10.18234/secuencia.v0i120.2261

Artículos

Vectores, militares y nativos:
fiebre amarilla y paludismo en Yucatán, 1911-1912

Vectors, Military and Natives: Yellow Fever and Malaria in Yucatan, 1911-1912

 

Carlos Alcalá Ferráez1 https://orcid.org/0000-0003-3955-9437

 

1Universidad Autónoma de Yucatán, México carlos.alcala@correo.uady.mx

 

Resumen:

Este artículo presenta la discusión de los conocimientos médicos sobre la fiebre amarilla durante un episodio epidémico que se presentó en la ciudad de Mérida y otros poblados del estado de Yucatán, entre los años de 1911 y 1912. Este trabajo se elaboró con base en los reportes científicos de los médicos que realizaron investigaciones sobre esta enfermedad y el paludismo. Se revisó el Boletín de Estadística para contrastar las cifras proporcionadas tanto por los científicos como por las autoridades sanitarias. En cuanto a los episodios epidémicos, los reportes eran críticos con las disposiciones de las autoridades sanitarias porque no hacían un seguimiento constante de las personas susceptibles. Por otra parte, el origen del padecimiento rompía con los postulados de la literatura médica. Además, las manifestaciones clínicas de los enfermos del interior generaron un debate sobre los métodos para el diagnóstico a través de los análisis de laboratorio y la terapéutica.

Palabras clave: fiebre amarilla; paludismo; laboratorios; terapéutica; microbio; mosquitos.

Abstract:

The article presents the discussion of medical knowledge about yellow fever during an epidemic episode that occurred in the city of Mérida and other towns in the state of Yucatán between 1911 and 1912. This work was prepared based on the scientific reports from physicians who conducted research on this disease and malaria. The Statistical Bulletin was reviewed to contrast the figures provided by both scientists and health authorities. Regarding epidemic episodes, the reports were critical of the provisions of the health authorities because they did not constantly monitor susceptible people. On the other hand, the origin of the condition broke with the postulates in the medical literature. In addition, the clinical manifestations of the patients in the interior generated a debate on the methods for diagnosis through of laboratory analysis and therapy.

Keywords: yellow fever; paludism; laboratories; therapeutics; microbes; mosquitoes.

Recibido: 20 de julio de 2023 Aceptado: 2 de abril de 2024
Publicado: 15 de julio de 2024

Los reportes sobre la existencia de una enfermedad llamada fiebre amarilla se remontan al siglo xv tanto en América como en África. Posteriormente, entre los siglos xvii y xix, la enfermedad se extendió hacia territorios de América Central y América del Sur, así como en puertos del territorio que actualmente forma la república mexicana. En 1786, según José Tuellsa y Paloma Mássoc (2006), se reportó el primer caso con base en pruebas epidemiológicas en las costas de Senegal. En el siglo xix el mal se extendió hacia Europa, donde los puertos españoles fueron los más afectados, así como algunas localidades italianas e inglesas (pp. 186-196). De la misma manera, ciudades brasileñas y argentinas sufrieron los estragos de la enfermedad durante la segunda mitad de esta centuria (Benchimol, 2010, pp. 247-266; Galeano, 2009, pp. 107-120).

El pensamiento médico sobre la fiebre amarilla nos remite hacia dos cuestiones: la búsqueda del agente causal y la hipótesis de un transmisor intermediario. En la primera mitad del siglo xix, los postulados de la teoría miasmática constituían la base para discutir sobre las causas y las medidas que debían tomarse en los sitios considerados de alto riesgo.1 No obstante, a partir de los hallazgos de Pasteur y Koch, en el campo de la microbiología, el conocimiento sobre esta enfermedad tuvo otros derroteros y surgió la medicina tropical como especialidad médica (Caponi, 2003, pp. 120-138). Carlos Finlay, médico cubano, propuso, en 1881, la hipótesis del mosquito como transmisor de un germen, la cual fue demostrada en 1900 por la Comisión Norteamericana, encabezada por Walter Reed, en La Habana (Delaporte, 1989, pp. 96-100).

Por consiguiente, en 1901 se iniciaron las campañas para su erradicación. La primera de ellas se realizó en La Habana y en 1902 no se reportaron enfermos (Leonard, 1990, pp. 241-242). La fiebre amarilla tuvo una relación directa con el desarrollo económico de algunas naciones europeas y de Estados Unidos por la demanda de índigo, tabaco, algodón y azúcar (Goodyear, 1978, pp. 10-16; Tuellsa y Mássoc, 2006, pp. 186-196). Las autoridades estadunidenses impusieron un proyecto sanitario internacional para erradicar esta enfermedad. En México, los índices de letalidad elevados en la milicia y las restricciones comerciales que sufrían las exportaciones propiciaron la integración a esa agenda y en 1903 se llevó a cabo una campaña para exterminar al mosquito (Carrillo, 2008, pp. 227-230).

El propósito de esta investigación consiste en analizar la discusión establecida entre los médicos expertos en las enfermedades tropicales y los argumentos presentados para explicar tanto el origen como la propagación de la fiebre amarilla2 en el estado de Yucatán, durante el episodio epidémico de 1911 y 1912, las estrategias de control para identificar a las personas potencialmente susceptibles, así como el debate que se planteó ante los enfermos registrados en el interior de la entidad, debido a los criterios diagnósticos formulados por la comunidad médica, así como a la similitud con otro mal que era una de las principales causas de muerte en la población de la república mexicana: el paludismo. En este escenario, la observación, como parte del examen clínico, los estudios de gabinete y la terapéutica constituyen los elementos para las distintas posturas que se adoptaron en un marco caracterizado por las expediciones científicas y la competencia por los hallazgos microbianos.

En el primer apartado abordaré el marco histórico referencial de la epidemia de 1911 y 1912 y presentaré el número de personas afectadas, así como las dificultades que enfrentaron las autoridades locales ante los recursos asignados durante la campaña. En segundo lugar, analizaré el episodio epidémico de 1911, tomando como referencia el informe epidemiológico de Mario García-Lebredo, junto con la discusión académica que sostuvo con el doctor Eduardo Liceaga,3 entonces máximo responsable de la sanidad en la república mexicana, por las disposiciones llevadas a cabo y acerca del origen de estos casos, que planteaba postulados distintos a la literatura médica de la época, consistentes en que la transmisión de la enfermedad era por vía marítima. Por último, de los acontecimientos acaecidos en Kambul y otras haciendas cercanas a la villa de Motul (véase mapa 1) destacaré el debate sobre el diagnóstico diferencial del padecimiento con el paludismo que sostuvo Harald Seidelin, médico danés, quien realizaba investigaciones sobre la etiología de la fiebre amarilla, con los galenos de origen cubano Rafael Betancourt Agramonte y Arístides Agramonte, quien formó parte de la comisión estadunidense de la fiebre amarilla, que demostró el mecanismo de transmisión de la fiebre amarilla.

 

Mapa 1. Estado de Yucatán

Fuente: Seidelin (1912).

 

Las disertaciones científicas fueron la principal fuente para la elaboración de esta investigación, porque nos permite, desde la mirada científica, profundizar sobre un problema de salud pública, a través del conocimiento médico de la época, así como la crítica hacia las disposiciones oficiales sobre un episodio epidémico. Al mismo tiempo, estas publicaciones se convirtieron en un espacio de debate, discusión y descalificaciones entre académicos respecto a los datos clínicos, la etiología y los mecanismos de transmisión de una enfermedad, así como la pericia para un diagnóstico acertado, en un marco de competencia y legitimación por sus aportaciones. A su vez, las cifras proporcionadas por el Boletín de Estadística del estado de Yucatán fueron importantes para contrastar la evolución de la epidemia e identificar el registro oficial de los casos y el diagnóstico de los médicos involucrados en el manejo de los enfermos.

LA FIEBRE AMARILLA EN LA ENTIDAD YUCATECA

La península de Yucatán ha sido identificada como uno los principales focos endémicos de la fiebre amarilla. Algunos códices, como el Chilam Balam de Chumayel, refieren una epidemia entre 1480 y 1485. En el periodo colonial, los eventos epidémicos de 1648 y 1650 tuvieron como consecuencia un decremento de la población (Pérez, 2020, pp. 29-63).4 En la primera mitad del siglo xix, algunas de las epidemias más graves fueron la de 1825 a 1830, así como la de 1855 a 1858, principalmente en Mérida, Ixil y Valladolid (Erosa, 1993, p. 64). A partir del auge del cultivo del henequén, los episodios fueron más frecuentes por el incremento de la actividad comercial y de la red ferroviaria que comunicaba a los poblados y las unidades productivas.

