10.18234/secuencia.v0i113.1958

Artículos

Las maestras compran libros.
Cultura de biblioteca entre dos décadas (Argentina, 1912-1927)

The Teachers Buy Books. Library Culture Between Two Decades (Argentina, 1912-1927)

Javier Planas1 https://orcid.org/0000-0001-5989-1467

 

1Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales, Conicet-Universidad Nacional de La Plata, Argentina, jplanas@fahce.unlp.edu.ar

 

Resumen:

En este artículo se estudian las actividades realizadas por un grupo de maestras para fundar y administrar una biblioteca en el pueblo de Lobos (Argentina), entre 1912 y 1927. A partir de la interpretación de diferentes documentos, se busca comprender el modo en que gestionaron la biblioteca, el horizonte de lecturas que escogieron y la significación que tuvo la institución para este conjunto de mujeres. Se concluye que las maestras encontraron en la organización de la biblioteca un espacio de nuevas libertades, aun considerando las restricciones sociales, culturales y políticas que en la época pesaban sobre las mujeres.

Palabras clave: historia de las bibliotecas; historia del libro; maestras; Lobos; bibliotecas populares.

Abstract:

In this article the author presents a study of the activities carried out by a group of teachers to found and manage a library in the town of Lobos (Argentina), between 1912 and 1927. Three aspects constitute the main analysis variables: a) the way the library was managed; b) the books acquired;
c) the meaning that the institution had for these women. It is concluded that the teachers found in the organization of the library a space of new freedoms, even considering the social, cultural, and political restrictions that at the time weighed on women.

Keywords: history of libraries; history of the book; teachers; Lobos; popular libraries.

Recibido: 16 de febrero de 2021 Aceptado: 3 de mayo de 2021
Publicado: 20 de mayo de 2022

HISTORIAS DE BIBLIOTECAS POPULARES

Entre los sucesos más importantes en la vida cultural de las bibliotecas populares argentinas se cuenta el momento exacto en el que fue abierta una encomienda con los libros adquiridos. Sacar los volúmenes del cajón, chequear que todo estuviera de acuerdo con el pedido, comentar mientras tanto sobre tal o cual obra y disponer el material para su pronta catalogación, fueron rutinas muy esperadas entre las personas que dedicaron parte de su vida a la administración de estas asociaciones. Así sucedió una, dos, tres y hasta ocho veces entre 1917 y 1928 en la biblioteca que administró un grupo de maestras de Lobos, un pueblo bonaerense distante a unos 120 km de La Plata, capital de la provincia, y a otros tantos de Buenos Aires. Eran buenos tiempos para muchas mujeres que habían encontrado en el magisterio una alternativa de subsistencia, o al menos eran tiempos mejores que otros. También era una buena época para las bibliotecas. En 1908 la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares inició su segunda etapa de trabajo (la primera fue entre 1870 y 1875). Desde ese entonces, el Estado contribuyó con subsidios para la compra de libros a cambio del cumplimiento de ciertos requisitos, en general, tendentes a brindarle a las instituciones un marco elemental de funcionamiento. Si la escuela tenía aura, como sugirió Beatriz Sarlo (1998) al referirse a la independencia simbólica y material que posibilitaba, la biblioteca representó una ampliación de ese universo simbólico, un ámbito para extender un poco más allá las fronteras de lo cultural.

La historia de las bibliotecas populares durante la primera mitad del siglo xx tiene una referencia insoslayable en el ensayo que presentaron Leandro Gutiérrez y Luis Alberto Romero (1995) en el libro Sectores populares, cultura y política. Buenos Aires en la entreguerra. A partir de allí la bibliografía respecto a este campo creció de forma lenta pero progresiva. Las nuevas investigaciones ampliaron tanto las perspectivas metodológicas como los objetos de conocimiento, al incorporar en el análisis el desempeño que estas instituciones tuvieron en ciudades de importancia como Rosario y La Plata, pero también en pueblos de la Argentina en los que, como en Lobos, los circuitos de distribución de los bienes simbólicos son mucho menos diversos de los que pueden reconocerse en las metrópolis. En referencia a las poblaciones de la provincia de Buenos Aires, en la actualidad se cuenta con valiosos estudios sobre Tandil (Pasolini, 1997), Mar del Plata (Dolabani, 2018; Quiroga, 2003), Bahía Blanca, Coronel Suarez y Tres Arroyos (Agesta, 2019, 2020a, 2020b). Los dilemas abordados y las constataciones realizadas permitieron trazar diferencias y continuidades entre las bibliotecas de estas localidades entre sí y en relación con las que funcionaron en las grandes ciudades. Así, por ejemplo, fueron señaladas singularidades en los procesos locales que escapan a los panoramas nacionales, como lo evidencia la pujante constitución de bibliotecas populares en el suroeste bonaerense durante las últimas décadas del siglo xix, momento en el que el escenario bibliotecario global entraba en crisis; o la tardía incorporación de las mujeres como lectoras y socias en las bibliotecas de Tandil, respecto de lo que se registra en las asociaciones porteñas. Las continuidades, a su manera, se manifiestan en la composición social de las entidades: aquí y allá unas bibliotecas fueron de extracción obrera, otras mesocráticas y algunas condensaron toda la gama de estratos sociales, incluidas las elites locales. Las preferencias de lecturas del público de estas asociaciones suelen ser bastante sincréticas terciada la década de los años veinte, con un predomino indiscutible de la literatura. Los puntos de análisis se pueden sumar y comparar al tomar estos estudios en conjunto, pero lo que se verifica en cada uno de ellos es un esfuerzo por comprender la biblioteca como instancia de producción cultural en dichos pueblos, sin caer, de todas maneras, en excesos localistas.

El examen de la biblioteca popular Patricias Argentinas de Lobos que se propone se aleja apenas unos pasos de ese esfuerzo comprensivo de la cultura local por desplazarse hacia la construcción de un objeto de conocimiento que, a priori, intenta restituir una cultura de biblioteca, esto eso, un contexto social concreto de referencias simbólicas dentro del cual se procura producir una interpretación de aquello que hacen las personas con esa cultura de biblioteca. Esta noción, que se encuentra en proceso de elaboración, procura reunir diferentes variables de análisis mediante la exploración sucesiva de diversos ámbitos prácticos y discursivos que permitan un acercamiento al modo en que los lectores y las lectoras se vincularon con la biblioteca y, al hacerlo, adquirieron una experiencia de múltiples dimensiones (sentimental, social, bibliotecaria, etc.). La idea de biblioteca es aquí material y concreta: se produce con el paso de los días, con los esfuerzos sumados y las lecciones aprendidas; todo, bajo las coordenadas específicas de un tiempo y un espacio social, político y cultural que modela esos empeños. De manera que, entender desde el presente los vínculos que en el pasado construyeron las personas con la biblioteca, demanda tensar la interpretación entre dos grandes series de variantes: por un lado, las que se cimientan en la vida cotidiana que crece alrededor de las instituciones; por otro, los avatares sociológicos que contribuyen en cada momento a esculpir esas historias de vida. De un extremo a otro y de vuelta: el sentir hacia la biblioteca se manifiesta en actos tan ordinarios como colocar un libro en una estantería; comprenderlos exige restituir el mundo en el que acontecieron. Así, cada historia de biblioteca podrá contribuir a la historia del lugar y sumar con sus aportes al conocimiento más general de esa cultura de biblioteca.

