10.18234/secuencia.v0i113.1909

Artículos

Los claroscuros de la lealtad.
El Ejército Unido de la Confederación Argentina y las prácticas de la pacificación político-militar (1839-1842)*

The Chiaroscuro of Loyalty. The United Army of the Argentine Confederation and the Practices of Political-Military Pacification (1839-1842)

 

Mario Etchechury Barrera1**, https://orcid.org/0000-0002-1606-1620

 

Investigaciones Socio-Históricas Regionales (Ishir)-Conicet, Rosario, Argentina mario.etchechury@gmail.com

 

Resumen:

El presente artículo analiza el papel político desempeñado por los mandos del Ejército Unido de la Confederación Argentina durante la guerra de pacificación contra las fuerzas de guerra opositoras a Juan Manuel de Rosas, en el contexto de la denominada “crisis del sistema federal” (1839-1842). Para ello, exploraremos el papel de intermediación que cumplieron los jefes militares a lo largo de la campaña: atendiendo súplicas y pedidos procedentes del bando enemigo y administrando la conflictividad suscitada dentro del propio campo federal. Como consecuencia de esa dinámica, las oficialidades tuvieron serias dificultades para aplicar medidas punitivas y de control, debido al desconocimiento del espacio político que transitaban, cruzado por disputas facciosas, y a la presión de los grupos político-militares provinciales. Concluiremos así que ambos aspectos obligaron a distender la represión y establecer una “violencia negociada” como vía para restaurar el orden alterado. Nos basaremos en archivos militares y colecciones documentales editadas.

Palabras clave: guerra civil; violencia; pacificación; ejército; Río de la Plata.

Abstract:

This article analyzes the political role played by the commanders of the United Army of the Argentine Confederation during the campaign against the armies opposed to Juan Manuel de Rosas, in the so-called “crisis of the federal system” (1839-1842). To this end, we’ll explore the function as social intermediates that the military chiefs played during the campaign: attending pleas and claims from the opposing side and intervening in the conflicts inside the federal camp itself. As a consequence of this dynamic, the officers had serious difficulties in applying punitive measures, due to the ignorance of the local politics, crossed by factious disputes, and to the pressure of the provincial political-military groups. We’ll conclude that both aspects led to the relaxation of the repression and to the establishment of a form of “negotiated violence” as a way to restore the altered order. For this approach, we’ll use military archives and edited documentary collections.

Key words: civil war; violence; pacification; army; Rio de la Plata.

Recibido: 12 de noviembre de 2020 Aceptado: 3 de mayo de 2021
Publicado: 23 de mayo de 2022

INTRODUCCIÓN

Entre 1839 y 1842 el proyecto político liderado por Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires y encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, sufrió una serie de embates militares en un amplio frente regional, que lo colocaron ante una de sus crisis más agudas. A la guerra contra la Confederación Peruano-Boliviana, iniciada en 1837, y el bloqueo naval francés, impuesto en 1838, se sumaron la declaración de guerra de Fructuoso Rivera, presidente del Estado Oriental del Uruguay (marzo de 1839), la invasión de la “Legión Libertadora” al mando del general Juan Lavalle (septiembre de 1839), el levantamiento rural de los “Libres del sur” (octubre de 1839) y las acciones de la Liga o Coalición del Norte (1840-1841), entre otros episodios significativos que supusieron un desafío inédito para el “sistema federal”.1 Una de las principales respuestas del gobernador “porteño” ante esta coyuntura desestabilizadora fue la creación del Ejército Unido de Vanguardia de la Confederación Argentina, que operó en el espacio rioplatense entre 1840 y 1851.

El concepto de “guerra civil”, si bien es válido para circunscribir estos conflictos y ha sido problematizado en los últimos años, por sí solo resulta insuficiente para entender el papel desempeñado por el Ejército Unido, en tanto alude, sobre todo, a las identidades y/o pertenencias jurisdiccionales de los actores implicados, y no tanto a los objetivos políticos o tácticas militares empleadas en la confrontación, que son elementos centrales para definir el tipo de guerra a “ras de suelo”. Si partimos de esta constatación básica y nos centramos en los dispositivos político-militares puestos en juego, puede proponerse que el Ejército Unido llevó a cabo una auténtica “guerra de pacificación” de dimensiones rioplatenses, que incluyó territorios de las provincias del interior y litoral de la Confederación Argentina y del Estado Oriental del Uruguay. Si bien es imposible rendir cuenta de todas sus variantes, significados y modalidades concretas de aplicación, de acuerdo con la literatura sobre el tema empleamos el concepto “pacificación” para circunscribir un conjunto de prácticas destinadas al gobierno político-militar de territorios atravesados por rebeliones o alzamientos armados, que ponían en juego una combinación amalgamada de medidas de persecución sistemática, justicia sumaria y violencia extrema con pactos y disposiciones contemporizadoras. Las razzias, la represión y control “policial” y las operativas de “tierra arrasada”, dirigidas a destruir los recursos y amedrentar a la población enemiga que se pretendía someter, se combinaban con concesiones, indultos y acuerdos con sectores locales afines a colaborar, para ir cimentando un nuevo consenso que posibilitara prescindir de la coerción permanente o, al menos, reducirla a una última instancia.2 Tal como argumentamos, este doble registro punitivo/negociador puede constatarse claramente en el modus operandi del Ejército Unido. Si, por una parte, sus comandantes persiguieron, encarcelaron y ejecutaron a numerosos opositores, civiles y militares, y aplicaron medidas de “terror” y disciplinamiento, de modo simultáneo también se encontraron con fuertes entramados sociales de base local o regional, construidos en torno a vínculos mercantiles, simpatías políticas, relaciones familiares o afinidades de clase, que en ocasiones dificultaron administrar castigos rigurosos y verticales, y habilitaron una serie de pedidos de intermediación que fueron configurando una suerte de “violencia negociada”. En este aspecto el Ejército Unido no se apartó de las generales de la ley dentro de una cultura política sólidamente arraigada en los antiguos territorios de la monarquía católica, en la que, con independencia de los episodios de violencia radical y persecuciones, los pedidos de devolución de bienes, conmutación de penas o amnistía, fueron herramientas fundamentales para negociar la restitución del orden público (Hingson, 2007). Si bien estas prácticas de intermediación/negociación también eran encaminadas por jueces de paz, sedes de gobiernos provinciales, “caudillos” y jefes políticos,3 el Ejército Unido operó, en cierto modo, como una instancia o espacio político autónomo y supraprovincial. Sus comandantes se convirtieron en receptores de numerosas notas y solicitudes que pretendían excarcelar enemigos, detener embargos, resolver enfrentamientos entre miembros del “partido” federal, certificar la buena conducta política, explicar ciertas actitudes tomadas durante la guerra o destrabar trámites administrativos, entre otros cometidos. Estas peticiones eran elevadas por políticos, gobernadores y militares de rango, pero también por viudas, emigrados, comerciantes, sacerdotes o líderes de milicias de departamentos rurales, leales a la causa federal o clasificados como enemigos. En una coyuntura bélica donde las fidelidades de muchos militares y agentes políticos provinciales habían sido puestas en cuestión, no es extraño que los principales oficiales del Ejército Unido hayan sido revestidos con funciones cercanas a la “justicia de proximidad”. Si a primera vista estas notas componen un “bajo continuo”, que puede parecer de menor importancia si las comparamos con las comunicaciones que daban cuenta de batallas, elección de nuevos gobiernos u operaciones de reclutamiento y sostén material de las tropas, en ellas, sin embargo, descansaba una parte considerable del éxito de la pacificación, que apuntaba a recomponer el tejido social más “capilar”. Como insumos primarios emplearemos correspondencia y comunicaciones pertenecientes al general Oribe, depositadas en Montevideo, Buenos Aires y Rosario (Provincia de Santa Fe), así como algunos legajos del archivo del general Pacheco, quien fue uno de los militares de mayor prestigio dentro del ejército federal. A esta documentación sumaremos correspondencia y fuentes editadas, entendiendo que, en todos los casos, se trata de una primera aproximación “indicial” que deberá ser completada con otros archivos.

EL EJÉRCITO UNIDO COMO FUERZA “PACIFICADORA”: LOS TIEMPOS Y ESPACIOS DE UNA ACCIÓN POLÍTICA

El empleo por parte de los poderes centrales rioplatenses de fuerzas de guerra focalizadas en reducir o eliminar facciones o tendencias opositoras –a veces recurriendo a ejércitos de estados vecinos–, contaba con varios antecedentes en la región, aunque no todos tuvieron los mismos objetivos ni se autoproclamaron como “pacificadores”.4 Entre otros pueden referirse las operativas del ejército portugués que en 1816 ocupó la Provincia Oriental, tras negociaciones y acuerdos con las elites montevideanas que buscaban acabar con el sector revolucionario artiguista (Frega, 2007). El Ejército Auxiliar del Alto Perú también fue empleado por el Directorio de Buenos Aires para intentar controlar a los sectores disidentes surgidos dentro del campo revolucionario y apoyar a aliados provinciales, sobre todo entre 1815 y 1820, cambiando así su cometido inicial, que apuntaba a combatir a los realistas en el Alto Perú (Morea, 2012). Un objetivo político análogo –de vigilancia de las escisiones revolucionarias internas– llevó adelante el conflictivo Ejército de Observación desplegado en la frontera de Buenos Aires y Santa Fe en el mismo periodo (Fradkin y Ratto, 2013). Las fuerzas de la Liga del Interior, al mando del general José María Paz fueron, en muchos aspectos, el caso más comparable con el Ejército Unido en lo referente a sus niveles de coerción extrema y cometidos pacificadores. Inmersas en las pugnas entre federales y unitarios, en 1830 sus oficialidades ejecutaron a numerosos opositores, llevando adelante una durísima represión dirigida a sofocar la resistencia de los grupos federales que operaban en valles del interior de la provincia de Córdoba (Ferreira Soaje, 1973). Lo distintivo del Ejército Unido respecto de estas experiencias previas radicó no tanto en sus formas de intervención política, o en el ejercicio de la coerción extrema que ya estaban presentes en grado diverso, sino en el modo en que sistematizaron y profundizaron esos dispositivos, valiéndose de su rango de fuerza “confederal”, más allá de que, sin contradicción con lo anterior, en ocasiones fuese percibido por los actores provinciales como un ejército esencialmente porteño, de ocupación o liberación, según el observador.

