería contener labores de combate, auxilio y prevención de los delitos; también “la limpieza y el aseo de los sitios públicos, y de corregir y remediar cuanto resulte en perjuicio del vecindario en general”. 28 Dicha reforma a profundidad se llevaría a cabo hasta la expedición del código penal del estado de Jalisco de 1885 y la subsiguiente reorganización del cuerpo. En tanto, durante el periodo analizado en las décadas de 1870-1890 se mantuvo la crítica negativa del accionar cotidiano de los llamados “argelinos” (pues la mencionada reorganización no tuvo un impacto inmediato), la cual se muestra a continuación.

LA CRÍTICA HACIA LOS INDIVIDUOS

En términos generales, en la prensa tapatía, el tratamiento que se le dio a los cuerpos de seguridad fue generalmente negativo, se les describió como ineficientes, escasos e incluso corruptos. En las siguientes representaciones críticas surgía una dicotomía muy clara: el pueblo era víctima en un doble sentido, por un lado, debido a los procaces ladrones y, por otro, por los indolentes policías. Así le sucedió a un rebocero que caminaba por las calles de la ciudad (probablemente en el barrio de San Juan de Dios). A este hombre se le describe como un honrado trabajador que buscaba vender su mercancía para llevar el sustento a su familia, cuando fue atacado violentamente sin que hubiera rastro de un policía en las cercanías.29 La indefensión y victimización surgían como elementos inherentes de los habitantes de la urbe jalisciense.

Del mismo modo, se daba cuenta de un robo a la Parroquia del Pilar, en la cual los cacos entraron libremente sin ninguna resistencia de parte de algún elemento de policía, ante lo cual en la prensa se preguntaban: “¿Y la policía? […] roncaban en buena paz soñando en las próximas elecciones.”30 En ese sentido se reforzaba la visión de representarla como un cuerpo poco preparado. El órgano El Debate reflexionaba al respecto: “Los guardianes del orden público desempeñan admirablemente su cometido; roncan la mayor parte de la noche en tanto los cacos cumplen sus buenas intenciones de aligerar la hacienda agena [sic] en beneficio de la propia.”31

Resulta importante comprender que este tipo de señalamientos tenían, para la opinión pública, el objetivo de posicionar la inseguridad como un elemento central de la agenda política local. Si bien resulta notorio el sesgo alarmista y fatalista de estos textos, lo justificaban en pos de la seguridad de los habitantes. Por ejemplo, en un evento violento donde hubo asesinatos y cuchilladas en el barrio del Retiro, resultó asesinada Isabel Reyes; si bien el perpetrador fue perseguido por un policía, este fue acuchillado siete veces por el bandido. Ante esto, Juan Panadero reflexionaba:

Yo he dicho muchas veces que la policía es impotente para dar garantías a los habitantes de esta capital, y he señalado las causas; que son una, el número verdaderamente insignificante de los guardianes de la seguridad, y la otra, la poca aptitud para desempeñar su cometido como era de desearse. Y si a esto se agrega el hambre y la miseria en que se tiene a los desgraciados servidores del municipio, tendremos las verdaderas causas del incremento del bandidaje y la completa inseguridad que reina en la capital.32

En el mismo sentido, y ante el cúmulo creciente de notas sobre delitos, años más tarde el mismo periódico denunciaba: “nada más grave ni más alarmante que el ver que el orden de una sociedad se altera por causa precisamente de aquellos que están encargadas de conservarlo”.33 En consecuencia, los primeros señalados eran los elementos de la policía urbana, pues, al ser la barrera inicial contra la delincuencia, sobre ellos recaía la responsabilidad al incumplir sus funciones constitutivas. Por lo tanto, para comprender mejor este conjunto de notas críticas se han agrupado en tres ejes analíticos: inoperancia, abuso y excepcionalidades, los cuales se muestran a continuación.

a) Inoperancia policial. Las representaciones sobre la poca eficacia de los cuerpos de policía como un elemento que no podía hacer frente a la delincuencia remitían a un argumento: la mala o nula preparación de los agentes. Como ya se ha mencionado, la mayoría de los individuos que formaban parte de este cuerpo policial provenían de sectores populares y pauperizados. Por lo tanto, se les atribuían las mismas características negativas que históricamente se han vinculado con los pobres (véase Scardaville, 1977; Himmelfarb, 1989), entre los que destacan la holgazanería o poca aptitud para el trabajo y el alcoholismo.

