10.18234/secuencia.v0i115.2011

Artículos

“Una lacra social y un peligro”:
vagancia y malvivencia
en la ciudad de México, 1931-1937*

“A Social Blot and a Danger”:
Loitering and Vagrancy in Mexico City, 1931-1937

 

Odette María Rojas Sosa1** https://orcid.org/0000-0003-4859-1076

 

1Facultad de Filosofía y Letras Universidad Nacional Autónoma de México, México odetterojass@filos.unam.mx

 

Resumen:

El presente trabajo analiza, por un lado, cómo influyó el concepto de “peligrosidad”, acuñado por la criminología, en la construcción del tipo penal de “vagancia-malvivencia”, el cual se consignó en el artículo 255 del Código Penal de 1931. Por otro lado, a partir de la revisión de expedientes judiciales, se examina la persecución contra vagos-malvivientes en la ciudad de México entre 1931, año en que se promulga el Código Penal, y 1937, año en que inicia una campaña de las autoridades para reprimir dicho delito. El artículo muestra que en ese periodo la persecución y sanción de la vagancia y malvivencia transitó de una cuestión policiaca y administrativa a una actividad judicializada que respondía a las políticas de profilaxis social del cardenismo. El tema ha sido escasamente estudiado, por lo que este texto pretende ser una aportación para la historiografía de la criminalidad y la transgresión en el México posrevolucionario.

Palabras clave: vagancia; malvivencia; peligrosidad; derecho penal; criminalidad.

Abstract:

This paper analyzes, on the one hand, how the concept of “dangerousness,” coined by criminology, influenced the creation of the criminal category of “loitering and vagrancy,” included in Article 255 of the 1931 Penal Code. At the same time, based on a review of judicial files, the persecution of vagrants and loiterers in Mexico City is examined between 1931, the year when the Penal Code was enacted and 1937, the year when a campaign by the authorities began to repress this crime. The article shows that during that period, the persecution and sanction of loitering and vagrancy went from being from a police and administrative matter to a judicialized activity that responded to the social prophylaxis policies of Cardenismo. Since the issue has barely been studied, this text seeks to contribute to the historiography of crime and transgression in post-revolutionary Mexico.

Keywords: vagrancy; loitering; dangerousness; criminal law; criminality.

Recibido: 27 de julio de 2021 Aceptado: 4 de febrero de 2022
Publicado: 14 de febrero de 2023

En el mes de febrero de 1937, el procurador de justicia del Distrito Federal, Raúl Castellano, anunciaba en una entrevista al periódico El Nacional que se perseguiría con toda actividad a los vagos y malvivientes de la capital por ser “una lacra social y un peligro para la masa activa de la Republica”.1 Los expedientes judiciales de los años treinta muestran de qué manera ciertos sujetos fueron identificados como “vagos y malvivientes” por la policía, primero, y luego por los agentes del Ministerio Público, según la tipificación que elaboraron los juristas redactores del Código Penal de 1931. No obstante, los sospechosos (y sus abogados defensores) buscaron evadir tal identidad atribuyéndose rasgos positivos, apelando a su pobreza o ignorancia, o bien, atenuando los factores que, en efecto, podían encuadrarlos bajo el tipo penal del vago-malviviente. Finalmente, eran los jueces quienes, al valorar tales elementos, determinaban si los acusados habían incurrido en el delito señalado y, en caso afirmativo, cuál era la sanción que debían purgar.

El tema de la vagancia y la malvivencia durante la década de 1930 no ha sido estudiado hasta ahora, a pesar de la importancia que adquirió en esos años. La mayoría de los textos que analizan la vagancia se centran en un periodo que va de mediados del siglo xviii (primeras legislaciones contra vagos y malentretenidos) hasta 1867 (final del Tribunal de Vagos); entre ellos se encuentran uno pionero de Arrom (1988), así como los de Pérez Toledo (1993), Serrano (1996), Araya (2002), Warren (2007), Teitelbaum (2008) y Maldonado (2018).2 Los trabajos disminuyen para la época porfiriana, pues sólo existen tres obras que abordan la cuestión de la vagancia: la tesis de maestría de Orijel (2006) y los libros de Piccato (2010) y Pulido (2017). Estos dos últimos, además de los años finales del porfiriato, abarcan la década del movimiento revolucionario y los años veinte, e incluso en el libro de Pulido se hacen algunas menciones sobre la vagancia y la malvivencia durante los años treinta, no obstante, el autor no pretende abordar el tema como su objeto de estudio principal.3 De tal modo, la presente investigación espera contribuir a ese ámbito historiográfico y, también, de manera más amplia, ser una aportación para la creciente historiografía del crimen y la justicia en la década de 1930, que hasta ahora, se ha enfocado en los estudios de caso o en el delito de homicidio (por ejemplo: Núñez, 2012, 2015; Piccato, 2020; Santillán, 2019; Speckman, 2020), y menos en la delincuencia menuda.

El periodo de estudio del presente trabajo se centra especialmente en los años que van de 1931 a 1937. Se toma como punto de partida 1931, por ser el año en que se promulgó y entró en vigor un nuevo Código Penal, mientras que en 1937 autoridades capitalinas pusieron en marcha una intensa campaña para combatir la vagancia y la malvivencia en la ciudad de México. Este arco temporal permite plantear las siguientes preguntas: ¿cuáles fueron los fundamentos para tipificar el delito de vagancia y malvivencia en el Código Penal de 1931?, ¿cómo se sancionó este delito durante el primer lustro que siguió a la promulgación de dicho corpus legal?, ¿por qué en 1937 se exacerbó el interés por perseguir a los vagos malvivientes y someterlos a procesos judiciales? Para responder a tales preguntas, el texto se estructura en tres apartados: en el primero se examinan los orígenes de la sanción a la vagancia a partir del siglo xviii y las diversas disposiciones emitidas en tal sentido en el siglo xix. El segundo aborda la construcción del discurso criminológico alrededor del “sujeto peligroso” (cuyas bases teóricas se remontan al último tercio del siglo xix) y de la pena de relegación, de acuerdo con los postulados de las escuelas criminológicas de la época. El tercero expone cómo se llevó a cabo la persecución policiaca y la sanción jurídica de la vagancia y malvivencia, durante los seis años que abarca el periodo de estudio. En este último punto, pretendo adentrarme en las visiones de los diferentes actores involucrados en el proceso: el acusado, el defensor, el agente del Ministerio Público y el juez.

En ningún caso, el sujeto señalado por una autoridad como vago-malviviente aceptaría de buena gana serlo, pues, dado el estigma social y legal que implicaba tal denominación, resultaba un “atributo profundamente desacreditador” (Goffman, 2006, p. 13). Además, la pena de relegación, prevista para el responsable del delito de vagancia y malvivencia, conllevaba ser excluido del seno de la sociedad y trasladado a las Islas Marías, cuya imagen distaba de ser idílica.4 Las identidades, como lo expresa Stuart Hall (1996, p. 18), “se construyen a través de la diferencia […] a través de la relación con el Otro”. Si desde antaño al vago (“ocioso, malentretenido”) se le percibía como lo opuesto del hombre útil, en la época posrevolucionaria el vago-malviviente encarnaba el reverso del hombre ideal emanado de la revolución: trabajador, vigoroso, disciplinado, productivo.

Durante el gobierno de Lázaro Cárdenas se implementaron políticas públicas encaminadas a erradicar los vicios y las “lacras sociales” de manera radical. Luego de consolidarse en el poder –tras la ruptura con Plutarco Elías Calles y una reestructuración del gabinete–, entre 1936 y 1938 el ideario de profilaxis social cardenista se llevó a su máxima expresión al crearse diversas medidas que pretendían suprimir los juegos de azar, el alcoholismo y las toxicomanías, además de reconfigurar la beneficencia pública a través de la creación, en 1937, de la Secretaría de Asistencia Pública. De tal modo, resulta coherente que se emprendiera una persecución contra aquellos individuos calificados como malvivientes, pues, aunado a su desocupación, incurrían en al menos alguna otra de las actividades o comportamientos que se deseaba suprimir: ebriedad consuetudinaria, toxicomanía, explotación de prostitutas y juegos de azar y apuestas; asimismo, en muchas ocasiones contaban con malos antecedentes por robo o por tentativas de hurto.

