10.18234/secuencia.v0i114.1896
Dossier
Temor ante el presunto antiespañolismo de las colonias
sublevadas:
la independencia rioplatense
en la novela Sofía y Enrique (1829),
de Vicenta Maturana
Fear of the Alleged anti-Spanishness of Rebel Colonies: The Independence of the River Plate Region in the Novel Sofía and Enrique (1829), by Vicenta Maturana
Javier Muñoz de Morales Galiana1* https://orcid.org/0000-0002-4988-9280
1Universidad de Cádiz, España javier.munozdemorales@uca.es
Resumen:
A principios del siglo xix, las tentativas independentistas del territorio rioplatense fueron contempladas con el más absoluto desdén por los afines al régimen de Fernando VII. La prensa peninsular de aquellos años ofrecía una visión completamente parcial del conflicto, y lo mismo ocurrió con la literatura. En el presente trabajo analizamos la novela Sofía y Enrique, de Vicenta Maturana, compuesta en 1825 y publicada en 1829. Lo que la autora de esta obra plantea no es tanto una denuncia a los revolucionarios por ser desleales al rey, sino por promover en el territorio americano un sentimiento antiespañolista que pasa por excluir, marginar y atacar a toda persona que provenga de la península. La importancia de este texto residiría, por tanto, en consolidar un discurso imperialista basado en el victimismo, por compadecerse de los españoles que quedan expulsados de un territorio que antaño habría estado dominado por su mismo monarca.
Palabras clave: independentismo rioplatense; imperialismo español; nacionalismo; antiespañolismo; colonialismo.
Abstract:
At the beginning of the 19th century, the independence attempts of the River Plate territory were viewed with the most absolute disdain by those related to the regime of Fernando VII. The peninsular press of those years offered a completely partial view of the conflict, and the same happened with literature. In the present work we analyse the novel Sofía y Enrique, by Vicenta Maturana, composed in 1825 and published in 1829. What the author of this work raises is not so much a denunciation of the revolutionaries for being disloyal to the king, but for promoting an anti-Spanishist sentiment in the American territory that happens to exclude, marginalize, and attack any person who comes from the peninsula. The importance of this text would lie, therefore, in consolidating an imperialist discourse based on victimhood, for sympathizing with the Spaniards who are expelled from a territory that once would have been dominated by their own monarch.
Keyword: River Plate independence movement; Spanish imperialism; nationalism; anti-Spanishism; colonialism.
Recibido:
10 de septiembre de 2020 Aprobado: 13 de mayo de 2022
Publicado: 6 de diciembre de 2022
El presente artículo pretende estudiar la reacción peninsular al sentimiento antiespañolista que empezaba a surgir en las colonias sublevadas a principios del siglo xix. Para ello, nos hemos centrado en una novela compuesta en 1825 y publicada en 1829, que aborda los sucesos acaecidos en el virreinato del Río de la Plata: Sofía y Enrique, de Vicenta Maturana. Con este fin, partiremos de una visión general sobre las perspectivas que en ese momento predominaban en España al respecto. Después, nos centraremos en el texto en sí y veremos de qué manera se representa ahí la independencia colonial. Justificaremos, a continuación, por qué consideramos que la novela se refiere al virreinato del Río de la Plata y no a otro. Finalmente, analizaremos de qué modo el nacionalismo pudo condicionar ese punto de vista.
LA INDEPENDENCIA RIOPLATENSE BAJO LA MIRADA REALISTA
Las tentativas independentistas del Río de la Plata se empezaban a intuir cuando en 1810 rehusaron enviar representantes a las Cortes de Cádiz (León Maestre, 2019, p. 192). Esta primera muestra de hostilidad culminaría el 18 de mayo de ese mismo año, momento en el que estalló la que se conocería como guerra de la Independencia Argentina, que se extendería hasta 1825, y que confrontó el incipiente estado conocido como Provincias Unidas del Río de la Plata contra la corona española.1 Una de las principales consecuencias de dicho conflicto fue la caída del antiguo virreinato del Río de la Plata en el año 1814, con la rendición del capitán Gaspar de Vigodet a los insurgentes comandados por Carlos María de Alvear (Tous Meliá, 2007). El nuevo gobierno estaría guiado por una “visión antiespañolista” (García de Flöel, 2000, p. 200), que más adelante buscaría borrar toda la herencia cultural española (Saralegui Benito, 2021), pero que no partía, en realidad, de un desprecio a España como nación, sino a España como estado ineficaz que no había logrado satisfacer sus necesidades (Barón Castro, 1945, pp. 17-18). Este enfoque hispanófobo sería el dominante entre los intelectuales argentinos posteriores, sobre todo a partir de 1837 (Rama, 1982, pp. 91-93); por el contrario, la falta de información objetiva a la que se podía acceder en territorio ibérico desataría las miradas más críticas de los eruditos peninsulares.
La gravedad de este acontecimiento se explica si atendemos a que ese territorio era uno de los “núcleos vitales del imperio español”, junto al Alto Perú y los Llanos del Orinoco (Jover Zamora, 1999, p. 41), y la prensa española de la época no tardó en hacerse eco de estos sucesos. Juan Goytisolo (2010) ha estudiado que el exiliado Blanco White, en El Español, tuvo una mirada muy empática, pero no fue lo más habitual. Algunos hechos acontecidos en dicha guerra fueron referidos de un modo por completo parcial; en el Diario Balear, por ejemplo, se afirma que “el general Valdés ha arrollado en Salta un cuerpo entero de tropas rebeldes pertenecientes a los llamados independientes, y que el desleal coronel que lo capitaneaba ha caído en manos de las valientes tropas del rey”; a renglón seguido se comenta que tal suceso “ha ocasionado una grande alarma en Buenos Aires, donde precipitadamente, y sin asegurarse del hecho, por sólo noticias vagas, habían publicado por gaceta extraordinaria lo contrario”2 (cursivas mías).
Por el uso de la adjetivación apreciamos un furibundo desprecio hacia los enemigos de Fernando VII, y un apoyo incondicional a este último. Quienes luchan por las Provincias Unidas son los “llamados” independentistas, poniendo en duda su causa; el coronel que los comanda es “desleal”, y las tropas a las que se enfrenta son, en cambio, “valientes”. Aún más significativo y radical es el testimonio que podemos encontrar, también en 1825, en el Diario Económico y Mercantil de Cataluña, de un español refugiado en Brasil, que comenta lo acaecido en territorio rioplatense:
Una carta escrita por un comerciante español refugiado en el Brasil se expresa así: […] yo que he vivido en Buenos Aires en los tiempos de su prosperidad durante el legítimo gobierno del rey, yo que en 35 años que he habitado allí jamás he oído otros tiros que los de los cazadores, ni otras desavenencias que los insignificantes chismes entre vecinos, yo he presenciado después el destierro de infinitos, el despojo de las propiedades adquiridas por una larga industria, la furia y el encarnizamiento de las facciones; yo he visto la guerra y la matanza en las calles, a los soldados sedientos de sangre asesinándose unos a otros, a los hijos delatando a sus padres por ser europeos; he visto la abundancia de aquel célebre país ser reemplazada por la miseria, y en suma los odios, los tumultos, las ejecuciones sangrientas, la desmoralización y el cúmulo de desventuras que arrastran tras sí las revoluciones. He sido testigo de lo que era Buenos Aires en la pacífica época de la que hablo, y de lo que es hoy. Comparo, y como soy viejo y experimentado no puedo admirarme bastante de los delirios de los hombres, ni lamentar la triste suerte de un país donde se gozaba entonces la felicidad de los primeros siglos3 (cursivas mías).
