10.18234/secuencia.v0i120.2290
Artículos
Obvenciones parroquiales y
funerales
en obispados novohispanos.
La parroquia de Jalostotitlán, 1771-1825*
Parish Perquisites and Funerals
in Novohispanic Bishoprics. The Parish of Jalostotitlán, 1771-1825
Celina G. Becerra Jiménez1** https://orcid.org/0000-0001-8680-2108
1Universidad de Guadalajara, México celina.bjimenez@academicos.udg.mx
Resumen:
El objetivo de este trabajo es analizar las disposiciones
y las prácticas relativas a los funerales en Nueva España durante las últimas
décadas coloniales y comparar los aranceles parroquiales del arzobispado de
México y el obispado de Guadalajara. Las honras fúnebres revestían especial
importancia para los novohispanos, tanto por su significado en la comunidad,
como por la participación del párroco y sus ministros. Aquí se cruzan dos
fuentes: los aranceles aprobados por las autoridades eclesiásticas de México y
Guadalajara, que establecían los montos que los fieles debían cubrir a la
muerte de sus familiares según su calidad y el
espacio donde reposarían los cuerpos, y los datos procedentes de las actas
anotadas en los libros de entierros de la parroquia de Jalostotitlán del
obispado de Guadalajara para mostrar las diferencias entre los derechos
parroquiales de los dos obispados y algunos de los cambios que experimentaron
las exequias a finales del periodo virreinal.
Palabras clave: obvenciones; entierros; funerales; México; Guadalajara; Jalostotitlán.
Abstract:
The purpose of this article is
to analyze the provisions and practices associated with funerals in New Spain
during the last decades of the colonial era and to compare the parish fees of
the archbishopric of Mexico and the bishopric of Guadalajara. Funeral services
were of enormous consequence for the people of New Spain, both because of their
significance in the community and because of the participation of the parish
priest and his ministers. Two sources intersect here, the first being the taxes
approved by the Church authorities of Mexico and Guadalajara, which established
the amounts the faithful had to pay on the death of their relatives according
to their status and the area where the bodies would be laid to rest. The second
is the data from the records kept in the burial books of the parish of
Jalostotitlán in the bishopric of Guadalajara to highlight the differences
between the parochial rights in two bishoprics, and some of the changes that
ocurred during the last years of the colonial period.
Keywords: perquisites; burials; funerals; Mexico; Guadalajara;
Jalostotitlan.
Recibido: 4 de octubre de 2023 Aceptado: 16 de enero de
2024
Publicado: 3 de julio de 2024
Las obvenciones parroquiales
y los registros de entierros
Para la Nueva España son todavía escasos los estudios
sobre aranceles parroquiales como una de las estrategias utilizadas para evitar
los abusos de los curas y doctrineros sobre la población y, al mismo tiempo,
asegurar los ingresos necesarios para el sostenimiento de los ministros
eclesiásticos sin que la real Hacienda tuviera que contribuir para ello, si
bien en los últimos años han aparecido algunos trabajos al respecto (Aguirre,
2014, 2015, 2018; Taylor, 1999). Para analizar si los aranceles elaborados y
aprobados por las autoridades de cada obispado fueron aplicados en las
parroquias, una opción es recurrir a los registros de entierros en aquellos
lugares donde el cura o su escribano tenían el cuidado de anotar en cada
partida, además de la fecha del suceso y los datos del fallecido, el lugar y el
tipo de exequias utilizados. De esta manera es posible establecer si los costos
de los funerales celebrados coincidían con los previstos por el arancel, cuáles
eran los más frecuentes y cuáles eran las diferencias entre los distintos
grupos de población al momento de despedir a sus muertos.
La celebración e importancia de los ritos funerarios en
los territorios de la monarquía hispana estuvo sujeta a normas y procedimientos
comunes a todo el orbe católico. Desde el Concilio de Trento (1545-1563), la
tradición y las autoridades eclesiásticas habían declarado que, entre los
cristianos, los fieles difuntos debían ser objeto de caridad y piedad para
socorrerlos con oraciones y buenas obras, cumpliendo, en primer lugar, aquellas
disposiciones que hubieran dejado para sus exequias y celebraciones en sus
testamentos y legados píos. En Nueva España, desde el siglo xvi, los obispos y teólogos reunidos en 1585 en el
Tercer Concilio Provincial Mexicano tuvieron cuidado en subrayar que cuando
hubiera bienes suficientes, debía honrarse a los fallecidos con “los oficios de
misa y vigilia de cuerpo presente y más un novenario de misas rezadas en su
parroquia”, y que aun aquellos que morían en la pobreza, debían recibir los
sufragios para su eterno descanso, por lo que mandaban a los curas que les
sepultaran gratis y “si se llevare alguna limosna no sea para derechos de enterramiento,
sino para sufragios por el difunto” (Decretos,
2009, libro tercero, título 10, p. 470).
Para asegurar las honras de los que ya habían partido se
decretó que, aunque se tratara de feligreses pobres, a los entierros debía
asistir “por lo menos uno de los curas”, tan pronto como fuera llamado, bajo
pena de cuatro pesos aplicados para limosna de misas por las almas de
purgatorio. Para estos funerales de pobres se mandaba a los curas que tuvieran
siempre dos cirios para la ceremonia y que cuidaran de que siempre hubiera
alguien que acompañara el cuerpo e hiciera la sepultura (Decretos,
2009, libro tercero, título 10, p. 470). En consonancia con las disposiciones
tridentinas, en los decretos del Tercer Concilio Provincial Mexicano, fue
declarada como obligación fundamental de los párrocos la asistencia a enfermos
graves y moribundos, sin importar el lugar donde se hallaran, ni la hora del
día o la noche en que fueran llamados para prestarles auxilio espiritual (Decretos, 2009, libro tercero, título 2, p. 402).
Los ritos relacionados con los últimos momentos de la
vida de un cristiano se iniciaban con la extremaunción e incluían también la
confesión y comunión. El Concilio de Trento había ratificado el carácter
sacramental de la extremaunción, por lo que todo aquel cristiano que la
rechazara incurría en pecado (El sacrosanto, 1855,
p. 165). Este sacramento se administraba, según la doctrina tridentina, a los
enfermos, principalmente a los que parecieran hallarse ya en el fin de su vida,
y en el caso que el enfermo convaleciera habiéndolo recibido ya, podría ser
socorrido con ese mismo auxilio cuando volviera a encontrarse en peligro de
muerte (Venegas, 1731, p. 205). Para comprobar que los pastores acudían
puntualmente con la extremaunción a sus feligreses, se ordenó anotar en las
partidas de entierros si el difunto la había recibido. Sin embargo, en las
parroquias de las Indias, llevar los santos óleos y confesar a los moribundos
resultaba a menudo una tarea complicada, por la gran extensión que tenía cada
una y porque los feligreses no residían sólo en la cabecera y unos pocos
pueblos, sino dispersos en gran número de ranchos y caseríos a veces alejados o
en parajes de difícil acceso. De aquí que se volviera común que los
eclesiásticos aprovecharan esa misma ocasión para administrar la comunión o
santo viático y los santos óleos a los enfermos, dejando consignado en el acta
respectiva si el difunto había recibido ambos sacramentos y, en caso de no
haber sucedido así, la razón que lo había impedido.
La sepultura eclesiástica estaba considerada como el
enterramiento de un cadáver en el espacio especialmente señalado y bendecido
por la Iglesia, acompañado de ciertos ritos, ceremonias y preces para consuelo
de los vivos y utilidad de los muertos (Venegas, 1731, pp. 319-320). De esta
manera, la Iglesia integraba en un todo a sus fieles aun después de su muerte,
al extender hasta la tumba el cuidado de sus restos y conjuntarlos en una
trinidad compuesta por la Iglesia militante, la Iglesia purgante y la Iglesia
triunfante. Más todavía, no sólo cuidaba de los restos mortales del cristiano,
sino que también elevaba al cielo oraciones por el descanso del alma. “Apenas
muere el cristiano, cuando la Iglesia le dedica sus preces: tanto debe el
sacerdote atender al humilde ataúd del indigente, como al soberbio túmulo del
potentado. Además de orar en cada defunción por el alma del finado, la Iglesia
ha dedicado una conmemoración general al descanso de los incontables habitantes
del sepulcro” (Diaz, 1868, p. 119).
Tal postura se justificaba al declarar que la Iglesia
rodeaba los sepulcros de respeto y honor para hacer comprender al hombre que
era santo hasta en sus mismas cenizas y recordarle que no todo estaba muerto en
la tumba. Este era el significado de la bendición de los cementerios y uno de
los compromisos de los ministros eclesiásticos era acompañar a todos los fieles
con sus oraciones.