Por lo dicho, las singularidades del caso no se resignan. Todavía más: son las que brindan las razones de su elección: el hecho de que la biblioteca Patricias Argentinas haya sido fundada y gestionada a lo largo de la segunda y la tercera décadas del siglo xx de forma exclusiva por maestras es un elemento distintivo dentro del paisaje bibliotecario. No es que las mujeres no formaran parte de la vida asociativa que promovían las bibliotecas: lo hicieron desde 1870 a través de la consulta de libros y la presencia en veladas literarias (Planas, 2017). No obstante, su participación en los cargos directivos se produjo en contadas ocasiones hasta 1930 y, desde luego, el hecho de tomar en sus propias manos la fundación y la administración institucional fue algo completamente excepcional. No parece fortuito, por lo demás, que sea un nutrido grupo de maestras las que mueven esta historia. La carrera del magisterio transformó la vida de muchas mujeres de los sectores medios y populares durante el entresiglos, al proporcionarles un empleo considerado decente y una formación intelectual de la que carecían poco tiempo antes (Lionetti, 2005; Morgade, 1997). La trayectoria de Margarita Todd, la maestra normal de Tucumán estudiada por Marcela Vignoli (2011), muestra los vínculos, las posibilidades y las dificultades que encontraron estas mujeres en los ámbitos de participación cultural en el inicio del novecientos. Este proceso no fue exclusivo de las capitales de provincia o de las ciudades de cierta importancia: la presencia creciente del sistema de instrucción pública alteró el panorama en los pueblos del interior a través del más obvio de sus productos, la alfabetización, pero también mediante esa intervención cultural que operaron las maestras, las profesoras y las directoras (Billorou, 2006; Fiorucci, 2012), junto a otros agentes como médicos y abogados que tuvieron injerencia en el ámbito educativo y en el espacio público. Al volver a Lobos, como en otras localidades bonaerenses (Graciano, 2013; Pasolini, 2013), esa influencia del magisterio pudo ser verificada por sus habitantes en las costumbres cotidianas: aparecieron los periódicos, sus periodistas y lectores; se multiplicaron las asociaciones de todo tipo (clubes, ateneos, mutuales), y creció también un sinfín de actividades ligadas a la música, la poesía y la historia local.

Adentrarse en el ámbito a la vez singular y general que supuso la biblioteca de las maestras de Lobos promete algunos buenos descubrimientos y varias frustraciones. Es deseable querer capturar de inmediato todo lo que significó la biblioteca para esas mujeres. Pero en rigor hay que conformarse con menos para esta primera aproximación, aunque no es poco. El repertorio documental puesto bajo la lupa en este estudio está formado por las 122 fojas que conforman el expediente de la biblioteca Patricias Argentinas en el archivo de la Comisión Protectora (en la actualidad Comisión Nacional de Bibliotecas Populares). De forma global, cada nota enviada desde Lobos a Buenos Aires condensa todas las ideas y todos los trabajos que se tomaron las maestras para gestionar ante la Comisión Protectora un repertorio de libros, y toda la burocracia que esta agencia desplegó para satisfacer la solicitud. De manera específica, este expediente contiene ocho listas de obras pedidas y varias copias de algunas de estas listas que la Comisión Protectora enviaba a cinco librerías porteñas para presupuestar. Comprende, además, un programa de mano impreso con las actividades previstas para la fiesta de inauguración, un folleto con los estatutos de la institución y varias consultas y avisos menores, giros bancarios, resúmenes de cuentas y tres informes de inspección. Es cierto que este conjunto de materiales estaba sometido a los protocolos del intercambio oficial y presenta saltos temporales, en ocasiones, de más de un año (una característica que se repite en otros expedientes debido a la dinámica de las relaciones entre las bibliotecas y la Comisión Protectora). Esta particularidad no es necesariamente un límite para producir una interpretación: por un lado, porque una de las dimensiones de la cultura de biblioteca de este periodo se expresa en la relación entre el Estado y la sociedad civil y, por otro, porque los documentos que materializan ese vínculo en este caso brindan pistas que van más allá de lo eminentemente burocrático. Los vestigios que forman parte de este archivo, puesto en relación con fenómenos socioculturales como la formación del magisterio, el mercado editorial y la historia de otras bibliotecas populares, permiten comenzar a entender un poco mejor por qué unas maestras se reunieron para hacer la biblioteca, con qué herramientas contaron para ello, cómo se desenvolvieron frente a las exigencias de la Comisión Protectora, de qué manera mantuvieron el local, cómo fue que lograron armar su colección y, más concretamente, de qué lecturas estaba hecho su horizonte cultural. Allí las interrogaciones centrales.

En otras aproximaciones, los archivos locales pueden sumar a esta historia, sea para complementarla, ampliarla o rectificarla. Pero hay fronteras de orden práctico que se imponen en los tiempos que corren: las medidas de restricción a la circulación de las personas y el cierre de instituciones como los archivos y las bibliotecas en Argentina y en otras partes del mundo durante 2020 y 2021, debido a la crisis sanitaria producida por la Covid 19, imposibilitan escrutar otra documentación que la aquí es analizada. Entonces, a la espera de mejores condiciones, en lo que sigue se procura abordar el conjunto de documentos referenciados, coherentes desde el punto de vista del objeto de estudio definido y de las prácticas de escritura que lo conformaron. Con todo, al finalizar el estudio se espera poder comprender algo más de los vínculos que construyeron las maestras de Lobos con la biblioteca.

MAESTRAS, BIBLIOTECARIAS, DIRIGENTES

Un año clave: 1912. En Lobos se formaron dos bibliotecas, la Sarmiento y la Patricias Argentinas. Una regenteada por hombres, la otra por mujeres. Ambas estaban ubicadas en las inmediaciones de la plaza principal, separadas por unas pocas cuadras de distancias. Entre las décadas del diez y del veinte convivieron con otras dos instituciones de su tipo: la Biblioteca del Pueblo, fundada en 1902, y la del Círculo de Obreros, que estaba instalada en la parroquia. Por su cercanía con Buenos Aires, Lobos es uno de esos pocos pueblos bonaerenses que tiene orígenes coloniales. Pero, como la mayor parte de las localidades de la provincia, empezó a transformarse a partir de 1870, de forma paralela a la expansión del capitalismo y los cambios que se produjeron en el Estado nacional y provincial. Las reseñas de la ciudad elaboradas en los últimos años de la década de los treinta hablan de una modificación sustancial del espacio urbano entre el finales del siglo xix e inicios del xx: las calles del centro fueron adoquinadas, se inaugura el alumbrado eléctrico –tanto el público como el residencial–, se hicieron puentes y caminos, se llevó adelante la traza del parque y las principales instituciones encontraron su lugar: la municipalidad, los bancos, el hospital, el asilo, la parroquia (Angueira, 1937; Reseña general, histórica, 1939). Si esas crónicas locales son lo bastante celebratorias como para omitir todo indicio de conflictividad social, no dejan por ello de corroborar el carácter de pasaje que tuvo el entresiglos. En el mismo sentido, esas bibliotecas creadas en el amanecer del novecientos representaron un tipo específico de organización dentro de una red progresivamente extensa de asociaciones civiles que creció en el seno del nuevo sistema social: el primer club de fútbol, que fue formado por británicos en 1892, los clubes deportivos que le siguieron al poco tiempo, las sociedades de beneficencia y caridad, y las asociaciones mutuales y de socorros mutuos de las comunidades de migrantes españoles e italianos. Estas formas de reunión y sociabilidad crecieron de manera paralela a las más populares y tradicionales cuatreras, componiendo así una mixtura de prácticas sociales y culturales de viejas épocas y nuevas cepas.