Pero ¿en qué consistía realmente este nuevo Ejército Unido? Desde fines de 1839 los generales Manuel Oribe y Ángel Pacheco y el gobernador de Santa Fe, Juan Pablo López, ya venían organizando la campaña contra los sectores antirrosistas al frente de sus respectivas formaciones en el Litoral de la Confederación. Sin embargo, pronto se suscitaron enfrentamientos y competencias entre los citados jefes, quienes pugnaban por llevar a cabo su propia estrategia, lo cual constituía una amenaza para la suerte de las armas federales, como sostuvo Quesada (1927a, pp. 164-169), uno de los primeros historiadores en abordar esta cuestión capital. Rosas supo desarticular con rapidez y eficacia esa falta de coordinación –que a la postre fue la ruina de sus opositores– creando al Ejército Unido como una investidura global que absorbía –o “refundía”, en términos de Quesada– las distintas unidades operativas y otorgaba un marco para canalizar la estrategia político-militar. Este movimiento se completó en octubre de 1840, cuando Oribe –un extranjero– fue designado como jefe interino de la recién creada fuerza. Tal como puntualizó con agudeza Julio Irazusta (1947), mediante este paso Oribe –que era reconocido además como “Presidente Legal” del Estado Oriental5– quedaba situado como un “primus inter pares en el elenco de los jefes confederales”, lo cual permitía al gobernador de Buenos Aires “nacionalizar el mando militar” (pp. 13-14) y romper con los intereses de los gobernadores, quienes habrían puesto obstáculos a la creación de una dirección unificada y supraprovincial de la guerra, dadas las lógicas político-territoriales que el Pacto Federal de 1831 no había subsumido.6 El historiador del derecho Víctor Tau Anzoategui ya reflexionó en 1965 sobre lo que consideraba “un apasionante misterio”, a saber, el grado de amplitud de las atribuciones políticas de este nuevo Ejército Unido frente a los demás gobiernos provinciales. Aun sin arriesgar una respuesta definitiva, el autor adelantó la hipótesis de que el jefe de esa fuerza de guerra operó como “delegado del Encargado Nacional”, Juan Manuel de Rosas, estableciéndose así durante la campaña en el interior “una suerte de gobierno bicéfalo” (Tau Anzoátegui, 1965, p. 204).7 Por otro lado, como ha señalado en un documentado trabajo Ezequiel Abásolo (2010), esta dimensión de gobierno político desplegada por algunos ejércitos no era, por cierto, nueva, ni tampoco, en puridad, había comenzado con las guerras revolucionarias, sino que se fue forjando en el marco de las reformas borbónicas cuando se configuró un nuevo perfil institucional de militar con múltiples funciones.

En todo caso, a partir del nombramiento de Oribe, el Ejército Unido se montó como una compleja y cambiante coalición de batallones y escuadrones de diversa procedencia étnica y territorial, incluyendo unidades de emigrados, algo bastante frecuente a partir de las guerras revolucionarias.8 Se trató de un auténtico work in progress que fue incorporando unidades y variando su pie de fuerza durante toda la marcha, siendo bastante diferente el núcleo fundacional de 1840 del ejército que puso sitio a Montevideo, en febrero de 1843.9 Su mayor complejidad fue de índole política, ya que, si bien es cierto que se trataba de un ejército montado en el contexto de una guerra civil entre unitarios y federales, al mismo tiempo también recogía y expresaba los enfrentamientos facciosos de la otra orilla del Río de la Plata.10 La flamante fuerza federal debió enfrentar un conjunto de opositores armados con muy diverso nivel de cohesión y organización.11 Por una parte, destacaba la denominada Legión Libertadora, bajo el mando del general Juan Lavalle, quien venía maniobrando en el territorio de la Confederación desde mediados de 1839 y que, políticamente, no obedecía a ninguna autoridad provincial concreta, más allá de que intentó coordinar sus acciones con otros contingentes antirrosistas. En otro ángulo se encontraban las fuerzas movilizadas por la Coalición del Norte –una experiencia interprovincial formada entre abril y septiembre de 1840 e integrada por los gobiernos de Tucumán, Salta, Jujuy, La Rioja y Catamarca–, la cual representó uno de los retos más serios que enfrentó el rosismo en esa coyuntura (Ternavasio y Miralles, 2020). Más allá de su amplitud de actores y de los recursos humanos y materiales, estos contingentes antirrosistas fueron duramente derrotados en una secuela de sangrientas batallas, como las de Quebracho Herrado (Córdoba, 28 de noviembre de 1840), San Calá (Córdoba, 8 de enero de 1841), Famaillá/Monte Grande (Tucumán, 19 de septiembre de 1841), Rodeo del Medio (Mendoza, 24 de septiembre de 1841) o la toma de Catamarca (29 de octubre de 1841). Completada esta primera etapa, a fines de 1842 el Ejército Unido concentró sus esfuerzos en las provincias del Litoral de la Confederación, donde el general Fructuoso Rivera, presidente del Estado Oriental del Uruguay, encabezó una alianza –bastante laxa y conflictiva– compuesta por fuerzas provinciales de Corrientes, Santa Fe y Entre Ríos, coalición que fue completamente derrotada en la batalla de Arroyo Grande (Entre Ríos, 6 de diciembre de 1842). Esta victoria permitió a las fuerzas federales invadir el territorio oriental y poner sitio a Montevideo (febrero de 1843-octubre de 1851).12 A partir de allí permaneció latente una guerra más localizada, la cual se sustentó en incursiones y focos rebeldes articulados en el flanco cordillerano, en la frontera boliviana, en algunas regiones del Estado Oriental del Uruguay y, sobre todo, en la provincia de Corrientes. No obstante, parece claro que el Ejército Unido tuvo éxito en romper las conexiones interprovinciales que habían posibilitado proyectos como la derrotada Coalición del Norte. Mientras tanto, como consecuencia de estas victorias, varios pronunciamientos y asambleas provinciales designaron para los gobiernos a comandantes militares y elencos civiles que habían tenido participación activa en la reciente lucha contra los grupos antirrosistas, como Eusebio Balboa en Catamarca, Lucas Llanos e Hipólito Tello en La Rioja y Celedonio Gutiérrez en Tucumán, más allá de que el carácter de sus investiduras y la duración en el cargo fue bastante diferente en cada situación. Otras figuras políticas, como Manuel López (Córdoba), José Mariano Iturbe (Jujuy) y Miguel Otero (Salta) pudieron volver a ocupar sus cargos, que habían tenido que abandonar a raíz de las acciones militares de la Coalición del Norte o de Lavalle. Con ello se cerraba lo más visible de la pacificación, pero el análisis no puede quedar reducido a esas mudanzas en las cúpulas políticas: en la base de esa pirámide imaginaria había que montar un orden sociopolítico conmovido por la rebelión.

Estas prácticas de gobierno eran desarrolladas por los comandantes del Ejército Unido en función del tiempo en que sus divisiones permanecieran acampadas en cada paraje, lo cual podía oscilar entre días, semanas o meses.13 En esas coyunturas los jefes y oficiales federales desplegaban el grueso de la actividad que podemos definir como político-administrativa frente a las sociedades locales: identificación y persecución de oponentes, confiscaciones y embargos, otorgamiento de indultos, recomendación de funcionarios leales, asistencia a los gobiernos locales para que reasumieran funciones y atención de numerosas solicitudes particulares, dirigidas a obtener recomendaciones políticas, protección o devolución de bienes embargados.

DE LA COERCIÓN VERTICAL A LA “VIOLENCIA NEGOCIADA”. LA POLÍTICA DE REPRESIÓN
DEL EJÉRCITO UNIDO Y SUS LÍMITES SOCIALES

En el momento de iniciar las operaciones Oribe y sus principales oficiales conocían las líneas maestras de la política de cada provincia, pero ignoraban los detalles y querellas que atravesaban cada ámbito local, el “quién es quién” que permitía reconstruir o planear un nuevo orden en las ciudades, villas o zonas rurales. Este proceso permite abordar sobre el terreno cómo se efectuaban las tareas de inteligencia y policía –dimensiones integrales de toda pacificación– y habilita una reflexión más precisa sobre la violencia y sus límites. En cualquier caso, diferenciar entre leales a la causa federal y enemigos “encubiertos” no era un trabajo sencillo una vez que los oficiales del Ejército Unido recalaban en cada provincia. La guerra había generado una serie de migraciones internas y reactivado un intenso faccionalismo14 del que participaban, en grado diverso, un amplio arco de actores, desde sacerdotes y secretarios civiles, hasta comandantes militares, pasando por comerciantes, viudas, esposas de oficiales y políticos enemigos, emigrados o funcionarios despojados de sus cargos. Durante el desarrollo de las acciones, a lo largo de toda la campaña, el cuartel general del Ejército Unido también sirvió de presidio para recluir a los principales opositores civiles y militares, muchos de ellos miembros de las familias “principales” de cada provincia. En algunas oportunidades Oribe les ordenó pagar sumas de dinero o proveer al ejército con vestuarios, como escarmiento, por considerar que debían financiar el conflicto que habían desencadenado.15 En ese contexto, circularon listas y órdenes de captura que, en ocasiones, se conjugaron con la tarea de comisiones clasificadoras, creadas ad hoc en los sitios ocupados por las fuerzas federales o en el interior del propio ejército. Esta empresa de represión, que algunos comandantes cumplieron con celo, produjo un circuito de emigraciones políticas, tanto interprovinciales como hacia los territorios fronterizos del Estado Oriental, Chile y Bolivia.16 El proceso, por lo tanto, no fue fácil de articular, ni consistió en la aplicación de una violencia “ciega”. Por su estatus, como adelantamos arriba, muchos de los rotulados como “unitarios” –término genérico y empleado a veces de modo muy caprichoso– contaban con protectores o “padrinos” en filas federales, lo cual no dejó de causar tensiones. Los cuantiosos pedidos de excarcelación de adversarios de la “causa” ejemplifican la necesidad de negociar –y conceder– que tuvieron que aceptar los mandos federales, la idea de que no era posible aplicar una coerción generalizada sin suscitar enconos entre los propios aliados, quienes pretendían conservar la injerencia sobre el destino de los prisioneros o prófugos de sus jurisdicciones. Beatriz Bragoni (1999) ya avanzó sobre esta última hipótesis, al comprobar cómo las oficialidades federales afincadas en Mendoza en 1841, y en particular el general Ángel Pacheco, desempeñaron un papel de “mediadores ante los conflictos existentes entre las dos facciones locales, ejercitando una función de arbitraje supralocal” (p. 185), un accionar que, en no pocas oportunidades, causó fricciones entre los mismos sectores federales.

