10.18234/secuencia.v0i120.2309
Artículos
¿El lado correcto de la historia?
El uso político de la narrativa del progreso en los feminismos contemporáneos*
The Right Side of History? The Political Use of the Narrative of Progress
in Contemporary Feminisms
Catherine Andrews1** https://orcid.org/0000-0001-6781-1391
1Centro de Investigación y Docencia Económicas, México División de Historia andrews.cath@gmail.com
Resumen:
En este ensayo se examina la narrativa histórica del
progreso en los feminismos contemporáneos. Se argumenta que se usa con un
propósito político específico: presentar los desacuerdos entre feministas como
una confrontación entre lo moderno y lo retrogrado. Se observa que este
posicionamiento suele emplear una retórica patriarcal que prefiere la crítica
personal a la discusión de ideas. Para ilustrar la hipótesis, se analiza el uso
de la narrativa del progreso en el debate actual feminista en torno al comercio
sexual dentro de su contexto histórico amplio. El ejercicio de historiar las
ideas de las mujeres de esta manera revela cómo ciertos argumentos del debate
han sido desfigurados y malentendidos para servir a los fines del relato del
progreso.
Palabras clave: narrativa del progreso; historiografía feminista; historia de las ideas;
historia de las mujeres; feminismos.
Abstract:
This essay examines how the
narrative of historical progress is used in contemporary feminisms. It argues
that this narrative is used with a specific political aim: to characterise
disagreements between feminists as confrontations between the modern and the
retrograde. It observes that this positioning often employs patriarchal
rhetoric which prefers personal criticism to a discussion of ideas. To
illustrate this hypothesis, the article analyses the use of the progress
narrative in the present debate about the sex trade within a wide historical
context. Undertaking the history of women’s ideas in this way reveals how some
arguments in this debate have been disfigured and misunderstood in order to
serve the needs of the progress narrative.
Key words: narrative of historical progress; feminist
historiography; history of ideas; women’s history; feminisms.
Recibido: 17 de noviembre de 2023 Aceptado: 23 de febrero
de 2024
Publicado: 5 de julio de 2024
La historia, como se dice, la escriben los ganadores. A
pesar de ser un lugar común, este dicho reconoce que las relaciones de poder en
una comunidad determinada permiten que una interpretación del pasado se vuelva
hegemónica y otras sean marginadas y olvidadas. Durante la década de 1970,
historiadoras feministas aplicaron este análisis para criticar la disciplina de
la historia como “his-story” (la historia de él) y
plantearon la necesidad de escribir “her-story”
(la historia de ella). Como señala Leila Rupp (2006), estas historiadoras
“querían hacer más que llenar los vacíos de la narrativa masculina”. Querían
“usar lo que aprendimos […] para transformar la ‘narrativa maestra’”; en otras
palabras, desterrar his-story a favor de una perspectiva
historiográfica que diera la misma o mayor importancia a las mujeres que a los
hombres (p. 468).
En su estudio del pensamiento político de las mujeres en
Gran Bretaña y Estados Unidos, Dale Spender (1988) analizó este olvido aplicado
al análisis feminista histórico. ¿Por qué –preguntó– se ignoraba que “había
habido muchas mujeres en los siglos pasados que decían lo que decíamos nosotras
en la década de 1970” (pp. 3-4)?, ¿por qué no formaban parte del canon de
ilustres pensadoras las mujeres que criticaban la subordinación de su género y
exhibieron los instrumentos usados por los hombres para ejercer el control
político sobre ellas?
La respuesta sencilla a la pregunta –por qué no sabía de
todas las mujeres del pasado que protestaron en contra del poder masculino– es
que al patriarcado no le gusta. Esas mujeres y sus ideas constituían una
amenaza política y fueron censuradas. Por ese medio, las mujeres se mantuvieron
en la ignorancia, con el resultado que cada generación debía empezar casi desde
el principio, y volver a forjar sus propias definiciones de la existencia
femenina en un mundo patriarcal (p. 13).
De acuerdo con su juicio, las tácticas para silenciar las
voces femeninas del pasado fueron las mismas que se usan para callar a las
mujeres del presente: cuestionamientos a sus capacidades intelectuales,
acusaciones de inestabilidad emocional y el acoso sexual. Al estudiar las
reacciones históricas a las filósofas estadunidenses señala: “La filosofía de
una [de estas] mujer[es] es superficial, su pensamiento es restringido y
altamente derivativo; otra no es innovadora, sino una difundidora; otra no es
de primer nivel, otra muestra deficiencias en sus capacidades críticas y
analíticas; otra se basa en su personalidad, no en sus ideas; otra mostraba la
capacidad de absorber, pero no para crear” (p. 26).
En otros casos, como el de Harriet Taylor (1807-1858), se
cuestionó su autoría intelectual de los textos que firmaron y los atribuyeron a
un hombre (John Stuart Mill). Spender (1988, pp. 187-189) encuentra que casi
todos los biógrafos de las mujeres que estudia insinuaron que fueron
enaltecidas, exageradas y, en no pocos casos, enloquecidas. Además, nota que
siempre ha habido un esfuerzo por aislarlas, por negar que tuvieron
interlocutoras con ideas similares y dudar que dejaron un legado intelectual
importante.
Finalmente, Spender (1998) demuestra que los críticos
apelaron regularmente a la sexualidad de las escritoras con el fin de socavar
su reputación y la autoridad de sus ideas. A Mary Wollstonecraft (1759-1797) le
criticaban por vivir en unión libre y tener una hija ilegítima (p. 155). Las
obras de teatro y la poesía de Aphra Benn (1640-1689) fueron caracterizadas
como sexualmente “obscenas,” “escandalosas” e “indecentes” (pp. 40-41). Un
crítico literario del Saturday Review (1862)
lamentaba que aún se pudieran encontrar los escritos de Benn en algunas bibliotecas,
pero agradecía que “desde hace una o más generaciones, han sido expulsados de
toda sociedad decente” (pp. 40-41). Por el contrario: “Los historiadores
descartaron [la importancia de] las ideas y estrategias de Christabel Pankhurst
[1880-1958] mediante un truco sencillo: la presentaron como una mujer frustrada
pero también frígida, quien expresó sus decepciones reprimidas a través de una
serie de exabruptos emocionales contra los hombres” (p. 32).
En breve, Spender argumenta que generaciones de filósofos,
historiadores y críticos literarios emplearon estrategias discursivas
reiterativas para ningunear a las mujeres intelectuales. El olvido en que su
pensamiento yace, entonces, deriva casi exclusivamente de los ataques
personales de quienes prefirieron descartarlas como inferiores intelectuales,
locas y sexualmente reprobables, en lugar de discutir seriamente sus ideas.
El análisis de Spender (1998) sigue siendo relevante hoy.
Como espero demostrar, las narrativas históricas más conocidas dentro de los movimientos
feministas contemporáneos sirven para descalificar voces críticas y evitar
debates incómodos alrededor de temas conflictivos. En este ensayo planteo que
se trata de un uso político de la historia con una función específica: mostrar
los desacuerdos entre feministas como una confrontación entre lo moderno y lo
retrogrado. Dicho de otra manera, las voceras de estas narrativas de progreso
buscan situarse en “el lado correcto de la historia,” marginando las voces
disidentes mediante su asociación con el pasado, y empleando una retórica
patriarcal que prefiere la crítica personal al debate de ideas. El resultado es
el olvido deliberado de pensadoras y sus análisis críticos del patriarcado
dentro de los feminismos.
