10.18234/secuencia.v0i117.2151
Artículos
Tanques, drogas e indigencia.
La necesidad de salud mental
en Tijuana, 1960-1995
Tanks, Drugs, and Homelessness.
The Need of Mental Health in Tijuana, 1960-1995
Víctor Manuel Gruel Sández1* http://orcid.org/0000-0002-1131-1811
1Instituto de Investigaciones HistóricasUniversidad Autónoma de Baja California, México victor.gruel@uabc.edu.mx
Resumen:
El propósito del artículo es explicar las enormes necesidades que tuvieron las autoridades y los habitantes de Tijuana de contar con profesionales e instituciones de salud mental. La precondición necesaria de tales servicios fue que los psiquiatras y no psiquiatras enfrentaran un problema de la dinámica de la ciudad: el hecho de que criminales, migrantes e indigentes, deambulaban por las calles. Ello representó un riesgo para la moral pública por las enfermedades mentales que algunos de ellos padecían en un contexto histórico de “guerra contra las drogas”. De este modo, el artículo explorará las prácticas de encierro, de una cárcel pública al primer hospital psiquiátrico municipal. Una de las fortalezas de este trabajo es rescatar algunas fuentes específicas sobre la historia de la salud mental para la segunda mitad del siglo xx, especialmente, para un espacio limítrofe como Tijuana.
Palabras clave: salud mental; frontera México-Estados Unidos; psiquiatría; Tijuana; historia institucional.
Abstract:
This article seeks to explain the enormous need for the authorities and inhabitants of Tijuana to have mental health professionals and institutions. The necessary precondition of these services was that psychiatrists and non-psychiatrists faced a problem involving the dynamics of the city: the fact that criminals, migrants, and homeless people roamed the streets. This posed a risk to public morality due to the mental illnesses suffered by some of these people in the historical context of the “war on drugs”. This article will therefore explore the practices of confinement at institutions ranging from a public jail to the first municipal psychiatric hospital. One of its strengths is that it revisits specific sources on the history of mental health in the second half of the 20th century, particularly in a border area such as Tijuana.
Keywords: mental health; US-Mexico border; psychiatry; Tijuana; institutional history.
Recibido:
13 de septiembre de 2022 Aceptado: 8 de diciembre de 2022
Publicado: 10 de agosto de 2023
INTRODUCCIÓN
Fuera de la ciudad de México y para la segunda mitad del siglo xx, el aprovisionamiento de psiquiatras y de salud mental resultó difícil e insuficiente. Aún en una década tan cercana como la de 1980, entidades como Baja California y, específicamente, la ciudad de Tijuana, eran incapaces de concretar un entramado institucional –público o privado– capaz de ofertar tales servicios o generar dicho cuerpo de conocimiento. Este artículo explica la necesidad de instituciones de salud mental a partir de que la errancia de enfermos mentales y las secuelas de la “guerra contra las drogas” llevaron al propio gobierno municipal de Tijuana a su límite, en el sentido de enfrentar concepciones apriorísticas en torno a la “locura”, que incidieron, desde tiempo atrás, en la definición de un problema de orden público. Este artículo trata sobre cómo, desde la arquitectura, religión, antropología, derecho migratorio y psiquiatría, se intentó resolver el “caótico desplazamiento” de los enfermos mentales errantes (Padel, 1995, p. 106).
Los testimonios de cómo los psiquiatras Ruy Castañeda García y Héctor Santillana buscaron establecerse y ejercer su profesión en Tijuana permiten ir induciendo el problema a partir de la escasa evidencia sobre el arribo de recursos humanos. El caso de Castañeda García se debió, esencialmente, a la invitación de su amigo abogado Rodrigo Sández Parma, pues ambos egresaron de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam) y planeaban radicarse en la frontera con Estados Unidos para ejercer sus profesiones. Uno de ellos reveló que en Tijuana “la gente habla sola por las calles, y lo que es peor, ¡se contesta!”, por ello, ante la posibilidad de diálogo e interacción entre sanos e insanos, se dieron a la tarea de contactar a las autoridades estatales (Sández, 1979, p. 39; 2008, p. 90).
Al comenzar la década de los setenta, las recomendaciones para ocupar una plaza en instancias como la Secretaría de Salubridad y Asistencia, el Instituto Mexicano del Seguro Social (imss) o el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales para los Trabajadores del Estado (issste), facilitaban la obtención de un espacio laboral, pero también hubo ocasiones que las instituciones preguntaban a médicos recién egresados por el lugar al que deseaban trasladarse. Coincidiendo con Castañeda García en su deseo de trabajar en Tijuana, la anécdota de Santillana así lo confirma: en un momento en que ocurría la descentralización de ciertas secretarias de Estado de salud pública, en el issste le dieron la oportunidad de escoger su ubicación (Santillana, 2002, pp. 3-6).
La historia de la salud mental en Tijuana importa debido a que existen en torno a la ciudad una serie de preconcepciones (ligadas a su carácter fronterizo) acerca de la migración, el crimen y las drogas, que ofrecieron una perspectiva patógena sobre sus habitantes y el modo en que enfermaban –y, por ende, sanaban– sus mentes, o en su defecto, cómo tratar los casos extremos. El propósito del artículo es documentar las acciones y discusiones previas a la creación del Hospital Psiquiátrico Municipal de Tijuana, con especial énfasis en el tipo de encierro y concentración al que recurrieron gobierno y policías municipales para evitar la errancia de enfermos mentales. Dicha estrategia fue, en palabras del filósofo Giorgio Agamben (2006), mantenerlos en el “umbral extratemporal y extraterritorial […] desligado de su estatuto político normal” (p. 202). Por ello, tomamos la decisión metodológica basada en académicos estadunidenses de concebir “la continuidad entre el asilo y la prisión como [similares] estrategias estatales de confinamiento” (Doroshow, Gambino y Raz, 2019, p. 28). Ello permitió reconstruir, de manera homóloga, enfermedad mental y drogadicción, crimen o indigencia, pues la evidencia que encontramos igualaba estos fenómenos. Dicho esto, asumimos que hubo un continuum entre la cárcel y el hospital como consecuencia de lo prematura que fue la atención psiquiátrica en la entidad. Las palabras del abogado que invitó a Castañeda García a trabajar en Baja California son un punto de partida:
Tijuana ya necesita con urgencia un hospital psiquiátrico, cientos y cientos de enfermos mentales se encuentran en celdas de la cárcel, amarrados en los jardines de las casas o deambulando por las calles […] Los enfermos y adictos a enervantes y toda clase de drogas aumentan día a día. Sin tener en esta ciudad un lugar apropiado para su tratamiento, Baja California cuenta con unos seis o siete psiquiatras […] [deberían] unirse y promover la construcción de ese Centro Médico Psiquiátrico (Sández, 1979, p. 42).
Como veremos a continuación, solamente hasta el año de 1989 Tijuana contó con su primer hospital psiquiátrico, pero antes de narrar las condiciones que lo posibilitaron, describiremos varios contextos para observar cómo es que se carecía de un sitio de internamiento de enfermos mentales y así examinar las consecuencias de lo anterior, por ejemplo el circuito ininterrumpido de detención de indigencia, encierro multitudinario y puesta en libertad de enfermos mentales a las que recurrieron las autoridades. Al respecto, en torno a los manicomios de Estados Unidos, autores como Doroshow, Gambino y Raz (2019, p. 26) denominan “post-desinstitucionalización” al hecho de que una vez abolido el modelo manicomial existieran instancias públicas que siguieron invocando su retorno y utilidad. En Tijuana no había existido, hasta entonces, ningún manicomio u hospital psiquiátrico.
Sorprende una historia psiquiátrica e institucional tan tardía como la tijuanense por su carácter excéntrico y desfasado de la metamorfosis de la política de salud mental en México (Hernández, 2014), pues, si bien se procuró una descentralización fortaleciendo la neurología y promoviendo la ocupación de plazas en las dependencias de salud pública por todo el país, en los hechos hubo pocas instituciones. Para bien o para mal, en el contexto nacional la desinstitucionalización psiquiátrica, entre las décadas de 1960 y 1970, tuvo “como eje rector del tratamiento […] la idea de libertad en oposición al confinamiento” (Sacristán, 2011, p. 316). En Tijuana y Baja California, en general, entre 1960 y 1995, la libertad para externar o internar enfermos mentales, reos, migrantes o drogadictos fue, como veremos, muy problemática. Especialmente, al regresar a calles tan cercanas a Estados Unidos.