Si los principales referentes políticos y militares que habían estado “con las armas en la mano”, por motivos obvios pocas veces quedaron comprendidos dentro de esta política de contemplaciones, a medida que se descendía en la escala administrativa o militar el espacio de la represión tendía a disminuir o, al menos, la réplica y la transacción ganaban terreno. La situación atravesada por los hermanos cordobeses Ramón y Andrés Novillos (o Novillo) puede ser ilustrativa de ese problema. En este caso parecen confluir disputas personales y políticas de antigua data, reavivadas por las pesadas consignas que había desencadenado el ejército federal a su paso. El conflicto se había precipitado en diciembre de 1841, cuando Francisco Barrasa, comandante de Río Seco, enterado de que los hermanos Novillo habían sido detenidos, le dirigió una extensa carta a Oribe. La nota buscaba “poner en su alto conocimiento los crímenes, perversidades, que en este lugar han hecho de muy atrás los salbajes hermanos Nobillos, y del cura salbaje Manuel Cardozo”. Esos supuestos delitos se remontaban al año de 1829, cuando los citados hermanos, junto al sacerdote Tomás Echegoyen, habrían contactado a José María Paz para que viniese a Córdoba a deponer al gobierno de Juan Bautista Bustos. En recompensa, una vez en la provincia, Paz nombró a Andrés Novillos como juez de Alzadas “quien hizo ingentes males con los federales netos de la epoca” y terminó con los bienes del propio Barrasa, a quien “persiguió de muerte como es publico y notorio”. Años después, el mismo Novillos entró en comunicaciones con Gregorio Aráoz de La Madrid, quien en ese momento se había plegado a la Liga del Norte, informándole de la situación cordobesa. El cura Cardozo, siempre de acuerdo con Barrasa, demostró ser un “lavallista” convencido, que había difundido rumores sobre derrotas federales, pese a lo cual todavía gozaba de libertad ya que, pese a sus esfuerzos, varias autoridades de la provincia habían intercedido para que no fuese castigado con severidad. Como resultado de esos conflictos, Barrasa solicitaba a Oribe que le permitiera servir a su lado, ya que, a raíz de esos altercados “de ningún modo podré existir en este lugar”.17 Sin embargo, pese a los antecedentes “unitarios”, que nadie pareció desmentir ni matizar, y a la variedad de cargos que les hizo Barrasa, los hermanos Novillo contaban con buenos valedores dentro de los círculos “notables”. En febrero de 1842 el gobernador cordobés Manuel López aludió, en carta a Oribe, a la “interposición de personas federales de respetavilidad” que actuaron en favor de los cautivos, por lo que solicitaba “tenga la vondad de decretar la libertad de los Novillos, cuya conducta futura será en tal caso vijilada pr mi”.18 A diferencia de otras ocasiones, en que fue terminante con la aprehensión de enemigos, en esta oportunidad Oribe no creyó pertinente continuar con el presidio y los remitió a las autoridades cordobesas, designándoles la ciudad por cárcel.19

Estas solicitudes, que solo incluyen las gestiones que por formalidad o distancia se ponían por escrito, se repitieron a lo largo y ancho de la Confederación, evidenciando la presión a que eran sometidos gobernadores y jerarcas militares por parte de las elites locales, una verdadera pugna que se debatía entre los requerimientos de la política facciosa y los entramados familiares y de amistad estructurados en cada región.20 Es posible que muchas gestiones no fuesen elevadas a la jefatura suprema del Ejército Unido, pero no deja de ser indicativo de que Oribe haya recibido de manera directa, como última instancia, numerosas notas de varias provincias, solicitando la liberación de antirrosistas de segunda línea o de individuos que ni siquiera tenían una militancia política conocida, pero habían sido comprometidos por rumores. En abril de 1841, desde Paraná, José M. Echagüe solicitó al jefe del Ejército Unido la liberación de un joven implicado en tramas antirrosistas, por no ser “indiferente á los ruegos de una familia qe me ligan con ella compromisos de todo genero; esta es la de Iturraspe, cuyo hijo llamado Jose save qe se halla preso quisa por algun descuido causado por la poca refleccion de su juventud, mas qe el de ser salvaje ni pertenecer á esa maldita rasa”.21 El referido gobernador cordobés López, atendiendo a pedidos de familias del vecindario, ya había encaminado gestiones de mediación por otros presuntos unitarios,22 como también lo hizo su delegado Claudio Antonio Arredondo quien, en diciembre de 1841, agradeció a Oribe por “la soltura de Dn Tomás Martínez”, estimada como “una condescendencia de amistad y de atencion, acia personas pa. mi respetables”.23 El gobernador de Salta, Miguel Otero, solicitó a su vez “la indulgencia á qe és acreedor y que sea compatible con la justicia” para el presbítero Francisco Solano Cabrera (que, sin embargo, sería fusilado),24 lo mismo que el delegado Manuel Antonio Saravia, que medió para obtener la excarcelación de José Feliz (sic) Sánchez, sospechoso conducido por el coronel Mariano Maza desde la cuidad de Catamarca.25 El general Ángel Pacheco, gracias a su condición de militar de alta graduación, también terció en varios conflictos, pero tampoco quiso prescindir de la consabida venia de Oribe para tramitar la libertad de otros probables “unitarios”.26 Ignacio Oribe, hermano del jefe del Ejército Unido, también intercedió, desde Buenos Aires, para que no se tuviese por unitario al cordobés Mariano Vicente González, dado que su madre “á representado evacuandome un interrogatorio que lo declara buen federal”.27 Sin duda, como lo expresaban las gestiones alrededor de los hermanos Novillo, esta protección podía llegar a perjudicar a los propios vecinos federales, que también elevaron sus quejas al respecto. Entre otras notas, el comandante Juan Manuel Quinteros remitió al campamento de Oribe a un tal “Don Simón”, quien declaró “ser sosfocado por el Salbaje Jose (¿Gómez?)”, quien no le abonaba los bienes que le adeudaba, debido a las “protecciones de algs federales, qe lo amparan”.28 En ese sentido, es posible que varias denuncias contra supuestos unitarios tuviesen como propósito la apropiación de bienes y evidenciaran conflictos socioeconómicos más vastos, como lo percibieron algunos actores de ese momento (Etchechury Barrera, 2015, p. 15).

Otro corpus, igualmente importante, es el compuesto por solicitudes de liberación de embargos cursadas por los propios afectados, entre las que figuraban viudas y mujeres con hijos o esposos en el bando antirrosista.29 Como era de esperar, con frecuencia se trataba de reivindicaciones que descansaban en conflictos muy previos, como el expuesto por María Isabel Arias, viuda del capitán Pedro Aguilar, fusilado durante las guerras revolucionarias, y madre de ocho hijos. Uno de ellos, Fernando Aguilar, también fue ejecutado por los realistas, en 1821, mientras que un tercero, quien servía como teniente coronel, habría sido asesinado por el “salvaje” Antonio Cornejo en 1834, durante la rebelión contra el gobernador de Salta, Pablo de la Torre. Luego de exponer su situación desesperada, relatando sus padecimientos y persecuciones, que la obligaron a vivir oculta en una aldea, se dirigía a Oribe pidiendo que “se digne recomendar a este Sor Gobor. mi asunto pa cuando sean rematados los bienes del citado Cornejo se me de una cantidad con qe subenga mis necesidades”.30