Este texto opone, por un lado, una idílica realidad en la que presuntamente se encontraba aquel lugar antes de la independencia, bajo el mando de un rey considerado, de nuevo, “legítimo”; la zona se considera previamente pacífica, en la que no se oían “otros tiros que los de los cazadores”, pero las facciones contrarias al monarca están domadas por “la furia y el encarnizamiento” y se sirven de “las revoluciones sangrientas”. Especialmente llamativo es el hecho de que los hijos se vuelvan contra los padres “por ser europeos”; adviértase aquí cierto victimismo que pasa por considerar a los revolucionarios personas capaces de una violencia extrema e irracional, que no cargan sólo contra sus enemigos directos, sino que también se posicionan en contra de toda persona a la que no consideren de su territorio.
La lejanía geográfica con respecto a Sudamérica cohibía hasta cierto punto la perspectiva que de este tema pudieran tener los habitantes de la península, cuya opinión debía estar condicionada por esta clase de comentarios difundidos en la prensa. Los periódicos argentinos, por el contrario, ofrecían la visión contraria, y supusieron uno de los principales focos de propaganda antifernandina (Labra López, 2019, p. 200), pero quienes desde un principio apoyaron incondicionalmente a la monarquía de Fernando VII contaron, además, con un sesgo que los tuvo que hacer más proclives a acatar esta visión parcial del conflicto rioplatense. Los que además trataron este asunto ya no en prensa, sino en literatura, tuvieron mayor libertad aún para disponer los hechos del modo más conveniente a fin de ofrecer una visión partidista, arbitraria y muy poco objetiva.
Tal es el caso de la escritora que aquí nos ocupa: Vicenta Maturana y Vázquez (1793-1859),4 llamada también Vicenta Maturana “de Gutiérrez” por su matrimonio con el coronel Joaquín Gutiérrez. Su padre, Vicente Maturana y Altemir, también era militar; en concreto, mariscal de campo y director general de artillería. Además de esto, ella misma fue, antes de casarse, camarista de la reina Isabel Luisa de Braganza, y más delante de María Josefa Amalia de Sajonia. Si su perfil biográfico nos podría permitir intuir cierta afinidad con la monarquía de Fernando VII –y, por consiguiente, con las tropas realistas–, a ello también apunta su poemario Ensayos poéticos, donde observamos sonetos laudatorios a las reinas y otras personalidades de la casa real, así como un revelador poema titulado La despedida, con probable inspiración autobiográfica: “Adiós, mi caro esposo, / marcha con pecho fuerte / a despreciar la muerte, / y a mezclarte en la lid. / Del Rey y de la patria / el interés sagrado / reclaman un soldado / decidido cual tú” (Maturana de Gutiérrez, 1828, p. 48). Pero la autora, cuya familia militar era carlista, siempre intentó mantenerse discreta y evitar ser explícita en sus posiciones ideológicas (Rueda, 2021, p. 15), lo que nos impide ser conclusivos al respecto.
Aun así, la postura política que pudo tener en relación con el conflicto rioplatense puede en cierto modo atisbarse en su novela Sofía y Enrique, una obra compuesta, de hecho, también en 1825.5 Como narración es una obra que parte de presupuestos típicamente dieciochescos, aunque mezclándolos con fórmulas del relato bizantino; no obstante, y más allá de lo meramente literario, el interés que tiene respecto al asunto que estamos tratando es capital. Cantos Casenave (2011) ya advirtió que la acción “se sitúa en una época coetánea a la de los lectores, la de las luchas de las provincias americanas por la Independencia de España” (p. 224). En ese punto se aleja de la indeterminación espaciotemporal típica del género bizantino, ya que, como explica Rueda (2021, pp. 51-53), pone también especial énfasis en recrear las costumbres de esa zona de América en ese momento histórico. Detenernos sobre esta obra, por tanto, nos permitirá atender en mayor medida al punto de vista que en la España de aquellos años había en relación con el problema rioplatense, y cómo el nacionalismo incipiente podía condicionar esta visión. Las ideas que Vicenta Maturana pudo plasmar en este texto supondrían, de entrada, un reflejo del discurso oficial del poder que pudiera haberse impuesto en aquellos años, pero también una reelaboración de ese discurso a fin de pretender mover al público menos informado a una postura más definida.
LA INDEPENDENCIA COLONIAL EN SOFÍA Y ENRIQUE
El argumento de la obra, quitando lo tocante a las colonias, no ofrece mayor interés, en tanto que supone una recopilación de tópicos ya habituales en la narrativa bizantina y en la dieciochesca, moldes de los que se distancia sobre todo por su trasfondo histórico (Rueda, 2021, pp. 51-53). Rueda (2001) también habla de esta novela como ejemplo de la narrativa incipiente en la que “la información histórica y antropológica de mundos nuevos se incorpora a la novela, cada vez menos como un excursus y más fundida a una acción principal” (p. 129). El texto refiere, sobre todo, la historia de dos enamorados pertenecientes a distintos escalafones de la nobleza española, cuyo enlace se ve truncado por la autoridad paterna. El padre de Sofía, gobernador de una de las provincias sudamericanas, está en contra de que su hija se case con su amado, pero es encarcelado acusado de un delito que no había cometido. Enrique, entonces, viaja a Sudamérica para recopilar pruebas que demuestren la inocencia de su futuro suegro. Tras muchas dificultades, logra llevar a cabo su objetivo y granjearse la aprobación de quien antes se oponía a su matrimonio. La boda, finalmente, se lleva a cabo con la consiguiente felicidad de los protagonistas.
Lo destacable aquí ya no es tanto la trama principal de la novela como lo relativo a Sudamérica, que no solamente trae a colación una traslación geográfica típica del género, sino que también supone la inserción de acontecimientos históricos contemporáneos a la autora. La obra, por este motivo, bien podría ser considerada como “novela histórica”, aunque de tema contemporáneo, porque formalmente estaría muy lejos de las narraciones a imitación de Scott que tan recurrentes serían durante el Romanticismo español. Sin llegar al detalle costumbrista que sería habitual en la España de años posteriores, en la obra vemos cierto esfuerzo por recrear una cultura concreta en un momento histórico determinado. Cantos Casenave (2011) ha llamado la atención sobre algunos de los elementos introducidos en la narración con motivo del viaje a Sudamérica, a saber, “la prisión que padece Enrique a manos del ‘gobierno insurgente’, el viaje que realiza luego a través de La Pampa, la pintura de los gauchos, de las estancias o chácaras, los mulatos y esclavos, la captura de reses a lazo” (p. 225). Más allá de la ficticia historia principal sobre los amores de quienes dan título a la obra, conviene prestar atención a los hechos reales diseminados a lo largo del relato, para de este modo poder acotar el pensamiento de la autora en relación con algunos acontecimientos contemporáneos a ella misma.