EVITAR LA INDIGENCIA
Entre múltiples relatos y anécdotas, el libro de memorias del criminólogo Aníbal Gallegos incluyó algunas viñetas de su natal Tijuana. Utilizando una perspectiva basada en la escuela de Césare Lombroso (1835-1909), a propósito de los criminales que observaba diariamente, mismos que “tras una serie de aventuras, casi peliculescas, [llegaban] a Tijuana” camino a Estados Unidos, Gallegos (1966) en verdad opinaba que “todos los hombres naciendo iguales, se vuelven buenos o malos según el ambiente” (p. 28). También lamentaba lo inescrupuloso que resultaba el flujo migratorio a Baja California en el sentido de volver indetectable la “anormalidad psicopática” de ciertos individuos que exhibieron que la realidad fronteriza no solamente era geopolítica, sino también de la psique humana.
Al trabajar en la defensa de todo tipo de criminales, epilépticos, alcohólicos, drogadictos, falsificadores de monedas y billetes, o incluso de violadores de marines estadunidenses, el criminalista generó su propio testimonio de la Penitenciaria de La Mesa, inaugurada en la década de 1950 e inscrita en una delegación al oriente de la ciudad en proceso de urbanización. Las llamadas telefónicas recibidas en su despacho lo condujeron a innumerables visitas al penal, espacio descrito como “un mundo diferente, pero humano”, tan humano que podría ser la casa de la mayoría de tijuanenses: “Todos llevamos dentro de nuestro ser, el germen del delito”, pues su profesión lo orilló a concebir la delincuencia como “casos clínicos” (Gallegos, 1966, pp. 129, 207).
Un año antes de publicarse el libro de Gallegos, un periódico de Tijuana recordaba la segunda guerra mundial al referir que “el penal de La Mesa es un campo de concentración nazi”, ya que al entrevistar a ex reclusos anónimos, el rotativo afirmó que el director Manuel Güereña Valle y sus familiares se encontraban detrás de fugas, abusos y venta de drogas.1 A partir de la década de 1950, se evidenció que además de las adecuaciones para la seguridad turística de Tijuana, la localidad debía considerar los entornos domésticos y familiares, especialmente a raíz del establecimiento de escuelas (Gómez y Villa, 2018). Con miras a evitar que la niñez en edad escolar normalizara el entretenimiento para varones estadunidenses ofertado en la zona de tolerancia, padres de familia y educadores idearon el “perímetro de la honestidad”, todo como parte de las continuas “campañas de moralidad” (Villa, 2018) y de esa propensión moderna de crear “campos” (Agamben, 2006, p. 211). De inmediato, el gobierno municipal formuló una política profiláctica, que veía en “la vagancia y otras lacras” una amenaza al núcleo familiar, por lo que las autoridades municipales establecieron un toque de queda a las diez de la noche. De tal suerte que se procedería inflexiblemente contra quienes ejercieran la patria potestad “en caso de que sus menores hijos [menores de 21 años] deambulen por las calles después de la hora indicada”, con pretexto de dedicarse al ambulantaje.2 En cualquier caso, dentro o fuera de La Mesa, persistió el desorden. Las frecuentes rencillas y disputas entre reos complicaron el restablecimiento del orden institucional y el hecho de que hubiera entre ellos algún “enfermo de enajenación mental” lo complicaba más.3
La vida nocturna de Tijuana fomentó la coexistencia de turistas, comerciantes, policías y de los propios vecinos, pero aparejado a ello, el aumento de eso que el gobierno municipal consideró “malvivientes” fue acatado por la policía a través del único medio disponible: detener, encarcelar y después liberar a los indigentes, en vísperas de los días de mayor afluente turístico. La falta e incumplimiento de dicha rutina escandalizaba a los comerciantes, quienes diariamente apreciaban un “conjunto de gente harapienta que acaba de llegar y se dedica a implorar la caridad pública”, por lo que el alcalde Manuel Quirós Labastida (1956-1959) sospechó que tanta mendicidad se debía a que eran soliviantados por criminales “sin escrúpulos”: los “tratantes de mendigos”, clase bien identificada por los policías.4 En Baja California, las alcaldías no fueron ajenas al recurso discrecional e inesperado de redadas policiacas, ya fuese contra migrantes, indigentes o drogadictos.
La descripción del desorden público es un indicio de los sesgos, que posteriormente serán atribuidos a los enfermos mentales, sobre todo, aquellos que deambulaban por la avenida Revolución. Tras justificar el tono perentorio de su solicitud de extirpar las “pandillas de vagos” a cualquiera hora del día, locatarios afiliados a la Cámara de Comercio exigieron la remoción de vagos, pues gritaban piropos a la clientela e importunaban con “lenguaje soez”. Lo menos tolerado fue que orinaran las fachadas de tiendas, zapaterías, escuelas e, incluso un local de la Cruz Roja, a unos pasos del Palacio Municipal.5 Diez años después, el olor a orina persistía en el ambiente, al grado que Castañeda García era conocido como “el psiquiatra de la puerta meada” (Sández, 1979, pp. 40-41). En general, preocupaba a los comerciantes que los indigentes escribieran vulgaridades en las paredes o, peor aún, se enfrentaran “a puñetazos con frecuencia, y [se empujaran] en la dirección de los cristales de las tiendas”, hasta quebrarlos y huir.6
Como parte de una ampliación de la campaña de moralidad y profilaxis social del alcalde Manuel Quirós Labastida, el abogado veracruzano Xicoténcatl Leyva Alemán (al frente del Ayuntamiento tijuanense entre 1960 y 1963) continúo ordenando la vigilancia policiaca las 24 horas del día para evitar que las “pandillas de jovenzuelos” cometieran tropelías al presentarse como “limpiadores de carros y demás que ejercen cierta clase de actividades pseudo-comerciales”. Antes que participaran en la economía informal, lo que más irritaba fue que perjudicaran “el buen nombre y prestigio de nuestra ciudad”.7
Apoyándose en los resultados de una sesión de cabildo, Leyva Alemán solicitó en un plazo menor a 72 horas una “limpia total” de indigentes. Del 27 al 30 de agosto de 1960, el centro de Tijuana quedaría libre de malvivientes, mismos que serían forzados “a abandonar la población, trasladándoseles en grupos fuera del Estado de Baja California”.8 Con excepción de los ciegos, que realmente requirieron la caridad pública para sobrevivir, el alcalde ejerció, con miras a festejar el patriótico mes de septiembre, verdadero control del “perímetro de la honestidad”. A pesar de resultar una medida bastante drástica, pudo ser peor de haber existido un espacio en el cual las autoridades albergaran a “elementos antisociales”. La clausura del Hospital de La Rumorosa, en 1958, comenzó a resentirse, después de cerrarse a petición del candidato a la presidencia Adolfo López Mateos (Gruel, 2017, pp. 251-252). Existe un amplio expediente que documenta cómo entre enero de 1955 y abril de 1963, las autoridades municipales y los médicos legistas monitoreaban las redadas y decidían, diagnóstico “enajenación mental” de por medio, enviarlos a la Penitenciaría de La Mesa.9
MIRADAS A LA MESA
La disposición de una base estadística permitió al joven sociólogo Rodolfo Stavenhagen defender una tesis para obtener el grado de maestro en etnología, iniciando con ella una tradición de ciencias sociales que, anticipándose a las reflexiones psiquiátricas, hicieron de Tijuana objeto de estudio. Mediante el levantamiento de datos y cifras in situ, Stavenhagen (2014, pp. 21-26) logró desmitificar algunas de las viejas preconcepciones y controversias acerca de la ciudad –por no hablar de su “leyenda negra”.
Pareciera que los antropólogos que estudiaron la ciudad durante la segunda mitad del siglo xx dialogaron abiertamente con dependencias del gobierno federal –en concreto, las relativas al “colonialismo interno”, es decir, la Secretaría de Gobernación–. Así, compartieron preocupaciones sobre las vidas de los migrantes nacionales. Al buscar a individuos remisos del Programa Bracero, Stavenhagen (2014, p. 166) concluyó alarmado, que los servicios médicos y asistenciales de la ciudad habían dejado de corresponder a su crecimiento poblacional, o lo que era lo mismo, la migración interna encarecía los servicios de salud. En la etnografía también se observó que tuberculosis y prostitución eran las mayores preocupaciones (en cuanto a registro de casos y administración de medicamentos gratuitos para derechohabientes) de los médicos del hospital civil, imss, Cruz Roja y de los dos dispensarios médicos en las “colonias proletarias” (Stavenhagen, 2014, p. 160). Aunque no fueron objetivo central de su investigación, los hallazgos empíricos lo condujeron a describir, gracias al trabajo de gabinete, una explicación de las “patologías sociales”.
Al revisar los indicadores acerca de la alta delincuencia que sufría la ciudad en la década de 1950, el científico social de origen alemán estimó que Baja California era de las entidades más “criminógenas del país” gracias a su condición fronteriza. Los “centros de vicios” ofertados por el turismo –bares, salones de baile, prostíbulos y farmacias o sitios de venta de drogas ilegales– produjeron tal prevalencia criminal. Consciente que no toda la población dependió de tales negocios, Stavenhagen explicó el predominio estadístico de delincuentes sentenciados sobre presuntos de La Mesa. Así, pudo conjeturar con sobrado optimismo que Baja California no conocía la impunidad, pues hubo “eficaz administración de justicia” (Stavenhagen, 2014, p. 170).