Sin embargo, una buena porción de estas comunicaciones era elevada por mujeres pertenecientes al bando enemigo. Como lo demostró Páez de la Torre (1973), en una nota pionera para Tucumán, y más recientemente Bragoni (2009, pp. 180-188) para Mendoza y el citado Hingson (2007) para Córdoba, una parte significativa de las peticiones de esta naturaleza corría a cargo de viudas o esposas de emigrados políticos, quienes se encargaron de pleitear por sus bienes embargados, invocando razones de dote, herencia o separación, para recuperar así bienes embargados y mantener consigo hijos y demás familiares dependientes. En este, como en otros aspectos de su gestión político-administrativa, el Ejército Unido parece haber compartido funciones de intermediación con los canales institucionales convencionales. Entre otras, puede referirse la nota de Candelaria Carrizo, quien en junio de 1841 se dirigió al general Oribe para requerir la restitución de sus “cortas hacienditas” con marca y señal propia, por lo que pedía que no “me dejen á la calle, arriandomelas, y expuesta a implorar la piedad común, pues por que un marido tenga sus desvios, no es dable, que la muger padesca”.31 Oribe también pidió al gobernador tucumano Gutiérrez para que exceptuara de las pertenencias embargadas al “unitario” Salustiano Zavalía, las que pertenecían a su esposa “pues es público, que cuando contrajo matrimonio, él nada tenía y ella aportó bienes de alguna consideración”.32 María Suárez de Acha, esposa de un general unitario, también escribió a Oribe desde su exilio en Potosí, solicitando la devolución de dinero y bienes personales que, afirmaba, le había secuestrado el gobernador de Jujuy al momento de emigrar. Si bien era consciente de que su esposo “á estado con las armas en la mano”, decía tener “una regular fortuna” propia al momento de casarse, a la que pertenecían los objetos incautados.33 Con independencia de su resultado, todas estas gestiones, que integran una serie más extensa de la que aquí solo hemos recuperado indicios, ejemplifican el papel mediador de las jefaturas federales y, al mismo tiempo, dan cuenta del peso de las lealtades intrafamiliares que pugnaban con los imperativos de la represión política. Por ello, más que una concesión gustosa, varias de las gestiones de mediación pueden leerse también, sin que implique contradicción con lo anterior, como un obstáculo, un freno, que sólo de mala gana aceptaron las oficialidades del Ejército Unido. Estas chocaban con realidades provinciales donde los vínculos entre amigos y enemigos políticos no siempre eran tan tajantes o claros como preferían suponer. El propio Oribe, en el comienzo de las acciones, en enero de 1841, fue criticado por ser demasiado permisivo con miembros de la elite cordobesa considerados opositores. En aquella oportunidad se justificó, sosteniendo que no fue más severo por no disponer del consentimiento directo de Rosas.34 Esto evidenciaba que la idea misma de una violencia vertical sobre los disidentes del interior se fue articulando de manera paulatina, antes de volverse una práctica más sistemática. Sin embargo, incluso cuando la campaña ya estaba avanzada, se hizo visible que no todos los gobernadores federales estaban dispuestos a colaborar de manera desinteresada en la represión, sobre todo cuando se trataba de la entrega de prófugos y prisioneros con vinculaciones. La actitud condescendiente de Celedonio Gutiérrez hacia varios individuos clasificados como unitarios, por ejemplo, generó rispideces con Oribe quien, en octubre de 1841, le dirigió al gobernador una nota tajante:

Ha llegado a noticia del infrascripto que en completa libertad existen en ese pueblo los salvages cuya lista se acompaña. Abrigados estos seguramente bajo la conducta de concideración que se observa con ellos por parte del gobierno, ha mirado este procedimiento el que suscribe con el mayor disgusto cuando inmediatamente de haber sido presentados debían haber sido remitidos al Cuartel General, y supuesto no haber sucedido esto hasta lo presente se le previene al Señor Gobernador ordene en el acto mismo de recibir este la prición de dichos salvages, los mismos que hoy mismo deberán ser remitidos a disposición del que suscribe.35

En un sentido análogo, es interesante el cruce de notas entre Oribe y el brigadier Nazario Benavidez, gobernador de San Juan. Luego de recibir una comunicación en la que el jefe del Ejército Unido le reclamaba la prisión y envío a la vecina provincia de La Rioja de algunos enemigos refugiados “para que sean decapitados, suponiéndolos existentes en estos destinos”, Benavidez se manifestó disgustado de que alguien supusiera que en la jurisdicción bajo su control se encontraran unitarios libres. A renglón seguido, afirmaba que sólo restaban allí dos individuos retenidos en calidad de tales –Dávila y su hijo–, a los que enviaría a la brevedad, cuando retornara desde Mendoza, y que otros, como Honorato Gordillo, habían sido expulsados del territorio de la Confederación por tener recomendación del gobernador mendocino José Félix Aldao.36 Sin embargo, en otra nota escrita el mismo día, esta vez a título personal, Benavidez le informaba a Oribe que, pese a lo que había sostenido en la comunicación oficial, “suspendo la remisión de Dávila y su hijo porque tengo empeños en su fabor de algunos Gefes amigos a quienes me intereso servir, lo mismo que a los referidos, porque en ellos encuentro algunas cualidades, buenas que los hacen dignos de consideración”. Al mismo tiempo le indicaba que desconocía el paradero de otros ciudadanos clasificados como unitarios “y los mas creo se hallan avecindados en Chile hace tiempo”.37 El comandante federal Jacinto Andrada ya había afrontado estas maniobras en la provincia de Jujuy por parte de las propias autoridades leales a Rosas. Encargado de arrestar a los dispersos de Lavalle que todavía se encontraban en esa provincia, en una comunicación a Oribe señalaba que su propósito no había tenido éxito, dado que José M. Iturbe “es muy tolerante con los salbajes, pues me ha dicho que no hay ningun salbaje en esta qe todos son federales pero el caso es Exmo Señor que se tapan unos á los otros y el señor Gobernador nada pone de su parte”.38

Estas estrategias dilatorias amparadas en la distancia, y en la que se aludía, como excusa, a informes contradictorios o a gestiones personales de terceros, parecen haber obstaculizado la pretensión punitiva de Oribe en varios casos. En buena medida, ello expresa la manera en que las autoridades militares y políticas de base local no querían delegar la represión disciplinadora sobre sus propias elites ni dejar de arbitrar en los conflictos internos. Si en algunas oportunidades los lamentos eran por excesivo celo represor, en otras fue al revés, y los gobernadores se quejaron de la tolerancia demostrada por jefes como Ángel Pacheco, a quien el mendocino Aldao tildó de ser una pesadilla que le impedía castigar a los opositores (Bragoni, 1999, p. 184).

