Artículos
El trabajo infantil en las haciendas del Estado de México: una causa del
ausentismo escolar en el porfiriato*
Child labor in the Haciendas in the Estado de Mexico: A Cause of School
Absenteeism during the Porfiriato
María Elena Cruz Baena1** https://orcid.org/0000-0002-7057-2800
1El Colegio Mexiquense, A. C.,
México elenahistoria21@hotmail.com
Resumen:
Este artículo busca identificar las condiciones sociales
de los niños trabajadores como peones dentro de las haciendas del Estado de
México, durante el periodo en que el discurso porfiriano buscó hacer de la
escuela el espacio idóneo para la infancia. El análisis del trabajo infantil a
partir de variables como los jornales, las actividades laborales, el sexo, la
etnia, las relaciones familiares, la vagancia y el ausentismo escolar,
reflexiona en torno a posturas legislativas, contextos familiares y
dificultades escolares. El texto explora las causas y las consecuencias del
trabajo infantil en las haciendas para comprender su impacto frente al proyecto
de escolarización rural, que formaba parte de las políticas liberales en busca
de la homogeneidad social; lo que también representó una paradoja respecto al
desarrollo de la noción moderna de infancia.
Palabras clave: trabajo; infancia; haciendas; educación; porfiriato.
Abstract:
The purpose of this article is
identify social conditions of child labor as workers in the haciendas of the Estado de México, during the Porfirian
period, when the discourse intended to make the school the ideal space for
childhood. The analysis of child labor based on variables such as wages, work
activities, sex, ethnicity, family relationships, vagrancy and school
absenteeism; makes a reflection on legislative positions, family context and
school difficulties. The investigation explores the causes and the consequences
of child labor on the haciendas, with the objective
to understand its impact on the rural schooling project, which was part of the
liberal policies in search of social homogeneity. Also, this situation
represented a paradox due to the modern notion of childhood.
Keywords: work; childhood; farms; education; porfiriato.
Recibido: 26 de noviembre de 2021 Aceptado: 23 de marzo
de 2023
Publicado: 13 de diciembre de 2023
Introducción
Resulta relevante estudiar a la infancia trabajadora en
México durante un periodo de desarrollo industrial como el porfiriato, porque
además de ocurrir un cambio en la estructura y en las actividades laborales,
comenzó la consolidación del concepto moderno de infancia; que desde finales
del siglo xix tuvo que ver con el reconocimiento
por parte del Estado de sus necesidades y espacios propios, a través de los
discursos en torno a la pediatría, la pedagogía, la prensa, la literatura,
entre otros.1 De esta forma, existió una
preocupación por el “sano desarrollo” de los niños, al mismo tiempo que la
infancia vulnerable estuvo prácticamente destinada al trabajo, lo que
restringió su educación e hizo de las políticas porfiristas un discurso poco
práctico.
Debido a que el Estado de México2
se encontró apegado a los modelos porfiristas de tipo social, artístico,
educativo, político y económico, el estudio de la historia del trabajo infantil
en la entidad resulta una referencia para comprender los problemas en torno a
la industrialización, la pobreza, la marginación, la educación, el trabajo,
entre otros. Este tipo de investigaciones enfocadas en los niños como sujetos
históricos, permiten reflexionar sobre los espacios, las condiciones, las
relaciones y las dinámicas de la infancia porfiriana.
Con la inserción de México en una economía
industrializada a finales del siglo xix,
uno de los principales objetivos fue la renovación de centros productivos y la
apertura de fábricas, minas y haciendas que favorecieran el sistema industrial.
Como consecuencia del interés de una productividad acelerada, ocurrió la
explotación laboral de hombres, mujeres, niños y niñas de los sectores
populares, quienes recibieron bajos salarios y trabajaron por largas jornadas.3 Por lo tanto, el estudio
del trabajo infantil se vuelve fundamental para profundizar en los efectos
sociales que la industrialización porfiriana tuvo en el Estado de México.
Este artículo busca analizar el trabajo de los niños y
las niñas en las haciendas, como consecuencia de la precariedad económica que
experimentaron en el entorno rural, que tuvo efectos directos en el ausentismo
escolar. De acuerdo con el discurso de la época, la educación se percibía como
un agente cooperador en la consolidación del proyecto de desarrollo social, por
lo que el trabajo infantil significó uno de sus mayores obstáculos.
Como parte de la metodología para esta investigación, ha
sido necesario partir de la identificación de los sujetos nombrados como niños
dentro de las fuentes; pues ello permite comprender la configuración que se
estableció en torno a la noción de infancia de acuerdo con el reconocimiento de
sus espacios y de sus edades. Por lo tanto, se busca historiar a la infancia
durante el porfiriato, a partir del pensamiento moderno y de la política
liberal que la definieron y que, como veremos más adelante, tuvo efectos en la
creación de proyectos para su formación.
Asimismo, para construir este análisis, ha sido
importante considerar los datos del trabajo infantil asalariado debido a que la
remuneración económica se vuelve una evidencia de su reconocimiento como parte
de la estructura laboral de las haciendas. Sin embargo, el propósito de
examinar los jornales de la infancia no suprime la idea de que también es
considerado como trabajo infantil aquel que no tuvo la percepción de un
salario. Los datos citados en este texto no buscan concentrar cifras precisas
sobre totalidades, fluctuaciones o medidas acerca de los jornales y de la
cantidad de niños en las haciendas, sino que pretenden tomarse como indicios
que conducen a reflexionar sobre sus condiciones sociales. En este caso, las
fuentes para el estudio del trabajo infantil y de la postura política sobre la
situación escolar rural pertenecen a publicaciones expedidas por el gobierno
del Estado de México durante el porfiriato.
Estudiar este tipo de fuentes permite vislumbrar la
postura del gobierno estatal frente al reconocimiento de problemas como la
pobreza, la explotación laboral y el ausentismo escolar; documentos que también
reflejan la poca eficacia para su resolución. Investigaciones con otros
enfoques y nuevos objetivos, en el futuro pueden ser enriquecidos con
información de archivos privados de haciendas, así como de reportes y listas
escolares que permitan profundizar en casos particulares.
Mientras tanto, reflexionar en torno a las actividades de
los niños trabajadores de las haciendas, demuestra la existencia de diferentes
infancias, pese a la política liberal de homogeneizar a la población en
aspectos culturales y educativos, que buscaba construir un modelo de niñez
específico. Por ello, es necesario estudiar a la infancia no únicamente urbana,
sino también a la del medio rural, que tuvo condiciones económicas, étnicas y
culturales particulares, que hasta ahora son escasas en la historiografía.4 Este artículo pretende
esbozar un panorama general sobre los problemas que la infancia rural atravesó
durante el porfiriato, en donde el trabajo como peón en las haciendas resultó
prácticamente la única opción para su subsistencia y en la que la escuela se
convirtió en un instrumento discursivo más que en un espacio formativo para los
niños del campo.