Como parte de la comprobación cuantitativa de su objeto de estudio, presentó diferentes gráficas con rangos de edades de delincuentes recluidos, además de explicar las temporadas en que ocurrían los mayores delitos. Siendo el mayor afluente de turistas estadunidenses el veraniego y la oportunidad que vieron los jóvenes de entre 21 y 25 años para delinquir, el científico social anotó lo siguiente: “en 1957 se encontró que casi el 80 por ciento se encontraba en pleno uso de sus facultades al cometer el delito registrado. Algo más de 20 por ciento se encontraba en estado de ebriedad completa. Este es un porcentaje elevado, considerando particularmente que ese es el estado en que se cometen los delitos más graves” (Stavenhagen, 2014, p. 174).
Justo diez años después que Stavenhagen se olvidó de la frontera para concentrarse –a petición de la unesco– en movimientos indígenas y campesinos de América Latina, un antropólogo estadunidense llevó a cabo un exhaustivo trabajo de campo en Tijuana aprovechando una estancia académica en la Universidad Estatal de San Diego. La etnografía de John A. Price revistió interés en Estados Unidos por el contexto anterior y posterior de la “Operación Intercepción”,10 pues las autoridades estadunidenses habían detectado cambios en los patrones juveniles de consumo de drogas y Price (1973) ofreció una explicación sobre el fenómeno del narcotráfico a través de la frontera mexicana: según llegó a observar este antropólogo, 20% de la heroína y 80% de la marihuana consumidas en Estados Unidos pasaban por Baja California (p. 99).
Price analizó los perjuicios urbanos del narcotráfico. Con distribuidores que solamente vendían bloques de un kilo de marihuana o taxistas que indicaban los mejores sitios para obtener dosis individuales, así como farmacias clandestinas que vendían anfetaminas y otros barbitúricos, describió las estrategias de traslado de sustancias a través de la garita internacional, tanto por ciudadanos con ropa hippie o por narcotraficantes mexicanos. El antropólogo describió todo esto al calor de los decomisos e incineración de plantíos y toneladas de drogas por parte del ejército mexicano, mientras que en Washington, D.C., el presidente Richard Nixon ganaba adeptos en su guerra contra las drogas (Astorga, 2012, pp. 103, 119). “La heroína y la cocaína vienen en cantidades tan pequeñas que es mucho más fácil esconderlas que la marihuana. La heroína es regularmente escondida en el cuerpo del traficante” (Price, 1973, p. 109), por lo que se revisaba cada vehículo e individuo sospechoso de ingresar al país con el opioide.
La etnografía de Price dedicó unas páginas a la Penitenciaria de La Mesa, y con el propósito de transmitir a sus lectores angloparlantes las particularidades del espacio, afirmó que el sistema penal en Tijuana era diferente al de Estados Unidos, pues en México custodios y alcaide toleraban la subcultura carcelaria de tal manera que ocurrió eso que el antropólogo identificó como un “espíritu de libre empresa” entre reos y autoridades. Además de disponer de celdas especiales, tiendas de electrodomésticos, alimentos y sexoservidoras, el penal de La Mesa era un microuniverso. Sin recurrir a la precisión estadística de Stavenhagen, Price (1973) explicó que sus connacionales ingresaban a La Mesa por drogas, mientras los mexicanos por “hurto mayor, especialmente el robo a mano armada, [y] aproximadamente una cuarta parte de estos son adictos a la heroína” (p. 118).
La Penitenciaria de La Mesa fue inaugurada en noviembre de 1952, pero cinco años después el concreto de torres de vigilancia y muros de 4.5 metros de altura fue reforzado por un contratista que cumplía condena ahí dentro. Para la década de 1990 su infamia, bajo la denominación “El Pueblito”, era internacional y reflejaba la expansión metropolitana de Tijuana. Las etnografías de Price y Stavenhagen no cotejaron la publicación del gobierno estatal del reglamento interno del penal de La Mesa, en cuyo artículo ocho –inciso Q– se mencionaba que “en casos de locura” entre los reos, debía avisarse a las autoridades correspondientes.11 Lejos de insinuar que fue letra muerta, ambos observadores ignoraron que los artículos 22 y 23 pretendían homologar “los resultados de la estadística médica y el estudio antropológico”.12 La verdad es que había otras necesidades en el sistema penal.
UN LUGAR PARA LA PSIQUIATRÍA
Si Stavenhagen explicó condiciones de clase social que acercaron sus observaciones de Tijuana a las ciencias sociales, la economista convertida en antropóloga Dalia Barrera Bassols llevó el marxismo a su estudio del “ejército de reserva”, es decir, los empleados de la industria maquiladora que desde la década de los sesenta hicieron de la frontera su espacio vital. Alternando pasajes de Karl Marx y Friedrich Engels con observaciones de campo, al finalizar la década de los setenta Barrera Bassols (1987) aplicó una encuesta a poco más de 3 000 individuos que habitaron las zonas marginadas de Tijuana.
La fortaleza del trabajo de investigación de Barrera Bassols radicó en presentar un diagnóstico objetivo y preciso de las condiciones de vida de paracaidistas e invasores de terrenos, al describir hábitos alimenticios, tiempo libre y un sinfín de datos demográficos y ocupacionales. Preocupada al igual que las autoridades de la ciudad de México por los cambios culturales que experimentarían los connacionales al migrar a la frontera, Barrera Bassols (1987) pasó inadvertidamente de la mirada antropológica a la psiquiátrica para precisar que: “Tijuana presenta un alto porcentaje de enfermos mentales y otro considerable de drogadictos y alcohólicos, no existiendo para los primeros ninguna institución especializada que los atienda” y, agregando algo que hemos dicho desde el comienzo de este artículo, “por lo que muchas veces van a parar a la cárcel o vagan por la ciudad” (p. 131).
Lejos de suponer una década perdida debido a la paulatina introducción de las políticas de corte neoliberal, la década de los ochenta supuso una búsqueda activa por la defensa de lo que posteriormente comenzó a llamarse en Baja California y en todo el país, con todo rigor, derechos humanos (Clark, 1991, pp. 33-34). El estudio de los efectos de las crisis políticas y económicas enfocó a migrantes, niños, obreros, mujeres, jornaleros agrícolas, enfermos mentales e indigentes u otros sujetos de estudio. Cual punto de encuentro de las ciencias sociales, médicas y otras áreas de conocimiento –como la arquitectura y el urbanismo–, el tema de las enfermedades mentales cobró relevancia, principalmente en centros educativos de reciente cuño, como la Universidad Autónoma Metropolitana (uam). Más allá de que en torno al campus Xochimilco de la uam gravitaron los psicólogos clínicos y psicoanalistas que nutrieron a los Centros de Integración Juvenil (García y Manero, 2014), uno de los seminarios nacionales e internacionales ahí organizados –y celebrado en Cuernavaca, Morelos, en octubre de 1981– reunió a especialistas que criticaron el modelo manicomial. Tal fue el caso de la comparación hecha de la psiquiatría mexicana con la de Estados Unidos, Francia e Inglaterra, para reconocer que en México esta es una “actividad íntimamente ligada al Estado” y, por ello, era poco proclive a reformas disciplinarias (Rodríguez, 1983, p. 55).
Una ponencia presentada en otro congreso internacional de salud mental y derechos humanos, auspiciado por la uam-Xochimilco, en febrero de 1987, nos permite pensar lo ocurrido en Tijuana. Además de reflejar las dificultades de la descentralización psiquiátrica, la indignación transmitida por un arquitecto al que contrató la Secretaría de Salubridad para diseñar un hospital en Guadalajara, reveló cómo las condiciones de los enfermos mentales empeoraban, dentro o fuera de los pabellones. Consternado por una noticia de unos policías de Chihuahua que trasladaron a unos enfermos mentales de una cárcel a un paraje desértico con miras a que murieran deshidratados, Fernando González Gortázar (1987) reflexionó acerca de la arquitectura de las instituciones psiquiátricas:
Escuché a un alto funcionario [¿Guillermo Soberón Acevedo?] de la Secretaría de Salubridad, en cuyas manos estaba en buena parte la política nacional en este campo, afirmar que a un enfermo mental que delinque hay deteriorarlo tanto que resulté imposible delinquir de nuevo, y supe que algún porcentaje de las manifestaciones psicóticas son producto del confinamiento en hospitales que no lo son de veras, [sino] tumbas para cerebros (p. 67).