Una hipótesis que se plantea en este trabajo es que la campaña contra la vagancia y la malvivencia que se emprendió en la ciudad de México a partir de 1937 fue posible al conjuntarse dos elementos: por un lado, el ideario cardenista de profilaxis social y, por otro, una política pública local que pretendía reducir la criminalidad, apelando a los postulados de la escuela criminológica positiva sobre el “estado peligroso”. Al echar a andar la campaña, además de prevenir y reprimir la delincuencia, se segregaba a los elementos considerados perniciosos que podían ser dañinos para la sociedad capitalina.

La fuente principal de esta investigación son expedientes localizados en el fondo Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal del Archivo General de la Nación (agn), que dan cuenta de los procesos judiciales emprendidos contra los acusados de ser vagos y malvivientes. Se revisaron en su totalidad los comprendidos en el periodo que va de 1931 a 1936, pues su número es reducido. En cambio, debido al amplio corpus documental existente para el año 1937, a partir del cual la judicialización del delito de vagancia y malvivencia se intensificó de manera notoria, en este primer acercamiento revisé el 10% de los 757 expedientes registrados en el catálogo electrónico del agn, para lo cual elegí aquellos que contaran con mayor número de fojas.5 De ellos, analizo de manera específica algunos que resultan representativos de situaciones recurrentes –de acuerdo con lo visto en la muestra de expedientes estudiada– así como algunos otros que reflejan situaciones anómalas o de escasa frecuencia, pero que también exponen casos de marginalidad y transgresión.

     La prensa constituye una fuente de suma importancia para conocer visiones y opiniones sobre el delito de vagancia y malvivencia, además de que permite complementar la información que proporcionan los expedientes judiciales, los cuerpos normativos y las obras jurídicas. Los dos diarios consultados fueron El Nacional, conocido por su tendencia oficialista, y Excélsior, uno de los más populares de la época, de tendencia conservadora y, en ocasiones, crítico a las autoridades gubernamentales. Como fuentes secundarias se utilizaron obras que hablan sobre el contexto del Distrito Federal durante los gobiernos del maximato y el de Lázaro Cárdenas, además de trabajos relativos a temáticas jurídicas y criminológicas del periodo de estudio.

DE “VAGOS MALENTRETENIDOS” A “VAGOS MALVIVIENTES”

Desde el siglo xvi en Nueva España se crearon algunas leyes que pretendían combatir a los vagamundos, es decir, a las personas que deambulaban por poblados y caminos sin tener un asentamiento estable, no obstante, fue a partir de la segunda mitad del siglo xviii cuando comenzó la persecución sistemática de la vagancia a través de bandos y decretos. Más adelante, ya en el México independiente y a lo largo del siglo xix, la represión a los vagos continuó por medio de diversas circulares y leyes. Incluso, en la ciudad de México, al igual que en varias entidades federativas, se creó una institución dedicada a juzgarlos e imponerles castigo: el Tribunal de Vagos.6

En aquella época, el argumento jurídico-moral para condenar la vagancia tenía dos aristas: por un lado, el sujeto vago no desempeñaba ninguna actividad útil a la sociedad, lo cual contravenía los ideales ilustrados de laboriosidad y aprovechamiento racional del tiempo; por el otro, la ociosidad podía inclinar al individuo a realizar actos delictivos para garantizar su subsistencia. El conjunto de la legislación contra la vagancia promulgada entre 1745 y 1857 (periodo que abarca poco más de un siglo) coincidió en tipificar como vago no sólo al que carecía de empleo sin causa justificada, sino también a quien incurría en ciertos comportamientos y actividades consideradas ilícitas, entre ellas, el juego, la embriaguez o fingir minusvalía para pedir limosna. La Ley General para juzgar a los ladrones, homicidas, heridores y vagos de 5 de enero de 1857 (la cual sería una especie de ensayo de código penal)7 incluía dentro de las formas de vagancia a quienes, a pesar de poseer alguna renta o patrimonio, pasaran la mayor parte de su tiempo en “casas de juego o de prostitución, cafés o tabernas”. Líneas después, la Ley enfatizaba la importancia de perseguir a los vagos al encomendar a “todas las autoridades del orden gubernativo […] perseguir a los vagos bajo su más estrecha responsabilidad” y estimular a cualquier persona a “denunciar a los vagos”.8

El tema de la vagancia pareció perder notoriedad durante la República restaurada. Un primer acontecimiento significativo fue la supresión definitiva, en 1867, del Tribunal de Vagos en la ciudad de México. Más adelante, el Código Penal de 1871 definió el delito de vagancia de una manera mucho más acotada respecto a las leyes previas, pues se calificó de vago únicamente al que “careciendo de bienes y rentas, no ejerce alguna industria, arte u oficio honestos para subsistir, sin tener para ello impedimento legítimo” (art. 854).9 El vago sería amonestado por la autoridad política, y si en un lapso de diez días no comprobaba el impedimento legítimo para no trabajar, se le impondría “arresto mayor” –cuya duración podía fluctuar de uno a once meses, de acuerdo con el artículo 124–, intercambiable por una fianza por un año de 50 a 500 pesos, “de que en lo sucesivo vivirá de un trabajo honesto”. El arresto concluiría cuando el sujeto acusado entregara la fianza o acreditara haber aprendido un oficio, en caso de que su carencia hubiera sido la razón de la vagancia.

Esta situación puede explicarse por los fundamentos teóricos que animaban a la comisión redactora del Código. En la “Exposición de motivos” que precedía al cuerpo normativo, el presidente de la comisión y su principal ideólogo, Antonio Martínez de Castro (1946, p. 237), manifestó que, luego de examinar las conveniencias y deficiencias de diferentes “sistemas” de derecho penal en el mundo, se había llegado a la decisión de suprimir del catálogo de delitos los que “aunque envuelven una muy grave ofensa a la moral, no perturban el reposo público”. En el caso de la vagancia, no se estarían considerando las posibles inclinaciones viciosas o amorales del sujeto reputado como vago, sino que, desde un enfoque utilitarista, se sancionaba el hecho de que fuera improductivo por carecer de un empleo o de alguna fuente de ingresos honestos; cuando lo conseguía, dejaba de representar un problema social.

La expansión de la ciudad durante el porfiriato y las nuevas dinámicas laborales, de transporte y de movilidad exacerbaron las inquietudes de las elites y de los gobernantes respecto a la seguridad, lo que se tradujo en mayor vigilancia a zonas residenciales de clase media y alta en el poniente de la capital, a la vez que se etiquetaban como “rumbos” o colonias peligrosas aquellas ubicadas en el norte y el oriente (Piccato, 2010, pp. 72-75). De tal modo, en esa “ciudad de sospechosos” –retomando la expresión utilizada por Pablo Piccato (2010)– lo eran tanto los que, en efecto, delinquían, como quienes podían parecer inclinados a hacerlo. Aunque no se estableció de manera explícita que se ejerciera vigilancia sobre los vagos, estos podrían haber estado mucho más sujetos al ojo avizor de la policía, dado que solían andar por las calles buscando la subsistencia y no podían comprobar que desempeñaban un trabajo; de igual manera, desempleados, empleados ocasionales y comerciantes ambulantes quedaban expuestos a la persecución policiaca.

Hacia finales del siglo xix, algunos miembros prominentes de la elite política y jurídica se mostraron adeptos a los postulados de la criminología positiva (que se analizarán más adelante), en particular, los relacionados con la segregación de individuos “incorregibles” que resultaban dañinos para el conjunto de la sociedad, como los vagos y los reincidentes. Esta situación llevó al gobierno a considerar de manera formal la posibilidad de implantar la pena de relegación y, para ese fin, establecer una colonia penal en el archipiélago de las Islas Marías. El 20 de junio de 1908 se promulgó una ley que adicionaba al catálogo de penas contemplado en el Código Penal de 1871 la pena de relegación, aplicable en “substitución de la de arresto mayor y de las de reclusión en establecimiento de corrección penal o prisión que no excedan de dos años”:

i. cuando la condena sea por robo, vagancia, mendicidad o fabricación o circulación de moneda falsa;

                 ii. Cuando el reo sea reincidente o cuando de las circunstancias del proceso aparezca que es delincuente habitual y que hay motivo fundado para creer que para su enmienda, es necesario que cambie de medio y de género de vida.