Los casos de 1876 a 1879 que afectaron Mérida, Calcetok, Maxcanú y Tizimín, reportaron entre 300 y 400 enfermos (Erosa, 1993, p. 64). En 1881, el Hospital Militar de Mérida presentó 41 casos con 21 defunciones, mientras que, en 1882, la enfermedad invadió Tabasco y Campeche, y, en 1890, Mérida registró incrementos por un año, extendiéndose hacia varios otros puntos de la península como la villa de Cenotillo, donde se informaron 600 afectados sobre una población de 2 000 habitantes (Ronzón, 2004, pp. 67-70). Posteriormente, los eventos de 1903, 1906, 1911 y 1919 fueron el marco para la investigación científica de la fiebre amarilla en Yucatán, así como para la aplicación de las medidas sanitarias que tuvieron como principal objetivo la eliminación del mosquito transmisor (véase cuadro 1).

 

Cuadro 1. Casos y defunciones de fiebre amarilla en Yucatán, 1901-1920

Años

Casos

Defunciones

Letalidad (%)

1901

38

11

28.94

1902

2

0

0

1903

372

118

31.72

1904

83

40

48.19

1905

11

5

45.45

1906

128

71

55.46

1907

2

1

50

1908

68

29

42.64

1909

43

18

41.86

1910

1

0

0

1911

58

32

55.17

1912

32

10

31.25

1913

4

4

100

1914

28

27

96.42

1915

4

2

50

1916

42

14

33.33

1917

6

2

33.33

1918

-

-

-

1919

43

16

37.2

1920

29

14

48.27

Fuente: Bustamante (1958, pp. 139-186).

 

Respecto a las cifras presentadas en el cuadro 1, es importante hacer las siguientes consideraciones: en primer lugar, los datos que aporta Bustamante son los más ordenados en comparación con otras fuentes. En segundo lugar, los reportes de 1906 a 1910 se refieren solamente a la ciudad de Mérida. En tercer lugar, destaca la ausencia de números finales para el año de 1918, en el que se presentó una pandemia de influenza, conocida como la gripe española. Por último, el promedio de letalidad por fiebre amarilla durante 19 años fue de 43.64%, es decir, más elevada que la media nacional.5

El número de enfermos y decesos por fiebre amarilla no presentaba cifras elevadas en comparación con otras enfermedades más frecuentes. En Yucatán, como en el resto de la república mexicana, entre 1902 y 1911, las principales causas de muerte eran, en primer lugar, las enfermedades gastrointestinales, que en ese periodo estaban denominadas como diarreas y enteritis, principalmente en niños menores de dos años, según la Clasificación Internacional de Enfermedades (cie) de Jacques Bertillon. En segundo lugar, las complicaciones del paludismo como la caquexia, es decir, un estado agravado de desnutrición que también se relacionaba con la tercera causa de fallecidos, así como la tuberculosis pulmonar, que estaba asociada con el alcoholismo, las enfermedades venéreas, así como las condiciones higiénicas de los espacios cerrados públicos y privados (Alcalá, 2020, p. 140). No obstante, pese a que las cifras de mortalidad por estos padecimientos eran significativas, los enfermos no recibían la atención necesaria, porque la mayor parte de los casos se dieron en el ámbito rural y el alcance de las políticas institucionales era limitado (Carrillo, 2002, p. 77).

La fiebre amarilla fue una enfermedad que respondió a intereses políticos, económicos y, por lo tanto, científicos. Desde la segunda mitad del siglo xix, los episodios epidémicos de este padecimiento se convirtieron en la justificación para la modernización de las ciudades sudamericanas como Río de Janeiro y Buenos Aires (Benchimol, 2010, p. 250; Caponi, 2002, pp. 155-182; Watts, 2000, pp. 250). En ese periodo, las afectaciones del llamado vómito prieto en el sur de Estados Unidos propició la elaboración de un proyecto sanitario internacional en los puertos del Alto Caribe. México, ante la necesidad de ingresar a la escena internacional por medio de la exportación de materias primas, se adhirió a estos postulados (Carrillo, 2002, pp. 67-87; Ronzón, 2004). Además, el descubrimiento del mosquito como vector incrementó las expediciones científicas de instituciones estadunidenses, inglesas, francesas, entre otras, hacia los llamados países periféricos.

El gobierno de la república mexicana, a través del Consejo Superior de Salubridad, inició, en 1903, los trabajos de la campaña contra la fiebre amarilla en el puerto de Veracruz, debido a su importancia comercial y, posteriormente, se extendió hacia otras localidades. En términos generales, los trabajos se dirigieron hacia el aislamiento de las personas sospechosas de la enfermedad y de los “no inmunes”. Al mismo tiempo, se establecieron servicios sanitarios para la desinfección de sitios riesgosos como la desecación de pantanos, la petrolización de calles, la utilización de cal en las orillas de los charcos y las desinfecciones del interior de las viviendas. También se crearon ligas contra la fiebre amarilla y brigadas volantes tanto en los puertos del Golfo de México como en los del océano Pacífico, para auxiliar a los responsables de esos sitios. En términos generales, en 1910, las autoridades mexicanas destacaron el éxito de estas políticas debido a que no hubo registros de enfermos del padecimiento en ese año. Sin embargo, la campaña tuvo sus particularidades en cada poblado de las entidades del país (Carrillo, 2008, pp. 236-247).

Ana María Carrillo (2008) señaló: “En Mérida había 30 000 depósitos de agua que las autoridades no habían podido vigilar de manera tan eficaz como en Veracruz. Aún faltaba por hacerse la canalización de algunos depósitos de agua estancada o su relleno con tierra, y la petrolización de depósitos que no podían ser cubiertos de otra manera” (p. 246). Al respecto, Luis Roberto Canto (2015) destacó que, en Mérida, el control de los mosquitos fue parcial debido a la insuficiencia de recursos y al retraso de los pagos tanto a las personas que participaron en la campaña como a los proveedores de insumos como azufre y petróleo, algo que era una constante (pp. 82-95). Situación similar se presentó en el puerto de Progreso, sumado a la falta de infraestructura hospitalaria, además de la escasa vigilancia y la desinfección deficiente, que se traducía en que las embarcaciones no pasaban los controles sanitarios en otros destinos y, por consiguiente, había problemas con el intercambio comercial, tal como sucedía con La Habana (pp. 187-205).

Retomando el discurso sobre los resultados de la campaña, Bustamante mencionó que Mérida era un centro endémico, a pesar de que solamente se reportó un caso, debido a las corrientes migratorias que se presentaron durante ese periodo (Dávila, 2018). Entre 1911 y 1920, el conflicto armado que se extendió por gran parte del territorio mexicano dificultó la recolección de datos estadísticos. Bustamante (1958) afirmó: “faltan diagnósticos de fiebre amarilla en Tabasco y Campeche que no aparecen sino raras veces en las estadísticas, así como la parte sur de Yucatán, donde los pobladores están en contacto con la selva” (p. 147). Lo anterior es importante, porque fue el punto de partida para explicar el episodio epidémico que se presentó en Mérida entre los años de 1911 y 1912, así como también la discusión sobre el diagnóstico entre el llamado vómito prieto y el paludismo.

En cuanto a las estadísticas nacionales sobre la fiebre amarilla, el caso reportado un año antes correspondió a una persona residente en la ciudad de Mérida. Sin embargo, ante el cambio de régimen,6 las políticas sanitarias para el exterminio de los mosquitos disminuyeron y el incremento de personas enfermas fue considerable tanto en 1911 como en 1912, con 60 y 162 casos para cada uno de estos años, de los cuales fallecieron 33 y 70, respectivamente (Bustamante, 1958, pp. 137-194). Las entidades más afectadas fueron Oaxaca, Tabasco y Yucatán. En esta última entidad federativa se notificaron personas afectadas en Mérida, así como en poblados y haciendas del interior (Bustamante, 1958, p. 153). Al respecto, era necesaria la explicación del origen de esta epidemia, porque “se localizaba en el propio país y provenía precisamente de la zona rural” (Bustamante 1958, p. 148).