Sobre el primer aspecto, por ejemplo, El Cascabel denunciaba la ineficacia policial al adjetivar de “holgazanes” a los miembros que rondaban en la zona del teatro Degollado. La nota aseguraba que estos representantes del orden solían dormir en ese recinto y en ocasiones dejaban caer sus garrotes poniendo en peligro a los espectadores que deberían estar cuidando. Después se hacía un llamado a las autoridades para prevenir que los policías evitaran dormirse, emborracharse y que tirasen sus armas.34 Juan Panadero también dio cuenta del acontecimiento asegurando que del arma que cayó salió un disparo, lo cual alarmó a la concurrencia: “las señoras gritaban y corrían sin saber dónde meterse, creyendo que aquello era un pronunciamiento”.35 Años después, la misma publicación referiría un caso muy similar, de lo cual puede inferirse que se trataba de una práctica recurrente, y ante lo cual se lamentaba: “ya no es posible divertirse tranquilamente en el teatro”, proponiendo, en su peculiar tono editorial, la siguiente solución: “que nos regalen un sombrero de hoja de lata para cuidar la mollera”.36

Otro elemento con el que se vinculaba a los agentes era la embriaguez, uno de los hábitos más criticados por el régimen porfiriano, pues se relacionaba con el desbordamiento de pasiones por parte de los sectores populares. En este sentido, las representaciones iban desde las descripciones lastimeras, como la de un policía borracho que daba batacazos al caminar y se caía por los suelos: “ensangrentado, sucio, baboso y vacilante”,37 hasta asociar el consumo del alcohol con el mal desempeño.38 Así, se enlazaban estos atributos a la inoperancia de este cuerpo, lo cual era el punto central de la denuncia periodística. No sólo era llevar a cabo descripciones adjetivadas negativamente, sino evidenciar que había problemas de fondo. En el mejor ánimo utilitarista, si los policías no realizaban bien su trabajo era porque se encontraban en situaciones lamentables y su preparación era deficiente. De este modo, se pueden leer notas que van desde la pérdida de un arma por parte de un elemento que se quedó dormido, en las cuales se solicita que él mismo pague por su descuido,39 hasta otros casos en los cuales los policías no entendieron bien los reglamentos que prohibían la venta de vino a partir de las 10 de la noche, por lo que estuvieron sacando a los hombres de las cantinas desde temprano en la tarde.40

Conforme las notas de prensa al respecto se aglutinaban, había algunos periódicos que llevaban a cabo juicios verdaderamente severos contra esta corporación. Por ejemplo, La Conciencia Pública, ante un caso en el cual una familia que paseaba una noche en el tranvía de Mexicaltzingo al Santuario, fue atacada por un grupo de ladrones y, posteriormente, por los policías (que confundieron a los ciudadanos con los delincuentes) afirmaba: “verdaderamente inmoral, escandalosa e inepta es la policía. Ganaría más la ciudad sin sus actuales guardianes, pues sólo sirven para fomentar los desórdenes y para dejar ir a los asesinos y ladrones.”41 Relacionado con lo anterior, un año después El Cascabel aseguraba: “por esto es que la inseguridad no puede ser más completa, por esto [es] que diariamente haya nuevos crímenes que vienen a aumentar el número tan considerable de los ya cometidos”.42

b) Abusos policiales. La mala preparación y los hábitos moralmente reprobables se vinculaban como explicaciones causales para estos excesos. Este aspecto, el sesgo coercitivo y opresor ha sido también detectado en otras latitudes, por ejemplo, en la ciudad de México, se tienen registros de atropellos, arbitrariedades y excesos cometidos por policías, ya sea propagando golpes o exigiendo tragos bajo amenazas de multas (Santoni, 1983, pp. 110-111; Pulido, 2014, pp. 87-92).