A poco de comenzar la novela, el narrador nos indica, en relación con Sofía, que “Su padre hacía cinco años que se hallaba en el nuevo mundo, desempeñando una comisión de su Soberano de la mayor importancia” (p. 137, cursivas mías). Lo sugerente de este comentario se acentúa si atendemos a sus connotaciones. El problema de la independencia nos consta que está tratado en esta obra; sabiendo esto, no podemos sino considerar la posibilidad de que esa comisión “de la mayor importancia” pueda estar relacionada. No es baladí el hecho de que al inicio de su relato la autora introduzca a “su Soberano”, esto es, a Fernando VII; por mucho que la narración entera gire en torno a los amores de dos personajes ficticios, al lector más atento le habrá de constar que, al menos de fondo, la narración reflejaría un problema estatal cuyas repercusiones irían más allá de la esfera personal de los protagonistas. A poco de avanzar el relato se nos da información precisa de los principales sucesos que están teniendo lugar en la España de la novela:
La provincia en que se hallaba el conde era una de las más internas de la América del Sur; largo tiempo hacía que no se recibían noticias de aquel paraje, y las últimas presentaban sobrados motivos de inquietud: por fin, una embarcación llega, conduciendo los detalles más funestos, y que justifican estos temores: la provincia entera se ha sublevado, y corriendo por ella el espíritu de rebelión y de desorden, las autoridades han sido depuestas y sacrificadas, así como una gran parte de españoles europeos asesinados y perseguidos entre los gritos de independencia y libertad (p. 152).
Si en un comienzo no queda claro en qué podía consistir esa comisión “de la mayor importancia” encomendada al conde, los sucesos relatados en este fragmento nos permiten intuirlo. Los “motivos de inquietud” que la provincia en cuestión presentaba nos podrían llevar a deducir que la misión dada al padre de Sofía podía tener relación con la inminente sublevación que acababa de tener lugar. En cualquier caso, adviértase que no termina de quedar claro a qué provincia concreta se está refiriendo el narrador, ni si está haciendo alusión a un territorio real o a uno imaginado; sólo se habla de una provincia “de las más internas de América del Sur”. Más adelante veremos que las alusiones a la Pampa y a los gauchos, ya señaladas por Cantos Casenave (2011), nos llevan a pensar necesariamente en el virreinato del Río de la Plata; por lo pronto, llamativo es el hecho de que se refiera a los “españoles europeos” en alusión a los habitantes de la península. Como vimos, el Diario Económico también utilizaba el término “europeos” para referirse a los españoles considerados enemigos por quienes querían la independencia de la provincia rioplatense, en alusión a los habitantes peninsulares, ubicados geográficamente en Europa. Los revolucionarios de la novela, por tanto, también habrán de utilizar el lugar de procedencia para determinar quién es y quién no es el enemigo.
Poco después vuelve a haber evidencias sobre la vinculación de la misión encomendada al padre de Sofía respecto al estallido independentista: “una nueva embarcación confirma estas noticias, añadiendo pormenores que no la dejan dudar, y que especifican la muerte del conde, sacrificado en medio del alboroto, y haciendo inútiles esfuerzos por contener el desorden cayendo al fin víctima de su lealtad” (p. 152). Aunque no se aclara qué tarea le encomendó originalmente Fernando VII, el hecho de que presuntamente hubiera muerto luchando contra los independentistas nos lleva a pensar en la posibilidad de que su cometido hubiera pasado por contener la incipiente sublevación.
Con todo, una carta posterior convence a la madre de Sofía “no solo de que el conde vive, sino que después de haber corrido los mayores riesgos había podido salvarse” (p. 162).6 La autora, de esta manera, introduce a un personaje que no solamente ha sido víctima de la sublevación en las colonias, sino superviviente y testigo de los acontecimientos que ahí han tenido lugar. Al poco de regresar al seno de su familia, el conde declara que espera “hallar el descanso y la recompensa a que mis servicios me han hecho acreedor; ellos me ponen en el caso de ocupar las primeras dignidades del estado, y de humillar a los enemigos envidiosos que con el pretexto de honrarme pusieron en ejecución toda suerte de manejos para alejarme de aquí” (p. 164). Aunque no se profundice en ello, se nos permite atisbar cierta intriga cortesana que habría motivado la misión encomendada al conde; su viaje a Sudamérica no sólo sería consecuencia de la confianza que el rey hubo depositado en él, sino también de la envidia que algunos enemigos le profesaban.
Los que conspiraron para destinarlo a un lugar tan hostil pretendían, con ello, deshacerse de él; pese a todo, tiene lugar precisamente lo contrario; el conde sobrevive, y el haber defendido la causa fernandina ante tal nivel de peligrosidad lo llevará a ocupar “las primeras dignidades del estado”. La autora, por esta vía, nos presenta a un Fernando VII justo, responsable y preocupado por el problema colonial, muy dado a recompensar a quienes han luchado por el dominio real en el otro continente. Esto podría prestarse a una lectura plenamente apologética en relación con los administradores del trono en territorio colonial, si bien se agregan importantes matices; tengamos en cuenta que al comienzo de la obra el conde es precisamente el antagonista principal, en tanto que se opone al matrimonio de su hija con Enrique. Los motivos por los que actúa así resultan reveladores no ya sólo de su faceta paterna, sino también de su actitud como político:
El conde tenía un fondo honrado y generoso; pero criado entre las adulaciones que por desgracia rodean la opulencia, se había desde su juventud acostumbrado a no hallar contradicción a sus deseos, y, por lo tanto, se había hecho insensiblemente despótico e incapaz de sufrir oposición. Oyendo incesantemente repetir a las personas mundanas y sin religión que la grandeza, la riqueza y el poder eran el bien supremo, había llegado a juzgarlo así, y engolfado en las miras de la ambición, y en las intrigas que nacen de ella, y que por desgracia ocupan una gran parte de la vida de muchos cortesanos, se había viciado su carácter y endurecido su corazón (pp. 169-170).
El trasfondo de este fragmento sitúa en la mala educación de cada individuo todo carácter despótico que pueda desarrollar. Ideas, por cierto, idénticas a las de Rousseau en el Emilio: “O hacemos lo que a él le place, o exigimos de él lo que nos place a nosotros. O nos sometemos a sus fantasías, o lo sometemos a las nuestras. No hay término medio, tiene que dar órdenes o recibirlas. De ahí que sus primeras ideas sean la de dominio y la de servidumbre” (Rousseau, 2017, p. 63). Pese a lo controvertida que pudiera resultar la figura del ginebrino en España, la presencia de estas ideas era muy habitual en la narrativa que por estos años se publicaba en la península; tal es el caso de, por ejemplo, las Lecturas útiles y entretenidas de Pablo de Olavide (1800-1817), como bien señala Núñez (1987, p. lii). En este caso, tal filosofía es empleada de un modo exculpatorio; el conde, así, es de natural “honrado y generoso”, pero su relación con la gente mundana habría terminado por corromper su carácter.