Una vida en la hacienda: los niños peones
A finales del siglo xix y principios del xx,
el Estado de México buscó la transformación social sostenida en la idea
porfirista del orden y el progreso; por ello, fueron establecidas y renovadas
las industrias, se fomentó la educación, se buscó la creación de espacios
públicos, existieron proyectos de urbanización y fueron creados programas de
salud, por mencionar algunas gestiones. No obstante, el contraste entre las
clases sociales fue diametral, a pesar de los esfuerzos del Estado liberal por
homogeneizar a la sociedad en busca de la modernidad.5
Aunque las ideas de modernizar la infraestructura
productiva del campo fueron proyectos prioritarios, no existieron oportunidades
para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores rurales; incluso, los
cambios en torno a la propiedad de la tierra durante el siglo xix modificaron las actividades cotidianas de los
campesinos, así como la estructura y la organización laboral de manera
significativa.6 La posesión y el trabajo
de la tierra en el Estado de México se trasformaron a partir del deslinde de
terrenos entre 1881 y 1906 (Tortolero, 2011, p. 191), lo que provocó que los
campesinos, en lugar de labrar sus tierras comunales, comenzaran a trabajar
para los propietarios de grandes latifundios; como consecuencia, los
trabajadores de las haciendas dependieron de la paga y de la remuneración en
especie que la hacienda efectuara.
Debido a los proyectos para la aceleración de la
producción en las haciendas durante el porfiriato, la principal actividad
económica en el Estado de México fue la agropecuaria; de hecho, se calcula que
80% de la población de la entidad era rural y que más de la mitad de los
habitantes eran peones (Tortolero, 2011, pp. 209 y 212).7 De esta forma, para
finales del siglo xix, la cifra de trabajadores
reclutados tendió a aumentar al igual que el número de las haciendas
establecidas.8
Dawn Keremitsis (1973, p. 209) apunta que, a finales del
siglo xix en México, el número de niños
trabajadores incrementó, pese a los altos índices de mortandad infantil, como
consecuencia de las condiciones adversas de la mayoría de la población.9 El trabajo infantil fue el
resultado del alza demográfica, de la expansión de las industrias, de la
elevada captación de mano de obra para la producción y de los nuevos modelos
laborales tanto del campo como de las ciudades.
Un ejemplo del aumento demográfico es el caso del
distrito de Toluca, comprendido por las municipalidades de Almoloya de Juárez,
Metepec, Temoaya, Toluca, Villa Victoria y Zinacantepec, ya que, para 1895,
registró 114 070 habitantes, entre ellos 34 536 niños, y para 1900, 127 805
habitantes, de los que sumaron 44 513 niños (Pedrero, 1998, p. 35). En este
caso, la población infantil en el distrito de Toluca tendió a aumentar y
representó 33% del total de la población. Específicamente, en 1870, en la
municipalidad de Toluca
–que era donde se localizaba la capital del Estado de México– existían 39 380
habitantes, de los cuales 13 789 eran niños, y para 1881 había 44 717 pobladores,
de los cuales 15 651 eran niños (Ramírez, 2011, p. 99). Lo que quiere decir que
la municipalidad compuesta por espacios urbanos y rurales experimentó el
crecimiento de su población infantil, que llegó a representar 35% de los
habitantes.
A pesar de que la tasa de nacimientos tendió a crecer,
eso no representó la sobrevivencia de los niños hasta la infancia tardía o
hasta la adultez; por ello, existen datos de que la mortandad infantil, en
algunas zonas del país, aumentó 5.73% entre 1895 y 1900, así como 3.42% entre
1900 y 1905 (Soler, 2008, p. 120).10
La explicación radica en que durante el porfiriato, la pobreza, la marginación,
las enfermedades y la explotación fueron algunas de las causantes de la muerte
infantil.
John Tutino (1998, pp. 247-250) opina que una de las
consecuencias sociales del desarrollo liberal en el medio agrario fue la
violencia, que junto con el sistema patriarcal propiciaron los infanticidios en
el Estado de México. Existen datos de los distritos de Chalco y Tenango del
Valle sobre entierros clandestinos de niñas ocurridos antes de ser registradas,
como un intento por disminuir los problemas económicos de las familias, al
tratar de restringir la manutención de los miembros; ya que, por el contrario,
los niños varones podían emplearse en actividades mayormente redituadas.11
Entonces, es fundamental comprender que el proceso de
industrialización provocó cambios sociales y laborales que impactaron en
diversos aspectos de la sociedad. Por su parte, los adultos trabajadores
tuvieron que adaptarse a los nuevos sistemas de producción, mientras que los
niños, desde que nacían, comenzaban a aprender las técnicas y los mecanismos de
trabajo, al mismo tiempo que identificaban su posición, su papel y las
dinámicas que se establecían dentro de las haciendas.
A finales del siglo xix,
existían diferentes tipos de jornaleros definidos por la actividad y por la
clase de contrato que los sujetaba a la hacienda. En general, estaban los
peones o gañanes, que eran el grupo más común, vivían junto con sus familias de
forma permanente en las haciendas y consumían productos de la tienda de raya.
Por otro lado, se hallaban los eventuales, quienes habitaban fuera de la
hacienda y laboraban allí únicamente en periodos de siembra y cosecha (Katz,
2010, pp. 15-16). También estaban los jornaleros arrendatarios, quienes
rentaban ciertas extensiones de tierra del hacendado para trabajarlas en
beneficio propio, a la vez que podían contratar a otros para que las labraran.
Asimismo estaban los trabajadores medieros o aparceros, quienes vivían en la
hacienda o en las aldeas cercanas y tenían convenios a corto plazo, lo que
permitía que el hacendado prescindiera rápidamente de sus servicios (pp.
16-17).
Normalmente, la hacienda sostenía su producción con las
labores de los peones, por lo que los hijos de estos trabajadores nacían y
crecían en ella; de esta forma desarrollaban de manera cotidiana los
aprendizajes del trabajo junto con las actividades domésticas. Por lo tanto,
las labores de los niños en las haciendas tuvieron una estrecha relación con la
participación familiar y el hogar, a diferencia de las actividades
desarrolladas por los niños en las ciudades, como las de obreros, comerciantes
y trabajadores domésticos.12
Gran parte de los niños peones no recibían un salario por
su trabajo dentro de las haciendas, debido a que fungían como acompañantes y
ayudantes de los padres, o bien, porque obtenían una remuneración en especie.
Por ejemplo, en Toluca, los peones recibían casas, leña, lama seca o boñiga
para encender el fuego, un pedazo de tierra para sembrar maíz, bueyes e
instrumentos de labranza, además de su jornal, que generalmente era menor al
del resto de los jornaleros (Katz, 2010, p. 106).13
Aunque la mayoría de los niños percibían sus pagos en
especie o a través de las ganancias de los padres, es posible rastrear
información sobre aquellos que sí tuvieron una percepción económica. La
importancia de localizar este tipo de datos, radica en que el registro de niños
con jornal permite comprobar que estos eran considerados trabajadores como tal
y que eran tomados en cuenta de forma independiente respecto a la situación
laboral de los padres, lo que evidencia que el trabajo infantil era admitido por
los dueños de las haciendas, las familias y el gobierno.
Según algunos de los registros analizados para este
artículo, los trabajadores mayores de quince años solían recibir una paga más
alta que el resto, lo que podría indicar la diferenciación entre un peón adulto
y un peón niño; incluso, algunas fuentes especifican que los jóvenes eran
considerados aquellos que iban de los doce a los catorce años, mientras que los
trabajadores de siete a doce años eran contados como niños (Memoria de la Administración, 1894, p. 351).