Quienes habían vivido cristianamente tenían derecho a que
sus restos mortales descansaran dentro de los límites de sus capillas, templos,
atrios y demás lugares dedicados a cementerios, generalmente en las
inmediaciones de conventos, hospitales y colegios. Las iglesias de los pueblos
de indios, los cementerios parroquiales y algunos otros recintos sagrados
estaban considerados “exentos” y, por tanto, los párrocos no podían exigir
cantidad alguna por abrir allí una sepultura. Por mandato canónico el entierro
debía tener lugar en la parroquia del difunto, a excepción de los casos en que
se localizara en otra parte el sepulcro familiar, que existiera disposición
testamentaria del difunto para ser llevado fuera de la parroquia o que el
fallecimiento hubiera ocurrido en un lugar tan distante que volviera difícil el
traslado del cuerpo (Donoso, 1864, t. iii,
p. 472).
Puesto que la sepultura eclesiástica suponía la calidad
de miembro de la Iglesia, esta no podía concederse a los infieles, a los
herejes, a los cismáticos, a los excomulgados, ni a los que, omitiendo el
cumplimiento de las obligaciones religiosas, hubieran dado prueba de su
indiferencia respecto a la comunidad eclesiástica. Además, por vía de pena, el
derecho cristiano negaba la posibilidad de ser enterrados en sus camposantos a
los suicidas, a los muertos en torneos y desafíos, a los usureros públicos y a los
ladrones y saqueadores de iglesias, declarando que no sería buen ejemplo, ni
decoroso para la Iglesia el honrar la muerte de quien en vida había desdeñado
su comunión.
aranceles parroquiales
El sostenimiento del clero en las
Indias planteó diversos problemas a la corona desde época temprana.
Inicialmente los monarcas se comprometieron a evangelizar a sus nuevos súbditos
y los primeros misioneros recibieron su apoyo para viajar a las Indias para
comenzar esa tarea, pero tan pronto los conquistadores empezaron a recibir uno
o varios pueblos en calidad de encomiendas, la manutención de los frailes pasó
a manos de los encomenderos, en tanto que los indios tuvieron que asumir las
tareas de construcción de conventos e iglesias, contribuían con maíz y otros
productos de sus tierras y les prestaban servicios que iban desde el cuidado de
las iglesias hasta la preparación de la comida, de tal forma que, a mediados
del siglo xvi, la aportación de la corona se
limitaba a la ayuda para aceite y vino (Morales, 2010, p. 50)
Si bien las primeras órdenes religiosas que llegaron a
Nueva España lograron cercanía y cierta libertad, con los pueblos de indios que
atendían para alcanzar acuerdos que les permitían obtener lo necesario para su
sobrevivencia y la realización de sus labores de evangelización, resolver las
cuestiones relativas al sostenimiento de la Iglesia en Indias planteó mayor
complejidad a medida que los obispados se fortalecieron como pilares de la
misma y aumentó el número de parroquias a cargo del clero secular. Felipe II
tuvo una política más favorable para la Iglesia diocesana y para limitar las
contribuciones de la real Hacienda a gastos eclesiásticos, tanto de los
regulares como de los seculares. A ello estuvieron dirigidas medidas como la
real cédula de 1574, que ordenó que todos los curatos se convirtieran en
beneficios eclesiásticos que sólo podrían ser ocupados por designación real y
sometió las doctrinas, hasta entonces en manos de los superiores de cada orden,
a la autoridad de los obispos. Se imponía así el proyecto de una Iglesia
diocesana secular al que debían sujetarse las órdenes religiosas.
A la disminución de las aportaciones de la real Hacienda
se sumaban el declive de la población india y una recaudación de diezmos
todavía tan escasa, que las catedrales se resistieron a compartir con los curas
la porción de la renta decimal, conocida como los cuatro novenos que las Leyes
de Indias habían establecido correspondía a los párrocos (Recopilación,
1774, libro i, título xvi,
Ley 23), razones que urgían a buscar otras opciones para asegurar el
sostenimiento de los párrocos nombrados por los obispos. El problema era menor
en las doctrinas a cargo de las órdenes religiosas, pues cada una había
establecido acuerdos con los pueblos a su cargo para que les proporcionaran
limosnas, bienes y servicios que les permitieron mantener sus conventos y
actividades, según las circunstancias de cada región. De esta manera las
doctrinas no dependían económicamente del obispo ni de las catedrales y
mantuvieron una postura contraria a imponer a los indios el pago del diezmo
sobre todos sus productos, lo que necesariamente afectaría el sistema que ya
estaba establecido.
La diversidad de circunstancias que revistió el avance
hispano tanto hacia el norte como rumbo al sur y las diferencias demográficas y
económicas entre unos obispados y otros, dificultaron mucho el establecimiento
de disposiciones generales en el contexto de un orden jurídico caracterizado
por la diversidad de cuerpos y la pluralidad de derechos, así como por el
reconocimiento del uso y la costumbre como principios de derecho. A través de
las disposiciones de la corona y de los concilios provinciales de 1555 y 1565
se delinearon distintas vías por las cuales la población debía contribuir a ese
fin, entre las que destacaba la contribución que los pastores podían pedir a
los feligreses por la administración de algunos sacramentos (bautismo,
matrimonio) y por la celebración de entierros y misas, contribuciones que
recibieron el nombre de obvenciones parroquiales. Si bien se reconocía la
necesidad de que los clérigos tuvieran ingresos suficientes para mantenerse,
las autoridades reunidas en esas ocasiones se preocuparon también por detener
las exigencias desmedidas tanto de clérigos como de frailes hacia los indios,
cuyas quejas se presentaban con frecuencia. En 1585, el Tercer Concilio
Provincial Mexicano reconoció la necesidad de formalizar la tasación que los
españoles debían pagar por la administración de los sacramentos y con ello se
avanzó hacia la elaboración de los primeros aranceles, pero no pudo dejar de
lado la complejidad y diversidad de circunstancias que presentaba cada una de
las diócesis y determinó permitir que cada obispo aprobara las adaptaciones
necesarias dentro de un modelo que se apoyaba más en las aportaciones de los
fieles, sin descartar otras fuentes (Aguirre, 2014, p. 41). En este marco, cada
diócesis buscaría diferentes fórmulas para el sostenimiento de un número
creciente de parroquias seculares (Aguirre, 2015, pp. 200-201). Aunque los
indios estaban exentos de contribuciones por la administración de sacramentos
según la ordenanza del patronato, en la práctica siguieron sujetos a limosnas y
pagos en especie y servicios (Rubial, 2013, p. 261).
En la década de 1630, tanto en el arzobispado de México
como en el obispado de Guadalajara se elaboraron aranceles de derechos
parroquiales con el fin de que sirvieran de guía en los lugares donde el uso y
la costumbre no hubieran resuelto el tema de las recaudaciones para el sustento
del párroco y sus vicarios o tenientes (Taylor, 1999, p. 193). Tales tasaciones
no podrían sustituir la multiplicidad de arreglos, acuerdos y complementos que
los feligreses de cada lugar habían establecido por consenso y por costumbre
entregar a sus párrocos, pero se convertirían en la norma a seguir en caso de
no llegar a un acuerdo entre las partes, situaciones que se presentaban en
forma de quejas de los indios o de feligreses de otras calidades acerca de las
exigencias de algunos pastores. En la diócesis de Durango se elaboraron por lo
menos cinco aranceles durante el siglo xviii,
pero las denuncias de la población por abusos de los curas para la celebración
de entierros fueron frecuentes, lo mismo que los reclamos de los clérigos por
la falta de ingresos suficientes para su manutención en parroquias lejanas y de
escasa población, según lo ha documentado Dimas Arenas Hernández (2022, pp.
10-15).
Para el siglo xviii
los ingresos de los curas y de sus asistentes incluían un abanico muy amplio de
fuentes que iban desde las primicias,1
el pie de altar, el manípulo, la domínica y las obvenciones o derechos por la
administración de sacramentos, además de otros pagos en servicios y especie
(Aguirre, 2015, pp. 221-225). Así, el manípulo, común en el arzobispado de
México, consistía en una colecta periódica de una suma de dinero entre hombres
adultos y viudos que había llegado a sustituir otros pagos por dinero, bienes y
servicios (Taylor, 1999, p. 188). En cambio, en muchos pueblos era más común la
domínica, cantidad moderada que los indios estaban obligados a entregar después
de la misa de cada domingo. Una parte se entregaba al celebrante y el resto
podía dedicarse a la fábrica material de la iglesia. Junto a estas prácticas,
muchos pueblos seguían proporcionando trabajo y alimentos a sus ministros al
acarrear agua, moler maíz, cocinar y hacer reparaciones en las casas curales,
así como al proporcionarles caballos o mulas para transportarse dentro y fuera
de la feligresía (Taylor, 1999, p. 192). El crecimiento demográfico y económico
que caracterizó a algunas regiones del territorio novohispano durante al último
siglo virreinal debió influir para que, en medio de tal diversidad, la
recaudación directa por concepto de los bautismos, matrimonios y entierros que
celebraban los curas, así como por las misas dominicales y de días de fiestas
en las cabeceras y otras localidades, se convirtieran en la fuente de ingresos
más importante, tanto en la arquidiócesis de México como en la diócesis de
Guadalajara (Taylor, 1999, p. 193).