Pese al tono generalmente apologético que predomina en la obra, llama la atención que aquí se sugiera cierta corrupción en la administración del poder real. Si a personas como este conde, no exentas de vicios, les eran encomendadas tareas de tanta importancia como la de evitar la sublevación de las colonias, podríamos llegar a inferir que los rebeldes tenían motivos para el levantamiento armado. Si el padre de Sofía es despótico incluso con su propia hija, no es difícil imaginar qué clase de trato hubieran podido recibir los súbditos de la corona residentes en Sudamérica al cargo de este conde. Con todo, la autora evita, quizá de manera intencionada, entrar a matizar cómo fue exactamente la administración del poder por parte de esta persona. De este modo, los “vicios” del funcionariado fernandino quedan relegados únicamente a la esfera privada, sin ninguna queja explícita en lo tocante a su faceta como político. Por otra parte, a los defectos del conde se les resta importancia en tanto que se crea un contraste con la maldad, aún mayor, de otros cortesanos:
[El conde] había tratado el casamiento de su hija con el hijo mayor del marqués de D., […] que por su favor e influencia parecía dominar a todos los demás […], el conde debía, con este motivo, obtener un empleo de los más ambicionados […], no era esta empresa demasiado fácil, los enemigos del conde espiaban sus acciones, no tardaron en adivinar una parte de sus proyectos, y […] reunieron todo lo necesario para formar contra el conde la más horrible acusación. Su destino en América le había hecho disponer del oro y de los recursos de la provincia, que como hemos dicho se había sublevado poniéndole a punto de perecer; en su fuga precipitada, y en la que todo lo había tenido que abandonar, le habían hecho regresar a España sin los documentos que podían justificar su conducta, y el buen desempeño de la comisión que el soberano le había confinado, y cuyo mal éxito no se le podía de ningún modo atribuir; pero abrían un campo vasto a sus enemigos para acusarle […] de la más indigna y premeditada traición; testigos viles comprados a fuerza de oro, entre varios miserables resentidos de la severidad con que el conde los había castigado en América, desde donde habían regresado a España, su mala conducta o poca fidelidad; documentos falsificados, en fin, cuanto es necesario para alarmar y sorprender la justa vigilancia del gobierno, todo se iba acumulando en secreto (pp. 175-176).
En lo referente a la tarea que el rey le ha encomendado, el conde resulta ser impecable. Pese a lo duramente criticado que queda este mismo personaje, el narrador sólo le reserva elogios en esta faceta. Si previamente ha sido caracterizado como alguien “despótico”, tal carácter no resulta censurable si su objetivo pasa por sofocar una rebelión. No se cuestiona aquí la “severidad” con la que castiga a los insurgentes; por el contrario, estos últimos son acusados de ser “miserables resentidos”. Y ese resentimiento es, precisamente, lo que los lleva a conspirar contra el conde. La acción de los rebeldes rioplatenses excede, por tanto, la revolución en territorio colonial, y se extiende hasta la conspiración en la corte fernandina. De la corrupción ahí habida quedan exculpadas las personas leales al régimen; por el contrario, la perfidia a la que antes aludíamos, que también habría envilecido el carácter del conde, se asocia aquí a los vengativos independentistas, llenos de rencor por haber sido justamente reprimidos.
El padre de Sofía pasa a ser, a ojos del rey, principal culpable del problema rioplatense, y castigado injustamente por ello pese a haberse esforzado todo lo posible por sofocar la rebelión; los culpables reales, en cambio, quedan libres (p. 184). Este suceso, en cambio, será lo que permita demostrar a Enrique su valía, ya no sólo respecto a su amor por Sofía, sino también en su lealtad al rey:
Si Enrique hubiera consultado solo su corazón, se hubiera apresurado a regresar a la corte, […] Sofía sufre, y se halla el caso de ver expuesta su fortuna y su honor; pero Enrique sirve al Soberano, y sus deberes le fijan donde está […]. Enrique no vacila, y concibe un proyecto arrojado, […], solicita una licencia por un año para salir de la península con el pretexto de evacuar asuntos del mayor interés, y así que la obtiene vuelve a la corte, a nadie se presenta sino en secreto, toma los datos que necesita, […] se informa del buque que debe dar antes a la vela para la América del Sur, y con efecto, halla un bergantín mercante de los Estados-Unidos que debe pasar al Brasil, y que a la primera brisa se dispone a marchar; sin reparar en el precio, Enrique y Gaspar se embarcan, y esperan con anhelo el viento favorable, que no tarda en soplar con violencia, alejándolos de Europa con prontitud (p. 188).
La actitud que aquí demuestra Enrique supone un retrato de virtudes acorde con el criterio de Maturana en su momento histórico. Aunque la novela se preste a ser clasificada por Ferreras (1973) como “sensible” y “sentimental”, y pese a que el narrador muestre en todo momento empatía por los personajes, el héroe de esta historia no se deja llevar por sus sentimientos amorosos, sino que antepone su lealtad al “Soberano” a todo lo demás. Su principal interés, en este caso, pasaría por regresar en compañía de Sofía para consolarla; el hecho de que ya no estuviera el conde, además, facilitaría su unión con ella; no obstante, él antepone su deber a todo lo demás, y a pesar de haber sufrido la peor faceta del padre de su amada, no vacila en emprender un largo viaje hasta Sudamérica a fin de demostrar la inocencia del conde en cuanto descubre la injusticia de su prisión. El protagonista de la obra es alguien comprometido con su monarca hasta el mayor extremo posible; es coherente que la autora quiera plantear un héroe así para una época en la que la cohesión de los dominios reales comenzaba a tambalearse.
El viaje de Enrique es también aprovechado aquí para denunciar las consecuencias negativas de que las colonias se independicen; observemos, por ejemplo, lo que el narrador declara antes incluso de que llegue a las provincias sublevadas: “Él ha dejado su patria, atraviesa los mares y se dispone a penetrar en un país donde por su cualidad de español corre los mayores riesgos su vida y libertad” (p. 189, cursivas mías). La zona rebelada es considerada ya no sólo como un “país” diferente a España, sino como uno en el que los españoles, solo por serlo, ponen en riesgo su vida. Se plantea, de este modo, que la marginación antiespañola es un rasgo predominante en los territorios independizados. Bajo el dominio de Fernando VII, personas como el conde podían en principio desplazarse hasta ese lugar sin sentirse necesariamente rechazados ni expulsados de esa sociedad. Pero, como la colonia ha obtenido la deseada libertad, parece que sus habitantes únicamente pueden reafirmarse como externos a España mediante el odio sistemático a todos los españoles, a quienes no se les proporciona de ninguna manera la posibilidad de integrarse en su nueva sociedad.
El victimismo de este discurso es evidente, en tanto que únicamente se presta atención a quienes han sufrido a causa de la independencia rioplatense. Los sucesos que pudieron llevar a la sublevación general y los posibles sufrimientos que motivaron el consiguiente levantamiento ni siquiera llegan a sugerirse o esbozarse. Al mostrar así una visión parcial de este conflicto se pretende que el público tenga claro por quién tomar partido, y quizá no sólo en la novela, sino también en la vida real; recordemos que, aunque la obra no se publicara hasta 1829, fue compuesta precisamente en 1825. Por si fuera poco, este victimismo no sólo se quedará en estas primeras impresiones, sino que irá desarrollándose a lo largo de la obra con motivo de que Enrique permanezca un tiempo en territorio hostil.
Muy pronto comienza a concretarse en qué consiste la hostilidad sufrida por el nuevo gobierno: “El gobierno insurgente había perseguido cruelmente a cuantas personas habían tenido bajo el del Rey alguna consideración o destino: muchas de ellas se hallaban en prisiones, otras habían perecido y otras existían vigiladas incesantemente por un gobierno inquieto y receloso de cuanto pudiese arrebatarle su mal asegurada autoridad” (p. 189, cursivas mías). Quienes han llegado al poder no lo han hecho de un modo definitivo, sino que su autoridad está “mal asegurada”. Se pone aquí de relieve su incompetencia en política, por la cual la violencia es el único recurso al que tienen acceso para gestionar la administración del gobierno. Ello, tal como se plantea, resta toda legitimidad posible al ascenso de estos individuos; parece, en cambio, muy oportuno que no se haya juzgado nada similar de la “severidad” con la que el conde, según se narra en esta misma novela, ha tratado a quienes se querían rebelar.