Resulta curioso que llegado el momento de la construcción del Hospital Psiquiátrico Municipal de Tijuana nadie hubiera reparado en dicho modelo arquitectónico, por lo que recibió fuertes críticas que pronto analizaremos. Ahora bien, la gravedad es que al contar este hospital con varios antecedentes (ahora) olvidados, la previsión arquitectónica pudo haberse dado desde antes de inaugurarse. En la década de los setenta, conforme fue saturándose la población carcelaria de la Penitenciaria de La Mesa, se evidenció que había otras “tumbas para cerebros” además de los manicomios. Mediante una carta dirigida al Departamento de Prevención Social, así lo manifestaron los propios internos al quejarse de las medidas contrarias al consumo de drogas que, por lo mismo, interrumpieron y limitaron las visitas familiares más que “a través del cerco”. Comunicando sus peticiones acerca de los múltiples problemas que les afectaban, la mayoría relativos a la ausencia de actividades que les ocuparan “física y mentalmente”, se sentían inconformes y pese a admitir contar con servicios profesionales “de un médico general y un psiquiatra, desgraciadamente estas nuevas medidas no [resolvían] en su totalidad los problemas”.13
Las cárceles y sitios de internamiento son “tumbas para cerebros” debido al consumo de drogas por prescripción, habituación voluntaria o proscrita. En la carta antes citada, los mismos reos admitieron que si en verdad las autoridades del penal deseaban “atacar el problema de la drogadicción, [era] menester construir clínicas especializadas”, espacios exclusivos dentro de las instalaciones para recluir a “los adictos cuando se les prive de narcóticos”, es decir, cuando padecieron el síndrome de abstinencia. En suma, los reos recomendaban a las autoridades restablecer la tolerancia a las drogas reanudando las visitas a sabiendas que seguirían escondiéndolas en el cuerpo y ropas de esposas e hijos.14 Price (1973, pp. 124-126) pensaba que erradicar el consumo de heroína de la “sociedad carcelaria”, de La Mesa, era imposible.
Desde sus primeros años de existencia, una de las constantes de Tijuana es la permanente formación de agrupaciones femeniles encargadas de combatir los males que aquejaban a la ciudad (Ortiz, 1989). Muy pronto, y a la par del discurso público que la guerra contra las drogas ganaba terreno, la necesidad de contar con un espacio de reclusión psiquiátrica se convirtió en bandera de algunas mujeres que, incluso, crearon asociaciones civiles exprofeso. No es que el abogado y alcalde Fernando Márquez Arce (1974-1977) deseara inhibir sus intenciones, pero, en el primer semestre de 1975 y tras participar en festividades conjuntas, solicitó cuentas claras a una de estas agrupaciones.15 La rendición de cuentas de dicha asociación, con letra mecanuscrita y papel membretado, presentó un recuento confuso pero pormenorizado. Con ganancias de poco más de 4 000 dólares (más de 20 000 pesos) recabados entre los meses de febrero de 1974 y mayo de 1975 en colectas, maratones telefónicos, cenas y bailes, festivales cómicos y taurinos, además de verbenas organizadas por el Ayuntamiento, el informe presentado no ocultaba los continuos contratiempos de los preparativos de cada evento.16
Los gastos y pérdidas menores a 900 dólares (4 518 pesos de la época) de la asociación ejemplifican que el “Comité Pro-Construcción Hospital Psiquiátrico” tuvo éxito en la medida que se apoyaba en otras agrupaciones con ideales igual de filantrópicos. Las cenas-bailes más exitosas fueron aquellas en las que cedían la organización a otros clubes y patronatos, de tal suerte que, el comité se limitaba a imprimir boletos e invitaciones para nada más ofrecer detalles del proyecto en los eventos. La inversión de poco menos de 500 dólares en la ceremonia de colocación de la “primera piedra” y el cóctel en un lujoso restaurante, refleja que el comité cubrió 349 dólares en la transportación de personas que le daban sustento profesional al proyecto. Así lo confirmó la asistencia del médico recién graduado por la unam y aspirante al posgrado en psiquiatría de la Universidad de Nuevo México, Ignacio Gonzalo Martínez Soto, y la psicóloga Carmen Pérez Marín.17
Doce años después, la defensa de una tesis en arquitectura confirmó que el proyecto del comité de las Quintas de Recuperación A.C. jamás se concretó. El diseño y proyecto arquitectónico del arquitecto Hugo Mancebo del Castillo Pagola supuso, sin proponérselo de modo explícito, una tentativa de abandonar las preconcepciones de “tumba para cerebros”. Mediante un estudio completo que fundamentaba más allá de la propuesta de arquitectura, aspectos jurídicos, geográficos, económicos y, tras consultar a 114 especialistas de México y Estados Unidos, psiquiátricos, el proyecto de Del Castillo (1987) significó la conceptuación de un hospital de primer nivel.
En plena redefinición de las grandes construcciones asilares y de beneficencia que resultaban inoperables y terminaban abandonándose, el tesista propuso un conjunto de edificios con el deseo de que no fuesen demolidos en el mediano plazo. Al considerar que la población censal de Tijuana ascendía a “más de 1,298,758 habitantes y con una población flotante no detectada”, el centro psiquiátrico propuesto que debía cubrir, por lo menos “el 1%”, equivalente a 13 987 internados hipotéticos, y basándose en cálculos de administración hospitalaria de Estados Unidos, tendría espacio para “el 30% de encamados, o sea 4,196 pacientes, y el 70% en la consulta externa, 9,790” (Castillo, 1987, pp. 5-6). A partir de tales criterios, se diseñó una institución psiquiátrica con base en decisiones del gobierno estatal. Acerca del terreno en cuestión se dijo que, ubicado al poniente de la ciudad “entre el tramo de Rosarito y el Mirador”, este era de tipo baldío y carecía de pavimento y agua potable, previéndose abastecerla desde “una central de bombeo en la colonia Francisco Villa” (Castillo, 1987, p. 16). Desde mediados del siglo xx, en que comenzó una urbanización intensiva de las periferias, tal decisión repercutió en el desplazamiento de indigentes y malvivientes.18
El proyecto de Del Castillo tomaba la palabra al decreto número 74 del gobernador Roberto de La Madrid Romandía (1977-1983), que, publicado en el Periódico Oficial del Gobierno de Baja California en diciembre de 1981 y reproducido en la tesis, desincorporaba 40 402 metros cuadrados “del dominio público, [e] incorporaba al dominio privado del gobierno del estado”, por lo que lo enajenaba “a título gratuito en favor del Patronato de Damas Pro Granja Asilo y Pabellón Psiquiátrico” (Castillo, 1987, pp. 16-17). Por la evidencia aquí reunida, concluiremos que el proyecto jamás se realizó, pero tampoco hubo relación entre las agrupaciones femeninas que se expondrán más adelante. A dos años de defenderse la tesis, las autoridades municipales y federales siguieron otra ruta para dotar a Tijuana del ansiado hospital psiquiátrico. Tras incorporarse al colegio de arquitectos, Del Castillo criticó al alcalde Federico Valdés Martínez (1986-1989) por el pabellón psiquiátrico que construyó.19
EL HOSPITAL PSIQUIÁTRICO MUNICIPAL DE TIJUANA
Pese a la distancia temporal en sus inauguraciones, existe una extraña similitud entre el Hospital Psiquiátrico Municipal de Tijuana, inaugurado el 1 de diciembre de 1989, y el Manicomio General de La Castañeda, de la ciudad de México, el 1 de septiembre de 1910. Ambas instituciones fueron creadas y abiertas a la opinión pública como parte de los festejos y celebraciones de un centenario: para el caso de La Castañeda, el inicio del México independiente (en la celebración del Grito de Dolores) y en el de Tijuana, su fundación (un 11 de julio de 1889) (Ruiz, 2009, pp. 136-138). A diferencia de la elite porfiriana, en Tijuana hubo algo de autocelebración relativa al afamado Partido Revolucionario Institucional (pri): la programación de las inauguraciones “coincidieron” con el último año en funciones del alcalde Federico Valdés Martínez, quien desplegando una retórica no muy diferente a la del porfiriato, enarboló valores del siglo xix, atribuyéndole a la “espiral del tiempo” el vertiginoso crecimiento urbano de Tijuana, “a la cabeza del progreso y la modernidad” (Valdés, 1989, p. xv). Precisamente, 79 años atrás, se dijo que mediante La Castañeda la nación incursionaba en la “modernidad psiquiátrica” (Ríos, 2009, p. 15).