Para el caso tapatío estas tropelías abarcaban un amplio abanico de actividades desde insultos, asesinatos arbitrarios de mascotas y arrestos injustos,43 hasta golpizas.44 Sobre este último punto, Juan Panadero, ante el caso de abuso del policía Pablo Alcántar hacia Juan Martínez (quien terminó en el hospital y después muerto), reflexionaba sobre la portación de armas y el uso correcto que debería dárseles a estas: “el arma que portan es para hacerse respetar en caso necesario, pero no para que abusen de la fuerza que se pone en sus manos con objeto de que den garantías a los ciudadanos”.45 Un año después, en el mismo tenor, El Debate afirmaba: “la policía no tiene derecho para maltratar de ninguna manera a los ciudadanos aunque estos sean los mayores criminales del mundo”.46 Particularmente graves se consideraban aquellas situaciones en las cuales el exceso de la fuerza conllevaba la muerte de aquellos que la padecían, como el caso de Juan Olmos que recibió una serie de golpes por parte de miembros del cuartel número 7, pese a que el individuo fue trasladado al hospital, feneció dos días después del acontecimiento.47

Es importante señalar que la totalidad de notas sobre abusos policiales se dirigían hacia individuos pertenecientes a los sectores populares; es decir, no se encuentran denuncias de atropellos contra personajes prominentes o con cierto rango de poder. Por ejemplo, en una nota se narra el caso de un sargento que tomó por la fuerza a una mujer en la calle. Mientras esta gritaba, el agente más cercano, quien presenció el acto, no intervino en absoluto.48 Lo anterior fue percibido por comentaristas de la época que caracterizaban al cuerpo policial en una doble acepción, abusiva hacia los pobres y sumisa ante las clases altas: “la policía se ha constituido en azote de los pobres, por aquello de que no hay peor cuña que la del propio palo”.49 Unos años después, Juan sin Miedo publicaría una caricatura que mostraría gráficamente este punto: en un par de viñetas los agentes auxilian a unos canes, mientras en la segunda imagen se muestran indiferentes ante un acontecimiento delictivo en el cual una persona termina en el suelo (véase imagen 1).

Imagen 1. Caricatura de la policía de Guadalajara*

* Si bien la fuente sale estrictamente de la temporalidad propuesta, considero que es relevante para reforzar el punto en cuestión.

Fuente: Juan Sin Miedo, Guadalajara, domingo 28 de octubre de 1894, tomo 1, núm. 7, p. 3.

 

La idea de fondo es destacar que gran parte de estos abusos también ocurrían debido a que los policías urbanos desconocían las atribuciones y límites de su ejercicio profesional, por lo que muchas de sus acciones estaban dirigidas por percepciones socioculturales. En este sentido, Pulido (2014, pp. 93-94), para su estudio de caso, encuentra un criterio disímil en cuanto a la aplicación de los reglamentos. Por lo tanto, la percepción de que las leyes se podían estirar, que se podía tener una actitud laxa ante la rigidez teórica de la normatividad, resultaba palpable en la práctica cotidiana. De este modo, se comprenden notas que aseguraban que los cuerpos de seguridad aprovechaban su accionar y sus atribuciones para su beneficio,50 como el caso de un agente que solicitaba siete pesos para liberar a un menor que había sido arrestado.51

c) Excepcionalidades: los buenos policías. Aunque minoritarias, también existieron notas que mostraron a los policías cumpliendo con su deber de forma eficiente. En este caso, cabe señalar que se trataba de una situación excepcional si se comparan con el sesgo que tenía el resto del corpus documental aquí analizado. Las acciones iban desde atenciones oportunas al auxilio de familias que estaban siendo asaltadas o aprehensiones en el acto cuando se estaban realizando peleas callejeras.52 En general, los elogios eran más bien parcos, sin florituras. Se trataba de reconocer cuando se realizaban acciones que combatieran la delincuencia en la ciudad.53 No obstante, se podían encontrar frases que pese al reconocimiento también introducían la sorna. Por ejemplo, sobre la descripción del arresto in fraganti de un par de ladrones en el barrio de Santa Mónica, Juan Panadero comentaba: “así me gusta la policía y no dormilona como lo es en otras ocasiones”.54