La identificación etaria de acuerdo con el jornal de los
peones no se especifica en todas las fuentes, en ocasiones se mencionan las
diferencias salariales sin detalles del motivo, lo que permite pensar que pudo
corresponder a los distintos rangos de edad. En pocos documentos se hace
referencia a la noción de joven, mientras que, en la mayoría de los datos, sí
existe información sobre niños y adultos trabajadores de las haciendas.
Debido a esto y a que la juventud pudo hallarse extendida
hasta los 21 años, que era cuando se alcanzaba la mayoría de edad, y con ello
las responsabilidades legales de un adulto, resulta ambiguo pensar en la edad
determinada en la que concluía la niñez (Colección de
decretos, 1885, t. viii, p. 73). Por este motivo, sin el
propósito de establecer de forma definitiva las edades que comprendían a la
infancia, los menores de quince años serán considerados niños para esta
investigación, con el objetivo de señalar un rango de estudio.
Los niños podían ser contratados aproximadamente desde
los siete años como peones en las haciendas, tenían una jornada laboral de
hasta doce horas, que generalmente iba desde las seis de la mañana hasta las
seis de la tarde, con la interrupción de tiempo para comer y almorzar (Memoria de la Administración, 1894, p. 351). Incluso,
desde antes de comenzar a percibir un jornal, participaban en el cuidado de la
siembra de trigo, maíz y frijol, en el cuidado de los rebaños, el acarreo de
leña y agua, así como en la entrega del almuerzo a los padres.14
En el distrito de Tenango había un total de 13 908 peones
que trabajaban en diferentes haciendas, de los cuales los adultos recibían 25
centavos, los jóvenes 18 y los niños doce centavos; mientras que en las
haciendas del distrito de Valle de Bravo trabajaba un total de 12 000 peones;
los adultos llegaban a ganar 37 centavos y los niños podían percibir 18.15 A pesar de tratarse de
distritos geográficamente cercanos, los salarios y las jornadas de los niños
podían variar debido a la estructura administrativa y a las condiciones
económicas de cada una de las haciendas.
Existen registros de que las haciendas de San Juan de la
Cruz y La Magdalena, ambas ubicadas en el distrito de Toluca y que
pertenecieron al mismo dueño, tuvieron, cada una, 90 trabajadores, de los
cuales 50 eran adultos que ganaban 19 centavos, 20 eran jóvenes con un salario
de doce centavos y 20 eran niños que recibían seis centavos (Memoria de la Administración, 1894, p. 602). Es decir,
entre las dos haciendas sumaban 180 trabajadores, de los cuales 40 eran niños
remunerados con el salario más bajo de todos los trabajadores.
Los niños peones de la hacienda de San Juan de la Cruz
trabajaban en arados que eran tirados por yuntas para la siembra, con el fin de
cosechar cargas de maíz, trigo y cebada; mientras que los niños que trabajaban
en la hacienda de La Magdalena se dedicaban a la siembra y recolección de
manzanas, peras y membrillo (Memoria de la Administración,
1894, p. 602). En ambos casos, los niños solían cuidar del ganado vacuno, de
caballo, de cerdo y de oveja; este último era trasquilado para beneficio de la
hacienda y, en ocasiones, para el aprovechamiento familiar (p. 602).
En otra hacienda, también localizada en el distrito de
Toluca, llamada San Pedro Tejalpa, en un mes llegaban a contratar
aproximadamente 49 peones, 24 eran adultos que recibían 25 centavos, diez eran
jóvenes a los que les pagaban 25 centavos y nueve eran niños que podían
percibir entre seis y quince centavos. Los niños que trabajaban en esta
propiedad realizaban actividades de barbecho, araban la tierra, desyerbaban,
sembraban, cortaban y hacían el traspaleo de trigo (Ordaz, 2009, p. 125).
Es importante señalar que el número de trabajadores
oscilaba conforme a las necesidades productivas de la hacienda, según la
temporada del año; así, las cifras sobre el número de peones no eran estáticas
y, por ello, tampoco buscan ser datos precisos para esta investigación. Además,
aunque los niños peones solían vivir en las haciendas, existieron casos de
niños contratados de manera externa a bajo costo, ya que “duraban bastante y en
algunas labores […] eran más activos y, por lo tanto, más útiles”, según
referencias de la época (Turner, 2010, p. 71).
Respecto a los distritos que colindaban con la ciudad de
México, el de Texcoco contaba con 14 000 jornaleros, de los cuales los adultos
ganaban 37 centavos y los niños quince (Memoria de la
Administración, 1894, p. 333); mientras que en el de Tlalnepantla se
empleaban 13 000 peones, en donde los adultos ganaban 37 centavos y 18 los
jóvenes y niños (p. 364). Estos datos, pese a no señalar el número de
trabajadores por edad, brindan una noción sobre los salarios, lo que permite
analizar el valor económico que el trabajo de los niños tuvo para las
haciendas.
La variación de las cifras salariales de los niños
dependió del número de contrataciones, del tipo de trabajo que realizaban y de
las necesidades de producción que existían en las haciendas, de acuerdo con
cada temporada del año. Entre mayor era el número de trabajadores, más altos
eran los índices de producción y de ganancias, y mayores llegaban a ser los
pagos, tanto para los adultos como para los niños.
El ingreso de los niños al mundo laborar asalariado no
estuvo determinado por alguna edad en particular; más bien, sus actividades con
remuneración económica comenzaban a ocurrir de forma paulatina a través de los
años (Mertens, 1989, p. 163).16
Por ello, el trabajo infantil y las actividades cotidianas de las familias se
encontraron íntimamente relacionadas sin que hubiera una clara separación entre
el espacio del hogar y el del trabajo. Una práctica común fue que los miembros
de una familia trabajaran juntos; por ejemplo, la esposa y los hijos del
trabajador solían caminar a lado de la carreta para recoger las mazorcas que
cayeran al suelo, y generalmente los niños cuidaban animales y milpas,
espantaban pájaros para evitar que se comieran la cosecha, hacían mandados y
arreaban cochinos y borregos (Katz, 2010, pp. 35 y 61). Actividades que también
los niños solían realizar cuando recibían un jornal.
Ambas formas de trabajo infantil –asalariado y no
asalariado– fueron sustanciales para el sostenimiento económico de las
familias. Es difícil considerar que los bajos salarios que percibían los padres
fueran suficientes para sostener a sus familias –compuestas por numerosos
miembros–; motivo por el cual los hijos representaron una parte fundamental de la
fuerza de trabajo, y desde edades tempranas debían incorporarse a las
actividades productivas del campo.
De acuerdo con los datos que se han podido localizar, los
adultos tuvieron un jornal de 19 a 37 centavos y los niños menores de quince
años percibieron entre seis y 18 centavos, que en promedio representó el 42% de
la ganancia de un adulto. El hecho de que los niños recibieran los salarios más
bajos pese a trabajar la misma cantidad de tiempo, tuvo que ver con sus
capacidades físicas ya que con menor fuerza y menor rapidez el niño podía
producir menos, lo que para la hacienda significaba menor beneficio que el
trabajo de un adulto.
Las fuentes que señalan de forma particular el número de
trabajadores de acuerdo con la edad, permiten deducir que aproximadamente 44%
de los trabajadores de las haciendas eran niños. Esto significó que el
crecimiento de la población infantil, la necesidad económica de las familias y
los intereses productivos de las haciendas, hicieron que el trabajo infantil
dentro de actividades agrícolas y ganaderas –realizado junto a las familias o
de manera independiente– fuera imprescindible.