LOS BATALLONES MILITARES DE LA CIUDAD DE MÉRIDA: LA VIGILANCIA Y EL ORIGEN DE LA ENFERMEDAD

Mario García-Lebredo Arango (1866-1931) fue un destacado médico cubano que realizó investigaciones sobre distintas enfermedades infecciosas y desempeñó cargos directivos en diversas instituciones, tanto en el ámbito local como internacional.7 Lebredo estudió en la Real y Literaria Universidad de La Habana, donde obtuvo los grados de licenciado en Medicina y Cirugía, así como en Ciencias Fisicoquímicas (Le Roy, 1923, pp. 153-183). Además, se especializó en medicina interna, ginecobstetricia y también inició investigaciones de laboratorio. En este último campo del conocimiento publicó sus investigaciones más destacadas sobre padecimientos asociados con parásitos y vectores (Le Roy, 1923, pp. 153-183).8 También fue comisionado especial para el estudio de enfermedades infecciosas en numerosas poblaciones de Cuba y otros lugares de América, entre estos últimos: Nueva Orleans, Puerto Rico, Guayaquil, Veracruz, Tampico y Mérida (Le Roy, 1923, pp. 153-183).

El 9 de agosto de 1911, Mario García-Lebredo (1911) recibió en La Habana el protocolo de tres autopsias de casos sospechosos de fiebre amarilla en Mérida,9 porque los médicos locales determinaron ese diagnóstico, pero no fueron reconocidos en las estadísticas oficiales. Al analizar los datos, refirió que no era posible establecer de manera directa la sintomatología relacionada con la duración de la enfermedad. No obstante, desde un punto de vista epidemiológico, había que considerarlos como una eventual amenaza de un episodio epidémico. Posteriormente, el médico recibió otro reporte con dos personas diagnosticadas y reconocidas oficialmente por la Comisión de Enfermedades Infecciosas, por lo que recibió instrucciones para viajar a la capital yucateca y estudiar con más detalle el padecimiento (p. 385).

Uno de los elementos para el diagnóstico correcto de la fiebre amarilla era el seguimiento ordinario de las personas susceptibles, “incluso, en los casos benignos, los casos que están por mirarse, más que en los casos hemorrágicos, siempre complicados y frecuentemente con dificultad de diagnóstico” (García-Lebredo, 1911, p. 386). Por consiguiente, García-Lebredo (1911) proponía el estudio cuidadoso del inicio de la enfermedad por medio de la observación de cuadros típicos de mediana o severa intensidad: “desde la existencia de casos con hemorragia que naturalmente implican un considerable número de pacientes de otros tipos” (p. 387). En general, era necesaria una observación diaria sin importar el grado del cuadro clínico y erradicar la práctica común de los médicos particulares, quienes proporcionaban solamente tratamiento sintomático, sin llevar a cabo un examen médico dirigido hacia un diagnóstico por parte de las autoridades sanitarias (p. 387).

García-Lebredo (1911, p. 388) destacó que no existía un organismo responsable de vigilar la temperatura diaria en personas no inmunes, lo cual era fundamental para un diagnóstico correcto de la fiebre amarilla. Al mismo tiempo, el sanitarista señaló la importancia de esta medida porque los focos endémicos no fueron extinguidos, lo que propició diagnósticos erróneos a pesar de que los casos graves podían presentarse, situación desapercibida si no había migraciones.

En cuanto al arribo de personas a un sitio endémico, bastaba un enfermo grave para que se anunciara un episodio epidémico en la mayoría de este grupo poblacional. Por consiguiente, el movimiento de dos batallones militares procedentes del centro de la república mexicana se convirtió en el foco de infección. García-Lebredo (1911, pp. 388-390), ante las deficiencias detectadas en la estructura sanitaria en Mérida, solicitó hacerse responsable del seguimiento diario de los sospechosos de fiebre amarilla, pues los expedientes no eran confiables y era necesario tanto la observación como los exámenes de laboratorio, principalmente de orina, puesto que la vigilancia metódica diaria permitía un exitoso abordaje en las situaciones más delicadas en las personas con un trastorno leve de tres días enviadas al nosocomio.

Hay que destacar que en la población civil solamente se detectó un enfermo durante la estancia del doctor García-Lebredo (1911, p. 391), lo que indicaba un subregistro del número de casos, resultado de la resistencia de los médicos locales, quienes no aceptaban el diagnóstico de la enfermedad en personas residentes. Al respecto, también se indagaba el padecimiento en niños, pero en ocasiones, después de que eran revisados por los médicos, las madres no regresaban con ellos, tal como sucedió con un médico practicante, quien no siguió el protocolo correspondiente. Liceaga (1912) mencionó que “lamentaba que el Dr. Lebredo no dio su nombre, porque el médico contribuyó en contra de los intereses de la localidad en la que reside, a la ignorancia de la presencia de la fiebre amarilla” (p. 176).

De la misma manera, la ineficiencia de los trabajos para identificar a los enfermos de fiebre amarilla se convirtió en un obstáculo para la recolección de datos estadísticos. En primer lugar, porque el aislamiento de los soldados no se efectuó de manera oportuna, ya que solamente eran trasladados al hospital hasta el quinto o sexto día de la enfermedad para la confirmación de casos graves y no se tomaba en cuenta a los que solamente presentaban fiebre (García-Lebredo, 1911, p. 391). En segundo lugar, el diagnóstico erróneo de cuadros moderados e intensos, los cuales fueron registrados, incluso, como influenza, a pesar de que fueron observados por médicos de la Comisión de Enfermedades Infecciosas y el propio galeno García-Lebredo (1911, p. 392). Por último, la impresión de este médico sobre la omisión de estos casos y, por lo tanto, de los defectos estadísticos, indicaba que las autoridades locales y Eduardo Liceaga consideraban este episodio epidémico “menos grave de lo que en realidad es actualmente” (García-Lebredo, 1911, p. 392).

Por su parte, el director del Consejo de Salubridad (Liceaga) señaló lo contrario y afirmó que “ciertamente le he dado a la epidemia la importancia que requiere, y se están haciendo esfuerzos para llevar a cabo todas las medidas, que la experiencia ha demostrado resultados satisfactorios en otras localidades, en las que la fiebre amarilla ha sido finalmente erradicada” (Liceaga, 1912, p. 174). García-Lebredo (1911) fue categórico al afirmar “que hasta la fecha de mi partida no se habían tomado medidas prácticas” (p. 392). Entre las causas de este manejo ineficiente de la epidemia destacó la falta de protección contra los mosquitos en los cuarteles, lo que propició la propagación de la infección y el arribo tardío de enfermos al lazareto (p. 392).

Al mismo tiempo, las medidas básicas para evitar el paso de mosquitos en las habitaciones del nosocomio no fueron respetadas por las hermanas de la caridad, quienes estaban a cargo del cuidado de los enfermos, debido a que las puertas con mosquiteros se mantenían abiertas “a pesar de las reiteradas advertencias del Dr. Casares10” (García-Lebredo, 1911, p. 392). Además, los cuarteles no estaban protegidos adecuadamente contra los mosquitos y, por consiguiente, las fumigaciones que se llevaban a cabo no funcionaron porque “nuevos mosquitos invadían los cuartos para entrar en contacto con casos infecciosos cuya eliminación, como he dicho antes, era tardía” (García-Lebredo, 1911, p. 392). La movilidad de las personas era una fuente de nuevos focos infecciosos debido a que las personas, inmunes o no inmunes y sin un seguimiento epidemiológico, circulaban en los cuarteles (García-Lebredo, 1911, p. 392).

A partir de los hechos consignados durante esta epidemia de fiebre amarilla en la ciudad de Mérida, el doctor Mario García-Lebredo (1911, p. 394) señaló una serie de hipótesis para identificar el origen de este episodio. Como antecedente, había una interrogante sobre la extinción de la enfermedad que se presentó en 1909 y 1910, tanto en la capital yucateca como en el puerto de Campeche. Las personas atendidas en el lazareto correspondían a militares de los batallones décimo sexto y trigésimo primero, los cuales estaban situados de un extremo a otro de la capital yucateca. Además, las instalaciones tenían deficiencias respecto a servicios básicos y no contaban con insumos para protegerlas de los mosquitos. Hay que destacar que estos efectivos militares no residían en la ciudad de Mérida y podían ser removidos a otros puntos del territorio mexicano. Por lo tanto, ¿dónde se infectaron estas personas que arribaron a Mérida entre los meses de enero y junio de 1911? (García-Lebredo, 1911, pp. 394-395).