Otras descripciones tenían un tono más ceremonioso. Ante un combate entre ladrones y policías sucedido en el barrio de San Juan de Dios y en el cual hubo muertos de ambas partes, El Cascabel escribía: “¡Oh! respeto a los polizontes; cuan alto te hallas [sic] en la conciencia del crimen.”55 Las descripciones anteriores, por su carácter minoritario, no tuvieron un peso decisivo al momento de ponderar el sentido de la cobertura sobre el accionar policial en la ciudad; sin duda, se trataba de acciones aisladas, de algunos agentes arrojados. Tampoco estas notas desestimaban las pírricas condiciones en las que estos llevaban a cabo su trabajo o la poca preparación del cuerpo en su conjunto. De este modo se realizaba la agnición hacia una institución controvertida, de la cual se prodigaron más las críticas que los elogios.

CONCLUSIONES

Dentro de la creciente cobertura periodística sobre la criminalidad en Jalisco durante el siglo xix, es posible identificar algunas características. En primer lugar, conforme pasaron las décadas de dicha centuria, existió una tendencia a privilegiar al delincuente urbano sobre el bandido rural, se pasó de las narraciones extraordinarias de grandes gavillas tomando pueblos al cúmulo de pequeñas acciones que en su conjunto configuraban un panorama de inseguridad creciente. En segundo lugar, el desigual crecimiento urbano y la convicción de las clases altas por salvaguardar sus capitales generaron una cobertura alarmista en la cual destacaba el policía como uno de los más recurrentes elementos para explicar el fenómeno de las representaciones periodísticas sobre una creciente criminalidad en la capital jalisciense. En tercer lugar, se pugnó porque la policía se concentrase cada vez más en combatir a esos delincuentes, por lo que, poco a poco, se fue privilegiando el sesgo punitivo como elemento constitutivo del cuerpo.

A partir de ello, y para contextualizar las notas de prensa sobre el tópico en cuestión, es necesario comprender que los señalamientos sobre la policía evidenciaron las carencias estructurales de la corporación en su conjunto: malos salarios, un proceso de reclutamiento deficiente y, en general, una serie de condiciones laborales poco envidiables. Estos elementos dieron pie a una serie de reflexiones que posicionaron a la policía de una ciudad como sucedáneo de un elemento civilizatorio, por lo que era necesario virar en dirección a la profesionalización para llevar a cabo dicho avance. En el mismo tenor, las constantes ideas y proyectos sobre la renovación del cuerpo policial fueron, como se ha mencionado, privilegiando el aspecto punitivo de la institución.

Las líneas anteriores dan cuenta de un cuerpo de seguridad mal preparado y poco aprovisionado para cumplir con su función de combatir la criminalidad. En ese sentido, su poca profesionalización explicaba, según la cobertura periodística, el alto número de casos de abusos, violencia y mala aplicación del reglamento. Esta situación derivó en resaltar la idea de una doble orfandad de la ciudadanía tapatía. Por un lado, por el incremento de delitos; por el otro, porque la policía urbana no los combatía (cuando no se extralimitaba en sus acciones).