Unas consideraciones hermenéuticas y metodológicas antes
de proceder. Este artículo se enmarca en la historia de las ideas,
específicamente del pensamiento feminista. No obstante, el objetivo particular
es examinar el empleo de interpretaciones históricas dentro de los debates
contemporáneos. De esta manera, se trata de un ejercicio de la historia del
presente y ofrece reflexiones que puedan ser relevantes para el estudio de los
feminismos fuera del campo de la historia. El enfoque de este artículo parte de
un estudio del espacio mexicano, aunque los temas tratados son comunes al
discurso feminista más extendido.
El artículo examina las interpretaciones históricas sobre
el feminismo que se pueden identificar en tres espacios: los medios de
comunicación, la academia y el activismo. En el primer apartado, analizo el
discurso cotidiano en la prensa sobre la historia de los feminismos y el uso de
la metáfora de las olas para presentar un movimiento en avance continuo. En el
segundo subrayo las ideas, planteamientos y argumentos feministas que no tienen
cabida dentro de esta narración de progreso, pese a que sean muy conocidos en
la academia. El ensayo concluye con el examen del uso de esta narración
histórica en un tema del activismo feminista –el comercio sexual–, con el fin
de aplicar el análisis presentado a un caso particular.
La narrativa del progreso dentro de la historia de los feminismos
Sin lugar a duda, la definición
más conocida del feminismo es la que retoma la Real Academia Española (2021):
Del fr. féminisme, y este del lat. femĭna “mujer” y el
fr. -isme “-ismo”.
1. m. Principio de igualdad de derechos de la mujer y el
hombre.
2. m. Movimiento que lucha por la realización efectiva en
todos los órdenes del feminismo.1
Esta definición dice dos cosas: que el feminismo es un
“principio” y también un movimiento que busca lograr ese principio. El precepto
exclusivo perseguido es “la igualdad de derechos” sin contemplación de otro
posible fin. En la siguiente sección hablaré de lo que está excluido de esta
definición. Por lo pronto, sólo quiero mostrar las implicaciones de esta
definición y cómo están replicadas en el periodismo. Para ello, revisé algunas
de las publicaciones en medios mexicanos recientes que abordan la pregunta:
¿qué es el feminismo?
El primer ejemplo es un video de UnoTV (2019) que explica
que hay muchos feminismos, pero que todos comparten unos principios básicos,
desglosados como “derechos” que apuntan a la igualdad entre hombres y mujeres.
Una segunda referencia es un artículo de 2022 de Rocío Muñoz Ledo en cnn en Español, en donde define el feminismo como “el
reconocimiento de la igualdad entre hombres y mujeres en los ámbitos social,
económico y político” y señala que “el feminismo surge como respuesta a las
tradiciones occidentales que restringen los derechos de las mujeres”
(Muñoz-Ledo, 2023). De este modo, la asociación entre feminismo y derechos
vincula este movimiento inexorablemente con la historia occidental y los
debates sobre la igualdad propios del liberalismo.
Isidro H. Cisneros (2022) adopta esta misma perspectiva
en una columna de opinión: para él el origen del feminismo “se encuentra en la
Ilustración que es el momento histórico en que se reivindica la individualidad,
la autonomía de los sujetos y de los derechos humanos”. Finalmente, en el
artículo “Feminismo y las olas y en la historia” (2020), publicado en El Universal, se define al feminismo como un movimiento
en tres tiempos: el feminismo “ilustrado” y europeo que buscaba “el voto, el
trato legal igualitario y por una mejor educación”; el movimiento de la
liberación sexual con origen en Estados Unidos que peleaba “los derechos
sexuales y reproductivos femeninos, así como la penalización del abuso sexual,
el acceso a métodos anticonceptivos y el derecho al aborto”. La tercera ola
estaría situada en la década de 1990, y se vincula con la obra de Judith Butler
y los temas de género.
Como queda ilustrado en el último ejemplo, la presencia
de los derechos en la narrativa histórica es el discurso ilustrado del
progreso, expresado vía la metáfora de las olas feministas. Las historiadoras
atribuyen la acuñación de este símbolo-término a las feministas estadunidenses
que se radicalizaron en el movimiento de los derechos civiles durante la década
de 1960 (Echols, 1989). En un artículo del New York Times
Magazine con fecha del 10 de marzo de 1968, Marsha Weinman Lear lo
retoma para describir el activismo del momento: “En breve, el feminismo que se
hubiera imaginado tan muerto como la cuestión polaca es de nuevo un tema. Sus
proponentes lo llaman la Segunda Ola Feminista, la primera fue la que menguó
después de la victoria del sufragio” (Henry, 2004, p. 58).2
Al decir de Astrid Henry (2004), las feministas de “la
segunda ola” querían distanciarse deliberadamente de la Organización Nacional
de Mujeres (now, por sus siglas en inglés) y, sobre
todo, de una de sus fundadoras, Betty Friedan, autora de La
mística de la feminidad (2009), a quien asociaban con el liberalismo
burgués.3 Preferían una cronología
que postulaba la muerte del feminismo a causa de la aprobación de la 20ª
enmienda en 1920, y su “renacimiento” posterior en su activismo (Henry, 2004,
pp. 60-68). Las feministas de la segunda ola, entonces, concebían al feminismo
liberal y su énfasis en los derechos como reliquia del pasado; plantearon en
cambio, un nuevo feminismo que buscaba “la Liberación de la Mujer”.4
La idea de una tercera ola feminista también proviene de
la historia estadunidense: de acuerdo con Henry, se atribuye a Rebecca Walker
(hija de la womanist Alice Walker) la
popularización de “la tercera ola feminista” en una serie de artículos que escribió
en la revista Ms. durante 1992 (Henry, 2004, p.
23). No obstante, parece que el término ya se empleaba a finales de la década
de 1980 y como tal está apuntado en un texto de Deborah Rosenfelt y Judith
Stacey publicado en Feminist Studies en 1987 (Henry,
2004, p. 23).
En un primer momento, la tercera ola se asoció con las
feministas de color de Estados Unidos que querían enfatizar las contribuciones
de las afroamericanas y de otras mujeres racializadas. No se pensaba como el
marcador de un cambio generacional, sino como el reconocimiento de un
movimiento contemporáneo pero marginado. No obstante, y de acuerdo con la
interpretación de Henry, muy pronto adquirió un sentido que le vinculó con las
hijas de “la segunda ola” (como Rebecca Walker). A partir de entonces, las
autodenominadas feministas de la tercera ola plantearon su activismo como una
regeneración dentro del feminismo que corregía los errores de la “segunda ola”,
sobre todo, su percibida exclusión de voces racializadas, su activismo en
contra de la industria pornográfica y la prostitución, y su separatismo que
incluía la adopción de lesbianismo como posición política (Henry, 2004, pp.
288-114).