Lo único que podía afirmarse es que el episodio epidémico fue reconocido como tal en agosto de 1911. Por lo tanto, no había forma de corroborar los antecedentes para demostrar el primer caso y la fecha de su ocurrencia. Por consiguiente, fue necesaria la colaboración de los responsables de los batallones para la reconstrucción del trayecto que siguieron hasta Mérida (García-Lebredo, 1911, p. 395). Como resultado de este ejercicio, García-Lebredo (1911, p. 395) afirmó que los únicos sitios considerados como fuente de infección eran Quintana Roo, Campeche, Veracruz y Mérida. Quintana Roo era un territorio insalubre por la malaria y estaba amenazado por indígenas sublevados. Al respecto, se consideró la zona como fuente de la infección tanto de este evento como de los mencionados de 1909 y 1910 (García-Lebredo, 1911, p. 395). Referente a eso, había dudas sobre el final de la epidemia en Campeche, pese a que existía solo un caso, y aun cuando la epidemia se declaró extinguida.

En Cuba, una vez que no había reporte de enfermos, era importante realizar una campaña de seguimiento por varios meses en la que se examinaba a los pacientes febriles no inmunes y se mantenían disposiciones contra los mosquitos. Asimismo, el responsable de llevar a cabo esa campaña permanecía en el sitio afectado; no obstante, en el caso mexicano, no había explicación de la ausencia del delegado correspondiente en la ciudad de Campeche, pese a que había una persona enferma (García-Lebredo, 1911, p. 396). Según los informes de gobierno del estado de Campeche, solamente en 1908 se reportaron casos de fiebre amarilla en el puerto y en la Isla del Carmen, mientras que entre 1909 y 1911 se destacaron otros padecimientos como la malaria, la difteria, la viruela, el sarampión, la tosferina y el paludismo (Quiñones y Salavarría, 2003, pp. 431 y 458).

García-Lebredo (1911) externó su preocupación de que en Mérida se repitiese el mismo escenario de Campeche y que la epidemia se considerara erradicada cuando los focos infecciosos no fuesen visibles “y que puede permanecer en una forma no reconocida, no buscada y diseminada en la población civil hasta que algún nuevo y numeroso núcleo de adultos no inmunes pueda sorprender de nuevo a los inconscientes” (p. 396). En resumen, él mencionó, en primer lugar, que todavía existía un foco endémico de fiebre amarilla en el Golfo de México. En segundo lugar, el último episodio epidémico en el puerto campechano debería considerarse como el foco infeccioso sospechoso y, por consiguiente, debería incluirse en el territorio sujeto a cuarentenas, tal como sucedía en Progreso (p. 396).

En tercer lugar, las personas provenientes del territorio de Quintana Roo deberían ser vigiladas por las autoridades mexicanas y darles un seguimiento mediante la medición de la temperatura corporal, lo que “seguramente podría obtener resultados muy interesantes para la historia de las pasadas epidemias de Mérida y Campeche, así como para la protección en el futuro” (García-Lebredo, 1911, p. 396). Por último, tanto en Veracruz como en los demás puertos del Golfo de México, era necesaria una observación por largo tiempo, y un estudio para la erradicación de la fiebre amarilla (García-Lebredo, 1911, p. 396). Sin embargo, las observaciones de García-Lebredo no fueron indiferentes a las autoridades mexicanas y Eduardo Liceaga cuestionó parte de las conclusiones del estudio de la epidemia que se presentó en Mérida durante el mes de agosto de 1911.

Uno de los temas que llamó la atención fue el origen de la epidemia, porque no cumplía los preceptos teóricos, los cuales señalaban que

la vía principal de transmisión y de la cual nadie duda es la marítima, y aunque Finlay cree que los mosquitos representan un papel considerable, otros autores no lo creen así […] La transmisión marítima se explica fácilmente porque siendo los puertos lugares de mayor aflujo de gente, claro está que aquí tienen que desarrollarse las epidemias de vómito y por consiguiente en este punto tendremos la fuente de infección” (Domínguez, 1900, p. 25).

Al respecto, el doctor Carlos Manuel García coincidió con las observaciones de Mario García-Lebredo sobre la posibilidad de que el inicio del episodio epidémico fuese en Quintana Roo (Bustamante, 1958, p. 148). Por otra parte, Luis Cáceres señaló, de acuerdo con la teoría del mosquito, que no se explicaba el intervalo entre los episodios de Mérida y Campeche. En concordancia con Liceaga, mencionó la posibilidad de otras fuentes de infección (Bustamante, 1958, p. 149).

Liceaga (1912) cuestionó esta aseveración, porque la existencia de la fiebre amarilla en Quintana Roo no había sido demostrada y solamente había evidencias de casos leves que nunca se asumieron como epidémicos. En relación con el puerto campechano, no hubo episodio epidémico alguno antes del mes de septiembre de 1910, por lo que no era posible encontrar la causa, pues “esto es similar a decir, cómo contrajo la enfermedad el primer caso y que se trataba de una mujer española” (p. 178). Además, la epidemia en el puerto campechano apareció después de que el gobierno federal ordenara el desmantelamiento de la Brigada Sanitaria en la entidad para favorecer las actividades económicas (pp. 177-178). Al mismo tiempo, respondió a las acusaciones de García-Lebredo respecto al abandono de funciones por parte del delegado en Campeche, Carlos Manuel García, al afirmar que los servicios de la brigada continuaron hasta el mes de julio de 1912 y se habían proporcionado los recursos necesarios (p. 178).

A García le llamó la atención que los casos esporádicos pasaran inadvertidos en poblados completamente inmunes a la fiebre amarilla y que si había un elevado porcentaje de personas no inmunes en Mérida ¿cómo era posible que en 20 meses no se hayan reportado personas enfermas en secuencia epidémica? Según el conocimiento de la época, “en las epidemias de fiebre amarilla, así como en otros padecimientos transmisibles, los casos observados pueden ser observados; pero tan pronto la enfermedad toma una forma epidémica, hay una sucesión ininterrumpida de casos, los cuales podemos rastrear de uno a uno con intervalos de más o menos días” (Liceaga, 1912, p. 178). Mientras, lo que García-Lebredo planteaba era “completamente contrario a las enseñanzas sobre la epidemiología de todas las enfermedades y en todas partes del mundo” (Liceaga, 1912, p. 178).

De esta manera, no era posible que una endemia se convirtiese en una epidemia después del arribo a Mérida de dos batallones de infantería, si consideramos la cantidad de residentes no inmunes y las corrientes migratorias que se dirigían a la ciudad (Liceaga, 1912, p. 179). Por consiguiente, el episodio epidémico de la capital yucateca tampoco surgió en Veracruz y los argumentos establecidos no coincidían con la doctrina de la transmisión de la fiebre amarilla por medio de un mosquito (Liceaga, 1912, p. 180). Cabe señalar que gran parte de la discusión académica que generó el médico mexicano se debía a las cuarentenas que la República de Cuba imponía a los navíos mexicanos, a pesar del “meramente tono científico para aclarar ciertas dudas” (Liceaga, 1912, p. 181).

La opinión de Harald Seidelin (1912) fue similar a la de Eduardo Liceaga, ya que no era posible demostrar la importación de la enfermedad, y que había razones suficientes para considerar a Mérida como “un lugar endémicamente infectado” (p. 5). En términos generales, el médico señalaba que no era necesaria la importación del agente etiológico para mantener la infección, “pero el arribo de un número considerable de foráneos no inmunes ha sido por regla general, suficiente para provocar la aparición de una epidemia con casos típicos, en tanto que en el intervalo han ocurrido casos con síntomas menos típicos y graves en los naturales” (Seidelin, 1912, p. 6). Por consiguiente, los casos que se presentaron durante los meses de agosto y septiembre de 1911 fueron causados por los batallones ya mencionados (p. 6).

Además, era necesario considerar que no todos los foráneos adquirían la enfermedad, por lo que el tema de la transmisión era un “asunto complejo” (Seidelin, 1912, p. 6) y había que profundizar en el conocimiento del ciclo de vida del mosquito para establecer con mayor precisión su condición infectante (pp. 6-7). Asimismo, se requería la presencia de un microorganismo para un padecimiento específico, así como la susceptibilidad individual; pero también, “no todas las personas que aparentemente escapan de la fiebre amarilla lo hacen por falta de susceptibilidad o por falta de oportunidades para ser picados por mosquitos infectados; sino en muchos casos se trata de una inmunidad adquirida” (Seidelin, 1912, p. 7). En estas afirmaciones hay dos elementos a destacar: el mosquito y el microorganismo. En primer lugar, la transmisión por el díptero ya estaba demostrada por asociación epidemiológica, pero faltaba identificar al microbio responsable y “que únicamente puede ser resuelta por la observación parasitológica” (Seidelin, 1912, p. 9).