Enrique no tarda en conseguir “las certificaciones más auténticas de la buena conducta del conde” (p. 189). La tarea que lo había traído hasta allí no presenta mayor dificultad. Los problemas vienen cuando quiere regresar de nuevo a la península: “El gobierno insurgente, informado por sus espías de las relaciones y conferencias de un español, con las personas que eran sospechosas […] entró en recelos, y mandó conducir a Enrique y a su criado a una estrecha prisión” (p. 189). Lo que el narrador en un origen había sugerido queda ahora ejemplificado con hechos, es decir, el antiespañolismo de la colonia sublevada. Nuestro protagonista, a diferencia del conde, no ha viajado hasta allí para restaurar el poder real; tan sólo quiere resolver una cuestión interna tocante al gobierno de España, que de ningún modo afectaría a los rebeldes; aun así, el solo hecho de ser “español” es motivo más que suficiente para que sea apresado.
La denuncia social objetivada aquí pivota en torno a la idea de que los independentistas no sólo están en contra de Fernando VII y sus funcionarios, sino de todos los “españoles”. El solo hecho de vivir en un territorio gobernado por ese rey es motivo suficiente para inspirar recelo absoluto a los habitantes de aquel lugar, hasta el punto de encarcelar a alguien como Enrique, que realmente no pretendía sofocar de ninguna manera la revolución. Que la nueva sociedad rioplatense se articule en torno a semejante intolerancia supone, llevado a sus últimas consecuencias, su total deslegitimación. La autora, por ello, pretende posicionar al público contra la independencia de esa zona no ya porque su rebeldía atente contra los intereses del rey, sino, según ella, contra los de todos los españoles, incluso aunque sean ajenos al conflicto; más adelante se afirma explícitamente que para el nuevo gobierno del lugar “era un crimen el solo título de español” (p. 190). Pese a todo, Enrique es puesto en libertad más adelante, pero no porque sus captores pasen a ser más tolerantes, sino porque los rebeldes deciden tratarlo mejor para evitar una sublevación, lo que no impide que dejen de considerarlo en todo momento como “un extranjero, cuyo solo aspecto le diferenciaba de la gente del país” (pp. 190-191). Queda puesto de relieve otro asunto de capital importancia, esto es, las diferencias fisionómicas entre los nacidos en Sudamérica frente a los originarios de la península. La gravedad del asunto se incrementa de este modo en tanto que el nuevo gobierno ya no sólo se posiciona en contra de los siervos de Fernando VII, ni de los españoles como tal, sino de todos aquellos que tengan una fisionomía determinada que pueda sugerir un origen peninsular y, por consiguiente, una lealtad al monarca enemigo. Los prejuicios y la xenofobia que a los rioplatenses se les atribuyen no pueden ser aquí más exagerados. Que además utilice el adverbio “solo” para explicar que el aspecto es la principal diferencia entre Enrique y los nativos del lugar implica incidir sobre lo irracional de esta marginación. Tanto españoles como rioplatenses comparten idioma, y además son seres humanos con la misma capacidad emocional; las diferencias físicas, por sí solas, no justifican ninguna enemistad, y menos aún hasta consecuencias tales como el encarcelamiento.
El monólogo que entre rejas tiene Enrique es a su vez revelador de otro de los principales problemas aquí denunciados: “Cara patria mía –se decía a sí mismo– quizá estoy destinado a no volverte a ver” (p. 191). La ironía que subyace a esa afirmación nos resulta más exagerada si atendemos a sus connotaciones. En las novelas bizantinas que sirven de molde a esta narración es harto habitual encontrar que los héroes se ven obligados a desplazarse no sólo a lugares lejanos, sino también a territorios dominados por Estados diferentes, en los que los protagonistas no cuentan ya con la protección del gobierno patrio. Enrique, en cambio, se encuentra en un lugar que en origen sí estaba bajo dominio español, y en el que en un principio no habría de ser tratado como “extranjero”, o al menos no de esa manera. La ausencia del funcionariado fernandino incrementa en un español como Enrique cierto sentimiento de orfandad que ya de por sí podría preexistir en tanto que se encuentra en un lugar muy lejos del sitio en el que nació. A la distancia geográfica se le añade, de esta manera, la distancia política, pero también la cultural. El narrador se esfuerza por demostrar hasta qué punto han cambiado las costumbres del lugar, al referirse a las reses “que manejan los naturales con suma agilidad” o a “el rústico festín que recordaba a Enrique los banquetes y sacrificios de la antigüedad” (p. 192).
El costumbrismo ahí reflejado es acorde al contexto histórico que plantea, porque la independencia rioplatense se contempló como “una trasposición absoluta de valores, costumbres y hábitos sociales” (Sepúlveda, 2005, p. 256). Y, aunque no hay en lo citado ninguna valoración negativa explícita hacia la cultura rioplatense, adviértase que las frases seleccionadas suponen una distancia insalvable con respecto a lo peninsular. Los llamados “naturales” son retratados como individuos curtidos en la doma del ganado mediante el manejo del lazo, que además preparan el alimento y lo sirven de un modo que recuerda a “los sacrificios de la antigüedad”. El narrador parece querer sugerir, de este modo, que la nueva sociedad rioplatense está culturalmente retrasada con respecto a la española. Los habitantes del lugar no parecen haber desarrollado nada relativo a la “civilización” propiamente dicha; sus virtudes, como la destreza con el lazo, son más físicas que intelectuales. La remisión a la “antigüedad”, por otra parte, parece querer compararlos con gente de épocas anteriores al cristianismo. Aunque no lleguen a ser tildados de “salvajes” en ningún momento, tal y como son descritos nos transmiten una impresión similar, sobre todo teniendo en cuenta la crueldad y la violencia que previamente se les ha atribuido.
Poco después de este punto de la narración, la focalización cambia y se traslada de nuevo a Sofía, en la península, donde prosiguen los pleitos contra el conde. La situación de este parece agravarse con la entrada de un nuevo personaje en escena, definido en primera instancia como “un hombre peligroso, que, a una inmoralidad refinada, unía un odio marcado al conde, y un espíritu de venganza el más enconado y cruel” (p. 198). Antes de que se informe al lector de las circunstancias que rodean a este sujeto, ya se le está intentando predisponer en contra. A continuación, descubrimos que se está refiriendo a “don Braulio”, estrechamente vinculado con la independencia rioplatense, porque era “el gobernador de la provincia a donde el conde había ido con poderes amplios del gobierno”, y se le acusa de ser “el primer móvil del descontento público” y ”el verdadero autor de los compromisos del nombre español, dando así ocasión y pretexto a los intrigantes y revoltosos para tramar en secreto la conspiración”, que ha “preparado” los males que dieron lugar a la revolución (pp. 198-199).
El personaje de “don Braulio” sirve aquí de chivo expiatorio sobre el cual cargar todas las culpas relativas a las quejas que los habitantes de las colonias pudieran albergar en contra del gobierno español. Un solo individuo cruel ha causado la sublevación de los rebeldes, quienes estarían equivocados por culpar a todo el bando fernandino de los desatinos de una sola persona. Resulta además sospechoso que aquí se hable de que Braulio ha planificado el descontento previo a la revolución; podría parecer, incluso, que ello ha sido de manera deliberada, para incitar a que los habitantes del lugar estallen en violencia. El colofón de todo esto, para terminar de consolidar la maldad atribuida a este político, pasa por hacer que se enamore de Sofía, la heroína de la novela, que tendrá que soportar las pretensiones de tan desagradable individuo.