Esta ley sentaría las bases para el castigo a la vagancia durante los 30 años por venir.

LA CONSTRUCCIÓN DEL “SUJETO PELIGROSO”

Las innovaciones introducidas a la legislación en 1908 pueden explicarse a la luz de los postulados del pensamiento criminológico y de las escuelas de derecho penal que surgieron en Europa durante la segunda mitad del siglo xix.

Sin duda, el médico italiano Cesare Lombroso fue una figura clave en la configuración de una nueva manera de entender al delito y al delincuente. Su obra L’uomo delinquente (1876) se volvió un referente y, aun cuando más adelante matizó y modificó sus tesis iniciales, la influencia que ejerció en el ámbito del derecho penal y en la construcción de la criminología fue innegable, al intentar encontrar en la anatomía humana elementos medibles y datos sistematizables que permitieran predecir el comportamiento delictivo.10 Otra de sus afirmaciones más notables fue la de la existencia de delincuentes natos, en quienes los instintos animales emergían de súbito o por algún factor circunstancial, llevándolos a un estado atávico y, consecuentemente, al crimen.

Sus alumnos, los juristas Enrico Ferri y Rafaele Garofalo, serían los artífices de la llamada “escuela positiva” de derecho penal –también conocida como escuela italiana–, pues si bien continuaron el derrotero iniciado por Lombroso, no siguieron de manera irrestricta sus planteamientos, al atenuar los que tenían una mayor connotación de determinismo orgánico y darles peso a los factores criminógenos sociales y ambientales. Además, propusieron nuevos conceptos que ejercerían notoria influencia en la doctrina y en la legislación penal. Uno de los más destacados fue el de la peligrosidad, acuñado por Ferri. De acuerdo con este autor, la peligrosidad tenía dos vertientes: la que se expresaba al momento de delinquir y la predelictual, que, en palabras de Ferri (apud Agudelo, 2002, p. 14), se trataba de “una conducta inferior al mínimo de normalidad y disciplina social, esto es, una conducta antisocial y, por ende, peligrosa, aunque no se concrete en hechos delictivos”. Sus manifestaciones podían observarse en el modo de vida, las costumbres y la personalidad del sujeto. Entre los estados considerados dentro de la peligrosidad predelictual se encontraban el gamberrismo, el vagabundeo, la mendicidad y la prostitución. Dominique Kalifa (2018) hace notar que las sociedades occidentales decimonónicas –específicamente, las elites– estuvieron en constante búsqueda de términos y conceptos nuevos para designar “las realidades ligadas a la miseria y a la transgresión” (p. 14).

Un fantasma recorría a las naciones en proceso de industrialización: el temor asociado a los (indeseables) efectos colaterales del progreso, que parecían concentrarse en los bajos fondos urbanos: miseria, vicio (expresado en alcoholismo, prostitución, juego, toxicomanía), enfermedades, crimen y corrupción moral. El entorno físico malsano –pues los bajos fondos se localizaban en las áreas geográficas menos favorecidas de las ciudades (Londres, París, Buenos Aires o México)– se reproducía en la experiencia vital de sus habitantes. La vagancia se encontraba dentro del conjunto de situaciones anómalas que debían erradicarse por constituir una amenaza para el conglomerado social. El vago era improductivo y, con gran probabilidad, proclive a las actividades criminosas.

En México, durante el porfiriato, se recibieron con entusiasmo las novedades de la antropología criminal y la escuela positiva, sin embargo, no hubo absoluta unanimidad y buena parte de los juristas mexicanos prefirió mantenerse alineada a los preceptos de la llamada escuela clásica. Un tercer grupo optó por una postura intermedia que tomaba elementos de ambas corrientes, por lo que se le denominó ecléctico (Speckman, 2014, pp. 26-27).11

La influencia de la escuela positiva no se haría sentir en la legislación penal sino hasta bien entrado el siglo xx. Los primeros intentos se producirían en las postrimerías del porfiriato. Por un lado, se promulgó la ley que creaba la pena de relegación, en 1908. Por otro, en 1903 se encomendó a una comisión que revisara el Código Penal de 1871 para su reforma. Los trabajos de revisión se prolongaron hasta 1912, año en que comenzaron a publicarse los resultados en varios tomos, no obstante, nunca se incorporaron al Código.

La discusión del artículo relativo a la vagancia suscitó dos opiniones contrapuestas: algunos de los juristas opinaron que la pena prescrita hasta entonces carecía de aplicación práctica y que, por lo tanto, convenía suprimirla y considerar a la vagancia como una falta que debía ser sancionada únicamente por autoridades administrativas. Otros miembros de la comisión argumentaron que las penas cortas eran inútiles para combatir ese problema, por lo que, más bien, era necesario incrementar la penalidad y hacer efectiva la pena de relegación, como lo disponía la ley de 1908.12 Esta última postura prevaleció y, aunque no entró en vigor, sentó un precedente importante para debates futuros.

Sería hasta la segunda mitad de la década de 1920 cuando volvería a plantearse la necesidad de reformar la legislación penal. Para tal fin, en 1925 se instituyó una nueva comisión que desarrolló sus trabajos a lo largo de tres años. Destacó en particular José Almaraz, un entusiasta adepto del positivismo penal, quien intentó introducir tal ideología en el nuevo ordenamiento; de tal modo, el eje del Código promulgado en 1929 fue el concepto de “defensa social”. En virtud de la posición adoptada por el presidente Portes Gil contraria a la pena de muerte, esta se suprimió, por lo que Almaraz (quien se había mostrado francamente opuesto a tal decisión) insistió en la importancia de la pena de relegación como principal medio de eliminación de delincuentes incorregibles y dañinos para la sociedad (Almaraz, 1931, p. 19). La relegación se impuso como pena para los delincuentes habituales y para los sentenciados por vagancia.

El artículo 778 definió al vago de una manera muy semejante al Código de 1871: “el que careciendo de elementos lícitos y conocidos de subsistencia, no se dedica a ningún trabajo honesto para subsistir, sin estar incapacitado para ello”. De igual modo, preveía una amonestación por parte de la autoridad administrativa o del recién creado Consejo Supremo de Defensa y Prevención Social para que se dedicara a una ocupación productiva, otorgándole un lapso de diez días para hacerlo. No obstante, a diferencia del Código de 1871, y como lo hiciera el decreto de 1908, impuso la pena de relegación, de uno a tres años, o la de reclusión en un taller penal por igual tiempo (art. 779).

El Código Penal de 1929 suscitó gran cantidad de opiniones, la mayoría de ellas, negativas: se consideró que su aplicación era complicada; que tenía errores de redacción y que era dogmático en exceso. Bastaron unos pocos meses para que fuera sustituido por un nuevo Código, que entró en vigor el 17 de septiembre de 1931. Sus autores declararon que no seguía ninguna escuela específica, sino que era de tendencia ecléctica y, en esencia, pragmático.

     Los redactores del Código Penal de 1931 añadieron al tipo penal “clásico” de la vagancia un elemento inédito, al menos de manera nominal: la malvivencia. De tal modo, a partir de la entrada en vigor del ordenamiento, la vagancia por sí sola no volvió a existir como delito, pues, para serlo, tendría que considerarse de manera conjunta con la malvivencia. La redacción original del artículo 255 señalaba:

Se aplicará la sanción de tres meses a un año de relegación a los que reúnan las circunstancias siguientes:

i.- No dedicarse a un trabajo honesto sin causa justificada y

                 ii.- Tener malos antecedentes comprobados por datos de los archivos judiciales o de las oficinas policíacas de investigación. Se estimarán como malos antecedentes para los efectos de este artículo ser identificado como delincuente habitual o peligroso contra la propiedad o explotador de prostitutas, o traficante de drogas prohibidas, toxicómano o ebrio habitual, tahur [sic] o mendigo simulador y sin licencia.13

Si bien en el Código de 1931 se buscó marcar cierta distancia respecto a su predecesor, finalmente los redactores no desecharon nociones como la peligrosidad –bajo el término de “temibilidad”– y la defensa social, con lo que preservaron, en líneas generales, la ideología positivista que había animado al Código de 1929 (Bunster, 1997, p. 48; Zaffaroni, 2016, p. 136). Ninguno de los miembros de la comisión redactora explicó en aquel momento, ni después, las razones por las que decidieron recurrir al término “malvivencia” o por qué estimaron pertinente hacer tal adición.14 Asimismo, resulta llamativo que la palabra “malvivencia” no apareciera referida en cuerpos legales previos
–Códigos de 1871 y 1929– ni en otras legislaciones penales contemporáneas de Iberoamérica (la más semejante sería la Ley de Vagos y Maleantes, promulgada en España en agosto de 1933).15 Puede pensarse que el origen del término se hallaba en la expresión “mala vida”, la cual se originó en Italia a finales del siglo xix y fue utilizada con cierta profusión en países como España y Argentina, dando lugar a obras literarias y criminológicas en las que se describían los bajos fondos de las principales ciudades (casos emblemáticos fueron La mala vida en Madrid, 1901; La mala vida en Buenos Aires, 1911; La mala vida en Barcelona, 1912).