En resumen, el carácter endémico de la enfermedad, la inmunidad adquirida durante la infancia en la población residente, la transmisión por vía marítima y el ciclo mosquito-seres humanos eran los postulados aceptados en la comunidad científica en relación con la fiebre amarilla. Además, ¿cómo era posible que los casos esporádicos fuesen desapercibidos por tanto tiempo? En este caso, había que considerar otras fuentes de infección, por lo que resaltan los planteamientos realizados por Eduardo Liceaga, Luis Casares, Carlos Manuel García y Harald Seidelin ante la posibilidad de que la infección existiese en otros animales. En 1905, la Universidad de Liverpool envió una expedición hacia la zona de Manaos, en Brasil, para la investigación de padecimientos infecciosos (Bustamante, 1958, p. 149). Entre los resultados destacó la inoculación a un chimpancé que presentó el cuadro clínico del vómito prieto, pero “estaba tan arraigada la convicción de que ningún otro animal, además del hombre, era susceptible a la enfermedad, y tan perturbadoras eran las consecuencias del otro hospedero vertebrado para la estrategia consagrada de combate a la enfermedad” (Benchimol, 2010, p. 261).

Seidelin (1912) subrayó la posibilidad de otros portadores del microbio causante del padecimiento, debido a que “no se puede dejar tomar en consideración la dificultad que hay para explicar cómo se enlazan, entre sí, las epidemias separadas por largos intervalos en comarcas escasamente pobladas” (p. 9). Sobre unos episodios epidémicos acaecidos en Sudán mencionó la probabilidad de una forma desconocida –o portadores distintos– más resistente y menos dependiente de la cadena Stegomya-organismo infectado-Stegomya (p. 9). En otro texto, el investigador afirma que no había indicios para identificar ese supuesto reservorio, por lo que había que mantener las teorías vigentes; sin embargo, había que plantearse cómo podía ser endémica la fiebre amarilla en sitios escasamente poblados, “pero la oportunidad podría ser casi ilimitada si una o más especies de animales fueran capaces de albergar al parásito” (Bustamante, 1958, pp. 149-150). Este planteamiento fue demostrado en 1928 por Adrian Stokes, en Nigeria, así como por Constant Mathis y Jean Laigret, en el Instituto Pasteur de Dakar, en Senegal, al demostrar la presencia de un virus en monos Rhesus (Shmaefsky, 2010, pp. 46-47).

En relación con las cifras reportadas en esta primera etapa de la epidemia, el Boletín de Estadística presentó información sobre los fallecidos entre septiembre y diciembre.11 Tal como señalaron García-Lebredo y Seidelin, la mayor parte de los decesos ocurrió en los dos batallones mencionados con un total de doce militares. En segundo lugar, estaban los jornaleros que trabajaban en las haciendas cercanas a la ciudad de Mérida y que un año después fueron los más afectados; mientras que el tercer lugar correspondió a las personas que se dedicaban a las labores domésticas. Además, se reportaron fallecidos entre albañiles, pintores, sastres, músicos, comerciantes y escolares. En total se registraron 33 fallecidos, de los cuales 32 acaecieron en la capital del estado y uno en el poblado de Hunucmá. Si a este grupo de personas agregamos a los identificados en 1912, los varones tuvieron una mayor frecuencia de mortalidad y el grupo de edad más afectado fue el de entre 20 y 30 años (véase cuadro 2).

 

Cuadro 2. Ocupación de las personas enfermas de fiebre amarilla en Yucatán, 1911-1912

Oficio

1911

1912

Total

Albañil

1

0

1

Pintor

1

0

1

Sastre

1

0

1

Músico

2

0

2

Jornalero

7

9

16

Panadero

0

1

1

Empleados

0

2

2

Labores domésticas

6

2

8

Marino

0

1

1

Militar

12

1

13

Profesor

0

1

1

Menor de cinco años

0

1

1

Escolar

2

2

4

Comerciante

1

1

2

33

21

54

Fuente: Boletín de Estadística. Órgano de la sección de este ramo en la Secretaría de Gobierno del estado. Mérida, Yucatán, 15 de abril de 1912, vol. xix, núm. 7, pp. 100, 103 y 106; 15 de mayo de 1912, vol. xix, núm. 9, p. 127; 30 de mayo de 1912, vol. xix, núm. 10, p. 136; 30 de junio de 1912, vol. xix, núm. 12, pp. 160, 163, 166, 169, 172, 175, 181, 184 y 188; 15 de julio de 1912, vol. xix, núm. 13, p. 208; 30 de julio de 1912, vol. xix, núm. 14, pp. 244, 248 y 251; 15 de agosto de 1912, vol. xix, núm. 15, pp. 261, 264 y 267; 15 de septiembre de 1912, vol. xix, núm. 17, pp. 305, 308 y 311; 15 de octubre de 1912, núm. 19, pp. 327, 330 y 334; 15 de noviembre de 1912, vol. xix, núm. 21, pp. 353, 356 y 360; 15 de diciembre de 1912, vol. xix, núm. 23, pp. 381, 384 y 388; 15 de enero de 1913, vol. xx, núm. 1, pp. 4, 7 y 10.

 

Este episodio fue el motivo por el que Harald Seidelin (1911), quien en ese entonces laboraba en la Escuela de Medicina Tropical de Liverpool, viajó a Mérida para estudiar los casos y continuar con sus investigaciones para demostrar que un supuesto parásito –Paraplasma flavigenum– era el agente etiológico de la fiebre amarilla (pp. 229-258). El galeno estuvo en la península de Yucatán entre los meses de diciembre de 1911 y mayo de 1912. En cuanto a los sucesos de los meses de agosto y septiembre, el reporte de García-Lebredo fue su principal fuente para sus conclusiones. Al respecto, mencionó que la epidemia duró desde el 31 de agosto de 1911 hasta el 12 de abril de 1912, y respecto a la presencia de casos que no estaban relacionados con los que se presentaron en los cuarteles: “sería impropio decir que la epidemia se limitó a determinada clase o comunidad y con menos razón todavía podría afirmarse que estuvo limitada a determinada localidad” (Seidelin, 1912, p. 5).

¿FIEBRE AMARILLA O PALUDISMO? LOS ENFERMOS EN EL PARTIDO DE MOTUL

Para el análisis de los casos de fiebre amarilla reportados en 1912 y que suscitó un debate por el diagnóstico diferencial con el paludismo,12 consideré, en primer lugar, los datos proporcionados por Miguel Bustamante (1958), cuyas estadísticas registraron 32 casos y 18 personas fallecidas. En la hacienda Kambul y el poblado de Espita se anotaron dos decesos por localidad, mientras que en Temax y Maxcanú, uno respectivamente (pp. 153-158). El Boletín de Estadística no reportó guarismos durante los meses de enero, febrero, abril y mayo, en tanto que en octubre y noviembre murieron dos y cuatro enfermos, respectivamente.13 Además de la ciudad de Mérida, los pueblos de Acanceh, Hunucmá, Izamal y Tizimín registraron un fallecido por cada poblado,14 lo cual demostraba las aseveraciones de Harald Seidelin (1912) sobre la endemicidad del padecimiento en la península de Yucatán (p. 7).

Durante la primera semana del mes de enero de 1912, los médicos yucatecos Maximiliano Canto y Gustavo Vega invitaron al médico danés para que revisara algunos casos de enfermos indígenas en el hospital O’Horán, quienes eran jornaleros de la hacienda Kambul, que se encontraba muy cerca del poblado de Motul y que habían sufrido un cuadro agudo febril de entre tres y cinco días; no obstante, y de acuerdo con palabras de Seidelin (1912), “pocos o ningún dato pudieron obtenerse porque los pacientes no hablaban español y, además, como es común en los indios, daban muy poca información” (p. 34). Uno de los elementos que formarían parte de la discusión diagnóstica se presentó el 19 de ese mes, cuando el mismo Seidelin (1912), a petición del doctor Diego Hernández Fajardo, responsable del Departamento de Bacteriología y Anatomía Patológica del hospital O’Horán, revisó dos láminas de un paciente del doctor Rafael Betancourt Agramonte,15 quien, a su vez, estudiaba una serie de casos relacionados con una posible epidemia de paludismo en la unidad productiva mencionada. Como resultado de esas observaciones, no se encontraron hematozoarios,16 pero sí “unos pocos ejemplares del Paraplasma flavigenum” (p. 34).