Aun con estos datos, los documentos consultados no
ofrecen información sobre el sexo de los niños, lo que por ahora dificulta la
profundización en el análisis de las condiciones laborales infantiles en las
haciendas de acuerdo con el género. No obstante, algunos estudios han propuesto
que la mayoría de los jornaleros asalariados de las haciendas eran hombres y
que las mujeres generalmente se encontraron abocadas a tareas no asalariadas.17
Principalmente, las mujeres trabajadoras de las haciendas
cumplieron con actividades de aseo, de cuidado, de preparación de alimentos, de
mantenimiento del hogar, así como de la prestación de servicios de limpieza y
cocina en las casas de los hacendados; sin embargo, también participaron en
actividades del campo. A pesar de que los hombres peones eran los que recibían
un salario por parte de la hacienda, fue común la colaboración de las mujeres y
las niñas en las jornadas agropecuarias. Por lo tanto, es posible pensar que
las niñas trabajaron en las haciendas tanto en actividades domésticas como del
campo, aunque, habitualmente, sin una remuneración económica. Este aspecto debe
seguir investigándose para analizar la situación salarial, las dinámicas, los
papeles, la remuneración y los factores adversos, como la violencia que
vivieron las niñas trabajadoras de las haciendas.18
Otro de los aspectos que debe tomarse en cuenta es que
durante los últimos años del siglo xix
y principios del xx, la población rural en el Estado de
México era prácticamente de origen indígena. Pese a que las fuentes salariales
de los peones no señalen la condición étnica de los niños trabajadores, se
entiende que estos pertenecieron a la población indígena, lo cual determinó su
contextos y sus espacios.19
La búsqueda de la homogeneidad social en el siglo xix
generó circunstancias adversas para los pueblos indígenas en aspectos
laborales, educativos, sociales, económicos, culturales, entre otros. Por ello,
los niños trabajadores de las haciendas se enfrentaron a condiciones como la
discriminación, la marginación, la pobreza, la escasez alimentaria y las
enfermedades, además de las lesiones correspondientes a su trabajo.20
Las condiciones laborales y el estilo de vida de los
niños peones evidencian la existencia de una infancia contrapuesta a los
ideales porfirianos sobre el cuidado, la educación, la salud y la protección
que la modernidad, desde el marco jurídico y moral, buscaba construir. Por esta
razón, resulta fundamental tratar de comprender los problemas que existieron
para que los niños del campo se desenvolvieran en el que había sido definido
como el lugar ideal para la infancia: la escuela.
Los obstáculos de una infancia rural escolarizada
En el siglo xix fue encaminada la idea de pensar a los niños como
un grupo de la sociedad diferente al de los adultos. Por ello, a partir de
diversos debates en Europa y América entre pedagogos, psicólogos, médicos y
políticos, la infancia comenzó a ocupar espacios propios y a demandar atención
para sus necesidades, como parte de una respuesta a la crisis social del
desarrollo industrial y a la expansión capitalista (Rojas, 2001, p. 3).
En México, a la par de la creciente industrialización de
finales del siglo xix, que tuvo consecuencias como la
pobreza, la marginación, la explotación, las enfermedades, entre otros, se
reflexionó el concepto moderno de infancia, que partió del reconocimiento de su
estatuto e identificó las diferencias que esta tiene respecto a otras etapas de
la vida (Ruiz, 2008, p. 75). A partir de esta preocupación, se crearon
políticas, planes y proyectos que buscaron construir una sociedad idónea en
donde los niños pudieran alcanzar un óptimo desarrollo.
A lo largo del porfiriato, el intento por desplegar los
mecanismos necesarios para el bienestar infantil llevó al interés en temas como
el crecimiento demográfico, la mejora de la higiene, la propagación de la
medicina y la asistencia escolar; por lo que la pedagogía tuvo como propósito
aportar distintos métodos de aprendizaje y nuevos conocimientos para los niños
(Ramírez, 2011, pp. 39-41). En este sentido, la educación escolar, basada en
las ideas positivistas hacia la búsqueda del orden social, significó la
posibilidad de formar ciudadanos responsables con el fin de evitar la vagancia
y la delincuencia; mientras que la premisa del progreso estuvo sostenida en el
interés de proporcionar a la infancia los conocimientos suficientes para que
pudiera obtener su solvencia económica –a través del tiempo– y que esta también
fuera provechosa para la sociedad.
De ese modo, el proyecto porfiriano tuvo como objetivo
ofrecer educación escolar a las diferentes infancias. Como resultado, se
crearon estrategias para las zonas urbanas y rurales que constaban de programas
de estudio, dinámicas y métodos determinados. Por consiguiente, Instrucción
Pública estableció diferentes tipos de escuelas de acuerdo con la división y
administración política de los estados del país. En el Estado de México fueron
instauradas escuelas de primera clase, las cuales se encontraban localizadas en
las cabeceras municipales o en las ciudades y contaban con un programa de
estudio más amplio que el resto; las de segunda y tercera clases se hallaban en
pueblos, haciendas y ranchos (Padilla y Escalante, 2008, p. 126). Las
diferencias entre estos tipos de escuelas impactaron en la cantidad de alumnos,
la frecuencia de asistencia, las condiciones del espacio escolar y la
aceptación social.
En 1890 se aprobó la Ley Estatal de Escuelas Laicas,
Gratuitas y Obligatorias, en donde se estableció que la educación elemental se
encontraba dividida en escuela de párvulos, que tenía una duración de dos años
–a donde asistían niños de cinco a seis años–, y la elemental, a la que
concurrían niños mayores de siete años y que tenía una duración de cuatro años
(150 años, 1974, p. 147). A pesar de que la
educación primaria era obligatoria para los niños de entre cinco y catorce
años, fue común que tanto en las escuelas de las ciudades como en las del
campo, la edad de ingreso y de egreso no fuera estricta.21
Se planeó que durante la educación primaria los niños
estudiaran los principios de lectura y escritura en castellano, cálculo,
aritmética, historia natural, nociones generales de higiene, moral, urbanidad y
deberes ciudadanos, además de realizar juegos gimnásticos y actividades de coro
(150 años, 1974, pp. 147-148). Estas enseñanzas
tenían el objetivo de involucrar a los niños en su entorno inmediato, así como
de brindarles las bases para incursionar en estudios avanzados que los llevaran
a ejercer oficios o profesiones.