Delinear de manera precisa el concepto de “mala vida” resulta problemático, pues, como argumenta Ricardo Campos (2009, p. 403), “las definiciones […] que propusieron los criminólogos no fueron del todo diáfanas”. Los autores italianos contemplaban un amplio espectro de actividades que podían ir desde los crímenes sangrientos –pasando por el robo y el fraude– hasta conductas no delictivas en sí mismas, pero peligrosamente próximas a infringir la ley (prostitución, vagancia, mendicidad). En el caso de los españoles y los argentinos, el uso del concepto “mala vida” resultó más delimitado, pues se enfocó en los “fronterizos de la ley”, sin incluir de manera específica los delitos de sangre, aunque estos podían (y, desde su óptica) solían resultar una consecuencia directa de esa forma de existencia.

Que las descripciones de la “mala vida” y las definiciones del estado peligroso predelictual tuvieran indudables semejanzas, no era mera coincidencia. De tal modo, aunque nunca llegó a escribirse ninguna obra que recuperara de manera explícita el concepto de la “mala vida” para el caso mexicano, parece viable sugerir que los autores del Código conocieron las obras de españoles y argentinos, y tuvieron en mente una consideración semejante al incluir la malvivencia en la legislación penal. También cabe la posibilidad de que palabras como mal vivir y malviviente (de las cuales derivaría malvivencia) fueran parte del habla cotidiana antes de su adopción en el discurso especializado de la criminología. Incluso, no deja de ser llamativo que la adición de la malvivencia mostrara ciertas similitudes con lo que planteaban las leyes contra los “vagos y malentretenidos” de los siglos xviii y xix, al sancionar comportamientos considerados desviantes e indeseables (Arrom, 1988, p. 73).

Respecto a la pena contemplada para el delito de vagancia y malvivencia, la relegación, Luis Garrido y José Ángel Ceniceros señalaron en un texto de 1934 que con la redacción del artículo 255 del Código tenían el deseo explícito de regularizar los mecanismos para el envío de reos a las Islas Marías. Hasta entonces, las “cuerdas” de presos se integraban según el criterio de autoridades administrativas, pero, al quedar asentado en el ordenamiento legal los casos concretos en los que se podría aplicar la pena de relegación, imponerla se volvería facultad exclusiva de los jueces. Aunque no abundaron en los motivos para mantener la pena de relegación a los vagos y malvivientes, explicaron que la relegación era idónea para los delincuentes habituales porque su “tratamiento en la prisión de las ciudades no [era] eficaz” (Ceniceros y Garrido, 1934, p. 106). En ese mismo año, 1934, la Suprema Corte de Justicia planteó que los delincuentes habituales, “los vagos y con malos antecedentes” debían sufrir dicha pena por ser un “verdadero peligro social”.16

Como documenta Diego Pulido (2017, pp. 73, 115) en su estudio sobre las Islas Marías, la relegación solía aplicarse de manera discrecional contra rateros y vagos aprehendidos en razzias policiacas. Un alto porcentaje de ellos, incluso, eran enviados al penal del Pacífico sin sentencia de por medio (Pulido, 2017, pp. 79-81). En este contexto, resultaba comprensible el deseo de los redactores del Código por resolver tal irregularidad, a todas luces extrajudicial, así como las controversias que se suscitaron alrededor de la utilidad de la pena de relegación.

VAGANCIA Y MALVIVENCIA EN LOS AÑOS TREINTA: DE LA DISCRECIONALIDAD POLICIACA A LA JUDICIALIZACIÓN

De acuerdo con los expedientes judiciales conservados en el Archivo General de la Nación, entre 1933 y 1936, fueron procesadas por el delito de vagancia y malvivencia cinco personas. Por el mismo delito, en el año de 1937, existen 757 expedientes registrados en el mismo acervo. ¿Cómo puede explicarse este abrupto incremento?

Hasta ahora no he encontrado elementos que permitan explicar por qué en los cinco años posteriores a la publicación del Código Penal de 1931 el artículo 255 tuvo tan escasa aplicación. El testimonio de Rogerio de la Selva, secretario del Departamento de Prevención Social, lo confirma, pues en 1935 expresó que “no existe a la fecha un solo caso de aplicación de dichos preceptos [artículos 255 y 256]”.17 Años atrás, en 1930, Ramón Beteta ya había apuntado algo muy semejante respecto a los artículos del Código Penal de 1929 relativos a la vagancia y la mendicidad.18 Es posible pensar que esto se debió a que numerosos mendigos y rateros, sospechosos o captados en flagrancia, fueron objeto de redadas y persecución policiaca, pero sus casos no llegaban a la esfera de lo judicial (Pulido, 2017, pp. 78-82). Al menos esa habría sido la tónica hasta 1937.

Al revisar los cinco expedientes encontrados para el lapso que va de 1931 a 1936 se observan pocos elementos en común. El primero de ellos data de mayo de 1933. El acusado, Expedito González Barba, fue denunciado por su esposa porque debido a sus hábitos etílicos, dedicaba poco tiempo al trabajo. Para apoyar su dicho, la mujer señaló que González había sido aprehendido en múltiples ocasiones por ebriedad, como podría comprobarse en los expedientes de la jefatura de policía. El propio Expedito corroboró lo anterior, añadiendo que en alguna ocasión había sido internado en el Manicomio de la Castañeda y que su familia pasaba apremios económicos “a causa de los vicios de él”.19 Si bien, posteriormente, intentó matizar tales declaraciones asegurando que era comerciante de huevos y que sostenía a su familia con las ganancias, terminó por admitir que de manera asidua bebía en exceso. Algunos testigos dieron fe de que Expedito González tenía un modo honesto de vivir, pero que con frecuencia abandonaba el trabajo para embriagarse. Fue hallado culpable del delito de vagancia y malvivencia, y se le sentenció a tres meses y quince días de relegación.

Su abogado defensor apeló, argumentando que existían circunstancias atenuantes como la confesión del inculpado, su escasa ilustración y el hecho de haberse dedicado al comercio en algunos periodos. Para aquel momento, Expedito había permanecido encarcelado tres meses y cinco días, por lo que su pena prácticamente había terminado. En la segunda instancia también se le halló culpable, sin embargo, se redujo su sentencia original, al tomarse en consideración que Expedito era “persona trabajadora pero que el vicio lo domina[ba]”.20 Este caso resulta llamativo porque es uno de los pocos casos dentro del arco temporal revisado en el que el presunto vago y malviviente fue sentenciado por ser ebrio habitual; asimismo, fue bastante peculiar la manera en que el juzgador determinó la “falta” de trabajo honesto, pues, aun cuando sus ausencias laborales eran frecuentes, había quedado plenamente comprobado que Expedito era comerciante.