Al revisar los aranceles novohispanos se observa que,
desde los más antiguos, el bautismo era el sacramento por el que se pedía una
contribución más baja, mientras que matrimonios y entierros aparecían tasados
con cantidades más altas y en todos los casos se establecían diferencias según
el grupo o calidad de que se tratara: español,
indio, mestizo y, según el tipo de ceremonia que se solicitara, teniendo
siempre en cuenta que era obligación del cura beneficiado y de sus asistentes
–denominados tenientes–, proporcionar el pasto espiritual a los fieles sin
llevar ninguna cantidad a cambio en los casos de indios y pobres que así lo
ameritaran. En consecuencia, el sacerdote no podía exigir ningún tipo de
recompensa material por acudir a ungir a un enfermo, pues ello formaba parte de
las obligaciones inherentes a su ministerio,
Primeramente, los dichos curas beneficiados, sus
doctrineros y sus vicarios, visiten como son obligados, a sus feligreses
enfermos todas las veces que por ellos fueren llamados y les administren los
Santos Sacramentos, sin llevarles por dichas visitas y administración derechos
alguno; y a los que murieren pobres de solemnidad los entierren de limosna (Colección de los aranceles, 1857, p. 25).
Dentro de estas disposiciones generales coexistió una
diversidad de prácticas en relación con el oficio de difuntos y la sepultura de
un cadáver, cuando estaban sujetos a una obvención que debía cobrar la
parroquia, con la excepción ya mencionada de los casos de feligreses muy
pobres, a quienes no debía pedirse nada a cambio de esos servicios.
los funerales en el siglo xviii
Durante el periodo virreinal las
exequias revestían gran importancia para deudos y familiares, quienes se
esforzaban por celebrarlas con la solemnidad y el decoro que les permitían sus
posibilidades, aunque a menudo buscaban opciones para eludir parte de los
gastos, depositando los restos en lugares sagrados no controlados por las
parroquias, en los que no se tenían que cubrir todos los derechos. Devoción y
economía debieron conjugarse en las ciudades y villas donde existían iglesias
de conventos, hospitales y colegios, para que estos lugares se volvieran
espacios muy solicitados para funerales, al grado que, en 1665, el arzobispo de
México publicó un edicto para prohibir a rectores y capellanes celebrarlos por
su cuenta, lo mismo que cantar misas, vigilias, novenarios, honras, “cavos de
año”, ni otros actos funerales, si no fuera con intervención de los curas o sus
tenientes.2 Es probable que estas
prácticas fueran comunes en otros obispados novohispanos y en todos debieron
causar preocupación a la autoridad eclesiástica porque, de generalizarse, eran
varias las posibles consecuencias. Por una parte, las actas en el libro parroquial,
en las que los curas estaban obligados a registrar los datos de cada uno de los
fieles enterrados, no reflejarían la realidad, ni en cuanto a número de
difuntos, ni en cuanto al cumplimiento de los eclesiásticos para auxiliar al
enfermo, y tampoco en lo respectivo a los ingresos que correspondían a cada uno
de los ministros de la parroquia por la celebración de los entierros. Fallaría
así uno de los instrumentos esenciales para evaluar el celo y desempeño de los
párrocos. Por otra parte, no menos importante, estaba la cuestión de los
derechos parroquiales que los deudos evadían al utilizar una iglesia distinta
donde no existían las mismas contribuciones, lo que dejaba al curato sin la
percepción de unos ingresos importantes para completar su renta anual.
Aparentemente, la práctica de celebrar exequias fuera de
las parroquias no cesó, pues, en 1732, los curas de El Sagrario de la ciudad de
México presentaron de nuevo sus quejas al respecto y pidieron al arzobispo
Vizarrón y Eguiarreta se volviera a imprimir el edicto de 1665, petición que
fue concedida renovando las penas de excomunión mayor, más 20 pesos de oro
común, al capellán de la iglesia conventual, hospitalaria o colegial que
incurriera en esa falta, y con orden de colocar el edicto en todas las sacristías
de esas instituciones igual que en la catedral. Sin embargo, diez años más
tarde, los funerales en conventos y hospitales no sólo seguían celebrándose,
sino que se habían vuelto práctica común, al grado que los párrocos de El
Sagrario acudieron de nueva cuenta al arzobispo y señalaron como prueba el
hecho de que, en los últimos tiempos, no pasaban de diez o doce los registros
de párvulos en el libro de entierros, situación inverosímil en una feligresía
tan numerosa, todo esto debido a que los familiares preferían enterrarlos en
esos lugares sin dar cuenta al cura y sin pagar los derechos establecidos. El
provisor de la diócesis, Francisco Gómez de Cervantes, expidió entonces un
edicto declarando que todos los entierros de párvulos o adultos debían tener
lugar con intervención y noticia de la respectiva parroquia y que, en ningún
caso, debían los titulares de monasterios, hospitales o colegios, dar sepultura
a un difunto sin licencia y consentimiento de su legítimo párroco, so pena de
excomunión y, al mismo tiempo, insistía en la caridad que debía guiar a los
pastores “confiando como confiamos del piadoso celo de dichos curas, el que en
fuerza de su misma obligación usarán (como siempre lo han ejecutado) con los
que constaren ser pobres de su acostumbrada caridad, sobre que a mayor
abundamiento le reencargamos la conciencia”.3
En la diócesis de Guadalajara, el obispo Francisco de
Rivera y Pareja (1618-1630) había elaborado y publicado un arancel de
españoles, mulatos y lobos al que los prelados del siglo xviii seguían
haciendo referencia cuando se presentaban quejas sobre cobro de derechos, y
algunas fuentes muestran que los pueblos de indios del obispado mantenían
también la práctica de contribuir en especie a cambio de algunos servicios
religiosos. En dichas parroquias no regía el arancel, sino la costumbre, lo que
podía generar controversias de las que hasta hoy se tienen pocas evidencias,
excepto por los mandatos concretos de los obispos para corregirlos,
estableciendo los montos precisos a los que ambas partes debían apegarse.
Sabemos, por ejemplo, que en 1741, mientras practicaba la visita pastoral, el
obispo Juan Gómez de Parada (1735-1751) se preocupó por dotar de arancel a los
feligreses del norteño Real de San Gregorio del Mazapil.4 Las visitas pastorales
eran también ocasiones para que el prelado revisara la correcta anotación de
las partidas de entierro en el libro correspondiente y castigara cualquier
omisión de parte del cura, que era el responsable de llevar el registro de todos
los bautismos, matrimonios y entierros celebrados. Así ocurrió en el pueblo de
Zapotlán, donde Gómez de Parada encontró partidas en blanco y ausencia de notas
marginales en esas tres series, lo que sancionó con multa de 150 pesos para el
párroco, mientras en la feligresía de Tepatitlán fijó 50 pesos de multa al
titular, por no haber asentado los registros en el libro de entierros desde
1738 hasta 1740.
Hay evidencias de que, en la primera mitad del siglo xviii, los conflictos entre los pueblos y sus pastores
por pagos en especie se seguían presentando en algunos lugares de la zona sur
del obispado de Guadalajara. Este tipo de aportaciones provocaba recelos a los
obispos y era también una oportunidad para llamar a que ambas partes se
apegaran a lo establecido por el arancel y avanzar así hacia la desaparición de
otros sistemas. Al respecto, dan cuenta las quejas que se presentaron en el
mismo pueblo de Zapotlán sobre el cobro de derechos, así como el caso de los indios
de Tuxcacuesco, en el curato de Autlán donde, décadas después, la situación no
había cambiado, pues el cura, de la orden franciscana, mantenía las mismas
prácticas por las que “dan servicio cada semana de su turno doce reales en
plata, diez pollos y un real de huevos, un real de frijoles y un real de
pescado, una [f]anega de maíz y una tequis [sic]
para que muela y que [por todo ello] solo dejan de pagar el arancel del
entierro”.5
La presencia de estas recaudaciones en el obispado de
Guadalajara amerita un análisis más detenido para conocer con precisión la
extensión y montos que alcanzaban y el porcentaje que representaron en los
ingresos parroquiales.