El gobierno del Estado de México también buscó hacer del
sistema escolar la oportunidad de calificar a los niños para la mano de obra;
por ello, el proyecto del desarrollo industrial podía beneficiarse al asegurar
la existencia de trabajadores calificados.22
No obstante, el plan de que los niños pertenecieran al mundo industrial no
estuvo reservado exclusivamente para su juventud y adultez, sino que se trató
de una realidad durante su infancia, puesto que existen registros sobre la
participación laboral de niños no sólo en haciendas, sino también en fábricas y
minas.23
La escolarización, además de brindar las herramientas
para la solvencia económica de los futuros ciudadanos, se volvió una medida de
control social. El gobierno porfiriano asumió que los niños se convertían en
vagos por la falta de educación escolar, por lo que se pensó que era necesario
inculcarles “el amor al trabajo” para que llegaran a ser miembros útiles para
la sociedad (Galván, 2008, p. 169).24
El Estado de México determinó que los vagos menores de 16 años debían ser
instruidos en un oficio y que los mayores de esa edad fueran enviados a
trabajar a los obrajes, las haciendas o las fábricas (Ramírez, 2011, p. 128).25 Incluso, en 1894 se
fundó, en la ciudad de Toluca, la escuela correccional con la intención de
reintegrar a niños y jóvenes de ambos sexos para que se les brindara la
instrucción primaria, así como lecciones de artes y oficios (150 años, 1974, pp. 174-175).26
Existen datos que señalan que, entre 1897 y 1901, fueron
registrados 82 menores como criminales ante los juzgados de primera instancia
en ocho distritos del Estado de México. La fuente no especifica el sexo, ni la
raza, ni la edad de cada uno de los menores infractores; sin embargo, brinda
cifras que permiten entender que, del total de los casos de criminalidad, 9%
eran mujeres, 2% eran menores –niños y jóvenes– y 58% fueron identificados como
indígenas.27
Estas cifras evidencian que la mayoría de los infractores
en la entidad fueron indígenas, lo que podría tener explicación al tratarse del
grupo social más vulnerable que vivía en condiciones extremas de pobreza. La
población indígena habitaba mayoritariamente en las zonas rurales de la
entidad, por lo que la prevención de los problemas de vagancia y delincuencia
debía tener esfuerzos no sólo en las ciudades, sino que también en el campo.
El discurso liberal de que la escuela funcionaba como un
formador y un preventivo contra los males de la sociedad, hizo que se fomentara
la educación de la infancia en el campo. Específicamente, se pensaba que esta y
otras medidas del gobierno podían sacar a los indígenas de esa “abyección
secular y hacerlos entrar en la moderna civilización”.28
El Estado de México, desde 1872, había aprobado la Ley de
Escuelas en Pueblos, Haciendas y Ranchos, con el propósito principal de que en
la educación primaria los niños aprendieran a leer y a escribir, así como las
técnicas elementales para trabajar en el campo (Ramírez, 2011, p. 212). Fue así
que las haciendas podían contar con una escuela a la que asistían los hijos de
los trabajadores, siempre y cuando existiera la autorización y disposición de
los dueños.29
Se tienen datos, por ejemplo, de que, en la hacienda de
San Pedro Tejalpa, ubicada en el distrito de Toluca, la encargada de la
enseñanza en la escuela primaria era una profesora apegada a los lineamientos
de la Comisión de Instrucción Pública, por lo que eran realizados exámenes de
manera periódica, se hacían registros de las asistencias y se cumplía con las
premiaciones de los alumnos con las calificaciones más altas (Ordaz, 2009, p.
195).
Es importante señalar –como se ha analizado
anteriormente– que de esta hacienda también existe información sobre las
actividades que los niños realizaron como peones, lo cual permite comprender
que, el hecho de que existiera una escuela en la hacienda, no eliminaba la
posibilidad de que los niños también trabajaran. Es decir que la noción moderna
de infancia, que buscaba constituir a la escuela como el espacio ideal de los
niños, no erradicó el trabajo infantil.
Para los dueños de las haciendas no fue una prioridad el
establecimiento de escuelas, aunque sí lo fue el trabajo de los niños, por lo
cual resultaron escasas las intenciones de brindar a los trabajadores el
sistema educativo primario. No obstante, existieron casos en los que, incluso
los padres de familia, fueron los que solicitaron la apertura de escuelas
dentro de las haciendas. Un ejemplo es el de la hacienda de Santa Mónica, en el
distrito de Toluca, en la que, en 1897, los trabajadores solicitaron a las
autoridades estatales que en su interior se estableciera una escuela donde
pudieran asistir sus hijos, para lo cual se elaboró un padrón con los datos de
los padres y de los niños, que arrojó que la población total era de 371
habitantes, de los cuales 127 eran niños en edad escolar (Padilla y Escalante,
2008, pp. 124-125).
En este caso, aproximadamente 34% de la población de la
hacienda se encontraba en edad de asistir a la escuela, lo que muestra que el
establecimiento de una primaria dependía de las demandas de los trabajadores,
así como de la iniciativa del patrón, más que de la cantidad de población que
existiera, de la extensión de la hacienda o de los ingresos económicos que esta
mantuviera. Cuando no existían centros escolares dentro de las haciendas, los
niños debían acudir a alguno que se encontrara en el pueblo más cercano;
situación que prácticamente eliminaba las posibilidades de los niños de obtener
educación, debido a las dificultades para trasladarse por largas distancias,
por las condiciones precarias de las escuelas y porque las familias
difícilmente percibían un beneficio de llevar a sus hijos a la escuela.
El objetivo de que los niños recibieran instrucción
dentro de las haciendas fue formarlos en la vida laboral del campo, lo que se
reflejaba en el contenido de las clases y en el material escolar. Hubo
esfuerzos para que los niños tuvieran a su alcance textos que, a través de sus
moralejas, les incentivaran para aprender a leer y así poder comprender
tratados sobre agricultura y ganadería (Staples, 2001, p. 344).30 Muestra de las
intenciones de la “instrucción popular” fue la edición económica que el Estado
de México publicó del libro Epítome de la historia sagrada
para uso de los niños y de la gente de campo (p. 345). No obstante, este
tipo de ediciones dejaron de circular debido al costo de la impresión y a que
muchas de ellas no alcanzaban a ser distribuidas en todas las escuelas, por lo
que, probablemente, llegaron a tener poco impacto en la formación de los niños.
Además de los problemas para la distribución del material
escolar, informes estatales señalan que existían “más de cuatrocientas escuelas
rurales en pueblecillos muy cortos” que estaban ubicados en las montañas y que
apenas contaban con “uno o dos centenares de habitantes”, y que no era
“humanamente posible mandar a esas escuelas profesores de 1ª o 2ª clase”,
porque “ningún profesor de regular instrucción y aun con buen sueldo querría ir
a soterrarse a un pueblo con esa clase compuesto de puros indígenas sin trato
social y sin siquiera conocer el español; y en segundo lugar, porque la
cantidad de niños que concurren a esas escuelas no compensaría el sueldo que devengase
un buen profesor”.31
Este tipo de debates son muestra de los problemas que
existían en torno a la colocación de profesores en las escuelas de los pueblos,
haciendas y ranchos, que tenían que ver con situaciones como los atrasos en la
paga, la falta de contrataciones, las diferencias lingüísticas y las
condiciones adversas de vivienda y traslado. Asimismo, los profesores
enfrentaron problemas para enseñar debido a la falta de homogeneidad en los
alumnos (Bazant, 1993, p. 45), pues tenían que instruir al mismo tiempo a niños
de diferentes grados escolares.
La mayoría de estas escuelas rurales se encontraban en
“pésimas condiciones físicas e higiénicas”, con techos “a punto de caerse o con
goteras, pisos de tierra, falta de ventanas”, lo cual representaba una “amenaza
para la seguridad personal de los alumnos”. Generalmente estaban ubicadas en
“casuchas” o “jacales”. Incluso, se pensaba que no había ninguna diferencia
entre la escuela y la “humilde choza paterna”, porque en la primera el niño
entraba y salía “a voluntad”, mientras que a la segunda el niño la contemplaba
como “su prisión”, en la cual no encontraba “siquiera la satisfacción de sus
propios sentidos” (Bazant, 2002, pp. 133-134). Además, la falta de recursos no
sólo mantuvo en malas condiciones a los establecimientos rurales, sino que
limitó la construcción de escuelas específicas para niños y para niñas,32 a pesar de que la
matrícula de niñas –tanto de las ciudades como del campo– tendió a ser mucho
menor que la de los varones.