Hoy se empieza a hablar de una cuarta ola feminista para
referirse a las generaciones posteriores al feminismo noventero y de principios
del siglo xxi. Como han hecho sus antepasadas,
las proponentes de esta periodización están convencidas de que los objetivos de
esta nueva ola son distintos o bien, mejoran aspectos de las previas. En el
artículo de El Universal que cité arriba, su autora
no identificada postula, por ejemplo, que se puede sugerir que “inició en 2012
bajo el contexto de las redes sociales, en el que surgieron redes de apoyo y de
denuncia por casos de acoso, hostigamiento, abuso, violaciones, violencia
doméstica y sexual, así como los feminicidios” (Feminismo y las olas en la
historia, 2020). La periodista boliviana Elizabeth Parcerisa (2019) caracteriza
la cuarta ola por su enfoque interseccional y plantea que entre sus filas se
encuentran por primera vez “grupos lgtb+
que también sufren las consecuencias de un enemigo común: el
heteropatriarcado”.
Para concluir esta sección, hay que señalar que la
metáfora de las olas ha recibido fuertes críticas desde la academia (Cano,
2018; Cano y Espino Armendáriz, 2023). En México y América Latina se suele
advertir que se trata de la imposición de un marco de referencia externo a la
historia doméstica (Bartra, 2020). Los movimientos de mujeres latinoamericanos,
por ejemplo, no entraron en declive a principios del siglo xx, pues las primeras cinco décadas presenciaron
campañas diversas tanto a nivel doméstico como en la esfera internacional
(Barrancos, 2020; Lavrin, 1998; Merino, 2019; Miller, 1991). En este sentido,
la celebración de Congreso Mundial del Internacional de la Mujer, en la ciudad
de México en 1975, se debía más al trabajo de las activistas previas, que al de
las mujeres que llegaron al feminismo en la década de 1970 (Lau, 1987; Olcott,
2017).
En la academia anglófona, por otra parte, se señala que
ese relato reduce el feminismo del siglo xix
a una mera lucha para los derechos políticos entre las mujeres blancas, e
ignora las participaciones de mujeres de color, tanto en el siglo xix como en las décadas de 1960 y 1970 (Browne, 2014;
Hemmings, 2011; Hewitt, 2010). Al decir de Justyna Wlodarszyk (2010), si la
metáfora de las olas tiene alguna función dentro del discurso feminista
anglófono, es como una muletilla que permite a una generación diferenciarse de
las anteriores y emanciparse de la tutela de las madres simbólicas del pasado.
Las voces silenciadas por la narrativa del progreso
La narrativa histórica sobre el
feminismo que acabo de describir simplifica y distorsiona una historia mucho
más compleja de pensadoras y activistas. Reproduce un “gran modelo hegemónico”,
y contribuye así –según Chela Sandoval (2000)– a “legitimar ciertos modos de
cultura, consciencia y práctica” (p. 60) y marginar otras perspectivas
críticas. Como anotó Amneris Chaparro (2022) en un texto reciente sobre la
metáfora de las olas, hay un problema de “autoridad epistemológica” al escribir
la historia del feminismo; específicamente “quién o quiénes tienen el poder
para determinar que un acontecimiento es suficientemente notable para formar
parte de una ola, o incluso inaugurar una nueva ola” (p. 85). En este apartado
quiero reseñar –aunque sea a vuelo de pájaro– algunas de las perspectivas que
quedan relegadas en esta narrativa. Este repaso busca recordar las
complejidades y riquezas del pensamiento feminista, así como servir de contexto
para el análisis subsiguiente.
Algunos planteamientos que desaparecen al priorizar la
narración de una gradual adquisición de derechos e igualdad son los que buscan
“liberar” a la mujer del patriarcado y otros sistemas de opresión y, por ende,
enfatizan temas de violencia y explotación más que derechos e igualdad. Como
mencioné, esta tendencia se ha asociado con la “segunda ola” del feminismo, por
consiguiente, se asume que ha sido superada por las subsiguientes (Hemmings,
2011). La historia del activismo político de las mujeres, en cambio, sugiere
que el pensamiento emancipatorio está presente en su análisis desde mucho antes
del siglo xx. Mujeres en todos contextos y
geografías han notado y quejado de la violencia masculina, pero sólo el desarrollo
de la esclavitud racializada por parte de los imperios europeos en la temprana
modernidad, y la crítica política que recibió, ofreció un punto de comparación
a las pensadoras de ascendencia europea. A partir del siglo xvii el reclamo emancipatorio se expresó mediante el
argumento de que las mujeres compartían la condición de persona esclavizada con
el hombre negro (Duran, 2013, pp. 36-46). La inglesa Mary Astell en Some reflexions on marriage preguntó, por ejemplo, “¿si
el hombre nace libre, como es que la mujer nace esclava?” (Astell, 2015, p. v;
Broad, 2014; Hufton, 1998).5
Desde luego, esta analogía pasaba por alto la situación
de las mujeres de ascendencia africana que eran esclavizadas y explotadas
muchas veces por otras mujeres (Jones-Rogers, 2019).6
En el contexto del movimiento abolicionista estadunidense, las primeras
activistas afroamericanas, Maria Stewart, Frances Harper y Sojourner Truth enfatizaron
hábilmente esta explotación (Freedman, 2003, pp. 75-79; Stansell, 2010, pp.
33-34; Terborg-Penn, 1998); pero, fuera de esos espacios, la pregunta que hizo
Astell resonaba entre las mujeres que no habían sido esclavizadas a razón de su
etnia. Para dar un solo ejemplo: Julia Montero, una de las primeras feministas
mexicanas, escribió un artículo en 1884 titulado precisamente “La esclavitud de
la mujer”.7 En este texto, Montero
no sólo rechazó la idea de que la mujer era “inferior al hombre”, sino que
señaló que “la despótica servidumbre” en que se encontraba era resultado de la
violencia masculina que había abusado de “su fuerza” para erigirse en amo
(Tuñón, 2011, pp. 73-76).
Por otra parte, el discurso sobre la liberación femenina
tenía dos vertientes distintas en el siglo xx,
ninguna de las cuales se limita a las décadas de 1970 o 1980. Las feministas
radicales se inspiraban en el análisis marxista para denunciar una explotación
deliberada por parte de los hombres como clase para
aprovechar de su labor doméstica y sexual, con el fin último de controlar sus
facultades reproductivas y sus eventuales hijos. Postularon que la explotación
del cuerpo femenino era la primera y original opresión, anterior a la esclavitud,
el capitalismo y el racismo (Lerner, 1987). Consideraban que todas las demás
opresiones estructurales se basan en esta dominación inicial que denominan el
patriarcado. Kate Millet (2016), Andrea Dworkin (1981) y Susan Brownmiller
(1976) insisten en que la supremacía masculina se debía a la violencia física y
sexual que los hombres ejercían sobre las mujeres. La poeta estadunidense
Adrienne Rich (1994) identifica “la institución de la heterosexualidad” como
pilar del patriarcado: el papel reproductivo gestante se presenta como el
objetivo natural (y, por ende, socialmente obligatorio) de las mujeres, con el
fin de rechazar la homosexualidad como algo anormal o antinatural. Por esta
razón, la mexicana Martha Lagarde (2001, 2008) insiste en teorizar la violencia
masculina perpetrada contra las mujeres de manera distinta a la que perpetúan
hombres contra otros hombres, pues los fines son diferentes. Esta teorización
desembocó en la acuñación del término “feminicidio” para referirse a esas
distinciones (Russell y Radford, 1992).