La biblioteca Patricias Argentinas era, además, uno de los productos que dejó el proceso de alfabetización y la presencia de las instituciones escolares. Para 1914, en el partido de Lobos vivían 17 200 personas, población que contaba con 20 colegios primarios (entre urbanos y rurales), en los que 1 700 estudiantes eran educados por 57 maestras (Tercer censo, 1917). No se sabe exactamente en qué momento un grupo de ellas comenzó a madurar la idea de formar una biblioteca, pero se tiene la certeza de que a mitad de 1912 se dio el primer contacto con la Comisión Protectora. Así escribía Juana Acevedo, su directora:

Tengo el honor de dirigirme al Señor Presidente, a fin de poner en su conocimiento, que una Comisión del Magisterio Local ha fundado en este distrito la Biblioteca Popular Patricias Argentinas y ha resuelto con tal motivo comunicarlo a la Comisión que usted tan dignamente preside, con el fin de solicitar de ella la cooperación que en tales casos corresponde a una institución de esta naturaleza.1

Patricias Argentinas era el título del libro que Adolfo P. Carranza publicó en 1901, vuelto a editar en 1910 por pedido de la Sociedad de Patricias Argentinas de Buenos Aires, con motivo de las celebraciones del primer centenario de la Revolución de Mayo. La obra narra la participación que un grupo de mujeres de las clases acomodadas del Río de La Plata tuvo en el proceso de independencia. De esta historia las maestras de Lobos tomaron el nombre para la biblioteca en un gesto conmemorativo que las diferenciaba de otras instituciones de su tipo, que por entonces ya se identificaban con los nombres de Sarmiento, Alberdi o Mitre. Dentro de los márgenes que ofrecía el repertorio de la cultura promovida desde el Estado, esta seña era una marca de distinción que enfatizaba el carácter femenino de su composición, al elegir uno de los pocos referentes que existían en el relato oficial de la historia nacional.

Las líneas citadas más arriba fueron el principio de la extensa serie de idas y venidas de una aventura que iba a durar muchos años. Dos semanas después de la carta, la Comisión Protectora remite la información necesaria para que la flamante asociación pueda acogerse a los beneficios que otorgaba la Ley 419. Seguramente lo hicieron mediante el envío de los folletos que para estos efectos se imprimieron en 1908 y 1911 (Ministerio de Justicia, 1908, Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, 1911). Por un medio u otro, las maestras supieron desde entonces que debían cumplir con cuatro requisitos elementales: disponer de un local; facilitar el acceso libre a la biblioteca; mantener abierto al menos tres días de la semana durante la noche y, en los feriados, por la tarde; finalmente, someterse a inspección. A cambio, el Estado nacional ofrecía doblar el dinero reunido por la institución para la compra de libros, gestionar el proceso de adquisición en las librerías y remitir sin costo los volúmenes. La sencillez reglamentaria no significaba que fuera fácil cumplir con cada punto. En especial la cuestión del espacio, que fue uno de los principales problemas que afrontaron las bibliotecas populares a lo largo de su extensa historia, y que para muchas implicó gastos onerosos de alquiler, mudanzas frecuentes y, en el más venturoso de los casos, enormes esfuerzos para cumplir con el sueño del edificio propio (Agesta, 2020a).

Hasta ahora no se tienen noticias de las diligencias que llevaron adelante para conseguir el lugar, pero se sabe que se trató de un local en la calle Buenos Aires, la avenida central del pueblo. Allí permanecieron por más de quince años, si bien hubo un intento por mudarse a uno de los colegios en el inicio de la década de los veinte. De aquellos primeros días tampoco se conoce si reunieron los libros de cada socia para conformar el fondo inicial y qué inversión hicieron para adquirir los muebles y útiles básicos: estantes, mesas, sillas, escritorios, papeles, productos de limpieza. Lo seguro es que durante 1912 el proyecto de biblioteca ocupó una buena parte del tiempo de estas mujeres. Tiempo que también usaron para revisar estatutos y reglamentos de otras asociaciones y bibliotecas para escribir el suyo, que ese mismo año mandaron a la imprenta del pueblo. En la última página de este modesto folleto se lee: Juana E. Acevedo, presidenta; Elena P. Arca y María E. Rivero, secretarias; Comisión asesora: Clara E. Lafitte, María Pilar Beltrán de Nanclares, Juana F. Arca y María C. Acevedo.2 Allí la nómina de la primera dirigencia de la Biblioteca Patricias Argentinas. La información biográfica disponible por el momento es fragmentaria como para brindar detalles de su extracción social o reconstruir sus redes de sociabilidad con precisión, pero es suficiente para identificar la presencia pública que algunas de ellas tuvieron en el pago. Como en tantas otras localidades del interior de la Argentina, en las primeras décadas de la cultura escolar los establecimientos solían ser reconocidos por el nombre de sus maestras. Así, por ejemplo, en Reseña general, histórica, geográfica y económica del Partido de Lobos, que se publicó en 1939, se comenta que la escuela Núm. 11 era reconocida como “escuela Lafitte”, y que otro tanto sucedía con la escuela Núm. 6, llamada “Escuela Arca” (por la citada Juana). Agrega que Beltrán fue directora de la Escuela Núm. 1 entre 1891 y 1918 (en la actualidad el establecimiento lleva su nombre en homenaje), y fundadora, junto a otras mujeres, de la Sociedad Proteccionista Intelectual, una entidad destinada a ofrecer apoyo material a los niños y las niñas de las escuelas. Con todo, había una trayectoria de fondo en el cuerpo de asesoras, lo que puede sugerir que la dirección quedó en manos de las más jóvenes.