El 25 de enero, Seidelin viajó a Motul con el doctor Casares para visitar a una persona con un cuadro clínico sospechoso, pero poco después de su arribo fue notificado sobre un enfermo más grave en la hacienda Kambul, quien falleció poco antes de que fuese asistido por los médicos y la choza donde vivía se estaba fumigando. El informe recibido sobre este enfermo destacaba que había sufrido un cuadro febril durante cinco o seis días y estuvo vomitando sangre: “Sacamos el cadáver de la choza para examinarlo […] Procedí, sin embargo, al examen post-mortem, el cual tuvo que ser necesariamente muy rápido e incompleto, haciéndolo como lo hicimos al aire libre y en una noche oscura […] Exámenes subsecuentes de frotes del bazo demostraron la ausencia del plasmodium y la presencia del Paraplasma flavigenum (Seidelin, 1912, p. 34).

Al otro día, el hospital O’Horán recibió a tres pacientes, procedentes de la unidad productiva mencionada, con un cuadro clínico para un diagnóstico de fiebre amarilla y paludismo. La hipótesis del doctor Rafael Betancourt Agramonte se inclinaba más hacia el segundo padecimiento, pero al mismo tiempo reconocía que era posible un evento epidémico simultáneo (Seidelin, 1912, p. 37). A la vez, se examinaron larvas de mosquitos que se obtuvieron en el poblado y, junto con los apuntes de los casos que Betancourt registró durante el mes de diciembre de 1911, Seidelin (1912, p. 40) determinó la probabilidad de que estas personas hayan enfermado de fiebre amarilla, ya que no se comprobó la presencia del agente etiológico de la malaria en las muestras sanguíneas. Además, en el sitio afectado no se hallaron larvas del mosquito Anopheles, el mosquito transmisor de la entidad nosológica palúdica.

Las aseveraciones de Seidelin y Betancourt Agramonte son una muestra de la discusión sobre la susceptibilidad e inmunidad de las personas hacia la fiebre amarilla, así como del diagnóstico diferencial con el paludismo. En la literatura médica de esa época, la fiebre amarilla era de carácter endémico en la ciudad de Mérida. Por consiguiente, las personas que habían nacido en territorio yucateco o residentes por muchos años eran inmunes al padecimiento.17 En este caso, los indígenas mayas eran los menos expuestos a la enfermedad por su adaptabilidad al medio y por la protección que se adquiría durante la infancia.18 Sin embargo, esta premisa no se cumplía para las personas que radicaban en los pueblos y las haciendas alejadas de la ciudad de Mérida (Ávila, 1906, p. 61).

Caso contrario eran los pronunciamientos de Harald Seidelin (1912), quien afirmaba que toda la entidad debía ser considerada como foco endémico. No obstante, si la persona afectada era foránea, el diagnóstico, por ley, era la fiebre amarilla. En el caso de las personas originarias del territorio yucateco: “cuando se discute el asunto, se encuentra que gran número de médicos locales han visto casos de fiebre amarilla en criollos o en indios aborígenes, tanto en su propia práctica como en la de sus amigos” (p. 27). Este señalamiento es importante debido a que los casos diagnosticados por fiebre amarilla acaecidos en la hacienda Kambul no fueron registrados por el Boletín de Estadística y se reportaron como paludismo,19 la segunda causa de mortalidad en el estado de Yucatán y en la república mexicana.

El médico de origen cubano y que residía en la ciudad de Mérida, Rafael Betancourt Agramonte (1913),20 fue el responsable de examinar los casos supuestos de fiebre amarilla que se presentaron en la hacienda Kambul, y mencionó que, ante un diagnóstico diferencial, uno de los elementos para una correcta denominación nosológica consistía en la respuesta terapéutica. Además, destacó que no podía “establecerse una ecuación perfecta entre los agentes patógenos y las enfermedades” (p. 13). Ante la duda para identificar si la enfermedad de las personas afectadas era fiebre amarilla o paludismo: “el resultado satisfactorio que obtengamos al administrar la quinina en este caso es un elemento científico que nos asegura, que no debe inclinarse nuestro criterio a juzgar (fa), otra forma semejante que se cura con quinina” (p. 14). Por consiguiente, este galeno demostraba que los casos que atendió no eran de fiebre amarilla, porque al aplicar el medicamento, la respuesta era favorable y se recuperaron (p. 14).

Retomando las afirmaciones de Seidelin, y que fueron secundadas por Hernández Fajardo, sobre la ausencia del Plasmodium en sangre, Betancourt Agramonte (1913) refutó que, en formas agudas del padecimiento, el hematozoario no se encuentra en la sangre sino hasta siete o diez días después de que el cuadro agudo haya desaparecido, porque, además, la quinina es un destructor de estos parásitos y “la administración de quinina es prueba suficiente para asegurar que el enfermo tuvo una forma palúdica […] es una sustancia que se viene administrando con éxito hace más de dos siglos, por todos los médicos y reconocida en todas las obras de medicina como antipalúdica” (p. 18). Asimismo, si fallecía alguna persona con este cuadro clínico, había que considerar el periodo de la enfermedad en que se aplicaba el tratamiento, así como la dosis aplicada del medicamento (p. 18).

Sobre el microscopio, Betancourt Agramonte (1913) señaló los peligros de considerar este instrumento como el remedio para el diagnóstico correcto de las enfermedades y que no debía hacerse a un lado la observación del paciente. Por su parte, Arístides Agramonte (1913),21 en franco cuestionamiento a Seidelin, afirmó: “no hay peor ciego que aquel que, ofuscado u obcecado por el entusiasmo natural que causan las nuevas y brillantes ideas, inconscientemente pasan por alto lo que a sus ojos se presenta, confunden unas cosas con otras y en casos extremos de lo que pudiéramos llamar éxtasis microscópico ven” (pp. 24-25). En este caso, Agramonte descalificaba las investigaciones que se llevaban a cabo para demostrar que un parásito, el Paraplasma flavigenum, era el agente etiológico de la fiebre amarilla.

En cuanto a las acciones de Seidelin en Kambul, Betancourt Agramonte (1913) fue muy crítico porque las aseveraciones realizadas no tenían el suficiente sustento clínico y científico: “solamente tiene noticias de ella por vagos conmemorativos recogidos de personas ajenas a la observación clínica, no puede resolver qué enfermedad ha sido la causa de la epidemia” (p. 14). Sobre las observaciones y la autopsia llevadas a cabo sobre la persona fallecida, también afirmó que un cuadro de ictericia y vómitos de sangre, junto con la presencia de proteínas en la sangre no era suficiente para un diagnóstico de fiebre amarilla; por consiguiente: “no se debe, ni se puede diagnosticar fiebre amarilla por el solo hecho de ver un cadáver. Solamente puede hacerlo el médico que quiera ver lo que desee y no lo que debe ser” (p. 14). De igual forma, Arístides Agramonte afirmó que la autopsia “la realizó con mucha rapidez e incompleta, al aire libre y en una noche casi obscura, lo que además de ser un disparate, indica condiciones del medio ambiente que harían muy difícil que pudiera apreciarse los tintes del hígado y demás tejidos, sin decir nada de la ictericia, que con la luz artificial hay que adivinarla” (p. 24).

El surgimiento de nuevas disciplinas contribuyó al avance de la ciencia médica, pero también a un debate sobre la forma del ejercicio clínico y el diagnóstico de las enfermedades. Diego Hernández Fajardo (1913) mencionaba que el diagnóstico de la fiebre amarilla, así como de otras enfermedades, no era suficiente con los datos proporcionados por la anamnesis clínica, principalmente por la confusión que podía presentarse con otros males y que los estudios de gabinete eran más que necesarios: “este diagnóstico clínico [fiebre amarilla] fue comprobado de manera evidente, con la ayuda eficaz de los datos de laboratorio, sobre todo del diagnóstico post-mortem, en la que no es posible confundirse” (p. 7).