Los trabajos conmemorativos de ornato y de carácter público del centenario de la independencia dotaron a la ciudad de México de un impresionante y monumental embellecimiento. En el centenario de Tijuana se inauguraron, a nombre del XII Ayuntamiento, Desarrollo Integral para la Familia (dif) y la contribución del programa “Solidaridad” (del presidente Carlos Salinas de Gortari), dos estancias infantiles, una biblioteca pública, un auditorio de basquetbol, dos estancias infantiles y cuatro centros de desarrollo comunitario en las zonas periféricas.20
Como ejemplo del rezago entre la ciudad de México y Tijuana, desde el mes de enero de 1989 Valdés Martínez anunció la pronta conclusión del pabellón psiquiátrico, una comandancia policiaca y una cárcel preventiva. Previendo futuras críticas acerca de que sus obras fuesen “elefantes blancos”, este declaró a la prensa: “el pueblo juzgará si la realización de las construcciones de los edificios públicos está mal como lo aseguran otras personas”, especialmente, el gremio de arquitectos. La reducción del polígono en que se construyeron los tres espacios resultó, por demás, drástica: en su tesis, Del Castillo fijó un área de poco más de 40 000 metros cuadros. En cambio, Valdés Martínez solamente pudo construir 1 200 metros cuadrados y destinar poco menos de 7 000 a áreas verdes y estacionamientos.21
La ubicación del Hospital Psiquiátrico Municipal resultó distinta a la contemplada por los anteriores proyectos. Situándose de manera directa sobre los terrenos ganados entre los años de 1977 y 1982 al mayor cuerpo de agua que atravesaba la ciudad, en la llamada Canalización Río Tijuana (Castellanos, 1994, pp. 329-331), las expectativas del complejo, por parte de Valdés Martínez, resultaron un verdadero realismo. Las declaraciones, que días después concedió a El Heraldo de Baja California, fueron extraordinarias, pues contemplaba que su obra “no será un manicomio que albergue a locos peligrosos, sino únicamente un lugar en el que se prestará atención a desviados mentales” y, por último, agregó:
[El Hospital Psiquiátrico Municipal de Tijuana] no va a ser La Castañeda, no va a ser un gran manicomio, no tiene la ciudad los recursos necesarios para esto, pero hay la necesidad, la sensibilidad social, para esa gente que anda deambulando por el centro y las colonias de la ciudad de Tijuana.
Los enfermos furiosos los vamos a enviar a otro lugar, y que a los otros se les prestará abrigo, para que ya no vayan por ahí desnudos, sumamente sucios, duerman en las calles o las aceras, o simplemente anden en un grado de alcoholismo muy avanzado.22
Como la misma nota de prensa señaló, el lugar al que remitirían a “furiosos” y “peligrosos” no era otro más que a la capital de Baja California, Mexicali, previa autorización y coordinación entre gobiernos municipales. Por otro lado, no pasaremos por alto que 1989 fue un año electoral en Baja California. A pocos meses de presentar su primer informe presidencial, Salinas de Gortari estaba personalmente interesado en las elecciones para gobernador de Baja California y, sobre todo, en el papel que habrían de desempeñar los candidatos de los partidos de oposición. El triunfo de Ernesto Ruffo Appel, todo un hito dentro de la llamada transición democrática, daría inicio a la primera gubernatura bajo el mando del Partido Acción Nacional (pan). Hecho curioso es que en esas mismas elecciones –en las que además de gobernador, se eligieron nuevos alcaldes y diputados–, la legislación electoral negó el voto a pacientes psiquiátricos.23
Cual ejemplo de sus claroscuros, el Hospital Psiquiátrico Municipal de Tijuana fue una obra que respondió a la influencia del presidente Salinas de Gortari. Pues si bien en las declaraciones antes citadas, Valdés Martínez mencionaba que el Ayuntamiento invirtió poco más de 1 000 000 de pesos en la cárcel y la comandancia, “el pabellón psiquiátrico será construido por un patronato con el apoyo del XII ayuntamiento” y sin mencionar al presidente,24 finalmente, al develar la placa conmemorativa aparecieron los logotipos del programa “Solidaridad” (Lizardi, 1995, p. 178).
Aunque dicho esquema de financiamiento con recursos federales no contravenía o excluía utilizarse para obras municipales, confunde luego de lo expresado por el propio alcalde en su último informe de gobierno: jactándose de haber resuelto un “añejo problema”, pues “los enfermos mentales sin familia ni recursos ahora podrán ser atendidos de forma humanitaria”, Valdés Martínez no se olvidó de reconocer el apoyo del Club de Leones, pues integraron, bajo la presidencia del ingeniero Mario Alberto Rodríguez Corella, un patronato municipal para dicho propósito (Ortiz, 1989, p. 245).25 ¿Qué tanto participó el patronato y a cuánto ascendió el apoyo financiero de “Solidaridad” para concretar esta obra? Nuestras fuentes no permiten responderlo, pero sí contribuyen, en cambio, a profundizar en la necesidad de instituciones de salud mental.
El periodista Edmundo Lizardi publicó en julio de 1994 un largo reportaje en la revista Compás, de La Paz, Baja California Sur, mismo que apareció en la compilación aquí citada de sus artículos. La claridad transmitida por Lizardi (1995) al explicar lo ocurrido en el Hospital Psiquiátrico Municipal de Tijuana fue tal que, sin alejarse de la objetividad, por momentos suspendió el hermetismo del ámbito psiquiátrico. Además de las ricas descripciones sobre las condiciones de internos y del pabellón en sí mismo, lo más valioso del reportaje fueron los diálogos y comentarios que reprodujo del director del hospital y psiquiatra de origen jalisciense, Silvestre Pérez Bracamontes. Aunque desconocemos el contexto en que fue contratado como primer director del hospital, y, a pesar de que Pérez Bracamontes no fue el primer especialista en la psique que llegó a Tijuana,26 no cabe duda que estuvo a cargo de la primera institución psiquiátrica local, como parte del relevo que supuso la transición de un partido político por otro. De hecho, y según puede leerse en el reportaje de Lizardi, desde ahí teorizó sobre aquellos que estuvieron bajo su custodia.
Egresado de la cuarta generación de la especialidad en psiquiatría de la Universidad de Guadalajara (udeg) (Villaseñor, 2006, p. 305), Pérez Bracamontes reconoció su eclecticismo terapéutico al frente de la institución tijuanense: “se toma un poco de cada método, de cada teoría. Todo depende del paciente”. Tras reconocer que en sus pabellones hubo una disparidad de clases altas e indigentes, en proporciones poco equiparables, concluyó: “si se requiere aplicar medicamentos a altas dosis [se aplica], psicoterapia de apoyo, técnicas conductistas, [todo] se aplica” (Lizardi, 1995, p. 179). Aunque debía rendirle cuentas a la nueva administración adherida al pan del alcalde Carlos Montejo (1989-1992), Pérez Bracamontes se ceñía a normas implícitas de funcionamiento establecidas por el priismo. El Hospital Psiquiátrico Municipal contemplaba estancias breves de hospitalización. En torno a dicho criterio pesó menos la cuestión administrativa que la arquitectónica.
Al comienzo de la década de los noventa ocurrieron una serie de cambios nacionales e internacionales en la definición de los derechos humanos que se manifestaron a partir de la visita del Hospital Psiquiátrico Municipal. Entonces la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (cndh) había emprendido visitas similares en otras instituciones, como en Baja California Sur, Chihuahua o Durango, sobre todo a raíz de que la Organización de las Naciones Unidas (onu) emitió una serie de definiciones acerca de la calidad del internamiento psiquiátrico y que el médico Eduardo J. Bárcena Brambila compiló e instrumentó para nuestro país. La nueva legislación siguió contemplando el internamiento voluntario o involuntario bajo certificaciones médicas, salvo por la novedad de que en cualquier caso tendría que prevalecer la aplicación del principio de “la opción menos restrictiva” (cndh, 1995a, p. 6).
Debe mencionarse que la cndh visitó la institución bajo el mando de Pérez Bracamontes en diciembre de 1993,27 emitiendo, al poco tiempo, recomendaciones puntuales dirigidas al gobernador Ernesto Ruffo Appel (1989-1995) y al alcalde de Tijuana, Héctor Osuna Jaime (1992-1995), ambos adheridos al recién electo Partido Acción Nacional:
Los pacientes son internados por espacios de tiempo insuficientes, ya que el hospital se considera como un centro de corta estancia […] Sin embargo, muchos de los enfermos psiquiátricos que ingresan son pacientes crónicos que requieren apoyo por más tiempo del que están internados en promedio. Lo referido explica el gran número de recaídas y de abandono del tratamiento que se observó al revisar los expedientes clínicos de los pacientes internados.28
Tanto el director Pérez Bracamontes como Lizardi tuvieron opiniones comunes acerca de las condiciones sociales y urbanas propicias para la enfermedad mental, incluidas la drogadicción y la criminalidad. Así, como parte del ethos de innovación de la medicina, en la cual no es necesario remitirse a una única línea de conocimiento, Pérez Bracamontes incursionó en la “psicosis del migrante” al referir cómo de entre 1 069 pacientes que pasaron por los pabellones a su mando entre diciembre de 1989 y octubre de 1991, hubo “60 casos con este síndrome. Para documentarnos acudimos a la biblioteca [Geisel] de La Joya”, de la Universidad de California en San Diego, para consultar los manuales de la Asociación Psiquiátrica Americana acerca de la “psicosis reactiva breve” (Lizardi, 1995, p. 179). Para los visitadores de la cndh, por ejemplo, los episodios psicóticos se agravaron con el consumo de la baya espinosa conocida como “toloache”.29
Pérez Bracamontes identificó en esos 60 pacientes masculinos un perfil juvenil de extracción rural y campesina, en cuyo proceso migratorio hacia Estados Unidos sufrieron “dos o tres días de viaje sin comer y sin dormir” que naturalmente les produjo ataques de pánico y desorientación espacio-temporal: nada que no pudieran aliviar unas comidas, un sitio seguro para descansar y un par de dosis de medicamento antipsicótico –en un lapso de 72 horas– (Lizardi, 1995, p. 180). Este alivio, del que se jactó Pérez Bracamontes, fue identificado perfectamente desde los días de La Castañeda, puesto que psiquiatras como Edmundo Buentello o Leopoldo Salazar Viniegra se percataron que, con buena dieta y suficientes horas de sueño, los síntomas psicóticos –incluida la desorientación crono y topopsíquica– del repatriado “desaparecían, ya que el síndrome no obedecía a factores bioquímicos sino a causas sociales” (Ríos, 2011, p. 370).