Por un oficio del 3 de octubre de 1912 la Comisión Protectora encarga al jefe de la Oficina de Correos de Lobos la inspección de la biblioteca. La práctica era habitual, en especial cuando se trataba de la primera visita, que servía para decidir la inclusión o no de la asociación entre la nómina de bibliotecas acreditadas como populares. Este paso no sólo les permitía exhibir a las entidades las credenciales de la certificación oficial y sentirse así parte de un ámbito reconocido o de un proceso, sino que además las dejaba en condiciones de recibir algunos beneficios extras, como la remisión de libros en obsequio. Los últimos días de noviembre el funcionario de correos escribe a la Comisión Protectora. El retraso de casi dos meses encontraba buenas razones: la biblioteca había demorado su inauguración porque la comisión de maestras que la presidía estaba “empeñada en los preparativos para dicho acto, que se ha llevado a cabo con el mayor brillo el 17 del actual”.3 En efecto: el cuidado puesto en las ceremonias de apertura formaba parte de una tradición en el asociacionismo del que las bibliotecas populares no estuvieron exentas. También era parte de los rituales que las mismas maestras ensayaban en cada ciclo escolar para conmemorar los días patrios. Se trataba, en fin, de una costumbre que de forma lenta pero progresiva se extendió en la mentalidad mesocrática y aspiracional de la Argentina durante los comienzos del novecientos. Y allí está el programa de mano impreso que el inspector remitió a la Comisión Protectora para testimoniar ese empeño del que habla en su informe. La apertura de la biblioteca requería trascendencia. Y así ocurrió. El domingo 17 de noviembre en los salones de la Sociedad Española, a las ocho de la tarde, un nutrido grupo de personas asistió al acto inaugural. La orquesta del Club Social Lobense estuvo a cargo de amenizar la velada y del Himno Nacional que abrió la noche. El discurso de apertura lo pronunció María Joseía Varela (de quién no tenemos otra mención más que esta). Dos piezas musicales para violín y piano y una obra de teatro completaron la jornada. Primero, Scène de ballet, de Charles-Auguste de Bériot; luego, cinco actrices y seis actores interpretaron la obra de Eduardo Facio Hebequer, Bajo el ombú: comedia dramática en tres actos; finalmente, la despedida comenzó con Thaís, de Jules Massenet, y terminó con Serenade, de Schubert. Todo debió estar en la imaginación de las maestras de Lobos desde el primer día en que se juntaron en una casa o en alguna de las escuelas a diagramar su biblioteca. Y desde ese día también debieron trabajar para sincronizar las actividades: conversar con los músicos y los actores de la localidad, ver que todos pudieran coincidir en una misma fecha, acordar las piezas musicales con unos y analizar con otros qué obras estaban listas para poner en escena, arreglar el préstamo del local con la Sociedad Española y, seguramente, preparar el vestuario para la ocasión. La cultura de biblioteca articulaba todos esos signos y todas esas expresiones que, en conjunto, llenaban de sentido el imaginario de buen porvenir que esas mujeres hallaban materialmente expresado con la realización de la biblioteca.

Al recibir el informe de inspección la Comisión Protectora despachó un cajón de obras para Lobos durante los primeros días de diciembre. Es difícil conocer la cantidad, pero es probable que se haya tratado de 250 o 300 volúmenes. Así cerró el año inaugural. Seis meses habían pasado del contacto inicial y otros siete iban a pasar hasta que las maestras escribieran a la Comisión Protectora para solicitar su primera subvención. Pero las cosas no andaban bien por Buenos Aires. Durante 1913 un desacuerdo político y económico con el Ministro de Instrucción Pública llevó al presidente de la entidad y a todos sus miembros asesores a presentar la renuncia en marzo, cargos que recuperaron a mediados de 1914. Durante este interregno el desenvolvimiento de las bibliotecas populares se vio afectado considerablemente, puesto que no hubo ninguna designación en reemplazo de los funcionarios salientes. La falta de responsable para realizar las autorizaciones dejó sin efecto la solicitud de subvención que hizo la Patricias Argentinas para la compra de Historia de la República Argentina, de Vicente Fidel López, en la edición de diez volúmenes que publicó Kraft ese mismo año. El costo pudo ser mucho mayor. Pero la asociación de maestras se sostuvo al margen de esta frustración: el censo nacional de 1914 documenta un fondo de 850 obras, 360 lectoras y de 600 préstamos de libros que, según las categorías usadas en el documento, se repartieron del siguiente modo: 400 novelas o romances, 150 de ciencias y 50 de historia (Tercer censo, 1917). Todavía más: con los años la entidad creció hasta convertirse en la biblioteca más importante del distrito en la década de los treinta. En los informes de inspección que encargó la Comisión Protectora en 1919 y 1926 consta que la asociación pasó de tener 40 a 60 socias, casi todas maestras, que pagaban una cuota mensual de 0.5 pesos. En algún momento anterior a 1919 consiguió que la Municipalidad la subvencionara con 15 pesos. Con esas fuentes de financiamiento se mantuvo el alquiler del local de la calle Buenos Aires, que fue abierto sistemáticamente lunes, miércoles y viernes por las noches (de 20:00 a 22:00 hrs.), y los domingos por la tarde (de 14:00 a 18:00 hrs.). Para 1926 la entidad ya necesitaba siete cuerpos de bibliotecas: los 850 volúmenes que registró el censo se habían convertido en 1 500 en 1919 y en 2 841 en 1926.

El sentimiento que genera la biblioteca se puede buscar en infinidades de expresiones literarias, pero también se especifica en el hacer de las personas en el transcurrir de los días. Todas las huellas que dejaron a su paso las maestras de Lobos son los rastros del trabajo de muchos años: ir y venir a la biblioteca, abrir sus puertas, reunirse, convocar a elecciones, armar el catálogo y el suplemento del catálogo y mandarlo a la imprenta, llevar el registro de préstamo, cobrar las cuotas, limpiar, convencer a otras maestras de que se asociaran y, primordialmente, analizar, pensar, discutir y pulir las listas con los títulos de los libros por adquirir. Todas estas son actividades que señalan la vocación por participar en la cultura de biblioteca y, a la vez, son ellas mismas sus expresiones tangibles.

LAS MAESTRAS ORDENAN SUS PRIORIDADES: LA COMPRA DE LIBROS ENTRE DOS DÉCADAS

Pero, ¿por qué tomarse todo ese trabajo y dejar ir todo ese tiempo en la formación y la administración de una biblioteca?, ¿por qué no simplemente asociarse en alguna de las otras bibliotecas que también funcionaban en Lobos?, ¿por qué no usar, en definitiva, las horas de ocio en alguna otra cosa? Hay buenas razones en la historia de la formación del magisterio en la Argentina para interpretar el esfuerzo de las protagonistas, para comprender los componentes de una mentalidad, para sumergirse en el mundo que las inspira o las empuja a hacer lo que hacen. Como todas las mujeres que pasaron por la escuela normal entre finales del siglo xix y las primeras dos décadas del xx, las maestras de la Patricias Argentinas se formaron bajo un programa académico a la vez que político (Lionetti, 2005). En las escuelas las egresadas encontrarían un ámbito desde el cual llevar adelante el proceso de alfabetización para el que habían sido preparadas y transmitir, además, los contenidos y los rituales de los valores de una nacionalidad que el Estado veía peligrar frente al enorme flujo migratorio que transformó la demografía en el entresiglos (Bertoni, 2001). En las escuelas también encontrarían un lugar en el cual ejercer una profesión considerada decente y de un valor social por encima de las actividades manuales que podían encontrar en el mercado laboral, en general, confinadas a las tareas domésticas. La doble oportunidad que ofreció la carrera docente (la de un nuevo trabajo y la de una educación intelectual) fue aprovechada por aquellas mujeres de condición humilde, material y simbólicamente concebida, que buscaban subir un peldaño en una estructura social de jerarquías rígidas, pero en transformación. Los salarios fueron bastante escasos como para considerar una mutación de fondo en las condiciones objetivas o estructurales de vida, tanto fue así que el Consejo Nacional de Educación cubrió esa falencia con una gruesa capa de discursos que, machacados durante décadas desde el Monitor de la Educación Común, crearon la idea según la cual la docencia era una misión que la patria demanda cumplir (Fiorucci, 2014). De esta misión y de los rígidos tensores ideológicos del normalismo con el que fueron modeladas las maestras no era fácil escabullirse. La adhesión al proyecto oficial fue muy fuerte en las primeras generaciones de docentes, en buena medida porque en ese contexto el dispositivo escolar no tenía grandes contrincantes en el ring de la formación cultural (como lo serán los mensajes provenientes de los medios masivos a partir de la década de los veinte y sobre todo de los treinta), y porque muchas encontraron cierto éxito personal en sus carreras, o, al menos, escaparon de una miseria que era casi segura (Sarlo, 1998). En este proceso hay, como se puede deducir, una tensión entre dos polos que conviven en contradicción, y cuyo peso específico puede evaluarse según el énfasis con el que alternativamente se extraigan conclusiones de uno u otro, esto es: de un lado, considerar que el modelo educativo que formó a las mujeres como esposas, madres y maestras terminó por dotarlas de un capital cultural que las habilitó para afrontar diversos desafíos sociales e insertarse en el ámbito público (Lionetti, 2005); de otro, subrayar el hecho de que, a pesar de las nuevas oportunidades adquiridas, la escuela constituyó un espacio de sujeción antes que de liberación (Morgade, 1997).