Respecto a los fundamentos científicos del diagnóstico, Hernández Fajardo (1913) mencionó que existía una creencia de que el paludismo era endémico en el territorio que comprendía el estado de Yucatán: “hecho que no ha sido comprobado de una manera científica y que es uno de los problemas cuya solución debe preocuparnos” (p. 7). También añadió que la falta de medios diagnósticos y las deficiencias en la atención médica de las personas que laboraban en las haciendas mantenía la “creencia” de que todo enfermo que presentaba fiebre era señalado como palúdico y se aplicaba el tratamiento con quinina (p. 8). En respuesta, Betancourt Agramonte (1913, p. 18) argumentó que era importante considerar la opinión de los médicos que habían desarrollado su práctica en el ámbito rural.22

Sobre la observación de los pacientes, Hernández Fajardo (1913) mencionó que, según los informes de los médicos que recibieron en el lazareto a las personas enfermas en Kambul durante el mes de enero, presentaron el siguiente cuadro clínico:

elevación brusca de la temperatura, diarreas y vómitos, al principio biliosos, después oscuros, supresión de la orina previo malestar general, dolores musculares, articulares, raquialgia y cefalalgia. Este cuadro duraba tres o cuatro días, y después se presentaba un alivio de todos los síntomas con descenso de la temperatura que en muchos de ellos se acentuaba cada vez más hasta el restablecimiento completo; en otros, después de dos o tres días se presentaba de nuevo la fiebre con recrudecimiento de los síntomas anteriores, con anuria, ictérica en algunos con vómitos de sangre y la muerte después de cuatro o cinco días más (pp. 7-8).

No obstante, Betancourt Agramonte (1913) desmintió esta aseveración, pues fue el único que atendió a los enfermos. En ese caso, si los médicos Vega y Canto, quienes medicaron a los enfermos en el hospital O’Horán, hubiesen observado ese cuadro, no diagnosticarían paludismo, por lo que invitaba al doctor Hernández Fajardo para que fuese a esa unidad productiva a cerciorarse cuántos se habían salvado antes de que fuesen medicados con quinina (p. 19). Además del estudio clínico, deben considerarse las condiciones del organismo humano afectado y el grado de resistencia a sustancias extrañas o a un microorganismo, así como también las condiciones del clima “que originan en los lugares palúdicos esas formas graves de paludismo hemorrágico citado por muchos autores” (p. 17).

Arístides Agramonte (1913) también fue severo con Seidelin y estuvo de acuerdo con Betancourt Agramonte respecto al diagnóstico de fiebre amarilla en los casos observados en dicha unidad productiva. El tratamiento con quinina era la prueba de que el padecimiento epidémico era el paludismo (p. 23). El debate sobre la fiebre amarilla y el paludismo continuó hasta el mes de octubre de 1912, debido a una serie de casos reportados en otras haciendas del partido de Motul. En palabras de Hernández Fajardo (1913), un cuadro similar al de Kambul se presentó en las fincas de Komchén, Dzununcán, Santa Teresa, Timul y el pueblo de Telchac (pp. 9-10). Dos de los enfermos ingresaron al lazareto, y en un análisis de sangre se demostró la presencia del Paraplasma flavigenum y no se detectó el Plasmodium relacionado con la malaria (p. 11). Por consiguiente, en ambos “el diagnóstico quedó comprobado de manera evidente” (p. 11). Sin embargo, Betancourt Agramonte (1913) mencionó que los jornaleros de aquellas haciendas recibieron un tratamiento con quinina “y el hecho fue que se extinguió la epidemia que esta vez ocupó un radio mayor” (p. 17). En efecto, Arístides Agramonte (1913) subrayó que el episodio epidémico en las haciendas del partido de Motul se debió a una complicación del paludismo: una fiebre biliosa, en su forma hemorrágica (p. 25).

CONCLUSIONES

En términos generales, las primeras descripciones sobre una enfermedad con una serie de signos y síntomas asociados a la fiebre amarilla en Yucatán se realizaron desde tiempos prehispánicos hasta el siglo xvii, pero su frecuencia se incrementó durante las últimas décadas del siglo xix y las primeras del xx, lo que coincidió con el incremento de la movilidad tanto por corrientes migratorias como por la actividad comercial ante la apertura del puerto de Progreso y el cultivo del henequén. Es importante señalar que las estadísticas sobre el número de enfermos y fallecimientos no mostraban cifras elevadas en comparación con otras enfermedades epidémicas o trastornos más frecuentes; sin embargo, ante la agenda internacional determinada por Estados Unidos de América para las actividades mercantiles, la fiebre amarilla se convirtió en un problema de salud pública.

Ante la aceptación de los postulados de Finlay y su comprobación por la comisión encabezada por Walter Reed y el éxito de las campañas llevadas a cabo en La Habana, en 1903 iniciaron los trabajos en México, principalmente en las zonas portuarias y sitios endémicos. Sin embargo, la escasez de recursos para la adquisición de insumos y una mejor organización logística, así como la falta de vigilancia ante el arribo de personas foráneas, no impidieron el incremento de casos entre 1903 y 1907. No obstante, pese a esas dificultades, en 1910 la fiebre amarilla se declaró prácticamente inexistente; pero un año después, en un marco caracterizado por una incipiente inestabilidad política en el país, los casos se incrementaron notablemente. El punto de partida para el análisis del episodio acaecido en Mérida consistió en la falta de vigilancia hacia las personas susceptibles de adquirir la enfermedad, así como la discusión sobre el diagnóstico.

En cuanto a los casos estudiados durante el mes de agosto de 1911, Mario García-Lebredo destacó que la observación constante de las personas foráneas era fundamental para la detección oportuna de potenciales enfermos, debido a que los casos más graves podían confundirse con el paludismo. Además, criticó la falta de preparación del personal hospitalario, cuya responsabilidad era el cuidado de los pacientes con fiebre amarilla, porque no tenían los cuidados necesarios para mantener las habitaciones protegidas contra los mosquitos. Por lo tanto, era necesaria la observación epidemiológica y metódica sobre las personas más susceptibles a través de la medición de la temperatura corporal, situación que también daría mayor precisión al registro estadístico ante la eventual presencia del padecimiento entre niños y residentes.

El otro aspecto señalado por este sanitarista fue el posible origen de este episodio epidémico debido a que la tradicional vía de propagación era la marítima, pero en Mérida, la identificación de los batallones militares afectados y su recorrido por el territorio de Quintana Roo, así como la epidemia en Campeche, planteaban otras interrogantes sobre el mecanismo de transmisión y los reservorios. Al respecto, el doctor Eduardo Liceaga cuestionó los planteamientos de García-Lebredo, los que también tenían un componente político ante las constantes cuarentenas que las embarcaciones mexicanas recibían en La Habana. Harald Seidelin, quien, al mismo tiempo, investigaba la epidemia, afirmó que era necesaria la identificación del agente patógeno y el estudio completo del ciclo de vida del mosquito para no basarse solamente en la asociación epidemiológica.

La identificación del agente patógeno se convirtió en otro elemento para los criterios diagnósticos. Hay que recordar que, a partir de 1880 se reconoció que los microbios eran los causantes de las enfermedades infecciosas, y era necesario identificar a las bacterias o parásitos en las muestras sanguíneas para comprender la historia natural de una enfermedad. Los casos registrados en las haciendas cercanas al poblado de Motul fueron una muestra de ello. Por un lado, Harald Seidelin y Diego Hernández Fajardo relacionaron a un parásito con la fiebre amarilla y, por otro, Rafael Betancourt Agramonte subrayó que la enfermedad a descartar era el paludismo, pese a la ausencia del agente etiológico en los análisis de laboratorio. Sin embargo, existían otros criterios para un diagnóstico más certero.

En cuanto al paludismo, la respuesta favorable de las personas afectadas hacia el tratamiento con quinina era el fundamento científico para validar esta enfermedad, lo que también fue corroborado por Arístides Agramonte, médico que formó parte de la comisión estadunidense de fiebre amarilla que demostró la transmisión del padecimiento por medio de un mosquito, y quien, a su vez, fue muy crítico con las investigaciones y técnicas empleadas por Harald Seidelin. Al mismo tiempo, los médicos de origen cubano destacaron la necesidad de que algunos colegas yucatecos tuviesen más presencia en el ámbito rural para una mayor certeza sobre la malaria. Incluso, las autoridades responsables de las estadísticas estatales no registraron los casos presentados en las unidades productivas cercanas al poblado de Motul como fiebre amarilla.

Como reflexión, considero que es necesario ampliar los estudios sobre el conocimiento médico en Yucatán y la ciudad de Mérida hacia las relaciones establecidas con sociedades médicas del exterior, tal como sucedió con los galenos cubanos, quienes eran sanitaristas expertos en el manejo y control de enfermedades transmitidas por un vector, como la fiebre amarilla. Lo anterior se asociaba con la actividad comercial entre los puertos de aquel país y los correspondientes al Golfo de México. En este caso, la opinión de estos especialistas, quienes eran consultados por las autoridades médicas locales, era importante para las acciones establecidas sobre el control de la enfermedad, lo que tampoco estuvo exento de polémicas con otros profesionales de la salud, tal como se registró en esta investigación.