En cambio, las pensadoras de los feminismos poscoloniales
(llamadas “del tercer mundo” entre 1970 y 1980), enfatizan la simultaneidad de
la opresión patriarcal con las implementadas por el capitalismo y el racismo.
Al entender la condición de la mujer en sociedad como dependiente de su
posicionamiento, que la socióloga Patricia Hill Collins (2008) llama “la matriz
de la dominación” (pp. 221-238), insistieron en que no se podía acabar con un
elemento de esta opresión –el patriarcado, el capitalismo o el racismo– sin
derrumbar todos.8 En palabras de bell
hooks, el feminismo es “un compromiso para erradicar la ideología de dominancia
que permea la cultura occidental en varios niveles –sexo, raza y clase, para
nombrar algunos– y un compromiso para la reorganización de la sociedad” (Hooks,
2001, pp. 194-195). Julieta Paredes, feminista comunitaria de los pueblos
originarios de Bolivia, afirma que el patriarcado se debe concebir como “el
sistema de todas las opresiones, todas las explotaciones, todas las violencias
y discriminaciones que vive toda la humanidad (mujeres, hombres y personas
intersexuales) y la naturaleza, históricamente construida, sobre el cuerpo de
las mujeres” (Paredes, 2015, p. 77; Paredes y Guzmán, 2014, p. 106). Tanto Rita
Segato (2003) como Pumla Gqola (2016, 2022) han analizado la función de la
violación como herramienta y expresión de la supremacía masculina racializada
en el capitalismo.
Tal y como habían señalado Stewart, Harper y Truth en el
siglo xix, las teóricas de estas corrientes
feministas subrayan la importancia de recordar que las mujeres no sólo se
encuentran en intersecciones distintas (Crenshaw, 1988, 1991; Hill Collins y
Bilge, 2016), sino que suelen aprovechar igualmente de su estatus racial o
económico para explotar a las que se hallan en posiciones inferiores. De modo
que Audre Lorde (1983) observa que el patriarcado tiene “herramientas muy
variadas”, y no es posible afirmar que “todas las mujeres sufren la misma
opresión simplemente porque somos mujeres” (p. 95). Más bien, hay que
recordar “cómo estas herramientas se emplean por unas mujeres contra otras sin
conocimiento de causa” (p. 95). La clave para evitar el uso de estas tácticas,
dice Chantra Mohanty (2002), es forjar lazos de solidaridad entre feministas
mediante la construcción de “relaciones de mutualidad, corresponsabilidad, e
intereses comunes” (p. 521)
Como bien señala Chela Sandoval (2000), este
posicionamiento lleva a una conceptualización del feminismo como un proyecto
ético y filosófico; plantea el anhelo de cambiar el modo en que los seres
humanos se relacionan entre sí con el fin de desplazar las relaciones de
dominación con las de amor, cooperación y solidaridad (pp. 60, 139-158). Entre
los feminismos de los pueblos originarios de América Latina, esta apuesta
ética, además, echa mano de las tradiciones, prácticas y cultura de sus
comunidades para imaginar una sociedad liberada de las estructuras de poder
actuales, heredadas del imperialismo y los Estados-naciones modernos (Gil,
2021; Paredes y Guzmán, 2014).9
Otras ideas no representadas en la narración del acumulo
de derechos son aquellas inspiradas en el posestructuralismo y que analizan el
género como “un elemento constitutivo de las relaciones sociales” en que “las
diferencias percibidas entre los sexos” son empleadas para “representar las
relaciones del poder”. Esta cita, desde luego, es de la historiadora
estadunidense Joan W. Scott (1986, p. 1053), cuya investigación acerca de las
francesas revolucionarias pone en jaque varios hilos de la idea que la posición
desventajosa de las mujeres en la sociedad se puede lograr al igualar sus
derechos con los de los hombres (Scott, 1992). Por ejemplo, si los conceptos de
feminidad y masculinidad son empleados como marcadores de superioridad e inferioridad,
y pueden aplicarse a todos los cuerpos independientemente de su capacidad
reproductiva, la situación de la mujer nunca se puede igualar a la del hombre
mediante el otorgamiento de derechos. Como enfatiza Monique Wittig (1980), el
fin del patriarcado requiere “la destrucción de las categorías del sexo en
primer lugar” (p. 83). Sería necesario “una nueva definición de la persona y
del sujeto para toda la humanidad […] más allá de las categorías del sexo
(mujer y hombre)” (p. 83). Feministas descoloniales como María Lugones (2011),
Oyèrónkẹ́ Oyěwùmí (1997) y Serene J. Khader (2019) atribuyen la
implementación de los roles de género para determinar y adscribir las
relaciones de poder en las sociedades colonizadas como parte fundamental del
proyecto imperial occidental. Desde su perspectiva, cualquier nueva definición
de la persona desde el feminismo tiene que construirse fuera de este modelo.
Finalmente, para la filósofa francesa Luce Irigaray
(1990) la solución es la resignificación de las palabras que describen la
diferencia sexual. Para Irigaray, el proyecto igualitario feminista sólo busca
“igualar” a la mujer a un hombre dominante y opresor; un proyecto más
recomendable consiste en transformar nuestro concepto de lo que es ser hombre o
mujer para que no conlleve ninguna expectación de superioridad o inferioridad.
Ser mujer, entonces, sería una categoría que deben definir las mujeres mismas y
sin referencia al hombre ni al mundo intelectual creado por el hombre.
Así las cosas, el feminismo es mucho más que un
movimiento que busca “la igualdad de derechos”. Entre sus proponentes incluso
hay quienes cuestionan la igualdad como fin legítimo y necesario, planteando la
importancia de la diferencia e insistiendo en la necesidad de construir un
sujeto ontológico femenino distinto al masculino. Otras feministas insisten en
que el objetivo del feminismo es la liberación de la mujer de la opresión
derivada de su (potencial) papel reproductivo y su condición racial o de clase;
algunas más conciben esta lucha como un proyecto ético para transformar las
relaciones humanas con base en la solidaridad, la mutualidad y el amor. El
feminismo encapsula entonces objetivos políticos, éticos y ontológicos que no
se limitan a la conquista de derechos individuales. Frente a las complejidades
del feminismo y sus múltiples aristas, entonces, la pregunta obligada es ¿por
qué prevalece la narrativa de la acumulación de los derechos sobre todas las
demás y cuál es su utilidad para quienes la utilizan?
Los usos de la narrativa del progreso en el discurso feminista o estar en
“el lado correcto de la historia”
La manera más fácil de responder
la pregunta anterior es recordar que el discurso de derechos forma parte de la
tradición política liberal. Como se apuntó en el primer apartado, desde esa
perspectiva, el feminismo se concibe como uno de los factores de la modernidad
occidental (Owesen, 2021), cuyos planteamientos corrigen progresivamente la
herencia de unas sociedades que tradicionalmente negaron el mismo estatus a
hombres y mujeres. Estas ideas fueron exportadas por el imperialismo formal e
informal de Europa del siglo xix como fundamentos
de la democracia liberal (Andrews y Acevedo, 2020). De ahí que teóricas del
feminismo que siguen esta corriente afirmen que “el feminismo o la igualdad de
género es una característica tan esencial del pensamiento occidental y su
cultura como […] la verdad científica, la democracia, la libertad de expresión
y los derechos humanos, por mencionar algunos de los logros modernos” (Owesen,
2021, p. 13).