Entre 1934 y 1936, se registraron cuatro procesos judiciales. Uno de 1934 comenzó cuando el presunto responsable fue detenido por la policía en el marco de una campaña contra la mendicidad. Fue remitido a las autoridades judiciales porque no había podido explicar la falta de “trabajo honesto ni la causa que justifique esa inactividad”. No obstante, el hombre de 59 años negó ser limosnero y más adelante pudo probar que trabajaba en una tepachería, por lo que fue absuelto.21 Desde principios de la década de los años treinta se emprendió una intensa actividad en la capital para aminorar el número de personas mendicantes, con lo que se pretendía ayudar a la población incapacitada para trabajar por causas ajenas a su voluntad y, como consecuencia adicional, retirar del paisaje urbano a elementos que se percibían como indeseables. Las incursiones policiacas contra los mendigos arrojaron cifras altas de detenciones y un número considerable de ellos fue remitido a instituciones gestionadas por la beneficencia pública; Ochoa (2001, p. 52) y Alanís (2014, p. 75) advierten que a partir de 1935 la campaña se enfocó, en buena medida, a la atención de la población infantil callejera.22

Otros procesos se abrieron debido a la sospecha de robos. Un sujeto acusado de sustraer trozos de carbón de una carbonería fue hallado culpable, pues a su delito se sumaban el no desempeñar un trabajo honesto, además de diversas aprehensiones en años previos por robos y tentativas de robos. De nada valió en su defensa que el monto de lo robado fuera, en palabras de su abogado, “insignificante” –los peritos consultados lo estimaron en menos de 10 centavos–, pues en el ánimo de los jueces de la quinta corte penal pesaron más su acción delictuosa y sus malos antecedentes.23

Dos presuntos responsables de vagancia y malvivencia también acusados de robo tuvieron sentencias divergentes; a uno se le consideró inocente y al otro culpable. En el primer caso, el agente del Ministerio Público apeló la sentencia; en el segundo, en 1935, la apeló el defensor, Francisco Modesto Ramírez, quien no dudó, incluso, en recordar que dada la severa crisis económica que padecían México y otros países “de más poder”, “la falta de trabajo de uno o varios individuos, no puede constituir para éstos un motivo de responsabilidad”.24 Ramírez había puesto el dedo en la llaga: los pequeños hurtos, no siempre comprobados, podían ser producto de la falta de trabajo, la cual, en muchas ocasiones, no era atribuible a la responsabilidad individual (sino a causas estructurales), de modo que si se sancionaba a los acusados, se contribuía a agravar aún más su precaria situación.

Finalmente, ambos acusados salieron libres, pues en la segunda instancia se consideró que la hoja de antecedentes policiacos probaba que los individuos habían sido aprehendidos en varias ocasiones, pero no que en verdad hubiesen cometido los delitos imputados, circunstancia que sólo habría podido valorarse en un proceso judicial y con una sentencia de culpabilidad. Este sería uno de los puntos más controvertidos respecto a la comprobación del cuerpo del delito de vagancia y malvivencia en los años por venir.

Durante los meses de abril, julio y agosto de 1936 se celebró una “Convención para la unificación de la legislación penal y la lucha contra la delincuencia”, en la que se subrayó la necesidad de llevar a cabo medidas efectivas para reducir “el problema, cada día más grave, de la delincuencia en el país”. Los participantes, entre los que destacaban representantes de las procuradurías (General de la República y estatales) y reconocidos juristas, concluyeron que era necesario atender el criterio de la peligrosidad de los acusados al momento de emitir la sentencia y, sobre todo, crear una política criminal preventiva, de modo que se lograra evitar la “incubación de los delitos”; sin embargo, no se mencionó ninguna estrategia específica para reprimir el delito de vagancia y malvivencia.

La inquietud por la criminalidad creciente llevó a que en el mes de julio de ese año se anunciara en una nota de El Nacional que en 1937 aumentaría el número de agentes del cuerpo de policía capitalino, pues el que había hasta aquel momento parecía insuficiente para atender las necesidades de seguridad del Distrito Federal, en virtud del crecimiento demográfico y espacial de la urbe. También se mencionó que el presidente Cárdenas había dispuesto otorgar una partida presupuestal mayor a la prevención de la delincuencia en la capital.25

A principios de 1937, el 10 de enero, se reportó que se estaban llevando a cabo redadas o razzias contra rateros y “maleantes”, y el 11 de febrero, el procurador de Justicia del Distrito y Territorios Federales, Raúl Castellano,26 ofreció una entrevista a El Nacional, en la que anunciaba que la campaña contra la vagancia y malvivencia tendría carácter de permanente.27 Aunque no he localizado referencia alguna que dé cuenta del inicio oficial de dicha campaña, la declaración de Castellano permite inferir que se había puesto en marcha con anterioridad, aunque, muy probablemente, poco tiempo atrás. Para entonces, las redadas ya eran un mecanismo policiaco recurrente en la capital: desde las postrimerías del porfiriato y durante el gobierno carrancista, se llevaron a cabo para “limpiar” la ciudad de rateros (Piccato, 2010, pp. 267-271; Pulido, 2017, pp. 55-82), mientras que a lo largo de la década de los treinta resultaron un recurso eficaz para aprehender mendigos sin licencia (Lorenzo, 2018; Ochoa, 2001) y menores de edad en situación de calle (Alanís, 2014).

No es posible aseverar que la redada de enero ya formara parte de una campaña, pues El Nacional reportó que las aprehensiones de ese mes se habían llevado a cabo por instrucción del jefe de la Policía del Distrito Federal, el general Vicente González, quien se había propuesto “hacer una limpia de rateros en todos los cuadros de la ciudad”, dado que las cifras de robos se habían incrementado “de manera alarmante”.28 Es posible pensar que, ante la percepción de aumento del delito, ambas autoridades, procurador y jefe policiaco, decidieran emprender una persecución sistemática y coordinada contra los “vagos y malvivientes”.

Llama la atención que, de acuerdo con lo asentado en el diario, Castellanos se refiriera al delito de vagancia y malvivencia como un “nuevo tipo de delito”, que la Procuraduría defeña comenzaba a perseguir “en forma radical y enérgica”. Apelando, sin duda, a las teorías criminológicas de la peligrosidad predelictual, expresó que los vagos y malvivientes podían no ser “precisamente delincuentes”, pero sí se encontraban al margen de la ley y eran proclives a volverse malhechores. Con agudeza (en previsión de posibles críticas), advirtió que la campaña no alcanzaría a aquellos que se encontrasen desempleados por causas ajenas a su voluntad, pues eran “víctimas de una injusticia social” y podrían demostrar, sin dificultad, que antes habían desempeñado alguna actividad productiva. A causa de la crisis económica, el problema de los “sin trabajo” –como lo señalara el defensor Modesto Ramírez en el caso de 1936– había sido recurrente durante los años treinta, por lo que era presumible que en las calles de la ciudad circulaban numerosos desocupados, potenciales sospechosos de ser vagos y malvivientes. Frente al escrutinio de los agentes del Ministerio Público, encargados de recabar los elementos que podrían confirmar o no la responsabilidad de la comisión del delito, la carga de la prueba recaería en el presunto culpable.

Castellano fue enfático al hablar de las penas previstas para los vagos y malvivientes: aquellos que merecieran penas con duración superior a los tres meses, serían remitidos a las Islas Marías, como lo establecía el Código. Tal posibilidad no dejó impávidos a los presuntos vagos y malvivientes, muchos de los cuales, desde las primeras redadas en enero de 1937, decidieron recurrir a medios legales para evadirla, por lo que empezaron a presentarse numerosas solicitudes de amparo en los dos tribunales de circuito en materia penal.29 El periódico Excélsior no dudó en afirmar que hasta entonces el recurso del amparo había servido como “escudo para gente de mal vivir” y que, gracias a él, lograban “burlarse de las autoridades y eludir la acción de la justicia”.30 Interrogados al respecto, dos jueces respondieron que se apegarían estrictamente a lo dispuesto por la ley, por lo que el amparo se concedería, sin distinción, a quien lo ameritara.31 Los números que arrojó la persecución policiaca fueron elevados desde inicios de 1937: el resultado de la redada del 10 de enero había sido, según El Nacional, de 150 personas aprehendidas. Para abril, se calculaba que en el transcurso de dos meses habían sido remitidos al Ministerio Público más de quinientos presuntos vagos malvivientes.32