No exenta de controversia entre los académicos de la ciudad de México de mediados del siglo xx, la entidad nosológica “psicosis del repatriado” derivó de la observación de 204 pacientes que ingresaron a La Castañeda entre 1930 y 1951 y la revisión clínica de otro tanto de repatriados-enfermos remitidos por Estados Unidos. Además de las limitaciones lingüísticas y emocionales, resultado de su estancia en aquel país, los sujetos observados por Buentello y Salazar Viniegra vivieron “en vagones de tren acondicionados como viviendas y con una vida cotidiana muy al margen de la sociedad” –segregados, insalubres y/o alcoholizados– (Ríos, 2011, p. 366).
Décadas después y de manera algo similar, en Tijuana los migrantes en estado psicótico deambulaban por extensos lotes baldíos entre subdelegaciones y proyectos inconclusos de urbanización. Por ello mismo, el seguimiento que la propia cndh dio al Hospital Psiquiátrico Municipal de Tijuana y al gobierno de Baja California fue, en años posteriores, muy reiterado al respecto: considerando que la recomendación 021/1994 fue “parcialmente cumplida”, se siguió insistiendo en que “los criterios de externación [sic] de los pacientes consideren aspectos psicopatológicos y no de tiempo de internamiento previamente determinado y mejorar el seguimiento en los casos canalizados a albergues, para evitar recaídas” (cndh, 1995b, p. 456; 1996, p. 409).
La explicación que el psiquiatra e historiador de la psiquiatría Edwin Fuller Torrey (1988) ofreció, para el caso estadunidense, respecto al fenómeno de enfermedad mental e indigencia –estimando una incidencia de 150 000 personas para la década de los ochenta– incumbió a algunos de los procesos históricos que hemos indicado hasta el momento: la descentralización, puesto que Nixon y Reagan recortaron fondos al Instituto Nacional de Salud Mental (nimh, por sus siglas en inglés) y ello forjó esfuerzos regionales y, sobre todo, la “post-desinstitucionalización”, pues con el cierre masivo de manicomios hubo centros comunitarios encargados de monitorear la reincorporación de los pacientes externados. Gracias a la “guerra contra las drogas”, muchos de estos esfuerzos quedaron en segundo término, incrementándose, por consecuencia, el número de enfermos en las calles (Torrey, 1988, p. 48).
Las recomendaciones de la cndh insistieron acerca de la inconveniente ubicación del Hospital Psiquiátrico Municipal de Tijuana, debido a que los pacientes dados de alta (o peor, cuando estos se fugaban) ocurrían muy cerca de una vialidad de alta velocidad, directamente sobre la canalización del río Tijuana. “La política del nosocomio”, se reflexionó en la recomendación de la cndh, “es no perseguir al paciente, debido a que la cercanía con una vía rápida para automóviles podría ocasionar que el enfermo fuera atropellado”, y al deambular por el circuito cerrado (existente desde la década de los sesenta) de calle, hospital y/o cárcel, “regresan traídos por sus parientes o por autoridades policiacas que los encuentran vagando o mendigando en la ciudad”.30
A diferencia de La Castañeda, que dependió de las secretarías de Estado y recibía recursos federales, el Hospital Psiquiátrico Municipal dependió hasta su clausura definitiva, como lo indica el nombre, del Ayuntamiento local. De hecho, el reportaje de Lizardi y la recomendación cndh 21/94 representaban una denuncia de las carestías que enfrentaba, sin convenios de colaboración “con otras instituciones sanitarias y con la administración pública”. Sin embargo, para la cndh el responsable de que la institución no contara con un reglamento propio o un patronato para su funcionamiento siempre fue el gobierno estatal. “Por cuanto al presidente municipal de Tijuana, Baja California, se encuentra pendiente que proporcione los recursos materiales, financieros y humanos que hagan falta” (cndh, 1995b, p. 456; 1996, p. 409). Las filántropas de la Quinta de Recuperación, club de Leones o las colectas del dif brillaron por su ausencia.
Al igual que con los reos de la penitenciaria de La Mesa, sobre los internos del pabellón psiquiátrico recayó un estigma que no orilló a tales agrupaciones a encausar sus esfuerzos. Además de ampliar las fuentes de financiamiento, Pérez Bracamontes buscaba modificar la imagen del psiquiátrico bajo su dirección mediante la eliminación de rejas y celdas para “convertir el centro de salud mental en algo más parecido a un hogar”, que de cualquier modo albergaría a un amplio contingente de migrantes nacionales e internacionales (Lizardi, 1995, p. 188). Para diciembre de 1993 había 1 254 internos, de los cuales 66.34% provenían de Jalisco, Sinaloa, Sonora, Distrito Federal y otras entidades. Hubo un 5.1% de extranjeros, mientras que el resto (28.56%) eran internos nacidos en Baja California.31 Ante semejante deterioro institucional y al considerar que aspectos básicos como la alimentación eran cruciales para el mejoramiento de los internos, hubo una “voluntaria extranjera conocida como Mamá Toña” que les ayudó.32 A continuación discutiremos su identidad.
MADRE ANTONIA Y EL TANQUE F
Tras vivir utilizando un hábito monástico desde 1978 hasta poco antes de morir en 2012 dentro de una celda de La Mesa, Mary Clarke de Brenner (1926-2013) es la última pieza de nuestro rompecabezas. Pese a trabar amistad con monseñor Juan Jesús Posadas Ocampo, hasta el presente siglo xxi recibió anuencia oficial para llevar hábito y crear su propia congregación. Según el libro publicado a partir de notas en el Washington Post y cuyos autores obtuvieron un premio Pulitzer en 2003, las autoridades penitenciarias vieron con buenos ojos la presencia de la Madre Antonia, pues temían a los continuos motines que ocurrieron en el penal.
Madre Antonia supo de la existencia del Tanque F (mazmorra en el interior de La Mesa destinada a reos y enfermos mentales) desde la primera ocasión que visitó Tijuana y, en concreto, dicha institución. En 1965, acompañada de los padres misioneros Henry Vetter y Elmer Wurth quedó conmocionada, puesto que ahí “los enfermos trastornados mentalmente eran hacinados en terribles condiciones”. Una vez de regreso en su departamento de San Diego, California, comenzaron a preocuparle las miserables condiciones de
Los afectados con alguna discapacidad mental, quienes […] eran segregados de los demás y puestos en el ominoso Tanque F, prácticamente un simple corral y los remanentes de lo que había sido alguna vez un techo que dejaba a los internos expuestos a la lluvia y con el piso permanentemente sucio, separado del resto de la prisión por vallas y alambres de púas (Jordan y Sullivan, 2009, pp. 57-70).
Al año siguiente de la visita de Madre Antonia, ocurrió un crimen en el interior del Tanque E: inexplicablemente, un reo de 26 años utilizó un pedazo de hojalata para aniquilar a otro de 55 años. Según el periódico, ambos estaban afectados de sus facultades mentales, pero el más joven, en “un arranque de locura”, dio muerte al más viejo y no externó a las autoridades algún móvil coherente sobre su homicidio, ya antes había matado a alguien “dejándole caer una pesada piedra sobre la cabeza cuando estaba dormido. Se comprende la peligrosidad del tipo, el cual, por no haber un centro de reclusión para enfermos mentales, sigue y seguirá confinado en el penal de La Mesa”.33 Noticias como estas aparecían con cierta regularidad en los diarios tijuanenses.
En ese sentido, el último de los relatos etnográficos que revisamos explica algo de ambos “tanques”. Al investigar en 1995, específicamente la situación carcelaria femenina a escala nacional, Elena Azaola y Cristina Yacamán reconstruyeron la vida cotidiana en el interior de las prisiones. Pese a que Madre Antonia no apareció por las páginas de su breve informe, explicaron la situación de los “tanques” de La Mesa, semejante “denominación que no conlleva ningún matiz de metáfora, pues estos lugares realmente parecen tanques”, o lo que es lo mismo, eran viejos depósitos de agua (Azaola y Yamacán, 1996, p. 67).