Las particularidades del caso de las representaciones de la policía tapatía se encuentran, por un lado, en que constituyen un ejemplo de cambio en la cobertura periodística sobre la criminalidad, lo que no ocurre en las grandes capitales que siempre mantienen una constante y evidente atención en su espacio. En este caso, la prensa de finales de siglo se concentró principalmente en lo que sucedía en su capital. Por otro lado, a diferencia de otros estudios de caso que dan cuenta de los procesos de reclutamiento o reglamentos, aquí se puede observar una cobertura en dos niveles, el primero hacia lo estructural (organizaciones, salarios, la crítica al cuerpo en su conjunto) y el segundo individual (los agentes mal preparados y abusivos), incluso se utilizaron términos como cuicos o argelinos para caracterizarlos. Evidentemente, la crítica se dirigía al gobierno en general y las sugerencias iban en pos de mejorar las condiciones del cuerpo, pero también es importante señalar que estas representaciones mostraban los sesgos de una prensa que atribuía a los agentes las mismas características “esencialmente negativas” que se les proveía a los grupos populares tapatíos de la época.

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1                             A lo largo de este escrito se utiliza el término de policía o agente para designar al elemento urbano, expresiones utilizadas en el reglamento y la opinión pública. La noción de gendarme, por lo menos en el ámbito jalisciense de la época, aparecía vinculado a elementos de seguridad del ámbito rural.

2                             La Conciencia Pública, miércoles 25 de febrero de 1880, t. i, núm. 1, pp. 3-4.

3                             El Cascabel, martes 16 de agosto de 1881, t. ii, núm. 30, pp. 2-4.

4                             La Conciencia Pública, martes 13 de abril de 1880, t. i, núm. 7, p. 4.

5                             Por ejemplo, véase Juan Panadero, jueves 17 de enero de 1889, t. xv, núm. 1993, p. 2; Juan Panadero, Guadalajara, jueves 24 de enero de 1889, t. xv, núm. 1995, p. 2.

6                             El Cascabel, martes 12 de julio de 1881, t. ii, núm. 24, pp. 1-2.

7                             El Cascabel, martes 12 de julio de 1881, t. ii, núm. 24, p. 3.

8                             El Cascabel, martes 2 de agosto de 1881, t. ii, núm. 27, pp. 1-3.

9                             Juan Panadero, domingo 11 de agosto de 1889, t. xv, núm. 2053, p. 3.

10                           Para ejemplos de robos audaces, véase Juan Panadero, jueves 7 de julio de 1887, t. xv, núm. 1550, p. 3; Juan Panadero, domingo 9 de junio de 1889, t. xv, núm. 2034, p. 2.

11                           Juan Panadero, jueves 11 de julio de 1889, t. xv, núm. 2043, p. 3.

12                           Juan Panadero, jueves 12 de junio de 1879, t. ix, núm. 713, p. 3.

13                           Juan Panadero, jueves 12 de febrero de 1880, t. ix, núm. 783, p. 2.

14                           Juan Panadero, domingo 26 de mayo de 1889, t. xv, núm. 2030, p. 3.

15                           Juan Panadero, jueves 6 de junio de 1889, t. xv, núm. 2033, p. 3.

16                           Juan sin Miedo, sábado 2 de junio de 1877, t. i, núm. 12, p. 3.

17                           Juan Panadero, domingo 30 de mayo de 1886, t. xv, núm. 1437, p. 2.

18                           Juan Panadero, jueves 25 de julio de 1889, t. xv, núm. 2047, p. 1.

19                           Juan Panadero, domingo 30 de mayo de 1886, t. xv, núm. 1437, p. 2.

20                           Juan Pandero, martes, 12 de agosto de 1879, t. ix, núm. 834, p. 3.

21                           Juan Panadero, domingo 19 de julio de 1885, t. ix, núm. 1347, p. 2.

22                           Juan Panadero, domingo 24 de abril de 1887, t. xv, núm. 1530, p. 3; Juan Panadero, jueves 5 de mayo de 1887, t. xv, núm. 1533, p. 3.