los aranceles de méxico (1767) y guadalajara (1802)
Para la segunda mitad del siglo xviii, y en el espíritu reformista de la época
terminar con los cobros indebidos de los curas párrocos a sus feligreses fue
una de las preocupaciones centrales del arzobispo Francisco Antonio de
Lorenzana y Buitrón, lo que le llevó a la elaboración, en 1767, del “Arancel
para todos los curas de este Arzobispado fuera de la ciudad de México”, como
una de sus primeras tareas al frente de la mitra. En el documento, el prelado
señala que el arancel hasta entonces vigente, con antigüedad mayor a un siglo,
resultaba tan confuso “que, en lugar de servir de regla fija, antes es ocasión
de controversia entre los párrocos y sus feligreses”, por lo que proponía:
cortar las raíces de los pleitos, en cumplimiento de
nuestra pastoral obligación, y proveer juntamente del más claro e invariable
método con el que los ministros que no gozan más rentas, ni diezmos que los
derechos parroquiales tengan lo decente para su congrua sustentación y sea
también útil a los pueblos, después de haber visto con madurez el citado
arancel, sus declaraciones y demás papeles concernientes.6
Cuadro 1. Aranceles de entierros
Lorenzana
(1767) |
Guadalajara
(1802) |
|||||||
Población |
Tipo
entierro |
Cura
y ministros |
Cantores |
Cura
y ministros |
||||
Españoles |
Cruz
alta |
Doce
pesos cuatro reales |
Cuatro
reales |
Ocho
pesos cuatro reales, más cuatro pesos por vigilia, más cinco pesos por misa
cantada |
||||
Cinco
pesos más en otra iglesia del lugar |
Cinco
pesos más en iglesia distinta a la cabecera parroquial |
|||||||
Párvulo
español seis pesos |
||||||||
Cruz
baja |
Seis
pesos cuatro reales por adulto |
|||||||
Párvulo
español cuatro pesos |
||||||||
Con
pompa |
Diez
pesos |
Seis
pesos, además de la cruz alta |
||||||
Un
peso más a cada clérigo acompañante |
Si
hubiere posas, reducir derechos a cuatro pesos por cada una |
|||||||
Siete
pesos más ofrenda por misa de difuntos |
Un
peso |
Tres
pesos cada doble solemne [de campanas] |
||||||
Cuatro
pesos por cruz y ciriales |
Cuatro
pesos por responso en casa del difunto tras el entierro |
|||||||
Cinco
pesos por vigilia más dos pesos si hay ministro |
Un
peso |
Párvulo
español igual que adulto |
||||||
Procesión |
Cuatro
pesos por párroco o ministros, cruz y ciriales |
|||||||
Haciendas |
Cuatro
pesos si el párroco va por el cadáver y un peso por cada legua si son más de
cuatro leguas. |
|||||||
Misa
novenario |
Cinco
pesos y seis pesos si es con ministro |
Un
peso |
||||||
Mestizos
y mulatos |
Cruz
alta |
Ocho
pesos |
Seis
reales |
Siete
pesos cuatro reales |
||||
(e
indios |
Párvulo
cinco pesos cuatro reales |
|||||||
laboríos |
Pompa |
Igual
que los españoles |
Igual
que los españoles |
|||||
en
Guad.) |
Párvulo
igual que los españoles |
|||||||
Esclavo |
Seis
pesos |
Cuatro
reales |
No
aparece |
|||||
Cruz
baja |
Cuatro
pesos |
Cuatro
reales |
Cinco
pesos cuatro reales y una vela con obligación de aplicar una misa por el
difunto |
|||||
Párvulo
tres pesos cuatro reales |
||||||||
Misa
cuerpo presente |
Cinco
pesos más cuatro pesos si es con vigilia |
Seis
reales |
||||||
Vigilia |
Un
peso más un peso a cada ministro |
|||||||
Misa
novenario |
Cinco
pesos |
|||||||
Indios
de pueblo |
Tres
pesos si es adulto en su parroquia y dos pesos si es párvulo |
Cuatro
reales |
||||||
Dos
pesos más si va el cura al pueblo donde murieron |
Un
peso |
Un
peso más al párroco o su ministro, desayuno y comida |
||||||
Cruz
baja |
Dos
pesos cuatro reales con obligación de aplicar una misa por el difunto |
|||||||
Párvulo
dos pesos |
||||||||
Cruz
alta |
Cuatro
pesos cuatro reales |
|||||||
Párvulo
cuatro pesos |
||||||||
Pompa |
Mitad
de derechos de españoles |
Ocho
pesos más que cruz alta, misa y vigilia, más tres pesos a ministros |
||||||
Párvulo
nueve pesos |
||||||||
Misa
cuerpo presente |
Tres
pesos más un peso si es con vigilia |
Cuatro
reales más tres reales si es con vigilia |
Si
piden posas dos reales cada una |
|||||
Misa
de año |
Cuatro
pesos |
Cuatro
reales |
||||||
Mozos
de hacienda |
Tres
pesos por adulto, trayendo el cadáver a la iglesia y dos pesos por párvulo |
4
reales adulto y párvulo |
||||||
Tres
pesos más dos pesos por entierro en la iglesia del pueblo o hacienda
inmediato al lugar de la muerte |
||||||||
Misa
requiem |
Tres
pesos más un peso si es con vigilia |
Cuatro
reales más tres reales si es con vigilia |
||||||
Pobres
de solemnidad |
Sin
derechos y que sean enterrados con cruz baja |
Fuente: Arancel para todos los curas de este Arzobispado
fuera de la ciudad de México, 1767. aham,
México; Arancel común de este obispado de Guadalajara, comprensivo de Reales de
Minas, castas y de indios matriculados, 1802 (Colección de
los aranceles, 1857).
El arancel fue aprobado por las autoridades del reino que
expidieron la real provisión para su publicación el 24 de julio de 1767, en la
que se señalaba el propósito uniformador que se perseguía
con el fin de evitar disputas, que cualesquiera costumbre
que haya en los pueblos en orden a la paga de derechos, sólo podrá subsistir de
aquí en adelante con el mutuo consentimiento de los párrocos y feligreses, pero
que faltando el de alguna de las dos partes se han de arreglar precisa y
puntualmente al arancel, sin que pueda darles derecho alguno la costumbre, para
que así queden desterrados los muchos pleitos que el pretexto de ella ha
causado hasta aquí.7
Así, al mismo tiempo que se ratificaba la primacía de la
costumbre y el consenso local, se proponía una línea como principio
uniformador, carácter que ha sido resaltado por varios autores (Taylor, 1999,
p. 33). Si bien la intención del arzobispo era avanzar hacia la uniformidad
mediante el arancel, la extensión de algunas de las prácticas más comunes, como
la entrega de sínodos, que era importante en Oaxaca, los múltiples arreglos
entre feligreses y pastores, así como la capacidad negociadora de clérigos y frailes
con la población, serían algunos de los principales obstáculos para que se
lograra tal propósito. El propio Lorenzana tendría oportunidad de constatar
esta realidad cuando, en el Cuarto Concilio Provincial Mexicano, convocado por
él mismo, los obispos defendieron la existencia de un régimen de contribuciones
y derechos parroquiales para cada diócesis. En el arzobispado de México el
nuevo arancel fue cuestionado por un gran número de parroquias, cuyos
feligreses no estaban dispuestos a abandonar fórmulas y costumbres que llevaban
casi dos siglos utilizando para mantener a sus pastores (Aguirre, 2018, pp.
54-55). A pesar de numerosas impugnaciones y de que muchos pueblos utilizaron
las nuevas disposiciones en contra de sus curas, el arancel de 1767 se extendió
a otras diócesis donde fue utilizado como punto de partida para tasar las
obvenciones parroquiales. Aunque Guadalajara no fue la excepción en el uso del
Arancel de Lorenzana a finales del siglo xviii,
el derecho de cada obispado para definir las vías de sustento para los curas,
de acuerdo con las condiciones de su población y el tamaño de sus feligresías,
llevaron a que, en diciembre del año de 1802, se reuniera una comisión nombrada
especialmente para formular un nuevo arancel. En general, este siguió como
modelos los de México y Valladolid, aunque fijando tasas más bajas en casi
todos los rubros, y fue aprobado para su aplicación en 1809 (Colección de los aranceles, 1857, pp. 45-57). Una de las
ediciones que encontramos y dan cuenta de la vigencia del último arancel del
periodo virreinal corresponde a 1836, cuya portada señala que se trata de la
reimpresión del autorizado en 1809 (Arancel para el cobro,
1836), misma que volvería a publicarse en la Colección de
los aranceles de 1857. La estructura del documento se apega a la que se
presentaba en las versiones del siglo xvii
y que se mantuvo también en el de Lorenzana, señalando el monto que
correspondía a cada grupo de la población según su calidad:
españoles, mestizos, mulatos, indios de pueblo e indios laboríos.