Mientras tanto, Enrique continúa haciendo lo posible por hacer justicia para el conde, pese a que sus captores no le permitan regresar a la península. Él había quedado bajo la protección de Cecilia, prima del nuevo primer ministro; a ella le solicita escribir a un cónsul inglés, a quien le había dado los documentos con las pruebas de la inocencia del conde, para que este los remita a España. Este despliegue de altruismo queda aún más dignificado por la declaración que entonces emite: “Ya no espero volver a ver a Sofía ni a mi amado país; pero mis últimos instantes serán dulces si el sacrificio de mi libertad y de mi vida ha podido ser a Sofía de alguna utilidad” (p. 210). En el conflicto que aquí plantea la autora son de capital importancia los sentimientos de amor patrio que muestra Enrique. Aparte de sus sentimientos por Sofía y su lealtad a Fernando VII, él dice amar a su país, pese a lo cual se resigna a morir lejos de este. De nuevo, la ironía aquí plasmada se debe que pronuncie esas palabras en un territorio que, hasta no hace mucho, formaba parte de ese mismo país como una de sus muchas provincias.
Pero Cecilia está dotada de “la sensibilidad más tierna” y de “nobleza de alma” (p. 210), por lo que se enternece al ver a Enrique separado de su tierra y de su adorada Sofía; así, decide intervenir para que los dos enamorados puedan volver a reunirse. Cecilia cumple lo prometido, y Enrique emprende el añorado viaje de vuelta; sus problemas, por tanto, quedan resueltos. Pero no ocurre lo mismo con lo tocante a los problemas reales reflejados aquí, que no quedarán solucionados pese a que la historia de sus protagonistas finalice de la mejor manera posible. En el fragmento citado se pretende incidir sobre que a ese respecto todo sigue igual que al comienzo de la narración; aunque los independentistas le hayan concedido vía libre a Enrique, estos han sumido el lugar en “la guerra y la discordia”, y el destino del territorio parece estar fijado aquí; nuestro protagonista augura que la revolución conllevará el retraso cultural de la zona, porque el progreso únicamente es posible “en el seno de la unión y de la paz” (p. 214), lo que en este contexto implica mostrar el dominio fernandino como sinónimo de conciliación y prosperidad; la oposición al régimen, en cambio, es reflejo de la guerra, la intolerancia y la barbarie.
En estas mismas ideas vuelve a insistir Enrique a través de unos versos que canta poco después: “En el suelo extranjero, / aunque rico y poblado, / vacío, triste, aislado, / se encuentra el corazón. / Mas ya vuelvo a tu seno, / nación llena de gloria, / tú ocupas mi memoria, / tú excitas mi interés. / Tú eres el dulce encanto / de un corazón honrado, / solo el necio o malvado / te mira con desdén” (p. 216, cursivas mías). El hecho de que se refiera a este territorio como “aislado” implica un relativo desprecio hacia los territorios colindantes al rioplatense; para nuestro protagonista, sólo parece tener importancia la proximidad a un territorio dominado por su rey. Por otra parte, lo “español” es aquí asemejado a la “virtud”; este personaje no contempla la posibilidad de que España como Estado pueda cometer nada inmoral ni cuestionable, por lo que sólo se enemistaría con este país “el necio o malvado”. El nacionalismo, por tanto, se exacerba hasta llegar a un evidente etnocentrismo que de ningún modo se intenta disimular.
El resto de la novela termina por cerrar la trama principal y las secundarias sin más alusiones al problema colonial. Sofía y Enrique se casan, y el perverso don Braulio queda encarcelado. Cecilia, al verse perseguida por los enemigos de su primo, se exilia a España,7 donde contrae matrimonio con Marcelo, hermano de Enrique; a partir de ahí, “las dos parejas, Sofía y Enrique y Marcelo y Cecilia, serán modélicas, venturosas y felices” (Rueda, 2021, p. 50). La obra concluye con una actitud poco optimista por parte de la autora, que refleja convencimiento sobre la recompensa que siempre habrá de recibir la virtud (p. 240). No obstante, los sucesos reales aquí denunciados habrían de concluir de un modo que quizá no complaciera tanto a Maturana. Si para ella servir a España implicaba servir a la virtud, los “virtuosos” que lucharon en territorio rioplatense por mantener el poder real no pudieron gozar ni de esa “suerte venturosa” ni del “colmo de la felicidad”.
CONCRECIÓN GEOGRÁFICA Y POLÍTICA
Todo lo narrado en la novela podría parecer, en un principio, invención de la autora, que en todo momento evita utilizar nombres propios que pudieran remitir a una situación real. Los altos cargos del funcionariado fernandino aquí aparecidos, “don Braulio” y el “conde de C.”, parecen ser desde luego ficticios;8 por mucho que haya podido inspirarse en individuos reales, resultaría controvertido aludir a ellos explícitamente, sobre todo teniendo en cuenta que estaríamos hablando de personas contemporáneas a la autora. El nombre de la colonia sublevada, por otra parte, no queda esclarecido en ningún momento, pero el hecho de que esté ubicada en Sudamérica nos llevaría a descartar, entre otras, la mexicana. Podría parecer, incluso, que la autora nos está planteando un caso imaginario, con mayor o menor inspiración en la realidad; el exotismo americanista era, por otra parte, algo muy propio de la literatura del momento (Rueda, 2021, pp. 52-53), y podríamos verlo como una adscripción a esa tendencia. Sin embargo, el empleo de determinado léxico nos lleva a pensar inequívocamente en el virreinato del Río de la Plata, que precisamente en aquellos años había pasado a ser las “Provincias Unidas del Río de la Plata”.
De entrada, cuando Enrique es liberado de la cárcel, el narrador menciona que él y los otros presos son “montados en ligeros caballos del país, seguidos de una tropilla de estos mismos, destinados a mudar de los que se cansasen, y que conducían a la voz varios gauchos”; justo después nos ofrece una definición de “gaucho”, esto es, “nombre que se da a la gente del país” (p. 190). Es destacable que ya en 1825 la autora utilice este término con ese significado; si tal palabra es buscada en el Nuevo tesoro lexicográfico de la lengua española,9 observaremos que el único diccionario que la registra con fecha de 1825, en la que se compuso la obra, es el de Núñez de Taboada (1825), que define tal término de la siguiente manera: “adj. Arq. Se dice de la superficie que no está a nivel” (vol. 1, p. 746). No encontramos ningún diccionario que ofrezca una definición de “gaucho” similar a la utilizada por Maturana hasta 1846, más de 20 años después de la composición de esta novela; la debemos, en concreto, a Vicente Salvá (1846): “m. y f. El habitante medio salvaje de las rancherías que hay en las inmensas pampas o llanuras de Buenos Aires, y de las inmediaciones de Montevideo, Bolivia y Chile” (p. 549).