SER JUEZ Y PARTE. LA ADMINISTRACIÓN
DE LA CONFLICTIVIDAD EN EL CAMPO FEDERAL

Esta modalidad ad hoc de hacer política de las jefaturas del Ejército Unido, que aquí sólo hemos esbozado, no se limitó por cierto a realizar concesiones a los enemigos de la causa que gozaban de protección. Desde el momento mismo en que las columnas se internaron en las provincias del interior y litoral la recurrencia a Oribe o a Pacheco, los dos jefes de más alta graduación, constituyó una práctica común para restablecer los equilibrios entre los sectores políticos favorables a Rosas, surcados por múltiples conflictos internos. En un contexto convulso era entendible que esta fuerza de guerra se transformara en un centro de autoridad ante el cual “tramitar” la lealtad federal, buscar protección, despejar sospechas sobre la actuación política inmediata o denunciar a los enemigos. El control o al menos el intento por laudar las controversias de este faccionalismo suscitado dentro de un espacio federal en proceso de reconfiguración, aparece como un aspecto capital de la pacificación. En efecto, algunos de esos enfrentamientos en torno a la lealtad se dieron entre los comandantes de milicias o líderes de “partidas”, figuras importantes, no tanto por la fuerza que podían movilizar, sino porque sus conocimientos del terreno y prestigio local ayudaban a desgastar al enemigo, reagrupaban efectivos dispersos y se ocupaban de “limpiar” los últimos reductos de oposición en las zonas rurales, cerrando la tarea pacificadora realizada por el Ejército Unido. No es extraño que entre ellos se suscitaran resquemores que evidenciaban viejas rivalidades por el control de las jurisdicciones. En esa pugna muchos sacaron a relucir supuestos antecedentes unitarios de sus competidores de turno, mientras reivindicaban sus propias credenciales federales. Una muestra paradigmática de estas confrontaciones fue protagonizada por Ignacio Pedro Carrera. Luego de ser repuesto por las autoridades federales en la jurisdicción del departamento de Colalao, en la provincia de Tucumán, con su antiguo grado de teniente coronel del Regimiento Núm. 5, se enfrentó a otros jefes de milicias que también apoyaban al Ejército Unido en la misma región. Entre ellos, Carrera denunció ante el gobernador tucumano, Celedonio Gutiérrez, a un tal Julián Navarro, comandante en el valle del Tafí, así como a varios de sus familiares quienes “a mas de ser una gente tan ordinaria y malvados son unos salvages unitarios que han perseguido tenasmente a los federales haciendolos despatriar, castigar y haciéndolos sufrir prisiones con sus temerarias calumnias”. En vistas de esa situación, Carrera creía necesario llevar ante la justicia a Navarro y a su cuñado Bargas “para que bonifiquen los daños y perjuicios que han ocasionado”. Al mismo tiempo, refería la contradicción de que el vecindario federal debiera tolerar a un jefe a quien muchos “le tienen jurado quitarle la vida”.39 Por lo que se infiere de otras comunicaciones, el nombramiento de Carrera no había sido hecho con conocimiento de las autoridades tucumanas, como se lo hizo saber el propio Gutiérrez. En su defensa, el comandante de Colalao sostuvo que su despacho le fue entregado por el coronel Calixto Pérez, y que el propio Oribe lo había comisionado para que “reuna ombres, armas, monturas de toda clase, que ostilice a los salvajes unitarios por todos modos y que los persiga a muerte en los Balles de San Carlos”.40 El jefe del Ejército Unido, consultado poco antes sobre el conflicto, confirmó haber aceptado los oficios de Carrera “el unico que se me había presentado y que yo conocía, con decisión y voluntad de obrar a favor de la causa”. Asimismo, manifestó estar al tanto del enfrentamiento que mantenía con Navarro, individuo sobre quien también tenía buenos informes, por lo que recomendaba a Gutiérrez, de manera salomónica, “conciliarlos y emplearlos a ambos”.41 Carrera también parece haber tenido una disputa con el comandante Teodoro Tapia, de Santa María, quien aludió a supuestos “insultos” y amenazas realizados por aquel contra los vecinos de su jurisdicción. En vistas de ello, escribió a Juan Domingo Balboa, afirmando tener “mejor conducta que él [Carrera]” y poseer “más servicios hechos a la causa, no como él que se ha pasado en el Combento mas de ocho años de fraile y de allí ha salido a cosa hecha tan solo a degollar”.42 Dejando de lado la trayectoria posterior de estos oficiales, sus enfrentamientos dan cuenta de la dificultad de reconstruir las lealtades políticas y pacificar las jurisdicciones departamentales una vez superado el periodo más álgido de la crisis político-militar, cuando proliferaron las acusaciones cruzadas y ajustes de cuentas y se difundieron rumores sobre federales “arribistas” que manifestaban su lealtad a la causa –a veces de modo extremadamente violento– cuando ya estaba decidida la lucha, “a cosa hecha”, como sostenía expresivamente Tapia. Desde un ángulo diferente, la petición que encaminó el mendocino José Albino Zapata al general Ángel Pacheco también constituye otro ejemplo notable de estos conflictos entre sectores autoproclamados como federales, y permite subrayar la función de “última instancia” que le atribuyeron algunos actores provinciales a los altos mandos del Ejército Unido, cuando los diferendos no podían ser resueltos recurriendo a las autoridades locales. Zapata, que decía ser partidario acreditado de la federación, afirmaba estar “cansado con el enorme peso de grabamenes é insultos meramente personales, agobiado de sufrir á cada instante bejámenes de todo genero, sin medio alguno de defensa y, lo que es peor privado aun del dro de audiencia por el supremo Gobierno de esta Provincia”. Considerando que el jefe federal era el “unico Libertador, y digno defensor de los dros de este Pueblo” le dirigía la súplica para que, “prestando oido a mis clamores quisiera tributarme la justicia que merezco, menospreciado por las autoridades de mi País”. A primera vista su lealtad por Rosas no parecía cuestionable desde el punto de vista formal. De acuerdo con su relato, desde 1828 había tenido responsabilidades públicas en la sala de Representantes y decía poseer un certificado por sus servicios a la causa federal, por lo que ignoraba los motivos que le habían acarreado la antipatía del gobierno mendocino, “cuando yo en medio de todas las combulsiones políticas, me he portado siempre en aversión opuesta á las ideas de los salvages unitarios”.43 Ignoramos cuál fue la resolución de su expediente, pero cabe suponer que en el contexto bélico la lealtad de Zapata había vacilado, al extremo de ser sospechado de “unitario” o traidor, o bien las acusaciones encubrían en realidad otros diferendos anteriores; lo concreto es que parecía haber perdido toda su influencia en los círculos políticos de su propia provincia, por lo que vio en la investidura de un general del Ejército Unido una instancia superior a la cual acudir. Muy similar parece la situación de Rafael Riesco, escribiente de Manuel López, quien decía ser perseguido por parte de individuos del propio ejército federal, y solicitaba la mediación de Pacheco para retornar junto a su familia.44 Sin duda, no se trataba de eventos aislados; el mismo Pacheco recibió pedidos de mediación análogos en conflictos suscitados en el ámbito eclesiástico. Como vimos arriba, varios religiosos y sacerdotes seculares estaban implicados en tramas partidistas, a veces redimensionadas por conflictos más globales, como el diferendo mantenido entre los Jesuitas y el gobernador de Buenos Aires a partir de 1840, que terminó con su expulsión, en 1843.45 No es casual, entonces, que Pacheco fuese contactado en enero de 1842 por el jesuita Ildefonso de la Peña, quien le comunicó los problemas de su Orden con el gobernador de la provincia de San Luis, Pablo Lucero, quien, pese a sus promesas previas, no había accedido a formar una reducción en su jurisdicción. De la Peña le suplicó al general federal para que oficiara de mediador, enviando “algun breve informe acerca de nuestra conducta en Buenos Ayres y en Cordova”. El conflicto parecía responder a rumores que habían llegado al gobierno provincial sobre opiniones políticas de los jesuitas contrarias al rosismo, pese a que, según afirmaba el sacerdote, “no se nos puede citar un hecho contra el Sistema de la Federación, en favor del cual hemos predicado en Bs As y en Cordova desde luego que se nos ha ordenado”.46 En junio de 1842, Jorge Velasco también creyó oportuno enviar una nota a Pacheco, en la cual solicitaba su apoyo para el sacerdote Etura, de la misma provincia, “que solo cuenta con la protección de V”, con el fin de que intercediera ante el gobernador de Buenos Aires para destrabar el envío de unas bulas bloqueadas, según infería, por un “mal informe” calumnioso, aunque el religioso en cuestión era “neto Federal y virtuoso sacerdote”.47 Otros expedientes implicaban solicitudes para retornar a sus respectivas provincias, tras alejamientos que, presumiblemente habían tenido que ver con la política, como ocurrió con el Canónigo Baigorria, de Córdoba. En agosto de 1841 este sacerdote solicitó el pasaporte a Claudio Arredondo, gobernador provisorio, quien a su vez le encomendó a Oribe para que “interponga su referencia al Ilustre Restaurador pa qe vuelva”, adelantando que el religioso se comprometía a predicar y escribir donde le indicaran, y que sería útil para “hacer a los salvages la guerra con sus elementos”.48 Como era de suponer no todas estas peticiones llegaban a buen puerto, ni conseguían pasar por encima de los gobiernos provinciales. Así, en febrero de 1842, el jujeño José Mariano Iturbe le solicitó a Oribe la devolución de unos documentos –que decía haberle adjuntado con anterioridad– para frenar lo que consideraba reivindicaciones excesivas de algunos curas, las cuales se basaban en argumentos de presunta lealtad política “puesto que estos hombres á titulo de Federales quieren lo que no merecen y es preciso taparles las bocas: mucho mas, cuanto toda la Federacion consiste en que los salvages les quitaron algunos pesos, como quitaron á todos los qe los tenian; mas esta es una federacion pasiva, no activa, decidida y de obra, como es menester”.49

Podemos ir más allá a la hora de evaluar este tipo de conflictos y pugnas por la calidad de federal y traer de nuevo a escena el tema de la clasificación política y sus dificultades de articulación, aspecto para nada menor en una guerra de “pacificación”. Si bien es cierto que a su paso el Ejército Unido potenció una creciente polarización, la cual redujo al máximo los espacios para las posiciones intermedias y obligó a una “toma de partido”, también subsistió un segmento amplio de individuos rotulados como “pasivos” o “pacíficos” y otros tantos que bascularon en sus posturas. Esta indecisión no era precisamente apolítica, pero sí difícil de reducir a una dicotomía unitario/federal, y ello es interesante porque recoloca el problema de los cambios, tránsitos y usos “instrumentales” que muchos hicieron de las adhesiones o lealtades. Lejos de ser una suposición elaborada a posteriori, el hecho fue claramente percibido por los contemporáneos como un desafío. Adeodato de Gondra, secretario del gobernador santiagueño Felipe Ibarra –y luego del tucumano Celedonio Gutiérrez–, en mayo de 1841 escribió una carta amenazante en la que aludía a quienes estaban esperando el resultado de las batallas para “después llamarse federales o cubiletear”, remarcando que se llevarían “un chasco terrible”, ya que la Confederación Argentina “no admitirá jamás servicios tardíos”.50 En una dirección similar, en octubre de 1841, Pedro Patricio de Zavalia advirtió a Gutiérrez, recién designado gobernador de Tucumán, que no “se deje rodear de ciertos hombres que con la capa de nuebos federales no son mas que unos egoistas, aspirantes o agentes ocultos que el maldito bando unitario deja en los pueblos para segundar cuantas vezes puedan sus parricidas planes”, advertencia que realizaba “por el mucho conocimiento que tengo de los sujetos que componen este vezindario”.51 Esto no quiere decir que las identidades políticas carecieran de relevancia o de arraigo dentro de los sectores dominantes, todo lo contrario, pero su probanza era compleja.52 Por ello, a riesgo de reificar estas fidelidades, no podemos desconocer que, en no pocas ocasiones, hubo un uso estratégico –el “cubileteo” al que aludía De Gondra– que hizo que funcionarios y oficiales vacilaran o cambiaran de bando, de acuerdo con la evolución del panorama político-militar más inmediato. Quizá, en un tiempo de menor tensión, muchos de ellos hubiesen quedado comprendidos dentro de los federales disidentes, pero ahora, en el marco de una guerra cada vez más total, no quedaba espacio para esa militancia alternativa y, de modo inmediato, eran considerados como “salvajes unitarios”. Estas mudanzas, evidenciadas en tiempos de ruptura, solían involucrar a federales “exaltados” o “netos”, como demostró en detalle Jorge Gelman en su estudio de la rebelión de los “libres del sur” de 1839, en la campaña de Buenos Aires. En esa ocasión, los militares y jueces de paz rosistas quedaron sorprendidos ante la repentina “traición” de individuos que creían de probada fe política y resultaron “unitarios que estaban con la máscara de federales”.53 Los ajustes de cuentas y vendettas por disputas previas, que a veces no tenían que ver con la administración pública, fueron revestidos de contenidos políticos, para deslegitimar al adversario local, como lo expresan las notas de autoproclamados federales que se creían perseguidos sin razón por sus gobiernos. Es decir, aunque sea obvio señalarlo, no todas las pugnas por el poder en ciudades, villas o departamentos rurales eran pasibles de ser reducidas a un conflicto entre unitarismo/federalismo, más allá de que, a la postre, esos términos culminaran por “fagocitar” casi todos los conflictos y tensiones prexistentes. Un episodio representativo de esta dinámica se produjo en enero de 1842, cuando el gobernador delegado de la provincia de Salta, José Antonio Saravia, cotejó una lista de supuestos unitarios remitida por un autor anónimo. Luego de analizarla, llegó a la conclusión de que sólo uno de los mencionados podía ser rotulado como unitario, mientras que el resto eran “hombres pasivos y pacíficos”; si bien era cierto “que no han prestado servicios a la causa pero que tampoco merecen la clasificación de salvages qe les atribuye el anonimo”, quien, además, incluía en su registro a tres “federales conocidos”. Para explicar estas incongruencias, Saravia hacía referencia a que, tanto en Jujuy como en Salta, “hai hombres que se llaman federales mientras estan colocados al frente de los negocios publicos ó aspiran a serlo”, pero si no accedían a esos puestos, en cambio, se convertían “en el foco dela discordia y la anarquia”, vertiendo rumores y calumnias que, en su opinión, habían afectado al propio Iturbe, gobernador de Jujuy, “y su acreditada adhesión a la causa”. En estas listas de aparentes unitarios, concluía el delegado, los acusadores anónimos solían consignar “hombres con quienes están en enemistad por motivos qe en nada conciernen a la politica”.54 Estos claroscuros podían ser todavía más espinosos, como lo evidenció la situación de Feliciano Cubas, que resume las incertidumbres a la hora de establecer una clasificación certera, a causa de carreras zigzagueantes o vínculos familiares en los que se “cruzaban” filiaciones políticas contrarias. En diciembre de 1841 Tadeo Acuña escribió a Carlos Villademoros, secretario de Oribe, señalando que, luego de revistar durante la gobernación de “su malvado hermano” José Cubas, en calidad de coronel, Feliciano fue convencido para que abandonara esa militancia por su esposa, Crisanta Molina, calificada como “federal esaltada”. Ante el avance sobre la ciudad de Catamarca de las tropas del Ejército Unido al mando de Mariano Maza, que a principios de noviembre de 1841 terminaron con la captura y decapitación de su hermano, Feliciano se había retirado a la provincia de San Juan, donde fue acogido por otro familiar y “federal neto”, Francisco Molina, para evitar posibles represalias. Sin embargo, pese a que los federales triunfantes en Catamarca habían consentido en su retorno a esa provincia, y Feliciano por fin parecía poner término a su odisea, un comandante apellidado Segura, por motivos de “enemistad personal”, hizo circular la versión de que “el Sor Presidente [Oribe] le ha dicho que si [Cubas] no le abonaba veinte y sinco ps que le deben lo deguelle”. Frente a este panorama, Acuña no atinaba a saber si “debe tenerle pr salbaje o no”, evidenciando que la situación le estaba causando excesivas molestias.55