Esos contrasentidos formaron parte de los límites socioculturales del mundo en los que crecieron y se movieron las docentes. Sin embargo, la escuela y la biblioteca son dos cosas muy distintas. La primera está sometida a una autoridad centralizada y rígidamente controlada, mientras que la segunda es un ámbito propio de la sociedad civil, en las condiciones en que se desarrollaron las bibliotecas populares en Argentina (Planas, 2017). En este ámbito, las maestras de Lobos encontraron, seguramente, una forma de ser parte de ese proceso mayor de transformación al cual se adherían, pero también un espacio para extender ese mundo simbólico del que la educación normalista las había dotado. Finalmente, y por qué no, reconocieron un contexto de independencia que, con toda probabilidad, no hubieran experimentado si se asociaban a la biblioteca Sarmiento de la misma localidad, donde las jerarquías consuetudinarias vinculadas a la división sexual de las funciones sociales representaban un obstáculo a sus deseos de conducción política de la organización. Es difícil determinar hasta qué punto la biblioteca fue un acto de reproducción consentida de un proyecto cultural que por entonces se transmitió desde arriba y hasta qué punto las maestras transgredieron ese límite al concebir y hacer funcionar un recinto amigable fuera del hogar y de las escuelas, es decir, situado al margen de las relaciones de autoridad tradicionales o institucionales. La ambivalencia es permanente. Pero en las fronteras ideales que ofrecen las libertades ganadas y las restricciones impuestas, la biblioteca se construyó sobre elecciones concretas: cada compra de libros fue una decisión, significó priorizar unos títulos y postergar otros, tomar una porción del amplio repertorio de obras disponibles y hacerlas propias. Toda vez que destilaron una lista de lecturas las maestras dijeron mucho de cómo habitaron la cultura de biblioteca.

Luego de la frustración que significó no poder hacer uso de las subvenciones estatales en 1913, la Patricias Argentinas vuelve a la carga recién en 1917. Se sabe que este año recibieron, al igual que las otras tres asociaciones de su tipo, una donación de libros proveniente de una desmembrada biblioteca que funcionó en la municipalidad de Lobos (según las crónicas locales, desde 1877). Pero de esta ayuda probablemente hayan sacado poco partido en relación a lo que en ese momento necesitaban. O eso pensó Elena Arca, quien había reemplazado a Juana Acevedo en la conducción de la biblioteca. De puño y letra escribió a la Comisión Protectora el 30 de agosto de 1917. La lista adjunta contiene 53 libros y un año de suscripción a tres revistas. Ella y sus compañeras no estaban muy seguras de que el dinero reunido fuera suficiente para comprar todo el material. De hecho, el presupuesto superó por 66 pesos el monto previsto, una cantidad realmente considerable. Una cruz al costado de dos títulos y una nota al pie aclaran las prioridades: “como esta nómina excede de la suma de 200 pesos y los precios pueden tener diferencias con los que anotamos van dos obras con una señal, a fin de que quede suprimida la que menos encuadre con la cantidad que corresponda”.4 Lo recaudado finalmente alcanzó, incluso quedó un pequeño saldo a favor. El valor de las obras del primer pedido estaba por encima de la media de los libros que, por ejemplo, se vendían en la prestigiosa colección de la Biblioteca de La Nación, cuyos ejemplares se conseguían a un peso encuadernados y a 0.5 centavos en rústica. El precio también dice algo sobre el cómo de la elección: a la mesa de trabajo de estas maestras debieron llegar algunos catálogos de editoriales o distribuidoras que por entonces se publicaban como folletos (de hecho, en la biblioteca manejaban un ejemplar del catálogo de la Librería Universitaria de Laso Fernández). Allí también estaba El Monitor, en el cual pudieron encontrar, por ejemplo, las adquisiciones que hacía la Biblioteca Nacional de Maestros o la lista de libros aprobados para la enseñanza, algunos artículos sobre autores y notas de novedades, como la lista de las cien obras de la literatura nacional votada entre los estudiantes universitarios en 1919. En definitiva, para elegir no bastaba con el repertorio cultural aprendido por cada maestra en sus años de estudiantes; también se requería analizar el mercado del libro.

El pedido llegó a la mesa de entrada de la Comisión Protectora un día después de su envío. Era viernes. Y mientras en Lobos seguramente pensaban en los resultados de la gestión iniciada y en abrir la biblioteca por la noche, en Buenos Aires empezaba el circuito de compra. Los engranajes de la burocracia ya estaban bien aceitados para entonces. En la semana siguiente empezó un ir y venir de tareas que dejaron sus marcas en el expediente. Primero se comprobó el depósito realizado por la Patricias Argentinas en el Banco Nación; luego se autorizó la subvención y se remitió a la oficina de compras la lista de obras para presupuestar. Aquí los empleados mecanografiaban el inventario y lo enviaban a cinco librerías. Durante estos años trabajaron habitualmente con las firmas Laso Fernández, Roldán, M. García, Crespillo, Prado, Menéndez, Pardo, Pérez, Ateneo y Perlado. No había mucha demora en este paso: el 10 de septiembre ya estaban de vuelta los presupuestos en la Comisión Protectora. En esta instancia se cotejaba renglón por renglón las cinco ofertas y se adjudicaba a cada empresa ítem por ítem, y no por el monto global del pedido. Finalmente, llegaba el momento de la ejecución: autorizar la compra por cada librería, recibir los libros y corroborar las existencias, autorizar el pago de las facturas, solicitar un cajón para preparar la encomienda y despacharla rumbo a destino junto con los comprobantes de pago y el saldo del que disponía la biblioteca. Era el 10 de octubre de 1917 cuando salieron los libros para Lobos. Había pasado poco más de un mes desde la nota inicial y varias manos hasta poder concretarlo. De principio a fin, el recorrido de una solicitud como la descrita conserva semejanzas conceptuales con el circuito de comunicación del libro que Robert Darnton (2010) formuló para comprender el itinerario de las obras a través de las manos de los actores involucrados con su composición, circulación y lectura. A su manera, el circuito que propició la Comisión Protectora, más acotado y concreto, enseña cómo la solicitud de libros hecha por una biblioteca tiene incidencias en las tareas de muchas personas situadas en otros puntos del mismo ámbito.