Dentro del corpus de expedientes consultados para el año 1937, casos particulares fueron los de hombres que, si bien eran acusados de vagancia y malvivencia, en realidad eran objeto de persecución policiaca por sus prácticas homosexuales o “pederastas”,33 como se les llamaba en la época. En tres de los casos, los aprehendidos afirmaron que agentes policiacos los detuvieron sin justificación mientras se encontraban en la calle. Sus hojas de antecedentes mostraban una serie de arrestos previos por “pederasta”, circunstancia que los acusados aceptaron, explicando que ese “defecto” o “vicio” era imposible de quitar y que era la causa de que los agentes policiacos los identificaran y tuvieran en la mira. José Hernández se defendió diciendo que trabajaba como vendedor de cigarros, mientras que Federico Hernández tuvo que admitir que carecía de empleo “no obstante que había procurado conseguirlo”. Ambos quedaron libres por falta de méritos, pues el juez José López Portillo –quien conoció ambas causas– argumentó que no había logrado probarse que se encontraran comprendidos en alguno de los supuestos previstos en el artículo 255 y que “su hábito como pederasta pasivo, por más reprobable e inmoral que sea” no era sancionado por el Código Penal.34 Por su parte, Manuel Rodríguez pudo demostrar, gracias a unas cartas, que a pesar de no tener empleo fijo, siempre había contado con trabajos honestos. El agente del Ministerio Público pidió su libertad por falta de méritos al no encajar en modo alguno dentro de lo establecido en el artículo relativo a la vagancia y la malvivencia; el juez atendió tal solicitud.35

El caso de Ricardo Trujillo tuvo más aristas. Declaró que se desempeñaba como afanador en unas accesorias de la calle de Cuauhtemotzin, pero también que se “ocupaba” con hombres “por un peso, cincuenta centavos” en su propio domicilio.36 Los jueces de primera instancia, pertenecientes a la Primera Corte Penal, lo absolvieron, pero el agente del Ministerio Público apeló la sentencia. De acuerdo con los jueces de segunda instancia, los antecedentes de Trujillo en la Jefatura de Policía (tres detenciones por presuntos “delitos contra la propiedad”) bastaban para acreditar sus malos antecedentes y se consideró que no tenía un modo honesto de ganarse la vida –punto en el que coincidieron con los jueces de la primera instancia–.37 Tomando en cuenta “las circunstancias peculiares del procesado, su edad, educación, ilustración, costumbres y el medio en que ejerce las funciones de pederasta a que se dedica”,38 los jueces estimaron que podría cometer “nuevos delitos”, por lo que lo calificaron como “peligroso”. Al cumplirse dos elementos constituyentes del delito de vagancia y malvivencia (no ejercer un trabajo honesto y ser peligroso), se le declaró culpable y se revocó la sentencia original absolutoria, cambiándola por la de seis meses de relegación.

De acuerdo con Nathaly Rodríguez (2018, p. 128), para el año de 1937 sólo se registraron en los libros de la cárcel de la ciudad (Cárcel del Carmen) 21 detenciones de sujetos acusados de realizar algún tipo de actividad homoerótica en las calles, sin embargo, los cuatro casos aquí analizados permiten observar que los homosexuales, una vez conocidos como tales, estaban expuestos a la vigilancia policiaca y a la detención, aun sin realizar ningún acto sexual en público.

La mayoría de los procesos revisados muestran que la campaña contra la vagancia y malvivencia se dirigía sobre todo a la persecución de sujetos “peligrosos contra la propiedad”, es decir, rateros o ladrones, a quienes se aprehendía ya fuera porque habían sido capturados en flagrancia o en posesión de un objeto reportado como robado. Incluso otras actividades y comportamientos mencionados en el artículo 255 como “malos antecedentes” –ebriedad, toxicomanía, mendicidad sin licencia, explotación de prostitutas, tráfico de drogas prohibidas, tahúr– aparecen escasamente en los expedientes.

Las aprehensiones, aun cuando no se realizaran en el contexto de una razzia, solían tener un fuerte componente de discrecionalidad policiaca. Juan García Trejo y José Franco podían dar cuenta de ello. Ambos fueron detenidos, por separado y en diferentes puntos del centro de la ciudad, para “investigar” lo relativo a unos radios perdidos en la colonia Algarín. De las declaraciones de ambos se desprende que no se conocían y que ignoraban cualquier dato concerniente a los radios perdidos; de hecho, el asunto que motivó su detención pareció perder relevancia mientras que sus malos antecedentes (relacionados con robos o intentos de robo) se iban imponiendo para considerarlos vagos y malvivientes. Franco aseguró que tenía trabajo como dulcero; por su parte, García carecía de empleo, pero con justificación, ya que apenas unos días antes había vuelto a la ciudad después de una estancia en las Islas Marías. Finalmente, estos elementos, sumados a que no se logró comprobar su responsabilidad en el caso de los radios, permitieron que recuperaran su libertad.39

En otras ocasiones los acusados podían incriminarse con sus propias declaraciones. Francisco Salas aceptó que hacía dos años no se dedicaba a un trabajo honesto (aunque señaló que vendía ocasionalmente fierros viejos); también confesó que todos los días, a las 13 horas, se apersonaba en el primer cuadro de la ciudad para “sacar” plumas fuente o carteras, aunque sólo las necesarias para satisfacer sus necesidades y sin herir a sus víctimas. Estas declaraciones, junto con sus nueve aprehensiones previas, casi todas por robos, y su comprobado (y reconocido) hábito de beber fueron suficientes para que los juzgadores determinaran que la temibilidad de Salas era máxima.40

Muchas de las historias de los vagos malvivientes coinciden en ciertos puntos: un abultado historial de faltas en la hoja de antecedentes policiacos: aprehensiones por hurtos o, a veces, por la mera sospecha de robo; entradas y salidas frecuentes de la cárcel de la ciudad y el acecho constante de la policía. Algunos incluso atribuían a esta vigilancia –rayana en la persecución– sus dificultades para encontrar un empleo. Sirva de ejemplo la declaración de Maximiliano López Damián al respecto: “[que] la policía no le ha dado medios de regenerarse pues continuamente sin motivo lo ha estado molestándolo [sic] siendo consignado y castigados [sic] por hechos que no ha cometido, ni mucho menos se le han probado”.41 Así pues, la identidad impuesta de vago malviviente se volvía un estigma difícil de borrar y un lastre para reincorporarse a la sociedad.

Cabe detenerse un poco más en las hojas de identificación policiaca, pues, en muchos de los casos resultaron ser un elemento determinante para la identificación de numerosos vagos y malvivientes como “delincuente habitual o peligroso”. Por ejemplo, Francisco Villanueva Martínez tenía en su haber 35 ingresos a las oficinas de la policía por robos, de los cuales, según su dicho, algunos le habían sido falsamente imputados y otros, en efecto, los había cometido, pero sólo para poder comer, pues eran objetos de escasa valía. Los jueces tomaron en cuenta el historial como un signo de su peligrosidad y malos antecedentes, y lo condenaron a un año de relegación, sentencia que se ratificó en segunda instancia.42

La hoja de antecedentes policiacos fue objeto de controversias. Varios de los defensores (sobre todo aquellos que apelaban las sentencias condenatorias) argumentaban que el documento carecía de valor probatorio, ya que registraba aprehensiones, pero no por fuerza demostraba que el delito se hubiera cometido. La tendencia de los juzgadores en los procesos judiciales del año 1937 fue desestimar tal apreciación. Para fundamentar su dicho, recurrieron a artículos del Código de Procedimientos Penales según los cuales cualquier documento firmado por un funcionario se consideraba un instrumento público. Y, de cualquier modo, lo asentado en el artículo 255 del Código Penal dejaba poco espacio para la interpretación, pues como medios de comprobación aludía a “datos de los archivos judiciales o de las oficinas policíacas de investigación”.

La pena establecida para la vagancia y la malvivencia –relegación por un periodo que podía oscilar de tres meses a un año– parecía no rendir los frutos esperados. A pesar de los buenos propósitos que habían animado a los redactores del Código Penal para tratar de regular jurídicamente los mecanismos de formación y envío de cuerdas a las Islas Marías, Ceniceros y Garrido advirtieron en 1934 que los traslados extrajudiciales no habían variado, pues continuaba privilegiándose un criterio administrativo, lo cual atribuyeron, por un lado, a la falta de recursos materiales suficientes y, por otro, a la “inercia de muchos años” (Ceniceros y Garrido, 1934, p. 107). Hacia 1937, la situación no parecía haber variado considerablemente. Volver efectivas las penas de relegación resultaba complicado, sobre todo por el hecho de que los abogados defensores solían acudir a una segunda instancia, prolongando la duración del proceso judicial. De tal modo, cuando el Tribunal Superior de Justicia emitía sentencia, fuera confirmando la original o revocándola, el reo ya había compurgado la mayor parte de la pena en la Penitenciaría.