Con un hacinamiento de entre 60 y 70 sentenciados por crímenes violentos y carentes de alguna interdicción o atención psiquiátrica, el Tanque F era custodiado por siete custodios fuertemente armados. “En una población de 2,388 internos e internas, entre procesados, sentenciados, enfermos mentales y menores, el problema número uno [en La Mesa] es el espacio”, dijo a las antropólogas una de las autoridades no identificadas del penal, para después espetar con plena contundencia: “es tanta la sobrepoblación que en cualquier momento puede haber un estallido” (Azaola y Yacamán, 1996, p. 70. Las cursivas son mías). Y en torno a ese aspecto, Madre Antonia intervino puntualmente, observando al modo de Goffman (2001), las rutinas en las que la dignidad humana era violentada.
La estructura narrativa del reportaje de Mary Jordan y Kevin Sullivan acerca de Madre Antonia quedó organizada a partir de sus “campañas”. Siendo estas exitosas o infructuosas en el mejoramiento de las condiciones de vida de prisioneros y enfermos mentales, hubo rituales como “el Grito” que logró suprimir. Consistente en interpelar por los nombres, apodos, delitos y sentencias de los reos. Para “el Grito” los custodios objetivaban al usuario a partir de su droga predilecta. Dicho ritual tuvo lugar diariamente en un pasillo oscuro y húmedo mientras los cuerpos y cabezas de los reos eran golpeados con trapos o porras (Jordan y Sullivan, 2009, pp. 90-94).
Al entrar en contacto con los más importantes narcotraficantes mexicanos, que tendieron redes de distribución por todo Estados Unidos en las décadas de los setenta y los ochenta, Madre Antonia –de quien se sospechó era agente encubierta de la Drug Enforcement Administration (dea, por sus siglas en inglés)– trabó amistades con algunos de ellos, e incluso fungió en una suerte de consejería religiosa y espiritual, como intermediaria entre jueces y autoridades de ambos países. Tal fue el caso de la relación entre Madre Antonia y “el tipo más malvado de la frontera” y principal socio de Rafael Caro Quintero (Astorga, 2004, p. 84), José Contreras Subias, quien, a petición de la monja, inyectó recursos en la infraestructura de La Mesa y de otra prisión preventiva de Tijuana. Nuestra hipótesis es que ella intentó utilizar parte del dinero del narcotráfico sin decomisar para crear una institución religiosa con mejor cuidado que el propio Hospital Psiquiátrico Municipal de Tijuana, pues “agudamente consciente de las necesidades de los enfermos mentales, la religiosa buscó ayuda en otras hermanas y sacerdotes en quienes confiaba, y todos ellos le dijeron lo mismo: que en ninguna iglesia podría aceptar [ese] dinero” (Jordan y Sullivan, 2009, p. 120).
No cabe duda que había ingenuidad en las acciones de Madre Antonia. Más allá de enfatizar un cierto pragmatismo como rasgo esencial de su nacionalidad –estadunidense, con ascendencia irlandesa–, cabe destacar el aspecto heterodoxo y no denominacional del cristianismo que practicó. Ya para los últimos años de su vida, que fueron los primeros del siglo xxi, las cosas cambiaron, pues en 2003 fue autorizada por el arzobispo de Tijuana, Rafael Romo Muñoz, para congregar a las Siervas Eudistas de la Undécima Hora y ordenar un perfil devocional muy similar al suyo: mujeres estadunidenses de la tercera edad, que después de haber vivido su maternidad, matrimonio e incluso carreras profesionales, decidían tomar los hábitos (Jordan y Sullivan, 2009, p. 168).
Tras el íntegro repaso de su vida por parte de los periodistas Mary Jordan y Kevin Sullivan, queda claro que Madre Antonia no pudo hacer cuanto quería por los enfermos mentales de Tijuana. La recomendación de la cndh 21/94, antes referida, mencionó que a menudo llevaba alimentos y ropa de segunda mano al Hospital Psiquiátrico Municipal de Tijuana. Sin embargo, lo que estuvo más a su mano fue el Tanque F, que, al igual que otros tanques, barracas y celdas de La Mesa, fue destruido en vísperas de la apertura, en agosto de 2002, del Centro de Reinserción Social de Baja California en El Hongo, municipio de Tecate, a 28 kilómetros de La Rumorosa (Miranda, 2016, p. 88). Antes de esto, en diciembre de 1998, Madre Antonia contactó a un marine retirado, quien, ejerciendo una pastoral evangélica en el condado de Orange, California, se interesó por la prisión. Para la segunda quincena de 1999, el pastor cruzó a Tijuana en compañía de jóvenes misioneros y:
Un camión de dos y media toneladas cargado con dos televisores de pantalla grande, 60 sacos para dormir, 300 pares de trusa y camiseta, calcetines, jeans y sudaderas que ellos repartieron en el Tanque F. Muchos de los internos estaban demasiado enfermos para entender lo que sucedía; sin embargo, un hombre joven se acercó a Sam y le dijo: “No tienes idea de lo que has hecho por nosotros” (Jordan y Sullivan, 2009, p. 174).
No ignoramos el carácter polémico de la Madre Antonia y, sobre todo, la limitada consistencia documental que hemos reflejado acerca de sus andanzas en México –un libro es insuficiente, por lo que estamos en busca de su archivo personal–. La mayor certidumbre concerniente a su presencia en la ciudad es que a partir de la publicación del reportaje comenzó a llamar la atención de ambos países, al grado que pronto la situación de celdas y pabellones psiquiátricos apareció en noticieros televisivos. Resulta significativo el mutuo reconocimiento entre ella y el antropólogo Víctor Clark Alfaro, quien por entonces se convirtió en uno de los mayores defensores de los derechos migratorios en la región fronteriza (Clark, 1991, p. 34), pues este observó cómo la “guerra contra las drogas” intensificó la brutalidad binacional hacia mexicanos, no importando si fueran traficantes, consumidores, indigentes o simples deportados de Estados Unidos.
CONCLUSIONES
“Un ingrediente esencial de un buen servicio psiquiátrico es un número suficiente de competentes psiquiatras, psicólogos y trabajadores sociales”, escribió Torrey (1988, p. 161) en un libro muy claridoso acerca de cómo las altas concentraciones de enfermos mentales e indigentes tienden a reducirse fortaleciendo el entramado de instituciones de salud mental, tarea que, necesariamente, corresponde a la federación. La precariedad institucional de Tijuana resulta sobresaliente, pero no sería justo culpar a la administración pública, pues el éxito de una política de salud mental requiere de múltiples esfuerzos que, yendo más allá del financiamiento federal a instituciones, estancias de investigación, becas de posgrado y creación y mantenimiento de nuevas instituciones, también incluya las acciones de la sociedad. Creemos que la participación de antropólogos y científicos sociales en dicho proceso resultó positiva, pero tampoco tendría que sustituir a los psiquiatras. A reserva de comparar el actual número de especialistas en la psique en Baja California, para el caso de Tijuana durante el periodo aquí revisado su número resultó insuficiente. Las trayectorias de los psiquiatras pioneros de la ciudad parecen absorbidas por completo por problemas demasiado ligados a un contexto extraclínico. Por ello, a pesar que el Hospital Psiquiátrico Municipal se encontraba en funciones, autoridades penitenciarias toleraban la existencia del Tanque F en La Mesa. ¿Acaso no existían en Baja California los juicios de interdicción por demencia?, ¿qué otros mecanismos efectivos hubo para liberar a los enfermos mentales del circuito del encierro carcelario/hospitalario?
El fracaso de una institución como el Hospital Psiquiátrico Municipal resulta evidente debido a la dinámica de reincidencia que no se pudo acabar, pues siendo la movilidad permanente un rasgo de la ciudad, el diseño de estancias cortas, detrás de dicha institución, jamás contempló que más allá de las políticas de descentralización y/o de posdesinstitucionalización, la psiquiatría lidia con entidades nosológicas caracterizadas por su cronicidad (Sacristán, 2017). A la larga, evitar el “confinamiento prolongado” de pacientes con el propósito de no incrementar los gastos corrientes del Hospital Psiquiátrico Municipal constituyó una medida poco económica, pues no eliminó el problema de fondo, todo lo contrario. A partir de las evidencias aquí reunidas, pareciera que las agrupaciones tijuanenses después de la década de los setenta tuvieron más rechazos y reticencias para beneficiar a las instancias de salud mental. El problema local es que pudiendo haberse desdoblado el Hospital Psiquiátrico Municipal en diferentes instituciones menores, se optó, desde el gobierno estatal, por desaparecerlo en diciembre de 2007 y sustituirlo, todo como parte de los gobiernos de la transición democrática, por otro hospital de carácter privado, que, rodeado de parques industriales, constituye el punto de mayor lejanía del recorrido de los enfermos mentales expuestos a la intemperie.