Al volver a Lobos y abrir la encomienda imaginariamente junto con las maestras, la primera idea que devuelve el conjunto de los títulos escogidos no es la de una biblioteca miscelánea ni tampoco la de una biblioteca de recreación, sino más bien una biblioteca especializada: 92% del repertorio está formado por temas de educación, esto es, 49 de los 53 libros. Esta abrumadora mayoría se puede incrementar al considerar que dos de las tres revistas solicitadas son del mismo ramo: El Monitor y la Revista de Educación Primaria (la tercera en cuestión es El Hogar). Cierran este pedido dos diccionarios, un trabajo sobre literatura italiana y el Atlas histórico… de José Juan Biedma (que de buena gana también se puede incorporar al repertorio de finalidades educativas). Al explorar con mayor detenimiento ese 92% del pedido a través del catálogo actual de la Biblioteca Nacional de Maestros (Argentina), observar las clasificaciones que los bibliotecarios les atribuyeron a cada ítem y revisar, cuando fue posible, las versiones digitales disponibles, el panorama muestra que las elecciones de las maestras buscaron dotar a la biblioteca de una buena base de libros escolares de texto. Al menos la mitad de los volúmenes solicitados entran en esa categoría. La serie es encabezada por los libros sobre la enseñanza de la lengua con trece títulos, a los que se le suman cuatro obras de literatura infantil. A distancia le siguen los demás rubros del currículum con dos o tres títulos: historia, instrucción cívica y moral, matemática, física y ciencias naturales, geografía, dibujo y música, lengua extranjera, higiene y educación física. El fondo de cultura educativa se completa con ensayos de la disciplina propiamente dicha, en sentido teórico, metodológico, sociológico, etcétera.

Pareciera que las maestras funcionaron aquí como los robots estatales que sugirió Sarlo (1998), en el sentido de la actuación acrítica de los valores y los mensajes que difundió el sistema de instrucción pública. La primera solicitud de libros encaja a la perfección con la tarea que desempeñaban en las escuelas y con su formación normalista. Manuel Borton, inspector de la Comisión Protectora, observó en su informe de 1921: “hay en sus estantes muy buena y útil lectura, y presta importantes servicios al público y los colegios de este pueblo, que son 20, porque muchas de las que componen la asociación que la sostiene son maestras y profesoras, de manera que también es bastante escolar esta institución”.5 En este plano, los porqués de la Patricias Argentinas están más claros: su condición de maestras guía esa elección, al tiempo que desarrollar ese plan en una institución como la Sarmiento hubiera sido difícil. Pero una constatación más elemental se impone: en la década del diez, a diferencia de lo que sucedía en el pasado inmediato, ellas mismas disponían del capital para pensar un catálogo y una biblioteca: sabían de libros, percibían un salario y aprendieron cómo administrar una institución en sus trabajos cotidianos. En este marco, el primer pedido completó las necesidades de lectura de la docencia, pero no explica la biblioteca en su conjunto. A poco más de un año, Damiana Yrigoyen, la nueva directora de la asociación, escribe a Buenos Aires el 11 de noviembre de 1918 en los mismos términos que había usado su predecesora. La segunda gestión estaba en marcha. El dinero recaudado ahora era levemente mayor que en 1917: el giro bancario se hizo por 120 pesos. La lista de libros es, sin embargo, bien diferente de la anterior: la literatura encabeza la serie con 49 títulos sobre los 71 que conforman el pedido (esto representa el 69%). Bastante más atrás se ubican las 18 obras de educación (25%), cuyas proporciones temáticas son similares a los intereses observados en la primera solicitud. De manera que, si en el comienzo buscaron formar un fondo pedagógico, ahora sólo se limitaron a complementarlo. El inventario se cierra con dos libros de psicología, uno de historia y otro de filosofía política.

Esa impresión que se llevó el inspector Borton sobre la “muy buena y útil lectura”, esto es, para la cultura oficial de la época, todo aquello que esencialmente no estuviera comprendido entre los folletines criollistas (Prieto, 1988), el repertorio textual de las izquierdas y (Suriano, 2008; Tarcus, 2013), con algo más de indulgencia, la novela semanal (Sarlo, 1985), se condice con la literatura incorporada en el segundo pedido. Una mirada al inventario permite ver que la operación de selección buscó completar los estantes con algunos clásicos faltantes, como Homero, Virgilio, Dante y Milton, para avanzar con la literatura francesa del siglo xix, con Victor Hugo, Lamartine y Flaubert, y la española del entresiglos, entre los que se destacan Blasco Ibáñez y Pérez Galdós. También aparece una buena cantidad de autores nacionales muy leídos en las primeras décadas del siglo xx, como Emma de la Barra (César Duayen) y Martínez Zuviría (Hugo Wast), de quien se sabe que en otras bibliotecas bonaerenses estaba entre los primeros puestos en el ranking de préstamos (Pasolini, 1997; Quiroga, 2003). Es claro, por lo demás, que aquellos criterios de exclusión implícitos en esta lista y en otras que le siguen no impiden el ingreso de autores muy populares, pero bastante desprestigiados por la crítica, como fue el caso de los folletinistas Paul de Kock o Enrique Pérez Escrich, por nombrar dos escritores cuya presencia en las bibliotecas data de la década de 1870 (Planas, 2017), aunque ya muy relegados en el novecientos. El catálogo que las maestras compilaron y mandaron a imprimir en 1918 muestra esta variedad (Patricias Argentinas, 1918). Aquí se observa la presencia de otros clásicos universales, pero por sobre todas las cosas aparecen con fuerza autores como Salgari, Conan Doyle y Verne, además de otros auténticos best seller del momento, como Invernizzio y Braemé. Llama la atención, por ejemplo, la ausencia de Dostoievski, aunque hay varias obras de Tolstoi. En definitiva, con más o con menos, este catálogo, como los de otras bibliotecas populares que le son contemporáneas, tienen mucho de esa literatura extranjera que introdujo desde 1901 y durante 20 años el diario La Nación a través de la colección Biblioteca de la Nación (Merbilháa, 2006; Wilson, 2004;), y cuyos ejemplares también fueron profusamente adquiridos por la Comisión Protectora como parte de una política de lectura trabajada en la década del diez conocida como Bibliotecas Elementales (Planas, 2021). El catálogo de la Patricias Argentinas de 1918 muestra, por otro lado, que la adquisición de libros todavía es una tarea muy penosa. Entre los 1 125 volúmenes consignados hay al menos 150 que se identifican con la etiqueta “Publicación Oficial”: son leyes, decretos, códigos, discursos de autoridades gubernamentales, obras técnicas sobre agricultura y producción, textos de educación y algunos boletines de los ministerios de relaciones exteriores, agricultura e instrucción pública. Muchos de estos libros, si no todos, fueron enviados por la Comisión Protectora en la donación de 1912, junto con las colecciones completas de “Manuales Soler” y “Biblioteca Rural Argentina”, entre algunos otros títulos. El repertorio de autores nacionales todavía es incipiente en este catálogo: Mármol, Mitre y Alberdi del fondo decimonónico, y Carlos O. Bunge, Lugones, Joaquín V. González y Groussac entre los contemporáneos a las maestras de Lobos. Finalmente, en los anaqueles aparecen las primeras obras sobre bibliotecas (Parada, 2009). Es un saber todavía incipiente, pero son las herramientas que van a colaborar con la orientación de muchos autodidactas. Se trata en este caso del Manual del bibliotecario, de Santiago Amaral (1916), y Nuestras bibliotecas desde 1810, de Amador Lucero (1910). Del primer texto se conoce que fue distribuido por la Comisión Protectora, que adquirió 500 ejemplares en marzo de 1916, otros 300 en noviembre del mismo año y, finalmente, unos 200 en enero de 1920.6 El segundo fue una publicación oficial que se incluyó en el tercer volumen del Censo General de Educación de 1909, y fue editado como separata un año después. El trabajo de Amaral es de carácter técnico, sirve a la organización de los libros y los catálogos; el de Lucero es histórico, su presencia remite a la objetivación de un campo bibliotecario (Planas, 2019).