De acuerdo con la muestra revisada para 1937, 20 de los acusados salieron libres por falta de méritos y cuatro fueron declarados inocentes (dos de ellos, en segunda instancia). En la mayoría de estos casos, no fue posible comprobar que los sujetos aprehendidos se encontraran dentro de los supuestos contemplados en el artículo 255. Incluso aunque se hallaran en una de las situaciones descritas en sus dos fracciones, al no concurrir ambas de manera simultánea, no había manera de acreditar la responsabilidad penal.43

De los que fueron hallados culpables, siete fueron condenados a purgar penas menores a un año44 y catorce debieron cumplir un año de relegación, es decir, la pena máxima para el delito de vagancia y malvivencia. Esta situación parece sugerir un mayor rigor punitivo, pues en los años previos los escasos procesos judiciales que se llevaron a cabo por el mismo delito arrojaron sentencias más reducidas: de los cinco, dos quedaron libres por falta de méritos; dos fueron declarados inocentes (uno en primera instancia, y otro, al apelar; el reo había sido sentenciado originalmente a ocho meses en la primera instancia). El único que purgó sentencia lo hizo por tres meses y cinco días, pues en la segunda instancia, aunque los jueces ratificaron su culpabilidad, lo absolvieron de cumplir los diez días restantes de la sentencia inicial (tres meses y quince días).

CONSIDERACIONES FINALES

En este acercamiento al tema de estudio fue posible rastrear los orígenes de la sanción a la vagancia, así como la construcción teórica y jurídica que se hizo del vago como sujeto peligroso, a partir de los postulados de la escuela criminológica positiva. La legislación penal mexicana de principios del siglo xx hizo eco de tales ideas e impuso la relegación como pena para el delito de vagancia. A pesar de que el Código Penal de 1931 eliminó las sanciones contra ebrios consuetudinarios y toxicómanos que había establecido el código antecesor (y que habían generado cierta controversia en el ámbito judicial), preservó el criterio de la peligrosidad; además, al hablar de “malvivencia” colocó bajo la esfera de lo criminal a los desocupados que incidían en esos perfiles y otros como proxenetas y tahúres.

El ideario de profilaxis social del gobierno cardenista –que pretendía combatir el alcoholismo, las toxicomanías, el juego, la mendicidad– junto con la inquietud por la “criminalidad creciente”, sobre todo en la capital del país, trajeron consigo la puesta en marcha de una campaña contra la vagancia y malvivencia, lo cual conllevó la aplicación de un artículo del Código Penal, el 255, que hasta entonces se encontraba prácticamente en desuso (al punto de que el procurador lo llamara un “nuevo tipo de delito”). Desde los primeros días de 1937 las aprehensiones se multiplicaron y la vigilancia policiaca sobre los sospechosos se agudizó. La mayoría de quienes llegaron a las oficinas judiciales lo hicieron bajo la acusación de haber sido sorprendidos mientras intentaban robar. No pocos tenían en su haber un historial de arrestos por la misma causa o, incluso, por el mero hecho de ser sospechosos. Esta situación pesó en su contra y resultó decisiva para que los jueces se decantaran por una sentencia de culpabilidad.

En el caso de los homosexuales aprehendidos por presuntos vagos-malvivientes, las autoridades judiciales no encontraron elementos para considerarlos responsables de dicho delito, dejando claro que, a pesar de las diversas interpretaciones que podían llegar a hacerse del artículo 255, su “hábito” no constituía en sí mismo ninguna actividad transgresora de la ley. De tal modo, sólo obtuvo sentencia condenatoria aquel que por ejercer la prostitución (lo cual no podía ser considerado un “modo honesto de vivir”) y contar con malos antecedentes, sí se encuadraba en el tipo penal descrito en el Código de 1931.

En contraste con las campañas contra rateros de años anteriores, que se manejaron como asuntos propios de la esfera policiaca-administrativa y sin intervención judicial, la campaña de 1937 se caracterizó por seguir el cauce jurídico-legal y someter a un proceso formal a los presuntos responsables del delito, de modo que la sanción fuera determinada por una corte penal y no por autoridades administrativas. Asimismo, a diferencia de las campañas contra la mendicidad de principios de la década de 1930, cuyo cariz fue eminentemente asistencial, la campaña que se emprendió contra la vagancia y la malvivencia fue parte de una política criminal y tuvo un fin sobre todo represivo, aunque, en ambos casos se trató de medidas de control social que permitían “librar” a las calles citadinas de elementos no deseados. La persecución a los vagos y malvivientes fue también una muestra de las inquietudes que generaban en las autoridades capitalinas aquellos elementos desviantes que eran considerados una “lacra” y un “peligro” para la sociedad.

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OTRAS FUENTES

Archivos

agn               Archivo General de la Nación, México.

Hemerografía

El Nacional, 1931-1937, ciudad de México, México.

Excélsior, 1931-1937, ciudad de México, México.

1                             “La campaña en contra de los vagos y malvivientes tendrá características permanentes”, El Nacional, 11 de febrero, 1937, 1ª sección, p. 1.

2                             El trabajo de Arrom examina la legislación emitida para sancionar la vagancia a lo largo de un siglo (1745-1845); los de Pérez Toledo, Araya y Teitelbaum se interesan por el perfil social de los acusados de vagancia, en particular, los artesanos. Warren aborda el uso político del término vagancia y de los sectores populares capitalinos en las primeras décadas del México independiente, mientras que Serrano estudia cómo se intersectó el mecanismo de las levas con la creación e inicios del Tribunal de Vagos. Por su parte, Maldonado realiza un amplio análisis del funcionamiento de dicho Tribunal a lo largo de su existencia.

3                             El tema de las campañas contra la mendicidad, que suele ser lindero al de la persecución de la vagancia, ha merecido mayor atención (Alanís, 2014; Lorenzo, 2018; Ochoa, 2001). Meneses (2011) también lo aborda y toca brevemente la cuestión de la vagancia.

4                             En este caso, la identidad operaría como un modo de exclusión tajante, de acuerdo con lo que expresa Hall (1996, pp. 18-19).

5                             Se tomó este criterio por considerar que una mayor extensión permitiría encontrar más densidad en las declaraciones de los acusados, en los argumentos de agentes del Ministerio Público y de los defensores, así como en las sentencias. Esto, además, posibilitó examinar algunos expedientes de procesos judiciales que se trasladaron a segunda instancia (apelaciones). Revisar la totalidad de los expedientes no era posible debido a las limitaciones de tiempo y a las condiciones restringidas de consulta en el Archivo General de la Nación durante el periodo de contingencia sanitaria.

6                             Se han escrito diversos trabajos sobre el funcionamiento de este Tribunal en diferentes momentos del siglo xix; el más completo de ellos es el libro de Maldonado (2018), pues da cuenta de su actividad a lo largo de todos los años que existió.

7                             Flores (2019, pp. 258-259) considera a esta ley un precedente importante para el Código Penal de 1871, pues en ella se contemplaban atenuantes y agravantes, así como máximos y mínimos de penas, a semejanza del modelo de los cuerpos legales codificados.

8                             Ley General para juzgar a los ladrones, homicidas, heridores y vagos. Capítulo vii. De los vagos. Art. 91, p. 182. https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/6/2771/17.pdf

9                             No obstante, como señala Teitelbaum (2008, p. 91), el Código Penal de 1871 incluyó artículos que sancionaban la mendicidad sin licencia, la embriaguez habitual y escandalosa, así como a jugadores y espectadores de juegos de azar, aunque únicamente cuando eran sorprendidos dentro de la casa de juego. El Reglamento de Policía de la Ciudad de México de 1872 señalaba que era obligación de la policía vigilar a los tahúres.

10                           De acuerdo con Lombroso (1902), entre algunos de los rasgos que podían denotar una tendencia criminal se encontraban: “enorme desarrollo de mandíbulas y cigomas, prognatismo, piel abundante en pigmentación, cabellera rizada y espesa […] la precocidad en los placeres sensuales, el exceso de vanidad, la pasión por el juego y las bebidas alcohólicas, la pereza, la violencia y fugacidad de las pasiones” (p. 498).