La intensa circulación de individuos entre las provincias dificultaba el conocimiento de las trayectorias públicas de muchos que habían podido hacerse con certificados de “buen federal” o contaban con la protección tácita de comandantes y gobernadores. No es extraño que el salteño Miguel Otero haya sido sorprendido, en octubre de 1841, al sospechar que un tal Baltasar Aguirre, supuesto federal y familiar político de su propio Tesorero, Antonio del Pino, era en realidad un “salvaje, cuyos bienes le han embargado en Tucumán”. Aguirre formaba parte de una serie de individuos que se estaban presentando muñidos con cartas de recomendación, por lo cual Otero no quería tomar una decisión hasta tanto no corroborar el episodio del embargo.56 En ese contexto, algunos emigrados por razones políticas se apresuraron a justificar su conducta ante Oribe, como fue el caso del salteño José Felis Arias (o Frias), quien alegaba sufrir persecuciones que lo condujeron a abandonar su provincia, prometiendo volver cuando los federales triunfaran. Como no deseaba ser confundido con los enemigos “qe con su fuga evadirán el tremendo fallo de la justicia”, creía necesario aclarar que “mi ausencia es mientras permanescan en estos pueblos los salvajes unitarios”.57

A MODO DE CONCLUSIÓN

Como hemos intentado argumentar en las páginas anteriores, la crisis por la que atravesó la Confederación Argentina, entre aproximadamente 1839 y 1842, puede servir para analizar el doble rol de represión y mediación que ejercieron los mandos del Ejército Unido y, al mismo tiempo, probar la utilidad explicativa del concepto de pacificación, cerrando el aparente hiato entre violencia extrema y negociación política. Estas modalidades de gobierno ejercidas por fuerzas de guerra en Latinoamérica a partir de los procesos revolucionarios parecen haber sido bastante frecuentes, aunque carecemos de estudios transnacionales que permitan, por ejemplo, dar cuenta de sus posibles fuentes ideológicas o “modelos” comunes, así como del trasvase de prácticas entre diversos escenarios. Para el caso rioplatense de mediados del siglo xix, estas prácticas corroboran el alto grado de autonomía política y de la amplitud de funciones que cumplieron los mandos federales, más allá de los aspectos vinculados a la logística puramente militar. Como es evidente, aquí sólo nos hemos centrado en el papel cumplido por los generales Manuel Oribe y Ángel Pacheco, pero cabe suponer que otros comandantes federales ejercieron un papel análogo, más allá de que su menor rango en la escala jerárquica no les permitiera tomarse demasiadas libertades. Por otra parte, no es conveniente adoptar una visión homogénea y piramidal del Ejército Unido, dado que hubo una amplia gama de situaciones. No es comparable la política conciliadora de Pacheco en Mendoza con la “guerra sin cuartel” que declaró Mariano Maza durante el asalto a la plaza de Catamarca, o la situación de Tucumán durante la intervención más directa de Oribe en esa provincia, pese a que todos eran jefes u oficiales de una misma fuerza. Esta perspectiva, focalizada en las prácticas concretas de la pacificación y en el trato –personal o epistolar– que involucró a actores locales de diferentes provincias y los principales jefes militares permite, entonces, abrir algunas hipótesis de trabajo más amplias, que informan el presente artículo. En primer lugar, ante el panorama esbozado arriba, cabe suponer que las comandancias del Ejército Unido, siguiendo las instrucciones de Juan Manuel de Rosas, no sólo se dirigieron a apoyar o restaurar a los partidos federales del interior, sino que, en buena medida, los reinventaron, o reconfiguraron, si no queremos ser tan drásticos, y le dieron una nueva cohesión horizontal a la Confederación, integrando, por la fuerza, a la diversidad de situaciones provinciales bajo un mismo “manto” político (aunque sus fisuras y tensiones nunca desaparecerían, ni mucho menos). Las numerosas ejecuciones y el despliegue de una violenta retórica facciosa que llevaron adelante esos mandos federales tendieron a establecer líneas de rupturas más tajantes a nivel de las identidades políticas locales, y las expandieron a amplios sectores de la población afectada por el enfrentamiento armado, que terminó por plegarse –aunque fuere episódicamente– a esa dinámica, mientras se restringían o colocaban bajo sospecha las posturas “pacíficas” o “pasivas”. Este “federalismo de guerra” no podía sino ser transitorio y acatado casi como una imposición por los aliados provinciales, que debieron acompasar sus agendas locales a veces a regañadientes. Aquí entra el segundo punto en consideración. Junto a la coerción más radical, y sin que ella dejara de desempeñar un papel central en la pacificación, pareció irse implementando una “violencia negociada”, que desafía la idea de una verticalidad (y unanimidad) decisoria de los altos mandos del Ejército Unido. Sus comandantes no siempre pudieron aplicar los castigos o disposiciones más radicales ni identificar al conjunto de los opositores, debido a que la conflictividad había generado cambios y migraciones interprovinciales que afectaron a los elencos políticos medios (funcionarios, asesores, secretarios), precipitando un cúmulo de rumores e información contradictoria. Con la evidencia disponible se puede conjeturar que la faceta más transigente de esta pacificación, en lo relativo al trato con los enemigos, fue fruto de un aprendizaje sobre el terreno, y no tanto resultado de la puesta en práctica de un proyecto compartido por todos los mandos. Por el contrario, fue el choque con las relaciones forjadas con base en la amistad, la familia y los negocios, el que morigeró o imposibilitó muchas disposiciones de persecución y castigo. Luego de que el ejército federal se retiraba de un territorio provincial –algo que, en muchos casos, parece haber aliviado a las dirigencias locales– la presión “punitiva” más fuerte solía disminuir, y cada gobierno retomaba su propia línea de conducta respecto a la oposición. Como es evidente, aquí la aproximación de tipo provincial-regional recupera toda su potencialidad analítica para explicar el devenir de la conflictividad en cada jurisdicción.

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OTRAS FUENTES

Archivos

abjm Archivo y Biblioteca Julio Marc, Argentina.

agn   Archivo General de la Nación, Argentina.

mh      Museo Histórico, Uruguay.

1                             La bibliografía sobre esta coyuntura es amplísima. A título indicativo pueden verse: Gelman (2004); Gelman y Fradkin (2015); Halperin Donghi (1972); Ternavasio y Miralles (2020).

2                             La doble conjunción entre prácticas de violencia extrema y negociación como vía para controlar revoluciones o alzamientos y restaurar el orden no siempre fue concebida de manera explícita por los actores como “guerra de pacificación”, término que nosotros empleamos aquí como categoría historiográfica. Por otra parte, aunque no es posible trazar una genealogía lineal, el concepto de pacificación propiamente dicho poseía una larga tradición en la tratadística –y en la práctica política– de la cultura latina, como lo ejemplifica el caso de las guerras de religión europeas del siglo xvi o la expansión de la monarquía hispana al continente americano. Véase Klein (2016); Olsson (2012). Las guerras revolucionarias y la declaración de las independencias en los dominios americanos generaron un nuevo impulso a este tipo de intervención político-militar, a través de la instauración de la Junta de Pacificación y el envío de expediciones al continente. Entre otros autores, Josep M. Delgado (2006) estudió con detenimiento los componentes extramilitares de la política pacificadora de José García de León y Pizarro (1816-1818) desde la Secretaría de Estado, en un trabajo más amplio sobre la “descolonización frustrada” dentro del imperio español. Bustos Mazenett (2011) ha realizado una investigación específica sobre el tema para Nueva Granada, entre 1816 y 1819. Asimismo, para la Capitanía de Venezuela puede verse el documentado aporte de Hébrard (2016) acerca de la justicia excepcional en el contexto de la pacificación llevada a cabo por el general Domingo Monteverde. Rabinovich y Zubizarreta (2020) han abordado los proyectos de las dirigencias porteñas para pacificar la población rural de Buenos Aires tras la caída de Juan Manuel de Rosas. Fue en el correr del siglo xix que, bajo el rótulo de pacificación, se fue creando un auténtico corpus de estrategia contrainsurgente, en el curso de la expansión colonial europea por los territorios de Asia y África, destacando las teorizaciones y planteos de Thomas-Robert Bugeaud, L. H. Gonzalve Lyautey o Joseph Gallieni. También deben señalarse las guerras contra las poblaciones de los territorios araucanos, patagónicos o chaqueños desarrolladas luego de las independencias y que configuraron una especie de “‘momento colonial’ de las repúblicas sudamericanas”, según remarcó Richard (2015).