Las condiciones económicas de las familias que trabajaban
en las haciendas propiciaron que la asistencia escolar no fuera una prioridad.
El trabajo –sobre todo en temporadas de siembra y de cosecha–, así como la
participación de los niños en fiestas religiosas, fueron antepuestos a la
escuela. Además, los problemas de salud infantil y las dificultades de los
padres para comprar el material escolar y la ropa “presentable” requerida, se
sumaban a las causas de inasistencia (Arellano y Sánchez, 2008, pp. 360-363).
Que los niños asistieran a la escuela en lugar de trabajar en las haciendas,
significaba la pérdida del ingreso económico del día o la disminución en la
obtención de alimentos, que eran fundamentales para la contribución al hogar.33
Existen reportes de la Comisión de Instrucción Pública de
la municipalidad de Toluca que notificaron el “poco número de alumnos” que
asistían a las escuelas y que los que lo hacían, acudían de manera “escasa e
irregular”; en algunos establecimientos había niños que llegaban a faltar entre
18 y 25 días al mes, sin ninguna otra explicación que la necesidad de los
padres de familia de “hacerse ayudar por sus hijos en sus labores o faenas”
(Padilla y Escalante, 2008, p. 140).
Según los discursos políticos, el Estado de México “era
modelo” para “la federación mexicana” y por ello buscaba resolver el problema
del ausentismo escolar. Al mismo tiempo, los padres de familia atribuían las
inasistencias de sus hijos a que “eran muy pobres”, que “estaban enfermos” o
que “se habían cambiado de casa”, aunque las autoridades argumentaban que, en
realidad, se trataba del “deseo de explotar permanentemente el trabajo de sus
hijos, condenándoles por la incultura casi completa en que los dejan crecer, a
una exigua labor maquinal que será el patrimonio de toda su vida, y que les
hará llevar siempre a cuestas el fardo de la miseria” (Bazant, 1993, p. 37).
Debido a que el gobierno estatal establecía la
obligatoriedad escolar, se buscaron medidas para su cumplimiento en los
pueblos, en los ranchos y en las haciendas. Como ejemplo, hubo juntas de
educación que elaboraron sus propios reglamentos que señalaban que todos los
niños mayores de ocho años debían asistir a la escuela “sin excusa”, para
impedir que fueran destinados a “otros servicios” (Padilla y Escalante, 2008,
p. 120). La Ley de Instrucción Pública de 1890 ordenaba que los padres o los
“encargados” que no llevaran a los niños a la escuela, tendrían una multa de
“diez centavos a un peso, o en su defecto, con reclusión de uno a cuatro días
por cada infracción”; mientras que a la persona que destinara a los niños para
“cualquier trabajo en horas de la escuela”, se le impondría “por cada
trasgresión, una multa de uno a cinco pesos, o en su defecto, de uno a cinco
días de arresto”.34
Algunos sectores de la sociedad intentaron mermar el
ausentismo escolar a través de publicaciones; por ejemplo, la impresión El Obrero del Porvenir. Semanario para la Niñez Desvalida,
distribuida de forma gratuita, divulgó diversas lecturas para completar la
educación de los niños, y escribía que “las madres que, por motivos que
respeto, no quieran enviar a sus hijos a las escuelas, podrán por medio de
estas lecciones ser ellas mismas sus profesoras y hacerles cobrar amor al
estudio” (Galván, 2008, p. 171).35
A pesar de los intentos para que los padres de familia se
convencieran de llevar a sus hijos a la escuela, resultó evidente su falta de
interés debido a las necesidades económicas. El gobierno del Estado de México
identificó que el trabajo infantil era la causa principal del ausentismo
escolar y buscó ejercer soluciones directas para el problema. Por ello, se
prohibió la contratación de niños en el ramo de la producción que no supieran
leer ni escribir, y se determinó que los niños de entre cinco y catorce años no
podían ser empleados en ningún tipo de actividad productiva, ni por sus padres,
ni por alguna otra persona en horas en que las escuelas públicas estuvieran
abiertas (Ramírez, 2011, p. 256).36
Asimismo, se impidió que los maestros de talleres, los
administradores, los mayordomos de haciendas, los directores de trabajo en
ferrocarriles, las vías públicas, las fábricas o las minas, admitieran en sus
labores a menores de cualquier sexo, a no ser que únicamente fuera en la mañana
o en la tarde, para que les quedara medio día libre y pudieran ir a la escuela
(Bazant, 1993, p. 105). Sin embargo, estas restricciones tuvieron poca
eficiencia en la práctica.
Por otro lado, se permitió que únicamente los niños indígenas
–que eran los que solían vivir y trabajar en las haciendas– tuvieran el permiso
de asistir a la escuela medio día –ya fuera en la mañana o en la tarde–, y que
quedaran exentos de asistir los niños que tuvieran enfermedades, los que
residían a más de dos kilómetros de la escuela y los que su trabajo fuera
“absolutamente indispensable para la subsistencia de su familia”.37
El propio gobierno del Estado de México reconocía que
El niño indio […] no puede asistir a la escuela, porque
su trabajo es indispensable para el sostenimiento de la familia. Él está
encargado de ir por la leña para el tlecuil, de
acarrear el agua, de llevar el almuerzo a su padre, muchas veces a larguísima
distancia. Él tiene que consagrarse al cuidado de los rebaños, a la siega del
trigo, a la siembra del frijol y otros cereales, para aumentar el miserable
sueldo de la familia.38
Pese a las acciones y las leyes que se crearon a finales
del siglo xix en la entidad para conformar una
infancia rural escolarizada, las condiciones sociales y económicas de los
jornaleros resultaron un obstáculo. Por ello, únicamente 20% de los niños
asistieron con regularidad a la escuela, mientras que la cifra de población
analfabeta incrementó de 38% a 50% en el país (Bazant, 1993, pp. 89 y 47).
El mal estado de los establecimientos, la falta de
recursos para la repartición del material escolar, los problemas de salud y las
deficiencias alimenticias de los niños, fueron aspectos que dificultaron el
proyecto de la instrucción. Sin embargo, la situación de pobreza en que vivía
la población rural –que era mayoritariamente indígena– hizo inevitable la
participación de niños en actividades laborales, lo que se convirtió en la
mayor causa del ausentismo escolar.
Por otro lado, las haciendas buscaron preservar y
optimizar los medios para la producción agrícola y ganadera, por lo que el
empleo de niños peones resultó un mecanismo fundamental para su economía. En
consecuencia, el interés por brindar educación escolar a los niños trabajadores
de las haciendas no se convirtió en realidad, pese a las leyes y los discursos
que el gobierno creó en torno a los ideales modernizadores.
Conclusiones
El interés por buscar un espacio
adecuado para el desarrollo de la infancia trajo, en el último cuarto del siglo
xix, un sistema escolar estatal que intentó conseguir
el control social para contrarrestar la delincuencia y la vagancia, con el fin
de alcanzar el progreso, fundamentado en el trabajo y en el crecimiento
económico. Fue así que la Comisión de Instrucción Pública pretendió que la
educación escolar también funcionara en el medio rural, tanto en los pueblos y
en los ranchos, como en las haciendas.