En otras palabras, nos encontramos frente a lo que Serene
J. Khader (2019) denomina “la narrativa ilustrada teleológica” (p. 24), que
insiste en el poder de la razón como motor de cambio y la posibilidad infinita
de mejorar la vida humana vía la acción política (Browne, 2014, pp. 25-27;
Hemmings, 2011, pp. 1-6). Este discurso de progreso confronta la ciencia con la
superstición y la modernidad con lo antiguo (Dijinn, 2012, pp. 785-895; Hunt,
2008, pp. 47-87; Israel, 2013, pp. 785-805), y se alimenta de la convicción de
que el feminismo trae beneficios acumulativos para las mujeres, pues con el
logro de cada nuevo derecho se establece un mundo más igualitario y justo. Las
ideas feministas son modernas y racionales, por lo tanto, viven en conflicto
con la sociedad tradicional. El pasado siempre tiene que haber sido peor que el
presente, y ser feminista equivale a encontrarse –como suelen decir las
activistas del colectivo feminista estadunidense Guerrilla
Girls– “al lado correcto de la historia”.10
Al estudiar la historia del progreso dentro del discurso
feminista, tanto Donna Haraway, Chela Sandoval, Clare Hemmings como Victoria
Browne han notado los efectos colaterales para el desarrollo actual del
pensamiento. Haraway (2016) lamenta “la participación irreflexiva [de las
feministas] en la lógica, el lenguaje, y las prácticas del humanismo blanco”,
que busca erigirse en voz dominante con el fin de lograr la imposición de su
proyecto (p. 27). Como expresa Sandoval (2000), un recuento de mejoría continua
no da lugar para voces, interpretaciones y experiencias que no comulgan con lo
expuesto en la “narrativa hegemónica” (p. 60). Al decir de Hemmings (2011), el
problema es que posiciona el sujeto feminista inexorablemente en el tiempo: sea
a la vanguardia de la nueva ola en una eterna actualidad, o como una reliquia
del pasado, partidaria de ideas que ya han sido superadas (pp. 5-6). De acuerdo
con Browne (2014), esta perspectiva supone a la historia feminista como una teleología,
en la que todos los antecedentes feministas pasados “han culminado en la
actualidad” en donde existen para dar lecciones fijas e inamovibles para guiar
la acción contemporánea (pp. 27-28).
Un buen ejemplo de cómo funciona la narrativa de progreso
en el activismo feminista se encuentra en el debate sobre la compra del sexo.
Es un tema polémico, para decir lo menos, y desde el siglo xix ha sido motivo del activismo colectivo por parte
de mujeres y feministas. También es un debate en que se confrontan intereses
económicos poderosos –pues la industria del sexo produce ingresos millonarios–
con intereses políticos (derivado de ideas morales y religiosas), por
consiguiente, las voces de las mujeres involucradas y de las activistas
feministas son muchas veces opacadas. No pretendo contribuir al debate en estas
páginas. Mi propósito es usarlo de ejemplo de cómo la “tesis de la
modernización” funciona dentro de las discusiones feministas para respaldar una
posición y descalificar la otra.
Con este fin voy a comentar un texto de Marta Lamas
(Lamas, 2016), quizá la defensora académica y activista más conocida del
feminismo liberal en México. La escojo por la claridad de su prosa y el rigor
de sus textos, pues en ambos presenta una argumentación bien fundamentada y
referenciada. Precisamente, la calidad de sus escritos me permite demostrar con
precisión cómo las feministas pueden ocuparse de la narrativa de progreso y
lucha moderna por los derechos humanos para ubicarse “al lado correcto de la
historia”, mientras descalifican a sus oponentes como mujeres rebasadas por el
tiempo, presas de un feminismo ya superado.
El marco argumentativo de Lamas es típico de las
narraciones liberales sobre el progreso. De acuerdo con sus planteamientos, el
debate sobre la compra de sexo es el resultado de la evolución del pensamiento
sobre la sexualidad durante las últimas décadas del siglo xx o “el capitalismo tardío”. En este proceso, “la
búsqueda de placer sexual ha transformado el paradigma de la sexualidad y se ha
pasado del sexo procreativo al sexo recreativo” (Lamas, 2016, p. 19). Es decir,
de unas normas culturales tradicionales hacia otras identificadas con la
liberalización y secularización de la sociedad.
En este escenario, las activistas feministas radicales y
prohibicionistas son presentadas como oponentes a la evolución de ideas. Lamas
ubica el origen del debate en “la guerra del sexo” de las décadas de 1970 y
1980; sobre todo en los trabajos de Kate Millet (2016), Carole Pateman (1988),
Kathleen Barry (1979) y Catharine MacKinnon (2011), quienes teorizan el
comercio sexual como herramienta del patriarcado –“una esclavitud
sexual femenina”– e hicieron hincapié en la violencia, la coerción y las
condiciones deshumanizantes enfrentadas por las mujeres en situación de
prostitución. En esos años –explica– se abrió una brecha “entre las feministas
que veían toda relación sexual (incluso la mercantil) como liberadora y las que
la conceptualizaban como opresiva […] [que] se sostiene hasta hoy” (Lamas,
2016, p. 20).
Al mismo tiempo, Lamas (2016) describe el movimiento a
favor del comercio sexual como una lucha liberadora liderada por organizaciones
de trabajadoras sexuales en defensa de sus derechos (p. 22). De acuerdo con su
recuento, estas organizaciones se establecieron en respuesta al discurso
radical dentro del feminismo y son la vanguardia del progreso, defensoras de
una nueva sexualidad con base en el paradigma del “sexo recreativo”; mientras
que las feministas críticas de la compra de sexo son retratadas como
conservadoras y aliadas de “los religiosos puritanos”, cuya postura política
“descarta totalmente la idea de una sexualidad recreativa en busca de placer”
(p. 22).
Lamas (2016) sugiere que las organizaciones feministas
que trabajan por la abolición de la prostitución se beneficiaron de las
políticas internacionales de las administraciones republicanas de Ronald Regan
y los Bush (padre e hijo) en materia de sexualidad y derechos reproductivos. De
acuerdo con su análisis, esta política consistió en una “cruzada moral […] que
intentó establecer el límite de lo decente, lo bueno, lo normal y lo moral
respecto a la sexualidad (abstinencia antes del matrimonio y fidelidad) y se
expandió para condenar toda forma de comercio sexual” (p. 24). Por ejemplo,
nota que la Coalición en Contra de la Trata de Mujeres (catw,
por sus siglas en inglés) ha recibido dinero de la usaid,
y se vale de esta conexión para afirmar que los argumentos y trabajo de este
grupo apuntan al mismo fin. De esta manera, plantea la idea de que las
feministas abolicionistas contribuyen a la cruzada moral republicana mediante
el fomento del “pánico social” en torno a la compra de sexo:
El pánico social es la forma extrema de la indignación
moral (Young, 2009, p. 7) y lo caracterizan dos elementos: su
irracionalidad y su conservadurismo. La indignación moral produce una reacción
ante lo que se vive como una amenaza a los valores o a la propia identidad; de
ahí que los pánicos morales suelan transformarse después en batallas
culturales, como ha ocurrido con el comercio sexual (Lamas, 2016, p. 24).