3                             Si bien existe una vasta bibliografía sobre redes clientelares y mediaciones sociales cumplidas por diversos actores militares y políticos, aquí remitimos al planteo de Romana Falcón (2015) para México, quien sintetiza los principales avances y debates historiográficos sobre el tema.

4                             En estos pocos antecedentes nos centramos en aquellas guerras de pacificación llevadas a cabo entre grupos político-militares que, a priori, se consideraban a sí mismos como parte de una misma comunidad social. Por ende, dejamos de lado las numerosas y violentas campañas dirigidas por esos mismos sectores contra los pueblos indígenas, de larga data en la región y que continuaron hasta el siglo xx. Estas solían gozar de aprobación y legitimidad pública y, salvo pocos episodios, no generaron rechazo por su elevado grado de violencia interpersonal y rapacidad, teniendo en cuenta que se dirigían contra poblaciones consideradas por las dirigencias político-militares como “salvajes”. Para un panorama actualizado de estas últimas guerras remitimos a Jiménez, Alioto y Villar (2017); De Jong (2018).

5                             Oriental –y no uruguayo– fue el gentilicio predominante a lo largo del siglo xix para designar a las personas nacidas en la Banda Oriental del Río de la Plata cuyos territorios, en parte, pasaron a denominarse Estado (o República) Oriental del Uruguay, a partir de 1828-1829, cuando se creó un nuevo Estado independiente.

6                             Irazusta vuelve sobre el punto en las páginas 95-96. Miralles, basándose en Tau Anzoátegui, retoma este argumento, señalando que el mando de Oribe era empleado por Rosas “como un instrumento muy competente para cumplir la misión de reprimir en las provincias díscolas, sin verse involucrado en las disputas facciosas locales y sin apetencias de poder más que la de reforzar su prestigio militar y político para regresar triunfante a su tierra de origen” (Miralles, 2018, p. 35).

7                             Esta posibilidad de prescindir de otros jerarcas políticos del interior para controlar la disidencia fue, sin embargo, efímera. A partir de febrero de 1843, cuando puso sitio a Montevideo, el Ejército Unido ya no estuvo disponible para operar en el territorio de la Confederación, por lo que Rosas volvería a recurrir a aliados regionales, como anteriormente había hecho con Estanislao López, Facundo Quiroga, Pascual Echagüe o Alejandro Heredia. Ese papel fue cumplido a lo largo de la década de 1840 por Justo José de Urquiza, el cada vez más poderoso gobernador de Entre Ríos, en quien Rosas confiaría para sostener su influencia en las provincias del Litoral, controlar posibles amenazas procedentes del Paraguay e incursionar sobre el territorio del Estado Oriental del Uruguay.

8                             Un caso ejemplar es el accionar de José Miguel Carrera y los emigrados chilenos en las Provincias Unidas, entre 1817 y 1820, analizado por Bragoni (2012).

9                              Magariños de Mello (1961, pp. 663-733) trazó un documentado panorama sobre la conformación del Ejército Unido, deteniéndose especialmente en su composición y cambios a partir del inicio del sito a Montevideo. Junto a un núcleo importante de unidades de caballería, infantería y artillería porteños –entre los que se encontraban los batallones Independencia, Libertad y Libres de Buenos Aires– figuraron escuadrones y batallones orientales, los cuales habían emigrado a Buenos Aires tras el desplazamiento de Oribe, así como otras fuerzas provinciales y milicias que, en cada avance, auxiliaban a las columnas centrales, además de contingentes indígenas –“guaycurúes” y “pampas”– que tuvieron importante actuación en algunos tramos de la guerra (Ratto, 2015; Tamagnini, 2017). Según Quesada (1927a, p. 205) en la batalla de Quebracho Herrado Oribe presentó, aproximadamente, 6 000 efectivos (4 000 de caballería, 1 600 de infantería, 400 de artillería y otras unidades). Por otro lado, de modo simultáneo, algunos batallones estaban combatiendo en otros frentes, a veces apoyados por milicias o refuerzos locales, como Ángel Pacheco en Mendoza o Mariano Maza en Catamarca, por lo que es difícil calcular un estado de fuerza único para cada momento. En la batalla de Arroyo Grande, la cual concentró al grueso del ejército federal, Oribe habría desplegado entre 8 000 y 9 000 efectivos.

10                           Desde mediados de la década de 1830 en el Estado Oriental del Uruguay se habían ido perfilando dos bandos o partidos político-militares, estrechamente vinculados con el devenir de las agrupaciones que operaban en la Confederación Argentina y en el sur del Brasil imperial. Por un lado, el presidente Manuel Oribe, líder del llamado partido blanco, enfrentó al general Fructuoso Rivera, jefe del partido colorado, quien encabezó un alzamiento, apoyado por agentes franceses, fuerzas rebeldes de la Provincia de Río Grande do Sul y buena parte de los emigrados antirrosistas. A fines de 1838 esta coalición derrotó a Oribe, quien se refugió con sus partidarios en Buenos Aires. Una vez en la presidencia oriental, en marzo de 1839, Rivera declaró la guerra a Rosas, en gran medida como una devolución al apoyo que le prestaron los unitarios en el exilio. Por lo tanto, a partir de allí, junto al enfrentamiento civil regional se superponía un conflicto interestatal entre el gobernador de Buenos Aire y el Estado Oriental del Uruguay. El lugar estratégico del puerto de Montevideo en los entramados mercantiles del Atlántico sur, así como las controversias sobre el acceso a los ríos interiores (como el Paraná), hizo que este conflicto adquiriera muy pronto una dimensión internacional, expresada en las sucesivas intervenciones navales y diplomáticas de Francia e Inglaterra. De ahí que la caracterización y cronología de este conflicto ha sido compleja, siendo comúnmente designado por la historiografía uruguaya como “Guerra Grande” (1838/1839-1851-1852).

11                           Hasta cierto punto, por su composición y objetivos, el Ejército Unido venía a sustituir en lo inmediato al “Ejército confederado entrerriano” –también conocido como “Ejército de Operaciones”– comandado por el gobernador de la Provincia de Entre Ríos, Pascual Echagüe quien, en 1839, había afrontado algunos movimientos antirrosistas, tanto a nivel interno como regional y que incluía en sus filas jefes, oficiales y batallones orientales emigrados luego del desplazamiento de Oribe. No obstante, cuando invadió el Estado Oriental del Uruguay, esta fuerza fue completamente derrotada en la batalla de Cagancha, en diciembre de 1839 (Camps, 1950).

12                           La bibliografía sobre las campañas militares contra el gobierno de Juan Manuel de Rosas, entre 1839 y 1842, es abundante. A título indicativo pueden verse: Barba (1951); Beverina (1923); Etchechury Barrera (2013); Quesada (1926, 1927a, 1927b); Rabinovich (2015); Ruiz Moreno (2005). Un panorama historiográfico sobre la Liga del Norte en Parrado (2005). Las perspectivas historiográficas más actualizadas sobre la Liga del Norte y su proyección político-militar pueden verse en Macías (2019); Miralles (2018); Ternavasio y Miralles (2020).

13                           Las acciones atinentes al gobierno de los territorios pacificados fueron llevadas a cabo en comunicación directa con Juan Manuel de Rosas, quien era prolijamente informado de cada paso, aunque la distancia coadyuvaba al desarrollo de una considerable autonomía por parte de las jefaturas del Ejército Unido para la gestión de los asuntos más inmediatos que, en ocasiones, el propio gobernador de Buenos Aires impulsaba.

14                           Aquí empleamos el término faccionalismo con el mismo sentido que le dio Jorge Myers (1995, pp. 100-105), es decir, como la paulatina construcción de un campo político donde la supresión del opositor, entendido como un adversario a erradicar, aparecía como horizonte último, eliminando otras vías de negociación o formas de convivencia pública.

15                           Carta de Manuel Oribe a Celedonio Gutiérrez. Alurralde, 25 de septiembre de 1841, en Lizondo Borda (1940, pp. 239-240).

16                           Sobre la circulación de emigrados en la región y sus empresas políticas, son indispensables los trabajos de Amante (2010); Blumenthal (2019); Zubizarreta (2012).

17                           Carta de Teodoro Barrasa a Manuel Oribe. Río Seco, 13 de septiembre de 1841. Archivo Manuel Oribe. Caja 5, f. 5094. Archivo y Biblioteca Julio Marc (en adelante abjm), Argentina.

18                           Carta de Manuel López a Manuel Oribe, 21 de febrero de 1842. Archivo Manuel Oribe. Caja 5, f. 5163. abjm, Argentina,

19                           Carta de Claudio Arredondo a Manuel Oribe, marzo de 1842. Archivo Manuel Oribe. Caja 5, f. 5169. abjm, Argentina.

20                           Bragoni (1999, pp. 171-179) ha desarrollado un detenido análisis de las estrategias de diversificación de vínculos familiares y “flexibilidad en la política matrimonial”, seguidas por las elites mendocinas en el marco de las luchas facciosas de la década de 1840 en Mendoza.