Aunque en la novela no se concrete ningún territorio más allá de la “América del Sur”, la primera definición de “gaucho” ofrecida por un diccionario pasa por acotar el territorio habitado por estas personas a las “pampas” de Buenos Aires y a las áreas cercanas a Montevideo, Bolivia y Chile, todas ellas zonas comprendidas primero por el virreinato y luego por las Provincias Unidas del Río de la Plata.10 Pese a que Maturana evite, a priori, delimitar política y geográficamente el territorio sudamericano en el que se ambienta la novela, en el momento en el que habla de “gauchos” queda concretada la colonia a la que se está refiriendo. Ella, en todo caso, parece estar sirviéndose del desconocimiento que la población pudiera tener en relación con ese léxico cuando esta novela se compuso, en 1825, y cuando se publicó, en 1829. Acabamos de ver cómo hasta 1846 no encontramos nada parecido a una definición; durante la Década Ominosa pocos lectores sabían lo que era un “gaucho” y no tenían por qué asociar tal palabra a ningún territorio concreto dentro de Sudamérica.
Pero el léxico asociado a una delimitación geográfica y política no se reduce al empleo de la palabra “gaucho”; también hace referencias a las “dilatadas llanuras, conocidas con el nombre de pampas”; a “las estancias, o caserías, llamadas también chácaras, donde habitan las familias de los americanos, o sus esclavos, haciendo una vida solitaria, y por decirlo así, pastoral” (p. 191) y al “mate”, definido como “especie de bebida equivalente entre nosotros al te” (p. 194). De todos estos términos, la palabra “chácara” no aparece de hecho registrada en ningún diccionario anterior al de Salvá (1846), quien la define como “Sacerdote del sol en el antiguo imperio del Perú” (p. 331), lo que no tendría nada que ver con lo propuesto en esta novela; caso distinto es el de la posterior obra de Gaspar y Roig (1853), que señala esta palabra como sinónimo de “chacra” (vol. 1, p. 696), y esta otra palabra la encontramos definida ya desde 1729 de un modo equivalente al de Maturana: “Habitación rústica, y sin arquitectura ni pulidez alguna, de que usan los indios en el campo, sin formar lugar, ni tener entre sí unión” (Real Academia Española, 1726-1739, vol. 2, p. 298).
En cuanto a la “pampa”, sólo hay un diccionario que registra ese término anterior al de Salvá: “pampa, llaman en Tucumán a una llanura grande, y así dicen por sus llanuras las pampas del Tucumán, y en otras partes de América les dan el nombre de sábanas” (Terreros y Pando, 1786-1793, vol. 3, p. 21). El término “mate”, en cambio, aparece ya en 1734 definido como “Una media calabaza en que en las Indias toman el agua caliente con la hierba que llaman del Paraguay, al modo que se toma el té; y por la figura metonimia llaman así a la misma bebida” (Real Academia Española, 1726-1739, vol. 4, p. 512); definición que en esencia se repetiría en otras ediciones del diccionario de la rae previas a la composición de esta novela.11 En ambos casos se define esta palabra mediante la alusión a zonas pertenecientes al virreinato del Río de la Plata, en concreto Tucumán y Paraguay.
Esta novela, por tanto, ofrecía desde un comienzo información suficiente que remitía a lo que a priori parece querer esconder; sus lectores más instruidos en cuestiones lexicográficas podrían averiguar, por las alusiones a la “pampa”, a las “chácaras” y al “mate”, a qué colonia en concreto se estaba refiriendo. Es cierto, en cualquier caso, que Maturana se sirve de una terminología exótica, que no tendría por qué ser conocida por su público; en el uso de la palabra “gaucho”, como hemos visto, se adelanta a todos los diccionarios de su época. La utilización de estas palabras, así como la concreción cultural que implican, nos impide tener en cuenta la posibilidad de que la obra desarrolle una situación totalmente ficticia en una colonia por completo imaginaria; más bien parece, por el contrario, que la autora ha compuesto esta obra pensando en un suceso histórico muy concreto, contemporáneo a ella; en una colonia que precisamente en 1825 se estaba independizando. Si se abstiene de dar nombres propios probablemente sea por evitar que ningún alto cargo político pudiera tomar esta obra como un ataque; recordemos que los únicos miembros del funcionariado fernandino que aparecen son “don Braulio” y el “conde de C.”, de los que no se proporciona suficiente información como para que podamos identificarlos inequívocamente con individuos reales.
Casi 200 años después, a cualquier lector actual no le debería resultar difícil advertir que el problema aquí planteado es puramente rioplatense, e incompatible con las situaciones equivalentes que hubieran podido tener lugar en otras colonias. La perspectiva histórica desde la que podemos valorar ese conflicto nos permite disponer de datos con más detalle del que pudiera haber en la península con fecha de 1825; más allá de alusiones en la prensa como las ya citadas, y de textos ficticios como el aquí presente, no tenía que resultar sencillo obtener demasiada información, lo que dotaba a la novela Sofía y Enrique de una ambigüedad que no ha podido mantenerse a lo largo del tiempo. La denuncia social aquí objetivada, a pesar de todo, podría ser extrapolable a cualquier colonia que pretendiera independizarse del poder real español; una vez establece que la autoridad fernandina es imprescindible para lograr el progreso en América, este concepto podía extenderse a cualquier territorio dominado en algún momento por el poder español.
VICENTA MATURANA Y LA ESPAÑA IMAGINADA
Teniendo en cuenta el auge del nacionalismo en el siglo xix con el desarrollo del Romanticismo inmediatamente posterior a la publicación de esta novela, resultaría de gran interés analizar lo aquí expuesto a la luz de la importancia histórica que tuvo el surgimiento de la idea de “nación” tal como desde entonces se entiende. Actualmente, una de las personas que con mayor precisión ha sabido definir ese concepto es Benedict Anderson (1993), quien por “nación” entiende como una “comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana” (p. 23).
Pero para poder llegar a imaginar las naciones como las comunidades que en cada momento son concebidas, a Anderson no le faltan motivos para considerar que desempeñó un papel capital el desarrollo de la novela como género literario masivamente consumido, en tanto que sus posibilidades narrativas permitían presentar numerosos sucesos acontecidos de manera simultánea; de este modo, los lectores quedaban sugestionados para poder tener en cuenta a sus “compatriotas”, por asumir que las vidas de otras personas, a quienes no tienen por qué conocer, están transcurriendo al mismo tiempo que las propias, tal como ocurre en las novelas (Anderson, 1993, pp. 46-47).
Los miembros de cualquier nación en la que pensemos “no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión” (Anderson, 1993, p. 23). Las novelas vendrían a facilitar este proceso por mostrar lo que les ocurre a diferentes personajes que no tendrían por qué conocerse, pero cuyas vidas transcurren a un mismo tiempo. Esto será aún más exagerado en las novelas deliberadamente nacionalistas, que pasen por acotar los acontecimientos narrados y los personajes que los protagonizan a la comunidad imaginada como “nación”. Un ejemplo muy destacable, y relacionado con el caso que estamos analizando, es el de José Joaquín Fernández de Lizardi y su novela El Periquillo Sarniento (1817), que a las vísperas de la independencia mexicana configura ya una imagen de México como nación autónoma e independiente de España. Sobre esa obra en concreto, Anderson (1993) comenta lo siguiente:
Vemos de nuevo cómo opera aquí la “imaginación nacional” en el movimiento de un héroe solitario a través de un contexto sociológico de una fijeza que funde el mundo interior de la novela con el mundo exterior. Pero este picaresco tour d’horison –hospitales, prisiones, aldeas remotas, monasterios, indios, negros– no es un tour du monde. El horizonte está claramente limitado: es el del México colonial (p. 54).