Bajo el título de Arancel común de
este obispado de Guadalajara, comprensivo de Reales de Minas, castas y de
indios matriculados que para la debida uniformidad han formado por especial
comisión del Illmo. Sr. Obispo de esta Diócesis, los curas diputados para ello,
congregados en el pueblo de Jalostotitlán, se establecieron los derechos
a cubrir por los entierros, iniciando con el de cruz baja, una categoría que no
aparece en el Arancel de Lorenzana, excepto para los “mulatos y gente de color
quebrado”. Si bien este era el tipo de ceremonia que estaban obligados a
celebrar los curas para todos los feligreses que no tuvieran recursos,
ignoramos si se registraron entierros de cruz baja entre los españoles e indios
en la arquidiócesis de México. Otra diferencia entre las dos disposiciones es
la ausencia de los cantores en la tasación de 1802. Nos preguntamos si en los
funerales neogallegos había perdido importancia la música y el canto como parte
de la liturgia, pues no hay una sola mención a indios cantores, siempre
presentes en Lorenzana. Además, mientras este separaba a mestizos y mulatos de
los indios laboríos, el arancel de Guadalajara reunió a estos tres grupos en
una sola categoría y los sujetó a los mismos montos.
Así pues, los entierros de cruz baja no están presentes
en la tasación de 1767, excepto para los mulatos, y por lo que se refiere a las
repúblicas de indios en el centro novohispano, sólo tenían la opción de pagar
tres pesos por el entierro de un adulto, que se reducían a dos cuando se
trataba de párvulos o bien al solicitar una ceremonia con pompa, que implicaba
seis pesos, y dos reales a los que se tendrían que sumar tres pesos más si se
celebraba misa de cuerpo presente, y en tal caso habría que añadir el pago para
los cantores. En el obispado de Guadalajara, en cambio, había dos
posibilidades: el entierro con cruz alta por el que la parroquia recibía cuatro
pesos y medio, reduciendo sólo medio peso cuando se trataba de párvulos, y el
entierro con cruz baja por el que se debían entregar dos pesos y medio, e
incluía la obligación de que el ministro celebrante aplicara una misa por el
descanso eterno del difunto.
El entierro mayor se celebraba con la participación del
párroco y otros ministros que debían ir revestidos con los ornamentos que se
utilizaban en liturgias solemnes, como capas o dalmáticas, para acompañar el
cuerpo del difunto en procesión hasta el lugar del entierro, precedidos por
insignias como la cruz alta, que se colocaba sobre una pértiga, y dos ciriales
que eran llevados por otros eclesiásticos o por sacristanes y monaguillos. La
formalidad de esas ocasiones era subrayada por la presencia de cantos y música
sacra, lo que requería la presencia de cantores y organista o músicos cuyos
servicios debían ser retribuidos por los deudos. En cambio, para un entierro
menor, el párroco o el eclesiástico participante no estaba revestido con capa,
se utilizaba una cruz sin pértiga o cruz baja y el oficio era rezado.
En los dos aranceles quedó establecido que cuando los
deudos solicitaran un ceremonial más elaborado, debía incluirse también una
misa y la celebración de una vigilia para rogar por el alma del difunto. Así,
el entierro que los neogallegos denominaron “con pompa y extraordinaria
solemnidad”, que implicaba la presencia de ministros revestidos, ciriales y
acompañamiento de varios eclesiásticos, cuyos derechos ascendían a seis pesos,
implicaba además otros quince pesos con cuatro reales que importaba la celebración
con cruz alta, misa y vigilia, así como una vela de mano a cada ministro y pago
por separado a cada uno de los eclesiásticos con sobrepelliz8 que asistiera. Aunque el
monto para cada uno de ellos no queda determinado, es probable que fuera un
peso a cada uno, tal como se establecía en la arquidiócesis de México.
En los últimos apartados del Arancel de Guadalajara
aparecen algunas cantidades no mencionadas antes, que incidían directamente en
el costo que podían alcanzar los funerales, por ejemplo los derechos de
sepultura en el tramo del presbiterio de las iglesias, fijado en veinte pesos;
“la pira o mesas que los interesados piden, a más de la tumba regular”, en tres
pesos; los ciriales en dos pesos, de los cuales cuatro reales serían para los
monacillos (monaguillos); un peso por el acetre9
y otro si se pedían capas dalmáticas.10
Igualmente, si se solicitaba procesión, la fábrica parroquial debía recibir un
peso por cada insignia que se solicitara (cruz parroquial, ciriales,
incensario, etc.) en el caso de españoles, mestizos, mulatos, negros e indios
laboríos o cuatro reales si se trataba de indios (Colección
de los aranceles, 1857, p. 57).
La comparación entre los dos aranceles debe partir de
reconocer la distancia temporal que media de 1767 a 1802, así como el hecho de
que las últimas décadas del siglo xviii se
caracterizaron por una elevación general de los precios (Van Young, 1989, pp.
115-116). Teniendo esto en cuenta, se aprecia que los costos en la diócesis de
Guadalajara siempre fueron menores que los establecidos en el Arancel de
Lorenzana. Es así que los derechos para los indios de Guadalajara por un
entierro sin solemnidad alguna, tasados en dos pesos y medio, resultaban más
bajos que en la arquidiócesis, donde estaban tasados en tres pesos, aunque
podían llegar a igualarse si se pedía pompa, dependiendo siempre del monto
final del número de ministros acompañantes, ciriales, procesión, etc. El texto
del arancel deja ver una intención de reducir las obvenciones para los
feligreses neogallegos, como sería el caso del párrafo inicial, referente a los
españoles que solicitaban un entierro con cruz baja, a quienes se debía cobrar
seis pesos y medio, que concluye con la indicación: “Ciñéndose a esta cantidad
y no a la que hasta aquí se ha cobrado de siete y medio pesos” (Colección de los aranceles, 1857, p. 46).
En ambos obispados se mantiene alguna presencia de
ofrendas como parte del intercambio entre feligreses y clérigos. Así se observa
que, en los entierros con pompa, Lorenzana establecía que los ministros que
acompañaran al celebrante debían recibir un peso, o bien “cuatro reales y una
vela de cera buena de a tres en libra”, mientras que los neogallegos debían
entregar, además de la cantidad señalada, “una vela de mano” en todos los
entierros de cruz baja y los de cruz alta, misma que en la ceremonia con pompa
debía recibir cada uno de los ministros (Colección de los
aranceles, 1857, pp. 46-49). Las ofrendas siguen presentes en las dos
jurisdicciones en aquellos casos que solicitaban misa de cuerpo presente, a
cuyos derechos se debía agregar una donación en proporción al caudal que
hubiera dejado el difunto, pero que no podía bajar de dos pesos ni exceder los
diez.11 En las observaciones
finales el arzobispo Lorenzana insistía en
Que la ofrenda de los entierros se haya de arreglar y
ajustar con las partes a proporción de los bienes y caudal del difunto, con tal
que no exceda la del más rico y acaudalado de la cantidad de 100 pesos, de
suerte que nunca se pueda subir de ella y se irá bajando y arreglando la
ofrenda con la moderación que pareciere justa, y que las mismas partes pudieran
conseguir en su ajuste y especialmente en el caso de que se les quiera figurar
o atribuir más caudal que el que realmente tuvieren. Pero si no teniendo caudal
se enterraren con pompa deberán contribuir precisamente con 10 pesos para la
ofrenda.12
A los derechos hasta aquí mencionados había que agregar
el costo de la sepultura, así como la porción de suelo donde se depositaban los
restos. El que un difunto pudiera descansar en tierra bendecida, es decir en un
“camposanto”, implicaba un aumento en los gastos de sus deudos. En la tradición
cristiana occidental los cementerios se localizaban en el mismo terreno de las
iglesias, y los muertos seguían compartiendo así el espacio sagrado con
aquellos a quienes todavía no llegaba su hora. La localización de las tumbas
variaba: las iglesias se consideraban divididas en cuatro tramos para efectos
de los pagos por sepulturas: en el primero, el más inmediato a las gradas del
presbiterio, 20 pesos por la fábrica, el siguiente, siguiendo rectamente el
cuerpo de la iglesia, diez pesos, el tercero cuatro y el último un peso,
quedando reservado el presbiterio para los sacerdotes y ordenados in sacris, quienes debían pagar los mismos veinte pesos
establecidos para el primer tramo.