Lamas (2016) afirma que la catw
y las feministas prohibicionistas exageran el número de mujeres en situación de
prostitución a causa de la trata, y se valen de “declaraciones amarillistas” y
“sobrecogedoras narrativas de victimización” para “atraer la atención de los
medios de comunicación, los financiamientos y el interés de los responsables de
las políticas públicas” (p. 23).
Aunque no lo cita, la fuente de la interpretación de
Lamas es el influyente artículo de Gayle Rubin (1989) que detonó la denominada
“guerra del sexo” (Corbman, 2016).11
A partir de una lectura de Foucault,12
Rubin argumenta que todo cuestionamiento a la dinámica de una relación sexual
es un discurso normativo que busca inhibir la libre expresión de esta sexualidad.13 De esta manera,
cualquier límite legal o moral al mismo forma parte de “un vector de opresión”
contra aquellas expresiones que violan las normas hegemónicas (Rubin 1989, p.
160). En su ensayo, sugiere que el trabajo sexual es igualmente una expresión
que ha sido históricamente reprimida y estigmatizada como una “perversión” al
igual que la homosexualidad, el transgenerismo,14
el sadomasoquismo y “el amor intergeneracional” (Rubin, 1989, p. 151). Para
ella, como para Lamas, ejercer la sexualidad –sobre todo en una modalidad
tradicionalmente reprimida– se vuelve entonces un acto subversivo y
potencialmente liberador.
Es claro entonces cómo la narrativa del progreso sirve
para retratar a las feministas abolicionistas como conservadoras puritanas
(léase sexualmente reprimidas), cuyas ideas exageradas e irracionales sobre el
comercio sexual son producto de sus propios temores y prejuicios (léase
histéricos) en torno a la sexualidad humana. Posiciona al feminismo
abolicionista como reaccionario, inspirado en un pasado ya superado, y enfatiza
la naturaleza vanguardista o moderna de la defensa de la compra de sexo como
producto de la liberalización de la sociedad. Esta narrativa, además, es
presentada en lugar de una discusión de las objeciones teóricas de las
feministas en contra de la comercialización del sexo y a favor de una
sexualidad no definida por las normas patriarcales. Lamas puede afirmar sin
ambages que las abolicionistas rechazan “el sexo recreativo” a favor del “sexo
procreativo” porque les han adjudicado una moralidad cristiana tradicional
compartida con el derecho religioso.
Asimismo, el recurso a la tesis de la modernización lleva
a plantear que el pensamiento ético feminista sólo se puede entender dentro de
la lógica del desarrollo inexorable de la historia en su expresión liberal, y
que cualquier debate tiene que realizarse de acuerdo con esta tesis (Browne,
2014, p. 151; Chakrabarty, 2008, p. 107). Existe –en otras palabras– un guion
predeterminado, y las voces que hablan desde otra perspectiva no pueden ser
escuchadas. Una breve revisión de la historia de las campañas y enfrentamientos
políticos entre feministas en torno a la sexualidad y la compraventa de sexo
ofrece una ilustración importante de este punto.
Desde el siglo xix,
en el contexto en que se desarrollaron los primeros movimientos organizados por
y para mujeres, la compraventa del sexo ha sido tema de activismo y polémica.
En Occidente, mucho de este activismo empezó enmarcado en la moral cristiana,
al igual que casi todas las demás demandas colectivas de mujeres del momento
(Lerner, 1994); y, en consecuencia, exhibía varios de sus rasgos principales.
No obstante, es erróneo suponer que toda crítica al comercio sexual antes de
1960 derivaba de la condena religiosa a la práctica autónoma de la sexualidad
femenina. Por ejemplo, el blanco de ataque de las campañas de la activista
británica Josephine Butler (Jordan y Sharp, 2003) fue la legislación sanitaria
que buscaba “proteger” a los hombres de las fuerzas armadas de enfermedades
venéreas (tanto en la metrópoli como en la India) mediante la práctica
obligatoria (y aleatoria) de inspecciones médicas invasivas a toda mujer
sospechosa de vender sexo (Hamilton, 1978). Butler objetó el tratamiento que el
Estado británico daba a las mujeres: la vulneración de su intimidad física, el
trato humillante y degradante, y los límites a su libre tránsito, pues la
legislación señalaba como potencial “prostituta” a cualquier mujer que se
desplazara sin acompañante hombre en ciertas áreas delimitadas (Ichikawa,
2015). Es cierto que la promoción de una sexualidad cristiana era importante
para Butler y muchas otras; pero el blanco de su campaña en particular fueron
los hombres y no las mujeres. De este modo, un elemento importante del
activismo británico en contra del comercio sexual consistió en señalar al
cliente –el hombre– como razón de ser de esta empresa, con el fin de obligarlo
a modificar su moral sexual.15
Al margen del activismo enmarcado en la religión, también
existía oposición al comercio sexual femenino que abiertamente rechazaba la
moralidad cristiana. Esto quiere decir que, mucho antes de 1960, había
activistas que argumentaban a favor de la sexualidad autónoma de la mujer, pues
era una vertiente del pensamiento socialista primitivo y del radicalismo
(McCalman, 1980),16 así como del anarquismo
y el comunismo. Las mujeres anarquistas argentinas que escribían para el
periódico La Voz de la Mujer (1896-1897)
–que tenía el lema “Ni Dios, ni Patrón, ni Marido”– defendían el amor libre,
pues identificaban el matrimonio como un contrato que institucionalizaba la
servidumbre económica, doméstica y sexual de la mujer frente al hombre
(Molyneux, 2002).17 Con “la libre unión de
los sexos”, en cambio, “desaparece[rían] todas estas repugnancias”. Habría una
relación basada en el amor, en que “serían felices y libres los dos” (Lareva,
2002, p. 50). En otras palabras, el desarrollo del amor libre –la sexualidad
autónoma– sólo podría realizarse entre personas libres: el sexo coercitivo del
matrimonio sólo era una expresión de dominancia mediante “el onanismo conyugal”
(Lareva, 2002, p. 50).