21                           Carta de José M. Echagüe a Manuel Oribe. Paraná, 14 de abril de 1841. Archivo Manuel Oribe. Caja 2, f.4414. abjm, Argentina.

22                           Carta de Manuel López a Manuel Oribe, 10 de marzo de 1842; Carta de Manuel López a Manuel Oribe, Concepción, 15 de febrero de 1841 y 22 de marzo de 1841. Argentina-Sala VII. Fondo Manuel Oribe (1838-1842). Legajo 2197. Archivo General de la Nación (en adelante agn), Argentina.

23                           Carta de Claudio Antonio Arredondo a Manuel Oribe. Córdoba, 30 de diciembre de 1841. Archivo Manuel Oribe. Caja 5, f. 5098. abjm, Argentina.

24                           Carta de Miguel Otero a Manuel Oribe. Córdoba, 4 de febrero de 1842. Fondo Manuel Oribe. Legajo 2197. agn, Argentina.

25                           Carta de Manuel Antonio Saravia a Manuel Oribe. Salta 17 de enero de 1842. Fondo Manuel Oribe. Leg. 2197. agn, Argentina.

26                           Carta de Ángel Pacheco a Manuel Oribe. 5 de marzo de 1842. Fondo Manuel Oribe. Leg. 2197. agn, Argentina.

27                           Carta de Ignacio Oribe a Manuel Oribe. Buenos Aires, 5 de junio de 1841. Archivo del General Manuel Oribe. Correspondencia Oficial. Tomo ii, f. 12. Museo Histórico (en adelante mh), Uruguay.

28                           Carta de Juan Manuel Quinteros a Manuel Oribe. Cruz del Eje, 24 de junio de 1841. Fondo Manuel Oribe. Leg. 2197. agn, Argentina.

29                           Este tema ha sido abordado para la Provincia de Córdoba por Jesse Hingson (2007) y por Bragoni (2012) para Mendoza.

30                           Carta de María Isabel Arias a Manuel Oribe, Salta, s. f. (posiblemente date de fines de 1841). Archivo Manuel Oribe. Caja 5, f. 5134. abjm, Argentina.

31                           Carta de Candelaria Carrizo a Manuel Oribe. Guaja, 1 de junio de 1841. Archivo Manuel Oribe. Caja 4, f. 4856. abjm, Argentina

32                           Carta de Manuel Oribe a Celedonio Gutiérrez. Cuartel General, 21 de octubre de 1841, citado en Lizondo Borda (1940, p. 266).

33                           Carta de María Suárez de Acha a Manuel Oribe. Potosí, 12 de diciembre de 1841. Archivo Manuel Oribe. Caja 5, f. 5092. abjm, Argentina. Otras notas cruzadas en la misma circunstancia demuestran que Suárez poseía contactos valiosos, dado que el gobierno de Jujuy, aparte de recibir una orden de Oribe encargando la devolución de parte de los bienes, también recibió una comunicación de José Miguel de Velasco, reconocido como presidente legal de Bolivia. Excepto algunas sumas en plata, empleadas para sufragar gastos militares, las autoridades devolvieron el equipaje. Carta de Gabriel (¿cuñado?) a María Suárez de Acha. Jujuy, 27 de noviembre de 1841. Archivo Manuel Oribe. Caja 5, f. 5090. abjm, Argentina.

34                           Carta de Manuel Oribe a Juan Manuel de Rosas, 3 de abril de 1841, citado en Irazusta (1947, p. 96).

35                           Carta de Manuel Oribe a Celedonio Gutiérrez, 24 de octubre de 1841 citado en Lizondo Borda (1940, p. 274). Algunos individuos tildados de unitarios decidían presentarse ante las autoridades provinciales y eludir al Ejército Unido, como ocurrió con Máximo Molina y Pascual Romano, quienes concurrieron ante el gobierno de Tucumán cuando Oribe se acabada de marchar de esa ciudad. Enterado del asunto este los mandó detener de inmediato y conducir al cuartel general. Carta de Manuel Oribe a Celedonio Gutiérrez, Pozo Verde, 30 de septiembre de 1841, citado en Lizondo Borda (1940, p. 245).

36                           Carta de Nazario Benavidez a Manuel Oribe, 15 de enero de 1842. Archivo del General Manuel Oribe. Correspondencia Oficial. Tomo iv, f. 114. mh, Uruguay.

37                           Carta de Nazario Benavidez a Manuel Oribe. Mendoza, 15 de enero de 1842. Fondo Manuel Oribe. Leg. 2197. agn, Argentina.

38                           Carta de Jacinto Andrada, Jujuy, a Manuel Oribe, 23 de octubre de 1841. Archivo del General Manuel Oribe. Correspondencia Oficial. Vol. iv, f. 61. mh, Uruguay.

39                           Carta de Pedro Ignacio Carrera a Celedonio Gutiérrez, 9 de octubre de 1841, en Lizondo Borda (1940, pp. 253-255).

40                           De Pedro Ignacio Carrera a Celedonio Gutiérrez, 17 de octubre de 1841, en Lizondo Borda (1940, pp. 263-264). Sobre las operaciones de Carrera en su departamento, véase también en la misma compilación las cartas de Carrera a Manuel Oribe, 9 de octubre de 1841, pp. 256-257 y de Carrera a Celedonio Gutiérrez, 12 de octubre de 1841, pp. 259-260.

41                           Carta de Manuel Oribe a Celedonio Gutiérrez, 14 de octubre de 1841, en Lizondo Borda (1940, pp. 261-262).

42                           Carta de Teodoro Tapiel (sic por Tapia) a Juan Domingo Balboa, 24 de octubre de 1841, en Lizondo Borda (1940, pp. 272-273). Si bien Tapia en su carta solo menciona el apellido Carrera, por la fecha, lugar y asunto, es muy probable que se trate del mismo Pedro Ignacio, tal como supone el editor del volumen.

43                           Carta de José A. Zapata a Ángel Pacheco. Mendoza, 7 de octubre 1841. Archivo Ángel Pacheco. Leg. 22, f. 337. agn, Argentina.

44                           Carta de Ramón Riesco a Ángel Pacheco. Concepción, 23 de enero de 1842; Manuel López a Ángel Pacheco, 23 de enero de 1842. Archivo Ángel Pacheco. Leg. 23, fs. 60-62. agn, Argentina.

45                           Una síntesis de estos conflictos en Di Stefano (2006).

46                           Carta de Ildefonso José de la Peña a Ángel Pacheco. San Luis, 9 de enero de 1842. Archivo Ángel Pacheco. Leg. 23, fs. 11-12. agn, Argentina.

47                           Carta de Jorge Velasco a Ángel Pacheco. Buenos Aires, 23 de junio de 1842. Archivo Ángel Pacheco. Leg. 23, f. 377. agn, Argentina.

48                           Carta de Claudio A. Arredondo a Manuel Oribe. Córdoba, 24 de agosto de 1841. Archivo Manuel Oribe. Caja 5, f. 5018. abjm, Argentina.

49                           Carta de José M. Iturbe a Manuel Oribe. Jujuy, 26 de febrero de 1842. Archivo Manuel Oribe. Caja 5, f. 5167. abjm, Argentina. El subrayado pertenece al original.

50                           Carta de Adeodato de Gondra a Fray Francisco Rizo. Santiago, 1 de mayo de 1841, en Lizondo Borda (1940, p. 222).

51                           Carta de Pedro Patricio de Zavalía a Celedonio Gutiérrez. Córdoba, 24 de octubre de 1841, en Lizondo Borda (1940, p. 272).

52                           Tal como ha señalado la historiografía, la filiación política unitaria o federal no sólo se conformaba con base en el sufragio, los “dichos” y opiniones públicas, las formas de vestir o los servicios de armas prestados por cada ciudadano, sino que además se fundaba en un “saber social”, compuesto por rumores, datos parciales u opiniones interesadas de los vecinos que informaban a los jueces de paz, a las comisiones de clasificación o a los comandantes militares. Vease Salvatore (1998); Gelman (2004).

53                           Carta de Narciso del Valle a Manuel Corvalán, Tandil, 5 de noviembre de 1839, citado por Gelman (2009, p. 115).

54                           Carta de Manuel Antonio Saravia a Manuel Oribe. Salta, 25 de enero de 1842. Fondo Manuel Oribe. Leg. 2197. agn, Argentina.

55                           Carta de Tadeo Acuña a Carlos Villademoros. Catamarca, 15 de diciembre de 1841. Archivo del General Manuel Oribe. Correspondencia particular. Vol. iv, f. 78. mh, Uruguay.

56                           Carta de Manuel Otero a Manuel Oribe. Salta, 18 de octubre de 1841. Archivo Manuel Oribe. Caja 5, f. 17.593. abjm, Argentina. Posiblemente se trate del mismo Baltasar Aguirre que, poco después, figuraba en un listado de 58 personas clasificadas como unitarias por las autoridades de Tucumán. “Lista de los individuos prófugos, y los que se hallan en esta ciudad clasificados por salvajes”, Tucumán, 11 de noviembre de 1841, en Lizondo Borda (1940, p. 287).

57                           Carta de José Felis Arias (o Frias) a Manuel Oribe. Salta, 8 de marzo de 1841. Archivo del General Manuel Oribe. Correspondencia Particular. Tomo v, fs. 81-81v. mh, Uruguay.

*                             Este artículo forma parte del proyecto Pacificación y Guerra Justa: Prácticas y Representaciones de la Violencia Extrema en el Río de la Plata Posrevolucionario, Ishir-Conicet, Rosario, Argentina.

**                          Doctor en Historia por la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Líneas de investigación: historia de la violencia de guerra; historia de la circulación global de combatientes (siglos xviii-xix).