Aquellos 71 libros que conformaron la lista del segundo pedido llegaron a Lobos a finales de enero de 1919. Las obras sin dudas airearon el catálogo impreso de 1918. El año que se iniciaba fue particularmente intenso en materia de solicitudes a la Comisión Protectora. Aunque, en rigor, en términos cuantitativos no fueron superadas las gestiones anteriores. El 6 de febrero sale la primera misiva hacia Buenos Aires. Los fondos para la nueva compra se derivaron del saldo a favor con el que contaba la institución y un importe que esperaban recibir como reintegro por la devolución de cuatro libros que recibieron por error. La lista era de 23 títulos. En julio vuelven con un pedido. Y otra vez lo hacen por un remanente en su cuenta, procedente en esta oportunidad de un error de contabilidad por parte de la Comisión Protectora que se subsanará en un arqueo de expedientes recién en septiembre de 1921. Como el monto era bajo, Yrigoyen pregunta si se aceptaban en canje ocho tomos del Archivo del General Mitre. Mientras la Comisión Protectora decantaba esta consulta por diferentes filtros burocráticos, mandó a comprar los seis libros pedidos desde la biblioteca. Recién en septiembre las maestras van a la carga por un lote de 38 obras, ahora sí con fondos frescos. Los 67 libros solicitados durante 1919 afirman el giro literario que decidieron darle a la colección: 47 obras ingresaron bajo esa categoría (70%). La mitad corresponde a literatura en lengua extranjera, principalmente traducciones del francés (Lamartine, Loti, Dumas). En estas solicitudes hay diez de autores latinoamericanos, con varias obras de Rodó y Nervo. La elección de los nacionales alcanza los 23 títulos, entre literarios y ensayos de interpretación. El criterio de elección continúa el camino ya iniciado. Del fondo decimonónico: Moreno, Sarmiento, Alberdi y Cané, todos en las ediciones de la colección Biblioteca Argentina de Rojas o de La Cultura Argentina de Ingenieros; del novecientos, extraen una porción de la cultura científica representada por el mismo Ingenieros y Ramos Mejía. El interés en las obras de educación indudablemente cayó desde que se armó una buena colección con el primer pedido, pero en cada nueva solicitud se actualizaron los contenidos: las compras de 1919 se cerraron con ocho obras de este género. Al finalizar el año, las maestras de la Patricias Argentinas (1919) mandaron a la imprenta el suplemento del catálogo de 1918: se habían incorporado 374 volúmenes, 135 a través de la Comisión Protectora, que remitió algunas otras publicaciones oficiales.

Al procurar poner en palabras o, mejor dicho, en las palabras que las maestras de Lobos emplearon para armar el criterio de elección, los testimonios directos se escapan. Esta circunstancia, sin embargo, no debe obligar a batirse en retirada y dejar así de formarse una idea de la economía del lenguaje utilizado para sostener la operación de selección. El Monitor es una fuente primordial en este este sentido. Desde 1904 incorporó a su estructura voces de docentes que, convencidos de su tarea, reforzaron el mensaje promovido por el Consejo Nacional de Educación (Fiorucci, 2014). Entre esos textos está el de Elisa Fernández de Herrero, que también es una maestra preocupada por la lectura como las que trabajaron por esos años en Lobos. Su artículo se tituló “La buena lectura”. El texto parte de una certeza que se puede sintetizar de este modo: por las escuelas ya pasaron varias generaciones de niños y niñas; en el país se sabe leer. Pero ¿qué se lee? “lo sabría quien recorriese los kioskos y ciertas vidrieras, donde solo revistas y libros pornográficos se ven, donde las historias de crímenes horrendos sirven de reclame, pronto lo sabría quien leyese el diario predilecto de esas pobres gentes, el que con letras gruesas y frases graciosas casi alaba las proezas del Moreira Compadrito y la habilidad audaz del ladrón” (Fernández de Herrero, 1914, p. 220). La misión de la docencia no estaba completa si al salir de las escuelas los nuevos lectores y lectoras se encontraban solos y sin criterios ante la oferta indiscriminada del mercado del libro. El peligro para la sociedad era eminente: la confusión entre la realidad y la ficción estaba a un paso. Tanto insiste la autora en esa idea que se queja abiertamente de la libertad de prensa que garantizaba la Constitución. Se debía, en fin, evitar la proliferación de una imaginación sustentada en esa literatura. Y el remedio a tanto mal, previsiblemente, eran las bibliotecas y la formación de hábitos de lectura considerados saludables: “Son pocos los que escogen para distraer sus horas de descanso, el libro serio, la novela histórica o de costumbres que instruye deleitando” (Fernández de Herrero, 1914, pp. 220-221). La preocupación recorría el magisterio. Ramos Mejía se mostraba alarmado ante las propuestas de lectura que estaban a la mano de todos: si la alfabetización era una conquista del Estado, el público emergente de ese proceso no leía lo que debería leer. La nostalgia por un lector de antaño estaba en las visiones del autor: “un hombre relativamente instruido, serio, paciente, que leía menos que nosotros pero que pensaba más; el grave y tranquilo lector de otros tiempos” (Terán, 2000, p. 126). En la maquinaria estatal de la instrucción pública los grandes engranajes y los más pequeños se lubricaban con el mismo aceite. Y una buena dosis de esta producción de sentidos está cristalizada en el catálogo de la Patricias Argentinas. Un hecho que contrasta con las críticas al magisterio que elaboraron otros eminentes intelectuales de la época, en especial con los reparos puestos sobre la participación de las mujeres, considerada desproporcionada y riesgosa para la virilidad de la nación (Fiorucci, 2016). El modo en que Manuel Gálvez (1914) construye el personaje de Raselda, la protagonista de La maestra normal, tiene poco que ver con las docentes de Lobos. Y no es que ellas dejaran de imaginar con la literatura viajes por Europa y fantasear de a ratos con algún héroe que sacudiera el tedio de la rutina, tal y como lo soñó Raselda y cientos de miles de lectoras y lectores de este mundo; pero simplemente no fue lo único que encontraron en los libros: allí tenían un proyecto cultural, que también fue un proyecto de buena vida. En la biblioteca hallaron un modo de satisfacer muchas de sus inquietudes.

Los años pasaron en la Patricias Argentinas. Al ingresar la década del veinte los registros se vuelven esporádicos. Hay que esperar hasta julio de 1923 para ver una nueva solicitud de libros. En este punto al expediente parece faltarle alguna página, aunque no es seguro. La hoja que contiene la nómina de títulos no tiene ninguna referencia. Tal vez esté incompleta, tal vez no. Tampoco figuran, como en las solicitudes precedentes, los informes de la oficina de compras de la Comisión Protectora con los presupuestos y las adjudicaciones a cada librería. Con esta incertidumbre a cuestas, lo seguro es que hay nueve títulos, entre los que se cuentan: un diccionario enciclopédico, tres gramáticas, dos libros sobre enseñanza de las matemáticas y otro sobre actividades escolares, la obra de José María Torres, El arte de enseñar, y un tratado de psicología. También hay una referencia general que dice: “Colección de obras por Manuel Gálvez”. Sin más precisiones que estas, los títulos confirman la vocación por conservar actualizada la biblioteca pedagógica.