Durante la primera mitad del siglo xx,
las comunistas lideraron las campañas en contra del tráfico de mujeres tanto en
América Latina como en Europa, pues lo consideraban una de las manifestaciones
más perniciosas del capitalismo. Por esta razón, en México, el ala comunista de
las mujeres del Partido de la Revolución Mexicana y no las organizaciones
católicas convencieron a Lázaro Cárdenas de prohibir el comercio sexual en 1939
(Bliss, 2001, pp. 187-193). Alejandra Kollantai (1921) rechazaba cualquier
sugerencia de que las mujeres que vendían sexo fueran marcadas por “la corrupción”
o “la anormalidad”. “Las raíces de la prostitución están en la economía”,
sentenciaba; “la mujer, por un lado, está en una posición económicamente
vulnerable, y, por el otro, condicionada por siglos de educación para esperar
favores materiales de un hombre a cambio de favores sexuales, ya se den dentro
o fuera de la atadura del matrimonio”. La solución era el amor libre, así como
la entrada plena de la mujer al proletariado como obrera independiente
(Kollontai, 1911).18
Desde la perspectiva de esa historia, es sencillo ver
cómo el feminismo radical y abolicionista del presente debe ser interpretado
como heredero tanto de los análisis de mujeres como Butler, como de los
planteamientos desde el socialismo y el anarquismo, en lugar de ser señalados
como parte de una tradición conservadora vinculada a las Iglesias católica y
evangélica. Una diferencia en su interior deriva de la inclusión del
lesbianismo como parte integral de la sexualidad femenina, también inhibido por
la moral religiosa. Por ejemplo, en Esclavitud sexual
femenina (1979), Kathleen Barry argumenta que la religión “existe como
una cobertura patriarcal que confunde en lugar de aclarar” (p. 262). La
moralidad religiosa niega la posibilidad de que la mujer pueda tener una
sexualidad propia a explorar, y asume que esta debe estar al servicio del
hombre. Haciendo eco de Rich, Barry aduce que la moral religiosa impone la
heterosexualidad obligatoria mediante la condena de la homosexualidad como perversión,
pero tolera la violencia sexual masculina hacia la mujer: “La violación es
predominantemente heterosexual, así que no es una perversión; pero dos mujeres
que hacen cálidamente el amor son perversas” (p. 265).
Al igual que las anarquistas y comunistas de principios
del siglo xx, Barry insiste en que la relación
sexual coercitiva (sea por pago o dentro del contrato matrimonial) es una
explotación. Busca cambiar estas condiciones coercitivas para permitir a las
mujeres desarrollar su propia sexualidad y establecer relaciones íntimas
fundadas en la mutualidad y el respeto, en lugar de la obligación y/o la
explotación. Por estas razones, rechaza el modelo liberal del comercio sexual
precisamente porque considera que representa la continuación del statu quo patriarcal en que la sexualidad femenina es
entendida como un bien al servicio del hombre (Barry, 1979, pp. 266-269).19 En este modelo
tradicional, la libertad sexual femenina no puede tener cabida, pues no hay
reconocimiento de la mujer como sujeto autónomo independiente. Esta observación
explica por qué los defensores del comercio sexual pueden denominar “el sexo
recreativo” a la compraventa de sexo (cuando la recreación es sólo del lado
masculino) para distinguirlo del “sexo procreativo”. Al conceptualizar la
relación sexual exclusivamente a partir de la experiencia sexual masculina
(pues es él quien embaraza o paga), los motivos e intereses de las mujeres no
son relevantes.
Este breve recuento histórico también ayuda a explicar
las tensiones que Lamas y las autoras radicales que cita notan durante los
eventos de la década de 1970 y 1980, cuando se reunieron mujeres y feministas
con experiencia en la compraventa de sexo con activistas y académicas sin esta
experiencia. Como atestigua Kate Millett (1976), en The
prostitution papers hubo –en efecto– confrontaciones en que salieron a
florecer prejuicios morales de activistas y académicas en contra de las mujeres
vendedoras del sexo (pp. 31-38). El rechazo y condena de Millet a esta
situación, así como su insistencia en que cualquier movimiento sobre el tema
del comercio sexual debía ser protagonizado por las mujeres que lo vivían,20 sugieren que no es
posible caracterizar los desacuerdos en torno al tema de la sexualidad y la
compraventa de sexo como una confrontación entre activistas y trabajadoras
sexuales. Asimismo, la participación de mujeres sobrevivientes del comercio
sexual en la redacción de su libro indica que el análisis radical de la
prostitución les había convencido.21
Hasta el día de hoy muchas de las activistas que trabajan con la catw y otras organizaciones afines son sobrevivientes
de la trata de mujeres (Döring, 2022; Kakoty, 2016; Moran, 2015). Esa
colaboración ha dado lugar a nuevos proyectos que buscan salirse de la
disyuntiva legalización/prohibición en pro del bienestar y seguridad de las
mujeres activas en el comercio sexual.22
A modo de conclusión
Como he intentado demostrar en
este texto, la narrativa del progreso es uno de los motores del discurso
feminista en México y en el Occidente en general. Se emplea para vincular los
movimientos de las mujeres con las revoluciones liberales, la democracia y la
lucha por los derechos humanos y colocarlo “en el lado correcto de la
historia”. El uso de ese relato oscurece las demás sendas feministas en el peor
de los casos, o bien, sólo permite que se entiendan a partir del discurso
occidental de la modernización. De ahí la preferencia por enmarcar los debates
dentro de un esquema de lucha de mujeres vanguardistas enfrentadas con un
conservadurismo retrógrado anclado a los errores del pasado.
A su vez, la narrativa del progreso incita a la
argumentación feminista a que repita los estereotipos patriarcales para
descalificar a sus contrincantes de una manera que replica lo descrito por
Spender en Women of ideas.23
El resultado es un discurso que no siempre logra deshacerse de las herramientas
del patriarcado ni entiende la complejidad de los planteamientos feministas con
sus múltiples desencuentros teóricos. En este artículo, he ejemplificado mi
planteamiento respecto al debate sobre la sexualidad femenina y la compraventa
de sexo. No obstante, la narrativa del progreso es una constante en (casi)
todos los debates de los feminismos contemporáneos. Tal vez la popularidad
continua de la metáfora de las olas en los feminismos ofrece la prueba más
convincente de esta afirmación.
¿Cómo enfrentar esta situación desde la historia de los
feminismos y dentro del feminismo mismo? En su examen de los usos del tiempo en
el discurso feminista, Victoria Browne (2014) recurre a los planteamientos del
feminismo poscolonial, especialmente a los textos de Chandra Mohanty (2002,
2003a, 2003b), para sugerir que un primer paso es reconocer que “hay maneras
diferentes de experimentar, configurar y contar el tiempo histórico” y que su
empleo nunca es “neutro ni casual” (Browne, 2014, p. 151), pues las narrativas
históricas también existen “en contextos de poder y dominación” (p. 150). De
ahí que el reto sea lograr un debate capaz de construir puentes y motivar
activismos entre mujeres con diferentes memorias históricas y contextos
políticos distintos, sin permitir que una narración imponga el guion o el marco
teórico exclusivo. Como argumenta Khader (2019), “las feministas no necesitan
un ideal único de la sociedad en donde impera la justicia de género” para
trabajar (p. 10). Más bien, se debe reconocer que el contexto empírico importa,
y que cualquier política se desarrollará en “condiciones que no son ideales”
(p. 10). El estudio histórico cuidadoso de las variedades evidentes en el
pensamiento de las mujeres, así como la reconstrucción de sus contextos
sociales, económicos y culturales, forma parte del trabajo básico necesario
para avanzar hacia este objetivo. En otras palabras, hay mucho trabajo para
quienes historiamos a las mujeres y su variado pensamiento político.