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OTRAS FUENTES
Archivos
ahebc Archivo Histórico del Estado de Baja California.
aht Archivo Histórico de Tijuana.
Hemerografía
El Heraldo de Baja California, Tijuana, Baja California.
Extra, Tijuana, Baja California.
Periódico Oficial del Gobierno de Baja California, Mexicali, Baja California.
Zeta, Tijuana, Baja California.
1 “El penal de La Mesa es un campo de concentración nazi”, Extra, 17 de enero de 1965, p. 6.
2 Boletín núm. 4909 del presidente municipal Manuel Quirós Labastida, 24 de mayo de 1957. Fondo Oficialía Mayor. Serie Vagancia y malvivencia. Exp. 178.4/741. Archivo Histórico de Tijuana (en adelante aht), Tijuana.
3 Oficio núm. 6096 del presidente municipal Manuel Quirós L. al primer juez de distrito de Baja California, 3 de junio de 1958. Fondo Oficialía Mayor. Serie Reparaciones de la cárcel. Exp. 691.71/1053. aht, Tijuana.
4 Oficio núm. 3646 del presidente municipal Manuel Quirós L. al comandante de la policía municipal, 30 de abril de 1959. Fondo Oficialía Mayor. Serie Vagancia y malvivencia. Exp. 178.4/741. aht, Tijuana.
5 Oficio s/núm. de Miguel Goldstein, J. M. Rubalcava, Pola Álvarez y Ángel Arriola al presidente municipal, 18 de agosto de 1960. Fondo Oficialía Mayor. Serie Vagancia y malvivencia. Exp. 178.4/741, f. 1. aht, Tijuana.
6 Oficio s/núm. de Miguel Goldstein, J. M. Rubalcava, Pola Álvarez y Ángel Arriola al presidente municipal, 18 de agosto de 1960. Fondo Oficialía Mayor. Serie Vagancia y malvivencia. Exp. 178.4/741, fs. 1-2. aht, Tijuana.
7 Oficio núm. 6428 del presidente municipal Xicoténcatl Leyva Alemán al comandante de la policía municipal, 19 de agosto de 1960. Fondo Oficialía Mayor. Serie Vagancia y malvivencia. Exp. 178.4/741. aht, Tijuana.
8 Oficio núm. 6148 del presidente municipal Xicoténcatl Leyva Alemán al comandante de la policía municipal, 25 de agosto de 1960. Fondo Oficialía Mayor. Serie Vagancia y malvivencia. Exp. 178.4/741. aht, Tijuana.
9 Desde 1955 hasta el cierre del hospital en 1958, la municipalidad de Tijuana había enviado a La Rumorosa 37 casos, de los cuales 21% fue del sexo femenino, 10% fueron liberados luego de una breve estancia en el hospital y 8% eran prófugos reincidentes del mismo. Ver las remisiones médicas del doctor Gustavo Aubanel Vallejo. Fondo Oficialía Mayor, Serie Hospital de La Rumorosa. Exp. 641.1/1412. aht, Tijuana.
10 Como parte de la guerra contra las drogas, la “Operación Intercepción” consintió en vigilancia y revisión automovilística en el cruce de la garita a través de México y Estados Unidos entre agosto y octubre de 1969. Las localidades fronterizas lamentaron dicho operativo, pues triplicó el tiempo de espera para cruzar a Estados Unidos, mientras Nixon recomendaba a los estadunidenses de preferencia no cruzar a México (Enciso, 2009, pp. 598-601; Price, 1973, p. 117). Price (1973) argumentó que, de cualquier modo, el impacto fue mínimo pues al comenzar la década de 1970 “la economía de Tijuana se encontró mejor que nunca”, al igual que “el volumen de drogas mexicanas en Estados Unidos” (pp. 114-115). De este contexto surgió la práctica de negar el visado de mexicanos con antecedentes penales o enfermedades mentales.
11 “Reglamento de la penitenciaria del estado de Baja California”, Periódico Oficial del Gobierno de Baja California, 31 de diciembre de 1967, p. 5.
12 “Reglamento de la penitenciaria del estado de Baja California”, Periódico Oficial del Gobierno de Baja California, 31 de diciembre de 1967, p. 7.
13 Los reos no mencionaron el nombre del psiquiatra. Carta de Mauro Acosta, Javier Baldiovar, Francisco González Morales, Rodolfo Caballero, Eligio Fitche Díaz, Rafael Sarabia, Roberto y Severiano Ibarra al Departamento de Prevención Social del Gobierno del Estado, 24 de abril de 1972. Fondo Gobierno del Estado. Caja 118, exp. 6. Archivo Histórico del Estado de Baja California (en adelante ahebc), Mexicali.
14 Carta de Mauro Acosta, Javier Baldiovar, Francisco González Morales, Rodolfo Caballero, Eligio Fitche Díaz, Rafael Sarabia, Roberto y Severiano Ibarra al Departamento de Prevención Social del Gobierno del Estado, 24 de abril de 1972. Fondo Gobierno del Estado. Caja 118, exp. 6. ahebc, Mexicali.
15 Oficio núm. 8737 del presidente municipal Fernando Márquez Arce a Quinta de Recuperación, A.C., 28 de mayo de 1975. Fondo Oficialía Mayor. Exp. 641.1/11218. aht, Tijuana.
16 Relación de actividades que se presenta al VIII Ayuntamiento, mayo de 1975. Fondo Oficialía Mayor. Exp. 641.1/11218, fs. 1-5. aht, Tijuana.
17 Relación de actividades que se presenta al VIII Ayuntamiento, mayo de 1975. Fondo Oficialía Mayor. Exp. 641.1/11218, f. 1. aht, Tijuana.
18 “El turista acosado por boleros, vagos, carteristas, choferes y polleros”, El Heraldo de Baja California, 9 de agosto de 1982, p. 1-A.
19 Héctor Javier González Delgado, “No todo salió bien”, Zeta, 8 de diciembre de 1989, p. 60A.
20 Cual recordatorio del origen partidista de todos los inmuebles inaugurados por Valdés Martínez, muchos llevaron nombre y apellido de los gabinetes municipales, estatales y federales, véase “Hemos cumplido”, Zeta, 1 de diciembre al 8 de diciembre de 1989, pp. 40A-41A.
21 “La construcción de edificios públicos se concluirá en mayo”, El Heraldo de Baja California, 6 de enero de 1989, p. 10A. Antes de concluir ese mismo mes, retornaría el tema a la opinión pública, debido a que 275 reos pasaron a La Mesa. Marcos Islas, “Hay sobrepoblación en la cárcel municipal”, El Heraldo de Baja California, 23 de enero de 1989, p. 3A.
22 “Pabellón psiquiátrico”, El Heraldo de Baja California, 20 de enero de 1989, p. 3A.
23 Felipe Morales, “Ni vagabundos, borrachos, locos ni muertos, votarán”, El Heraldo de Baja California, 2 de marzo de 1989, p. 1A.
24 “La construcción de edificios públicos se concluirá en mayo”, El Heraldo de Baja California, 6 de enero de 1989, p. 10A.
25 Federico Valdés Martínez, “Tercer informe del gobierno municipal de Tijuana”, noviembre de 1989. Fondo Archivo Vertical. Clasificación 5.75, sin paginación. aht, Tijuana.
26 Además de Castañeda García y Santillana (194?-2012), he aquí nombres y apellidos del gremio psiquiátrico de Tijuana: Manuel Molina Bellini (1945-2014), José Enrique Suárez y Toriello, José de Jesús Curiel Figueroa y Juan Hermilio Fernández González. Todos convergieron en la Facultad de Medicina de la uabc y en los Centros de Integración Juvenil, además de clubes y hospitales (Santillana, 2002, pp. 62-75).
27 Desde el año de 2020 hemos venido consultando las 30 páginas del informe a través del sitio web: www.cndh.org.mx/sites/all/doc/Recomendaciones/1994/Rec_1994_021.pdf, sin embargo, actualmente este sitio se encuentra caído. Para su consulta, véase https://archive.org/details/rec-1994-021/mode/2up En lo sucesivo abreviaremos esta fuente como: cndh 21/94, seguido de la página citada.
28 cndh 21/94, p. 23.
29 cndh 21/94, p. 4.
30 cndh 21/94, p. 9.
31 cndh 21/94, p. 20.
32 cndh 21/94, p. 7.
33 “Un peligroso reo loco mató a su compañero de tanque”, El Heraldo de Baja California, 12 de febrero de 1968, p. 1. Las cursivas son mías.
* Doctor en historia por El Colegio de México. Líneas de investigación: historia regional de la salud mental e historia del desarrollo regional.