11                           En las primeras décadas del siglo xx, el desarrollo de la criminología y del derecho penal se vio estimulado por la celebración de congresos y eventos académicos en los que se debatieron las temáticas más importantes de dichos saberes. Para el caso de México, resulta pertinente señalar el influjo de penalistas españoles, como Quintiliano Saldaña, Pedro Dorado y, más adelante, Eugenio Cuello Calón, Constancio Bernaldo de Quirós, Mariano Ruiz Funes y Luis Jiménez de Asúa.

12                           Véase, Trabajos de revisión del Código Penal (1913, t. 3, pp. 5-7, 10-12).

13                           Esta redacción permanecería inalterada hasta 1938, cuando se modificó por primera vez. Las cursivas son mías.

14                           La exposición de motivos es un texto en el que los redactores del Código manifiestan cuál es la orientación doctrinal del cuerpo normativo, sus influencias (códigos de otros países, autores, obras), así como los parámetros para tipificar ciertos delitos e imponer determinadas sanciones. El Código Penal de 1931 carece de una exposición de motivos formal, aunque en un evento jurídico celebrado en 1931, uno de los miembros de la comisión redactora, Alfonso Teja Zabre, presentó un texto que tenía tal pretensión.

15                           Cabe señalar, además, que el Diccionario de la Lengua Española no registra la palabra “malvivencia”.

16                           Semanario Judicial de la Federación, t. xliii, materia(s): Penal, Tesis Aislada (Penal), p. 654. Amparo penal en revisión 6141/34. Becerril Resillas Carlos. 6 de febrero de 1935. Unanimidad de cuatro votos. Excusa: José María Ortiz Tirado. La publicación no menciona el nombre del ponente.

17                           “El caso de las Islas Marías”, El Universal, 10 de marzo, 1935.

18                           “Es significativo el hecho de que a pesar de que el Código fue declarado en vigor desde diciembre de 1929, hasta hoy junio de 1930 no se ha condenado a nadie por vagancia ni por mendicidad, a lo menos que nosotros sepamos” (Beteta, 1930, p. 77).

19                           Expedito González. Vagancia y malvivencia (apelación contra sentencia condenatoria). 6 de septiembre de 1933. Fondo Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Caja 2660, exp. 542559, f. 9v. Archivo General de la Nación (en adelante agn), México.

20                           Expedito González. Vagancia y malvivencia (apelación contra sentencia condenatoria). 6 de septiembre de 1933. Fondo Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Caja 2660, exp. 542559, f. 11v. agn, México.

21                           Serafín Fuentes Segura. Vagancia y malvivencia. 3 de noviembre de 1934. Fondo Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Caja 2748, exp. 580748, f. 12f. agn, México.

22                           En su estudio sobre el Tribunal de Menores Infractores, Zoila Santiago (2014, p. 202) hace notar que en el año de 1936 el uso de los términos “malvivencia o vago” fueron “más recurrentes” que en los años previos. La vagancia infantil constituye un tema que amerita, por sí mismo, un análisis detallado, además de que sus causas judiciales se encuentran en un fondo documental (Fondo Tribunal de Menores Infractores) distinto al de los vagos y malvivientes adultos, por lo cual no la abordo en este trabajo.

23                           Quintín Ramírez Arteaga. Vagancia y malvivencia. 9 de marzo de 1936. Fondo Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Caja 2792, exp. 438941, fs. 24f. y 35v. agn, México.

24                           Porfirio Maldonado González. Vagancia y malvivencia (apelación contra sentencia condenatoria). 13 de diciembre de 1935. Fondo Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Caja 2843, exp. 463107, f. 3v. agn, México.

25                           “Se aumentará la policía. Mayor número habrá en 1937”, El Nacional, 10 de julio de 1936, 1ª sección, p. 1.

26                           Raúl Castellano había sido nombrado titular de la Procuraduría General de Justicia del Distrito y Territorios Federales desde los inicios del gobierno cardenista, en diciembre de 1934. Era un hombre cercano al presidente Cárdenas, quien lo eligió para el puesto de entre “más de cien nombres de abogados”, a pesar de su juventud y escasa experiencia, por su reconocida honradez e integridad (Oikión, 2012, p. 20).

27                           “La campaña en contra de los vagos y malvivientes tendrá características permanentes”, El Nacional, 11 de febrero, 1937, 1ª sección, p. 1.

28                           “500 malvivientes consignados”, El Nacional, 13 de enero de 1937, 1ª sección, p. 6.

29                           “Piden amparo los aprehendidos por vagos y ociosos”, El Nacional, 10 de enero, 1937, 1ª sección, p. 6.

30                           “El amparo ya no será escudo para gente de mal vivir”, Excélsior, 17 de febrero, 1937, 2ª sección, p. 1. La editorial del diario sugería que los jueces, en aras de apoyar a la campaña contra la vagancia y la malvivencia, serían poco flexibles ante las solicitudes de amparo interpuestas por acusados de dicho delito.

31                           “Los jueces de distrito y el amparo en favor de los vagos”, El Nacional, 19 de febrero, 1937, 1ª sección, p. 3.

32                           Disminución de malvivientes y vagos de oficio. El Nacional, 7 de abril, 1937, 1ª sección, p. 1.

33                            En estos casos la denominación “pederasta” tenía un sentido distinto al actual y hacía referencia a prácticas homosexuales.

34                           José Hernández. Vagancia y malvivencia. 2 de febrero de 1937. Fondo Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Caja 2981, exp. 520865, f. 9f. agn, México; Federico Hernández Sosa. Vagancia y malvivencia. 2 de febrero de 1937. Fondo Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Caja 2981, exp. 520866, f. 9f. agn, México. Las cursivas son mías.

35                           Manuel Rodríguez Taboada. Vagancia y malvivencia. 8 de abril de 1937. Fondo Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Caja 2953, exp. 503142, f. 11f. agn, México.

36                           Ricardo Trujillo Fabián. Vagancia y malvivencia (apelación contra sentencia absolutoria). Septiembre-octubre, 1937. Fondo Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Caja 2968, exp. 499219, f. 6f. agn, México.

37                           De lo expuesto por los jueces del tsjdf se desprende que en la sentencia original, los jueces en efecto consideraron que Trujillo no tenía un modo honesto de ganarse la vida (con lo que se cumplía la primera condición para ser considerado vago-malviviente), pero no encontraron que concurriera alguna de las condiciones señaladas en la segunda fracción del artículo 255 del Código Penal.

38                           Ricardo Trujillo Fabián. Vagancia y malvivencia (apelación contra sentencia absolutoria). Septiembre-octubre, 1937. Fondo Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Caja 2968, exp. 499219, fs. 7v-8f. agn, México. Las cursivas son mías.

39                           Juan García Trejo y José Franco Escamilla. Vagancia y malvivencia 16-20 diciembre, 1937. Fondo Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Caja 2968, exp. 499239, fs. 6f-v y 8f. agn, México.

40                           El caso inició en marzo de 1937, pero se resolvió de manera definitiva en apelación casi un año después. Francisco Salas Cruz. Vagancia y malvivencia (apelación contra sentencia condenatoria). 16 de febrero, 1938. Fondo Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Caja 2953, exp. 503086, f. 8f. agn, México.

41                           Maximiliano López Damián. Vagancia y malvivencia. Enero de 1937. Fondo Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Caja 2968, exp. 499268, f. 11f. agn, México.

42                           Francisco Villanueva Martínez. Vagancia y malvivencia (apelación contra sentencia condenatoria). 23 de noviembre de 1937. Fondo Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Caja 2953, exp. 503045, f. 8f. agn, México.

43                           Por ejemplo, un sujeto aprehendido podía, efectivamente, carecer de empleo, pero si no tenía malos antecedentes ni era toxicómano, ebrio consuetudinario, proxeneta o tahúr no era considerado malviviente.

44                           Las penas fueron de seis meses (tres casos), ocho meses (un caso), nueve meses (un caso) y diez meses (dos casos).

*                             Esta investigación es resultado de los intereses investigativos de la autora y no contó con financiación.

**                          Doctora en Historia. Líneas de investigación: vagancia y malvivencia en la ciudad de México, décadas de 1930-1940; criminalidad en la ciudad de México, 1920-1950.