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1 Se puede leer casi la misma definición en otros idiomas, por ejemplo en el Oxford English Dictionary (sin cambio, desde 1895),
“Advocacy of equality of the sexes and the establishment of the political,
social, and economic rights of the female sex; the movement associated with
this” (Oxford English Dictionary, 2022,
definición).
2 Todas las traducciones en este texto son mi autoría.
3 La otra fundadora del now fue la abogada afroamericana Pauli
Murray.
4 Unos ejemplos clásicos son: Firestone, 1970; Notes
from the second year, 1970. Se discute el análisis materialista marxista
del movimiento de liberación de la mujer en el siguiente apartado.
5 La cita de Astell proviene del prefacio a la segunda edición de esa obra.
6 Hay que señalar que la investigación histórica en la América hispánica
sugiere que mujeres de castas también llegaron a ser dueñas de personas
esclavizadas (Velázquez, 2011).
7 Es muy probable que Montero se refiera a la obra de John Stuart Mill
(2022). La versión española de la pluma de Emilia Pardo Bazán, que se titulaba La esclavitud femenina, ya circulaba en México para este
entonces.
8 En palabras del Colectivo Combahee (1983): “Si las mujeres Negras fueran
libres […] todos los demás tendrían que ser libres dado que nuestra libertad
exige la destrucción de todos los sistemas de opresión” (p. 215).
9 Otros feminismos, como el islámico, por ejemplo, se inspiran en la
enseñanza religiosa para construir sus propias propuestas de ética feminista
(Rivera de la Fuente, 2015).
10 El dicho es ubicuo en el discurso feminista, pero usualmente se asocia con
las Guerrillas Girls, quienes lo han usado en sus actividades desde 1985
(González, 2022). En la página del colectivo invitan a sus lectoras a que
“conspiren con nosotras al lado correcto de la historia” (Guerrilla Girls, s.
f.)
11 Sobre el tema del tráfico de mujeres y comercio sexual en la historia, esta
disputa se puede trazar a través de la lectura de los textos de Judith
Walkowitz (1982), Sheila Jeffreys (1997) y Margaret Hunt (1990).
12 Aunque Foucault (2019) rechaza la idea de que existen vectores de opresión
entre grupos en la sociedad, su insistencia en que la sexualidad debe
entenderse dentro de un paradigma de poder/resistencia es fundamental para los
planteamientos de Rubin. Foucault dice que las relaciones de poder existen
siempre a todos los niveles y entre todas las personas, y que están siempre en
juego en las relaciones personales. Tal afirmación le lleva a rechazar lo que
llama “la tesis de represión” con relación a la historia del sexo y de la
sexualidad. Sostiene que las normas de conducta moral y/o legal que la
historiografía señala como fuentes de la persecución religiosa o política
contra las personas cuyas expresiones sexuales fueron consideradas
“pervertidas”, en realidad forman parte un diálogo permanente sobre el sexo. De
esta manera, fenómenos como la confesión católica, los tratamientos médicos
para impedir la masturbación o “corregir” la homosexualidad, tratan “más bien
de la producción de la ‘sexualidad’ que de la represión del sexo”. En esta
producción, los interlocutores obtienen placer mutuamente. Tanto la persona que
ejerce “un poder que pregunta, vigila, acecha, espía [,]” como la que “se
afirma en el poder de mostrarse, de escandalizar o de resistir” (pp. 32-33).
Como bien advierte Elsa Dorlin (2008), de esta manera Foucault “supone que no
hay nada fuera del poder […] sino ejercicios múltiples de resistencia” (p.
112). En otras palabras, la sexualidad siempre responde a relaciones
interpersonales de poder y resistencias, por lo que no es posible concebirla
dentro de otra dinámica como plantean las feministas radicales o poscoloniales
(Jones, 2016; McNay, 1994).
13 “La mayor parte de la gente toma equivocadamente sus experiencias sexuales
por un sistema universal que debe o debería funcionar para todos” (Rubin, 1989,
p. 154).
14 Rubin hace referencia a transexuales y travestis de acuerdo con la nomenclatura
común de la época.
15 Sheila Jeffreys (1997, pp. 6-26) señala tanto los rasgos moralizantes del
discurso de Butler como los elementos políticos en favor de la autonomía
femenina. Igualmente, su narración demuestra cómo la campaña contra la
prostitución involucró a mujeres como Ellice Hopkins, “cuya actitud frente a la
relación entre los sexos debía más a los principios de la caballerosidad que
del feminismo”. Señala que, para principios del siglo xx,
los objetivos de Butler fueron diluidos y transformados mientras la iglesia
anglicana, las organizaciones masculinas en pro de la “pureza espiritual”, y el
periodismo de la “nota roja” se interesaban en el tema.
16 Como comenta John Spurlock (1994) al hablar del movimiento del amor libre
en Estados Unidos, estas ideas fueron empleadas principalmente por hombres.
17 Las mujeres del anarquismo español expresaron ideas similares (Espigado
Tocino, 2002; Lora Medina, 2019; Turbutt, 2022). En el mundo anglófono, tal vez
Emma Goldman (1897) es la más famosa proponente anarquista del amor libre:
“Exijo la independencia de la mujer; su derecho a mantenerse; de vivir por sí
mismo; de amar a quien quiera, y a cuantos quiera. Exijo la libertad para ambos
sexos, la libertad de acción, la libertad para amar y la libertad para
maternar.” No obstante, es menester señalar que el anarquismo en general no
desarrolló un análisis feminista y sus pensadores principales –Proudhon,
Bakunin, etc.– elaboraron discursos misóginos y contrarios a la emancipación
femenina (Ackelsberg, 2005; Gemie, 1996).
18 Desde luego, este posicionamiento formaba parte del análisis socialista de
la situación de la mujer en el capitalismo; en esta época se recurría bastante
a la idea de la mujer “mantenida” como “parásito” de la sociedad por no hacer
trabajo útil y productivo en el espacio público (Gilman, 1898; Schreiner,
1911).
19 Carole Pateman (1988) retoma la tesis de la heterosexualidad obligatoria de
Adrienne Rich (1994) para argumentar que el paradigma liberal del sexo, como
algo que las mujeres “deben al hombre” (“the law of the
male sex-right” o “la ley del derecho masculino al sexo”), es producto y
fundamento del contrato social (p. 2).
20 La obra de Millet se compone de cuatro capítulos elaborados por mujeres
estadunidenses que habían dejado el comercio sexual y quienes analizan sus
experiencias a partir de la teoría radical.
21 Véase la introducción a la segunda edición de esta obra (Millett, 1976, pp.
16-23).
22 Uno de ellos es el modelo nórdico promovido por varios colectivos
feministas y adoptado en Islandia, Suecia y, más recientemente, Francia, que
legaliza el acto de vender sexo, pero criminaliza el acto de comprar con el fin
de invertir las relaciones de poder a favor de la vendedora. También conlleva
la implementación de políticas para apoyar a la mujer que quiere dejar la venta
del sexo (Banyard, 2016; Korsvik y Stø, 2013).
23 Un posicionamiento –dicho sea de paso– que lleva también a varias
feministas abolicionistas a adoptar la narrativa del progreso para defenderse
(Lamas, 2014). Sobra decir que funciona igualmente para inhibir el debate;
aplastar los posibles matices y desacuerdos; y acallar las voces incómodas.