A pesar de las estrategias para construir una infancia
desde la noción moderna –que consignaba a la escuela como el espacio ideal para
el desarrollo de los niños–, las condiciones económicas, alimenticias,
higiénicas y culturales de las familias trabajadoras de las haciendas fueron un
obstáculo. De este modo, el proyecto de una niñez escolarizada y protegida
quedó restringido para las clases acomodadas.
Las condiciones de los establecimientos escolares, la
escasez de escuelas en las haciendas, las medidas ineficaces para contrarrestar
el ausentismo escolar y, principalmente, la falta de una prohibición directa
del trabajo infantil en las haciendas, impidieron la escolarización. Por otro
lado, las necesidades familiares, los intereses de los hacendados y la postura
permisiva del gobierno se convirtieron en los articuladores del trabajo de los
niños durante el porfiriato.
El proyecto educativo que buscó alfabetizar a la
población infantil en la lengua castellana tuvo pocos efectos benéficos
inmediatos en la población indígena de las haciendas. El proceso de no instruir
a los niños en su lengua materna significó también un obstáculo para el
aprendizaje y demostró el interés estatal por la homogenización social como
parte del proyecto hacia el “progreso”.
Bajo estas circunstancias, la educación escolar en las
haciendas estuvo alejada de las necesidades de los trabajadores, de los intereses
de los hacendados y de los recursos del gobierno. Por ello, el trabajo infantil
se mantuvo como un instrumento necesario para el funcionamiento de las
actividades económicas agrícola y ganadera de la entidad, en beneficio de las
familias, de las empresas y del Estado.
De esta forma, es posible señalar que la percepción de
salarios por parte de los niños y su registro como peones en las estadísticas
gubernamentales, los reconoció como sujetos del sistema laboral; además de que
el trabajo infantil no remunerado también resultó esencial para el sustento
familiar. Así, para los trabajadores de las haciendas, la presencia de los
hijos significó la oportunidad de mano de obra con beneficios económicos y
materiales.
A pesar de que los niños recibieron jornales más bajos
que los de los adultos, igualmente laboraron durante horarios extendidos y
estuvieron expuestos a la explotación, a la marginación, a la violencia y a las
enfermedades, condiciones que impactaron de manera considerable en su
desarrollo y calidad de vida a corto y largo plazos. El fenómeno del trabajo
infantil continuó en debate y en legislación a lo largo del siglo xx, con medidas puntuales y restrictivas.
Este esbozo por comprender las actividades de los niños
trabajadores de las haciendas durante el periodo de industrialización a finales
del siglo xix en el Estado de México, apenas
traza una línea sobre la historia social de la infancia rural dentro de un
contexto no convencional para la infancia de acuerdo con el discurso. Aunque en
estas páginas aún no ha sido posible hacer un estudio meticuloso según el sexo
de los niños, resulta clara la diferenciación de las actividades infantiles
según el género, pues sabemos que las niñas se dedicaron en mayor medida a las
tareas domésticas, sin que ello las excluyera de las labores del campo. Por lo
tanto, debemos continuar en la búsqueda de respuestas sobre las dinámicas
laborales, las circunstancias sociales y las compensaciones económicas o en
especie que específicamente experimentaron las niñas.
Investigaciones sobre la infancia trabajadora en
conflicto con el discurso político nos permiten encontrar importantes
características, relaciones, dinámicas y escenarios que resultan particulares y
que distan de la realidad histórica de otras infancias. Por ello, debemos
continuar en la búsqueda de su presencia documental, que, aunque parece no
haber quedado escrita, basta con mirar desde otra perspectiva las evidencias
para encontrar a estos sujetos que se resisten al olvido.
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1 Algunas investigaciones que han reflexionado sobre el concepto y los
espacios que la modernidad creó para la infancia en México son Alcubierre y
Sosenski (2018), Castillo (2006) y Padilla Arroyo et al. (2008).
2 Durante el porfiriato, el Estado de México se encontraba conformado por
quince distritos: Toluca, Cuahutitlán, Chalco, Ixtlahuaca, Jilotepec, Lerma,
Otumba, Sultepec, Temascaltepec, Tenango, Texcoco, Tenancingo, Tlalnepantla,
Valle de Bravo y Zumpango (Memoria de la Administración,
1894, p. 248).
3 Para mayor profundidad sobre la industrialización y los problemas sociales
de los trabajadores durante el porfiriato, véanse Gutiérrez (2011), Haber
(1992) y Leal y Woldenberg (1980).
4 Para el caso español, son ejemplos de estudios del trabajo infantil en el
campo los textos de Borrás (2002), Jover (2013) y Hernández (2013).
5 Para comprender los cambios políticos, económicos y sociales en la entidad,
véase a Miño (2011).
6 Sobre las consecuencias de los cambios en la propiedad comunal hacia la
desamortización de las tierras en México, se han escrito los textos de
Birrichaga (1999), Kourí (2017), Menegus (1999) y Miño (2018).
7 La segunda actividad económica más importante de la entidad fue la minería,
seguida de la industria de la transformación, la construcción, la energía
eléctrica, el transporte, el sector público y el comercio. Lo que más se
cultivaba en las haciendas del Estado de México era el maíz, seguido de
alimentos y bebidas de consumo interno –como frijol y trigo–, al igual que
materias primas y productos de exportación (Tortolero, 2011, pp. 166 y 212).
8 Cuando se sabía de algún sitio de producción, los trabajadores calificados
o los empresarios buscaban atraer a las haciendas a todos los trabajadores de
los pueblos cercanos (Von Mentz, 2011, p. 359). También, se sabe que, en 1887,
existían 313 haciendas en la entidad y que, para 1905, aumentaron a 391 (García
Luna, 1980, pp. 81-82).
9 Dawn Keremitsis (1973, p. 209) escribe que, a pesar del interés en el
desarrollo de las industrias en México, la infancia fue empleada para trabajar
en menor proporción que en Europa y Estados Unidos. Incluso, estimó que, para
1880, 12% del total de los trabajadores del país eran niños, quienes
pertenecían a diferentes ramos de la actividad productiva. No obstante, cabe
reflexionar que se trata de una cifra fundamentada en mayor medida en las
actividades manufactureras –específicamente en la textil–, por lo cual es
importante estudiar, de manera particular, las condiciones y las estadísticas
del trabajo infantil en el campo. Por otra parte, la proporción de niños
trabajadores en México, comparada con la de Europa y Estados Unidos, es
distinta, al tratarse de procesos de industrialización diferentes en cuanto al
ritmo, la temporalidad, las situaciones sociales, las realidades políticas, las
características económicas y las prácticas culturales.
10 El estudio de Soler (2008) parte del análisis de datos estadísticos sobre
las defunciones de niños en Chiapas y Oaxaca durante el porfiriato.
11 El autor apunta que, probablemente, más de 1 000 niñas murieron antes de
ser registradas en el Estado de México en 1900, pues junto con información de
estadísticas criminales, las preocupaciones médicas y los registros de
nacimientos, la muerte infantil “afectaba a los miembros más débiles de las
comunidades agrarias frente al progreso porfirista en el altiplano central”
(Tutino, 1998, p. 251).
12 Es necesario profundizar el caso de los niños que trabajaron en los
talleres artesanales que sobrevivieron a la industrialización; con el fin de
comprender las relaciones familiares, la movilidad del hogar y las formas de
pago a las que estuvieron sujetos.