23                           Juan Panadero, jueves 7 de julio de 1887, t. xv, núm. 1550, p. 3.

24                           El Cascabel, martes 15 de febrero de 1881, t. ii, núm. 3, pp. 1-2.

25                           Juan Panadero, domingo 10 de febrero de 1889, t. xv, núm. 2000, p. 3.

26                           Juan Panadero, jueves 20 de noviembre de 1890, t. xv, núm. 2275, p. 2.

27                           Juan Panadero, jueves 25 de julio de 1889, t. xv, núm. 2047, p. 2.

28                           Juan Panadero, domingo 30 de mayo de 1886, t. xv, núm. 1437, p. 2.

29                           La Conciencia Pública, martes 27 de abril de 1880, t. 1, núm. 9, p. 4.

30                           El Debate, viernes 14 de mayo de 1880, t. 1, núm. 12, p. 4.

31                           El Debate, martes 18 de mayo de 1880, t. 1, núm. 13, p. 4.

32                           Juan Panadero, jueves 14 de octubre de 1880, t. x, núm. 852, p. 3.

33                           Juan Panadero, domingo 28 de julio de 1889, t. xv, núm. 2048, p. 3.

34                           El Cascabel, martes 8 de febrero de 1881, t. ii, núm. 2, pp. 3-4.

35                           Juan Panadero, domingo 30 de enero de 1881, t. x, núm. 883, p. 2.

36                           Juan Panadero, jueves 22 de diciembre de 1887, t. xv, núm. 1600, p. 2.

37                           Juan Panadero, jueves 5 de septiembre de 1889, t. xv, núm. 2060, p. 3.

38                           Véase, por ejemplo, Juan Panadero, jueves 1 de mayo de 1879, t. ix, núm. 701, p. 3; Juan Panadero, jueves 16 de mayo de 1889, t. xv, núm. 2027, p. 3.

39                           Juan Panadero, domingo 3 de julio de 1887, t. xv, núm. 1549, p. 2; Juan Panadero, jueves 7 de julio de 1887, t. xv, núm. 1550, p. 2.

40                           Juan Panadero, domingo 10 de abril de 1887, t. xv, núm. 1526, p. 3.

41                           La Conciencia Pública, martes 29 de mayo de 1880, t. 1, núm. 13, pp. 2-4.

42                           El Cascabel, martes 19 de julio de 1881, t. ii, núm. 25, pp. 2-3.

43                           Juan Panadero, jueves 12 de mayo de 1887, t. xv, núm. 1535, p. 3; Juan Panadero, jueves 16 de mayo de 1889, t. xv, núm. 2027, p. 2; Juan Panadero, jueves 6 de marzo de 1890, t. xv, núm. 2147, p. 2.

44                           Juan Panadero, jueves 5 de junio de 1890, t. xv, núm. 2173, p. 2.

45                           Juan Panadero, jueves 26 de junio de 1879, t. ix, núm. 717, p. 2.

46                           El Debate, viernes 19 de marzo de 1880, t. 1, núm. 5, p. 3.

47                           Juan Panadero, jueves 14 de diciembre de 1882, t. xi, núm. 1078, p. 2. Un caso similar de abuso y muerte se puede encontrar en Juan Panadero, domingo 31 de julio de 1887, t. xv, núm. 1558, p. 2.

48                           Juan Panadero, domingo 1 de septiembre de 1889, t. xv, núm. 2059, p. 3.

49                           Juan Panadero, jueves 25 de julio de 1889, t. xv, núm. 2047, p. 1.

50                           La Conciencia Pública, Guadalajara, miércoles 25 de febrero de 1880, tomo I, núm. 1, pp. 3-4.

51                           Juan Panadero, Guadalajara, jueves 31 de octubre de 1889, tomo XV, núm. 2103, p. 2.

52                           El Debate, viernes 21 de mayo de 1880, t. 1, núm. 14, p. 4.

53                           El Debate, viernes 4 de junio de 1880, t. 1, núm. 17, p. 4.

54                           Juan Panadero, domingo 24 de abril de 1887, t. xv, núm. 1530, p. 3.

55            El Cascabel, martes 22 de marzo de 1881, t. ii, núm. 8, pp. 3-4.

*                             Doctor en Historia por El Colegio de Michoacán. Líneas de investigación: historia sociocultural del delito, historia de las estadísticas.