La división del suelo de las iglesias por tramos y la
asignación de costos por rotura de sepulcro en cada uno de ellos fue también
objeto de atención para las autoridades diocesanas de la segunda mitad del
siglo xviii. Quizá el mejor ejemplo de ello
resulta el “Arancel de los entierros que se hacen en el Sagrario”, elaborado en
la capital virreinal en 1770, que incluye un plano para delimitar cada tramo
del recinto de acuerdo con el costo de los sepulcros.13
Como en otros aspectos, tanto la separación de los
espacios de las iglesias, como los costos de cada uno, presentaban variaciones
entre las diócesis. Mientras en Guadalajara y en México parece haber cierta
similitud, el obispado de Durango aplicó una escala diferente en la que los
deudos debían cubrir 50 pesos para depositar los restos mortales junto a las
gradas del altar y en la última categoría situaba el cementerio, generalmente
en las afueras del edificio eclesiástico, donde los costos no rebasaban los
doce reales (Arenas, 2022, p. 12)
Cuadro 2. Costos por lugar de sepultura
Lugar |
Derechos |
|
En
iglesia exempta, en pueblos de indios y cementerios comunes |
Sin
derechos |
|
Españoles |
Cuatro
pesos de las gradas del presbiterio a medio cuerpo de la iglesia |
|
Veinte
reales de medio cuerpo a la puerta de la iglesia |
||
Mulatos
y gente de color quebrado |
Doce
reales de medio cuerpo de la iglesia para abajo |
Fuente: Arancel de los entierros que se hacen en El
Sagrario, 1770. aham, México.
el iv concilio provincial mexicano
La discusión sobre la separación
que debía hacerse entre los sacramentos de eucaristía y extremaunción, cuando
ambos se administraban conjuntamente a un enfermo, fue debatida por el IV
Concilio Provincial Mexicano celebrado en 1771, declarando los obispos que la
necesidad se imponía para hacerlo así en los pueblos, haciendas y ranchos
distantes de las cabeceras parroquiales y en las ciudades grandes, donde el
criterio que debía prevalecer era el del mayor bien espiritual de los enfermos.14 Quedaba aceptada así
una práctica que desde los siglos anteriores se puede observar en los libros de
la mayoría de las parroquias ubicadas fuera de las capitales diocesanas, donde
las actas señalaban casi siempre: “se administraron los santos óleos, confesión
y eucaristía”.
En el libro iii, título xiii, los padres conciliares determinaron que era
propio del oficio de los párrocos y de la caridad cristiana el dar sepultura y
hacer el oficio de difuntos sin llevar derechos cuando se tratara de un pobre y
que lo contrario causaría escándalo por no justificarse, ni ser lícito que los
curas o sus vicarios dilataran los funerales por causa de la miseria o porque
no les hubieran pagado por anticipado lo establecido por el arancel. “Que unos
podrán pagar enteramente, otros querrán pompa, otros no tendrán para todos los
derechos y otros nada, sino deudas, y los ejemplares de retardar por este
motivo dar sepultura pasadas veinticuatro horas, es una mancha y borrón en la
fama y crédito del párroco.”
La obligación de que los feligreses fueran sepultados en
la parroquia de su adscripción no quedó establecida en las disposiciones
conciliares. En cambio, se ratificó con toda claridad que el párroco o su
vicario debían celebrar los entierros, revestidos de capa, con la cruz y
acompañamiento, y llevando dos luces, así se tratara “del más pobre indio”, ya
que, insistían, también ellos eran cristianos y prójimos a los que debía darse
ejemplo de que la religión católica es suave a todos. En el parágrafo segundo
se trasluce algo de lo que era práctica común, cuando se les pide
y no permitan en caso alguno que los cantores de ellos
hagan solos el entierro por huir de que se les estreche a la paga de derechos
de entierro, y la experiencia enseña que cuanto más exaspere un párroco a los
indios tanto más rehúsan estos pagarles sus emolumentos, aun cuando pueden, y
así tenga siempre el primer lugar la caridad que no les faltará lo temporal” (El cardenal Lorenzana, 1999, Concilio IV Mexicano, libro iii, título xiii).
Asistir a los indios en casos de enfermedad o amenaza de
muerte fue considerado por el Concilio como una de las tareas esenciales de los
párrocos. Por ello señalaba que era “abuso intolerable no llevarles el viático
cuando estaban enfermos, aun cuando habitaran en pueblos distantes”, pues a los
indios debía asistirse con tanto o mayor cuidado que a las demás personas, “y
así los curas irán a confesar y llevar el viático a los indios enfermos como si
fuera a los españoles más ricos” (Zahino, 1991, p. 16) En consecuencia
estableció penas o multas de 25 pesos, que se dividirían por partes iguales a
la fábrica de la iglesia, al denunciador y a los pobres, además de suspensión
en el oficio por dos meses, por cada vez que un párroco faltara a esta
obligación, mientras que, si fuera otro sacerdote el que se negara a acudir en
caso de necesidad, el castigo sería establecido al arbitrio del obispo (El Cardenal Lorenzana, 1999, Concilio IV Mexicano, libro iii, título iii).
El IV Concilio Provincial Mexicano confirmó también la
prohibición de levantar sepulcros de piedra o madera por encima del pavimento o
suelo de las iglesias y estableció multas para aquellos curas que permitieran
tales construcciones. En el mismo espíritu de la época pidió a los párrocos que
cuidaran que sus feligreses no celebraran convites, ni realizaran gastos
superfluos, recordándoles que el verdadero modo de honrar a los difuntos era
rogar a Dios por ellos.
registros de entierro en una parroquia del obispado de
guadalajara
Uno de los propósitos de los
aranceles era asegurar ingresos suficientes para la manutención de los curas.
El otro, eliminar conflictos entre estos y sus feligreses, especialmente en los
casos de párrocos de indios, para que no pudieran exigirles cantidades y bienes
o servicios injustificados por la administración del pasto espiritual. Contar
con nuevos aranceles en la segunda mitad del siglo xviii
también debería contribuir a facilitar los objetivos fiscalizadores de la
corona de conocer mejor los ingresos de cada parroquia. Las autoridades de cada
diócesis disponían de diversos medios para saber el monto que obtenían los
curas, el principal eran los libros de bautismos, matrimonios y entierros, así
como los libros de fábrica y cofradías donde se registraban las cantidades que,
de manera particular y corporativa, entregaban los fieles por las celebraciones
eucarísticas y la administración de sacramentos. De aquí que el interés por la
correcta inscripción de los datos en las partidas de entierros fuera compartido
por autoridades civiles y eclesiásticas, como lo demuestran las llamadas de
atención continuas de los obispos para que no hubiera omisiones al respecto
(Becerra, 2020, pp. 40-42). Una reglamentación tan extensa y cuidadosa debió
producir una gran cantidad de información que hoy podría constituye una fuente
de interés para distintos propósitos en aquellos lugares donde se conserva y
que ha sido poco utilizada con fines de investigación. La frecuencia con la que
los feligreses solicitaban un tipo de entierro para sus familiares puede ser
observada a través de las fuentes parroquiales en la medida que las anotaciones
se volvieron más completas a consecuencia del interés de las autoridades y por
la necesidad de llevar cuentas claras, especialmente en aquellos lugares donde
eran varios los eclesiásticos que atendían a los fieles.
Con este propósito se ha reunido evidencia del curato de
Jalostotitlán, en el obispado de Guadalajara, ubicado en la región hoy
identificada como Los Altos de Jalisco. Esta fue una de las parroquias creadas
desde el siglo xvi para atender la evangelización de
varios pueblos tecuexes y cazcanes de la frontera chichimeca como San Gaspar,
Mitic, Teocaltitan, San Miguel (actual San Miguel el Alto) y San Juan (actual
San Juan de los Lagos), ubicados sobre la cuenca del río Verde y sus afluentes.
Desde fecha muy temprana se establecieron vecinos no indios en estancias y
labores mercedadas a españoles donde se asentó también un número importante de
población de origen africano, mientras que la presencia de laboríos en puestos
y ranchos no fue muy común (Becerra, 2015, pp. 58-65). Para el siglo xvii, Jalostotitlán se había convertido en uno de los
curatos más poblados y extensos del obispado, cuyos ingresos anuales alcanzaban
los 2 000 pesos.15 El crecimiento
demográfico que caracterizó a la región en el siglo xviii
llevó a que, en 1768, el obispo Diego Rodríguez de Rivas observara las
dificultades para la administración de sacramentos a los 10 842 feligreses
distribuidos en seis pueblos y 107 rancherías, y propusiera su división,
atendiendo a las indicaciones que la corona había enviado a todos los prelados
de Nueva España para mejorar la administración y control de las parroquias.
Para ello hubo que considerar factores demográficos, políticos y, no menos
importante, económicos. El primer paso sería la revisión de los libros de
bautismos, casamientos y entierros, a partir de los cuales las autoridades
diocesanas calcularon que se podía proceder a poner un cura en el pueblo
Nuestra Señora de San Juan, hasta entonces ayuda de la parroquia de
Jalostotitlán. Interesaba, en primer lugar, asegurar que, tras la división, el
nuevo curato tuviera ingresos por 2 000 pesos, después de pagar 300 pesos a
cada uno de los tres tenientes que se consideraban necesarios para atender a
toda la feligresía, asegurando así el sustento del cura párroco y los demás
gastos necesarios para el funcionamiento del curato.16
Una vez concluidos los autos y procedimientos que
implicaba la modificación de un territorio parroquial, el 2 de diciembre de
1768, la Real Audiencia otorgó su consentimiento para la división. A partir de
ese momento quedaron a cargo del cura beneficiado cuatro repúblicas de indios,
además de la cabecera que seguía ubicada en el pueblo de Jalostotitlán, y cerca
de 200 puestos, ranchos y algunas haciendas, dispersos hacia los cuatro puntos
cardinales. En la nueva situación, durante el quinquenio comprendido entre 1771
y 1775, se registraron en la feligresía 1 020 actas de entierro en las que se
anotó el lugar y tipo de sepultura, las cuales se han comparado con las 1 633
encontradas para el quinquenio 1821-1825, cuando suponemos que se estaba
aplicando el arancel de 1802.