13 Katz (2010) escribe sobre los “peones acasillados” y los “no acasillados”,
debido a la diferencia entre aquellos que contaban con casa dentro de la
hacienda y aquellos que no.
14 Gaceta
de Gobierno del Estado de México, núm. 57, 9
de abril de 1902, p. 1.
15 En el distrito de Tenango, la jornada laboral era de doce horas, mientras
que en el de Valle de Bravo se trabajaban diez horas (Memoria
de la Administración, 1894, pp. 351 y 362).
16 Mertens (1989) escribe que “en la mayoría de los casos los hijos de gañanes
adultos de las haciendas no recibieron ningún anticipo, sólo con el transcurso
de los años empezaron a recibir anticipos, y posteriormente anticipos más
altos” (p. 163).
17 Algunos autores que han escrito sobre las actividades de las mujeres en el
campo mexicano son Fowler-Salamini y Vaughan (2003).
18 En el siglo xix, para las mujeres indígenas las
opciones de trabajo asalariado fueron muy reducidas; por ello, el empleo
doméstico se convirtió en una de las pocas opciones. Las niñas que se dedicaron
a este tipo de actividad recibieron un salario “insignificante que era casi
nulo”; en algunos casos, estas trabajadoras eran donadas por sus padres a
personas de mejores condiciones económicas, quienes, a cambio de los servicios
de las menores, se encargaban de alimentarlas, vestirlas y educarlas (Garza,
2013, pp. 174-175). Este tipo de dinámicas deben seguir analizándose de forma
específica para el caso de las niñas en las haciendas, en relación con su
familia y con los dueños de las haciendas.
19 Para 1879, 60% de la población en el Estado de México era indígena,
principalmente conformada por nahuas y otomíes, y de forma minoritaria por
mazahuas y matlatzincas, porcentaje que tendió a disminuir con el paso del siglo
(Salinas, 2011, p. 40). Dentro de las peculiaridades culturales de los
indígenas estaba la alimentación, de ello se sabe que los niños peones y sus
familias consumían “frijol, maíz, haba, arvejón, chiles, carnes de res y de
cerdo, manteca y otros efectos”. Véase Memoria de la
Administración (1894, p. 351).
20 Para una idea más amplia sobre las condiciones y conflictos de los pueblos
indígenas en el siglo xix, véanse los textos de González
(1996) y Montemayor (2008).
21 Ley sobre Instrucción Pública Primaria (Colección de
decretos, 1891, t. xxi, p. 371). En las municipalidades
del distrito de Toluca, por ejemplo, no se respetaba la normatividad que
establecía los mínimos y máximos de edad debido a que podían encontrarse en las
escuelas primarias niños menores de cinco años y mayores de quince; en
promedio, la población infantil que asistía a este grado escolar tenía entre
los ocho y diez años (Ramírez, 2011, p. 184).
22 Parte de los esfuerzos para la formación de niños y jóvenes en el área
industrial fue que, en 1889, el Hospicio de Pobres de la Ciudad de Toluca se
transformó en la Escuela de Artes y Oficios, en 1890 se fundó la Escuela
Teórico Práctica de Sericultura en Tenancingo, mientras que, en 1891, el asilo
de niñas huérfanas se convirtió en la Escuela Normal y de Artes y Oficios para
Señoritas (150 años, 1974, p. 125). Es importante
señalar que las lecciones que ofrecían estas escuelas fueron distintas de
acuerdo con el sexo; los varones eran instruidos en tareas de tipo industrial y
las niñas en actividades relacionadas con necesidades domésticas.
23 Véanse los diversos datos que ofrece la Memoria de la
Administración Pública del Estado de México (1894) en los ramos de
industria y minería.
24 Desde 1865 ya se había expedido la Ley Nacional para Corregir la Vagancia
(Galván, 2008, p. 169).
25 La Ley de Vagos del Estado de México, que hacía la precisión sobre las
edades, entró en vigor desde 1868 (Ramírez, 2011, p. 128).
26 Entre los cursos que los niños y jóvenes infractores recibían se
encontraban los de telegrafía, imprenta, sastrería, zapatería y talabartería;
mientras que las jóvenes y niñas aprendían tintorería, tejidos en maquinaria y
labores domésticas (150 años, 1974, pp. 174-175).
27 Los distritos en donde se registraron los menores infractores fueron los de
Toluca, Lerma, Otumba, Temascaltepec, Texcoco, Tlalnepantla, Valle de Bravo y
Zumpango (Memoria, 1902, p. 495).
28 Gaceta
de Gobierno del Estado de México, núm. 70, 1
de marzo de 1902, p. 1.
29 Katz (2010) ofrece diferentes ejemplos de las dinámicas escolares que
existían dentro de las haciendas en distintas regiones del país. El texto de
Jan Bazant (1979) también es un ejemplo puntual sobre las condiciones de una
escuela que se estableció dentro de una hacienda en el estado de Hidalgo.
30 Un ejemplo de estas impresiones es la de Simón de
Nantua, de origen francés, publicada originalmente en 1820, conformada
por breves cuentos con distintas moralejas (Staples, 2001, p. 344).
31 Al respecto, se pensaba que era mejor plan formar profesores de los propios
poblados –llamados de tercera clase–, puesto que se consideraba preferible
obtener un sueldo de profesor “a la sombra” y con “trabajos escolares”, que
tener que emplearse como “gañan de sol a sol sufriendo toda clase de
intemperies y además el trato insolente de los capataces”, pues era “bien
sabido que esta clase de mandarines” trabajaban “al indígena como bestia y no
como hombre de razón”, mientras que el profesor recibía “toda clase de
atenciones y consideraciones”, no obstante que era “de la misma raza”, lo que
era “una ventaja notable y digna de tomarse en cuenta”. Gaceta
de Gobierno del Estado de México, núm. 73, 12 de marzo de 1902, p. 5.
32 Existió un permiso para que las escuelas de segunda y tercera clases
permitieran la asistencia mixta. Ley sobre Instrucción Pública Primaria (Colección de decretos, 1891, t. xxi,
p. 376).
33 La investigación de Barranco y Valdez (2005) es un ejemplo del análisis
sobre los diversos problemas educativos –además del trabajo infantil– que
existieron durante el porfiriato en Xonacatlán, localidad del Estado de México.
34 Ley sobre Instrucción Pública Primaria en la Colección
de decretos del Estado de México (1891, t. xxi, p. 380).
35 A finales del siglo xix, el público infantil se convirtió
en un mercado en crecimiento, por lo que en México comenzaron a proliferar
textos periódicos y de revistas para niños, aunque generalmente las clases
altas eran las que podían adquirir los ejemplares. Para una idea más amplia
sobre el tema, véase el texto de Alcubierre (2010).
36 Se trata de la Ley de Instrucción Pública de 1874 y de un decreto a la
misma ley de 1890 (Ramírez, 2011, p. 256).
37 Gaceta
de Gobierno del Estado de México, núm. 81, 9 de abril de 1902, p.1.
38 Gaceta
de Gobierno del Estado de México, núm. 81, 9
de abril de 1902, p.1. El tlecuil (de la lengua
náhuatl) es un fogón rústico formado por tres
piedras que sirven como base para sostener comales, ollas, vasijas y otros
instrumentos para cocinar alimentos. Véase el Diccionario
del español de México (2021).