Las siguientes novedades ratifican la vigencia de la asociación. En 1924 la Comisión Protectora recibe una comunicación desde Lobos informando el cambio en la conducción: Leonor Suberville es la flamante directora; Juana Acevedo la acompaña en la secretaría. Más adelante esta última dejaría su lugar para que lo ocupe Josefina Ortuzar; junto a ella, aparece como novedad el puesto de bibliotecaria, a cargo de Angélica Cascallares de Mármol. Pero si de libros se trata, los pedidos siguientes se realizaron en 1926 y 1927. Luego el expediente se apaga. La cantidad invertida en la compra de obras ha menguado notablemente respecto a las inversiones hechas diez años atrás, un poco más si se considera que el número de socias aumentó 50% desde entonces. Pero esto sólo significa que no adquirieron obras a través de la Comisión Protectora: a la biblioteca los libros continuaron ingresando. Entre 1919 y 1927 fueron incorporados 1 341 volúmenes. No se cuenta con un registro de esas obras ni con otra información que indique cómo fueron adquiridos, o si se recibieron nuevas donaciones (el último catálogo impreso es el citado suplemento de 1919). Lo seguro es que sus últimas compras a través de la Comisión Protectora siguieron el camino ya trazado. Entre los 34 libros que conformaron las dos listas, la literatura domina ampliamente. El repertorio resultante se formó principalmente de autores franceses, latinoamericanos y nacionales. Entre estos últimos la preeminencia de Martínez Zubiría se mantiene, al tiempo que el resto de las elecciones oscilan entre la literatura considerada culta y los sucesos editoriales del momento. Y siempre quedó un espacio para alimentar el fondo pedagógico que, en definitiva, fue el que hizo posible la reunión de un grupo de maestras para crear una biblioteca propia.

BALANCE. LAS MAESTRAS DE LOBOS PONEN A PUNTO LA CULTURA DE BIBLIOTECA

Al finalizar el ciclo de compras con la Comisión Protectora, la biblioteca Patricias Argentinas adquirió 235 títulos, y recibió otros tantos en concepto de donaciones (entre publicaciones oficiales y algunas colecciones de obras que durante esas décadas la entidad adquirió y distribuyó). El Estado había colaborado aproximadamente con 25% de los volúmenes de la institución, y con ese intangible que era la concesión del reconocimiento oficial. Aunque estos aportes sólo llegaron porque las maestras tomaron la iniciativa: primero, al familiarizarse con los requisitos que exigía la Comisión Protectora y, después, con el trabajo intelectual y técnico que significó armar una lista de obras. Para ello debieron tener fuentes de referencia de dónde escoger los títulos, priorizar unos por sobre otros, estimar presupuestos, redactar las notas, aguardar los resultados, corroborar que al llegar las encomiendas los libros estuvieran de acuerdo con el pedido y reclamar, como se vio, cuando existieron incongruencias. El proceso era largo, pero el tiempo de espera entre la solicitud y la recepción de los cajones no era considerable: un mes, dos meses, tres en un caso. Al margen de estos trámites, pudieron adquirir libros por medio de alguna distribuidora, como la Agencia Aymará, que vendía los volúmenes de la Biblioteca de La Nación (un folleto con el catálogo de esta colección está en el expediente de la biblioteca Sarmiento de la misma localidad).7 Entre los títulos escogidos por medio de la Comisión Protectora, 56% era de literatura, 35% de educación y el 9% restante se distribuyó de forma pareja entre historia, filosofía, psicología, política y obras de referencia. Las maestras habían creado su espacio de lecturas que, en Lobos, cobró unas dimensiones cualitativas significativas. “La biblioteca está exclusivamente aprovechada por mujeres”, observó nada menos que Pablo Pizzurno en su informe de inspección del 20 de noviembre de 1926.8 Durante ese mes se realizaron 30 préstamos a domicilio, según apuntó en la misma nota. Habían pasado catorce años desde su inauguración y los días y los horarios eran los mismos: lunes, miércoles y viernes por las noches; domingos por la tarde. Y siempre atendido por “señoras y señoritas”. En todas estas tareas, las que se hicieron para pedir libros y las otras que posibilitaron abrir las puertas del local, hay un bosquejo de respuesta a las preguntas más sencillas de las cuales partimos: ¿con qué herramientas hicieron la biblioteca?, ¿cómo se relacionaron con el Estado?, ¿cómo armaron su colección y qué lecturas priorizaron?

Esos aspectos unidos y vistos de manera conjunta van camino a dar forma a la pregunta primordial: ¿por qué unas maestras se reúnen para hacer la biblioteca? Las conclusiones en este punto se funden conceptualmente con la noción de cultura de biblioteca de la cual partió este artículo, y cuyas variantes englobaron y yuxtapusieron en un mismo análisis las dimensiones cotidianas, en sus expresiones materiales y simbólicas, y las sociológicas, en este caso asociadas a los procesos de formación del magisterio durante el entresiglos, la historia de las bibliotecas y la de la edición. Al formarse como docentes, el grupo de mujeres estudiadas adquirió una serie de conocimientos que, incorporados, contribuyeron a crear una disposición, una estructura de pensamiento, una mentalidad o una creencia propicia para producir la biblioteca. Algo del sentido misional atribuido al magisterio estaba presente en ese 1912 en el que las maestras de Lobos gestionaron el acto inaugural de su asociación. La coyuntura aparece, así, como un elemento necesario, pero sin embargo insuficiente para que la biblioteca adquiera su forma concreta. En este plano, la biblioteca abandona su carácter de institución auspiciada bajo las finalidades más aparentes, conocidas y fomentadas, como la recreación y la instrucción, para tornarse una expresión cultural en la que las tareas más ordinarias que exige su organización material son ellas mismas parte fundamental de las respuestas al mundo circundante que, en este caso, esas maestras buscaron. En otras palabras: alquilar un local fue cumplir con un trámite inmobiliario, y también significó disponer de un espacio fuera de la casa y de la escuela. Escribir un estatuto seguramente fue un tedio además de una obligación, pero también requirió gobernar sobre ellos y ejercer ciudadanía (de forma modesta, sí, pero cuyo ejercicio estaba vedado para las mujeres en otros ámbitos). Solicitar un subsidio a la Comisión Protectora fue una burocracia, está claro, pero también representaba participar de un campo de conocimiento y elegir unos libros entre otros. De este modo, la Patricias Argentinas fue ese ámbito concreto de referencias simbólicas que las maestras de Lobos crearon a su paso. Y este acto creativo lo hicieron con las trayectorias que pudieron darse, con el saber que habían aprendido en la escuela normal, en El Monitor y en otras usinas del discurso oficial. Para recordar las enseñanzas de Michel de Certeau (2000), las maestras de la Patricias Argentinas escribieron sus frases con un vocabulario que no les pertenecía.

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