Lo primero que se observa es la existencia de mayor
complejidad de la esperada al aparecer en estas partidas categorías no
contempladas por los aranceles. En primer lugar, destaca la importancia y
permanencia de un tipo de funeral, el entierro menor,
que aparece consignado en todos los volúmenes revisados. Es notoria también la
desaparición de los entierros denominados de cruz baja,
que fueron los más comunes durante el primer periodo observado y que,
probablemente, pudieron quedar asimilados a los entierros
menores17 del siglo xix, aun cuando se trata del concepto que no aparece
ni en el Arancel de Lorenzana ni en el de Guadalajara. Estos entierros menores, con costo de 20 reales, presentes en
ambos periodos, corresponden a los casos en que el cadáver era sepultado en el
interior de la iglesia y no en el cementerio, por tanto, los deudos debían
cubrir dicha cantidad por la “rotura de tierra”, suma que no se entregaba al
eclesiástico celebrante, sino que se destinaba a la fábrica de la parroquia.18
Mientras que la proporción de entierros de limosna
aumentó notablemente en el siglo xix, la de aquellos
que implicaban ceremonial más elaborado y mayor costo disminuyó. El contraste
entre los dos periodos es notorio y podría ser un indicador de que los ingresos
de los eclesiásticos no aumentaban en la segunda década decimonónica al mismo ritmo
que lo habían hecho a finales del siglo xviii,
sobre todo si se considera que para esa época eran cuatro personas las que
compartían las obvenciones que los fieles pagaban por las honras fúnebres, el
párroco y tres tenientes de cura. Un trabajo con base en la información
registrada en las actas de entierros respecto al tipo de funeral realizado y el
nombre del celebrante permitiría comprobar si para los presbíteros que atendían
la feligresía de Jalostotitlán alcanzaban los 300 pesos anuales de ingresos
como se ha encontrado en otras feligresías (Arenas, 2022, p. 5).
Cuadro 3. Tipo de entierro por calidad. Parroquia de
Jalostotitlán (porcentaje)
Menor |
20
reales |
Cruz
baja |
Mayor |
Humilde |
Limosna |
s.
d. |
Total |
|||||||||||
Españoles |
1771 |
23 |
35 |
37 |
4 |
1 |
100 |
|||||||||||
1772 |
10 |
52 |
26 |
4 |
8 |
100 |
||||||||||||
1773 |
8 |
18 |
28 |
40 |
1 |
4 |
100 |
|||||||||||
1774 |
19 |
38 |
39 |
4 |
100 |
|||||||||||||
1775 |
11 |
15 |
24 |
46 |
4 |
100 |
||||||||||||
1821 |
2 |
51 |
9 |
4 |
35 |
100 |
||||||||||||
1822 |
60 |
10 |
29 |
2 |
100 |
|||||||||||||
Total |
3 |
27 |
26 |
3 |
11 |
2 |
100 |
|||||||||||
Indios |
1771 |
15 |
3 |
20 |
1 |
4 |
56 |
100 |
||||||||||
1772 |
16 |
5 |
32 |
7 |
1 |
39 |
100 |
|||||||||||
1773 |
22 |
2 |
15 |
1 |
4 |
56 |
100 |
|||||||||||
1774 |
16 |
4 |
10 |
3 |
3 |
64 |
100 |
|||||||||||
1775 |
15 |
1 |
15 |
8 |
6 |
54 |
100 |
|||||||||||
1821 |
70 |
0 |
0 |
1 |
11 |
17 |
100 |
|||||||||||
1822 |
63 |
1 |
1 |
21 |
15 |
100 |
||||||||||||
Total |
36 |
2 |
11 |
3 |
9 |
39 |
100 |
|||||||||||
Mulatos |
1771 |
6 |
38 |
44 |
3 |
9 |
100 |
|||||||||||
1772 |
6 |
36 |
36 |
3 |
12 |
6 |
100 |
|||||||||||
1773 |
4 |
45 |
29 |
2 |
14 |
6 |
100 |
|||||||||||
1774 |
7 |
29 |
50 |
0 |
14 |
100 |
||||||||||||
1775 |
6 |
34 |
34 |
3 |
17 |
6 |
100 |
|||||||||||
1821 |
10 |
90 |
100 |
|||||||||||||||
1822 |
38 |
62 |
100 |
|||||||||||||||
Total |
5 |
36 |
33 |
1 |
19 |
5 |
100 |
s. d.: sin datos.
Fuente: Libros de entierros, vols. 3, 9-10. Libros de
entierros de San Miguel, vols. 1-3. Archivo de la Parroquia de la Asunción,
Jalostotitlán, Jalisco, México.
Al observar los ritos funerarios según la calidad de los difuntos, sólo se puede incluir el primer
quinquenio observado y los años de 1821 y 1822 en el segundo periodo, porque,
tras la consumación de la independencia, desaparecieron de los registros las
menciones de español, mestizo, indio, y todos los demás grupos. En los siete
años en que es posible cruzar calidad y tipo de
entierro se observa que eran los españoles los que solicitaban con mayor
frecuencia que los funerales se celebraran con presencia de varios ministros,
cruz alta, misa, procesión e insignias correspondientes a la mayor solemnidad y
costos. En el conjunto de todos los españoles registrados, 31% corresponden a
entierros mayores y, dentro de estos, la mayoría aparecen mencionados con el calificativo
de “don” o “doña”, y en algunos casos dejaron capellanías o legados píos. Otro
tercio de los vecinos hispanos tuvo entierros menores de 20 reales y de cruz
baja, mientras que 11% fue sepultado de limosna.
Entre los indios la distribución de los registros resulta
menos clara. De 1771 a 1775, 39% de ellos no señala la ceremonia utilizada,
podría suponerse que se trata de personas enterradas en las iglesias de sus
respectivos pueblos y, por tanto, exentas del cobro de derechos. De aquellos
con información completa, poco más de un tercio correspondió a entierros
menores y sólo 9% fue enterrado de limosna. Mientras que en el siglo xviii, la mayoría de los indios eran enterrados al
interior de las iglesias de los pueblos y de la cabecera parroquial, al llegar
el nuevo siglo se volvió común el uso de los cementerios en todos ellos. Sólo
una décima parte de los difuntos indios fue honrada con pompa, como es el caso
Diego Placencia, indio principal de Jalostotitlán19 sepultado en 1772, el
de Pedro Jerónimo Gallardo, cuya partida registra una ceremonia celebrada “con
especial solemnidad” en 1775 en San Miguel (actual San Miguel el Alto)20 o el Andrés Bernachi,
indio matriculado21 de la cabecera
parroquial, fallecido en 1821. Todos de los integrantes de este grupo que
tuvieron funerales con cruz alta, tanto varones como mujeres, eran casados o
viudos, con sólo tres excepciones en los que se trató de entierros de párvulos.
Llama la atención el aumento de funerales de cruz baja y
de limosna entre los indios en 1821 y 1822. Aun cuando la información
incompleta de las actas de los primeros años observados dificulta una
comparación certera, podría ser el reflejo de una mayor dificultad de este
sector de la población para cubrir los costos correspondientes a exequias
solemnes que incluyeran misa, cantores y la presencia de varios clérigos, como
eran los entierros mayores o de cruz alta. Es cierto que también entre el resto
de la población parroquial disminuyeron los funerales más gravosos, al tiempo
que se volvieron más frecuentes los de limosna, que entre los hispanos pasaron
del 4% en el quinquenio de 1771 a 1775, a más de una tercera parte en los dos
últimos años del virreinato.
En el primer periodo observado, tres de cada cuatro
mulatos fueron registrados con entierros menores, mientras que sólo un tercio
pagó por una sepultura en la iglesia parroquial y un quinto de sus registros
corresponden a entierros de limosna. Sus circunstancias en los momentos finales
de la vida muestran una mayor precariedad económica, sin contar con los
privilegios que gozaba la población india. Aunque siempre fueron quienes
tuvieron mayor porcentaje en entierros de limosna, hacia finales del periodo
virreinal la mayor parte de los pobladores de origen africano en la parroquia
era despedida de la vida terrenal como María, párvula del pueblo de San Miguel,
hija natural de Gertrudis y de José María Flores, con entierro menor, de
limosna, en el cementerio ubicado a las afueras de iglesia de la localidad.