De este modo, una novela como El Periquillo Sarniento podía servir de soporte a la identidad nacional mexicana. Al limitar el espacio únicamente a México, los problemas que se plantean en esa obra conciernen únicamente a ese lugar, dejando de lado al resto del mundo, y dejando de lado también a la península ibérica, pese a la autoridad de Fernando VII; ello contribuiría a imaginar a México como nación independiente de España. Discursos así, por tanto, podían surgir en una época como el siglo xix, y podían tener impacto histórico en el sentimiento nacionalista de las colonias como causa que motivara sus respectivas independencias.
Del mismo modo, la novela Sofía y Enrique supondría, mediante un procedimiento idéntico, una respuesta a esta clase de discursos, pero desde la posición opuesta, esto es, la que concibe aún las colonias como parte de España. Por ello, y a diferencia de muchas otras narraciones de la época, la obra no se ambienta sólo en la península, sino que transcurre también en territorio rioplatense. Es más, los acontecimientos acaecidos en América y en Europa tienen lugar de manera simultánea, y su repercusión es mutua. Se imagina, de esta manera, una “España” que está comprendida no sólo por la península, sino también por las colonias en las que los personajes pueden establecerse a fin de cumplir la voluntad del rey.
Ello contribuye, en este contexto, a un intento por deslegitimar toda tentativa independentista. Las colonias, en el universo narrativo de Sofía y Enrique, forman parte de la vida de los españoles, porque estos se ven en la necesidad de viajar hasta allá para resolver varios asuntos; sin embargo, una vez allí tienen que lidiar con un antiespañolismo radical, que les traerá violencia y marginación, primero al conde y luego a Enrique, quien precisamente buscará resolver los problemas de su futuro suegro. La denuncia hacia esta actitud separatista, por otra parte, se vuelve mucho más contundente si advertimos que de ningún modo se intenta comprender qué causas motivaron las ansias de independencia en el terreno rioplatense; la visión aquí objetivada no va más allá de la dicotomía dieciochesca “virtud/vicio”, y si el primero de estos términos es atribuido a España, el segundo le será adjudicado a sus enemigos políticos.
Es lícito, por tanto, hablar de esta obra en términos de propaganda imperialista. Pero también debemos tener en cuenta que la actitud de Maturana, aparte de apologética, respondía también a un temor muy concreto, esto es, el del antiespañolismo supuestamente habido en las naciones emergentes que pretendían independizarse. La denuncia ya no es tanto a que en el Río de la Plata rechacen a Fernando VII como autoridad, sino a que todos sus habitantes terminen por repudiar a absolutamente todos los españoles sólo por el hecho de serlo. ¿Eran exagerados estos temores, o realmente había un antiespañolismo tan alarmante? Responder a esta pregunta excedería los límites de lo que aquí nos proponemos, pero novelas como Sofía y Enrique nos permiten comprender cuáles eran los argumentos que los afines al rey podían blandir en contra de la autonomía colonial más allá del respeto a la autoridad real.
Generalmente se suele hablar de la Generación del 98 como ejemplo paradigmático de hasta qué punto la pérdida de las colonias pudo ser motivo de preocupación para múltiples escritores españoles. Una obra como la aquí analizada pondría de relieve que incluso antes, a comienzos del siglo xix, podemos encontrar sensibilidades equivalentes; si bien la situación aún estaba muy lejos de la que habría al entrar el siglo xx, casos como el del virreinato del Río de la Plata motivaban, con poco, el temor de españolistas como Vicenta Maturana, quien, como ya dijimos, en vida estuvo dos veces exiliada, lo que pudo haber inspirado en ella un mayor apego por los territorios bajo el dominio borbónico, lo que debió traducirse en un evidente nacionalismo.
El personaje de Cecilia, en ese sentido, guarda un claro paralelismo con ella, pero al revés: viaja a la península porque su territorio natal, Argentina, ha dejado de formar parte de España, y no le quedan más alternativas que residir en los lugares aún leales al rey. El independentismo, por consiguiente, podía provocar exclusión y marginación; y Maturana, sensible y concienciada ante esas violencias por su propia trayectoria vital, decide componer una novela con una fuerte carga de protesta ante la situación histórica que en aquel momento estaba teniendo lugar.
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OTRAS FUENTES
Hemerografía
Diario Balear, 1825.
Diario Económico y Mercantil de Cataluña, 1825.
1 En relación con este conflicto, pueden consultarse los trabajos de Halperín Donghi (1979, 1985), así como el más reciente de Carlos Sempat Assadourian y Silvia Palomeque (2014); este último aborda, sobre todo, las consecuencias económicas de la contienda.
2 Diario Balear, núm. 49, Cádiz, 13 de enero de 1825, p. 3.
3 Diario Económico y Mercantil de Cataluña, núm. 57, Cádiz, 25 de febrero de 1825, pp. 285-286.
4 Para una biografía de esta escritora, véanse los trabajos de Rokiski Lázaro (1990) y Ruiz (1994), así como la correspondiente entrada en el Diccionario biográfico electrónico de la Real Academia de la Historia (dbe.rah.es), a cargo de Marieta Cantos Casenave, y la reseña biográfica de Rueda (2021, pp. 9-19).
5 Dicha obra, como tal, no llegó a publicarse hasta 1829, pero en el prólogo de la misma la autora aclara el momento en el que la compuso: “Cuatro años hace que la novela que ofrezco al público se hallaba concluida en mi cartera, sin pensar en retocarla, ni por consiguiente darla a luz. La suma desconfianza con que miro cuanto sale de mi pluma, por un lado, y las ocupaciones domésticas de una numerosa familia, por otro, me quitaban el tiempo y el ánimo para revisar mi obrita y ocuparme en su impresión. Pero el entusiasmo con que miro a mi patria y a mi sexo (a quien creo con más talentos, más razón y más aptitud para todo de lo que se juzga en general) ha despertado en mí al deseo de estimular con mi ejemplo al número crecido de jóvenes” (Maturana de Gutiérrez, 2021, p. 133). Todas las citas de Sofía y Enrique habidas en este trabajo provienen de esa misma edición.
6 Rueda (2001) señala la aparición de esta carta en la novela como reminiscencia del modelo epistolar, muy propio de la novela española entre los siglos xviii y xix (p. 380).
7 Esto puede interpretarse, quizá, como reminiscencias autobiográficas de la autora, quien también tuvo que exiliarse en dos ocasiones, a Portugal y a Francia (Rueda, 2021, pp. 12-14).
8 El perfil del conde, sin embargo, guarda ciertos paralelismos con Feliciano del Río, que fue nombrado Comisionado Regio para la pacificación del Río de la Plata (Tous Meliá, 2007), y que quizá pudo haber servido de inspiración a la autora.
9 Nuevo tesoro lexicográfico de la lengua española (ntlle). Recuperado de https://apps.rae.es/ntlle/SrvltGUISalirNtlle
10 Véase Halperín Donghi (1985).
11 Véase Nuevo tesoro lexicográfico de la lengua española (ntlle). Recuperado de https://apps.rae.es/ntlle/SrvltGUISalirNtlle
* Grado en español: lengua y literatura, con máster en investigación en Letras y Humanidades (Universidad de Castilla-La Mancha). Líneas de investigación: romanticismo, ilustración, nacionalismo, imagología.