Por último, es importante una revisión histórica del paludismo debido a que los signos relacionados con la fiebre fueron descritos desde algunas crónicas escritas en el periodo colonial, así como los viajeros extranjeros que recorrieron la entidad en el siglo xix, sus implicaciones en el ámbito rural y económico, así como la relación de sus episodios terminales caracterizados por la desnutrición, el alcoholismo y la tuberculosis, debido a que eran, junto con las enfermedades gastrointestinales, las principales causas de mortalidad en Yucatán y la república mexicana durante las últimas décadas del siglo xix y las primeras del xx, aspectos que también se relacionan con el alcance de la medicina institucional en un marco de la construcción Estado y nación.

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1                             Sobre la teoría miasmática, véanse Cipolla (1993); Corbin (1987); Larrea (1997).

2                             También conocida como vómito prieto.

3                             Eduardo Liceaga (1839-1920) fue uno de los médicos sanitaristas más destacados del país durante el régimen de Porfirio Díaz. En la ciudad de México fue uno de los responsables de su modernización a través de las obras de desagüe del valle, la introducción de agua potable de los manantiales de Xochimilco y contribuyó a que ciertas zonas vulnerables tuvieran los servicios básicos de agua, drenaje, luz, así como espacios para áreas verdes. Fungió como director de la Escuela de Medicina e incluyó especialidades como la pediatría en el plan de estudios. Como presidente del Consejo Superior de Salubridad estableció las bases para la formulación del primer código sanitario para todo el país y en 1903 encabezó la primera campaña contra la fiebre amarilla. Asimismo, impulsó investigaciones para identificar al agente etiológico del tifo exantemático, una de las enfermedades con mayores índices de mortalidad durante el periodo colonial y, gracias a las gestiones realizadas con el Instituto Pasteur de París, la vacuna contra la rabia se aplicó en territorio nacional (Escotto, 1999, pp. 237-239).

4                             En relación con la cronología de epidemias en la península de Yucatán durante el periodo colonial, véanse los textos de Cook y Borah (1977, t. ii), Farriss (1982) y Peniche (2010), quienes no mencionaron más episodios de fiebre amarilla.

5                             Entre 1901 y 1920, la media nacional de letalidad por fiebre amarilla fue de 38.47% (Bustamante, 1958, pp. 137-198).

6                             El cambio de régimen significó el fin del gobierno de Porfirio Díaz en México y, en 1911, Francisco I. Madero asumió la presidencia del país.

7                             Entre las internacionales destacaron su participación como miembro de la Comisión de Fiebre Amarilla del International Health Board (ihb) de la Fundación Rockefeller; vicepresidente y presidente de la VI y VII Conferencia Sanitaria Panamericana, respectivamente (Le Roy, 1923, pp. 153-183).

8                             Al respecto destacan: el libro Parasitismo intestinal en Cuba (1913), los capítulos “Anquilostomiasis o uncinariasis” y “Los mosquitos de Cuba”, en el Manual de práctica sanitaria (1905). Además, en 1919 publicó una discusión científica sobre el agente etiológico de la fiebre amarilla (Estudio etiológico de la fiebre amarilla en relación con el Leptospira icteroides de Noguchi). Le Roy (1923, pp. 153-183).

9                             La fiebre amarilla era una enfermedad infecciosa, endemoepidémica caracterizada clínicamente por una “fiebre remitente de marcha especial, vómitos biliosos al principio, luego hemorrágicos y por la ictericia, de ahí su nombre” (Arceo, s. a., p. 10). Este padecimiento era propio de los países cálidos en localidades situadas a orillas del mar, era benigno con “los hijos del país”, pero grave y mortal “en los extranjeros y a los nacidos en lugares en que la enfermedad no se conoce” (Arceo, s. a., p. 10). En el Golfo de México, principalmente en Mérida y el puerto de Veracruz “se reúnen la mayor parte de los extranjeros y mexicanos del interior por razón de su mayor población y gran actividad de comercio, así como por ser la capital del estado y haber en consecuencia en ella mayor número de víctimas para el mal. Sin embargo, se observa la enfermedad en las demás poblaciones del estado” (Arceo, s. a., p. 10). El documento está incompleto, pero de acuerdo con la fecha de los casos clínicos analizados, es posible que se haya escrito entre 1909 y 1910.

10                           Fernando Casares, delegado del Consejo Superior de Sanidad, máximo organismo responsable de la salud en México en ese periodo (Seidelin, 1912, p. 11).

11                            Boletín de Estadística. Órgano de la sección de este ramo en la Secretaría de Gobierno del estado. Mérida, Yucatán. En 1894 se publicó el primer número. En un principio, el tiraje fue mensual y, posteriormente, cada quince días.

12                           En 1913, el paludismo se definía como una enfermedad producida por un parásito y transmitida por un mosquito, que se presentaba con mayor frecuencia entre los meses de junio y noviembre. Los trabajadores de las haciendas eran las personas más afectadas y, debido a la resistencia por recibir tratamiento, el alcoholismo, así como la deficiente alimentación, presentaban complicaciones severas debidas a la desnutrición, cuadro conocido como la caquexia palúdica y la fiebre biliosa hemorrágica, cuyos síntomas eran similares a la fiebre amarilla. El único tratamiento consistía en la aplicación de un medicamento conocido como quinina y las medidas preventivas estaban encaminadas a evitar las picaduras de mosquitos (Ruz, 1913, pp. 9-37).

13                           Boletín de Estadística. Órgano de la sección de este ramo en la Secretaría de Gobierno del estado. Mérida, Yucatán, 15 de diciembre de 1912, vol. xix, núm. 23, pp. 381, 384 y 388; 15 de enero de 1913, vol. xx, núm. 1, pp. 4, 7 y 10.

14                           Boletín de Estadística. Órgano de la sección de este ramo en la Secretaría de Gobierno del estado. Mérida, Yucatán, 15 de septiembre de 1912, vol. xix, núm. 17, pp. 305, 308 y 311; 15 de octubre de 1912, núm. 19, pp. 327, 330 y 334.

15                           De quien hablaré más adelante.

16                           Actualmente se reconocen cuatro especies del género Plasmodium como agentes etiológicos del paludismo: Plasmodium (en adelante P) vivax, P. falciparum, P. malariae y P. ovale. https://www.paho.org/es/temas/paludismo [Consulta: 27 de junio de 2023.]

17                           Caso contrario al paludismo que no confiere inmunidad (Ruz, 1913, p. 15).

18                           Según la literatura médica de la época, las temperaturas cálidas, la mala alimentación, los excesos como el consumo de alcohol, la mala calidad del agua para consumo humano y los trabajos rudos propiciaban que el paludismo fuese “una de las enfermedades, o quizá, la que, directa o indirectamente, cause más estragos en nuestros jornaleros del campo” (Ruz, 1913, p. 16).

19                           Véase el inicio del apartado.

20                           Sobre Rafael Betancourt Agramonte se sabe que nació en Cuba, sus padres fueron Manuel Betancourt y Ronquillo y Catalina del Pilar Agramonte y Cisneros. En la ciudad de Mérida se casó con Sara Molina Font, de quien se divorció para contraer nupcias en artículo mortis con Josefina López: “Primer Marqués de Santa Lucía: José Agustín Cisneros y Quesada. Sinopsis genealógica de su descendencia”. https://ufdcimages.uflib.ufl.edu/FI/HU/00/44/96/00001/2011_11_09_18_54_15%20(dragged).pdf

21                           Arístides Agramonte y Simoni (1868-1932) fue un médico, sanitarista y científico cubano que formó parte de la Comisión del Ejército de los Estados Unidos encabezado por Walter Reed, quienes en 1900 demostraron la hipótesis de Carlos Finlay sobre la transmisión de la fiebre amarilla por medio de la picadura de un mosquito, de la cual se publicaron artículos científicos y constituyó la base para las campañas que se llevaron a cabo en diversas naciones americanas para erradicar la fiebre amarilla. Como bacteriólogo publicó diversos artículos sobre enfermedades producidas por microbios. Como autoridad académica y sanitaria ocupó distintos cargos directivos en la Universidad de La Habana y en el gobierno de su país. También fue integrante de diversas sociedades médicas y representante de Cuba en congresos médicos internacionales (Le Roy, 1932, pp. 339-368).

22                           Véase supra nota al pie número 14.