Las actas de entierro muestran también un cambio
importante en cuanto al lugar de entierro entre los dos periodos observados.
Mientras que en el más temprano prácticamente no hay menciones a los
cementerios y las autoridades diocesanas se preocupaban más por reglamentar los
espacios destinados a la sepultura en el interior de las iglesias, en las dos
últimas décadas del siglo xviii, nuevas teorías sobre las causas
de las enfermedades y las frecuentes alzas de la mortalidad que se presentaron
en la década de 1780 en todos los obispados novohispanos, influyeron para que
desde la monarquía se emprendieran iniciativas para sacar los cementerios de
los lugares de reunión y construir espacios dedicados a sepultar los restos
mortales fuera de las ciudades y pueblos. A pesar de las dificultades iniciales
que esto implicó y de la resistencia de la población, para la década de 1820 en
el curato de Jalostotitlán, una tercera parte de los cadáveres eran depositados
en esos espacios. Ilustración y nuevas ideas médicas sobre los procesos de
salud y enfermedad, combinados con las terribles experiencias de las epidemias
que se presentaron, debieron influir también en este cambio.
consideraciones finales
Los registros de entierro y los
aranceles establecidos para cada obispado constituyen herramientas valiosas
para la comprensión de la compleja dinámica parroquial en los años finales del
periodo virreinal en los obispados americanos, cuyo análisis aún está
pendiente. La diversidad característica de las extensísimas diócesis en las
Indias, que comprendían tantos curatos pingües, con población numerosa capaz de
mantener con sus obvenciones a varios eclesiásticos, lo mismo que feligresías
poco pobladas y más pobres, donde se generaban situaciones que rebasaban la
capacidad de negociación entre pastores y feligreses por la escasez de ingresos
para los párrocos y que a menudo exigieron la intervención del obispo.
De acuerdo con la información proporcionada por los
aranceles y los registros parroquiales analizados, cuando no se solicitaba un
entierro de limosna, los feligreses de la arquidiócesis de México debían
desembolsar mayores cantidades que los de la diócesis de Guadalajara para
despedir a sus muertos. A pesar de estar inmersa en un contexto de incremento
de precios, en esta última jurisdicción eclesiástica, la tasación de 1802 se
mantuvo por debajo de las erogaciones señaladas en 1767 por el arzobispo Lorenzana
para la población de todas las calidades, incluidos los indios, lo que abre
nuevas interrogantes respecto a los ingresos y el sostenimiento del clero en
las distintas regiones novohispanas.
Los registros eclesiásticos de Jalostotitlán confirman
que este fue un destino reconocido por los clérigos de la diócesis de
Guadalajara por su capacidad de proporcionar ingresos suficientes y donde,
hasta ahora, no se han encontrado quejas que refieran falta de pagos por la
administración de sacramentos o la celebración de funerales, como ocurría en
otras zonas. Jalostotitlán llegó al siglo xix
con un número suficiente de habitantes para mantener un párroco y varios
asistentes. Aun así, los registros de entierros sugieren que la población
pagaba menos por concepto de honras fúnebres entre 1821 y 1825 que 50 años
atrás, y que la antigua costumbre de sepultar los cadáveres en el interior de
las iglesias había empezado a modificarse, haciendo cada vez más frecuente el
uso de los cementerios parroquiales.
Cuadro 4. Tipo de entierro. Parroquia de Jalostotitlán
Mayor |
Menor |
Cruz
baja |
Menor
20 reales |
Humilde |
Limosna |
Total |
||||||||
1771 |
29 |
16 |
68 |
41 |
8 |
219 |
||||||||
1772 |
20 |
14 |
69 |
25 |
10 |
177 |
||||||||
1773 |
39 |
28 |
57 |
44 |
13 |
234 |
||||||||
1774 |
30 |
19 |
55 |
32 |
13 |
209 |
||||||||
1775 |
30 |
20 |
45 |
25 |
13 |
181 |
||||||||
Total |
148 |
97 |
294 |
167 |
57 |
1
020 |
||||||||
1821 |
6 |
78 |
31 |
2 |
53 |
188 |
||||||||
1822 |
7 |
117 |
50 |
1 |
97 |
301 |
||||||||
1823 |
10 |
56 |
69 |
2 |
106 |
311 |
||||||||
1824 |
12 |
22 |
72 |
8 |
181 |
412 |
||||||||
1825 |
3 |
50 |
53 |
7 |
210 |
421 |
||||||||
Total |
38 |
323 |
275 |
20 |
647 |
1
633 |
Fuente: Libros de entierros, vols. 3, 9-10; Libros de
entierros de San Miguel, vols. 1-3. Archivo de la Parroquia de la Asunción,
Jalostotitlán, Jalisco, México.
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Archivos
ahag Archivo
Histórico de la Arquidiócesis de Guadalajara, México.
aham Archivo
Histórico del Arzobispado de México, México.
ahccmm Archivo
del Cabildo Catedral Metropolitano de México, México.
apj Archivo
de la Parroquia de la Asunción, Jalostotitlán, Jalisco, México.
1 Primeros frutos y crías de ganado que, junto con el diezmo, los fieles
estaban obligados a entregar como contribución a la Iglesia. La recaudación y
administración de diezmos y primicias correspondía al cabildo eclesiástico en
cada obispado.
2 Despacho de los curas del Sagrario sobre ratificación y renovación de
edicto sobre ritos funerales, 21 de enero de 1732. Archivo
del Cabildo Catedral Metropolitano de México (en adelante accmm), México.
3 Edicto impreso sobre entierros. Francisco Gómez de Cervantes, provisor y
vicario general, 14 de junio de 1742. ahccmm, México.
4 Visita Pastoral del Señor. Juan Gómez de Parada, 1739-1740, f. 42. Visitas
Pastorales. Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Guadalajara (en adelante ahag), México.
5 Visita Pastoral del Señor Juan Gómez de Parada, f. 62fv. Visitas
Pastorales. ahag, México.
6 Arancel para todos los curas de este arzobispado fuera de la ciudad de
México, 1767, caja 97, exp. 3, f. 1. Archivo Histórico del Arzobispado de
México (en adelante aham), México.
7 Arancel para todos los curas de este arzobispado fuera de la ciudad de
México, 1767, caja 97, exp.3, f. 9. aham,
México.
8 Sobrepelliz: ornamento de color blanco con mangas amplias y largo que no
llega a las rodillas, utilizado por sacerdotes y diáconos sobre la sotana.
9 Acetre: Pequeño caldero de metal usado para llevar el agua bendita durante
las celebraciones litúrgicas y dispersarla sobre los objetos o personas con el
hisopo.
10 Dalmática: ornamento usado sobre el alba en ceremonias litúrgicas solemnes
que cubre el cuerpo del ministro por delante y por detrás, así como los brazos,
con una especie de mangas anchas y abiertas.
11 Arancel para todos los curas de este arzobispado fuera de la ciudad de
México, 1767, caja 97, exp. 3, f. 2v. aham,
México.
12 Arancel para todos los curas de este arzobispado fuera de la ciudad de
México, 1767, caja 97, exp. 3, f. 2f. aham,
México.
13 Arancel de los entierros que se hacen en El Sagrario. Parroquia de San
José, caja 187, exp. 58. aham, México.
14 Si bien los documentos del IV Concilio Provincial Mexicano no llegaron a
ser aprobados por Roma, las disposiciones y acuerdos emitidos por los obispos
participantes fueron llevados a la práctica e influyeron en la reforma de
diversos aspectos de la vida eclesiástica novohispana como las prácticas
religiosas, las obligaciones del clero y la vida parroquial (Rubial García,
2013, p. 418).
15 Cifra no comparable con el curato vecino por el oriente, Santa María de los
Lagos, que reportó 6 667 pesos, pero semejante a la de Teocaltiche, vecino al
norte, con 3 000 pesos (Taylor, 1999, pp. 718-719).
16 Plan de División del curato de Jalostotitlán, 1768, serie Parroquias,
Jalostotitlán. ahag, México.
17 Los entierros menores tampoco aparecen en los aranceles del obispado de
Durango entre 1725 y 1821 (Arenas, 2022, p. 10).
18 La fábrica parroquial estaba constituida por los ingresos y derechos que se
cobraban para costear reparaciones del edificio y para cubrir los gastos del
culto divino como cera, vino, aceite para la lámpara, etcétera.
19 Libros de entierros, vol. 3, f. 164. Archivo de la Parroquia de la
Asunción, Jalostotitlán (en adelante apj)
Jalisco, México.
20 Libros de entierros de la ayuda de parroquia de San Miguel, vol. 1, f. 25. apj, Jalisco, México.
21 Libros de entierros, vol. 9, f. 158. apj,
Jalisco, México.
** Doctora en Ciencias Sociales.
Líneas de investigación actual: historia de las instituciones, historia social
en Nueva Galicia.